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Amor ácido

en Dominación

Estaba de pie frente a la ventana abierta. Su pelo castaño oscuro despedía un aroma suave, extraño en ella. Era una mala señal: su amenaza de suicidarse iba muy en serio. De otro modo o no se habría echado ningún perfume, o habría utilizado alguno de los caros frascos de fragancias penetrantes, contundentes, casi asfixiantes, que me obligaba a comprarle. Pero no; ella, coqueta hasta la muerte, no se iría sin un hálito especial (que yo y puede que sólo yo tendría la suerte de aspirar), y tampoco se despediría dejando esa deuda de "dólar y pico el uso" de uno de mis tributos.

La fragancia, más colonia que perfume, que había escogido era completamente distinta a las que usó mientras fue mi Ama. Tampoco, y eso era realmente un gran alivio, una última demostración de algo que explicaré más adelante; tampoco era el ordinario perfume que Él la regalaba siempre. Era un aroma casi olvidado por mi que me hablaba de una Alicia desconocida, de una parte de la dueña de mi Vida y mis Pensamientos que nada tenía que ver con la sumisión, el dolor o incluso el amor que nos unía. Era algo sólo de ella.

Cuando recordé que no era otro que el aroma que aspiré el día que la conocí, me estremecí y recordé. Pero ya había empezado a hablarme.

-Gracias por venir, Horacio.-dijo, sin mirarme.

Me llamó por mi nombre. Hacía años que no lo hacía. Quise echarme a sus pies y pedirle, exigirle, que me llamara como siempre. Su esclavo. Su perro. Su cerdito vicioso. Pero me contuve en cuanto vi en una de sus manos, cuidadas con esmero por mi apenas un día antes, una pastilla. Veneno.

-Ama.... yo...- empecé a decir, sin intención de acabar nunca esa frase.

Se giró, me sonrió y lo vi. Aparté la mirada, culpable. Era mi crimen, mi piadoso crimen. Ella se entristeció, creyendo que no miraba por repugnancia, pero pronto habló, y en su voz había más melancolía que tristeza.

-Lo he intentado. Gracias por ayudarme. No he podido. Ahora... ¡Ah! Eres libre. Espero que encuentres un ama nueva, guapa y que te comprenda. Y que te... bueno, no. Eso no. No creo que eso sea posible.-

"¿Que te quiera?" pensé yo, y la certeza me flageló sin piedad.

-Ahora, digo. Me voy.-

En su show final no había sólo una excelente interpretación. Había sentimiento, sinceridad y pasión. Demasiada. No podía permanecer inmóvil si, al precio que fuese, podía cambiar el final de esa película. Grité que parara, que esperara, que yo podía explicarlo todo.

-No mientas, por favor. Si no puedes sufrirlo, vete. Yo ya no te puedo dar órdenes.- musitó cuando terminé. Le temblaba la voz, pero era por la emoción, no porque deseara ser salvada. ¡Un ama salvada por su esclavo! Qué ironía... Pero en el fondo, por creer en una ironía muy parecida es por lo que todo había ocurrido. Medité mis palabras lo suficiente como para que no se ahogaran en mi garganta al pronunciarlas.

-Alicia.-

Tantos años siendo, lo he dicho ya, "su esclavo", "su perro", "su cerdito vicioso", y ahora era la primera vez que yo la llamaba por su nombre. Me sonó extraño y deseé íntimamente no tener que volver a pronunciarlo sin adornarlo antes con los epítetos adecuados. Diosa. Reina. Ama.

-Todo es culpa mía. Yo fui quien te tiró el ácido a la cara.-

Tuve que mirar entonces de nuevo en aquella terrible noche su rostro. su hermoso rostro de ojos verdes y naricilla respingona. Y durante un momento la recordé como había sido hasta que mi locura de celos la eclipsó con el ácido.

Hubo un silencio muy prolongado. Fuera un helicóptero de urgencias cruzaba los cielos con alguien debatiéndose entre la vida y la muerte en su vientre. Contemplé la estancia, aunque no la veía, ordenando en mi cabeza las palabras de mi relato. Su trono estaba vacío, frío. Pero no era el frío de su despotismo de Reina de los Hielos. Era el frío de la muerte, ese que se apodera de las personas y los objetos cuando pierden la razón de su existencia. En el pequeño tocador el maquillaje estaba en sus cajas, pero éstas estaban desordenadas. Sin duda, tras arreglarse para el gran final, había meditado acariciándolas. Y en el suelo, cerca de mi, pero inerte, su fusta languidecía.

Al verla me quedé en blanco. Miré de reojo a Alicia, pero su rostro, inclinado sobre su pecho, estaba en penumbras. Busqué, en el océano de la confusión, un salvavidas, y no lo pude hallar sino en un objeto apartado, desterrado: la máscara de cuero negro y remaches que Él le regaló después de la quemadura del ácido y antes de abandonarla. Estaba detrás de la cama, junto a una pata, arrugada. Me dirigí hacia ella.

-Eso.... no tiene sentido.-dijo cuando crucé a su lado. Me detuve un segundo. No nos mirábamos. No hacía falta. Yo había detectado la duda, un germen de duda, que crecía. Me escucharía. Es más, llegaría a convencerse de que lo sabía desde el principio. Así le sería más fácil. Reanudé mis pasos hasta la cama, me agaché y recogí la máscara. Entonces, empecé a hablar.

---Celos de un ácido amor (próximamente en sus retinas)---

Me di cuenta de que volvía a reinar el silencio. Ya no andaba de un lado a otro, haciéndome envidiar a la moqueta que sufría la cantarina sinfonía de sus tacones. Levanté la vista y la vi frente a mi.

-Abre la boca.-dijo, autoritaria. Lo hice, aunque no tenía realmente la obligación. Ella depositó la pastilla mortal en mi lengua y luego se me quedó mirando un largo rato. Yo seguía con la boca abierta.

-Si te lo ordenara, ¿te la tragarías?-

No contesté. Transcurrieron unos segundos y volvió a decir.

-Si te lo ordenara, ¿te la tragarías?-

Mantuve mi silencio. Sí, estaba furiosa. Quería una respuesta.

-¿Te la tragarías? ¿Morirías si yo lo quiero?-

Y yo callaba.

-¡Contesta! ¿Morirías para mi?-

Me agarró del cuello y apretó. Era doloroso, pero noté que se contenía. Poco a poco cedió la presión y dejó que su mano descendiera hasta mi pecho. Allí permaneció, hasta que dijo, en un tono de absoluta calma.

-Contesta, esclavo.-

-Sí, ama.-

Fue un momento sublime. Más placentero y doloroso que un parto o el mejor orgasmo obtenido bajo su dominio. No sé cuánto durar, porque sólo recuerdo que acabó cuando Alicia cogió la máscara de mis manos, se sentó en su trono, y mientras se ajustaba la careta me dio la primera orden del resto de mi vida:

-Escúpela, arrodíllate y lame mis zapatos, esclavo. Tengo que pensar en un montón de tormentos lo suficientemente horrendos para ti.-

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