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Barbazul

en Sadomaso

Esta es la historia de Paolyta. No la cuenta ella misma porque su linda boquita debe estar complaciendo a su cliente, al igual que sus tiernas manos. Porque Paolyta es puta.

¿Cómo empezó todo? Por culpa del dinero. Algo sórdido para ser contado, aunque advierto: esta historia no es precisamente un cuento de hadas. Paolyta no encuentra al final un príncipe azul que la convierta en princesa. No, su palacio es una esquina y su reino la calle. Y en vez de corona lleva carmín, en vez de un vestido, medias de rejilla. Las botas que calzan sus pies no son zapatitos de cristal. Y su príncipe, si hay suerte, es alguien que deja propina por llenar un condón dentro de su vagina. ¡Puta poesía!

Pero no adelantemos acontecimientos.

Paolyta alquila su coño a maridos insatisfechos, muchachos pervertidos y viejos verdes. La desean, pero no la quieren. Eso la duele. Más incluso que cuando un obeso y mal afeitado hombre se gasta el doble que los demás en acceder a su culo y montarla por detrás.

No es feliz, no es dichosa. Pero tampoco llora. Se secan las lágrimas después del tiempo y no vuelven a salir.

Hasta hoy.

-Guapo, ven conmigo.-

-Chupar 20, griego 30. Completo 30.-

-¿Quieres ver lo que tengo aquí, nene?-

Poesía en los labios de Paolyta. Versos repetidos, miel para los zánganos. La copulan con la mirada antes de saber el precio. Algunos se lo piensan, otros no.

-Hola, bonito.-

Por la calle anda un extraño. No busca sexo. Ignora a las chicas. Y le gustaría que ellas lo ignoraran también. Pero no es así. Es guapo de verdad, con el pelo bien peinado, largo abrigo de paño y rasgos masculinos. Anda como si la calle fuese su reino. Muy sexy, un buen cliente. Las chicas lo provocan, pero no las escucha. Sigue su camino.

Paolyta sale de un bar. El servicio estaba sucio y en él ha perdido algunas monedas. Odia que la paguen con monedas. Piensa que su vida es un asco, y que no llegará a fin de mes con esta miseria. Está pasando una mala racha. Y lo ve venir hacia ella. ¡Por fin algo de suerte!

-Precioso, ¿quieres probar algo que tengo aquí?-

La ignora. Como a las demás. Paolyta se enfurece. El mundo es demasiado cruel con ella hoy.

-¡Jilipollas, mamón! ¡Que te den por el culo!-

Él la oye, y de inmediato olvida lo que iba a hacer. Se gira y busca el rostro que lo acaba de insultar. Lo encuentra. Paolyta siente su mirada profunda clavarse en sus ojos, y la llenan de temor. Pero lleva ya mucho tiempo en la calle. No se amilana. Pasan los segundos, los dos mirándose.

-¿Qué pasa, eh?- le desafía.

-Puta.- musita él, se da la vuelta y echa a andar.

-Maricón.- dice ella entre dientes, bajo, como para herirle sin que se de cuenta, pero se da cuenta, se detiene, se vuelve de nuevo y anda hacia ella. Paolyta se echa contra la pared. Tiembla. Acaba de descubrirse su farol.

-¿Qué?- le pregunta él con frialdad.

-Nada. Todo bien.- responde con un hilo de voz. Nadie la va a ayudar, tiene que ceder.

-Eso me parecía.-

Paolyta respira aliviada. Pero la mirada del hombre sigue clavada en la suya. Es inquietante. Está demasiado cerca, casi puede percibir su aliento caliente cuando la vuelve a hablar:

-¿Cómo te llamas?-Paolyta no responde. Intenta aparentar firmeza. Él sigue:

-¿Cuánto cobras?-

Después de haberla desafiado, que ahora la pida precios es una sorpresa. Y no demasiado agradable. Pero de inmediato vuelve a recordar las monedas perdidas en el servicio.

-Chupar 20, follar 25.- y añade, pensando que lo rechazará por excesivo-Griego 50.-

-¿A domicilio también lo haces?-

-Sí, sin problema.-

-Te doy 50.-

-A ver.-

El hombre parece algo molesto por la petición, y saca su cartera. De ella extrae un billete de 50, pero lo guarda de inmediato, antes de que Paolyta inicie el movimiento de cogerlo. Es su filosofía: primero el dinero y luego el servicio. Y acaban de rompérsela. La agarra por el brazo y cha a andar. Ella lo sigue.

-¿Es muy lejos?-

-Tres paradas de metro. ¿Cómo te llamas?-

-Paolyta.-

-Yo...-

No lo llega a decir. ¿Por qué?, piensa Paolyta. Lo lógico es que quiera mantener su intimidad en secreto. Pero no parece de esos. Más bien todo lo contrario. Entonces, quizás lo haya hecho por ella. ¿A ella que le importa, excepto su dinero? Entran en el metro.

El vagón está casi lleno. Pero queda un sitio. Él la dice que se siente. Ella lo hace, pero no lo agradece. Parece que a él no le importa, pero sí. Se pone a su lado y agarra la barra de aluminio mientras inician el trayecto. La examina, y cuando ella lo mira a los ojos él esboza algo parecido a una sonrisa. A Paolyta no le gusta que la miren, pero vestida como va, no lo puede evitar. Ese hombre la mira de un modo particular, como si viera algo distinto que el resto de la gente.

-Son 50 euros. Y no incluyo el ir hasta tu casa.-

Lo examina. A ver si así deja de mirarla de ese modo. Está bien, bastante bien para lo que suele ser la clientela. Es alto, bien parecido. Paolyta se ríe pensando en que a lo mejor tiene una polla pequeña.

-¿De qué te ríes?-

Paolyta no contesta, vuelve a mirarle a los ojos. Su mirada es verdaderamente poderosa.

-Es aquí, vamos.-

Él echa a andar, y ella lo sigue. No a la misma altura, aunque lo intenta. No es fácil seguir sus zancadas con los tacones de las botas. Salen fuera y doblan a la izquierda por la primera calle. Saca las llaves y abre el portal. La invita a entrar. Ella pasa.

-Es en el segundo. No hay ascensor.-

La mira el trasero mientras sube la escalera delante suyo. Ya se imagina castigándolo.

-Ahí, esa puerta.- le indica.- Está abierta.-

Hay un olor raro en esa casa. No desagradable, quizás demasiado artificial. Unas cortinas de rojo oscuro hacen que la luz que entra por las ventanas sea tenue y multiplica las sombras y matices encarnados. El salón está vacío salvo por una mesa con televisor y un sillón. Ella lo mira mientras él cierra la puerta de la casa. Otra puerta da al resto de las habitaciones.

-Son 50 euros, dámelos.-

Pero él la vuelve a ignorar. Se sienta en el sofá un instante, recostándose, pero enseguida se coloca sobre el borde del asiento, entrelaza las manos y la mira. Paolyta ve un anillo dorado adornando el anular. Está casado... estupendo. No le suelen gustar los casados.

Paolyta mira entonces al techo del salón. De él cuelga una cadena, o más bien los dos extremos. Resulta algo extraño.... inusual. Y cae en la cuenta de una posibilidad.

-¿No serás un sádico?-

-Sí.-

Paolyta aprieta el bolso contra su estómago. Siente miedo. Miedo de verdad. Aún no le habían pedido un servicio de ese tipo. Y no quería que esta fuese la primera. No terminaba de convencerle aquel hombre, y ahora que imaginaba los bizarros derroteros de su fantasía, menos. Pero antes de que pudiera iniciar la huida, él preguntó:

-¿Hay algún problema? ¿Lo has probado ya?-

Probado, no hecho. Eso había dicho. La situación se le iba de las manos. Ella era la que daba a probar, no el cliente. Fue a contestar o a dar entender que no y que se iba, pero al hacerlo vio que el hombre sacaba dos billetes más, también de 50.

-150.-

Hecho, la barrera del escrúpulo acababa de ser saltada sin complicaciones. Paolyta cogió el dinero, comprobó los billetes y sonriente, preguntó:

-¿Por dónde empiezo?-

-Te quiero desnuda.-

Ya la mente de Paolyta ideaba el modo de salirse con el dinero lo antes posible. Comería una buena comida y luego se iría a casa a pagar el alojamiento. ¡Qué ilusa! Se quitó la ropa pieza a pieza bajo la atenta y casi divertida mirada de aquel hombre. Cuando hubo terminado, se acercó a él para provocarlo, con la intención de arrodillarse, abrirle la bragueta, meterse su polla en la boca y dejar que la diera unos cachetes en el culo mientras le gritaba cosas como "¡Chupa, esclava!" o "Soy tu amo, mastúrbame." Una imagen bien reducida de las infinitas posibilidades que el mundo del sadomasoquismo ofrecía a sus adeptos, y muchas de las cuales, o al menos de las más refinadas, barajaba en aquel mismo instante el extraño cliente. La tomó de la muñeca y de un tirón la hizo trastabillar sobre sí, de modo que pudo besarle la boca. No fue desagradable, a pesar de la sorpresa, pero Paolyta se alejó de inmediato. Él no la soltó la muñeca. La retenía con fiermeza, pero sin hacerle daño. Hubo un instante de silencio y...:

-Yo llevo la iniciativa, Paolyta. Déjame hacer.-

Se levantó y ella con él la llevó debajo de las cadenas. Allí le dijo:

-Levanta los brazos.-

Paolyta lo hizo y el frío metal tocó el dorso de ambas manos. Paolyta se estremeció. Aferró ambos extremos. Él entonces sacó algo de su bolsillo. Al mirar, ella vio que eran unos pequeños candados. Luego iba a encadenarle las muñecas. No le gustó la idea, pero pensó que no sería muy difícil librarse de ellas. Le pasó los eslabones hasta cerrar y colocó el primer candado. Inmediatamente Paolyta tiró disimuladamente para ver si podía soltarse. No, Los eslabones estaban unidos muy justos. La invadió de nuevo el miedo. Como si él lo intuyera la miró, y sin apartar su mirada de la de ella, tomó la otra muñeca, que ya quería retirarla, la subió con firmeza en un solo movimiento, y la aseguró al otro extremo de la cadena de igual modo con otro candadito. Luego acarició los brazos recorriéndolos con la punta de los dedos desde las muñecas constreñidas por acerados eslabones hasta los hombros. Las manos de Paolyta aferraban la cadena, listas para intentar cualquier cosa. Pero él lo único que hizo fue besarle la frente y luego se separó.

Se comenzó a desnudar. Pronto Paolyta pudo contemplar el fornido cuerpo de su cliente. Nada lo decoraba. Había imaginado que tendría el pecho o los brazos llenos de tatuajes, pero no. Se quitó los boxers y salió su pene, de medidas normales. Defraudada, esperó, incómoda por su situación y por el silencio. Él lo rompió:

-No grites o no pararé.-

Fue una advertencia, una amenaza horrible. Pero Paolyta resistió sin decir nada hasta ver qué tramaba que tanto dolor pudiera infundirle. Él se lo mostró en cuanto regresó al salón con una larga fusta. Se colocó detrás de ella y...

-¡Ay, para!-

Empezaron a caer los azotes, sin piedad, sobre la espalda de Paolyta. Ya con el primero gritó que parara, pero fue en vano. El nuevo golpe sustituyó al anterior y a éste otro. Era insufrible. Una quemazón espantosa invadía su piel en cuanto la fusta impactaba y ya no la abandonaba. Pronto se acumuló tal cantidad de dolor que la hizo llorar. Y él callaba. Las súplicas de ella no obtenían otra respuesta que el implacable azote.

-¡Te lo ruego, déjame ir! ¡Te daré todo lo que tengo!-terminó suplicando Paolyta, tras recurrir a la amenaza, los gritos pidiendo auxilio y otras mil cosas. Él paró un momento. Desde atrás preguntó:

-¿Qué tienes?-

-Tengo... tengo, en mi bolso, 200 y pico. Y puedes quedarte con este anillo, y con la pulsera. ¡Por favor, déjame ir!-

Él fue a por el bolso y cogió todo, pero no cogió las joyas. Lo guardó en su chaqueta y se encaró con Paolyta, a la que le flojeaban las piernas por la tensión. En su mano seguía la temible fusta. La otra mano tenía algo rojo y negro, pero no se distinguía bien. Alzó la herramienta de castigo, tocando con la punta la barbilla de Paolyta. Ella no quería mirarle, él despejó sus cabellos de la cara y ordenó:

-Soy tu amo. Mírame, esclava.-

Ella lo hizo. Estaba eufórico, pero seguían siendo duros y serios sus rasgos.

-Déjame ir, te lo suplico.-

-Me dabas todo...-

-Sí, todo, déjame ir.-

-Todo.-

-Por favor.-

-Está bien, acepto.-

Fue un momento de ilusión maravilloso cuando él se acercó a ella. Pero enseguida se desvaneció. El horror cobró forma: llevaba una mordaza de bola y se la colocó rápidamente a Paolyta en la boca. Ella chilló un instante antes de que la correa fuese cerrada y la enmudeciese. Él se separó dos pasos, blandió la fusta y... empezó a descargar azotes salvajes sobre los pechos, vientre, muslos y costados de ella. No pudo resistirlo más que unos segundos. En cuanto observó sus tetas surcadas por profundas marcas y la herida brotando por algún trozo de piel lacerada, se desmayó.

Él no dejó de golpearla por eso. Pero tampoco prosiguió un largo rato. Un par de minutos, quizás, hasta que quedó satisfecho. Se acercó al cuerpo de ella, que colgaba de las cadenas y lo alzó. Su pene estaba completamente erecto. La sostuvo y dio un par de bofetadas en sus carrillos.

-Despierta, esclava.-

Paolyta regresó a la pesadilla y gimió tras su mordaza. Quiso huir pero no podía. El cuerpo le volvía a enviar dolor al cerebro, demasiado. Volvió a desmayarse. Él se enojó y volvió a abofetearla. Cuando ella volvió a recuperar el conocimiento no podía pensar en nada. Estaba desesperada, y el llanto la impedía ver con claridad. Fue besada a la fuerza, su boca forzada por la de él. Y la polla penetró su interior, poseyéndolo, alienándolo. Dejaba caer su cabeza, incapaz de sostenerla, pero él la volvía a levantar para que lo mirase. Le dijo algo, pero no lo entendió. Una espesa corrida y un fuerte tirón en su pelo sancionó el final de la sesión. Quizás en algún lugar de su mente se forjó la esperanza de que el servicio ya había terminado, la soltaría, la pagaría y la dejaría ir. Pero en el fondo intuyó que su vida acababa de cambiar de un modo radical. Al rato, aunque ella no se había dado cuenta de que él se había ausentado, tan poderosa era su presencia, regresó a su lado. Le puso unas esposas en las muñecas y procedió a abrir los candados. Los brazos le parecían de plomo a Paolyta. Él la tomó por el torso y se la echó al hombro como un fardo. Ella no podía resistirse: no tenía fuerzas. Penetró en los pasillos oscuros del resto de la casa hasta llegar a una habitación. La puerta, de acero sólido, tenía varias cerraduras, y una mirilla. Parecía y era un calabozo. La entró en él. Hubo un ruido, algo humano, y en su delirio Paolyta creyó ver dos figuras encerradas en pequeñas jaulas. Ya estaba inconsciente de nuevo cuando el amo la introdujo en una de las jaulas vacías y aseguró con los mismos candados que usó para las cadenas la única trampilla que daba acceso a la cárcel.

Sí entendió las últimas palabras, aunque le pareció que estaban dichas en un sueño.

-Bienvenida a la mazmorra de Barbazul.-

Cerrojos, cerrojos cerrándose y luego la oscuridad...

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