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Las reinas del vudú de Nueva Orleans

en Dominación

Charlotte vivía en el barrio francés de Nueva Orleans, y en todo parecía una auténtica hija del colonialismo. Tenía charme, encanto, un encanto que el perfume europeo de sus rasgos hacía destacar. Sus modales eran exquisitos, propios de una gran dama sureña. Y tenía, quizás como prurito genético de otras épocas, muy claro que unos mandaban, y otros obedecían. Pero aún no sabía a cuál de los dos grupos pertenecía.

Ésta es la historia de cómo lo averiguó.

La madre de Charlotte falleció del modo más absurdo: una pelota de golf le golpeó en la sien un día y... En fin. Ser alguien en la alta sociedad no exime de riesgos, por absurdos que éstos sean. El caso es que la crianza de Charlotte recayó en manos de su abuela materna, Elizabeth, y sobre todo en las de Mama Kayaka, la criada negra de la mansión. De su padre, Robert, sólo se puede decir que era un pelele sometido por su suegra y que procuraba estar lo menos posible en casa, como si se sintiera un extraño, sobre todo desde la muerte de su esposa. A pesar de eso, Charlotte lo quería. Y Mama Kayaka también, aunque de eso se hablará más adelante.

Elizabeth regía aquella mansión, a pesar de ser ya una anciana, con mano de hierro. Era dominante, disciplinada, exigente y, en ocasiones, realmente cruel. Charlotte había aprendido el valor del esfuerzo, la responsabilidad y el deber a base de castigos; a pesar de los cuales se convirtió en una chica muy alegre y extrovertida, por más que extremadamente pulcra y laboriosa. Sin duda en esa parte de su carácter influyó el trato con Mama Kayaka. La negra, casi de la misma edad que la difunta madre de Charlotte, la adoptó en muchos sentidos como a una hija, y le enseñó cuanto sabía.

Eso incluía el vudú. ¿Qué nieta de esclavos en Nueva Orleans no conocía, si no todo, algo del arte de la magia sombría? Claro que Mama Kayaka sólo enseñó a Charlotte cosas muy elementales, y sólo a modo de juego. Pero Charlotte mostró en el dominio del vudú aptitudes e interés, convirtiéndose, casi sin saberlo, en una adepta de ese culto.

No obstante, Charlotte mantenía oculta esta faceta ante sus amigas, y aunque tenía fama de bruja, ésta quedaba mitigada en el instituto por la de exótica y "francesa".

Muchos chicos la perseguían, encandilados por su físico, su sentido del humor, su sofisticación, el fuego tranquilo de su pelo, la enigmática travesura que parecía iba a dispararse desde el arco de su perenne sonrisa, o sus ojitos brillantes que cuando se entrecerraban mientras te miraba hacían que te sintieses prisionero de ellos.

Al final, y como era de esperar, Charlotte se fijó en uno de los pocos chicos que la prestaban atención, aunque le hizo sufrir bastante para conseguir que se creyese "algo más que un amigo", y continuamente le hacía dudar de que pudiera sentir o haber sentido alguna vez un inicio de enamoramiento. Tiempo habría, se decía la chica, para decidirse a estar completamente enamorada. Mientras tanto, Herbert, o Herby, sería un fiel confidente y una suerte de... mascota.

Por supuesto nada de este inicio de noviazgo debería llegar a oídos de Elizabeth. Seguramente no lo aprobaría. La abuela querría algún chico de familia importante para ella; en otras palabras, un pelma. Herby no es que fuera un muerto de hambre, pero para Elizabeth apenas tendría más dignidad que el jardinero.

Herby y Charlotte se conocieron en el grupo de teatro del instituto, afición que compartían con pasión. Es bien sabido que en Nueva Orleans todo el mundo nace con un cierto sentido del espectáculo. Bien sea para degustarlo, como era el caso de Elizabeth, que adoraba ir a ver representaciones y recitales, y no se perdía ninguno de los actos que componían el fabuloso carnaval de Nueva Orleans; bien para tomar parte activa en él. A charlotte le encantaba interpretar, sentía a la perfección el ritmo y su sueño secreto era ser reina del carnaval algún día.

Herbert, por supuesto, soñaba casi lo mismo: con su reina Charlotte tras una orgía de lentejuelas, brillos, panderetas y saxos.

El mayor problema era el profesor del grupo, un tipo prepotente, joven, delgado pero nervudo, llamado Charles. El tipo respondía perfectamente a lo que la abuela Elizabeth quería de un pretendiente: era de buena familia, educado, caballero... y muy duro. El grupo de teatro era su afición, pero en realidad se dedicaba al comercio a gran escala.

Charles y Elizabeth se conocían desde que Charlotte entró en el grupo de teatro el segundo año de instituto. Y habían hecho migas, puede que incluso planes. No estaba muy claro que pasaría por la mente del hombre, pero la abuela descubrió en su carácter un complemento perfecto y la herramienta definitiva para domar las pocas, pero significativas, díscolas extravagancias de su nieta. ¿O quizás pretendía vengarse en ella de la ridícula muerte de su adorada hija? Toda era posible en aquella mente fría. Lo que aún no había calibrado era que Charlotte tenía ya hechos otros planes. La muchacha había ocultado bien aquella relación suya.

Todo se desató como una tormenta de verano. Nadie se esperaba lo que ocurriría, salvo quizás Mama Kayaka, o el padre de Charlotte, que extrañamente se mostró ciertamente reticente a aparecer en aquella fiesta de cumpleaños de su hija, único acontecimiento del año en el que era seguro decir que estaría presente.

Charles había ido otras veces a casa de Charlotte, invitado siempre por Elizabeth. Tomaban la merienda, conversaban de los avances de su hija, y cuando caía la tarde, hasta que el hombre se despedía besando la mano de la tirana con una enorme sonrisa, hablaban de sus padres, abuelos y demás difuntos, y de los "viejos valores". Charlotte se aburría como una ostra aquellas veces, aunque no dejaba translucir su hastío jamás, y sólo el ojo experimentado de su abuela lo veía. Tan sólo le resultaba divertido ver el recelo, casi respeto, pero también racista aversión, que Charles mostraba hacia Mama Kayaka. Y es que entre los múltiples defectos de Charles se contaba también el de ser un supersticioso.

-Empezaré a preparar la merienda.-dijo Mama Kayaka.

-Te ayudo, Mama.-dijo enseguida el padre de Charlotte.

-Eso, haz algo.-concluyó Elizabeth, con una dulzura que apenas encubría la mofa y el reproche. Padre la ignoró y siguió a la negra a la cocina.

Sonó el timbre de la puerta y Charlotte bajó corriendo, seguida de cerca por la abuela. La costumbre era que Mama fuera a abrir, pero siendo el cumpleaños de la chica, quedaba bien que ella misma recibiera a los invitados.

La sonrisa que Elizabeth tenía preparada se quebró por uno de los lados al ver que no era Charles, sino un chico algo desgarbado, con cara de tontorrón pero guapo, y decididamente vestido de un modo poco adecuado a la dignidad de la casa. Pero más se molestó al ver que la premura de su nieta no había sido sino un anticipo de un afecto excesivo hacia aquel tipo, al que besó en la mejilla y sonriendo le presentó como "su amigo y compañero Herby".

-Bienvenido, Herbert.-le saludó la tirana, estrechándole la mano. -Pasa, por favor.-

Herbert agradeció la amabilidad, sin percatarse de la gélida mirada de su anfitriona, y de la mano de Charlotte corrieron escaleras arriba. Sorprendida, la vieja atinó a decir:

-Querida... aún queda por venir el señor Charles.-

-Conoce el camino.-dijo Charlotte, y se volvió para entrar en el salón seguida de su "cachorro".

Elizabeth apenas tuvo tiempo para reponerse. La indisciplina de su nieta y el descaro al despacharla era casi lo de menos. ¿Quién era ese chico? ¿Por qué esas familiaridades? Vale que fuera su cumpleaños, pero había forzado demasiado su indulgencia. ¿Y Charles? Al menos su última pregunta no quedó sin respuesta.

-Madame Elizabeth...-oyó a sus espaldas por la puerta aún entreabierta. Se volvió y allí estaba el profesor de teratro y rico comerciante.

-¡Profesor Charles! ¡Mon Dieu!-

Aquella puede que fuera la primera vez en muchos años que a la abuela Elizabeth se le escapó una interjección.

La merienda en sí fue bastante bien. Charlotte estaba radiante, contenta, aunque una sombra de preocupación creciera en ella cada vez que miraba a su abuela. Herby estaba encandilado por ella, embobado por completo y atento a cualquier capricho o tontería de su musa. Charles trataba de colar alguna anécdota, pero solían estar fuera de lugar y en seguida eran cortadas por la clara risa de Mama Kayaka, que lo mantenía a raya. Papá sonreía languidamente y comía, observando la cara de todos, pero evitando la de su suegra. Y la abuela... se consumía de disgusto.

Empezó a lanzar indirectas contra Herby, con ese sutil disimulo de la aristocracia, pero el chico apenas se sentía aludido. Su humildad natural hacía trizas los ataques de Elizabeth. Charles, que había entendido la antipatía de su admirada anfitriona hacia su alumno, colaboraba con ella de un modo menos continuo, pero más efectivo: empezó a criticar los esfuerzos de Charlotte y Herbert en el grupo de teatro, diciendo que se estaban "engolfando en otras aficiones poco productivas". Cada vez que hacía eso, por más que lo adornara todo para que no destruyera por completo el ambiente festivo, Herby dejaba de sonreír y agachaba la mirada. no así Charlotte, que le lanzaba furibundas miradas a su profesor, mezcla de rabia e impotencia. Si Charles quería, los echaría del grupo.

-Bueno, es hora de los regalos.-dijo Papá tras uno de los pullazos más cruentos de Charles, tratando sin duda de quitar hierro al asunto. -Mama Kayaka y yo te hemos comprado juntos una cosa, cariño.-

Trajeron un paquete primorosamente envuelto. Al abrirlo, un fantástico vestido de noche, negro, deslumbró por su exquisito gusto a todos.

-¡Guau, papá, Máma! ¡Es precioso!-exclamó la chica, poniéndose en pie e imaginando como le quedaría puesto tras besar a su padre y su "yaya".

-Caramba. Qué elección más acertada, señor Weakman. Creo que conjuntará a a perfección con mi regalo.-intervino Charles, y fue a buscar a un rincón una bolsa, de la que extrajo una caja de zapatos, y de ella un par de hermosos, de preciosos zapatos de tacón altísimo. Hincó una rodilla junto a Charlotte, intentando pasar por galante, y...

-Permíteme, querida.-

Herby se moría de envidia al ver al profesor descalzar y volver a calzar cuidadosamente los pies de Charlotte; tanto que no se daba cuenta de lo poco que parecía agradar aquello a la propia chica. Si lo hubiera percibido, le habría aliviado no poco.

-Venga, Charlotte, levántate y anda un poco con ellos.-dijo Elizabeth, sonriendo triunfal. El regalo de Charles había sido un tanto. No en vano ella misma le aconsejó que los comprara, tras sonsacar a su yerno lo que pensaba regalarle.

A desgana la muchacha obedeció y anduvo por la sala. Efectivamente, le sentaban de maravilla, pero trató de obviarlo.

-Me hacen daño. Además, no pegan con el vestido.-

-¡Charlotte! Perdónela, Charles, debe estar bromeando.-se apresuró a decir la abuela.-Es normal que duelan la primera vez, pero ya te irás acostumbrando.-añadió.-Y lo del vestido es mentira.-

-No pegan.-refunfuñó Charlotte.

-Cariño, no digas eso. Casan divinamente.-intervino finalmente Papá. Charlotte lo miró y luego miró a Mama Kayaka, que asintió en silencio. Tuvo que resignarse y volver a sentarse, con los estupendos zapatos bien ceñidos a sus delicados pies. A Elizabeth no le gustaba nada eso: que su nieta asintiera a lo que decía su padre.

Siguió un instante de silencio en el que se adivinaban pulsos, rencores y desafíos. Lo rompió, ¡y de qué modo! Herby.

-Ahora mi regalo, Charlotte.-

De uno de los bolsillos de sus pantalones extrajo una cajita blanca adornada y cerrada por un lazo dorado que ofreció, como si de un tributo a una divinidad se tratara, a su amada. Ésta lo tomó, tiró suavemente del lazo y abrió la cajita.

Dentro relucía un anillo plateado con algo que quizás sería un brillante, engastado. Y junto a él, una nota.

-¿Qué pone?-inquirió, aterrada, Elizabeth.

-Te quiero.-musitaron Charlotte y Herby a un mismo tiempo.

La tormenta se había desatado.

Papá recordaría que casi se atraganta con el pastel que estaba saboreando en aquel momento. Mama Kayaka no quitaba el ojo de encima a su patrona, Elizabeth, que parecía congelada. Charles miraba al suelo, pero ya no sonreía o fingía sonreír. Herby sólo podía mirar, esperando algo, a los ojos de su princesa. Y ésta... es difícil saber lo que pensaba. Parecía paralizada, pero no del modo en que lo estaba su abuela. Salió de su estupor tras pensar un segundo si aquello no sólo sería tomar la decisión tanto tiempo atrasada, sino ir más allá, desafiar a la tirana. Se sorprendió, casi se asustó, al ver la mirada de Herby, suplicante, tierna, enamorada, desesperada y llena de esperanza a un mismo tiempo. Y por el rabillo del ojo juraría haber visto que la mano izquierda de su padre aferraba de un modo muy peculiar la derecha de Mama Kayaka.

En realidad la cabeza de Elizabeth se movía a toda velocidad, compensando la quietud del cuerpo. Tampoco es que recorriera un gran camino: iba de una frase a otra, de "dile que no a ese idiota, dile que no" a "¡fuera de mi casa, escoria!". Quería decir la primera, pero reservaba sus fuerzas y aliento sólo para la segunda.

-Te quiero, Charlotte. ¿Tú me quieres? ¿Quieres ser mi novia?-preguntó Herby. Y ya no parecía, aunque por dentro siguiera siéndolo, ese chico desgarbado y humilde que solo pasaría por un bufón a los ojos de al menos dos de los invitados a aquel evento.

-Sí.-respondió Charlotte. Eran dos letras, sólo dos. ¿Sonaron firmes? ¿sonaron creíbles? Sólo eran dos: nadie lo hubiera podido averiguar sólo con dos letras.

-¡Fuera de mi casa!-clamó Elizabeth, poniéndose en pie como un resorte y soltando todo lo que llevaba dentro. Charles la siguió, aunque no dijo nada, pero miró con reprobación a la pareja.

-¡Abuela!-contestó Charlotte, y se levantó también, para hacerla frente. Pero al buscar en las expresiones de los que quedaban y no encotrar más que sorpresa, tristeza y preocupación, flaqueó y se echó a llorar.

-¡A tu cuarto, golfa!-ordenó Elizabeth, aprovechando la debilidad de su rival. Charlotte obedeció, presa de la confusión y la rabia, dejando a Herbert sólo, sentado en la mesa y preguntándose qué demonios estaba pasando.

-En cuanto a ti, no lo diré nada más que una vez: no quiero volver a verte por aquí nunca jamás. Ni aquí ni cerca de mi nieta.-se volvió la vieja bruja hacia Herbert.

-Pero...yo...-

-Ya has oído a la señora, chico. Vamos, largo o te echaré yo mismo.-le amenazó Charles, uniendo una vez más su voluntad a la de su anfitirona, aunque no tenía demasiado claro que iba a salir de todo aquello.

Herbert se levantó y seguido de cerca por Charles, bajó las escaleras. Éste último se giró cuando llegaron a la puerta y se inclinó brevemente ante Elizabeth, que los contemplaba, aferrada como una gárgola al pasamanos.

-Madame, lo lamento. Espero que esto sólo haya sido una chiquillada y le garantizo total discrección por mi parte. Au revoire.-

Y cerró la puerta tras de sí. A Elizabeth le hubiera encantado saber que inmediatamente después su protegido había propinado un par de puñetazos y una patada a aquel indeseable que no sólo había echado a perder la fiesta, sino que había puesto en jaque décadas de tradición.

-Ay, Nicole, Nicole. Qué hija, qué ramera engendraste.- se lamentó, antes de ir a su cuarto para calmarse y aplicar el correctivo necesario. Ella era la que mandaba, aún.

Mama Kayaka había seguido en silencio todos los movimientos de su señora, y sabía lo que vendría ahora. Musitó una imprecación en una lengua africana y fue hasta su cuarto, en la planta baja. Papá, en cambio, sabiendo lo que le esperaba a su hija, estaba sentado aún en la silla, y meditaba qué hacer.

Vio venir a su suegra pocos minutos después. En la mano llevaba algo, un bastón delgado que no soportaría el peso de ningún anciano, por consumido que estuviera. No era ése el uso que se le daba. Aquel bastón era la herramienta de disciplina más física, y puede que la más efectiva, de la tirana.

-Elizabeth, yo no creo que...-

-Tú te callas, cobarde.-le cortó tajante Elizabeth, un segundo antes de penetrar en la alcoba de Charlotte.

"Si mi hija viviera...¡no sólo iba a poner en su sitio a su hija!" pensó la vieja.

Charlotte lloraba sobre su cama, abrazada a la almohada. Lloraba su propia debilidad, y quizás un poco el trato que sin duda le habrían dado a Herby. Empezaba a pensar que no sólo era un amigo, y aunque trataba de ser más madura, allí se instaló el dulce pensamiento, atormentándola. Por lo demás, ignoraba lo que venía preparándose en su habitación hasta que un súbito dolor en las nalgas la sacó de la confusión.

-Mala hija, pécora, ramera. ¿Cómo has podido traer a ese indeseable a casa y encima pretender que tenga contigo algo?-farfullaba Elizabeth mientras dejaba caer con violencia el bastón sobre las nalgas, tras haber retirado la falda.

-¡Ay, abuela, déjame!-gritó Charlotte-¡Déjame, ya no soy una niña!-

-¡Cállate, golfa! Si tu madre viviera... esto la mataría. ¡Qué vergüenza!-

El sonido del bastón al estamparse en la piel de Charlotte marcaba el ritmo. La muchacha se esforzaba por liberarse, pero Elizabeth sabía bien cómo mantenerla lo suficientemente inmovilizada.

-Y encima, abochornas a Charles.-

-¡Charles es un idiota!-

La confirmación de los sentimientos de Charlotte hacia su profesor, aunque sabida y esperada, no hizo sino redoblar la furia de los azotes.

-¡Charles es un caballero, no como esa escoria! Y tú, desagradecida, lo humillas y me pones en ridículo delante de él. ¡Víbora!-

El objetivo de los golpes cambió, y del culo pasó a los pies. Eso sí que era doloroso, infernalmente doloroso. Charlotte dejó de quejarse para aullar directamente. Pero no suplicaba perdón, y su negativa suponía más y más duros golpes contra sus delicadas plantas.

-¡Basta, Elizabeth!-

Papá entró en la alcoba, o casi. Agarraba con una mano, como si de un salvavidas en un naufragio se tratase, el marco de la puerta. En su mirada se leía la impotencia, pugnando con la ira de ver a su querida hija castigada de aquel modo. La vieja paró, se volvió hacia él y chilló:

-¿Quién eres tú para decir qué hay que hacer o qué no? Pusilánime, eres el último mono en esta casa, ¡y eso debe quedarte bien claro!-

Hizo ademán de pegarle con el bastón, y él se protegió, acobardado. Elizabeth sonrió un momento, si es que algo podía transformar su cara de absoluta y fría ira, y regresó junto a la cama y la atormentada Charlotte. Los azotes volvieron a caer, igual de fieros, aunque algo más pausados, de nuevo sobre las nalgas, mientras la vieja musitaba, como ida.

-Nicole, Nicole...-

Papá no pudo aguantarlo más y bajó corriendo las escaleras, para meterse en el cuarto de Mama Kayaka. La miró con ojos desesperados y se abrazó a ella.

-Por favor, Mama. Por favor, páralo. La va a destrozar.-

-Ssssh, mi amor.-contestó ella, acariciando su espalda.-Voy ya, voy ya.-

La negra subió arriba y entró en silencio en el cuarto. La silueta de la vieja se recortaba contra las ventanas. La chica ahogaba su llanto y quejidos en las sábanas, gañendo deplorablemente con cada azote.

-Señora Elizabeth, le va a hacer mal a la niña.-

La voz de Mama Kayaka paralizó a la vieja. Que se giró y la miró con cara de sorpresa. Se diría que apenas la reconocía, como si no la hubiera conocido nunca.

-¿Qué has dicho?-

-Digo que ya está bien, señora. La va a lastimar de verdad.-

-¡Y a ti qué...!-

Increíblemente, Elizabeth iba a pegar a Mama Kayaka, pero no llegó a hacerlo. Algo la detuvo. No sabría decir qué, pero no pudo dejar caer el bastón sobre la criada.

Ésta, por su parte, no se inmutó ante el gesto de su señora. Aguardaba, con los brazos en jarras y los ojos bien abiertos, lo único claramente visible en la penumbra de la alcoba.

-Ya es tarde, señora. Vamos a dormir. Mañana todo será distinto.-

-Puta esclava.-musitó Elizabeth, y salió a grandes pasos de la habitación.

 

Al día siguiente Charlotte no fue a clase. Herby pasó por delante de su puerta, con un ojo morado. Quizás quería impresionarla, mostrarle las heridas que por su amor había recibido. O tal vez quería decirle que Charles le había echado del grupo de teatro. A él apenas le importaba ya otra cosa que su chica, su novia. Pero no se sentía con fuerzas para enfrentarse a su abuela. Llamó a la puerta y le abrió Mama.

-Hola, señorito Herbert.-

-Hola, Kayaka. ¿Está... Charlotte?-

-Claro, señorito. Está.-

La criada interponía su cuerpo entre Herbert y el hall, aunque no daba la impresión de que fuera a impedirle entrar. No obstante el chico, mirando los ojos de Mama Kayaka, balbuceó, sin darse cuenta de lo que decía.

-Por favor, dígale que he venido a preocuparme por su estado. Imagino... que no es acosejable que la vea, aún.-

-Así lo creo yo también, señorito.-asintió la negra, sonriendo a medias, como si supiera, casi como si hubiera inspirado las palabras del muchacho.

-Bien, muchas gracias, Mama Kayaka. Entonces me voy.-

-Adiós, señorito Herbert. Iré enseguida a decirle a Charlotte que ha venido.-

Herby se giró, sintiéndose algo atontado y furioso con su proceder. Se sentía de algún modo alienado de su voluntad, y luchando contra ese sentimiento se volvió de pronto y dijo:

-¡Yo estoy bien!-

MAma Kayaka lo examinó y antes de cerrar la puerta, susurró:

-Eso se ve, señorito. Adios, buenas tardes.

Pasaron los días y Papá se volvió a ir de negocios. Charlotte no se hablaba con su abuela y apenas salía de cuarto. Charles vino a visitarla, pero tampoco quiso verle. ¡Desde luego que no!

-Es muy testaruda.-suspiró Elizabeth, mientras sorbían a tragos espaciosos sendas tazas de café.

-Bueno, aún es joven. Debe formar su carácter, para lo cual es vital que se rodee de las companías adecuadas.-

-Lo que necesita es un hombre que la dome.-dijo Elizabeth, clavando en Charles una mirada de complicidad que no trataba de ocultar, como otras veces, cierta desconfianza.

-Eso también, madame. Eso también. Yo por mi parte, he procurado mantenerla bien disciplinada y dócil en el grupo de teatro. No sólo porque sería una pena que su talento se echase a perder, sino también por usted. Comparto su criterio sobre la disciplina en la educación. Absolutamente. Y...-

Hizo una pausa y calibró el efecto que podrían tener sus palabras para al final soltar de golpe.

-Y si hubiera sabido lo de la relación de Charlotte con ese chico, se lo habría hecho saber de inmediato.-

-¡Ese chico! ¡Ese maldito chico!-clamó Elizabeth, y se le derramó, cosa inusitada, algo de café.

-Bueno, no se excite, se lo ruego madame. Le garantizo que ese muchacho no molestará más a su nieta. Y porque creo que será bueno hacer las paces con ella en vistas a seguir con nuestra relación, tengo el honor de invitarles a ambas a pasar el sábado en el hipódromo.-

-¡O lala! Es usted muy cortés, y encantadas aceptamos su invitación.-se apresuró a declarar la vieja, entusiasmada con la idea y las posibilidades que entrañaba.

-Entonces vendré a buscarlas a las 11. Madame...-se palmeó las rodillas, síntoma inequívoco, por más que poco apropiado a su clase, de que estaba satisfecho consigo mismo.-Me voy ya. Hasta la vista.-

 

El regocijo de Elizabeth era el contrapunto perfecto a la tristeza conque Charlotte recibió la noticia. Se negó a asistir en un primer momento, como era lógico, pero en cuanto Elizabeth mencionó que Charles pensaba eliminarla del grupo de teatro, entendió que la estaban chantajando, y le sobrevino una antigua angustia. Aún meditaba como enfrentarse al futuro con la prohibición de ver a Herby, y ahora esto. Era demasiado. Sintiéndose derrotada, susurró que iría. Pero cuando la abuela ya se frotaba las manos y se felicitaba, Charlotte tuvo un arrebato y añadió:

-Iré si viene con nosotras Mama Kayaka.-

¡Qué revolución! ¡Una negra en las carreras! Elizabeth pocas veces se había sentido tan en entredicho frente a sus amistades como aquel día, acompañada de su nieta y de su criada, perfectamente vestida con un elegante conjunto que Charlotte le compró para la ocasión. Sería la comidilla de la jet set. No es que otras veces no hubiera negros en el campo hípico, pero su papel se reducía al de criados o mozos de cuadra. Pero Mama Kayaka, a efectos prácticos, acompañaba, no servía, a la abuela y la nieta. Elizabeth sólo podía rogar para que su criada, a la que había empezado a coger verdadera manía, no la ridiculizara.

-Señoras, creo que por allí veo al señorito Charles.-comentó la negra, que apenas parecía afectada por la situación y guardaba un prudente silencio.

-¡Charles! ¡Charles, querido! ¡Estamos aquí!-jadeó la vieja, yendo al encuentro de su protegido.

-¡Madame Elizabeth! Os esperaba...-comenzó a decir, pero al ver a Mama Kayaka se detuvo en seco y se le conturbó el gesto. Pidió una explicación con la mirada a su aliada, y ésta, considerando que debía explicarse, se volvió hacia Charlotte y la negra.

-¿Podeis ir a por unos refrescos y llevarlos al palco? Creo que va a hacer calor allí.-

-Señorita Charlotte.-saludó Charles a la muchacha y, evitando cruzar ni la mirada con la negra, tomó el brazo de Elizabeth y se marcharon. La chica quedó mirándolos un buen rato en silencio, con expresión sombría, hasta que dejó escapar un pequeño bufido.

 

-No lo aguanto. "Señorita Charlotte". ¡Idiota engreído! ¡Si luego me trata como a una esclava en el grupo de teatro!-y al darse cuenta de lo que acababa de decir, pidió diculpas a su acompañante.-¡Oh, Mama, perdona! No quería decir lo de "esclava". Es que ese Charles... me saca de mis casillas.-

-Eso es evidente señorita. Pero no se preocupe por él. Ya le tocará pagar.-

Charlotte se alarmó. Pocas veces Mama Kayaka decía algo en ese sentido. Se le ocurrió que quizás la negra podría llegar a utilizar alguno de sus conocimientos secretos de vudú para hacerle algo a Charles. La contempló en silencio un buen rato, pero Mama Kayaka no la miraba. Parecía buscar a alguien entre la gente.

-Mire, señorita. ¿No es maravilloso? Ahí mismo está su amigo, Herbert.-

La sorpresa de la chica fue mayúscula, por supuesto. ¡Herby! Hacía casi una semana que no lo veía, y al serle mencionado su nombre sintió algo dentro, un deseo reprimido y olvidado al que acababan de abrir la puerta de su celda. Se sintió muy necesitada de atención, de afecto, y de algo que ni Mama Kayaka podría darle. Pero sí Herby. Miró hacia donde la negra señalaba y comprobó que no mentía: en efecto, junto a un seto, oteando por si las veía, estaba el chaval.

Vestía como un señorito, y Charlotte se preguntó de dónde habría sacado aquellas prendas. Le sentaban bien, aunque le daban un aspecto extraño. Definitivamente lo prefería más informal. Fue a llamarle de un grito, pero Mama Kayaka se adelantó.

-¡Eh, señorito Herbert!-

¡Qué reencuentro más maravilloso! Se estrecharon las manos, se abrazaron, se miraron, sonrieron y alguna lágrima furtiva se escapó. Pero la negra les llamó al orden.

-Venga, chicos. Recuerden que no deberían tratarse así a la vista de todo el mundo. Vamos, señorita Charlotte. Vayamos al palco.-

-Te veré en el segundo intermedio, tras las cuadras.-dijo Herby, y besó la palma de la mano de su amor para acto seguido desaparecer trotando entre la multitud.

Charles y Elizabeth se habían empezado a impacientar. Habían colocado tres sillas en el palco y una detrás, destinada a la criada. Charlotte se snetó y con disimulo busco a Herby con la mirada, pero no lo halló, y Charles la interrumpió.

-Está hoy muy guapa, señorita Charlotte. Casi tanto como en su cumpleaños. Por cierto, ¿le siguen molestando los zapatos? Como veo que no los ha traído.-

-No, no me parecían apropiados. No creo que pudiera bajar al cesped con ellos sin caerme.-

-¿Bajar al césped? ¿Y para qué?-intervino Elizabeth.

-Para... para montar un rato.-improvisó la chica.

-¡Jajajaja! ¿Montar? ¿Tú? ¡Si no sabes!-

-Mentira. Papá me enseñó.-

A la vieja se le agrió el gesto al oír mencionar a su yerno.

-Lo dudo mucho, querida. Tu padre no está capacitado; para enseñarte a montar a caballo.-

La pausa en aquella frase resultó realmente cruel, y Mama Kayaka carraspeó, a modo de protesta, pero Charles y Elizabeth la ignoraron. Tras unos segundos, el profesor comenzó:

-No obstante, tengo entendido que era usted una amazona excelente, madame.-

-¿Era? ¡Y lo sigo siendo! ¡Jajajaja!- rió con ganas la vieja.

-Quizás quiera entonces dar un paseo en mi caballo, Hornbean.-

-¿Su caballo, señorito Charles?-

-En efecto, corre en la tercera carrera, pero no tengo inconveniente a que lo monte antes un rato.-

-¡Oh, Charles! Es usted muy generoso, y desde luego que acepto su ofrecimiento.-

A Charlotte aquella conversación le hizo preocupar terriblemente. Pretendían ir a las cuadras, donde Herby la esperaba, justo en el momento en que se habían citado. ¿Cómo era posible tanta mala suerte? Miró a Mama Kayaka buscando consejo, pero la negra observaba ya la primera carrera con unos prismáticos, absorta. Y en cuanto acabó, los cuatro se encaminaron hacia las cuadras.

Hornbean era un buen caballo, con sangre de mustang. Manso, pero firme, con visos de convertirse en un semental magnífico. Elizabeth y Kayaka lo admiraron, mientras Charles enumeraba sus éxitos. Luego la vieja fue a un vestidor a ponerse unas mallas y unas botas. En cuanto acabó, regresó para encontrar la mano de Charles que la invitaba a subir. Tal hizo, con sorprendente destreza, y no bien se vio arriba, el hombre le alcanzó una fusta que la tirana examinó un instante.

-Magnífica.-comentó.

-Herencia de mi abuelo, madame. Ha domado a los corceles más fogosos.-y al decir eso le dedicó una mirada viciosa a Charlotte.

-Magnífica.-repitió Elizabeth, y usándole en el lomo de Hornbean, salió disparada al pequeño circuito habilitado cerca. Charles y Kayaka la siguieron deprisa, aunque procrando mantenerse lo más lejos posible el uno de la otra. Charlotte fue más despacio, mirando a todas partes, hasta que...

-¡Psssst, Charlotte!-

-¿Herby? ¿Dónde estás?-

-Aquí, tras los pesebres.-

Allí, semioculta detrás de un abrevadero no demasiado limpio asomaba la cabeza de su amigo. Tenía la nariz manchada de grasa, y Charlotte se apresuró a quitársela con su pañuelo en un acto reflejo sobre cuyo significado reflexionaría no pocas veces.

-¡Debes irte! ¡Mi abuela está aquí al lado! Y si te llega a ver...-

-Me da igual lo que me haga.-respondió valientemente Herby, pero Charlotte se calló, molesta. ¿Y lo que le pudiera hacer a ella? ¿Eso le daba igual? Por suerte antes de adentrarse en el abismo del reproche, Herby musitó:

-Te quiero, Charlotte. Te quiero y te necesito. Esta semana ha sido la peor de mi vida, te lo prometo. Pero me da igual, porque el día de tu cumpleaños me hiciste tan feliz que compensa todo lo que pueda pasarme. Pero te necesito, por favor.-

-No puede ser, Herbert. No puede ser.-susurró Charlotte.

Quedaron en silencio unos segundos. Ella sabía que no había sido sincera en sus últimas palabras. Él quería creer que no lo había oído.

-Me voy. Adios.-terminó por decir la muchacha, notando que le empezaba a faltar el aire, e hizo ademán de irse.

-Charlotte, yo...-

No pudo acabar la frase. Los rojos labios de ella lo amordazaron con tibieza y su lengua recorrió el cerco de sus dientes hasta encontrar la de él. Notó que los ojos se le cerraban y deseó morir en ese preciso instante. Estaba en el cielo.

Charlotte se incorporó, enrojecida y sintinéndose al a vez culpable y satisfecha, como si hubiera degustado un dulce que ella misma se había venido negando durante mucho tiempo. Su interior bullía, pero exteriormente sólo se la notaba diferente en la sonrisa y el brillo de los ojos. No podía borrar la primera del todo. Del segundo ni siquiera se había percatado.

Resonaban los cascos de Hornbean, acercándose. Pronto volvería al a dura realidad de su abuela. Pero podía enfrentarse a ella. Sentía que en ese preciso momento podría nfrentarse a lo que fuera.

-¡Charlotte! ¡Tu pañuelo!-oyó llamarla a su espalda, y se le heló la sangre.

-¡Charlotte!-gritó Elizabeth, entrando al trote sobre Hornbean, fusta en ristre.

Puede que a Herby le diera tiempo a pensar que había sido un error épico el devolver el pañuelo de su amada; pero a nada más. Una mole de media tonelada se le echó encima relinchando, y sobre ella la propia imagen de un jinete del apocalipsis, blasfemando y dispuesto a matarlo a coces, o a fustazos. Cayó al suelo y desde allí lo vio todo a cámara lenta.

Charlotte corriendo hacia él.

Charles gritando con los ojos fuera de sí.

El caballo agitando sus patas a apenas unos centímetros de su cara.

Mama Kayaka...

Mama Kayaka estaba extrañamente tranquila, como ajena a aquella escena. Miraba el caballo y movía los labios, pero no se la oyó decir nada. En cambio a Charles la faz se le puso lívida. Hubo un grito, y Herby cerró los ojos, intentando a la vez rodar fuera del alcance de los cascos del animal encabritado. Debió lograrlo, porque no llegó a sentir ningún golpe. Lo que sí sintió fue la caída de un cuerpo al lado suyo, seguida de un grito de terror, y luego de un espantoso sonido, indescriptible, que sólo pudo identificar cuando al girarse, presa de la adrenalina y el pánico, quedó impactado por la imagen de la cabeza de la vieja Elizabeth siendo pateada, reducida a poco más que pulpa, por las coces de Hornbean.

Fue un bonito funeral. El cortejo, integrado por algunos de los más representativos "nobles de Nueva Orleans" acompañó el coche hasta el mausoleo familiar. Charlotte y Mama Kayaka vestían de riguroso luto, que en la negra la hacía casi parecer na sombra. Papa dijo unas palabras a los presentes, y tras un sólo de saxofón de un músico contratado, el féretro ingresó en su última morada. Las puertas se sellaron y el encargado depositó la llave en las enguantadas manos de Charlotte, que, con una rosa en una mano y la llave en la otra, recibió los pésames de todos los deudos de su abuela. El último fue Charles. Se le veía con el rostro apagado, macilento, cansado. Charlotte retiró las manos cuando él se acercó y le agradeció secamente su presencia. El hombre iba a decir algo más, pero Mama Kayaka, protectora, dio un paso al frente, y lo hizo desistir. Es más, en los ojos de Charles se dibujó un principio de miedo.

Regresaron a casa en silencio. Pero no era ese silencio de tristeza. Era un silencio reflexivo. Ninguno de ellos quería a la vieja ya. Se había vuelto insufrible por su ambición de controlarlo todo. No obstante, para bien o para mal, su vida los había marcado a todos, y el que más y el que menos, reflexionaron sobre ello y sobre el cambio que suponía en sus vidas. Un cambio a mejor, sin duda, pero un cambio, al fin y al cabo; y nadie debe confiarse demasiado a los cambios.

Charlotte no pensó inmediatamente en que ya podría retomar su relación con Herby. El sufrimiento que le había inflingido la fatídica noche de su cumpleaños su abuela la había vuelto cauta. Antes bien, pensó que todo, la casa, las tierras y los negocios de Elizabeth, pasarían a ella en herencia, y que debería administrarlas. Pensó en que eso equivalía a convertirse en la señora de la casa, en asumir responsabilidades. Pensó en que las expectativas, las altas y terribles expectativas que había cifrado en ella la tirana se habían convertido en las expectativas de cuantos la rodeaban. ¿Qué esperarían de ella? Y aún más importante, ¿qué esperaba ella de sí misma?

-Cariño.-la sorprendió su padre.-¿Quieres que me quede en casa contigo?-

-No sé, papá. ¿No debes atender tus negocios?-

-Princesa, el único negocio que me importa, que me ha importado alguna vez, es tu felicidad. Si crees, y quieres, que te ayude en casa, sólo tienes que pedirlo.-

Charlotte meditó observando a su padre. Sabía que hablaba con sinceridad, pero no quería empezar su gobierno dejándose llevar , ni siquiera por el afecto paterno, tierno y honesto.

-Necesito pensarlo, papá. Mañana te contestaré.-

Él sonrió y le dio las gracias, y el coche siguió su trayecto de regreso a la casa, con Mama Kayaka tarareando alguna melodía sureña en el asiento de atrás. Rara vez canturreaba; sólo cuando estaba de muy buen humor o cuando quería que Charlotte se durmiera cuando era pequeña.

Apoyado en la pared que daba al jardín estaba Herby, esperando que regresaran. El coche pasó al lado y se detuvo. El señor Weakman bajó la ventanilla y aguardó, pero Charlotte, sentada en el asiento del acompañante, no levantó la mirada, aparentemente enfrascada en sus pensamientos.

-Yo... quería decirles que lo lamento.-

-Gracias Herbert.- contestó papá, y esperó unos instantes, como si entendiese los deseos del muchacho de hablar con su hija. Pero eso no ocurrió, y al final Herby concluyó:

-Si puedo hacer algo por ustedes, les ruego que me lo hagan saber. Estoy a su entera disposición. Adiós.-

-Adiós, señorito Herbert.-dijo Mamá Kayaka, asomándose un poco entre los asientos, y el coche penetró en la casa.

-Es un buen chico.-comentó Charlotte en cuanto la ventanilla se hubo cerrado.

Aquella noche la nueva dueña de la mansión se sintió más sola que nunca. Su habitación, sabiendo que la de la abuela estaba vacía, le resultaba demasiado pequeña, como si se hubiese percatado de que en realidad era una jaula en la que la tirana la había mantenido, moldeando su mente a su antojo. Trató de concentrarse en algo, y cayó en la cuenta de que hacía mucho que no sabía nada, ni había pensado en el grupo de teatro. Eso hizo que su tristeza se redoblara. ¿Podría ahora volver allí? Tenía muchas responsabilidades, y muchos quehaceres, pero sentía que si abandonaba por completo aquella parte tan importante de su juventud, dejaría de ser quien hasta ahora había sido. Así que se prometió luchar por su viejo sueño de ser la reina del carnaval y por conseguir el papel principal de la obra del instituto. Pero antes tenía que dejar todo atado y bien atado en casa, así que tomó una decisión respecto a su padre.

-Papá, quiero que te quedes.-

-Gracias hija.-respondió el señor Weakman, la besó en la frente y pasó a sorprenderla a ella.-Pero quiero que sepas algo muy importante. Mama Kayaka, por favor...-

La criada se arrimó a papá y le tomó de la mano, justo del mismo modo que a Charlotte le pareció percibir durante su cumpleaños. Si sabía, o sospechaba al menos, lo que iba a decir su padre, sería imposible de decirlo; pero pareció mostrar cierto alivio y algo de alegría cuando el señor Weakman declaró:

-Kayaka y yo estamos enamorados, y queremos convivir como pareja, a la espera de... bueno, de casarnos.-

-Si usted da su permiso, señorita Charlotte.-

-Mamá, creo que no tienes que pedirme eso. Sólo puedo decir que os deseo lo mejor y que considereis esta casa tan vuestra como mía.-

Lo último no iba del todo en serio, era más un cumplido. A la perfección sabían, y sentían la necesidad de ello además, que alguien debía mandar en aquella morada. Papa no tenía carácter, ni ganas, y Mamá... en fin, era la criada. Sólo Charlotte podía asumir el control. Se abrazaron y felicitaron. Entonces sonó el timbre. Mamá corrió a abrir, y le sorprendió no encontrar a Herby, sino a Charles, quién, reprimiendo su aversión, preguntó por "la señora de la casa".

-¡Señorita Charlotte, preguntan por usted!-

Charlotte se acercó y miró desde lo alto de la escalera al hall. A ella no pareció sorprenderle la visita de Charles.

-Buenos días, profesor. ¿Qué se le ofrece?-

-Hola, Charlotte. Espero que estés recuperada. Ayer parecías realmente abatida.-declaró él, sin transpasar la puerta.

-Naturalmente.-

-Pero veo que te encuentras mejor.-

-Sí. Mañana volveré al instituto, profesor. Supongo que le interesará saberlo.-

-Me alegra oír eso. Tus compañeros te echan de menos. Sobre todo los del grupo de teatro.-

Charlotte calló y aguardó pacientemente hasta que Charles consideró que nada más podía comentar que le ayudara a ganar terreno, y tras repetir que se alegraba de su mejoría, se despidió.

Tal y como había dicho, el miércoles Charlotte regresó a la escuela. Su padre la acercó en el coche. A la puerta del instituto estaba Herby, observando, con ojeras y todo, a ver si la veía llegar. Se le iluminó el rostro cuando la vio bajar del automóvil, y dio unos pasos hacia ella, pero un grupo de chicas se le adelantó y rodearon a su musa para enterarse de todo lo que había pasado, darle el pésame y todo lo demás. Herby tuvo que renunciar, y aunque vio que Charlotte le lanzó un par de miradas cariñosas, no hablaron.

Aquella misma tarde la "pequeña señora", como la apodaron sus compañeros en cuanto se supo que era la heredera de Elizabeth, retomó los ensayos en el grupo de teatro. Para su sorpresa, el papel principal de la obra seguía libre, pues Charles no había querido hacer pruebas para que la sustituyera alguien. Así que lo recuperó y declamó con satisfacción. Pero en cuanto acabó, el profesor comentó:

-No está mal, pero, debe ser por las terribles experiencias que has sufrido hace unos días, no me convence tu interpretación. Tu personaje es una metáfora de la alegría, y a ti se te nota la tristeza. Tendremos que trabajar eso mucho, o no podrás hacer el personaje.-

El personaje, una artista de varietés, a decir verdad, aunque aparentaba ser tal y como decía Charles, un paradigma de la alegría de vivir, escondía tras su rostro profusamente maquillado y su vestido de cabaretera una triste y desesperada mujer que terminaría abocada al suicidio de no ser por la intervención del personaje masculino de la obra. Herby hubiera interpretado ese personaje si Charles no lo hubiera echado, pero ahora estaba vacante.

Antes de que Charlotte pudiera responder, sonó la campana, y todos recogieron deprisa. Pero antes de que la "pequeña señora" saliera por la puerta, el profesor la detuvo:

-¿Podrías quedarte y aclaramos los términos de la actuación?-

-Yo... estoy algo cansada, profesor.

-Vamos, vamos. Sólo serán unos minutos. Es importante.-

La miró con un brillo que a pesar de la sonrisa indicaba que debía quedarse. Charlotte suspiró y dejó sus cosas en la butaca más cercana. Por la rendija, Herby, que había ido a esperarla a la salida, los vio.

-Verás, Charlotte. No quiero andarme con rodeos. Ya eres lo suficientemente madura, y si no deberías serlo, como para tomarte tu vida más en serio. ¡No me interrumpas! Supongo que te haces una idea de hasta qué punto tu abuela, que en paz descanse, y yo, habíamos hablado de tu futuro. Los dos queríamos lo mejor para ti, y aunque su muerte haya supuesto un gran golpe, no debemos olvidar que su voluntad era la de procurarte la felicidad.-

"¡Ja!" río por dentro Charlotte, mientras aparentaba escuchar.

-Y ella, cifraba, y no creo que estuviera equivocada, tu dicha en procurarte el mejor casamiento posible. ¡Oh, no, no te excites, querida. No te alteres. No eres tan joven que no debas ya atender, e incluso aceptar, una proposición en ese sentido. Y supongo que ella te dijo esto mismo que yo te estoy diciendo. Es más, apostaría mi fortuna, a que te llegó a insinuar algún candidato.-

Herby estaba en estado de shock. Días y días sin poder hablar con Charlotte, y ahora aquel indeseable la estaba... ¡la estaba casi pidiendo en matrimonio! ¡El mismo tipo que estaba presente cuando él mismo se la declaró!

-Si lo hizo o no lo hizo, es lo mismo. Tengo la certeza, porque ella misma me lo confirmó, de que yo sería el candidato perfecto para ...-

-Basta.-cortó Charlotte, sorprendiendo tanto a Charles como a Herby.

-¿Cómo?-atinó a decir el profesor.

-Deje de decir tonterías, señor Charles. No pienso casarme con usted, y ahí se queda la cuestión. Adiós.-

Se levantó con tranquilidad, y en su rostro no se adivinaba emoción alguna. Charles tenía en cambio la boca medio abierta, presa de la confusión. En la cara de Herby, por fin, se dibujaban a la perfección el alivio y el triunfo. En apenas unos pasos la abrazaría, en cuanto transpusiera la puerta del salón de actos. La abrazaría. La colmaría de besos. Renovaría los votos de amor que unos días antes hiciera.

-Señorita Weakman. Me temo que no me ha entendido del todo.-empezó entonces Charles, mirando al suelo. -Su negativa supone que no podré seguir impartiéndole clases de teatro.-Y tras una pausa, clavó los ojos en la espalda de Charlotte, que se había detenido a un metro de la salida.-Porque usted ya no está en la obra.-

Y tras decir eso, Charles cogió su chaqueta y salió a grandes zancadas, pasando al lado de la paralizada muchacha.

No vio a Herby, semioculto, pero lo hubiera sentido bien, pues el muchacho iba a abalanzarse sobre él para devolverle, y por partida doble, los golpes que le propinó tras su aparatosa salida del cumpleaños de Charlotte. No obstante, se detuvo al escuchar un débil sollozo. Miró a través de la puerta y vio a Charlotte de rodillas, llorando con la cabeza hundida entre los brazos que se apoyaban sobre una de las butacas. Sintió, al verla, que el corazón se le quebraba.

-Charly...-susurró cuando estuvo a su lado, y extendió sus manos para acariciarla y aliviarla, pero antes de que llegara a tocarla, ella se giró y lo abrazó con fuerza.

-¡Herby, oh mi Herby! Quiero... quiero morirme.-

Hubiera levantado a todo el público con esas lágrimas. Pero por desgracia, aquella función no tenía ningún espectador.

Herby llevó en brazos a su temblorosa amada a lo largo de los pasillos del instituto, ya vacíos. No pocas veces había soñado con una escena parecida. Él, caballero salvador, devolviendo a su princesa al palacio. Ella, sus brazos en torno a su cuello. Era igual, era mejor, que su fantasía, pero por extraño que parezca, no se sentía como cuando evocaba aquellas imágenes de postadolescente heróico. Sentía en cambio una infinita tristeza que sólo podía transformar en ternura, y en adoración hacia su frágil musa. Todo lo que sentía por Charlotte se doró con un dulzura que multiplicó la fuerza de sus sentimientos. La protegería. La serviría. La amaría.

El coche de papá estaba en la puerta. Al ver a su hija y Herby, salió corriendo a su encuentro, pero Charlotte no permitió que la separase de Herby, aferrándose a su cuello con más fuerza, y no consintiendo en soltarlo hasta que la deposito con enorme delicadeza en el asiento trasero. En cuanto la dejó allí, la muchacha se deshizo en inconsolable llanto. Papá le dijo a Herby:

-Por favor, ven a casa. Creo que tú puedes calmarla mejor que nadie. Además, tengo que saber qué ha pasado, aunque me lo imagino.-

Herby le contó en el trayecto todo lo que había ocurrido. La respiración entrecortada de Charlotte los obligaba a detener la conversación muchas veces para deciarle alguna palabra amable a la chica por la que ambos se desvivían. Llegaron a la casa y Mama Kayaka ayudó a Charlotte a subir hasta su cuarto, donde se acostó. Papa y Herby cenaron en la cocina, en silencio, meditando y compungidos, hasta que, bien entrada la noche, Mama Kayaka regresó de la alcoba.

-La señorita Charlotte ya está más calmada. Ahora duerme.-

-Bien. Entonces yo ya me voy. Señor Weakman, Mama.-

-Espera.-dijo papá.-¿No quieres ir a despedirte?-

-Yo... No quiero despertarla. No sé si es correcto.-

-¡Ay, señorito Herbert! No diga tonterías. Es usted casi como de la familia: es el novio de la señorita Charlotte.-

A Herbert aquello lo emocionó. Miró al señor Weakman, que sonriendo asintió, y salió enseguida hacia el cuarto de su novia. ¡Su novia! La encontró dormida, pero con el rostro aún húmedo por las lágrimas. La estampa, con una vela encendida en la mesilla iluminando su cabello de fuego, y el aroma de algunas hierbas que Mama Kayaka había colocado en un quemador, resultaba exquisita, y Herbert se quedó embobado contemplándo a aquel ángel.

-Te quiero, Charlotte.-

Le pareció que tras decirlo, ella movía los labios. Se acercó y escuchó su respiración, tranquila y débil, como la de un pajarillo. Y por fin, se atrevió, cerró los ojos y estampó sus labios en la frente de ella.

-Sólo mi padre me besa en la frente.- oyó, y se retiró un poco, lo suficiente para ver los brillantes ojos de ella contemplándolo y una sonrisa que se hacía más y más grande. Inmediatamente Charlotte entrecerró poco a poco los ojos de ese modo que hacía que cayeras prisionero, al tiempo que abría su boca, ofreciéndosela para que la besara. Y Herby sucumbió al momento de placer más sublime que le estaría dado gozar en su vida.

Dos días después, Charlotte, que no había estado de ánimo como para regresar a clase, tomaba café en el jardín. Mama Kayaka tarareaba, sin duda para animarla, mientras cuidaba de algunas plantas cuyo uso rozaba lo mágico. La chica, de pronto, la miró con fijeza y le pidió que se sentara para hablar.

-Mama Kayaka, necesito hacerle daño a alguien.-dijo, en cuanto la negra obedeció.

Hubo unos instantes de silencio, muy distintos al aire que las canciones de Mama impregnaban segundos antes. Al fin, contestó:

-Señorita Charlotte, el vudú es muy peligroso, ya lo sabe. Puede volverse contra usted.-

-Mama, eso no me preocupa. Tengo que castigar a alguien. No sé si lo mataré o no. Pero tengo que hacerle algo horrible. Y sólo el vudú es lo suficientemente espantoso.-

-Pero señorita, el vudú sólo funciona con quienes creen en él.-

Charlotte cruzó las piernas y sonrió sin ganas. Entendía la reticencia de su aya, y sabría que no podría negarse.

-Sabes que a quien quiero hacer daño el vudú le inspira verdadero pánico. Tú misma le das miedo, Mama. Así que no me niegues lo que te pido. Funcionará a la perfección.-

Hubo otro silencio, algo más largo, hasta que oyeron que papá entraba por la puerta. Mama Kayaka miró en dirección a las escaleras, y entonces Charlotte probó su última baza:

-Me pediste mi permiso para casarte. Te lo doy, y mi bendición, pero a condición de que me permitas hacerte, además, un regalo de bodas acorde. Y para eso, necesito que me enseñes lo que te pido.-

Aquello cogió por sorpresa a Kayaka, que no acertó a responder nada, porque enseguida entró papá y las saludó efusivamente. Pero antes de que salieran él y ella por la puerta, rumbo a sus solaces de amantes, dirigió a la chica una mirada que no podía interpretarse de otro modo: la ayudaría.

El plan estaba en marcha, y sus detalles se iban perfilando en la mente de Charlotte con velocidad. Sólo Mama Kayaka estaba al tanto, aunque toda la familia, incluido Herby, jugarían un papel en el mismo. Esperaron un mes, casi dos. El curso estaba a punto de acabarse y se acercaba la hora de la representación. En una semana se consumaría toda la venganza de la "pequeña señora".

Lo primero fue regresar al grupo de teatro. Charlotte entró en el salón de actos en silencio y se sentó en la última fila de butacas, observando al profesor. Si su carácter antes era malo, ahora era deliberadamente violento. Todo le parecía que estaba mal, ninguno de los actores le parecía que se supiera bien el papel, y sobre todo la protagonista, una pobre chica a la que le había tocado sustituir a Charlotte, le reusultaba pésima. Tanto que en medio del ensayo, se levantó y gritó:

-¡Mal, fatal! ¡Hasta yo lo haría mejor!-

Charlotte se sonrió al escuchar esa frase, pero procuró parecer muy triste y arrepentida en cuanto Charles volvió a su butaca de director. Debió verla, porque se detuvo antes de sentarse, pero fingió lo contrario y prosiguieron los ensayos hasta el final. Cuando todos, de muy mal humor y hechos polvo, recogían, Charlotte se levantó y se dirigió hacia el profesor.

-¿Profesor Charles?-preguntó, aparentando timidez.

-Señorita Weakman, creía que ya lo habíamos dejado claro todo entre usted y yo.-contestó secamente el hombre, mientras se ponía su chaqueta. No obstante, la ceja enarcada lo traicionaba: parecía olisquear una disculpa por parte de la chica.

-Lo siento, profesor. Yo... quería pedirle perdón. Hablé como una niñata aquel día.-musitó Charlotte, bajando la mirada.

-Ajá. Me alegro de que se haya dado cuenta. Ahora, si me disculpa.-

-Por favor, profesor. Quisiera replantearme mi decisión respecto a...-y dejó la frase en el aire, hasta que Charles, cerrando los ojos y alzando la cabeza con gesto de insufrible superioridad, la terminó.

-¿Casarnos? ¿Y qué le hace pensar que yo siga interesado?-

Charlotte lo estaba logrando. Miró a ambos lados, vigilando que nadie más, salvo una sombra que poco a poco se había infiltrado desde el escenario y ahora mismo bajaba al patio de butacas con sigilo, hubiera en el salón de actos. Luego se puso de rodillas y con sumo tacto, fingiendo timidez, pudor y un par de matices más, bajó la bragueta del pantalón del profesor.

Charles estaba algo sorprendido, pero por suerte para los planes de Charlotte, no tanto como para que su flema de gran señor le hicieran quedarse quieto, seguro de que se merecía un "trabajito" por parte de aquella preciosidad.

-Espero que así comprenda cuán sincero es mi arrepentimiento, mi señor Charles.-dijo la chica, al tiempo que cerraba los ojos con su sutil habilidad acostumbrada y entreabría los labios.

Lo siguiente que Charles recordó fue que alguien le golpeó por detrás y que todo se hizo negro, salvo la cara de Charlotte, que resplandecía con una malévola sonrisa. Hubiera enseguida ido en su busca, de no ser porque se percató de que había algo extraño junto a él: unas tijeras, y varios pelos que le pertenecían, sin duda. Una siniestra sospecha apareció enseguida en su ánimo y le heló con sudor frío.

Mama Kayaka hizo algo que no hacía desde su juventud: un muñeco vudú. Charlotte observaba, ensimismada, cómo la criada iba dando puntadas al cuepo de tela, dándole forma humana, hasta tenerlo listo.

-Ahora, ponle los pelos de la víctima.-

La chica introdujo el mechón de pelo rubio en el pecho del muñeco, y la criada lo terminó de coser, dejando a la vista un pequeño arriate de cabellos, como un haz de paja. Tras eso, pronunció unas palabras ininteligibles, y le dio el muñeco a Charlotte. El rito concluyó cuando se quitó una de las largas horquillas de plata que tenía en el moño.

-Ten cuidado de no clavarla demasiado fuerte, o...-

-Lo tendré. No quiero que te quedes sin regalo, mama.-contestó la chica.-Y ahora, por mi, ya puedes casarte con mi padre cuando te plazca, aunque te sugiero que espereis hasta después de la representación.-

Mama Kayaka guardó silencio, sintiéndose feliz por un lado, pero hasta cierto punto, casi rayando en la compasión, preocupada por la suerte de aquel a quien aquel rito estaba destinado. Y ver cómo su discípula hacía bailar al muñeco sobre la mesa del jardín, no hizo sino fermentar su inquietud.

Y llegó el gran día. Por el instituto corría el rumor de que la obra no se representaría aquel año. La protagonista estaba con depresión por el maltrato psicológico de Charles, y nadie creía que al final apareciera. Pero Charles, aunque era consciente del fracaso social que conllevaba aquello, estaba más preocupado por otra cosa. Alguien tramaba algo contra él, y la representación era el mejor momento para atacarlo. De hecho ni se habría presentado en el instituto de no ser porque le correspondía atender las demandas de padres, profesores y público reunidos cuando se hiciera inevitable cancelar la función.

Se dirigía hacia el escenario, mirando a todas partes, cuando un alumno le salió al encuentro:

-¡Profesor, profesor! ¡Ha venido Sandy! ¡Podemos representar!-

-¡Gracias a Dios! Sabía que esa muchacha tenía tablas.-exclamó, mintiendo descaradamente en cuanto a su opinión sobre la actriz, pero sintiéndose más que aliviado. Tanto es así que no pudo ni de lejos imaginar que un poco después Herbert, en ese mismo pasillo, recompensaba con un billete de 50$ al alumno. Corriendo, Charlesse dirigió a los camerinos.

-¿Sandy?- preguntó, nada más entrar, pero las palabras se le quedaron atravesadas por el terror.

En el set de maquillaje, junto al espejo que cinco bombillas iluminaban, además de a sí mismo aterrorizado reflejado en él, vio sentada a Charlotte. Y en su regazo, un objeto de pesadilla.

-¡Dios, no!-clamó, y dio un paso atrás. Charlotte se levantó y acercó la horquilla al pescuezo del muñeco, mientras fruncía sus labios en una mueca burlona, casi diabólica.

-Profesor, creo que aún teníamos algo pendiente.-dijo, melosa. Y clavó muy despacio la punta.

Charles sintió que se quedaba sin respiración. Quería gritar, pero no podía. Se llevó las manos al cuello, como si tratara de evitar que lo estrangularan. No servía para nada: una misteriosa presión lo atenazaba.

-¿No? Es una lástima.-continuó la perversa mujer, acercándose a él. -Sería una lástima echar a peder un talento como el mío, ¿no es verdad?-

Estaba a escasos centímetros de él, mirándolo con sorna y desprecio, y él no podía apartar la vista del muñeco. Gañía, transudaba, y suplicaba con al mirada que lo liberara. Charlotte, al final, lo hizo, y en cuanto extrajo el alfiler del cuello, Charles notó un alivio inenarrable. Cayó al suelo jadeando, mientras Charlotte volvía a sentarse.

-¿Y bien?-exigió ella.

-¡Tendrás el papel, lo juro! ¡Serás la estrella! ¡Hasta repondré a Herby en el cartel, pero por lo que más quieras, no me mates!-

La muchacha pareció ensoñarse.

-Ah... la estrella. ¡Qué feliz me haría eso! Mi sueño, a punto de hacerse realidad. ¡Sí! Qué delicia...-se interrumpió un segundo y suspiró, dando esperanzas al profesor de que saldría bien librado de aquello. Pero éstas se desvanecieron en cuanto volvió a hablar la chica. -Sin embargo, ya es tarde. No obstante, "el espectáculo debe continuar", profesor. Y yo no me sé el papel.-

-Podemos...¡aaaaghhh!-chilló. La aguja se clavaba ahora en el estómago del muñeco, transmitiendo a Charles un dolor espantoso que lo hizo revolcarse por el suelo.

-Podemos, claro que podemos.-siguió Charlotte, y la puerta de los camerinos se abrió. Allí estaba Herby. Entró y miró a su profesor. Pareció sorpendido: sin duda no estaba al tanto de esa parte del plan aún; pero no hizo nada hasta que Charlotte le ordenó:

-Levántalo y ponlo aquí, frente al espejo.-

Charles agonizaba y no podía sostenerse en pie, ni mantenerse quieto, por lo que resultó extremadamente complicado ponerlo en la silla. Pero en cuanto estuvo, Charlotte extrajo la horquilla, para de inmediato clavarla en la espalda del muñeco. Ahora el profesor no sentía nada: ni el dolor atroz, ni ninguna otra cosa. Es más, no podía ni moverse, y apenas lograba articular palabra sino con un gran esfuerzo.

-Por... favor, Charlotte. Te lo su...plico.-gimió, indefenso.

-Sssshhhh, Charles. ¿No dijo hace una semana que usted lo haría mejor que Sandy? Pues ahora va a poder demostrarlo.-

Durante media hora que se le hizo eterna y en la que no pudo dejar de lloriquear, Charles fue convenientemente desnudado, afeitado, maquillado y vestido con el traje de lentejuelas de la protagonista por la perversa Charlotte. Le pintó los labios, los pómulos, las uñas, la sombra de los ojos, le puso rímel... En una palabra, lo tranformó en una grotesca cabaretera. Herby asistía en silencio a aquel proceso, mitad confuso, mitad fascinado por la imaginación de su chica. Y cuando acabó, cargó con el inerte profesor hasta el escenario. Al otro lado del telón aguardaba toda la comunidad educativa, importantes representantes del mundo del espectáculo de Nueva Orleans, gente de la alta sociedad... todos convencidos de que al final habría obra.

-¡Música!- pidió Herby, y se dejó oír una melodía de tugurio.

En un extremo del escenario, oculta a las miradas, Charlotte se dispuso. Anudó un cordel en la garganta del muñeco: eso mantendría callado a Charles. Enseguida le advirtió:

-Más te vale bailar como una reina de la noche, o...-

Y clavó la horquilla de nuevo en el estómago, provocando un mudo aullido y un espasmo a Charles.

-¡Telón!-

Fue una orgía de la humillación. La gente no salía de su asombro. Guardaron silencio apenas unos segundos hasta que empezaron las carcajadas, las quejas, los bufidos y la protesta. Y en ese breve espacio de tiempo Charles tuvo que bailar, mirando por el rabillo del ojo a Charlotte, que sonreía, con la aguja presta a atormentar cualquier parte de su cuerpo.

En la alta sociedad, en el instituto y en casi todos los ámbitos, jamás se supo que fue del profesor. Unos especulaban que se había vuelto loco y lo habían internado en un psiquiátrico. Otros que se había tirado al río. Otros que había emigrado a otro estado, puede que a otro país incluso.

Se equivocaban. Charlotte no había olvidado la promesa de un regalo de bodas para Mama Kayaka, ni consideraba suficiente su venganza.

-Imagino que la muerte de la vieja fue en parte cosa tuya, ¿verdad, Mama?-

-Se cayó porque el caballo se asustó, señorita Charlotte. Nada más.-

Entre ellas se había establecido una relación curiosa. No es que dejaran de quererse, pero ahora se sabían poseedoras de un poder especial ambas, discípula y maestra, y eso les hacía pensar mucho. Incluso, Charlotte sospechaba que la muerte de su madre también tuvo que ver con el arte de Mama Kayaka. ¿Por qué lo habría hecho? Quizás por papá. En cualquier caso, Charlotte reconocía el valor de la paciencia de Kayaka, y lo recompensó, dándole su bendición el día de su boda.

Fue un evento magnífico, y aunque provocó reacciones variopintas en la sociedad, la felicidad inundó aquella casa de nuevo como en épocas mejores. Todos disfrutaron, salvo alguien, una figura inmóvil que contemplaba todo el festejo en el jardín desde la bodega y que no salió a la luz sino cuando todos los invitados se hubieron ido y sólo quedaron Herby, Charlotte, Papa y Mamá.

-Creo que es hora de sacar a Charlize.-comentó la señora de la casa, alisando los pliegues que se habían formado en su fabuloso vestido negro.

Y sacó una llave y un muñeco de vudú que se terminaría haciendo ilustre, y nefasto, al menos para uno.

Tropezando, vestido de doncella, con una mano esposada a un firme cinturón, salió Charles de la bodega. No hablaba: no podía. El cordel seguía enmudeciéndo al muñeco vudú que lo controlaba.

-Éste es mi regalo, Mama Kayaka. Ahora que ya eres casada, ¿no esperarías seguir haciendo tareas de criada? Para eso tengo a este amigo tuyo. Perdón. Amiga.-

Mama Kayaka abrió mucho los ojos, asombrada, al igual que Papá. Y puede que si Mamá no reaccionara como lo hizo, el señor Weakman hubiera pedido que soltaran a aquel infeliz. Pero la negra estalló en carcajadas.

-¡Jajajaja! Charlize, ¿eh? Bueno, creo que ya no se puede hacer otra cosa con ella salvo sacarle partido.-

-Eso mismo creo yo.-asintió Charlotte.-¡Herby, cariño! Pon algo de música. Me apetece bailar.-

Herby subió arriba y bajó con el tocadiscos de la vieja Elizabeth y con un paquete que dejó al lado. Mientras Charlize recogía a duras penas los platos, las dos felices parejas bailaban en el jardín.

-Te quiero, Charlotte. Pero lo que haces con Charles... No sé. Es tan bizarro.-

-Si te preocupa que abusemos de él, te encargarás tú de vigilar el muñeco. Pero no se puede ir: sabes lo que significaría eso.-

-Lo sé, cielo. Lo sé.-

Dieron una vuelta aprovechando el compás, y al volver a encararse, Charlotte dijo dulcemente:

-No, no lo sabes. Tú también me perteneces. Si se pierde él o el muñeco, tú ocuparás su lugar.-

-¡Ouch!-dijo él, porque ella lo piso.

-Lo siento. Son estos zapatos, los que me regaló Charles. Por cierto- siguió, volviéndose hacia la nueva criada.-Luego, si los limpias a conciencia, holgazana, quizás te deje hablar un rato.-

-Con la lengua.-musitó Herby, y Charlotte lo miró, encantada y viciosa.

-Mmmm... creo que incluso si lo sustituyeras estarías feliz, ¿eh?-

-¡Noooooo!-

-Bueno, mejor para ti. A tu lengua le tengo destinadas mejores tareas que a la de Charlize. Además, a ti no creo que te castre.-

-¿Cómo?-exclamó Herby.

-Oh, venga. Es una broma. No llegaría a tanto con el pooobre profesor. Ni siquiera teniendo en cuenta lo bien que le vendría una voz aniñada en vez de los gritos de tirano que solía dar. ¡Sólo a mi abuela podría gustarle alguien así!-

-Ah, ahora que lo dices, he encontrado algo en su habitación, cuando he ido a por la gramola.-

Y uniendo la acción a las palabras, cogió el paquete.

-Creo que es el regalo de tu cumpleaños.-

Charlotte lo abrió y se quedó muy sorprendida. Luego, sonriendo, dijo:

-Al menos la bruja tenía buen gusto. Pero creo que hay alguien a quien le sentará mejor este... suplicio.-

Y sacando un precioso corsette, avanzó riendo hacia la aterrada doncella.

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