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Doralice, Mensajera del Dolor

en Sadomaso

Oh.... mi mundo, mi hermoso. Haces de un adjetivo casi un sustantivo; de una cualidad pura esencia. Te he visto: te he gozado. Mis sentidos todos te han venerado. Déjame. Déjame partir de tu lado, ahora, con un murmullo en mis labios. No diré adiós. Nunca es adiós del todo. Sólo susurraré, pues, "gracias".

-¡No te oigo contar, puta!-

Doralice pende de sus muñecas. Aros de metal las constriñen, y el plateado se mezcla con la sangre de las heridas. Todo su peso tira de sus articulaciones. De los tobillos cuelga, balanceándose como una campana que avisa de un incendio, una cadena, y de la cadena un cubo. Lleno de agua, salpicado de sangre y orines. Los orines de Doralice, que concentrando sus fuerzas sólo en sostenerse y no descoyuntarse, no puede evitar hacérselo encima.

-¡Uno!-

-Maldita cerda aquerosa. ¡Ya has vuelto a mearte encima!-

El látigo habla. No para de hablar. Y es inquisitivo. Quiere saberlo todo de Doralice. Quiere sacárselo todo.

"Niñata malcriada... Te gusta, ¿verdad?" parece sisear en esta ocasión. Da igual, no obstante, qué pregunten sus dos metros y medio de cuero trenzado, negro y brillante de sangre y sudor. La respuesta siempre es

-¡Uno!-

¿Para qué contar? No hay un final y el dolor se renueva, cual ave fénix consumiéndose y volviendo nacer en las heridas de Doralice. No basta un único principio para el dolor.

-¿Por qué? ¿Por qué siempre "uno"? Yo no te he enseñado eso.-

"Porque no hay final. Pero hay un fin", piensa Doralice, sin hablar. Sólo habla a su amo. Y cuando él pregunta eso, justo entonces, no ejerce como tal. Por eso Doralice se lo calla. No puede, no debe, permitirse el lujo de abrir su corazón al hombre que ahora mismo desgarra su piel sin piedad. No puede confesarle el fin que persigue. No lo entendería, y dejaría de quererla. Y ella, aunque no lo ama, necesita que la quiera. Nadie en el mundo haría por ella lo que él hace sin darse cuenta.

-Ojo por ojo. Diente por diente. Tormento por tormento.-

No es un credo. Es un trato. Doralice castiga a quienes mancillan su hermoso mundo, pero debe pagar primero. Sólo sufriendo puede hacer sufrir. Ella es la Mensajera del Dolor.

El Amo ha cesado. Desnudo, cansado, calientes el cuerpo y la mente, bebe de una botella de plástico. El látigo se retuerce, serpiente de cuero, fiel amiga de Doralice, a sus pies. Su dulce veneno ya corre por la espalda, por los brazos, por los muslos y piernas de la heroina. Pronto se obrará el cambio.

-Por... favor...-

Él para de beber y la contempla. Si se horroriza de lo que ha hecho o lo admira como una obra de arte, es difícil saberlo. También él guarda secretos. O Doralice no le pregunta nunca. Eso también puede ser. Tira el mango del látigo y baja de un salto al agujero donde el oscilante cubo trata en vano de alcanzar un suelo encharcado a apenas 10 centímetros.

La da de beber un poco, para inmediatamente verter lo que queda de agua sobre su cabeza. El alivio es inmenso, a pesar del dolor incesante de las muñecas, codos y rodillas. La empapa el cabello y refresca su cara, arrastra coágulos de sangre y sudor y le sirve para enumerar todas las heridas. Suficientes para la cuenta. Hoy podrá dispensar dolor a muchos hijos de puta.

-Gracias, amo.- jadea, cuando se recupera del éxtasis.

Él sonríe y lame despacio un riachuelo que se desliza desde el pecho izquierdo a la ingle pasando por el ombligo. Aprovecha que está casi en su entrepierna para, sin mirar siquiera, desprender la cadena de los tobillos. El cubo cae y se derrama, pero un desagüe impide que los charcos lleguen a más. Doralice está preparada para el otro precio a pagar: el que le debe a él. Es cierto, no lo ama. Pero lo aprecia. Eso es suficiente para, en cuanto el Amo la hace descender unos centímetros por medio de unas poleas, entrelazar sus piernas sobre los costados de él y apretarse fuerte, mientras su sexo se abre listo para ser usado al antojo de él.

Y lo hace. Lo taladra. Lo perfora. Lo penetra y repenetra un enorme pene plagado de venas, casi tantas como las cicatrices en el lomo de Doralice. Duele, pero es un dolor natural, casi un eco de los quejidos que su hermoso mundo la hace oír. La encanta y se deja follar. Es... ¿cómo decirlo? Una propina.

-¡Zorra, grita cuanto quieras!-

Sea una orden, sea una invitación, Doralice clama como si se sintiera empalada. Para él, esa música, que sólo él sabe arrancar de la garganta de su sumisa, es más eficiente que cualquier otro estímulo. Es un grito de victoria. Y derrama todo su semen en el interior cálido y húmedo de ella, llenándola.

...

Él ya se ha ido. Ella, aunque parezca un animal herido, cubierta tan solo por una incómoda manta de lana, está lista. La noche es suya, y los malos harían bien en esconderse. Doralice, Doralice... tus ojos brillan, a punto de llorar. De alegría.

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