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Amor sin erre

en Dominación

Cuando nos conocimos, en el trabajo, yo aún tenía novio. No sé si el conocerlo tuvo algo que ver, quizás inconscientemente, pero poco después acabé con mi relación. No era una relación aburrida, pero no me terminaba de gustar. Él, mi ex, no me cambiaba: me quería tal y como era. Lo malo es que yo, en el fondo, despreciaba mi modo de ser.

Él era distinto. En eso y en muchas otras cosas, pero sobre todo en eso: sabía de mí lo que le gustaba y lo que no, y no tenía problemas para sugerirlo. Era un genio de la insinuación, y siempre rozaba el límite de la discrección cuando decía algo de mí, delante de otras personas. Éstas no se enteraban de nada, pero yo, ayudada por su mirada traviesa, entendía a la perfección, como si lo gritase, todo lo que quería decirme. En cambio, cuando estábamos solos se mostraba increíblemente serio y formal, en vez de aprovechar para ser algo más... directo. Y eso me volvía loca.

La verdad es que yo era una perezosa de campeonato. No es que no hiciera nada. Más bien no hacía nada que no me apeteciera. Se me podría definir, en cierto modo, como "pasiva", aunque no lo era. Simplemente, me dejaba llevar cuando las cosas iban bien, aunque defendía con uñas y dientes las cosas que me gustaban. Sobre todo hablando. Me chifla hablar de mis gustos (al menos de los que yo misma conozco o estoy dispuesta a reconocer), y me chifla también reír. Esa era una de las cosas que a él le encantaban de mí. La otra, el dejarme llevar, no le gustaba tanto. Y a mí, tengo que reconocerlo, tampoco.

-No te comprometes.-

Lo dijo hablando de otra cosa, pero justo después de haber hablado de mi modo de ser, y yo supe que se refería a la conversación anterior. Me dio mucho que pensar. Muchos días. Él ya me gustaba bastante, y tonteaba con él con la pureza e inocencia que no recordaba haber tenido desde que era niña. Creo que eso a él le volvía loco, pero no se dejaba llevar en apariencia por mis travesuras, y de vez en cuando me advertía:

-Niña mala... terminarás haciendo que te castiguen.-

Yo me reía, pero en realidad me excitaba. Lo escondía. Él no parecía hablar en serio. Yo deseaba que lo hiciera en secreto.

Terminamos saliendo, pero no gracias a mí. Él, lo sé, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para arrancarme de mi molicie. Yo sufría en silencio pensando en él, y en que me gustaría demostrarle que a mí también me gustaba. Pero me dejaba arrastrar por mi forma de ser: durante años me había protegido de que mi hicieran daño.

Hicimos un viaje por mi tierra. Jugábamos en mi terreno y eso me daba confianza, la suficiente para mostrar cierto entusiasmo. Él lo gestionó casi todo, sabiendo que yo no habría hecho casi nada. Yo me odiaba por eso: él venía a verme, y se ocupaba de buscarse hotel, transporte, ocio. Hubiera deseado estar todo el tiempo con él, pero no hubiera movido un dedo por conseguirlo.

¿Por qué soy así? ¿Por qué a él no parece importarle?

Volvimos del viaje siendo novios. Antes de besarme la primera vez me preguntó si yo ya había cortado. Nunca había hablado de mi relación con él, sólo la había mencionado delante de amigos comunes en el trabajo en una ocasión. Él se acordaba de eso, y supe que desde el principio yo le había gustado. Me sentí muy bien. Le ofrecí mis brazos, y me abrazó. Cerré los ojos, y él selló mis labios con los suyos.

Aquello apenas cambiaba nada, pero me quitaba un peso de encima. Seguimos comprtándonos como hasta entonces, pero ahora, cuando estábamos solos, él me provocaba abiertamente. Parecía divertirle que yo no reaccionara con toda la intensidad que yo misma quería desatar, y aunque aparentemente todo era un juego infantil, yo sabía que me iba ganando la partida, conociéndome mejor cada día. Tuve miedo y por vez primera quise entregarme a él. Él llevaba las riendas, pero no tiraba de ellas hasta el tope.

Empezó a tratarme como a una niña pequeña. Yo odiaba eso, pero era el juego que siempre había venido jugando y no quería abandonar la partida. Miento. no lo odiaba: me encantaba, pero me sentía... ridícula. Odiaba que me gustara. Me ponía en evidencia.

-¿Has hecho todo lo que tenías que hacer? Buena chica.-

Y se reía, igual que yo, pero yo lo miraba buscando algo que sabía que él tenía, pero que no me daría. ¿Cuánto podría aguantar así? Él parecía que toda la vida, pero yo... me estaba volviendo loca.

Y tuve que parar.

Me gustaba hacerme coletas, y más desde que él me confesó que le pirraban. Pero me hacía rabiar diciendo que así parecía una cría. Quería vengarme, ser cruel, pero si él no me daba un motivo... Por suerte, lo hizo. Me tiró de una de las coletas, como tantas veces había hecho, y yo le grité fingiendo (muy bien, he de decir) estar enfadada. Puse mala cara y me iba a ir tras decirle que era idiota y que me había hecho daño.

-Quieta.-

Algo en su tono de voz me hizo hervir la adrenalina y me paré en seco. Tenía los brazos cruzados, para reforzar la apariencia de enfado, y me quedé así, de espaldas a él, tiesa.

-Date la vuelta.-

Eran... deliciosas aquellas órdenes. Nunca había hablado así. Obediente, me giré, pero no me atreví a mirarlo.

-Mírame a la cara.-

¡Oh, no! Me derrumbaría si lo hacía. Si con su voz era capaz de ponerme así, con su mirada me mataría, directamente.

-Mí-ra-me.-repitió.

-Lo siento.-susurré.

No pasaba nada. Sabía que me estaba taladrando con la mirada. Sabía que si volvía a intentar irme, volvería a detenerme, y esta vez podría hacerme lo que quisiera. No quería darle motivos, no quería sentirme indefensa. Los segundos se hicieron eternos en el salón. Yo seguía callada, con la mirada gacha, y él seguía sentado en el sillón, esperando.

-Lo siento.-volvía a decir. Y estaba llorando. No esas lágrimas que salen afuera, sino las que te corroen por dentro. No de tristeza, sino de ¿terror? ¿excitación? ¿confusión?

Aquel tiempo le bastó para pensar una trampa que tenderme. Me cocinaría a fuego lento.

-Está bien. Ven aquí.-

Tardé un poco en obedecer, pero lo hice. La tensión me estaba dejando agotada, y cualquier cambio sería una prórroga deseable en la agonía. Lentamente, caminé hasta ponerme a la altura del sillón.

Sé que me estuvo examinando un rato, casi podía sentir el roce de su mirada por mi piel. Luego sentí de hehco el roce de sus manos. Me acariciaba la pierna, los muslos y terminó en mis nalgas. Fue un poco raro, que me metiera mano en esa situación, pero no estaba en condición de poner pegas. Sería como estar ahogándose y preocuparse porque el agua esté fría.

-Arrodíllate... por favor.-

Era una orden bastante extraña, pero reaccioné como si fuera parte de un juego. Me intrigaba el que lo pidiera así, aunque sospeché que de otro modo, y o no hubiera hecho caso. Me preocupó que él supiera que ante la confusión, suelo ser bastante obediente, como si no pudiera evitar que mi cuerpo obedezca mientras estoy tratando de desentrañar el significado de lo que me había dicho.

-Cierra los ojos, cariño.-

Aquello se complicaba. ¿Y esta ternura? Parecía que me guiaba por el camino que yo estaba dispuesta a seguir hacia el destino que él quería marcar. Ya había probado a hacerme avanzar por la carretera bien iluminada, y viendo que yo me mostraba reticente, me había conducido por sendas oscuras y tenebrosas, donde su voz era lo único que podría guiarme...

Empezó a acariciarme el rostro, buscando hacerme reaccionar. En la oscuridad, yo iba reconstruyendo mi propio perfil gracias a sus dedos. Amplió el área de sus caricias al cuello, y luego al pecho. Era agradable, y erótico, aunque también extraño. Él, allí sentado, cual rey en su trono, y yo, a su lado... ¿reina? ¿princesa? ¿bufón? Creo que todo al a vez, en el fondo.

Me besó, con dulzura. Me relamí, golosa. Me sostenía el mentón, y claramente me miraba, pero yo estaba ensimismada recreándome en la oscuridad en todas las sensaciones, como si fueran piezas de un puzzle. Me faltaba una, tenía esa extraña impresión. Una y...

-¿Qué es esto?-

-¿El qué?-

Piqué el anzuelo y abrí los ojos. Los suyos estaban ahí, aguardándome, como los de una gorgona. Jadeé, prisionera ya de su mirada, notando que caía en ella como en un pozo sin fondo.

Sonrió, satisfecho de su éxito. Yo temblaba de pies a cabeza ante él, y mis labios, entreabiertos, se estremecían con mi respiración agitada.

-Niña mala...-

¡No, por favor, no termines esa frase!

-... es hora de que recibas tu castigo.-

Ya era suya, y daba igual cuanto me retorciese: el pez estaba en la cesta, enteramente a su merced.

-Sí.-reconocí.

Me hizo levantar un momento para ponerme inmediatamente sobre sus piernas. El final del camino era ya evidente. Mis fuerzas se agotaban y el tiempo para decidir qué hacer con ellas se agotaba. Sólo podía o reservarlas, o gastarlas ahora, en vano, tratando de contener a la bestia que crecía en mí.

Me desabrochó los pantalones y me los bajó, al igual que la ropa interior, hasta medio muslo. Posó su mano en mis muslos y allí la dejó, calentándolos con su contacto. Yo tenía la mirada fija en la puerta entreabierta del salón, como si tratase de que mi mente se evadiese por ella.

-¿Lista?-

Era una pregunta retórica. Lo había estado esperando desde que lo conocí, pero nunca podría estar lista para eso. Levantó la mano y empezó a darme azotes. No muy fuertes, salvo alguno. Lo suficiente para tenerme enteramente quieta y concentrada. Deseaba el siguiente golpe con ansia, tanta como me lamentaba por el anterior. Poco a poco fui alejando de mi cabeza la inútil tentativa de evasión, para tratar por todos los medios de no mostrar lo caliente que estaba. Ya bastante me había sometido como para encima reconocer que me gustaba.

Dio igual, él se dio cuenta de mis intenciones y, mientras seguía descargando su palma sobre mi culo, con la otra mano empezó a acariciarme. Primero el pelo y las orejas, luego recorrió toda mi espalda, hacia abajo, hacia arriba y otra vez hacia abajo, haciendo que me invadieran escalofríos y que relajara, con resultados fatales, mi control sobre la parte inferior de mi cuerpo. Gemí al notar el siguiente azote, que me pilló completamente desprevenida. Me puse colorada. ¡Era una perra viciosa! Pero aún creía poder ganar esa partida y volvía a aparentar ser una estatua, impasible.

Sus dedos levantaron mi camiseta y se posaron sobre mi costado. Tenía unas manos grandes, de dedos largos, que parecían poder abarcar mi cintura cada vez que me tomaba por ella para acercarme a él. Me sentí pequeña, infinitamente pequeña, más niña que nunca. Estaba llorando, esta vez de verdad. Pero seguía sin ser por el dolor. Al menos no por el más evidente que sacudía rítmicamente mis muslos. Lloraba por estar perdiendo el control.

Por debajo de la camiseta, alcanzó mi pecho izquierdo, y lo sostuvo. Comprobó que tenía los pezones duros y lo estuvo masajeando un rato. Lo hacía bien, a pesar de la postura algo forzada, y tuve un pequeño orgasmo. Él lo notó, porque me puse más tensa aún y luego me relajé un momento. Paró un momento y...

-Veamos.-

¡Me metió los dedos entre los muslos hasta mi sexo! Abrí los ojos y quise protestar, pero enseguida otro orgasmo me invadió. Como si fuera una cobaya, me examinó, hasta certificar que me había mojado. No dijo nada, pero debió pensar que yo era una auténtica viciosa. Aquello era absurdo, claro, pero en aquella situación mi mente no pensaba con claridad. Bastante me costaba tratar de separar el dolor del placer, que se empeñaban en fusionarse, como para aplicar mi vapuleada razón a ser fría y racional. Al poco me di cuenta de que se había detenido. No sabía por qué, y estar así me resultaba muy, muy incómodo, así que sólo se me ocurrió decir:

-Sigue por favor.-

Lo hizo, y noté en mis nalgas la humedad de mi propia intimidad con el siguiente golpe. No, no había sido un orgasmo: había sido el Orgasmo, con mayúsculas. Mis fuerzas ya no daban para más, y me fui abandonando. Todo empezó a pasar muy despacio, y el eco de los azotes me llegaba a lo más hondo de mi ser, igual que mi respiración pausada y profunda, el latido fuerte de mi corazón y un suave zumbido. Mi cuerpo era una enorme autopista en la oscuridad que era surcada por bólidos de sensaciones. Me había vencido, y cuando quise darme cuenta, ya había empezado a jadear, entregándome por completo a cuanto quisiera hacerme, ávida de placer, de dolor y de él.

Lo supo. Y volvió a detenerse. Me quitó de encima suyo con cuidado y me dijo que me vistiera. Me recompuse, hipnotizada, ida, pero no pude quedarme de pie, y me dejé caer sobre mis propias rodillas. Él se fue un momento de la habitación y yo me quedé mirando el suelo. Aunque no había dejado de hacerlo, volvía entonces a darme cuenta de que estaba llorando. Me toqué las mejillas, ardientes, y recogí un pequeño caudal con los dedos. Él volvió e inmediatamente volví la cabeza, los ojos y todo mi ser hacia él.

-Qué ojazos. Nunca te los había visto así.-

Me miró sólo unos segundos, pero luego se apartó y se puso una cazadora. Creo que por un momento había dudado. Quizás había visto lo que había hecho conmigo a través de mis pupilas dilatadas, y se había arrepentido. Como si me leyera la mente, dijo:

-Voy a dar una vuelta. Volveré enseguida. ¿Has terminado lo de mañana? Cuando vuelva lo hacemos entre los dos, si quieres.-

Era un modo un poco brusco de volver al día a día y las responsabilidades, pero ella parecía necesitarlo. Estaba allí, absorta, con sus preciosos ojos azules mirándome encandilados. No era el momento adecuado para que se pusiera a pensar. Y si no, ¡demonios! para mí no lo era.

Apenas esuve fuera un cuarto de hora. Lo suficiente para fumar un cigarrillo en el portal, y acordarme de que no fumo. Por suerte el portero sí, y me dio uno de los suyos.

-¿Mucho trabajo?-le dije.

-Que va.-

Aquello era absurdo, pero necesario. Dejé el cigarro a la mitad y volvía a subir a casa. Me metí directamente en el despacho y allí empecé a hacer su trabajo. Yo ya había terminado el mío. Ella entró en el despacho un poco después, la vi reflejada en la pantalla del ordenador. Se colocó en silencio detrás de mí. Terminé el párrafo que estaba escribiendo y me levanté. No quise mortificarla más y no la miré a los ojos, pero le di un beso en la mejilla y le dije que iría a hacer café. Supongo que ella hubiera preferido algo más, pero no le convenía. Primero la obligación y después la devoción.

Media hora más tarde la tarde moría y el olor del café inundaba nuestro despacho. Ella tecleaba rápidamente mientras yo le dictaba datos. De cuando en cuando yo sorbía café. Ella no probó el suyo hasta que le dije que ya se habría quedado frío. Se lo bebió de golpe y siguió escribiendo.

-Por lo tanto, los resultados de este mes han sido razonablemente buenos, pero se pueden mejorar si concentramos nuestros esfuerzos en los puntos A y D del programa, destinando la mitad del presupuesto consignado para el punto B...-

-A los dos puntos mencionados. Fin, ¿no?-dijo ella, y se quedó mirando la pantalla, pensando, evidentemente, en otra cosa.

Bebí el poso de café que quedaba y chupé la gota que quedaba en la cucharilla. Me incorporé (estaba apoyado en una mesa) y dejé los papeles sobre la carpeta de documentos, procurando intencionadamente al hacerlo rozar su mano, rígida sobre el ratón. Cumplido ya el deber, podíamos volver a compartir aquello que había nacido la tarde de aquel glorioso día.

-No. Esto es sólo el principio.-

Acaricié una de sus coletas y esperé a que me mirase. Fingí no fijarme en su mirada, pero desde luego que me fije, cerciorándome de que todo parecía fraguarse en su cerebro más o menos como yo lo imaginaba.

-Te espero en el salón.-

Salí, y ella me hubiera seguido inmediatamente, pero le recordé que tenía que guardar el documento, aprovechando esos segundos para añadir la teatralidad que tanto me divierte a lo que seguía. Me senté en el sillón y aguardé a que viniese.

Se quedó en la puerta, casta y recatada. Adorable.

-Lo de hoy... le he dado muchas vueltas. No lo teníamos planeado, pero ha pasado. ¿Tenía que pasar? No sé.-

-Creo que sí.-respondió ella. Magnífico, podía seguir improvisando.

-A mí me ha gustado.-

-A mí también.-

-Quiero ir más lejos.-

-Yo no sé.-

La verdad es que esperaba que dijera eso, pero no había podido, a pesar de intuirlo, saber cómo reaccionar. No era algo que me gustase planificar, y no obstante, ahora me vendría genial un plan. Si nos adentrábamos en ese nuevo territorio, yo tendría que conseguir un mapa, y que ella lo supiese. Por suerte, teníamos tiempo. Todo el que quisieramos. Y de hecho pensé que aquella noche sería un buen momento para pensar. Cada uno por su cuenta. De momento a mí me bastaría con dejar bien claro de qué iba aquello, y a ella con examinar si realmente le gustaría "ir más allá", imaginando en qué podía consistir ese viaje. Bueno, yo hubiera podido ilustrarla, tenía algunas ideas, pero era mejor que fuese su propio y maravilloso cerebro el que buscase las respuestas. No sólo, por supuesto: necesitaba un ejemplo, una "muestra" gratuita con la que comparar, tanto lo que había sido nuestra intimidad hasta hoy como lo que había sucedido por la tarde.

-Desnúdate.-ordené.

Su cuerpo se me mostró muy apetecible, y me reconfortó pensar que ella caería en algún momento en que para mi también suponía un sacrificio lo que iba a mandarle.

-Quiero que te quedes así, de pie, fuera de la habitación. Toda la noche. Pensaré mientras qué hacer. No te aseguro nada, pero debes obedecer. ¿Entendido?-

-Sí.-

-Buenas noches.-

Fue la primera vez que no la besé al irme a acostar desde que eramos novios. Cerré la puerta y me tumbé. Desde luego, no me quedé dormido: entre el café y el volcán de ideas que me venían, hubiera sido imposible. Me quise levantar e ir a por ella muchas veces, pero la imaginaba allí, sola en la oscuridad del pasillo, aguardando, torturándose pensando en cosas que ni siquiera yo podría imaginar, y me daba fuerzas para quedarme en la cama. Al final, dejé la mente en blanco hasta que casi me olvidé de lo que había pasado.

Eran las cuatro de la madrugada.

Me incorporé en la cama. Tenía la boca seca. No había cenado. En algún recodo de mi cabeza la imagen de ella quería ocupar la turbia pantalla de mi mente, pero lograba impedírselo. Me levanté y salí al pasillo, a oscuras.

Seguía allí, de pie, igual que la había dejado. Miraba al suelo, uno de sus brazos sobre sus pechos, y el otro cruzando su vientre hasta su muslo. Preciosa. Sumisa.

Fui a la cocina y abrí la nevera para sacar un poco de leche. Maldito café. Tomé una galleta y volví. Entré en la habitación, pero no cerré la puerta, sino que me quedé apoyado en el umbral. Ella estaba tan cerca que casi podía sentir el calor de su cuerpo. Durante una eternidad, permanecí allí, tratando de oírla respirar, como si en el aire que salía de sus pulmones pudiera descubrir lo que callaba dentro de su pecho. Por fin, me rendí: lo había logrado. Era mía, se me había entregado, y no había lugar a dudas. LA amaría, la follaría, la haría daño, y ella me correspondería con un amor y una sumisión únicos, el más firme candado que aseguraba la cadena que me había unido a ella para el resto de nuestras vidas.

-Entra dentro, esclava.-

-Sí, amo.-

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