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Gusanita

en Dominación

Mi amo me había asegurado que aquella sesión iba a ser diferente. ¿En qué sentido? En el modo de humillarme. La verdad, desconfiaba de su capacidad para lograr un suplicio original a estas alturas.

Quedamos en su chalet. Me ordenó que fuera a la puerta trasera, la del garaje. Allí comenzaría todo.

La primera novedad que me encontré fue una gatera grande encajada en la puerta de acceso. Era más grande de lo normal, y parecía recién hecha. Encima un cartel explicaba su finalidad.

"Puerta de la esclava" –

Luego tenía que entrar por ella. Calculé las proporciones a ojo: sería complicado hacer pasar mi cuerpo por ese agujero. Me arrodillé y levanté la tapa de goma de la oquedad. Entonces mi amo, que debía estar vigilando desde alguna parte al otro lado del portón, me aconsejó:

Mejor quítate la ropa. Te será más sencillo pasar. –

Lo busqué con la mirada, pero no lo encontré. Enseguida obedecí su mandato y me despojé de la falda, la chaqueta, el bolso y la blusa.

Los zapatos también. –

Era extraño que me ordenase quitarme los zapatos, siendo uno de los elementos de mi indumentaria sumisa que más le excitaban. Suspiré, un poco molesta por tanto requisito previo, y me quedé nada más que con la bragas y el sostén. Durante unos instantes esperé oír su voz grave, requiriendo mi completa desnudez, pero sólo hubo silencio, así que me decidí a entrar.

Efectivamente, el agujero era estrecho, y me costó un buen rato lograr poner mi cuerpo al otro lado. Éste estaba oscuro, negro completamente. Me esperaba salir a una habitación grande, pero en lugar de eso fui a dar a un túnel de tela directamente cosido a la gatera, como una media gigante. Me entró un poco de angustia claustrofóbica. Sobre mi cuerpo caí a cada movimiento que hacía el suave tejido: seda, seguramente. Mis manos y mis rodillas, puesto que me veía obligada a caminar a gatas, no palpaban otra cosa que esa suavidad, aunque notaban el frío del suelo del garaje, hecho con azulejos y no de cemento.

De pronto noté una mano, la de mi amo, posándose a la altura de mis nalgas. Era reconfortante sentir ese contacto en medio de l oscuridad, y me relajé. Luego dijo:

Venga, continua. –

Un par de metros más adelante parpadeó una luz, la de la salida. Me apresuré por llegar a ella. Resultó ser la boca del gran túnel de tela. Confiada, metí la cabeza por él. Me di cuenta enseguida de que mi cuerpo no podría pasar por un agujero tan estrecho, mucho más que el de la gatera, sin rasgarlo todo.

Allí estaba él, mirándome. Le sonreí, nerviosa. Tomó un cordón que cerraba el saco, alrededor de mi cuello, lo ajustó con un tirón bastante molesto y lo aseguró con un lazo. Ya estaba atrapada.

Bienvenida, gusanita. –

Él fue atrás de mí, adonde estaban mis piernas. Había calculado mis dimensiones para "embalarme" en el saco de seda. Abrió una cremallera en el túnel, me hizo cosquillas en la planta del pie, y luego cerró ese extremo del saco con la misma cremallera, desprendido ya de la gatera.

Me fijé y vi que la tela estaba estampada con rayas rojas y negras, dando a mi cuerpo prisionero ciertamente el aspecto de un gusano. ¡Así que ésta era su intención!

Volvió junto a mi cabeza. Sus ojos, tan hermosos como siempre me lo habían parecido desde que le conocí, me examinaron. Estaba un poco avergonzada de mi situación, más cómica que otra cosa, y notó un ligero rubor en mis mejillas.

¿Quieres una manzana, gusanita? – me preguntó, muy amable.

Claro, los gusanos siempre están en las manzanas. Decidí seguirle el juego y asentí. Él cogió una bien grande y roja del frutero. Una que conservaba el rabo de madera y una hoja verde. No obstante, había algo raro en aquella manzana. Su brillo era distinto.

Abre la boca... Más, todo lo que puedas, tienes que darle un buen mordisco. – me ordenó.

Me dolían las mandíbulas del esfuerzo, cuando él me introdujo, con firmeza, la fruta en la boca. Intenté morderla, pero no pude. ¡Era una manzana de mentirijillas, hecha de plástico! Quise retirarme, pero antes de que pudiese, él empujó el objeto y lo encajó entre mis dientes. Ya no podía escupirla, ni cerrar un milímetro los labios, con ese coloso haciendo dolorosa palanca.

Disfrútala. – se burló – Y ahora, repta un poco, gusanita gorda. –

Eso era insultante. Me moví, con serias dificultades, hacia mi amo. Mis manos se enredaban con la tela y me hacían perder el equilibrio. Cuando él observaba eso, me daba un empujón que me hacía caer. Se reía como un animal observando mis intentos de volver a ponerme a cuatro patas.

Cogió unas tijeras y me sujetó por el trasero. Iba a hacerme un agujero entre las piernas para ver mi culito. Procuré quedarme muy quieta, temerosa de que se le fuese la mano y me cortase la piel de un tijeretazo. No sucedió esto, aunque noté el frío metal muy cerca de mi intimidad. Ahora tenía un pequeño triángulo justo encima de mi ano. Me bajó las bragas hasta donde pudo.

Mmmm... Ahora hay que igualar el color. – comentó, pensativo.

Para hacer el color rojo, que encajara con la franja de tela correspondiente, no se le ocurrió nada mejor que azotarme el culo hasta ponerlo como un tomate. Con una paleta de pin-pon sin goma, me calentó a base de golpes secos las nalgas. No me podía ni quejar, pero dolía, y al terminar tenía la piel tan sensible que hubiera sufrido un tormento si una pluma llegara a deslizarse por mi culito.

Antes de pasar a lo siguiente, me metió un dedo en la vagina, para calibrar, como si me midiera el aceite, por mi humedad mi grado de excitación. Me estremecí. Quedó satisfecho y volvió a situarse frente a mí. Lo que dijo entonces me dejó los pelos de punta.

No he visto gusanos con pelo en la cabeza. –

Tomó las coletas que yo traía, orgullosa, y las cortó. Luego me esquiló por completo, como a una oveja. Lloré, realmente humillada, pero él no se apiadó de mis lágrimas. Diez minutos más tarde escasos mechones eran mi única protección capilar.

Mucho mejor, gusanita. –

Dejó las tijeras y me hizo un par de fotografías, "de recuerdo". Noté que su paquete crecía con mi sufrimiento y vergüenza.

Estás... preparada. –

Rápido dejó escapar su deseo de poseerme. Me arrastró hasta una silla y allí colocó mi torso, de modo que pudiera penetrarme a placer. Oí su bragueta bajando. La tenía ya fuera. Como era complicado buscar el coño con su capullo entre la tela, me empezó a sodomizar. Nada más entrar, chillé, sin emitir sonido. La manzana me estaba matando, pues me impedía morderme los labios para aguantar el dolor de ser enculada. Sus embestidas hacían que mis ojos se quisieran salir de las órbitas. Renové mi llanto, esta vez por el dolor.

Por suerte él lo que deseaba de verdad era follarme por delante. Así que harto de mi culo, rasgó el agujero del saco, agrandándolo lo suficiente como para que pudiera meter su polla en mi coño. Empecé entonces a disfrutar. Mi clítoris rozaba con la seda a veces y me hacía jadear de gozo... para mis adentros. Él me cabalgó, gimiendo con violencia, durante un rato largo, hasta que se corrió en mí.

Luego que hubo descansado un rato tras eyacular, me llevó a su habitación y me ayudo gentil a tumbarme en la cama. A mi lado comenzó a acariciarme mi calva cabecita. Recordé lo que me había hecho y volví a llorar, muy compungida por la perdida de mi cabello. Pero él me consoló, tierno:

- No te preocupes, gusanita de seda, que algún día te convertirás en mariposa. -

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