A las princesas les gusta...
Lo primero, que las traten como lo que son. Mujeres. Bueno, también como princesas. Pero uno, versado ya en política amatoria, sólo entiende el trato con la femenil aristocracia, sobre todo si es un republicano comunista, como una relación radical. O te sometes y degradas a esa pérfida mujer, símbolo de todo lo que odias, y morbo de los morbos, o la sometes a ella.
A las princesas les gusta que las monten como a puercas: entre barro, pajas y sudor pegajoso. ¡Seguro que papá se enfada de veras cuando vea el traje de su niña hecho jirones, lleno de semen frío, y mandará que apresen al bastardo que ha hecho tal cosa!
Cuando el semental languidezca en la mazmorra, calculando por el tiempo que lleva allí el refinamiento del suplicio a que su inopinado casi suegro maquina conducirlo, ¡una princesa adora visitarlo!
Adora comerle la polla al guardia de la celda para que la deje a solas.
Adora abofetear a su macho, aunque preferiría ser ella quien recibiera un trato así.
Adora estar tan bella que incluso con la guadaña ya rozando el gaznate del infeliz, tenga un lugar, o una erección, dedicados a ella.
Adora escupirle, recordando cuando la lefa de aquél la salpicaba y robaba la pureza.
Y adora dedicarle una lasciva sonrisa cuando sale de la mazmorra. Porque piensa que si papá, ¡oh sí!, si papá se entera, quizás haga como cuando era pequeña, la ponga sobre sus rodillas, y en presencia de las putas del Rey, la azote y la llame lo que todas las presentes son.
Quizás incluso la ponga un cinturón de castidad. O lo que es lo mismo, la ordene ser una ramera, porque sólo la reconoce como tal.
Las princesas quieren tener afeminados príncipes a sus pies, ridiculizándose a sí mismos con versos deplorables, lamiendo sus empeines, besando el suelo que hollan sus regios zapatitos. ¿No es enternecedor, y excitante, que esos nobles de tierras lejanas se humillen hasta lo patético, con tal de "lograr una sonrisa" de ellas. Una sonrisa que siempre es sarcasmo, y de cuya verticalidad dudan ambos: el uno porque se reprocha tener que estar debajo cuando quisiera estar encima. La otra porque lo sabe, aunque en realidad a ella le encantaría follar sobre los tapices que la ha traído como presentes a la vista de su madre, sus hermanas, sus damas, los bufones, y sobre todo, papa.
Las princesas no sueñan con caballeros de reluciente armadura. Sueñan con bandidos, con asesinos, con crueles siervos de bajas pasiones enaltecidos por haber dado muerte a tantos inocentes que no pueden ni recordarlo. Sueñan y gimen como fulanas de taberna sintiéndose ya magulladas por la silla del caballo en que las montará su raptor como un vulgar fardo. Se deleitan golpeando sus nalgas mientras imploran que sea ése criminal quien les propine un azote, como si sopesaran el valor de un saco de estiércol. Y se desmayan de placer cuando evocan el momento en que las fuerzan, tan encendidos de pasión por sus llantos y gimoteos que desprecian incluso el rescate fabuloso que piensan cobrar por ellas.
Ah... a las princesas les gusta desnudarse en sus carruajes y visitar los campos, llenos de labriegos resentidos y sucios que con gusto empuñarían la azada para abrir la cabeza de papá mil veces antes que levantarla una vez más sobre la dura tierra. Sería para ellos como una aparición, como una revelación. Se postrarían, sobrecogidos, pero ella los alentaría a que se acercaran, a que la tocaran. Y ellos obedecerían. Primero con miedo, luego con ansia, y finalmente con lujuria. Todo su cuerpo sería vejado por dedos ávidos de venganza, insensibles al placer por culpa de las ampollas. La levantarían sobre sus cabezas y tirarían de sus miembros, separando sus piernas, para clavar en su sexo los ásperos mangos de sus aperos.
El Rey es la Tierra, y su sangre la fecunda. ¿Por qué con la de una princesa no iba a ocurrir lo mismo?
Las princesas adoran todo lo que no es ser una princesa y sólo una princesa. Pero la única lección que aprenden de verdad, y la aprenden bien, es la primera: una princesa no sabe renunciar.