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La Clínica del Hipnotizador

en Dominación

Revisando su agenda por encimita, se dio cuenta de que le tocaba un día muy movido, con mucho que hacer. En un rato a las 9 vendría la señora de Alba con otro de sus problemas, inexistentes hasta que conoció al doctor. A las 10 vendría el señor Urrutia, a quien debía tratar por hipocondría, además de tratar de que le preste a su mujer. Pero la paciente más esperada era la señorita Juarez, una muchachita de unos 19 que llegó pidiendo ayuda porque su novio la dejó por otra, y a la que sometía sexualmente regularmente.

Pensando en eso estaba cuando Gladys lo mordió en salva sea la parte.

¡Bueno perra mala! Te he dicho que no se muerde, las perras falderas no muerden.- y la azotó con la mano en la boca.

Gladys es una muchacha de 21 años. Morena y alta, sus facciones recordaban a una princesa quiché (una etnia indígena de mi país) o a una amazona griega. Sus senos turgentes combinaban a la perfección con su culo redondo y parado. Sus ojos cafés y ligeramente rasgados le hacían ver como una hembra en celo cuando entreabría su boquita y miraba fijamente. Al doctor Carrasco le costó poco convencerla de tomar una cesión de hipnosis con el, y le tomó poco menos de 2 meses en hacerle creer que era un perro Doberman... una perra Doberman... SU perra Doberman. Solamente necesitaba mirarla directo a los ojos con un collar de perro azul y ella entraba en un profundo trance, en el cual perdía toda voluntad y se creía que efectivamente era una perra.

Si, si perrita, así se hace. Sin morder, sin morder.- le decía el Dr. Carrasco a su sumisa.

Usualmente la utilizaba como se le daba la gana, y hacía con ella lo que quería pues ella ya no tenía voluntad ni control de sus actos, solo era una mujer hipnotizada. Pero hoy no tenía ganas de hacerle mucho. Esperaba con ansias la visita de la señorita Juarez y no deseaba quedarle mal, aunque de todas maneras ella jamás le reprocharía un mal desempeño. Lo que el doctor hiciera estaba bien siempre.

Gladys se empeñaba en lamerle con pasión la paloma, una paloma de normales proporciones, pero muy gruesa y dura, parecía garrote. Puesta en el suelo en cuatro patas, manipulaba en instrumento de su amo solo con la boca, pues cuándo se ha visto a un perro utilizar la patas delantera. Chupaba y succionaba con firmeza y constancia. Con la lengua le acariciaba la base tratando de llegar a sus huevos. Su blusa estaba abierta, así como su brassiere, que era de los que se cierran por arriba, por lo que sus senos quedaban colgando, moviéndose rítmicamente al compás de sus succiones. La falda estaba por encima de las nalgas, dejando ver una raja oscura y muy limpia, con unos labios bellos, como queriendo ser besados. Sus calzoncitos se le habían metido por allí (bueno, eran de esos calzoncitos que no pueden estar afuera de ningún sitio).

El doctor le acariciaba la cabeza con una mano, mientras que con la otra le sobaba las nalgas. Introducía uno o dos dedos, y luego los sacaba. Se sentía tan bien, tan rico... pero no podía vaciarse tan rápido, aún debía guardar semen en sus testículos para que Leonorita Juarez se lo comiera.

Con voz autoritaria y profunda le ordenó detenerse a Gladys y que se pusiera de pié. Le obedeció sin chistar, era su amo y le tenía que obedecer. Llevándose los dedos a la nariz, notó el típico olor a popó que queda luego de una exploración rectal. Le ordenó que los chupara hasta que le quedasen limpios y sin olor. Gladys obedeció. Le chupó hasta por debajo de las uñas, dejándole los dedos limpios.

El doctor se guardó la paloma y le arregló la ropa a su esclava hipnotizada. Parte de su hipnosis era dejarse hacer como al señor le placiera. La sacó de la oficina y esta se dirigió a su escritorio para pintarse la cara. Al doctor no le gustaba que ella legara maquillada a la clínica para que no se le corriera el maquillaje desde tan temprano.

Con un chasquido de dedos la mujer recuperó la conciencia. Se dio la vuelta y se fue a trabajar como una autómata. Justo en ese momento llegó la primer paciente...

La mañana pasó normalmente. El doctor jugó un poco con los senos de la señora de Alba, que mas que senos parecían ubres. Grande y blanca, las mamas de esa señora no eran nada despreciables. Entre sus muchos complejos estaba el creerse gorda, pero el doctor la convenció de que no era así, ella solamente estaba bien buena. Y por supuesto ya la tenía entrenada para que volviera todas las semanas para que se lo repitiera una y otra vez como solo el podía. Carrasco se divirtió poniéndole ganchos de ropa en los pezones y oírla pedir más. La tiró al suelo boca abajo y se paró encima de sus senos, que se desparramaban sobre la alfombra. La vieja chillaba como una desesperada, pero no le permitía al doctor quitarse de encima. Luego la amarró a su silla con una cuerda suave y blanca y la obligó a poner las tetas sobre su escritorio. Con un pequeño martillo médico, de los que se utilizan para medir lo reflejos, le propinó golpecitos sobre los pezones. Subía la fuerza de ellos mientras calculaba su nivel de excitación. La golpeó hasta que le produjo un orgasmo. La tenía tan bien amaestrada que la arrastraba al éxtasis a base de golpes.

Luego llegó el señor Urrutia, un hombre 47 casado con una señora bien buena de 39, cuyo culo parado y desafiante, y sus senos agresivos y siempre apuntando al frente, el se moría por comerse. Pero a pesar de lo dominado que tenía a su viejo, no lograba hacer que este convenciera a su mujer de llegar por una sesión de hipnosis. Aquel semental de 184 cm lo vaciaba cuando quería. Al solo entrar le ordenó que se quitara la ropa y que se pusiera en cuatro en el suelo. El también estaba programado para creerse un perro. Por el intercomunicador llamó a Gladys, que ni lenta un perezosa entró a la oficina. Al solo ver al tipo desnudo y en cuatro, ella se arrodilló en el suelo y se quedó observado fijamente a su amo esperando órdenes.

El doctor Carrasco tomó un collar para perros y se lo puso al señor Urritia en el cuello. Enganchándole una cadena lo jaló hacia el interior de otra habitación, mientras le ordenaba a Gladys que recogiera la ropa del hombre y lo siguiera luego. Aquel cuarto era una amplia habitación blanca, tapizada con un material que no conducía el sonido para tener privasidas sin temor a que los demás pacientes se dieran cuanta de los que pasaba.

Entró allí con Urritia tras el jalado con una cadena para perros. Lo puso e el centro de la habitación, aún en 4, y se dirigió hacia una armario café, que estaba pegado contra una pared. Tenía todo tipo de aparatos y cadenas allí. Como todo un profesional en lo que hacía, el doctor Carrasco debía estar bien equipado. Consoladores de todos los tamaños, formas y texturas; pequeños látigos y fustas de caballo; cremas y geles lubricantes; y cadenas, cuerdas y esposas de todos los tipos. En las otras esquinas habían otros 3 muebles: una cama de exámenes ginecológicos, de esas en donde las mujeres se acuestan apoyando los pies sobre unos respaldos especiales que las mantienen abiertas; una camilla normal; y otra camilla más, pero esta tenía una abertura redonda a la altura de las caderas en uno de sus lados.

Carrasco procedió a sacar un consolador en forma de pene, muy grande (por lo menos de 38 cm). Tomó una palo de escoba sin el cepillo y procedió a enroscarlo a la pase del consolador. Quedó una lanza peculiar que se enterraría dentro de las carnes del señor Urrutia. Justo en ese instante entra Gladys. Deja tirada la ropa y se acerca gateando hacia el doctor Carrasco. Este saca un bote con vaselina, lo abre y saca un poco con los dedos. Se lo unta en la lengua a su perra y esta lo dispersa sobre el consolador. Lo hacen hasta que ha quedado bien lubricado. Entonces Gladys hace los mismo con el culo de Urrutia. Lo lubrica bien con la lengua y la boca. El pene del perro empieza a reaccionar, creciendo hasta alcanzar una dimensión de mas de 25 cm. El señor Urrutia era todo un semental.

Carrasco clavó la lanza en el sonrosado ojete de Urrutia, arrancándole un gemido de dolor y placer. El doctor lo programó para sentir placer siempre al mismo tiempo que sentía dolor. Ya no podía diferenciar entre el dolor y el placer. En un extremo de la sala estaba Gladys, desnuda, con su ropa cuidadosamente doblada en el suelo y masturbándose en cuatro patas, atenta a lo que el doctor hacía. Un ademán de esta fue suficiente para que se levantara, se dirigiera al armario y sacara una curiosa bolsita que le puso a urrutia. Una cuerda blanca la ataba alrededor de su cadera, mientras que su pene quedaba justo adentro de la bolsita. La idea era que eyaculara allí mismo, y no se derramara nada en el suelo.

Carrasco continuó violando a su desprotegida víctima con aquel gigantes instrumento, mientras este solamente podía mecerse en el suelo gimiendo con desesperación. Al fin Urrutia llegó a su fin. El dolor y la humillación se conjugaron para que este pobre perro llegara al éxtasis. Escupió de su pene grandes cantidades de semen, mientras se convulsionaba en su misma posición. El doctor retiró la bolsa y se la ofreció a Gladys, que cerrando los ojos abrió la boca esperando tan precioso botín, que en innumerables ocasiones se había comido ya. Pero no, Carrasco solo la emocionó. Vertió el semen en un baso de vidrio y lo tapó cuidadosamente con una tapadera. "Límpialo" le ordenó a su perra y esta comenzó a lamer la bolsa hasta quitarle todo rastro.

Mientras tanto, tomó a Urrutia y lo puso sobre la camilla que tenía una hueco boca abajo, de manera que sus genitales quedaban colgando por la abertura. Amarró sus tobillos con una cuerda blanca y ató sus manos con una cuerda roja tras de su espalda. Finalmente le vendó los ojos. Tomó entonces un vibrador blanco, más pequeños que el consolador que usó con anterioridad y un poco más delgado. Lo conectó a un tomacorrientes en la pared y lo introdujo dentro del ano del Sr. Urrutia. Entró sin ningún problema porque el ojete aún estaba dilatado. Lo prendió y lo puso a la mínima velocidad para que su perro se calentara nuevamente. Poco a poco la verga de Urrutia fue levantando cabeza, se fue poniendo dura otra vez, apuntando amenazante hacia el suelo.

El doctor le ordenó a Gladys que se la mamara al perro, y esta rápidamente aprisionó con sus labios aquel enorme pedazo de carne. Le chupaba desde la base, lamiéndole los huevos con suavidad, hasta sacarle suspiros de placer al pasar la pinta de la lengua sobre su cabeza. "Perro Urrutia, aguantarás 3 minutos más", y ante la terrible autoridad que el doctor imponía, le perro se corrió a los 3 minutos exactos, depositando su gruesa cantidad de esperma en la boca de la perra, que casi se lo traga si no es que el doctor le señala el vaso de esperma que tenía a la par. Ella debía escupir todo lo que recogiera en ese sitio. Y como una perra buena y obediente que era lo hizo así.

Y así estuvieron los 2 perros durante un buen rato. El doctor hizo que su perro se derramara hasta 5 veces. Gladys ya no soportaba el dolor de mandíbulas que tenía pero no paró ni un segundo, tenía una orden que debía cumplir a cabalidad. Dejó seco al perro. Juntó dos vasos llenos hasta el borde más un poquitin en otro, el señor Urrutia era todo un semental. Al doctor se le subía la temperatura de solo pensar en la manera en la que debía cogerse a la ricura de mujer que tenía. Seguramente le daba hasta por debajo de las orejas.

Despidió a Urrutia con un se qué palabras para hacer el mate de que le dio terapia. El perro salió agotadísimo y deshidratado, Gladys se sentó en su escritorio con la ropa impecable como si nada hubiese pasado. La mañana pasó, Carrasco se fue a almorzar apenas pudiendo disimular la emoción que sentía con la llegada de la señorita Juarez. Se apuró para comer y regresó al consultorio. Apagó una sonrisa de oreja a oreja cuando vio en el lobby a esa beldad. Traía un vestido de algodón azul ceñido, 10 cm sobre las rodillas. Ella tenía unas piernas preciosas, blancas como ella y suaves como la seda. El vestido tenía un escote no muy grande, pero suficiente para dejar ver que aquellos hermosos senos buscaban macho que los chupase, y sujeto por dos tiritas. Ella tenía 83 de busto, muy firme y apuntando hacia el frente siempre. Su carita de niña, con finos rasgos, la hacían ver como un ángel caído del cielo... cayendo en las garras de su doctor.

La saludó muy amablemente, sin demasiado afecto como era su estilo de psiquiatra. Saludó a Gladys y entró a su consultorio. "¡¡¡PUTA MADRE QUÉ BUENA ESTÁ ESA PIZADA!!!" exclamó al tomar asiento en su escritorio. Llamó por el intercomunicador a Gladys y le ordenó que dajara pasar a la señorita y que no los interrumpiera por ningún motivo. La paciente entró y tomó asiento. "Bueno Silvita, como van tus ejercicios?" "Muy bien doctor, muy bien". "¿Quién es tu amo?" y ante esta pregunta, los bellos ojos celeste de Silvia Juarez quedaron en blanco, como si entrara en trance. Ya saben qué pasó después...

Carrasco la besó con pasión, se la quería comer viva. Pasó sus manos sobre su sus piernas metiéndolas dentro de su falda. Su inocente víctima solo se dejaba hacer. Su cabello castaño claro peinado delicadamente era acariciado con frenesí. El doctor estaba que no cabía en si de la calentura. Llevaba un enorme bulto bajó el pantalón.

La puso de pié y la despojó lentamente de sus ropas. No traía más interiores que una tanguita de celeste bordada muy linda. Se la bajó cuidadosamente. Le puso una collar de perro y con una cadena la guió hasta su habitación de torturas. Allí el se despojó de su traje. Desnudo le ordenó que le chupara la paloma como solo ella sabía. La obediente esclava se arrodilló e introdujo en su boca el duro pedazo de carne de su amo. Le lamía la cabeza mientras masajeaba sus testículos con devoción. El doctor estaba con los ojos fuera de sus órbitas. El placer que su esclava estrella le prodigaba estaba más allá de lo imaginable. Se sentía a punto de explotar por lo que la separó de el en más de una ocasión.

La puso sobre la cama ginecológica y con una espátula comenzó a abrirle los labios vaginales, que se hallaban rosados y rebosantes de sangre por lo excitada que estaba la esclava. Sus tobillos encadenados a los brazos para abrir las piernas, y sus manos atadas al extremo superior de la cama, la dejaban totalmente sin defensa. El doctor continuó jugando con su entrada, hasta que consideró que la salida de líquidos era más que suficiente. Se dirigió hacia el armario y sacó un consolador gris con textura rugosa. Acarició el sexo de su esclava con el, mientras esta gime de placer. Por fin decidió meter ese instrumento entre las carne de Silvia. Le dejó ir los 20 cm que medía, y esta pegó un profundo y largo suspiro. Carrasco lo movía arriba abajo y de derecha a izquierda. La chava se contraía sobre la silla con desesperación, con ansias de más.

"¡Qué venga un orgasmo ya esclava!", le ordenó el doctor, y sus órdenes no fueron hechas esperar, inmediatamente Silvia comenzó a gritar del placer de una orgasmo que la torturaba inmisericordemente. Se mojó tanto que empapó la mano de su amo y cayeron gruesas gotas viscosas sobre el piso. Carrasco estaba complacido. Disfrutaba micho ver como sus esclavos y perros se volvían locos del placer que les prodigaba. Sacó el consolador y se lo pasó a Silvia por la cara. Hizo que lo limpiara con la lengua, y luego su mano, hasta que quedó reluciente.

Entonces tomó su pene hinchado con la mano y lo apuntó hacia la vagina chorreante de ella. Lo ensartó de un empellón. Silvia solo gimió y sonrió de gusto, a pesar de que acababa de salir de una corrida bárbara. Carrasco la había programado para estar permanentemente caliente en su presencia. Comenzó a embestirla como una bestia y ella lo recibía con los ojos cerrados, caída en un profundo trance de placer. El doctor le dio duro, los choques de su cadera con las de la chica se oían como aplausos. Gruesas gotas de sudor caían de su frente sobre sus mejillas.

Estuvieron así como por 10 minutos hasta que Carrasco sintió que el orgasmo estaba próximo. El no quería terminar así, aún tenía cosas planeadas. Se salió de ella y la quitó de la cama. La arrodilló en el suelo. Volvió hacia su armario y de allí sacó una botella extraña. Tenía una boca con for4ma de forceps, de los que se usan para dilatar la vagina a la hora de los partos. Servía para atrapar lor fluídos que salían de la vagina. Era su nueva adquisición.

Puso la botella bajo la chica, con la boca dentro de su sexo. Trajo el vaso lleno del semen del señor Urrutia y sacó un poco con la mano, dándosela a Silvia para que la lamiera. "Quiero que jugués un poco con este semen" ordenó. La esclava tomó un poco con la mano y se lo llevó a la boca. Comenzó a saborearlo lentamente, con sumo placer. El sabor la volvía loca. Se lo untaba en los labios y hacia burbujas soplando contra el. Carrasco estaba exitadísimo. Le calentaba ver como ella jugaba con las ligas que se formaban cada vez que ella tomaba un poco más de la corrida.

Finalmente el doctor no pudo más. Se puso de pié como un perro famélico, con los ojos desorbitados. Tomó una vaso y lo derramó sobre la cara de la mujer. Gruesos chorros resbalaban cobre sus pechos, dejándola totalmente pegostiada. El semen cubría su cara y resbalaba por ella, estaba ciega, no podía abrir los ojos. Se esparcía el semen sobre sus senos y se pasaba la mano sobre la lengua.

Carrasco la tomó de los brazos y la acostó boca abajo sobre la camilla. Elevó su suculento trasero y encajó de un golpe su hinchada paloma. La infeliz pegó un grito de dolor, la estaban atravesando con una vara durísima. El doctor la embestía como un animal salvaje, tomándola como una muñeca de trapo. La pobre Silvia no podía otra cosa que resignarse y gozarlo, como estaba entrenada.

Al fin el doctor dio señales de cansancio. La puso boca arriba y eyaculó en su cara. Silvia trató de atrapar con la boca todo el semen que podía. "¿Querés leche?" dijo el doctor, y acto seguido derramó el otro vaso sobre su cara. Aquella dulce y delicada carita quedó cubierta del blanco y espeso semen de Urrutia. Ella se relamió y se lo esparció por el cuerpo, como si se tratase de un bálsamo mágico, el elixir de la eterna juventud. Lo saboreó largamente, con deleite jugaba con el con su lengua dentro de su boca. Estaba perdida, ida. Ya no era otra cosa que una esclava viciosa de placer. Y eso le encantaba al doctor Carrasco, pues el la entrenó y la perdió dentro de su infalible tratamiento de hipnosis.

Pues bien amigo lector, aquí me despido, otro día les cuento más sobre el doctor Carrasco. Si tienen algún comentario o alguna sugerencia que me deseen hacer, pueden escribirme al e-mail que aparece al final. Y me despido no sin antes darles un sano consejo: si no quieren ser engañados y usado hasta la saciedad por un degenerado, no se dejen hipnotizar por cualquiera, busque bien al especialista al que acudirán,... a menos que eso sea lo que quieran...

La Piedra
hardstone@soloadultosweb.zzn.com

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