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Madolina, musa del sufrimiento (2)

en Sadomaso

El primer lujo de que disfrutó Madolina, convertida ya en gran señora al haber contraído matrimonio con Lord Greenhill, fue un cálido baño con sales aromáticas. Se sintió extraña en la bañera de porcelana. Por primera vez desde hacía mucho tiempo tenía acceso libre a su propio cuerpo. Podía tocarse como quisiera, acariciar sus pechos, hurgar en su conejo, ya desprovisto de candado...

Pero no hizo nada de eso, sino que se pasó todo el baño masajeando sus piernas desde el muslo a los tobillos. La privación de movimiento que había padecido durante tantos años en el orfanato, donde sólo la desataban para hacer alguna labor manual que requiriera el uso de las cuatro extremidades, le impedía psicológicamente, como si lo considerara un tabú, masturbarse.

Pero sobre todo le produjo confusión el tener a su cuidado y servicio a tres doncellas. Madolina las miraba, pensativa, mientras vertían las tinajas llenas de agua caliente en la bañera.

¿Está el agua a su gusto, señora? –

Madolina se quedó de piedra. La más joven y hermosa de las doncellas la había llamado "señora". ¡Nunca hubiera imaginado que llegaría a oír esa palabra refiriéndose a ella! Le gustó el sonido, el respetuoso tono de sumisión que la chica empleó. Ahora se explicaba por qué en el orfanato la institutriz las presionaba tanto a las chicas para que se dirigieran correctamente a sus dueños. Oír tu título de ser superior en la jerarquía humana es una delicia.

Sí, gracias. ¿Cómo te llamas? –

Hanna, señora. –

El baño acabó y Madlina fue secada, acicalada, peinada y vestida diligentemente por sus doncellas. Pero le agobiaban tantas atenciones, por lo que ordenó:

Por favor, tomaos un descanso.... Tú, Hanna, quédate, si eres tan amable. –

Las otras dos doncellas salieron en silencio de la habitación. Obedecían sin rechistar, habían sido educadas para ello. Hanna, un poco nerviosa, permaneció de pie, mirando al suelo. Madolina supuso que esperaba algún castigo de su parte y se río de la candidez de la muchacha. Tan sólo tendría un par de años menos que ella, pero en su posición de esclava doméstica parecía mucho más joven.

No tengas miedo. Sólo quiero charlar y que seamos amigas. –

Hanna levantó la vista de las baldosas y miró e cuerpo semidesnudo de su dueña, deseándolo. Pero aún deseaba otra cosa más que eso. Hanna se había institucionalizado.

Lord Greenhill llegó de la finca con un par de faisanes. Con ellos halagaría a su esposa. Quería verla otra vez. Madolina terminó de vestirse ayudada por Hanna.

Acércame el espejo, por favor. –

Sí, señora pero... –

¿Qué? –

Por favor señora, no me diga "por favor" cuando me ordene algo. –

Madolina se puso una horquilla en los bucles del pelo y se dio la vuelta para mirar otra vez a Hanna. Entendió enseguida qué sucedía. Hanna se había institucionalizado.

Lord Greenhill encargó a la cocinera que preparara el más exquisito plato con los faisanes que había traído. Luego fue a la bodega a por un buen reserva. La ocasión, y más que la ocasión la belleza de Madolina, lo merecían.

Hanna era una chica pecosa, con el cabello rojo fuego y ojos azules. Era alta, más que Madolina, y mucho más delgada. Y en su cara aparecía dibujada la frustración. Su dueña comprendió que Hanna era otra chica más víctima del sistema. Porque para ella ya no existía otro mundo feliz que el de la esclavitud, el dolor y la sumisión.

Normalmente, cuando has pasado toda tu existencia bajo la bota de tu amo, por más que te acostumbres al sufrimiento y la humillación, siempre queda un resquicio en tu cerebro de rebeldía, de ansia de libertad. Pero en algunos casos, llegas a depender tanto del sistema impuesto, que a ti te convierte en esclavo de los demás, que lo conviertes en tuyo. Entonces te institucionalizas, y pasas a ser un esclavo de verdad, el que disfruta siéndolo y no quiere ser libre jamás.

Entiendo... – suspiró Madolina, comprensiva.

Ella también estuvo a punto de institucionalizarse con uno de sus amos, que le daba un trato tan especial que llegó a plantearse servir eternamente a aquel hombre. Por desgracia o por fortuna, el destino hizo que volviera al mercado de esclavos y ese momento de debilidad pasó.

Ve abajo a servirnos la comida. Luego hablaremos. –

Hanna asintió y salió de la habitación. Madolina terminó de ponerse su vestido nuevo. El primero que estrenaba en su vida. Se miró al espejo. Casi no se reconoció debajo de esos fastuosos ropajes, puntillas, enaguas, todo de tela de primera calidad.

¿Eres tú, Madolina? – se preguntó.

¡Cariño! La comida nos espera. – se oyó gritar desde el piso de abajo a Lord Greenhill.

Madolina se calzó los botines rojos y bajó las escaleras. Paso a paso, con la cabeza muy alta, como había observado en las amas a las que había servido. Al final la esperaba su apuesto marido, también con sus mejores galas. Madolina pisó el último escalón y tendió la mano a su esposo, que se apresuró en tomarla gentilmente. Sin apartar la mirada el uno del otro fueron hacia el comedor.

¡Los señores ya están a la mesa! – dijo a la camarera el mayordomo.

Hanna tomó la olla de la sopa y salió disparada. No se puso los guantes de protección para quemarse los dedos. Aprovechaba cualquier oportunidad para aplicarse suplicios, ya que Lord Greenhill no lo hacía.

Gracias, Hanna. – dijo Lord Greenhill después de que la doncella llenara su plato de espesa sopa.

Eso, que el amo le diera las gracias, la exasperaba profundamente. Madolina se dio cuenta y decidió distraer la atención de su esposo.

Cariño, hace apenas unas horas que he llegado y ya me siento como en casa. Tengo que darte las gracias por ello, por el buen recibimiento y por... por la suerte que nos ha unido. –

Sí... ¡Brindemos por la suerte! Hanna, ¿podrías traer la botella que he sacado de la bodega para agasajar a mi mujer? –

Hanna echaba chispas por tanto comedimiento. ¡Lo que ella necesitaba eran órdenes duras, caprichos sádicos, no pedantería aristócrata!

Enseguida, amo. –

Ya te he dicho que no me llames así. No soy tu amo, sólo tu jefe, el que te contrata. – replicó sin darle importancia Lord Greenhill.

Hanna casi se echa a llorar por lo vano de sus esfuerzos en sentirse sumisa y obediente. Madolina la observó salir del salón en silencio, pero tensa. Su marido en cambio no se daba cuenta de nada.

Tratas muy bien al servicio, querido. –

Por supuesto, son tan dignos de respeto como tú o como yo, ¿no? –

La botella apareció en escena. Hanna escanció hasta llenar la copa de fino cristal de Madolina. Ésta se contuvo, aunque su naturaleza agradecida a cualquier detalle de amabilidad le pedía que lo hiciese, y no agradeció verbalmente el servicio a su doncella.

Lord Greenhill no fue tan "mirado" con los deseos ocultos de su criada y en cuanto la copa estuvo llena de rojo vino dijo:

Gracias Hanna. –

Eso era demasiado. Hanna decidió cometer una fechoría para ser castigada. Disimulando lo justo, volcó la copa en los pantalones de su señor.

¡Oh! ¡Qué estúpida soy! Suplico su perdón, mi señor. – dijo, poniéndose de inmediato de rodillas a la espera de un bofetón.

Luego, para agravar la situación, sacó un pañuelo de su escote y empezó a limpiar el vino que todavía goteaba por la pernera del pantalón. Descaradamente le tocó los genitales. Pero Lord Greenhill, impasible, la detuvo.

No te preocupes preciosa. Ya lo arreglaré yo. –

Madolina sintió lastima de la expresión de desolación de su doncella e intervino, poniendo en su voz todo el énfasis que pudo.

¡Hanna! Eres una torpe. Después del postre te aplicaré el correctivo necesario. Ahora retírate. –

Hanna por fin sonrió, aunque intentó fingir estar asustada por la amenaza de su ama. Lord Greenhill contempló a la doncella retirarse deprisa, y cuando hubo abandonado la estancia, le dijo a Madolina:

No era necesario asustarla, cielo. –

Sólo lo he hecho para que podamos estar solos los dos. –

Una caída de ojos seductora fue suficiente para que el hombre olvidara de inmediato el incidente y se levantara para sentarse junto a su amada, que estaba en la otra punta de la larga mesa. Allí, entre caricias mutuas, besos apasionados y algún que otro manoseo lúbrico, dieron cuenta de la pareja de faisanes.

El señor está sentado junto a la señora. – comentó Crispo, el mayordomo segundo de la mansión, que acababa de llevar el segundo plato a los dueños; y por señas les indicó al resto de criados lo que estaban haciendo.

¡Vaya con la señora! Cualquiera diría que ha llegado esta mañana. – comentó la cocinera.

En el comedor Madolina jugaba con las natillas ante la atenta mirada de su esposo.

No me has dicho todavía cómo te llamas, tesorín. –

Demetrio. –

¿Demetrio? –

Sí, ¿te gusta? –

¡No! –

Madolina no podía dejar de ser sincera en todo. Pero Lord Greenhill no se sintió ofendido por la exclamación de su pareja. De hecho ni a él mismo le gustaba su nombre.

Da igual, para mí siempre serás cariño, tesoro y cielo. – añadió la mujer.

Y tú para mí la diosa, la musa, la donna. –

Madolina se dio cuenta de que su esposo tenía alma de sumiso. ¡Qué paradoja!

... y Madolina. –

¿Te gusta? –

Sí... Madolina. Creo que me pasaré el resto de mi vida susurrando tu nombre. Madolina... –

Madolina metió la cucharilla en las natillas y, maternalmente, se las dio a su esposo, que las devoró.

Termínatelas todas. – le dijo, ofreciéndole su plato.

Sí. Luego me echaré una siesta. –

Madolina metió otra vez la cucharilla repleta de líquido amarillo en la boca de su amado.

¿Qué te gustaría como regalo de boda? - preguntó Demetrio paladeando el sabroso postre.

Un viaje... – contestó Madolina sin pensar.

¿Dónde? –

Eso ya lo decidiremos. Tómate la última. –

Madolina terminó de dar de comer a su esposo. Pero le quedaba un poco de canela entre los labios. Con mucho gusto se la quitó de un beso.

Ahora descansa, mi amor. – le dijo – Yo voy a arreglar un asunto. –

Lord Greenhill no apartó ni un momento los ojos del generoso trasero de su esposa. Se preguntaba si era normal sentir esa misteriosa atracción hacia una mujer casi desconocida. Madolina tenía un magnetismo especial, un aura que le hacía sentir deseos irrefrenables de hacerla feliz. Si no hubiera bebido tanto en la comida, la hubiera hecho el amor encima de la mesa. Pero ahora tenía sueño. Con paso inseguro se perdió por los pasillos, rumbo a su sala de estar, pero el destino hizo que se quedara dormido en la puerta interior de la cuadra.

El paso de Madolina era muy diferente. Comprendía que para gobernar aquella casa debía convertirse en una mujer firme y dominante, someter a todos sus habitantes, incluido su esposo, bajo una férula de hierro. Lord Greenhill no tenía el carácter necesario para lograrlo. Pero ella sí. No obstante, abandonó estos pensamientos al entrar en la habitación de Hanna. Cerró con la llave maestra la puerta tras de sí.

A escasos metros, junto a la cama, Hanna esperaba a su dueña. Nada más oír el cerrojo de la puerta, avanzó a cuatro patas hasta colocarse delante de ella. Besó los botines rojos y musitó:

Gracias, ama. –

(Continuará...)

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