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Antecedentes y Sucesiones - 16

en Lésbicos

—Hemos trabajado… ¿qué? ¿Cinco? ¿Seis? ¿Siete años? —le preguntó Volterra ante el silencio incómodo de lo que debía ser una conversación bastante sencilla y fugaz porque sólo debían discutir una tan sola cosa: el tercer socio, peron ante la ineptitud de ambos, debían, como siempre, ir en circulos, más bien en espiral, hasta llegar al punto de relevancia real.

     —Sí —murmuró Emma poniéndole un signo de interrogación cerebral a Volterra al no saber si era “sí” a los cinco años, o a los seis, o a los siete—. Más o menos siete... —dijo indiferente al no estarle prestando atención.

     —Pues, en esos más-o-menos-siete-años, jamás te he visto tan consumida en algo por tanto tiempo —bromeó—. Mucho menos en algo que no sea un plano. Estás como ausente…

     —Yo sé lo que es el cubo, sé el mecanismo para abrirlo… pero, por alguna frustrante razón —murmuró sin otorgarle el honor de que lo viera a los ojos por estar rotando el cubo entre sus dedos así como lo había hecho ya por once días sin tener éxito aparente—, no consigo que se deslicen los malditos paneles. Sé dónde están, veo las malditas líneas de separación pero, por alguna razón… —suspiró y levantó su mirada—. Como sea, ¿qué me decías? —sacudió su cabeza y colocó el cubo sobre su escritorio.

     —El tercer socio, es imperativo —suspiró con un poco de aburrimiento—. ¿A quién le vas a vender el veinticinco por ciento?

     —¿Veinticinco? —resopló Emma un tanto indignada, y su indignación se incrementó ante el asentimiento de Volterra—. Yo no estoy vendiendo una mierda —se encogió entre sus hombros y volvió a tomar el cubo.

     —Es imperativo. Está en el contrato. Es obligación.

     —Y así como está en el contrato, que es imperativo, lo cual es sinónimo de “obligación”, yo te estoy diciendo que no estoy vendiendo una mierda… a nadie.

     —¿Sí sabes que tenemos que entregar todo eso con la auditoría, verdad?

      —Sí, lo sé.

      —¡¿Entonces por qué demonios no te lo tomas en serio?! —elevó el tono de su voz haciendo que Emma cerrara sus ojos, frunciera sus labios y respirara profunda y pesadamente.

     —Para la edad que tienes, para la experiencia y la reputación que te precede… —abrió sus ojos y la clavó su verde y molesta mirada en la suya muy azul—, y para los años que tienes de conocerme: eres un hombre de poca fe, o que me tiene poca fe.

     —Tú sabes que tenemos que cumplir con el contrato.

     —Sí, lo sé. Yo discutí el contrato… y te lo puedo recitar si quieres. —Volterra solo inhaló paciencia y exhaló impaciencia—. Yo no tengo que vender el veinticinco por ciento obligatoriamente, puedo vender el uno por ciento si así lo quisiera.

     —¿Y quién, en su sano juicio, quisiera comprar solamente el uno por ciento? —rio burlonamente, y Emma, ante eso, simplemente presionó el ocho en su teléfono.

     —Belinda, ¿podrías venir un momento a mi oficina, por favor? —le preguntó por teléfono sin quitarle la mirada a Volterra de la suya y, en silencio, colgó el teléfono ante el “I’ll be right there”—. No entiendo cómo jura que voy a abrir este cubo si un martillo —susurró para sí misma mientras seguía dándole vueltas y vueltas.

     —¿Por qué no sólo preguntas? —le dijo Volterra no dándose cuenta de que Emma solamente pensaba en voz alta y que no hablaba con él.

     —Me tiene fe —sonrió cínicamente para él—,sabe que la voy a abrir sin su ayuda.

     —Llevas toda la semana pasada y lo que va de ésta intentando abrirlo… y no has podido.

     —Y eso sólo prueba la poca fe que me tienes —rio—. Aunque puede ser que tengas razón, quizás necesito tragarme el orgullo y pedirle que me ayude.

     —¿Qué pasó? —se asomó Belinda por entre la puerta.

     —Pasa adelante, por favor —la invitó Emma con tan solo señalarle el asiento vacío que estaba al lado de Volterra.

Belinda Hayek era una mujer de los treinta tardíos; de treinta y siete interesantes años que habían rebotado una y otra vez entre el Upper West Side y el Upper East Side. Era quizás, sin tacones de cualquier tipo, un poco más alta que Emma, pero, al rehusarse a “caminar en zancos” todo el día y no querer pasar de los ocho centímetros, Emma terminaba por parecer más alta. Su cabello era negro, o castaño, o marrón, o café oscuro, o todos los anteriores junto con algunos destellos color ámbar que eran pinceladas estratégicas entre una melena que parecía que cada mañana salía de un salón de belleza, de pistola y cepillo, y que, junto con las ondas y un ligero y voluminoso camino al medio, hacían de su rostro una estructura relativamente interesante: pómulos evidentes y mejillas flacas, ojos café muy oscuros y decorados siempre con un negro relativamente pesado pero que impactaba, cejas arqueadas, nariz corta y genérica, sonrisa sana y blanca que se coronaba de un carismático lunar un poco más arriba de la comisura derecha de sus rosados labios. No era blanca, tampoco era morena, era como un abuso de sol que se había absorbido en dos semanas de sombra, no tenía curvas exuberantes y tampoco pasaba hambre. Tenía suerte.

—Díganme, ¿para qué soy buena? —suspiró Belinda con una sonrisa mientras tomaba asiento y su mano derecha, como siempre, peinaba su cabello hacia atrás para que volviera a tomar la misma forma.

     —¡Uf! —frunció Emma su ceño con una risa nasal—. Para muchas cosas, Belinda.

     —Gracias —murmuró un tanto incómoda ante el comentario—. ¿Para qué me llamaste?

     —Tengo una serie de preguntas para ti —dijo Emma sin despegarse de su cubo.

     —Las que quieras —elevó sus cejas y, sabiendo que no sería algo de un minuto, sino de dos o tres, cruzó su pierna izquierda sobre la derecha y se echó contra el cómodo respaldo de la butaca.

     —Hipotéticamente hablando —le advirtió—. Si yo te dijera que el uno por ciento del Estudio está a la venta, ¿lo comprarías? —le preguntó Emma sintiendo la penetrante mirada de Volterra taladrarle sus párpados.

     —Depende del precio —se encogió entre hombros.

     —Tú dirás —sonrió Emma ante la respuesta.

     —No sé, dame un precio y te digo si lo compraría —repuso Belinda.

     —Digamos… cien mil.

     —¡Já! —rio Volterra—. No le hagas caso, Belinda. Digamos que máximo trece mil.

      —¿Tendría beneficios por el uno por ciento? —preguntó curiosamente.

     —Sociedad en papel, aumento del diez por ciento en tu salario fijo, aumento del diez por ciento en tu bono de fin de año, descuento en lo que al Estudio le corresponde por cada proyecto que tomes… —suspiró Emma mientras intentaba acordarse de otro tipo de beneficios—. Hacer uso de la tercera columna de la tabla de Pensabene, más vacaciones… y, no sé, tendría que revisar qué otras cosas más.

     —¿Todo eso por el uno por ciento?

     —Claro, es la famosa tabla de Pensabene y su quinta columna —intervino Volterra—; del uno al diez por ciento son los mismos beneficios.

     —¿Y me preguntas, hipotéticamente hablando, si compraría el uno por ciento? —se volvió a Emma con una risa interna tan grande que no pudo quedarse siendo interna—. Sólo espérame que voy a traer mi chequera —bromeó un tanto en serio.

      —Mi uno por ciento cuesta cien mil —elevó sus cejas—, el de Alec es el que cuesta trece mil —resopló, y Volterra dejó que su boca se abriera en asombro—. Claro, era sólo hipotéticamente hablando y para probarle a Alec que el uno por ciento sí despierta intereses —sonrió.

     —Oh… —suspiró Belinda.

     —Belinda, ¿de verdad comprarías el uno por ciento? —frunció Volterra su ceño.

     —No veo por qué no. El hecho de que mi nombre no esté en la puerta no me afecta… las cosas se complican una vez se está en la impresión de las facturas.

Emma levantó su mirada y, como si se estuviera excusando por tener la razón, se encogió entre hombros con una sonrisa para ambos.

—Belinda, yo creo que, de vender el uno por ciento, serás a la primera a la que acudiremos —sonrió Emma.

     —Bien. ¿Eso es todo? —preguntó poniéndose de pie con sus manos en sus bolsillos.

      —Eso es todo —ladeó Emma su cabeza con una sonrisa—. Gracias.

     —Cuando quieran —resopló volviéndose sobre su derecha para salir de esa oficina con una risa interna de “¿qué acaba de pasar?”.

     —¿Cien mil? —rio Volterra al cerrarse la puerta con Belinda del otro lado—. ¿Es en serio?

     —Bueno, es que nadie es tan imbécil de comprar el uno por ciento por cien mil dólares… como Estudio particular no construimos ni el cinco por ciento de las construcciones de Nueva York, ni hablar de la Tri-State-Area. Ahora, por trece mil… —asintió lentamente.

     —¿Comprarlo por trece mil es ser imbécil? —rio.

     —No me entendiste —sacudió su cabeza con la pesadez de que su chiste no se había entendido tan bien—. Le dije “cien mil” para que supieras que yo no voy a vender ni el uno por ciento. Belinda tiene demasiado cerebro como para decirme que no a ese precio. En cambio tú… tú ya le pusiste precio a tu uno por ciento —sonrió—. Tu falta de fe en mí te puede costar un uno por ciento de lo que todavía eres dueño… y venderlo por trece mil…

     —Tú sabes que el uno por ciento vale trece mil y no cien mil —gruñó pacíficamente.

     —Eso era antes de TO —rio—. Después de eso, querido futuro-suegro, vale alrededor de cuarenta mil… —suspiró y se volvió a su cubo—. Yo sí he hecho mi tarea —sonrió para sí misma—. Tienes que saber que yo no voy a vender ni un uno por ciento del uno por ciento de lo que tengo —«porque planeo regalarlo»—, pero, si no me tienes fe y no confías en mí, adelante y vende tú el uno por ciento por veintisiete mil dólares menos —sonrió.

     —No es que no te tenga fe —sacudió su cabeza y se quitó las gafas con un suspiro—, es sólo que no sé qué estás planeando hacer. Digo, no puedes quedarte con el setenta y cinco por ciento para siempre. Eso se llama “gula corporativa”.

     —Hombre de poca fe y de poca imaginación —bromeó.

     —¿Qué piensas hacer con el tercer socio sino?

     —Verás… —colocó el cubo sobre el escritorio y tomó la botella de Pellegrino en sus manos para abrirla—. Este país tiene leyes… algunas muy buenas, algunas coherentes, algunas inteligentes, y tiene otras que realmente son tontas —rio tomando el vaso vacío—, como esa en la que se supone que es ilegal caminar con un helado en el bolsillo los días domingo —rio entre su propio goce mientras llenaba el vaso con lo que le quedaba a la botella—. Pero, por ejemplo… —se dejó ir contra el respaldo de su comodísima silla y dio un sorbo corto a su fría agua gasificada—. Si yo le dejo una herencia a alguien, ese alguien, al recibir mi herencia, debe pagar un porcentaje proporcional al valor de lo que le he heredado… ¡y se lo tiene que pagar al Estado! —siseó con cierto ultraje escondido pero que era gracioso; un escándalo—. Yo compré el veinticinco por ciento a trescientos veinticinco mil, ahora eso aumentó a un uno y seis ceros. El porcentaje de impuestos, por ese traspaso, o herencia, es del treinta y siete por ciento… o sea trescientos setenta mil. Claro, todo sería más fácil si yo se lo traspasara a alguien que no es ciudadano porque entonces sólo pagaría sesenta mil.

     —Entonces, ¿qué? ¿Se lo vas a dar a Sophia? —rio, considerando lo imposible que eso sonaba, pues si él no estaba tan loco como para ofrecerle parte de la sociedad a su propia hija, ¿cómo iba Emma a considerarlo con su "novia"?

     —Es una posibilidad —elevó sus cejas y llevó el vaso a sus labios.

     —Yo no sé si Sophia tiene sesenta mil dólares —se carcajeó, y Emma, ante esa carcajada, sólo dejó que la película mental siguiera la escena con sus manos al cuello de Volterra.

     —No es algo que yo tenga derecho a discutir —dijo diplomáticamente.

     —Entonces, si no es Sophia, ¿a quién?

     —Como dije, hay leyes de leyes —dijo evadiendo su pregunta—. Y no es lo mismo un traspaso entre dos personas naturales, o una herencia, a que si yo pongo el veinticinco por ciento correspondiente a nombre de Sophia una vez me case con ella —sonrió ampliamente con toda la victoria de su idea—. Eso me va a costar no más de mil dólares; entre licencia matrimonial y el abogado que efectúe el traspaso legal… es como que fuera gratis.

     —¿Y has contemplado la idea de que a Sophia eso no le interese?

     —Sí, y, en ese caso, como sé que no te has dado cuenta de que estoy diez pasos adelante desde que nací, tengo dos compradores seguros.

     —¿Quiénes?    

     —La curiosidad mató al gato, Alec —rio.

     —No es que no te tenga fe, es que no sé qué estás haciendo… se supone que somos socios.

     —Belinda, ¿quién más? ¿No estabas aquí hace dos minutos?

     —Creí que te referías a alguien más —entrecerró sus ojos—. Pero, bueno…

     —No te preocupes, al final de la auditoría sólo tenemos que entregar potenciales compradores junto con el porcentaje a vender y, para antes de que el año fiscal se termine, Sophia y yo nos habremos casado y ya tendré una respuesta de si eso le interesa a Sophia o no.

     —¿No lo has hablado ni en broma?

     —Ah, cómo te gustaría saber las cosas que hablo con Sophia —bromeó—. No son aptas para todo público.

     —Emma, estoy hablando en serio.

     —Ay… —resopló—. Poca fe, poca confianza y poco sentido del humor y de la preservación de la salud mental —ensanchó la mirada al decir eso último.

     —Estás un poco imposible —suspiró.

     —¿Estoy? —levantó su ceja derecha—. Soy imposible.

     —Hoy un poco más que de costumbre.

     —Las costumbres son un poco aburridas —guiñó su ojo y se volvió a su cubo—. Dime algo…

     —Algo.

     —Corregiré mi declaración: no eres un hombre con poco sentido del humor sino con mal sentido del humor —sacudió su cabeza.

      —¿Qué quieres que te diga?

     —Cuando me contrataste, ¿por qué me diste una oficina?

     —Porque sabía que, si no te ofrecía un espacio privado y con una puerta, no aceptarías.

     —Y cuando se te ocurrió cambiar el manejo administrativo, ¿por qué acudiste a mí?

     —Porque necesitaba a alguien con quien compartir la inversión —se encogió entre hombros. 

     —¿Y por qué yo y no Belinda?

     —Dólares —resopló—. Belinda tiene que pensar en su familia y no se viste de Dolce hacia arriba y sus contemporáneos. Además, sé reconocer ambición y una clase social cuando la veo.

     —Mientras el mundo pelea por abolir la separación de clases sociales, el Arquitecto Volterra lo sigue empleando —lo molestó.

     —Yo conocí Checoslovaquia y Yugoslavia, no República Checa y Eslovaquia, y Macedonia, Eslovenia, Serbia y Croacia. Yo conocí el “día de la Raza” y no “el día de la Humanidad”, conocí el Muro de Berlín junto a Reagan y a Gorbachev, todavía vi las Torres Gemelas…

     —¿Y tú qué crees, que nací ayer? —rio realmente divertida—. El factor de la edad no te queda tan bien porque tú y yo caímos, en bruto, en el mismo tiempo y en el mismo espacio… mi primer pasaporte fue checoslovaco —sonrió—. En fin… a lo que iba era a que me conoces bastante bien a pesar de que no conoces mucho de mi vida privada, pero, para lo que me conoces, me extraña que creas que no tengo múltiples planes de respaldo. Si a Sophia no le interesa, a Belinda claramente sí, y, si a ti Belinda no te satisface, Natasha estaría más que interesada en invertir realmente en nosotros. Y relájate un poco que todavía falta para que cerremos año fiscal.

     —¿Cuánto le darías a Sophia?

     —¿Cuánto crees?

     —¿Uno por ciento? —Emma lo volvió a ver con una mirada asesina y no en el mejor sentido —. ¿Todo? —se asombró, y Emma reforzó su mirada—. ¿Cuánto?

     —Veinticuatro por ciento para que su nombre no esté ni en la factura ni en la puerta… o al menos el apellido de Camilla —sonrió—. Y no te preocupes, que si Sophia no lo quiere tomar no la voy a obligar, pero le voy a vender a Belinda el uno por ciento a precio de regalo… quizás mil sería un precio cómodo, de esa manera no pierdes nada y no tienes nada de qué preocuparte.

     —Te preguntaba porque una vez le pregunté y me dio a entender que no estaba interesada… supongo que el amor la hizo cambiar de parecer —suspiró.

     —¿Amor? —rio Emma—. No, tampoco es milagroso, ni montañas mueve… mucho menos a estas alturas de la relación; ese estado de estupefacción ya se evaporó hace bastante —resopló como si bromeara consigo misma, aunque ella estaba muy consciente de que, a pesar de saber una que otra imperfección de Sophia, que "imperfección" nunca fue sinónimo de "desperfecto", ella seguía estando maravillada hasta el punto de extasiarse con su existencia—. Pasa que hay una diferencia semántica entre “comprar” y “recibir”… o sea, Sophia nunca compraría un porcentaje del Estudio porque no considera que el Estudio, o el mercado en realidad, toma muy en serio lo que a ella de verdad le gusta, entonces, si eso no es así, ¿por qué comprar algo en lo que no cree?

     —Un momento —levantó su palma derecha—. ¿Cómo que no hace lo que le gusta?

     —¿Tú alguna vez has visto a Sophia trabajar?

     —En realidad no.

     —¿Cómo soy yo cuando estoy empezando un proyecto?

     —Depende de si es arquitectura o ambientación.

     —Hablemos de ambientación porque es lo que tengo en común con Sophia.

     —Tienes mil muestrarios abiertos, pantone por aquí, lápices y prismacolor por allá, revistas, internet… no sé qué quieres que te diga —se encogió entre sus hombros.

     —No es porque quiera a Sophia de la manera en la que la quiero —se excusó, más que todo por el verbo “querer”, pues no consideraba que era necesario decir lo que era evidente y que tanto parecía perturbarle a Volterra—, pero deberías ver lo increíble que es verla trabajar: la manera en la que cierra los ojos cuando desliza sus dedos por las telas del muestrario, o la manera en la que se mordisquea la parte interna de las comisuras de sus labios cuando está intentando darle forma a un concepto en la pantalla… pero, sobre todo, lo más impresionante es ver la sonrisa que tiene cuando está en el taller; es como verla en Disney World. Se recoge el cabello, se recoge las mangas, los Stilettos se convierten en Converse… ycon los mismos componentes, con los que diseña, construye los muebles que pocos clientes le piden.

     —¿Muebles sobre ambientación? —preguntó un tanto sorprendido.

     —Sí, y es bastante meticulosa —levantó el cubo entre sus dedos como si fuera una invención—. Puede hacer desde una cama hasta esto —se lo alcanzó, pues le notaba en la mirada las ganas que tenía de jugar con él.

     —¿Ella hizo este cubo? —murmuró recibiéndolo entre sus manos.

      —Sí —asintió tomando el vaso con agua en su mano para llevarlo a sus labios.

     —Es una caja china, ¿no?

     —Japonesa.

     —Eso —sonrió al ver la perfección de los encajes de cada rectangular panel dentro de cada controlado y suavizado borde y cómo apenas se notaban las ranuras entre cada panel—. Es bastante… —murmuró entre la lluvia de adjetivos mentales que intentaban describir la pulcritud del acabado y del ensamblaje.

     —¿Impecable? —Volterra asintió—. ¿Pulcro? —Volvió a asentir—. ¿Inmaculado, perfecto, estratégico, meticuloso?

     —Y todos los epítetos de tu diccionario —rio.

     —Y muchos otros —repuso con una sonrisa que no implicaba nada más que algo que Volterra realmente no quería ni debía saber.

     —¿Cómo es que no puedes abrirla?

     —A raíz de ese cubo fue que hice que Gaby me comprara siete cajas japonesas para aprender el mecanismo; creí que no había entendido del todo… pero, aparentemente, es algo más cruel que una caja japonesa de cuarenta y dos movimientos —se encogió entre hombros—. Y sí es caja japonesa, no es cubo rubik —resopló al ver que pretendía manejar las caras del cubo como si fuera uno de los mencionados.

     —Pero debe poderse…

     —He intentado levantar una de las caras como si fuera tapadera, he intentado desenroscar, he intentado rotar, he intentado empujar, he intentado deslizar… sólo no he usado un martillo porque sé que dejó las manos y los ojos haciéndolo.

     —¿Por qué no le preguntas cómo se empieza? Digo, tendrá que ser la primera movida la que es la que te está obstaculizando todo, ¿no crees?

     —Eso creo, pero no quisiera preguntarle porque no es posible que no pueda abrirla sin su ayuda… aunque, como te dije hace un rato...

     —Orgullosa —susurró con una sonrisa.

     —Exacto, aunque estoy que me como las manos del estrés de no poder abrirla —asintió—. Pero, ¿en dónde estaría el reto si fuera a la página de soluciones? Reto es igual a diversión; mientras más difícil y frustrante sea el reto, la diversión es amargamente demasiada.

     —Cierto. ¿Hay algo adentro?

     —Quizás, no me dio seguridad de nada.

     —Mmm… —resopló—. Lo que no entiendo es por qué te está retando

     —¿Tiene algo de malo? —frunció su ceño y sus labios.

     —No, no… no me malinterpretes —sacudió su cabeza y, con cuidado, agitó el cubo por curiosidad—. Nunca me han retado de esa manera… es algo nuevo para mí.

     —Bueno, no le llames “reto”… llámale “juego”.

     —Tampoco.

     —¿Camilla nunca jugó contigo? —sonrió con falsa inocencia, y Volterra le lanzó una mirada aburrida y que le advertía lo que no estaba en discusión—. ¿Puedo preguntarte algo muy personal?

     —Si debes… —sonrió con cierto enmascarado cariño porque Emma no solía entrometerse en ese ámbito tan “algo muy personal”.

     —¿Por qué no funcionaron las cosas con Camilla? —Volterra dejó el cubo estático entre sus manos e irguió la mirada con una combinación condimentada de confusión, incomodidad, estupefacción e incertidumbre—. No, no, lo siento… no debí preguntar eso —se disculpó Emma antes de que Volterra pudiera desatar la bestia que sabía que tenía dentro porque ya la había vivido una que otra vez.

     —Sabes… nadie nunca me preguntó eso —frunció su ceño.

     —Quizás porque it’s nobody’s business —sonrió. 

     —¿Por qué quieres saber tú? ¿Por curiosidad?

     —No logro entender la relación que tienen ustedes dos —se encogió entre hombros.

     —¿Por qué no?

     —Juntos pero separados, juntos pero no revueltos.

     —Ah… —levantó ambas cejas—. ¿Qué es lo que sabes exactamente sobre nosotros?

     —No mucho.

     —Vamos, yo sé que algo sabes… y está bien que me lo digas.

     —Yo sé que no funcionó —dijo evasivamente.

     —Y sabes por qué no funcionó.

     —Todo tiene dos lados —sonrió suavemente—. Además, ni siquiera sé cómo se conocieron ustedes dos.

     —Yo la conocí en el último año de colegio. Ella era de nuevo ingreso en invierno, yo estaba por graduarme… yo estaba protestándole al profesor de física que mi examen estaba perfecto y que me merecía el diez que él no quería darme porque no le escribí las unidades en el último ejercicio —resopló como si se estuviera acordando de ese momento de necedad injustificada—. Camilla entró al salón de clases en medio de mi temperamento, ella no me vio, no me hizo caso, no se dio cuenta de mi existencia… pero yo sí me di cuenta de la de ella.

     —¿Ves? Yo siempre creí que se habían conocido en la universidad —rio.

     —La terminología cambia —sonrió—. Nuestro colegio era de hombres y de mujeres, no de hombres y mujeres, compartíamos instalaciones pero no nos mezclábamos más que en los pasillos… y, después de que vi a Camilla, que hasta me dejó de importar el nueve punto siete que me había puesto el desgraciado, simplemente me encargué de ser el primero en salir de la clase de física para no volver a encontrármela.

     —… the fuck? —rio.

     —Joven, estúpido y nervioso —se excusó al encogerse entre sus hombros—. La quería ver pero no quería que me viera, supongo. Mucho menos después de que tenía mejores calificaciones que yo —frunció sus labios.

     —¿Mujer intimidante?

     —¿Bromeas? —rio—. Era física avanzada para no llevar química, pero ella llevaba física y química avanzada porque odiaba biología. Claro que es intimidante.

     —Entonces, ¿qué? ¿La acosaste en la universidad por todo lo que no la acosaste en el colegio? —rio.

     —No exactamente, yo no soy un acosador… vivía nervioso de sólo verla —se encogió nuevamente entre sus hombros y colocó el cubo sobre el escritorio—. Y, hasta la fecha, me sigue pasando. Pero ese no es el punto… después del colegio yo me tomé un año para trabajar, para decidirme entre arquitectura e ingeniería civil, y, por eso fue que Camilla me alcanzó. Y, claro, cuando entré a la primera clase el primer día, ahí sólo había hombres.

     —Sólo hombres y Camilla.

     —Y Camilla —asintió—. Por eso es que nos “conocimos” en la universidad, porque fue cuando de verdad empezamos a hablar… aunque a Camilla le gustaba decir que fuimos novios desde el colegio.

     —¿Por qué?

     —Por Camilla fue que conocí a Pensabene —rio—. No sé cómo fue que coincidimos en una fiesta y, cuando Flavio hizo su movida con Camilla, ella sólo me haló y le dijo que éramos novios, Flavio no le creyó, Camilla le dijo que éramos novios desde el colegio y… bueno… —se sonrojó.

     —Y te violó la boca… entiendo.

     —No diría que me la “violó” —rio.

     —Arquitecto Volterra… es usted un romántico.

     —Arquitecta Pavlovic… —rio de nuevo.

     —Ah-ah-ah —lo detuvo con la palma de su mano en el aire—, no te conviene entrar en detalles de mi vida sexual… o la falta de —le advirtió, aunque lo último lo dijo sólo para compensar la verdad de su exhaustiva y sabrosa, y pintoresca, y vívida vida sexual.

     —Como sea… —sacudió la cabeza para sacudirse el recuerdo de aquel video que ya no existía más que en su cabeza—. En el momento en el que todo pasó, soy sincero, no sabía qué había hecho mal o qué me faltaba para ser de su gusto… pero, hoy que lo puedo ver a distancia de brazo, no sé, creo que en aquel entonces era demasiado… insípido.

     —¿”Insípido”?

     —Sí —frunció su ceño y se quitó las gafas—. Toda mi vida giraba alrededor de la arquitectura: estudiar, estudiar, memorizar, aprender, criticar, ser criticado, maquetas, modelos, seminarios, talleres, pasantías y trabajos que me propulsionaran de alguna manera hacia algo que sólo existía en mi cabeza. Cuando estaba con Camilla, mis temas favoritos eran la universidad, la arquitectura, que tenía que estudiar para los exámenes, que no entendía algo que ella sí… no sé, era tonto, y nuestras citas involucraban a Alessio y a Flavio, y a materiales para las maquetas o para estudiar algo, o para lo que fuera. Hasta hace pocos años entendí que quizás y fue que la asfixié con tanto de lo mismo; que yo hablaba, y hablaba, y hablaba, y nunca la dejé hablar de algo que no fuera de lo que a mí me gustara. Fui muy egoísta, y quizás eso no es excusa para lo que hizo, pero sé que tiene mucho que ver. Supongo que Talos simplemente le ofreció algo diferente. Y a él lo odié, lo detesté por muchos años porque creí que era su culpa; boca de político, de demagogo, carismático, y, de paso, no era feo; ya tenía algunas canas cuando se conocieron, tenía el bronceado que Kennedy habría deseado, siempre en saco y corbata… y con él podía hablar francés, inglés…

     —Creí que hablabas francés —frunció su ceño.

     —A raíz de eso —rio, y Emma elevó sus cejas y abrió su boca para expulsar un suave “oh”—. Resentido con Camilla, odiando al desgraciado que me robó a la única mujer que de verdad me gustaba y que todo lo que yo quería, todo eso de ser el mejor, era porque sabía que con un trabajo mediocre no podía darle a Camilla lo que conocía como costumbre.

     —No me imagino a Camilla siendo tan materialista…

     —Nunca se quejó de beber vino de un vaso o de una taza, tampoco se quejaba de caminar desde la universidad a mi apartamento, tampoco se quejaba de mi ropa… nunca se quejó de nada, pero yo sabía que no era lo suyo.

Emma rio nasalmente y se tomó un segundo de su tiempo, o de su vida, para darse cuenta de que había dos posibilidades: o todos somos iguales o somos parte de alguna coincidencia. Mientras Camilla nunca se quejó de beber vino de un vaso o de una taza, Sophia todavía tenía un mini paro cardíaco cuando veía el precio de una copa de vino aunque no lo decía, mientras Camilla nunca se quejó de caminar quién-sabía-cuántas-cuadras, Sophia todavía seguía extrañándose de cuando ella pagaba algo y no quería el cambio porque detestaba las monedas y los billetes de un dólar; en especial cuando se trataba de un taxi, que mientras Camilla nunca se quejó de la ropa de “Alessandro”, Emma tenía que esconder viñetas y cubrir precios para susurrar una única enunciación: “si te gusta, cómpralo”. Y quizás no era que todos éramos iguales de la manera inmediata y literal, sino que éramos iguales pero en el sentido más ridículamente opuesto, y eso nos hacía coincidencias; coincidencias que la hacían sonreír en ese momento. Quizás todavía alcanzó a tener tiempo para darse cuenta de que podía encontrar, hasta cierto punto, equivalencias que se proyectaban, de la relación Volterra-Camilla, hacia la suya: ella era Camilla y Sophia era Volterra; ella no se quejaba de lo que a Sophia le gustaba porque no había quejas que pudieran juzgar los gustos tan tiernos y sencillos de Sophia, o de Volterra, que eran quienes intentaban igualar algo que no era pedido, algo que no era necesario porque, lo que ofrecían, era precisamente lo que a ellas, Emma o Camilla, les faltaba.

—¿Camilla y tú dejaron de hablar?

     —Por muchos años —asintió casi en silencio—. La primera vez que volvimos a hablar, pese a los esfuerzos de Alessio y Flavio, fue en el dos mil cinco… para lo de Patricia. Sólo llamó para las condolencias, para saber si estaba bien.

     —¿Esperabas verla?

     —Es complicado.

     —Y tengo tiempo.

     —Sí, sí esperaba verla —asintió.

     —Pero no vino.

     —No —disintió—. Al principio creí que era porque Talos no la había dejado venir, pero sólo fue que no consideró apropiado aparecerse después de cómo habían terminado las cosas… y habría sido incómodo. Sólo llamó y se encargó de inundar de peonías —sonrió ante el recuerdo del olor, del color y del gesto.

      —¿Peonías? —frunció su ceño como si no entendiera.

     —Me gustan las peonías —sonrió—, me relajan.

     —Curioso…es bueno saberlo —sonrió de regreso—. So… ¿desde entonces volvieron a hablar?

     —Pero no mucho, lo suficiente como para que me contara que tenía dos hijas, y que Sophia estaba estudiando en Savannah. Nos vimos un par de veces en Roma y por casualidad en casa de Alessio… pero nada muy cerca. Ya cuando se separó de Talos fue que empezamos a hablar.

     —Realmente hace poco…

     —Pues, sí. Lo que pasa es que después de que Camilla se fue, yo no tenía mayores aspiraciones más que académicas pero no podía hacer mi especialización porque me faltaba financiamiento, ella me pagó los dos años y medio de universidad y me ayudó con la vivienda… no sé cómo. La cosa es que, cuando se separó de Talos, el dinero que te di fue para pagárselo.

     —Supongo que hiciste el cálculo porque, hasta donde yo sé, la universidad no era tan cara… nunca lo ha sido.

     —Y quizás, de no ser por lo que me pagó, yo no estaría aquí. Por eso se lo devolví como se lo devolví. Y no era que quería intentar algo con ella —aclaró.

     —Pero se han acercado.

     —Evidentemente —rio—. Tengo una hija con ella, ¿no te parece razón suficiente?

     —Razón sí, excusa no.

     —¿Qué es lo que quieres saber en realidad?

     —¿Vas a regresar con Camilla o no? —sonrió.

     —No.

     —¿Vas a regresar con Camilla o no? —repitió.

     —No lo sé, a veces creo que me confundo entre las dos versiones de Camilla que conozco; la que me hace feliz y la que me lastima. Pero la sigo queriendo de la misma manera.  

     —Ésa es una respuesta más aceptable que un “no” —rio girándose sobre la silla para alcanzar su bolso—. Pero me gustaría saber por qué respondiste que “no”.

     —No lo sé, sería un poco raro.

     —¿Raro que concluyan lo que quedó inconcluso? —resopló sacando un rectángulo de papel azul marino impecable.

     —No lo sé —se encogió entre sus hombros.

     —No me estás preguntando, pero esa zona gris en la que están; en la que no son nada pero no son algo concreto, es realmente incómodo. Hasta Irene lo nota.

     —Entre la distancia tampoco se pueden hacer maravillas, sólo lo que se logra por teléfono.

     —Y nadie te detiene para que vayas a Roma en tiempo de… cuando se te dé la gana —rio.

     —¿Estás jugando a ser Cupido conmigo?

     —No, esa profesión te la dejo a ti —sonrió—, sólo digo que “go big or go home”. —Le alcanzó el sobre y tomó el cubo entre sus manos.

     —¿Qué es esto?

     —Bueno, ábrelo si quieres saber.

Del sobre azul marino sacó un rectángulo azul marino y que era unos milímetros más pequeño que el sobre, dicha pieza se encargaba simplemente de reunir una serie de rectángulos color crema que, en ciertos momentos de desvarío, podía parecer champán pero mate. La parte azul marina se traslapaba sólo de un extremo vertical y, en el punto exacto del triangular traslape, se encontraba un fortune knot de platino con esmalte azul marino y cristales transparentes; algo que sólo Swarovski podía dar.

—Ah, ya tienen fecha —murmuró con tan solo leer el primer nombre, lo cual le había asombrado porque era el de Sophia y no el de Emma.

     —Estás cordialmente invitado —sonrió Emma—. Te preguntaba lo de Camilla por el “plus one”.

     —¿Camilla trae un “plus one”? —se ahogó con el poco aire que le quedaba.

     —No que yo sepa. Pueden ser el “plus one” del otro —guiñó su ojo.

     —Sabes… —suspiró, y Emma irguió la mirada por la simpleza del tono de su voz—. Me esperaba que fuera un derroche de nombres… digo, con los nombres de los papás también.

     —Bueno, mi papá no está vivo… y, de estarlo, seguramente no lo aprobaría —sonrió—. Y, hasta donde tengo entendido, Sophia tiene un conflicto en cuanto a sus papás, y digo “papás” para referirme al género masculino.

     —¿Talos viene?

     —Ya Sophia lo invitó, si viene o no es problema de él. ¿Habrá algún problema?

     —No, en lo absoluto.

     —¿Seguro?

     —No es como que lo odie todavía —rio sacando el rectángulo pequeño que decía “RSVP” para rellenar las casillas—. No comparto su manera de tratar a Camilla, pero Camilla ya estaba grande como para saber cómo defenderse… pero le agradezco que haya criado a Sophia y que le haya dado lo mejor —sonrió.

     —¿Cuándo piensas decirle a Sophia que eres su papá? —susurró—. Te lo pregunto porque es una bomba de tiempo.

     —Lo he estado hablando con Camilla y, no sé, si por ella fuera ya lo sabría —rio y le alcanzó la tarjeta del “RSVP”—. Por cierto, ¿en dónde está Sophia?

     —No tengo idea —se encogió entre hombros, aunque sí sabía dónde estaba.

     —¿Tú tienes algo que hacer?

     —¿Aparte de producir dióxido de carbono mientras der Bosse me llama para decirme que vendrá “x” día? No.

     —¿Te está sacando canas? —rio.

     —En mi familia empiezan a salir a eso de los treinta y cinco, y la alopecia tampoco es dominante —resopló—. Pero no niego que es de esos clientes que dan ganas de decirles que se metan ciertas cosas por el cu… —y tosió, no por censurarse sino porque realmente necesitaba toser.

     —¿Y Providence y Newport?

     —Para Newport falta mes y medio. Providence estará listo en diez días, y sólo tengo que ir a terminarlo; creo que tres días será suficiente.

     —Ah, ¿te quedas allá?

     —No lo sé...aunque creo no voy a gastar seis horas al día por ir y venir por mucho que eso me gustaría«aunque eso signifique dormir sola».

     —¿Sophia tiene algo que hacer?

     —No que yo sepa, ¿por qué?

     —¿Por qué no te vas con Sophia?

     —¿Es en serio?

     —No veo por qué no —rio—. Pero eso lo deciden entre ustedes y si no tiene otra cosa que hacer.

     —Como el jefe diga —resopló—. Gracias.

     —No me lo agradezcas. Cambiando un poco el tema… —dijo abruptamente—, ¿qué quisieras que te regalara aparte del número?

     —No lo sé, ¿qué nos quisieras regalar?

     —¿Qué te va a regalar tu mamá?

     —Un set de ocho botellas de vino; del primer al quinto aniversario, el de los diez, el de los quince y el de los veinte.

     —¿Ustedes beben seguido?

     —El ocasional Martini, la ocasional copa de vino, el ocasional vodka… la ocasional botella de champán… diría que tres días a la semana hay un poco de alcohol involucrado pero no en cantidades exuberantes.

     —No me lo habría imaginado —frunció su ceño.

     —¿De mí o de Sophia?

     —No, a ti ya te he visto deseando que alguien te mate para no sufrir más por la resaca —rio—, hablaba de Sophia.

     —Conoce sus límites —sonrió—. En fin…

     —No planeo contribuir a la causa —sacudió su cabeza, pero Emma ladeó su cabeza con su ceño fruncido porque no entendió el comentario—. No quiero que terminen en AA.

     —¡Já! —lanzó la monosílaba carcajada ridiculizadora—. A veces se me olvida lo gracioso que es usted, Arquitecto Volterra —entrecerró sus ojos.

     —Yo sé —sonrió burlonamente para defenderse—. ¿Qué te parece si les regalo “n” cantidad de marcos para que no tengan las fotografías volando por el espacio?

     —¿”n”?

      —Sí, tú dime el número que quieren y yo se los regalo.

     —No suena nada mal, Arquitecto.

     —Algo se aprende entre tantas mujeres —sonrió—. ¿Cuántos marcos necesitarían?

     —Uno —se encogió entre hombros—, pero que sea uno bonito.

     —¿Lo quieres vertical u horizontal? ¿De cinco por siete o de ocho por diez? ¿Individual, doble, o de varios marcos pequeños? ¿De qué color? ¿De qué marca?

     —Vertical, de ocho por diez, individual y que, cuando lo veas, lo primero que digas sea: “sí, éste es”. Y, de ser posible, evita a Weingeroff y a Thorson Hosier. 

     —Entendido —asintió tomando nota mental—, y de regalo de cumpleaños para Sophia, ¿qué podría regalarle?

     —No tengo idea —rio.

     —¿Qué le vas a regalar tú?

     —Una cámara —«y una cogida histórica».

     —¿Una cámara? —frunció su ceño.

     —Sí, creo que hay momentos que vale la pena inmortalizar para poder verlos una, y otra, y otra vez —guiñó su ojo derecho—. Pero, ¿qué le quisieras regalar?

     —No sé, algo que le sirva… esperaría yo.

     —Mmm… —frunció su ceño y, cerrando los ojos, echó su cabeza contra el respaldo de su silla—. Deja a un lado el hecho de que Sophia es Sophia y piensa en qué le podrías regalar a tu hija…

     —A mi hija… —suspiró y se recostó sobre el respaldo de la butaca mientras posaba su tobillo derecho sobre su rodilla izquierda—. No sé, creo que le regalaría aretes…

     —¿Y a la hija de tu exnovia que es tu empleada?

     —Quizás algo un poco más impersonal… quizás unas flores, no sé.

     —Flores a un extremo, aretes al otro. ¿Qué hay en el medio?

     —¿Qué hay en el medio?

     —No sé, pero, lo que sea que se te ocurra, procura que no sea para el trabajo —sonrió y se volvió a su cubo.

     —¿Qué tipo de flores le gustan a Sophia?

     —Peonías —resopló, pues por eso le había asombrado lo del comentario de hacía rato—. “Pillow Talk” o “Coral Supreme”.

     —¿Es en serio?

     —Sí —asintió sin verlo a los ojos—, y si le pones un poco de “Baby Breath” por ahí creo que quedarías más que sólo “bien”.

     —¿Le gustan las perlas, los diamantes, los rubíes, los zafiros?

     —Diamonds are a girl’s best friend —sonrió—, pero Sophia no es cualquier mujer.

     —¿Eso qué significa?

     —Que tienen que ser la mezcla justa entre elegancia, pulcritud y seriedad, pero no pueden ser muy grandes; studs o hoops. Si son hoops tienen que ser completos.

     —¿Qué hay de un libro? —preguntó abrumado de tantos factores que debía considerar.

     —Tiene gustos muy dispersos —sacudió su cabeza—; le gustan serios, ligeros, de comedia, distopias… lo que sea que la entretenga, y sólo suele leer cuando realmente tiene antojo de leer. Ni yo he podido descifrar su gusto literario.

     —¿Películas?

     —Comedias que no incluyan nada parecido a “American Pie”, comedias románticas, suspenso, balas, explosiones, sangre, Jason Statham… básicamente vemos todas las películas que no son las parecidas a “American Pie”, hasta la ocasional de “miedo”.

     —¿Ropa?

     —¿Sabes sus tallas?

     —No, pero Camilla puede que sí, o tú —sonrió.

     —Si quieres regalarle ropa no es que vas y se la escoges.

     —¿Entonces?

     —Le compras una “gift card” para que ella se lo compre a su gusto, talla y color que le vengan en gracia. Y sí, sí sé que las mujeres somos complicadas: difusas y dispersas pero específicas y concentradas.

     —Mejor no lo has podido plantear —rio—. ¿Qué le regalan tus amigos a Sophia?

     —El año pasado… —frunció sus labios para potencializar su esfuerzo mental para acordarse—. Phillip y Natasha le regalaron una gift card.

     —¿Y este año?

     —Curioso —rio—. Eso ni yo lo sé. ¿Qué le regalaste tú el año pasado?

     —Un cheque.

     —Fino, es lo mismo que una gift card. ¿Cuál  es tu preocupación, entonces? —rio.

     —¿Nunca te ha pasado que no te acuerdas de quién te regaló algo?

     —¿Tú te acuerdas de qué te regalé para tu cumpleaños? —levantó su ceja derecha.

     —¡Ves! —siseó.

     —¡Eres un caso, Alessandro! —rio Emma—, ¿de verdad no te acuerdas de qué te regalé?

     —¿Sabes cuándo cumplo años? —preguntó boquiabierto.

     —Pá… —rio—. El doce de julio, y naciste en el sesenta y uno en Lanciano. Y te regalé el bolígrafo con el que acabas de decirme que sí irás a mi boda —sonrió.

     —¿En serio? —frunció su ceño.

      —No —se carcajeó—. No te regalé nada porque sé que no te gustan los regalos. Pero ya veo a qué te refieres…

     —Caí… —gruñó con una sonrisa divertida.

     —Pregúntale tú a ella qué quiere que le regales, es más fácil, ¿no crees?

     —Puede ser —murmuró, viendo que su reloj ya dictaba las cuatro de la tarde en punto—. Por cierto, ¿en dónde está Sophia?

     —Debe estar en el taller trabajando en la adición que me prometió hace unos meses para mi clóset —sonrió.

     —No sé quién consiente más a quién; si tú a ella o ella a ti.

     —Reciprocidad, Alessandro —sonrió, viéndolo ponerse de pie—. ¿Te vas?

     —Todavía no, debo ir en busca del regalo perfecto; de ese que diga “soy tu jefe pero también soy tu papá” y empezaré por Google —asintió—. ¿Tú no te vas? Son las cuatro.

     —Mmm… —musitó y estiró su brazo para retirar la manga de su muñeca y, así, descubrir su reloj—. Sí.

     —Penny for your thoughts? —preguntó, pues le pareció raro en cómo Emma había decidido irse cuando parecía no tener intenciones de hacerlo.

     —Voy a matar un poco de tiempo —sonrió, poniéndose de pie y arrojando el cubo dentro de su bolso mientras apagaba su iMac—. Y, a juzgar por tu escepticismo, si quieres puedes venir conmigo a trotar una hora, o hasta que te den ganas de no seguir trotando más.

     —No, gracias —rio—. Emma, ¿te puedo dar un consejo?

     —Beninteso —murmuró un tanto indiferente.

      —Inercia —susurró, y, cuando Emma levantó la mirada, Volterra ya no estaba dentro de su oficina, ya iba por el final del pasillo.

«¿Inercia?», pensó. Si tan sólo Alessandro Volterra hablara claramente y le dijera la inercia de qué, o de quién, si es que hablaba metafóricamente.

—Arquitecta —sonrió por saludo al contestar el teléfono.

     —Sophie… —sonrió Emma mientras luchaba por encontrar el balance entre su teléfono y su Cinzia Rocca gris.

     —Hola, mi amor —resolvió saludarla como se debía.

     —¿Qué tal estás?

     —Muy bien, ¿y tú? —pujó y jadeó casi al mismo tiempo.

     —Bien, estoy saliendo del Estudio. ¿Estás en el taller?

     —Sí, ¿por qué? —preguntó sin aliento—. ¿Te urge mi presencia? —bromeó con segundas intenciones.

     —¡Sophia! —rio divertida.

     —Digo, si te urge… en este momento me voy —sonrió, y Emma pudo sentir esa sonrisa a pesar de no poder verla.

     —Are you having fun?

     —Depends on what youre about to suggest.

     —¿Con qué estás trabajando?

     —Con una pistola de clavos.

     —¡Uh, sexy! —siseó seductoramente—. Y… ¿qué tienes puesto? —preguntó por primera vez en su vida sexual y no sexual, con y sin curiosidad y sólo para añadirle ese no-sé-qué a su juego.

     —Facetime —dijo nada más y cortó la llamada, que le dio el tiempo suficiente a Emma para buscar sus audífonos en su bolso y colocárselos en sus oídos—. Hola —dijo al conectarse audiovisualmente vía Facetime.

Su sonrisa estaba enmarcada por sus característicos camanances y brillaba en un mate Labello de funda azul, o celeste, no me acuerdo. Sus mejillas estaban un tanto enrojecidas y un leve brillo se esparcía por todo su rostro hasta que quitaba el exceso con su brazo o con su muñeca, que, al hacerlo, delataba el uso de un guante para-nada-sexy pero que, de alguna manera, lograba ser sexy.

Su cabello estaba recogido en una coleta desordenada y alta, su cuello se veía largo y esbelto, un tanto rojo por alguna razón de la vida, y sus hombros se delineaban, como siempre, con suavidad y perfección.

                Vestía una camiseta desmangada blanca bajo la camisa, a cuadros rojos y negros, de botones y mangas largas pero que se había recogido en dobleces hasta por debajo de sus codos.

—Hola… —suspiró Emma con una sonrisa al verla, que le bajó el ritmo a su alocado intento de colocarse su abrigo para poder concentrarse en verla. Ah, esa paz.

     —Hola, Arquitecta —sonrió de tal manera que su dentadura superior apenas se dejó descubrir por entre sus labios.

     —¿A qué hora vienes a casa? —balbuceó estúpidamente ante la sonriente rubia que disimuladamente mascaba lo que Emma presumía que era un Extra Polar Ice.

     —¿A qué hora me quieres en casa? —ladeó su cabeza así como, por roce, se le había transferido de Emma. Emma sólo se sonrojó—. ¿Me quieres ya en casa?

     —¿A qué hora vienes a casa? —repitió por la simple vergüenza de poder verbalizar ese “sí” mental que tanto quería gritar.

     —Sólo termino aquí y pido un taxi —sonrió.

     —¿Tienes hambre?

     —Ahora que lo mencionas… sí —asintió—, no me había dado cuenta de que se me había pasado el almuerzo. —Emma frunció su ceño y sus labios con cierto disgusto porque sabía que Sophia no desayunaba y que ese trozo de goma de mascar no era precisamente ni un tentempié—. Pero estaría más que agradecida si me invitas a comer algo —dijo con cierta inocencia para librarse de cualquier regaño mental y para suavizar la expresión facial de su Emma.

     —¿Qué te gustaría comer? —preguntó amablemente.

     —Algo con french fries —respondió, pues no había mayor gusto para Emma, del que ella supiera, que cuando le decía que “sí” a invitarla y a qué quería que la invitara—, algo como fried chicken.

     —¿Te veo en cuarenta minutos o en más?

     —En cuarenta estaría perfecto, mi amor —asintió con una sonrisa.

     —¿Quieres postre?

     —Sólo si compartimos.

     —You look lovely today —sonrió, y vio cómo Sophia, por encima del rubor de esfuerzo, se coloreó de un tono más candente—. Te veo luego —guiñó su ojo y, con una sonrisa y un beso silencioso, recibió una sonrisa visual para terminar la llamada.

Apretó el micrófono sólo para dejar que cualquier canción inundara su oído derecho mientras terminaba de tomar su bolso y se disponía a salir de su lugar de trabajo.

                Se despidió de Gaby con las mismas palabras de siempre: “si no hay nada más por hacer puedes irte. Que tengas buen día, y hasta mañana”, a lo cual Gaby respondía: “que tenga buen día, Arquitecta”, agitó su mano frente a la oficina de Belinda para despedirse de ella, quien, aparentemente, siempre que ella se iba estaba pegada al teléfono por alguna razón, agachó la cabeza para despedirse de Selvidge, quien pintaba una mandala, y salió por la entrada principal, no sin antes murmurar un “hasta mañana” para Caroline, la del escritorio principal.

                Introdujo el audífono izquierdo en su oído para que Empire State Of Mind le inundara la audición y la privara de maquinar pensamientos inconclusos e incoherentes.

No supo de quiénes estaban en el ascensor cuando se unió a ellos, sólo sabía que todos eran hombres en trajes negros y camisas blancas, entre corbatas rojas y amarillas, y luego le importó poco ver que una de las puntas de sus Corneille Louboutin se veía relativamente más rara que de costumbre, y no fue hasta que dio el siguiente paso que se dio cuenta de una ligera laceración que perturbaba el cuero negro. Debió haber sido de su inquietud matutina al estar rozando su pie contra el filo del escritorio de Phillip mientras hablaban de los posibles escenarios, y, si no era por eso… tampoco le importó por qué, para eso los tenía en seda negra, en piel de algún reptil rojo, en tweed gris carbón y en seda turquesa oscura.

                Y, de repente, se encontró sentada en la barra de T.G.I. Friday’s entre la cuarenta y ocho y la cuarenta y nueve y quinta, con un audífono abajo mientras procuraba tener paciencia suficiente para esperar las dos órdenes de Crispy Chicken Fingers, mustard dressing on the side, y una generosa porción de aquel Salted Caramel Cake; exactamente lo mismo que había almorzado aquel día con Sophia, aquel primer día de almuerzos juntas, aquel día de sostén de PINK de Victoria’s Secret que tanto le había perturbado hasta que había logrado apagar su combustión.

En esa ocasión, en esa remota y temporal impaciente soledad, no abusaba de su edad, o de su inaceptable desesperación por ver a Sophia, pues no ahogaba esa incapacidad de decirle que “le urgía verla” en ningún tipo de alcohol sino en algo a lo que Natasha, y ella misma, llamaban “chapstick en vaso y con hielo”, o sea una Straberry Lemonade Crush; una perfecta combinación de fresas machacadas por negocio, jugo de lima, jugo de limón, azúcar, una odiosa cantidad de sprite y un gajo de amarillo limón que pretendía ser más decoración que algo más útil.

                El cubo estaba nuevamente presente y sacaba lo más jovial de Emma que se podía, pues, por pereza de interrumpir su implosión cúbica-mental, había colocado el vaso alto de ese ácido chapstick en vaso entre sus brazos para no despegarse de la pajilla y beber por aburrimiento y por ganas de tener algo en la boca. Algo como la ansiedad. Pero ella y yo sabíamos que un cilindro plástico, o sea la pajilla, no era lo que le quitaría la ansiedad, aun así la mordisqueara y, con eso, evidenciara la inmadurez de la etiqueta y el protocolo en la gastronomía.

                Emma estaba consumida en lo que se resumía a la pura desconcentración por tener demasiadas cosas en la cabeza: el tercer socio, Volterra, Sophia, el cumpleaños de Sophia, el maldito cubo que era imposible que le estuviera ganando, ¿acaso era la maldita caja de pandora? Ojalá y estuviera aquel Voyeur Back Panty de Kiki de Montparnasse dentro de la caja. Y Natasha, a quien no había visto en lo que le parecía una eternidad, o sea dos días, y que no lograba concebir que Thomas pasara más tiempo con ella que ella, pero, al menos, sabía que le ayudaba a mantenerse ocupada y distraída de las cosas que realmente le perturbaban; que la comida, que la bebida, que “Nate, confío en tu gusto para todo; yo comeré lo que sea y beberé lo que sea… así sea pan y agua. Pero, al menos, pon un poco de mantequilla y sal, y hielo”.

                Apartó el cubo porque estaba al borde, nuevamente, de querer abrirla por las malas y simplemente se taladró los audífonos en ambos oídos para gozar de “Talk Dirty” en repetición, una y otra, y otra vez mientras, con sus dedos, tomaba la pajilla y revolvía circularmente su bebida.

Eran dos minutos y cincuenta y ocho segundos de recuerdos divertidos que no tenían precio a pesar de que le habían costado menos de dos dólares en iTunes.

Sí, era culpa de la canción y de dos botellas de Gin y una de Vermouth, y quizás también de aceitunas rellenas de blue cheese, de champiñones salteados a las hierbas y al vino blanco, y de una enorme cesta de perfectos crostini para comerlos con el guacamole, o con las rebanadas de mozzarella, o con el pesto, o con las cebollas caramelizadas, o con los tomates y albahaca para hacer la perfecta bruschetta, o era culpa de las dos docenas de ostras. Y era culpa del sofá, y de las risas, y del momento, y de la graciosa ebriedad que las había colmado; que se daban de comer mutuamente, que bromeaban y que simplemente estaban ahí, en ese momento y ellas dos.

En ese momento Emma se sintió muy bien, y se sintió bien porque no había nada mejor que hacer después de conocer los anillos que estarían en sus dedos anulares de la mano izquierda, no había nada mejor que dejar las bolsas de Bergdorf’s y Saks a la entrada para sentarse a comer en cualquier lugar que no fuera la mesa.

Claro, después de Martinis cada tanto, Jason Derulo hizo su aparición y Sophia comentó lo sexual que era la canción, y Emma, sólo por llevarle la contraria, pues de “Talk Dirty” todo sonaba sexual, le dijo que era imposible. Sophia, ante el evidente y juguetón reto, se puso de pie y simplemente se dejó ir en un striptease un tanto torpe pero gracioso para probarle a Emma que sí podía ser sexual. Claro, terminó en lo que cualquiera podría llamar “steamy sex”. Muchos jadeos callados, frentes juntas, un poco de malévolo sudor. Pasó “Shot You Down” de Nancy Sinatra con distorsiones de Audio Bullys, “Four To The Floor” de Starsailor, “Drop It Like It’s Hot” de cuando Snoop Lion era Snoop Dogg, “Bom Bom” de Sam & The Womp y una invasión muy graciosa de Pointer Sisters con “I’m So Excited”, y Sophia terminó a horcajadas sobre el regazo de Emma, con Emma contra su pecho mientras se abrazaban entre la falta de aliento por haber imitado a los conejos.

Luego las había atacado una risa bastante estúpida, pero orgásmicamente estúpida, y habían reanudado la acción de comer.

                Interrumpieron su pervertida película en su cabeza al creer que era su pedido, hasta materializó su cartera para pagar, pero no, no era su pedido.

Bueno, ni modo, se encogió entre sus hombros, respiró profundamente con impaciencia, no porque se estaban tardando lo normal sino porque no se aguantaba por decirle a Sophia que le urgía verla. ¿Por qué no lo sólo lo hacía por teléfono? Bueno, hay cosas que es mejor decirlas frente a frente. O quizás era mejor frente a frente porque quizás se lo diría contra su cuello, o quizás se lo diría como algo muy normal y en tono indiferente para no sonar tan sensible y vulnerable, o quizás se lo susurraría al oído cuando estuvieran a punto de dormir, o quizás y, de tantas ganas que tenía de decírselo, no se lo diría.

El recuerdo de Sophia, ese de que le susurraba concupiscentemente la letra de “Talk Dirty” a su oído, la atacó de nuevo, y sólo supo sacudir la cabeza y adentrarse en el mundo de Angry Birds para seguir en su intento de conquistar cada nivel con tres estrellas, aunque ella sabía que el juego ya había pasado de moda.

                Entre “Wearing Out My Shoes” se puso a pensar en las cosas que más le quitaban la paz mental, y no era precisamente el tercer socio porque para eso tenía plan A, plan B, y hasta plan Z.

Era el cumpleaños de Sophia, ¿qué iba a hacer para su cumpleaños? El regalo lo tenía, y era, quizás, el regalo más indecoroso pero, de alguna forma, era lo que Sophia quería aunque no se le ocurría que podía hacerse. Sí, sí, una cámara, todo porque aquellas palabras le sonaban en su memoria una y otra vez: “Non potete immaginare quanto mi piacerebbe conservare momenti come questi… sai, come in un pen drive”. Todavía le daba risa, pero, bueno. En fin. Ajá. El problema no era el regalo, el problema era que no sabía cómo celebrárselo.

Su cumpleaños era un martes, o un lunes en caso de que se encaprichara de celebrárselo nuevamente a la hora Rialto o a la hora de Roma, o de Atenas. Martes. ¿Qué se hacía un martes aparte de no casarse, no embarcarse y, desgraciadamente, sí apartarse de su casa? “Llévame a cenar, unas copas, y una buena cogida”, ése era el deseo de Sophia, pero más vaga no podía ser. ¿A dónde quería ir a cenar? ¿Quería ir a cenar a Butter, a Masa, a Smith & Wollensky, a Jean-Georges, al balcón del apartamento? ¿Y qué quería comer? ¿Copas de qué quería; de vino tinto, del inusual vino blanco, de Martini, de Bollinger? ¡Y la “buena cogida”!

Eso último, en el diccionario de Emma, significaba nada más y nada menos que “algo especial”… y, en mis palabras, “something out of the box”, así que asumo que sí, era lo mismo. Ya lo había sacado de la cama porque ni en la cama había empezado, ya habían compartido los attachments, o sea los juguetes, aunque esos eran de las dos desde un principio, ¿qué podía hacer? Ah, tenía el cerebro quemado, pero, al final del túnel, vio la luz. Ya la había vendado pero no para algo tan sexual, ya habían tenido un tímido Bondage pero ella había sido la víctima. Y, listo, la iba a asesinar pero ya tenía respuesta, o quizás sería Sophia quien la asesinaría a ella, y no era en un sentido metafórico sino real. Las copas de Bollinger, y que ella escogiera dónde cenar.

Y, a poco menos de un mes, se le ocurrió recurrir a la magia de TripAdvisor para tener una especie de escape de fin de semana largo en compensación por la falta de Springbreak y para abonar sonrisa a su cumpleaños, pues nunca se le olvidaba que no había mejor forma, para quedar bien con la Licenciada Rialto, que dejarla despertarse hasta que su cerebro se aburriera de dormir.

¿Poconos? Sí, Poconos. Y, cuando menos lo supo, desechó la idea de que Camilla o Irene pudieran venir, pues hasta eso se le había ocurrido, pero nada mejor que un escape de Spa; de masajes suecos y poco sol, y un poco de frío, para que no quisiera ni salir de la cama… cosa que a ella la seducía porque, en cuestión de segundos, ya lo tenía todo fríamente calculado y reservado en “The Lodge at Woodloch”.

                Le entregaron su pedido y, ni lenta ni perezosa, de manera literal y no metafórica, llegó antes al 680 cuando ni había salido de la puerta del restaurante.

—¡¿Mi amor?! —llamó Emma al abrir la puerta, pues cómo esperaba escuchar un “¡En la cocina!” o un “¡En el baño!”.

     —Aventé la pistola de clavos y me vine —rio Sophia, emergiendo de la cocina con una copa de Martini en su mano derecha.

     —Hola —murmuró ruborizada y sorprendida mientras que, con la aguja de su Louboutin derecho, cerraba la puerta.

     —Hola —sonrió Sophia, alcanzándole la copa y tomándole la bolsa de papel; un perfecto trueque—. Primera vez que llego antes que tú —resopló, tomando a Emma por la cintura con su brazo y, con la incomodidad de una remota diferencia de trece centímetros de Louboutin, perdón: de altura, se elevó en puntillas para robarle un beso de “hola, bienvenida a casa, qué bueno verte”.

     —Me urgía tanto verte… —suspiró en cuanto Sophia liberó sus labios de entre los suyos.

     —¿Sí? —se ruborizó, pero, al mismo tiempo, se enterneció de ver el rubor en las mejillas de Emma también.

     —Eso de que no estés ni un segundo en la oficina… no es de Dios —dijo, y hasta a mí me impresionó lo fácil y cursi que le había salido aquello.

     —¿No? —balbuceó casi con sus entrañas derretidas, y Emma sacudió suavemente su cabeza mientras bebía su Martini hasta el fondo para obligarse a borrar el rubor de sus mejillas, pero sólo logró que se esparciera hasta por el minúsculo triángulo de pecho que se escabullía entre los botones libres de su camisa de patrón de leopardo; “de leopardo en drogas” según Natasha porque era en negro y azul marino—. Yo también te extrañé —susurró.

     —¿Sí? —imitó su tono de voz.

     —Uy, sí —resopló, y la soltó para ir en busca de la cocina, pues el olor de la comida le había despertado demasiado el hambre.

     —Aren’t you the cutest of them all… —murmuró Emma con una sonrisa y, quitándose el abrigo para arrojarlo sobre el respaldo de una de las sillas del comedor que quedaba a su paso hacia la cocina.

     —I am —rio, y se volvió para guiñar su ojo—. ¿Cómo te fue hoy?

     —No me quejo de nada laboral, sólo de mi soledad —dijo en ese tono dramático que le daba risa a Sophia, o quizás era más que nada por su puño en su pecho, buen toque—. ¿Y tú?

     —Día aburrido al cien por ciento, cero licitaciones, cero todo —resopló, y sacó las tres cajas de cartón en las que estaban esa comida que no era ni almuerzo ni cena—, definitivamente tampoco es de Dios no verte…

     —Is that so? —rio, y la abrazó por la cintura para recibir una papa frita entre sus dientes.

     —Totalmente —murmuró, y arrojó tres papas fritas a su boca.

     —¿Por qué no fuiste a la oficina, entonces?

     —¿Por qué no fuiste al taller, entonces? —la remedó, y su punto tenía validez—. No es como que no seas bienvenida… in the end, you’re the boss —sonrió, y le dio más papas fritas a Emma—. You’re the owner…

     —It happens to be I am —susurró a su oído al estar desnudo por llevar su cabello en una coleta alta y desordenada, y la apretujó un poco más entre sus brazos—. Pero creo que es bueno que tengas tu Disney World de vez en cuando —susurró nuevamente a su oído y le plantó un beso suave y sin segundas aparentes intenciones tras su oreja.

     —Eres tan considerada —bromeó sarcásticamente.

     —Lo sé —susurró su Ego, quien era incapaz de notar el sarcasmo.

     —Te hice algo mientras estuve en el taller —le dijo luego de un momento de silencio incómodo, pero no era que no tuvieran nada que decirse sino que les urgía más masticar las jugosas piezas de pollo frito.

     —¿Otro cubo? —tosió ante el miedo que la sola idea le provocaba, y Sophia lanzó la carcajada—. ¿Qué le parece tan gracioso, Licenciada?

     —No voy a hacer un cubo de esos nunca más —sacudió su cabeza—. Son demasiado complicados de hacer…

     —¡Y de abrir!

     —Y puedes decir lo que sea de mi cubo, pero no me digas que no te entretiene la idea de no saber cómo abrirlo.

     —A mi Ego le duele, pero sí… me divierte. Y, entre la poca humildad que conozco, estoy pensando pedirte ayuda.

     —Bene, bene —sonrió y le dio un beso en su mejilla—. Pero, volviendo a tu pregunta inicial: no, no es otro cubo.

     —¿Qué es?

     —Tampoco es otro artificio de Satanás —dijo Sophia, pues sabía demasiado bien lo que Emma pensaba del cubo, cosa que no le importaba.

     —Ah, eso ya es decir bastante —resopló.

     —Yo sé que te va a gustar.

     —¿Dónde está?

     —Ah, lo vas a tener que encontrar —rio.

     —I don’t even know what it looks like —entrecerró sus ojos con cierta indignación que era más graciosa que verdadera.

     —Es un cilindro de nogal, como de veinticinco centímetros de altura, muy lindo, muy brillante, muy suave… —sonrió, y supo muy bien cómo se escuchaba eso en la GCP de Emma, Glándula Cerebral Pervertida.

     —Un dildo de madera… —murmuró para sí misma—. Because latex and plastic are simply too mainstream…

     —Tiene algo adentro.

     —Cazzo… —suspiró—. Definitivamente es otro artificio de Satanás si tengo que abrirlo.

     —Es “abre fácil”.

     —Podría jurar que me dijiste lo mismo del cubo —sonrió, y mordió la pieza de pollo que estaba a la espera entre sus dedos.

     —Si lo encuentras antes de que me dé sueño… puedes hacerme lo que quieras sobre la superficie en la que está escondido—susurró con lascivia a su oído.

     —Ninfómana… —susurró de regreso.

     —Y así te gusto… —repuso, y dio una mordida sonora al aire muy cerca de su oído.

     —Como sea… —canturreó, pues la temperatura ya estaba subiendo sin control—. Hay algo de lo que quiero hablarte.

     —Yo también tengo que hablar contigo—murmuró.

     —Oh… bueno, tú primero, entonces —sonrió, aunque, por dentro, estaba que se cortaba las venas del estrés que le provocaba el hecho de que Sophia tenía algo que decirle y que le había dicho que “tenía que” hablar con ella.

     —Hay varios musicales nuevos en Broadway, tres o cuatro si no me equivoco —dijo, y Emma pudo respirar de alivio.

     —¿Sí…?

     —Y, bueno, considerando que te gustan los musicales en Broadway y no en el cine, ¿qué te parece si vemos algunos?

     —Me parece perfecto —sonrió—. ¿Cuáles quieres ver y cuándo las quieres ver?

     —Pensaba en que podíamos escoger equitativamente…

     —“Chicago”, siempre “Chicago”.

     —¿Dos más?

     —“Anything Goes” ya no está… supongo que “Jersey Boys” y “Mamma Mia” —se encogió entre sus hombros—. ¿Y tú?

     —¿Qué tal te suena “Matilda” y “Kinky Boots”?

     —Como que no las he visto —sonrió—. ¿Cuál otra?

     —Me gustaría volver a ver “Sister Act”.

     —Ya no está en Broadway, están en gira creo…

     —El otro mes van a estar en la ciudad por una semana, ya revisé —sonrió—. Además, “Amaluna” abre el veinte de marzo en el Citi Field, pensé que te gustaría verlo en la primera función abierta al público.

     —¿El veinte? —frunció sus labios, pues eso significaría que no podrían irse ese día por la tarde a Pennsylvania.

     —Veintiocho. Ya compré las entradas.

     —¿Y dónde están esas entradas? —rio.

     —En el cilindro —sonrió—, junto con otras cosas que he metido también.

     —Qué conveniente —rio de nuevo—. Pero me gustaría ir, y me gustaría saber dónde está el famoso cilindro.

     —Busca donde nunca buscarías algo —sonrió—. Ahora, ¿de qué querías hablarme?

     —De tu vagina —murmuró indiferentemente, pero Sophia sólo se coloreó de rojo y ensanchó la mirada.

     —¿Qué tiene de malo mi vagina? —tartamudeó, pero Emma sólo le regresó la carcajada—. ¿Qué tiene de gracioso mi vagina?

     —Absolutamente nada, es perfecta, mi amor.

     —¿Entonces?

     —En realidad quería hablarte de Providence y de tu cumpleaños —dijo, ahuecándole la mejilla—. ¿Te gustaría venir a Providence conmigo en semana y media, por dos o tres días?

     —¿Es una propuesta indecente?

     —Podemos hacer cosas indecentes mientras estemos allá, eso no será ningún problema —guiñó su ojo derecho y se volvió al gabinete contrario a ella para sacar dos vasos—. Claro, a menos que no quieras… —se encogió entre sus hombros y colocó los dos vasos en la encimera.

     —“Cosas indecentes”… —suspiró—, ¿qué entiendes tú por eso?

     —Cosas como… —sonrió, levantando su dedo índice de la mano derecha para sólo agitarlo lentamente mientras su ceja se elevaba cada vez más—, como ciertos tipos de torturas, de hermosas torturas que rompen cualquier tipo de protocolo y etiqueta, quizás y le toquen las teclas a la ética del sexo convencional… quizás te bañe en champán, o quizás te agarre contra una puerta de vidrio, quizás y sea sobre un suelo que todavía esté empacado, o quizás sea mientras me ayudes a meter los asientos de las sillas en los marcos de las sillas… o, si no lo quieres tan extremo, quizás para rebalsar la bañera de la habitación del hotel —sonrió—. Eso último me acuerda que, a principios de abril, vienen a instalar la Neptune Kara que alguna vez me dijiste que querías —ensanchó su sonrisa y Sophia, de su rojo evidente, pasó a tres tonos más rojo—. Podremos rebalsar nuestra propia bañera en nuestra propia casa —dijo como si fuera algo totalmente irrelevante, y se volvió al congelador para sacar una botella de Pellegrino.

     —Pero a ti no te gustan las bañeras… —murmuró, siendo eso lo único que resolvió decir por ser verdad.

     —Que no me gusten a mí no significa que no te gusten a ti… además… —desenroscó la tapadera de la botella y el gas se escapó como siempre—, tampoco me gustaba la idea de compartir mi oficina con alguien más, mucho menos por motivos de aglomeración, pero como es contigo… no puedo ni pensar en una mejor manera de hacer que algo me guste.

     —¿Si te doy espárragos te gustarían?

     —Cosas como mi paladar no se ajustan tan fácil como mi actitud en cuanto a numerosas cosas.

     —Dejarías de ser tú… —rio, tomando el vaso con agua que Emma le había servido para bajar un poco la comida y hacer que cayera en su estómago de una buena vez.

     —Exacto, y, por la misma razón por la que mi paladar nunca se va a acostumbrar a los espárragos, o a las aceitunas sumergidas en mi Martini, es que te digo que vengas conmigo a Providence —ladeó su cabeza hacia el lado derecho.

     —Pasamos de preguntar a decir —resopló Sophia.

     —Alguien una vez me dijo “no me gusta que me pregunten tanto” —sonrió y ladeó su cabeza hacia el lado izquierdo.

     —Touché, touché —asintió dándole la razón—. Pero esa vez me diste una buena razón.

     —¿Necesitas más razón que yo? —atrapó su sonrisa entre sus labios y rio inaudiblemente a través de su nariz, ella sabía muy bien que su Ego se había inflado tres veces su tamaño pero, aun así, lograba verle lo gracioso.

     —Me corrijo: no necesito razón, necesito motivos.

     —¿Volterra me planteó la idea? —se encogió entre sus hombros y arrojó papas fritas a su boca.

     —Sabes que no me refería a eso —murmuró.

     —No sé exactamente a qué te referías —dijo con sinceridad.

     —¿Por qué quieres que vaya contigo?

     —Bueno, me tomé el atrevimiento de revisar tu calendario y no tienes ningún proyecto.

     —Podría tomar un proyecto cualquiera en estos días sólo por las ganas de tener algo que hacer —refutó su idea.

     —También pensé que te vendría bien un cambio de aire por eso de que no vamos de vacaciones en Springbreak —dijo Emma, y, al ver cómo Sophia reía suavemente y sacudía su cabeza con cierta decepción, se frustró y empezó a sentir como si sudara más frío que durante los peores de sus resfriados vueltos bronquitis. Sophia no quería saber algo "oficial", quería saber lo real y un simple "¿por qué quieres tú que yo vaya?", pues no le servía de mucho si Emma necesitaba el espacio que nunca quería—. Y porque, no sé, no sé qué voy a hacer yo sola en Providence —suspiró.

     —Now, aren’t you colorful?— sonrió y ahuecó su mejilla con su mano izquierda.

     —Me acuerdo de cuando tuve que ir a no-me-acuerdo-dónde después de tu cumpleaños el año pasado, y sólo me acuerdo de lo aburrido que fue, de que no me gustó dormir sola a pesar de que el Facetime duró toda la noche… no es de Dios —susurró.

     —Con un “porque quiero que me acompañes” era suficiente, pero me gusta saber por qué no te gusta que no te acompañe —sonrió de nuevo y se acercó a sus labios para darle un beso con un tono de ternura.

     —¿Me harías el favor y el honor de acompañarme a Providence? —preguntó en su tono ceremonioso.

     —Y hasta a Alaska si quieres.

     —Gracias.

     —Gracias a ti por la invitación.

     —Las invitaciones son sólo una formalidad contigo.

     —Sólo por curiosidad… —dijo, y vio a Emma dar una triple mordida a su pieza de pollo; ya le había aburrido estar comiendo—. ¿Por qué no me dijiste que fuera contigo desde antes?

     —Me gusta mantener contento a Volterra porque eso significa que no se va a meter ni contigo ni conmigo, no quiero que volver a tener un clusterfuck de escalas superiores a lo que a cualquiera le toca, no quiero que te vuelva a ver o a gritar de esa forma y, egoístamente, no quiero sentirme culpable por eso. Yo no te voy a arrastrar a algo que sé que te duele —empezó diciendo—. Al principio pensaba ir y venir todos los días para verte, pero toma demasiado tiempo; casi tres horas en ir y tres en regresar, y vales la pena… pero luego me puse a pensar en que, haciendo eso, no serían sólo dos o tres días sino tres, o cuatro, o cinco, y tengo ciertas obligaciones que superan a mis caprichos —se sonrojó—, pero, cuando Volterra lo sugerió… bueno, ¿cómo decirle que no? —preguntó retóricamente en ese tono ridículo que tanto le gustaba—. Llámame “conservadora”, “clásica”, o “tight bitch”, pero permiso del jefe todavía cuenta.

     —¿Permiso del “jefe” o del “suegro”? —ladeó su cabeza.

     —Del jefe que resultó ser mi suegro —sonrió ampliamente y de esa manera en la que intentaba sacudirse el tema de encima.

     —Buena salida —resopló—. Pero, sí, sí voy…

     —¿Alguna condición o requisito?

     —¿Cómo nos vamos a ir?

     —En auto, ¿quieres conducir tú?

     —¡No! —siseó con una risa de por medio.

     —¿Por qué no?

     —Porque eso significa que tú estarás a cargo de la música, y no planeo volver a sufrir bajo Dead Or Alive, Diana Ross o Celine Dion.

     —Ah, pero está bien que yo sufra tres horas de un popurrí de Beyoncé, Justin Timberlake y Florence & the Machine, ¿no? —bromeó.

     —Hmmm… —entrecerró sus ojos y frunció sus labios—. Ya veo a lo que te refieres…

     —Soluciones hay —dijo con la boca llena mientras que, con sus manos, se impulsaba de la encimera para poder sentarse sobre ella—. Podemos dividir el viaje: la ida será tu música y el regreso la mía, o viceversa.

     —Eso sería sufrir tres horas cada una, no es sano… ¿o no te acuerdas de cómo tuvimos que parar a medio camino porque hiciste combustión?

     —Tenía ganas de ir al baño —se excusó.

     —Sí, y por lo mismo ahogaste tus penas en un Long Chicken with Cheese, no mayo, large french fries and large coke de Burger King.

     —Y me dio hambre —rio.

     —Podríamos hacer una playlist de siete u ocho horas y, una vez le damos “play”, nada de darle “next”, ¿qué te parece?

      —Supongo que es una buena forma de diluir los malos gustos de cada una —sonrió Emma.

     —No son “malos”, porque no creo que el hecho de que me guste Queen sea algo de mal gusto, o que a ti te guste Duran Duran sea de mal gusto, simplemente no compartimos los mismos gustos porque tú naciste antes de tiempo y yo soy una mainstream whore —guiñó su ojo.

     —The Pussycat Dolls, Will.I.Am y The Naked And The Famous quedan prohibidos en esa playlist.

     —Prince, Diana Ross, y con eso me refiero a ella como solista y a The Supremes, y Celine Dion también.

     —Es un placer hacer negocios con usted, Licenciada Rialto —dijo Emma, y le extendió la mano para cerrar el trato.

     —El placer viene más tarde —guiñó su ojo y le estrechó la mano con una firmeza digna de ser correcta.

     —Licenciada —suspiró Emma con estúpido enamoramiento.

     —¿Sí? —se acercó y se colocó frente a ella, con su abdomen contra sus rodillas.

     —I love you —sonrió.

     —I love you, too —repuso y le alcanzó más papas a Emma—. So, dime de qué se trata Providence, ¿quieres?

     —Invasión total, estadía en el Renaissance Providence… toallas extras y almohadas de extra plumas —sonrió—. Vista al Capitolio, a una altura considerable por si nos dan ganas de suicidarnos, y con early check-in. El día empieza a las nueve de la mañana y termina a las seis de la tarde, desayuno obligatorio en la cama, cena en cama o en restaurante, múltiples rondas de café, o sea "agua sucia", y suculentos almuerzos en forma de treinta centímetros de Subway porque es lo que más cerca de la casa queda, claro que serán con galleta, bebida de tu elección y una bolsa chips. Pronostico que los Muliere son personas bondadosas y darán comida extra si así se les ocurre.

     —¿Clientes presentes durante el proceso de ambientación?

     —El primer día no, los otros dos sí… aunque sólo será Mrs. Muliere y dos personas más; cero niños, cero esposo, sólo Aaron y sus secuaces, y nosotras. Siete habitaciones, nueve baños, dos salas de estar, un jardín, una pérgola, cocina, comedor, sótano, ático, oficina y sala de juegos. Paredes pintadas, suelos protegidos, jardines por hacer, cuadros y demás por colgar de las paredes, muebles por ensamblar, mover y meter, clósets por arreglar y, quizás, crash courses de cómo doblar ropa para qué parte del clóset, cómo tender camas, cuidado de superficies… en fin, lo de siempre —sonrió.

     —Suena más interesante que no hacer nada aquí —sonrió de regreso.

     —Good. Now, lo otro que quería decirte era de tu cumpleaños.

     —¿Qué con eso?

     —¿Qué piensas de un fin de semana largo con un poco de frío, poco sol, cama cómoda y masajes y champán, y relajación, y demás?

     —¿Sólo tú y yo?

     —Sólo tú y yo… —sonrió—. Y celebramos tu cumpleaños entre la mayor de las comodidades y de los sacrilegios del sedentarismo: champán en la cama, sábanas, sexo, sueño y sin espasmos musculares en tus hombros… lejos del trabajo, de toda civilización o, por lo menos, de la Gran Manzana, mini Springbreak… ¿qué te parece?

     —No suena nada mal… ¿en dónde está ese paraíso terrenal?

     —Pennsylvania.

     —Ah —resopló–. ¿Poconos?

     —No estaba al tanto de tus conocimientos geográficos —sonrió—, pero sí: Poconos.

     —¿Cuándo nos vamos?

     —Jueves por la tarde o viernes por la mañana antes de tu cumpleaños, y regresaríamos el día que quieras; lunes o martes —dijo, a pesar de que las reservaciones las tenía desde jueves por la noche hasta el martes por la mañana, pero nada que una modificación de reservación no pudiera arreglar.

     —¿Cómo cambiarían nuestros planes?

     —No lo sé —se encogió entre sus hombros—, lo único que es seguro es: una cena, unas copas, y una buena cogida —sonrió—. Lo demás es flexible y queda a la disposición de tu gusto y de tus ganas.

     —¿Te puedo ser muy sincera? —murmuró un tanto sonrojada.

     —Por favor.

     —Suena muy bien, muy bonito, y tengo ganas de ir, de verdad que sí tengo ganas de ir…

     —¿Pero? —ladeó su cabeza con una suave sonrisa tirada hacia el lado derecho.

     —Hay dos cosas que debes considerar…

     —¿Cuáles?

     —Favoritismo y dinero. 

     —Es tu cumpleaños, ¿cómo voy a cobrarte tu “fiesta” de cumpleaños? —rio un tanto indignada.

     —No me refería a ese dinero… —suspiró—. Sé que es algo en lo que probablemente no piensas mucho porque lo tienes solucionado con todos tus proyectos, pero no sé qué tan bueno sea que me pase la mitad del mes de marzo sin trabajar, a eso añádele la-semana-o-diez-días que rondan nuestra boda, añádele el tiempo que nos fuguemos al lugar más recóndito del mundo para nuestras vacaciones, entiéndase "Honeymoon", y, asumiendo, la semana de diciembre que pasaré en Roma… no sé cómo voy a llegar a mi meta anual al paso que voy y con la cara que tiran las licitaciones o con la frecuencia que me llueven clientes del cielo…

     —Ganaste más de ciento setenta con lo de Carter —frunció su ceño.

     —Ciento cincuenta, en realidad…

     —¿Por qué?

     —Por el veinticinco que me toca poner de lo de Aaron…

     —Independientemente de eso —dijo Emma, y le dio un sorbo a su agua para luego volver a llenar el vaso—, con ciento cincuenta de lo que te queda al final ya cubres el porcentaje anual básico del Estudio… además, el año fiscal no comienza en enero sino en julio, y, hasta donde mis cálculos no me fallan, estás más que bien…

     —How can you be so confident?

     —How can I not? —ladeó nuevamente su cabeza—. Tengo doce meses para poner mi once punto once-once-once por ciento del capital del Estudio… entre nueve personas se logra muy fácil recaudar más de un millón para cubrir gastos básicos y esenciales, en cuenta el café y la leche del Latte que te bebes por las mañanas y el mantenimiento de tus parques de diversiones en el taller… todo eso más un salario fijo que te ayuda todos los meses por si fue un mes seco —guiñó su ojo—. Al final del día sólo son ciento diez mil dólares base, en un año de trabajo, que tienes que darle al Estudio para tu propio beneficio.

     —Ése es un número que está por encima del salario promedio —rio irónicamente—. No son “sólo ciento diez mil dólares en un año”…

     —Eso no se escuchó bien, ¿verdad? —cerró sus ojos con avergonzado dolor mental y verbal.

     —No.

     —Bueno, considérate afortunada de tener ciento diez mil dólares para que te quite el Estudio anualmente… significa que tienes trabajo seguro y ganancia segura a pesar de que no te caiga ningún cliente del cielo, o que las licitaciones no sean las que se adecúan a tu campo… considérate realmente afortunada —sonrió.

     —Todavía me parece increíble la manera en la que funciona ese Estudio —resopló mientras sacudía su cabeza.

     —¿Por qué?

     —Lo que importa es que, en doce meses, des, por lo menos, ciento diez mil dólares para el fondo básico de manutención y mantenimiento, y estás bien —rio—. Puedes tomar un proyecto de un millón de dólares que te tome seis meses, pagas tus ciento diez mil, y puedes hacer de tu culo un florero por el resto del año fiscal si así se te da la gana… al final, tomas otro proyecto o no, es entrada segura y el Estudio sólo te quita el cinco por ciento.

     —Puedes hacer eso, nadie está en contra de eso en el Estudio… con tal de que cumplas con la meta anual, nadie te dirá nada… pero no sé si ves que Belinda hace de su culo un florero sólo porque tiene proyectos de seis cifras —se encogió entre hombros—. Como te dije alguna vez; una vez pones un pie en ese Estudio, eres prácticamente tu propio jefe: tú te pones tu horario, tu carga laboral, tu método de trabajo, todo… eres libre de hacer lo que quieras y como quieras hacerlo, así sea pasearse en calcetines por toda la oficina como Clark, o escuchar “x” mantras al día como Selvidge, o ver "Game of Thrones" como Jason cuando no está con sus cosas de contabilidad, o tener tiempo para beber dos dedos de Whisky como Belinda, o darte el tiempo, todas las mañanas, de empezar el día con una taza de té de durazno y vainilla frente a la ventana mientras piensas en nada. Todos podríamos hacer un proyecto grande y ya, pero nos gusta lo que hacemos… y ésa es la explicación que buscas. ¿A ti te gusta lo que haces? —le preguntó en esa voz que sonreía en el fondo, y Sophia no supo cómo responderle—. Yo sé que lo de diseñar y ambientar tiende a aburrirte y a desesperarte un poco si no tienes tiempo para perderte en un mueble o varios… si quieres hacer un proyecto del tamaño del Titanic para luego tener tiempo de sólo hacer muebles el resto del año, hazlo que nadie te dirá nada. Tómate las vacaciones que quieras, por el tiempo que quieras y cuando quieras, pero asegúrate de que tus ciento diez mil dólares estén en el lugar que corresponden, de lo contrario recibirás menos el año siguiente —sonrió—. Pensabene quiso que así fuera el ambiente laboral y, por lo visto, le funcionó.

     —Entonces… ¿nos vamos el jueves por la tarde y regresamos el martes por la tarde? —sonrió ampliamente.

     —Ésa es una actitud que me gusta más —sonrió de regreso y ahuecó su mejilla izquierda.

     —Es sólo que no puedo evitar no pensar en eso…

     —Me acuerdo de tu primer año con nosotros; no te fue nada mal. Ahora que ya te conocen nuestros clientes fijos y que sabes muchísimas cosas más de las que sabías al principio, trucos, atajos y que conoces a alguien que conoce a alguien, créeme que todo se hace más fácil. Creo que eres la única, en el Estudio, que todavía se preocupa por revisar las licitaciones —dijo como si eso le causara ternura—. Piensa en cuántos proyectos te han llovido y cuántos has buscado, y piensa en si realmente las licitaciones valen la pena en tiempo, energía y dinero en comparación a los que te han llovido….

     —Ahora que lo dices… —frunció su ceño—, tienes razón.

     —Lo sé —sonrió el Ego de Emma—. Ahora, por la parte de lo que tú llamas “favoritismo”, es lo mismo —y le explicó—: Podrás ser la hija del dueño y la novia de la socia mayoritaria, pero eso no te da ningún privilegio por sobre los demás. Digo, no es por eso que tienes trato especial. Belinda llega al Estudio luego de dejar a sus hijos en la escuela, se toma dos horas para almorzar con ellos y ni que viviera tan lejos, se va todos los días antes de las cinco de la tarde a menos de que esté en medio de un destello de lucidez, los fines de semana no toma llamadas ni de clientes ni de nosotros, se toma una semana en Springbreak, dos semanas para Navidad, dos o tres semanas en verano, y numerosos fines de semana largos. Rebecca es la primera en llegar siempre, pero los viernes ya no llega porque ya está con Don, quizás en Miami o quizás aquí, se toma tres semanas para Navidad, una semana para Thanksgiving porque su mamá vive en Pasadena, después de que termina un proyecto se desaparece por tres días. Nicole sube todos los días al taller para almorzar con Marcel, los días que su hermana no puede cuidar a Alex, ella no llega a trabajar. A lo que voy es a que nadie tiene un trato especial, no importa si tienes un año o veinte de trabajar en el Estudio, no importa si eres Ingeniero, Arquitecto o Diseñador, o Paisajista for that matter; todos hacen lo que quieren y cuando quieren… sólo respeta a los clientes y a los proyectos, sino hell will break loose de parte mía, Volterra y Belinda.

     —Lo haces sonar tan fácil —murmuró, pasando sus manos por el cuello de Emma para abrazarla por su nuca.

     —Es que es fácil… —sonrió—. No puedes matarte trabajando porque, al final, pierdes más de lo que ganas; te pierdes cumpleaños, fiestas, y pides muchas disculpas y haces muchas llamadas por teléfono… esa vida no es vida. “Déjate llevar, no lo pienses tanto” —dijo, y a Sophia eso le sonó tan familiar que la sonrojó.

     —Tienes razón —asintió, y dio un mordisco a la penúltima pieza de pollo que le correspondía a ella—. Let’s go to Poconos.

     —Serán dos horas de ida y dos horas de regreso en auto también —rio Emma.

     —¿Otra playlist?

     —Es tu cumpleaños, haremos lo que quieras —sonrió, y dejó ir su frente contra la de Sophia—, y escucharemos lo que quieras. Condescendencia al máximo —rio nasalmente y, de un mordisco, le robó la mitad de la pieza de pollo que sostenía entre sus dedos.

     —Mmm… —se acercó a sus labios—. ¿Y cómo piensas cogerme?

     —Todavía no lo sé, tendré que improvisar —sonrió.

     —Ni tú te lo crees —rio, y le robó un beso corto para volverse a las papas fritas.

     —Acepto sugerencias.

     —Lo tomaré en consideración —rio y se despegó de Emma—. ¿Ya no vas a comer?

     —Hay postre —dijo, dándose unas palmadas sobre su abdomen.

     —De T.G.I Friday’s y de Sophia’s Bakery —guiñó su ojo, y sacó la caja que quedaba en la bolsa de papel, esa que contenía la sagrada porción de gratificante caramelo picante de textura flaky pero, al mismo tiempo, fluffy—. Digo, por si más tarde tienes un craving de algo más… “indecente”.

     —Toda la vida —rio, no pudiendo frenar sus ganas ante la última pieza de gula frita.

     —¿No que no?

     —“Y.O.L.O” —se excusó con la boca llena, que casi se ahoga entre tragar y la risa que le salía, y Sophia que se deshizo en una carcajada que provenía desde la puerta del congelador, pues nada mejor que un postre “a la mode”, y mejor si era Vanilla Blue Bell, el cual era exclusivo para los postres y, por eso, la pinta duraba tanto—. ¿Qué no se cura con comida?

     —¿Qué te duele?

     —¿El aburrimiento en la oficina no te parece suficiente?

     —¡Uf! ¿Cómo fue que dijo tu mamá aquella vez? —rio provocativamente mientras sacaba dos cucharas para lanzarse de clavado en el postre—. “Sólo las personas aburridas se aburren”.

     —Muy cierto —asintió Emma sin la menor señal de indignación.

     —Era una broma —murmuró un tanto arrepentida—. No te considero una persona aburrida.

     —Ah, pero sí lo soy —rio.

     —¿Cómo es que puedes ser aburrida pero me entretienes al mismo tiempo? —levantó su ceja y frunció sus labios, así como Emma solía hacerlo.

     —Ah, esa es una reacción que me provocas tú con exclusividad: sacas lo mejor de mí.

     —Hey, if you wanna kiss my ass… —dijo, y rio por cómo sonaba eso—, you just have to say it.

     — ¿Cuándo te volviste tan sexual? —rio ante el doble sentido que había sido demasiado bien aplicado.

     —Cuando aprendí que las referencias sexuales te divierten —sacó su lengua y, como si nada, cuchareó el postre de ambos componentes para, luego, soltar un gutural “mmm” de genuino gusto.

     —¿Rico?

     —Como la primera vez —dijo con la boca llena.

     —Bene. Por cierto, ¿ya viste el top diez que tenemos que determinar para Decor?

     —Otomanes… ¿o es “otomen”? Siempre tuve esa pregunta, más con “Doberman”, ¿cómo es el plural, “Dobermen” o “Dobermans” o “Dobermanes”?

     —Y tienes que considerar “Dobermänner” —rio en el acento tirolés que había aprendido en algún momento de alguna de sus compañeras en la universidad.

     —¿Por qué presiento que esta conversación ya la tuviste con alguien que no es conmigo?

     —Porque ya la tuve —sonrió.

     —¿Con quién?

     —Con Luca —dijo.

En esa milésima de segundo se acordó de aquella mañana, debían ser las diez o las once, y no era que había “amanecido” con Luca Perlotta en una cama, sino que realmente había “amanecido”; habían decidido prestarse a una fiesta universitaria, de esas que no había invitación formal, o sea en papel o en facebook, sino que era tan secreta que sólo era susurrada al oído por ser tan tóxica.

Si el cielo tenía ríos de leche y miel, o como sea que deba ser en alguna parábola bíblica, esa fiesta debía ser parecida al cielo con sus ríos de vodka, ron y cerveza. Había diez cosas de hielo para deslizar el shot y beberlo frío, había shots con fuego, había juegos que no tenían ganador ni perdedor porque el alcohol era lo único que salía perdiendo al ir disminuyendo en minúsculas cantidades. Música electrónica, de esas canciones a las que Emma llamaba “para detener el techo”, una piscina a la que daba asco meterse de tanta gente y tanta bebida de colores que se había ahogado. Desde entonces Emma no soportaba el Absolut Vodka ni el Bacardi, se puede decir que sufrió de empacho.

Y pasó que, como cosa realmente rara, se había prendido demasiado y había tenido una dosis extraña de adrenalina que la había hecho ver el amanecer junto a Luca, otro ebrio igual que ella, y junto a múltiples víctimas que habían caído a causa del alcohol (cadáveres). Vieron el amanecer y, ante el hecho de que ya era de mañana, ¿por qué no desayunar? Y así, caminando en zigzag, que, si se acordaran bien de la situación, no eran tambaleos sino casi un ejercicio militar de arrastre; rebotando entre las esquinas de las paredes, gateando, arrastrándose, caminando, y como fuera que pudieran salir de ahí, decidieron comer algo. Pero estaban tan lúcidos, y eran tan brillantes, que no pudieron desayunar en Roma, no pudieron desayunar la comida que Sara, con lástima y amor, les podría haber hecho para bajarles la estupidez, aunque quizás no fueron con Sara porque sabían, tanto Emma como Luca, que, luego del amoroso desayuno, vendría la sonrisa en silencio y la amena y tenebrosa plática de “no estoy enojada, pero estoy un tanto decepcionada”.

Así de imbéciles estaban, que Emma, en el camino, recogió una botella de Absolut, casi llena, de la mano de uno de los caídos de la barra del bar para beberla a trago seco y puro, para compartirla con Luca mientras, entre su inhabilidad y su ebriedad, lograba conducir hasta las afueras de Roma.

Esa escena era de la que Emma se acordaba con minucioso detalle: el sol les ardía en las futuras resacas, resacas que posponían por los tragos de Vodka, iban al aire libre en el descapotable de Luca porque, de lo contrario, rebajarían diez libras vía oral, el aire alborotaba el cabello de Emma, pero no le importaba porque no le importaba nada en ese momento, y fue quizás, por lo mismo, por lo que, con el mar a su izquierda, las gafas de sol que le pertenecían a la profesora de inglés con la que Luca lograba pasar los exámenes, se aburrió de escuchar el viento y a su propia consciencia, y decidió poner un poco de música. Un CD, en aquel entonces, un CD que definiría ese momento con demasiada simpleza y con demasiada precisión. “Not That Kind” de Anastacia. ¿Por qué tenía Luca algo así en su Ferrari 360? No le importaba. Pero sabía de memoria, de tipo karaoke, “Not That Kind”, “I’m Outta Love”, “Who’s Gonna Stop The Rain”, “Love Is Alive” y “Made For Lovin’ You”.

                Cómo había pasado el tiempo. Que en aquel entonces se vestía puramente de jeans porque no había aprendido a estar orgullosa de sus piernas en vista de que las consideraba flacas, eran camisas Benetton de botones o camisetas de impresiones desgastadas; no era de bandas de rock porque, dado a que no gustaba particularmente del rock, no se le veía bien en ningún nivel y eso lo sabía ella, aunque siempre tuvo su camiseta de los Rollings Stones y de Pink Floyd, luego tenía las camisas sarcásticas que siempre le gustaron; como esa de “Support our Troops” y era un clon de Star Wars, o aquella de “Viva la Evolución” que estaba inspirada en el Ché Guevara pero que, ahora, tenía un primate, o esa que decía simplemente “Star Trek” pero en la tipografía de “Star Wars”, luego se había acostumbrado al blazer, y variaba entre Converse y Stilettos.

—Hey… —susurró Sophia al verla ida en su memoria, y ahuecó su mejilla—. ¿Estás bien?

     —Sí, ¿por qué?

     —No sé, te quedaste callada —se encogió entre hombros. Por lo visto no había sido una milésima de segundo sino un minuto entero.

     —Sorry —resopló, y sacudió su cabeza como si quisiera sacudir el recuerdo por alguna razón.

     —¿En qué pensabas?

     —En Luca —respondió.

     —¿Algo que quieras compartir?

     —No sé si invitarlo a nuestra boda —frunció sus labios.

     —¿Por qué no quieres invitarlo?

     —No es que no quiera, porque sí quiero, es sólo que… no sé, no sé nada de él desde hace años.

     —Pensé que sí porque te he visto escribirle y enviarle postales…

     —Que sé que recibe porque Alessio las recibe, pero nunca he recibido nada de regreso… y, en esta ocasión, creo que, al menos, me merezco un “no” por RSVP.

     —Invítalo, si viene qué bueno, sino… bueno… no sería nada nuevo, ¿no?

     —Si no viene, o si no responde, será lo último que le envíe —dijo con aire de determinación.

     —Que así sea, entonces, mi amor —susurró con una sonrisa suave y reconfortante.

     —Sí, bueno… —suspiró y se bajó de la encimera.

     —¿Quieres? —le ofreció del postre, pero Emma sacudió su cabeza y sólo se empinó el vaso hasta dejarlo casi seco para luego ponerlo en el lavavajillas.

     —Más tarde, quizás —sonrió, y se llevó el resto de papas fritas a la boca sólo porque le estorbaba el hecho de tener que botar algo tan sagrado como ese alimento tan tóxico pero tan sabroso—. Voy al baño —dijo, y le dio un beso en la frente.

Sophia se quedó en silencio, y supo que no era un “voy al baño, ya regreso” porque pasó el baño de visitas de largo. Guardó el resto del postre, lavó su cuchara y su vaso, y, habiendo ordenado todo, se dirigió a la habitación porque le picaba eso de que Emma la evadiera siempre que hablaban de Luca, que quizás era por eso que no hablaban de él casi nunca. Tomó el bolso de Emma y, viendo de reojo hacia el interior de su habitación, no vio a Emma y pasó de largo hacia el cuarto de lavandería sólo para recoger el cilindro. Tantos juegos no eran tan divertidos, quizás y lograba levantarle los ánimos con el cilindro, pues, con lo que había adentro.

Entró a la habitación de nuevo, cerrando la puerta tras ella por una simple manía que Emma le había proyectado y contagiado, y no vio a Emma ni en el baño ni en la habitación en sí. Colocó el bolso sobre el final de la cama, al igual que el cilindro y, en silencio, se acercó al clóset sólo para verla sentada en el diván.

—Would you come to bed with me? —le preguntó entre un susurro mientras le acariciaba el hombro.

     —Sure —respondió, y se puso de pie realmente sobre sus pies y no sobre las agujas de los Stilettos que se habían echado a perder y ni cuenta se había dado de cómo, cuándo o por qué.

     —¿Quieres ver alguna película?

     —Sí, ¿por qué no? —sonrió, quitándose su Patek y su pulsera para colocarlas sobre la mesa de noche.

     —Te toca escoger…

     —No, a ti te toca escoger… yo escogí la vez pasada.

     —Vimos “The Notebook”, y te pareció tan mala que quedamos en que perdería turno —le dijo, que no habían quedado en nada, pero era mejor que Emma la escogiera para que se sintiera más a gusto que estar mirando y no viendo, que estar sabiendo que perdía su tiempo de la peor manera en una película que ya le conocía el final sin haberle visto el principio, algo peor que estar y no estar.

     —Te cedo el turno —dijo Emma, que no tenía ganas de ver una película; en realidad no tenía ganas de nada sino sólo de estar.

     —¿Qué tal si empezamos un maratón de “Breaking Bad”? —preguntó, pues, entre las opciones que le daba Netflix, no era tan mala idea, no cuando la comparaba con más películas del estilo de literatura de Nicholas Sparks… si es que así se llamaba.

     —Sure —suspiró, acariciándose el dedo anular de su mano derecha al sentirse un tanto incompleta sin el anillo de siempre por haberlo dejado en Tiffany’s para que lo limpiaran y lo pulieran.

     —Pero ven conmigo, por favor —susurró a su oído, tomándola suavemente por los hombros para traerla consigo a una cómoda posición que, para Emma, era un tanto incómoda.

Terminó entre las piernas de Sophia, siendo rodeada por sus brazos y por múltiples almohadas mientras descansaba sobre su pecho, así estaba mejor y se sentía mejor.

Tanto Emma como Sophia, sabían que no le prestarían ni un cinco por ciento de atención a lo que fuera que sucediera en la pantalla del televisor, por lo que el volumen era muy bajo, pero podían estar en silencio, podían estar hablando sin realmente hablar, y Sophia estaba más que contenta y satisfecha con que Emma se dejara envolver de esa manera.

     —Sophie… —murmuró de repente, que Sophia acariciaba su cabeza al enterrar suavemente sus dedos entre su cabello.

     —¿Sí? —sonrió, casi derretida ante la caricia que le había hecho a su nombre, a la cariñosa variación del mismo.

     —¿Te casarías conmigo? —levantó su mirada, sólo para encontrar la sonriente mirada celeste de la rubia que había detenido las caricias en su cabello.

     —Me casaría el viernes contigo —sonrió con mayor amplitud, y le plantó un beso sincero en su frente.

     —¿Por qué hasta el viernes?

     —Tomando en cuenta que tenemos que sacar la licencia, no lo podemos hacer en este momento sino hasta mañana… además tenemos que esperar veinticuatro horas para que entre en vigencia. Por lo tanto, hasta el viernes podríamos… pero, si no hubiera ninguna ley, lo haría hoy mismo.

      —Oh, fudge —suspiró, transformando el típico “fuck” que ya no le daba tanta resaca moral decir pero que decía demasiado desde hacía algún tiempo—. Hasta para querer ponerte un anillo en el dedo necesito permiso del Estado —sacudió su cabeza, y se volvió a Sophia, acomodándose entre su brazo y su pecho.

     —De alguna parte deben sacar dinero extra, ¿no crees?

     —Literalmente hicieron un negocio del amor…

     —Si tan sólo todos los matrimonios fueran por amor a primera vista y no por amor a primera visa —bromeó, y Emma rio guturalmente con su sonrisa amplia pero cerrada—. Supongo que hay cosas para las que se aplican las mismas leyes: las heterosexuales y las homosexuales…

     —Para eso sí somos iguales —rio.

     —Nadie dijo que la igualdad era gratis —guiñó su ojo, y se bajó un poco para quedar más cerca del rostro de Emma—, quizás sólo deberías pensar en que es algo bueno que nos cueste lo mismo a nosotras y a Natasha y a Phillip… treinta y cinco dólares no es nada.

     —Pagaría más que eso por ser tu esposa —murmuró con sus ojos cerrados, como si quisiera dormir una siesta, pero no era eso sino que no podía ver a Sophia a los ojos cuando le decía esas cosas.

     —Aren’t you a sweetheart—sonrió, y acercó sus labios a los de Emma.

     —I am —susurró, rozando los labios de Sophia con los suyos al gesticular, y no pudo resistirse a regalarle un beso que tenía el mismo sabor a cuando recién despertaba; un beso amodorrado y suave, un poco perezoso pero tierno y cariñoso—. Marry me… —susurró casi inaudiblemente en ese segundo en el que sus labios se separaron fugazmente de los de Sophia.

Pero Sophia no le dio una respuesta, no le dio el “sí” que siempre sería “sí” y que nunca sería una rara transformación al “no” o al arrepentimiento, y tampoco reanudó el beso, lo cual provocó que el corazón de Emma subiera por su esófago. Sophia simplemente se despegó de Emma y enterró su mano en el bolso que recién llevaba a la habitación para sacar el cubo, y Emma la veía penetrantemente, con miedo que tendía al pánico, al pavor, pero, por alguna razón, no podía sacar la fácil pregunta de “¿dije algo malo?” o algo más doloroso, por las opciones de respuesta, “¿ya no quieres casarte conmigo?”. Fatalismo.

—No importa si estás lejos o estás cerca —murmuró entre los golpes suaves que le daba con sus nudillos a las caras del cubo como si buscara una cara en especial—. Ni por qué —sonrió al escuchar que la cara que hacía sonar era la única que no sonaba hueca—. No importa si es espacialmente o emocionalmente que estás lejos o cerca, no importa si tienes un mal día o un día de esos que quisieras sólo borrar de tu calendario cerebral, no importa si estás de mal humor; cortante, enojada, sofocada, o simplemente distante —murmuró, colocando el cubo, sobre la cara que le había dibujado una sonrisa, sobre su mesa de noche y se volvió a Emma—. No importa si quieres dormir en el sofá, o si no quieres abrazarme por la noche, no importa si no quieres hacerme el amor, no importa si no quieres ni verme… —dijo, y giró el cubo en el sentido de las agujas del reloj, y Emma escuchó un sonido que no podía describir—. Así como no importa si quieres estar encima de mí, o si me quieres ahogar en condescendencia y cariño, o si me quieres llenar de besos y hacerme cosquillas hasta que llore de la risa, o si quieres contarme la misma historia todos los días, o si tuviste el mejor día de toda tu vida y no sabes ni cómo es que cabes en tu cuerpo de tanta felicidad, y sonrisas y ganas de saltar y lo que sea, así como no importa si quieres que te abrace toda la noche, o que quieres pasar tu vida entera haciéndome el amor y cosas indecentes, así como no importa si quieres velarme el sueño toda la vida… —tomó el cubo entre sus manos y, volviéndose completamente a Emma hasta recostarla sobre las almohadas y ella colocarse a horcajadas sobre ella, tomó la cara inferior entre sus dedos y la giró, que creó un pequeño espacio para que, una de las caras laterales, se pudiera deslizar hacia abajo—. No importa lo que hagas o lo que digas, o lo que no hagas o lo que no digas, no importa cuántas veces lo hagas o lo digas, realmente no importa —sonrió para Emma mientras que, a ciegas, deslizaba las caras del cubo, o sólo secciones de él; hacia arriba, hacia abajo, hacia la izquierda, hacia la derecha, nuevamente hacia arriba, hacia adelante, hacia la izquierda, hacia atrás, etc. —. No importa cuántas veces me preguntes si quiero casarme contigo, no importa en qué idioma me lo preguntes, no importa si me lo preguntas, si me lo pides, o si me lo exhortas, sólo no me lo ruegues —susurró, y, por fin, diecisiete movimientos después, la cara superior del cubo se deslizó completamente hacia adelante hasta que quedó en la mano derecha de Sophia—. Yo te quiero a ti, independientemente de cómo estemos, yo te quiero a ti y sólo a ti, y mi respuesta va a ser siempre “sí”, y te voy a decir que “sí” cada vez que me lo preguntes…

     —E-entonces, ¿te casarías conmigo? —tartamudeó, y Sophia sólo sonrió con cierta ternura mientras se acercaba a ella, a su oído.

     —No es un “me casaría contigo”, es un “me casaré contigo” —susurró a su oído y, dándole besos en su mejilla hasta llegar a sus labios, la besó de una extraña manera, de una nerviosa y extraña manera.

     —¿Pero? —suspiró Emma por el sabor de ese nerviosismo que era imposible esconder.

     —I’ll marry you, but…  —sonrió, levantando el cubo y volcándolo entre su mano para que Emma viera el interior—. Will you marry me?

Emma quedó en estado de petrificación, casi como si la hubieran disecado de la impresión, y sólo podía mover sus ojos, aunque no era que los quisiera mover, se le movían como si tuvieran una exagerada y longitudinalmente corta autonomía. Sophia rio nasalmente ante su reacción, ¡ajá! De esas gloriosas y gratificantes veces que la dejaba sin habla por haberla tomado completamente desprevenida. Y, con gentileza, introdujo su mano derecha en el cubo para sacar aquel anillo que era tan ella y tan Emma al mismo tiempo; lo único que no había hecho era el bisel de oro blanco, eso lo había hecho aquel joyero de humor podrido que Phillip le había recomendado, pero, lo demás, era todo ella: el nogal que iba por el exterior del bisel lo había cortado y moldeado hasta que quedara perfecto, y, a pesar de no poder parir un diamante, movió todo lo que no sabía que podía moverse para conseguir un diamante del color del cognac más suave que existía. Media pulgada de ancho, muy cómodo para el modelo que tenía de la mano de Emma, con el diamante que sólo dejaba ver su circular contorno un poco por arriba del nivel del suavizado nogal.

                Y la cara de Emma, que no era ni un “WTF” ni una novia sorprendida en el buen sentido de la reacción, era plana, era pálida, era muda. Sólo pudo asentir, y Sophia, con esa sonrisa que encerraban sus camanances, se inclinó sobre ella para, mientras la besaba, deslizarle el anillo en el dedo que le correspondía.

Loved you once, love you still, always have and always will —susurró Sophia entre sus labios, y, sin saber realmente cómo o por qué, provocó en Emma uno de esos colapsos que tenían más un aspecto de rebalse emocional.

Si Natasha tuviera que describir ese momento, lo habría descrito como “se le salió lo maricamente femenino”, si Phillip era quien lo describiría, lo habría descrito como “reacción hollywoodense en tonos bajos y pasivos”, pero, como soy yo quien lo describe… no sé, supongo que sólo tuvo un episodio de una idílica e idealizada feminidad coloquial; no gritó porque no encontró sus cuerdas vocales, no saltó de la emoción porque tenía a Sophia encima, no llamó a todo el directorio telefónico para contar la noticia porque no conoció momento más íntimo y privado que ese, y, como si por arte del mismísimo arte emocional, se rebalsó en gotas de agua que conocían sus pómulos al compás de cada suave beso que recibía en sus labios, besos que la hacían sentir, junto a la sensación extraña que le daba el anillo, setenta y cinco por ciento completa y complementada.

                Sophia no cesó el beso, ¿por qué lo haría? Quizás no había sido la propuesta más romántica de la historia, quizás no había sido la propuesta más romántica que podía haber pensado, pues no la preparó en lo absoluto; era algo que iba a pasar cuando debía pasar y con las palabras que debía pasar, un “déjate llevar” inconsciente, y no cesó el beso porque, por primera vez, en el año y medio que tenía de conocer a Emma; año y medio que parecía una vida y que, al mismo tiempo, parecían ser horas nada más, conoció a una Emma emocionalmente feliz entre el sentimentalismo y la naturaleza aprendida y heredada.

Para Emma, algo tan sencillo como un gesto de reciprocidad, algo tan sencillo como tiempo bien invertido en diseñar algo que sólo existiría para ella, algo tan sencillo en palabras y en improvisación, algo tan sencillo que parecía imposible que fuera tan sencillo, que parecía imposible que algo tan sencillo y, hasta cierto punto juguetón y rebelde, provocara tal felicidad que podía ser proyectada con potencia, y que eran esos momentos tan sencillos y tan puros, esas cosas tan secretas y pequeñas que sucedían entre ella y Sophia, que, lo único que podía decir, era que eran esas cosas que la hacían tan suya y tan de nadie más.

Sí, eso que todos buscaban, y que costaba encontrar, y que a veces se iban del mundo terrenal sin haberlo encontrado, era lo que Emma había encontrado en el lugar y en la persona que menos se esperaba, y era quizás eso, lo inesperado, lo que más la llenaba con regocijo, lo que en realidad la llenaba, y que el veinticinco por ciento que todavía no tenía era un simple papeleo y un simple ritual legal y oficial, pero, realmente, estaba completa.

Los componentes de aquello eran sencillos: despertarse entre la noche sólo para escuchar una respiración casi muda por estar colmada de tanta tranquilidad y relajación, despertarse entre la noche sólo para saberse acompañada, despertarse por la mañana con la misma melena rubia con la que se había dormido, escuchar su pegajosa voz cuando recién se despertaba, el gruñido felino de cuando se estiraba y pedía cinco minutos más, ese “Buenos días, Arquitecta”, sus celestes ojos que penetraban su alma al mismo tiempo que le daban la tranquilidad que la cristalina playa de Seychelles le daba y que resaltaban entre párpados finamente delineados de negro y pestañas que milagrosamente se alargaban con mascara, su voz un tanto mimada y que no era ni aguda ni grave, que no era ni suave ni áspera, la juguetonería, la travesura, la picardía, las noches de Carolina Herrera bajo un delantal y con una espátula en la mano, las carcajadas, las gafas y las mangas recogidas, sus manos, su tacto, su popular gusto musical, su pereza, sus ganas de dormir, y la vocecita de cuando se estaba quedando dormida, sus labios, su piel, sus preocupaciones y sus despreocupaciones, su sabiduría y su omisión, su habilidad para hacerla sentir en casa así estuvieran en la oficina, su habilidad para tranquilizarla y para agitarla, su habilidad para frustrarla por ser impuntual y su habilidad de enorgullecerla por ser de las pocas personas que la sorprendían cada día con algo nuevo o con algo viejo, sus mil caras y sus mil sonidos, sus monólogos en griego que debían ser mentales pero que recitaba en voz alta, el italiano sin gestos, la capacidad para seducir, para ser agresiva y para ser muy tierna. Y SU SANTA PACIENCIA, pues nadie toleraba un Ego tan grande, ni una personalidad tan condimentada, personalidad a la que Sophia había descrito como un-tanto-thai por ser picante pero fresca al mismo tiempo, por atrapar e interesar al punto de no querer dejar de conocer/comer, por no poder empacharse.

                Si supiera cómo levitar, lo habría hecho, o quizás estaba levitando y era Sophia quien la anclaba a la cama, además, ¿para qué levitar si eso significaba que no podría seguir entre las manos y los labios de Sophia, que la había tomado de las manos y, con cada gota que salía, estrujaba sus dedos, pero a Sophia no le importaba porque estaba con ambos pies en el apogeo de su autorrealización emocional.

—Te amo —susurró Sophia, jugando, con su nariz, con la nariz de Emma; empujaba la punta de su nariz hacia arriba con la suya, la hacía hacia la izquierda y hacia la derecha, y, esporádicamente, besaba su labio superior.

     —S ‘agapó —alcanzó a decir antes de ser víctima de más besos suaves y dedos que limpiaban sus mejillas y sus sienes.

     —¿Sí? —resopló contra sus labios, y Emma asintió rápidamente—. Entonces, ¿sí te casas conmigo?

     —Sí, mi amor.

     —Bene —susurró, y dejó reposar su frente sobre el hombro de Emma mientras se dejaba abrazar por las manos y los brazos que la sostenían aun sin tocarla—. And married we will get —dijo en ese tono de Yoda.

     —Le pese a quien le pese, voy a poder alardear que eres mi esposa.

     —Ah, ¿de eso se trata todo? —bromeó, cayendo a su lado sobre su espalda mientras era Emma quien se volcaba sobre su costado para verla a los ojos y acariciar su mejilla y jugar con su flequillo.

     —Sí, de eso se trata… de eso y de negocios, claro —sonrió cariñosamente mientras inhalaba su casi inexistente congestión nasal.

     —¿Ves cómo nuestra vida está completa entre esos dos componentes?

     —Mmm… —emitió un suspiro que se transformó en risa nasal—. No lo sé, yo sólo sé que te amo —sonrió suavemente.

     —Dime si no soy súper romántica: improvisación suprema, con “Breaking Bad” en el fondo, y encima de ti… —resopló.

     —Eso es precisamente lo que lo hace especial —sonrió—. Eso y el maldito cubo de mierda —sonrió con mayor amplitud, como si eso la libraría de una mirada asesina, pero divertida, de “yo sé que igual te gustó aunque no lo pudiste abrir”.

     —Siento mucho que no era una tanga la que había adentro —bromeó.

     —Me gusta más lo que sí era —se sonrojó, y vio su mano para asimilar el hecho de que tenía un anillo en su dedo anular—. Y sí me parece romántico —se sonrojó todavía más—; no cualquiera diseña y hace el anillo, mucho menos se quiebra la cabeza y se licúa los dedos para hacer la caja… al menos yo no lo hice.

     —Mmm… —frunció su ceño y colocó su mano izquierda sobre la de Emma—. A mí me gusta mi anillo.

     —Y a mí el mío, Señora Rialto-Pavlovic.

     —That has such a nice ring to it… —suspiró, evocando la imagen gráfica de aquellas letras de imprenta sobre las que había firmado el famoso “prenup”, y Emma sólo sonrió en silencio mientras no conseguía quitarle la mirada de encima—. ¿Qué?

     —You are so beautiful… —susurró, y se acercó nuevamente a sus labios mientras que, con su mano, la tomaba por la nuca para traerla hacia ella—. So, so, so beautiful… —y le dio un beso que podía haber pasado por tímido, pero era simplemente una mezcla de agradecimiento, admiración y mucho, mucho, mucho cariño—. ¿Qué quieres hacer hoy? ¿Quieres ir a cenar? ¿Quieres ir al cine? Dime, ¿qué quieres hacer?

     —Quiero estar contigo.

     —Yo no voy a ninguna parte si no es contigo, llámale “parasitismo” —sonrió, y la volvió a besar de la misma manera.

     —Y, de repente, querer estar contigo es ser parásito —entrecerró sus ojos con cierta broma que cubría aquel “así es como se mata el romance: con un término”.

     —¿Quién dijo que tú eres el parásito? —susurró, ahuecándole la mejilla mientras sonreía ante la mano que sentía acariciar suavemente su espalda; “Mmmm…”, eso le gustaba, y doble “Mmmm…”, pues a Sophia también le gustaba, y no sólo era la parte de la espalda sino también la parte de la mejilla—. “Tú quieres estar conmigo, yo necesito estar contigo”, ¿quién es el parásito en esa oración?

     —Nadie —resopló—. “Parásito”, o “parasitismo” for that matter, suena demasiado… extremo, y feo… y tú, quizás eres un poco extrema en algunas cosas, pero de fea… —sacudió su cabeza—, de fea tienes lo que tienes de activista.

     —¿”Parasitismo” no es como decir “Simbiosis”?

     —Es un tipo de simbiosis, pero no son sinónimos.

     —¿Hay algún tipo de simbiosis que pueda describir lo que tenemos?

     —“Mutualismo”: ambos organismos, en este caso nosotros, o sea homo sapiens, se benefician mutuamente de la interacción de manera “equitativa”… el “parasitismo” es que básicamente una de las partes se aprovecha totalmente, o explota, a la contraparte; no es que exclusivamente vive en él pero vive de él —le explicó—. Ejemplo de “mutualismo”: Nemo y su anémona. Ejemplo de “parasitismo”: una sanguijuela en tu cuerpo —dijo sólo por aclarar la diferencia.

     —Mmm… —frunció su ceño y, dándose un momento para pensar, llevó su mano al seno de Sophia para posar su mentón sobre ella, pues eso de clavarle un hueso en esas adoradas partes no era ni uno de sus pasatiempos intencionales, ni uno de los placeres pecaminosos de Sophia—. Sigo pensando que soy más un parásito.

     —¿Por qué?

     —Porque la sola idea de no tenerte me ahoga —susurró sonrojada—, siento que no puedo respirar.

     —Pero si no me voy a ninguna parte… —sonrió reconfortantemente—. ¿Es por eso que me preguntas si me voy a casar contigo? —Emma sólo asintió en silencio, con un rubor todavía más fuerte.— Eres mi garrapata favorita, ¿sabes?

Sí, quizás ése era el término que mejor describía a Emma desde hacía un tiempo, pues no había momento en el que no se aferrara a Sophia a pesar de que no se estaba yendo any time soon; se aferraba a ella por las noches cuando parecía un simple abrazo, se aferraba a ella con la mirada que parecía de acoso cuando ella se alejaba por más de una puerta de por medio, se aferraba a ella sin tocarla, se aferraba a ella sin decírselo, se aferraba a ella legal y emocionalmente, y se aferraba porque era lo único a lo que valía la pena aferrarse en este mundo tan loco y fluctuante, y quizás no se lo decía porque era mostrar demasiada vulnerabilidad, pero tampoco se lo decía porque Sophia lo sabía; quizás no lo sabía con tanto detalle, pero la noción la tenía.

                También quizás era por eso, por los “ahogos de amor”, que Emma se sentía, de cierto modo, en deuda con Sophia; no porque le agradecía que la quisiera, que eso iba implícito porque sabía que no era fácil quererla por ser muy compleja, pero le agradecía que le provocara las ganas de quererla inundar, hasta ahogarla, de amor, le agradecía que sacara lo mejor de sí misma y no sólo para con ella sino con el mundo también… aunque quizás había excepciones, como con ciertas simpatías políticas, o como con cierto equipo de futbol y sus fanáticos (la Lazio), pero, bueno, ¿qué era del mundo sino meras discriminaciones?

Edad mínima para votar: dieciocho. Edad mínima para fumar: dieciocho. Edad mínima para beber: en Italia dieciocho, en Eslovaquia dieciocho, en “América” veintiuno, ¡veintiuno! Se tiene que ser ciudadano para votar, no es suficiente con ser parte del motor de la economía, no es suficiente con ser afectado, por la política interna, de la misma manera que un ciudadano. Se tiene que tener cierta altura para subirse a una montaña rusa. Sus discriminaciones, al final del día, no eran ni relevantes ni ilegales, ni meramente inmorales.

                Y, sí, se vio en ese momento y, como cosa nada rara, sonrió internamente al verse aferrada, física, metalúrgica, emocional y visualmente a Sophia. Estaba aferrada de su ropa y de su piel.

—Don’t ticks suck blood? —preguntó Emma, pues eso de la biología/zoología/o-lo-que-sea no era su fuerte a pesar de que sabía dos o tres cosas.

     —Indeed.

     —¿Es esa una referencia a tu sangre, por casualidad?

     —¿Perdón? —resopló, pues no entendió a lo que Emma se refería.

     —Si las garrapatas chupan sangre, y yo soy una garrapata, ¿no se supone que, por teoría del silogismo, yo debería chupar sangre también?

     —Si la memoria no me falla, eso ya lo has hecho —sonrió.

     —Lo sé, y mi pregunta es si es que estás insinuando que quieres que sea garrapata.

     —Yo estoy para lo que quieras, cuando lo quieras y como lo quieras.  

     —¿Ah, sí? —levantó su ceja, y, así como a la Estatua de la Libertad se le apagaba la llama con esa ceja hacia arriba, a Sophia se le desintegraba cualquier tipo de ropa interior que tuviera—. Kinky —la acusó acertadamente.

     —Y voyerista —agregó.

     —¿Y nudista?

     —Exclusivamente para tu recreación —sonrió—, para ti y para mí pero no para el público.

     —Es recíproco —susurró y, reacomodándose sobre Sophia, entre sus piernas, llevó sus dedos a los botones de la camisa de Sophia para empezar a deshacerlos, uno a uno, con lentitud—. Hay quienes dicen que “Disney World”, o “Disneyland” for that matter, es el lugar más feliz del mundo, hay otros que dicen que es Dinamarca, otros dicen que es un libro —sonrió como si hablara consigo misma, como si pensara en voz alta—. Para mí, el lugar más feliz del mundo, o, en realidad, el que me hace más feliz a mí, es ese pedacito de tu piel que puedo tocar, que puedo besar, que puedo acariciar, que puedo succionar, que puedo rascar, que puedo disfrutar descaradamente… imagínate si estás completamente desnuda, puedo trazar mi propio camino de la felicidad con mis dedos… —susurró, abriendo su camisa y acariciando la vertical desnudez de su pecho hasta encontrarse con el cuello de la camiseta blanca—, con mi mano… —bajó su mano y la introdujo en el interior de aquella camiseta, envolviendo su cintura y su abdomen en una caricia mientras, intencionalmente, subía su camisa para descubrir su abdomen—, con mis labios… —besó su cuello y se desvió por su pecho hasta que la camiseta no la dejó seguir, pero, mientras tanto, no dejó de acariciar esa minúscula curva que cualquiera llamaría cintura—, con mis uñas… —susurró, y, sin vergüenza, subió su mano hasta tomar su seno derecho por debajo de la camiseta, que lo apretujó suavemente, clavándole sus uñas hasta llegar a la copa de su sostén para retirarla y dejar que su seno saliera parcialmente libre de tul y encaje blanco—, con mi lengua… —rodeó su dilatado pezón con la punta de su lengua y sin quitarle la mirada de la suya, lamió lenta y suavemente hacia arriba para empujarlo temporalmente hacia arriba, luego hacia la izquierda, hacia la derecha, nuevamente hacia arriba, y lo envolvió entre su lengua para atraparlo entre sus dientes y tirar delicadamente de él—, con mis dientes… —susurró, y volvió a mordisquearlo, cosa que hizo que Sophia sufriera de un corto y rápido ahogo, quizás por la estimulación, quizás por la penetrante mirada, o quizás por la combinación de ambas cosas—. Sí, eso significa que voy por buen camino —sonrió, y se acercó a sus labios para besarla.

Emma la trajo hacia ella, para que quedaran arrodilladas y, así, poder quitarle las camisas y sin dejarla de besar. Sophia le sacó la camisa del interior de su falda y se la desabotonó mientras recibía besos en su cuello y en sus hombros, que las manos de Emma viajaban por su espalda para llegar al broche de su sostén.

Si no era Kiki de Montparnasse, y no era tan inocente como La Perla, debía ser Odile de Changy; un negro meticuloso reductor y afianzador de senos que no tenía ni encaje, ni tul, ni nada que no fuera seda negra que compactara, redondeara y, al mismo tiempo, levantara un poco. Era de los “wonderbras” de Emma, pues la maravilla, para ella, no era que le aumentaran, sino que le redujeran una o dos tallas. No debía ser un sostén conservador, porque no lo era, pero tampoco era travieso, y sólo era conservador porque cubría aquella minúscula peca que adornaba el seno izquierdo de Emma, ese que a Sophia le encantaba ver cuando llevaba camisas relativamente flojas y se inclinaba intencionalmente para enseñarle su escote.

                Para Emma no había nada más emocionante que ese momento en el que Sophia la dejaba quitarle todo, todo, todo, ese momento en el que Sophia dejaba, a su criterio, el orden y el tempo de la desaparición de su ropa al no tocarla pero ni para deshacerse el botón del pantalón, y, para Sophia, era lo mismo pero al contrario, era eso de que Emma le quitara la ropa porque sabía que era algo que disfrutaba profundamente; lo notaba en la delicadeza de sus dedos, de sus manos, en la sonrisa interna que se iba ensanchando con cada prenda que quitaba, en cómo la envolvía entre besos y caricias que no eran de desesperación, aunque, claro, eso era por la ocasión, pues, de no aguantarse las ganas, de no haber anticipación y sólo desesperadas ganas, se iba al grano. Pero esa cultura de revelar el núcleo desnudo de ojos celestes, ese ritual, era para disfrutarlo, y era por lo mismo por lo que, en esas ocasiones, Sophia no interrumpía el proceso con quitarle a ella la ropa, simplemente dejaba desnudarse completamente primero, que eso era algo de lo que se había dado cuenta hacía tan sólo pocos meses, pues luego, entre el proceso, sería decisión de Emma si compartía su propia desnudez con ella; si se desnudaría con su ayuda, sin su ayuda, o si dejaría su desnudez en manos de ella. Todo era porque a Sophia ese momento no le emocionaba tanto, pero le satisfacía saber que a Emma sí, pues lo único que le interesaba era el resultado de medio camino; la desnudez, y no le importaba si era rápida, lenta, compartida o no, aunque sí le gustaba cuando Emma la compartía con ella. Ella también podía ser muy condescendiente.

                Emma tomó a Sophia por la cintura, la abrazó, la envolvió completamente entre sus brazos hasta casi fusionarla con ella misma, y la cargó momentáneamente hasta recostarla sobre su espalda para bajar, de sus labios, a su abdomen; trazando un camino de un beso por segundo por pulgada.

Le gustaba que ya no eran aquellos jeans de denim que parecía ser crudo aunque no lo era, que ya no eran aquellos Levi’s que, a pesar de tener un bonito color y una bonita textura, de alguna forma no lograban hacerle justicia a sus piernas, que ya no eran aquellos True Religion que la cegaban con lo casi fluorescente de las costuras; ahora eran del perfecto color y desgaste, con el número útil y perfecto de bolsillos, de la más suave textura que podía existir, tan suaves que podían llegar a ser primos de la cachemira, que le abrazaban la cadera con precisión, ni muy flojo ni muy apretado, que le delineaban las piernas, que tenía cremallera y no una hilera de botones que sólo provocaban suicidio en Emma.

Deshizo el botón, bajó la corta cremallera y, dándole un beso entre la abertura de la cremallera, deslizó el jeans hacia afuera sólo para darse cuenta de que Sophia carecía de aquella prenda que la habría separado visualmente de sus labios mayores. Quizás era porque aquella ceja hacia arriba los había desintegrado, pero no, no era por eso, y Sophia sí había salido, por la mañana, con dicha prenda bajo el jeans y sobre su piel.

—Me encanta cuando me sorprendes de esa manera —susurró, volviendo a tomarla por la cintura con ambos brazos para traerla consigo, para traerla sobre su regazo y que abrazara su cadera con sus piernas.

     —Sorpresa! —siseó aireadamente en aquel acento italiano mientras la tomaba por el cuello y Emma la acercaba todavía más, hasta el límite en donde lo imposible se volvía posible.

     —Así es mi “happy place” —dijo, dándole besos en su cuello.

     —¿Y el “happiest”? —se ahogó.

     —Spogliami… e saprai —sonrió contra su cuello.

De haber sido dinero, cualquiera habría escuchado “ka-ching!”, y fue básicamente lo que Sophia escuchó en ese momento, o pudo haber sido “¡Gol!”, o el equivalente para la ocasión, pues sólo sonrió y, con la ligereza que la caracterizaba, deslizó sus manos hacia los hombros de Emma para retirar la volátil camisa de Emma y, así, poder saludar, de beso y abrazo, a todas aquellas pequitas que se esparcían por sus hombros mientras Emma la mantenía lo más cerca que podía.

                Así como su camisa, su sostén terminó en alguna coordenada ciega que la cama, o del suelo, y, sutilmente, la tumbó sobre la cama para retirarle la falda. Las faldas… sí, por eso no le gustaba mucho el invierno, además del resto de razones climáticas, pero adoraba a Emma en falda, o en vestido, que no era que se quejara cuando vestía pantalón, pero había algo que le gustaba de lo corto, de la media desnudez de sus piernas en Stilettos, quizás era la accesibilidad, quizás la extrema femineidad y feminidad que exudaba, o quizás era que le encantaba ver la redefinición de la silueta que una pencil skirt podía proveer. Y, junto con su Givenchy, su Andres Sarda negra se escabulló en la perdición para dejarla casi tal y como Sara la había traído al mundo.

—Ya casi estoy en mi “happiest place” —susurró, recibiéndola a la altura de sus labios y envolviéndola nuevamente entre sus brazos—. Pero me conformaría toda mi vida así, con este casi-happiest-place, a estar sólo una vez en mi happiest place.

     — ¿”Así” cómo?

     —You and me, naked… me holding you, you holding me —ladeó su cabeza con esa pequeña sonrisa de absoluta sinceridad.

     —Si por mí fuera te llevaría muchas veces al día, todos los días, a tu happiest place…

     —No quiero forzarte a hacer algo que no quieres hacer —le dijo, ahuecándole nuevamente la mejilla—. Nunca me lo perdonaría.

     —Nunca me has forzado a nada —frunció su ceño, pero no en ese tono de enojo o confusión, sino más en un tono de enternecida preocupación.

     —Pero si llega el día en el que no quieres hacer algo, me lo vas a decir, ¿verdad?

     —Hay muchas cosas que no sé, cosas que no conozco, actitudes que nunca tuve y que nunca he visto, experiencias que me dan curiosidad, y no te puedo decir que no me gusta “Moonlight Sonata” si no la he escuchado… no me conozco con tal profundidad todavía, o quizás sí y soy una reckless bitch… todavía no sé qué es lo que no sé.

     —Wo-ow… eso último sí que es un pensamiento cazzamente profondo —suspiró asombrada, pues eso tenía sentido a pesar de sonar, quizás, muy aristotélico; tampoco era una sabelotodo de la filosofía—. Pero sólo quiero que me digas que “no” cuando sientes que es un “no”, porque no quieres, porque no te gusta, porque no tienes ganas, porque no-sé, y no me voy a enojar por escuchar un “no”…

     —Emma, pasé diez años de mi vida en el limbo… diez años es bastante tiempo para darte cuenta de quién eres, de qué quieres, cómo lo quieres y con quién lo quieres… y pasas diez años complaciendo a otros pero viviendo sola hasta cierto punto, diez años en los que podía ir para acá y para allá porque no tenía ataduras de nada, diez años que fueron como cuando te zumban los oídos; incómodos, molestos, y abrumadores hasta el punto de querer huir hasta de quien eres. Lo mejor que me pudo pasar fue que me despidieran de Armani Casa porque, muy en el fondo, no me gustaba ni vivir en Milán ni trabajar en un lugar en el que nos hacíamos tropezar unos a los otros sólo para tener un diseño en manufacturación. Y me sirvió mucho irme a vivir un tiempo con mi mamá porque me llevó, sin saberlo, a lo que realmente soy; no soy una loca desatada que colecciona botellas de Smirnoff, o que deja de dormir una semana entera por estar o ebria o con resaca, o que apaga ciertas emociones porque así es más fácil, porque hubo un momento en el que creí que me iba a conformar con lo más mínimo, con algo como lo que tenían mis papás, y sólo por tener una vida. Pero tú… —rio, sacudiendo su cabeza con aire de “no lo creo”—. Eres tan suave, tan delicada conmigo…

     —¿Es malo?

     —No —sacudió su cabeza—. Es sólo que jamás me imaginé encontrar a alguien que le gustara consentirme —se sonrojó.

     —Al principio no te gustaba.

     —No es que mis papás no me consintieran, pero no veía cómo o por qué me iba a consentir alguien más.

     —Sophie… la vida no es fácil, pero, si puedo hacerte el viaje más ameno, eso haré; sea comida, sean viajes, sea ropa, sea lo que sea… porque no hay nada que me asfixie más que verte preocupada, incómoda, o dolida por algo. Quizás mi forma de quererte no es la más convencional, ni la más romántica…

     —No hay día que pase sin que me digas que me amas, no hay día que pase sin que me digas “you’re so beautiful”, no existe el día en el que no me besas, en el que no me abrazas… si me enfermo me cuidas, si estoy cansada me dejas descansar, eres capaz de cambiarme el tampón si tengo pereza de levantarme a cambiármelo —rio—. Y no importa si es sexo o si me estás haciendo el amor, nunca es sólo sexo, nunca es algo sólo físico. Mierda, si se supone que no debías saber nada sobre sexo con mujeres y resulta que casi que sólo tienes que levantar tu ceja para que me corra, y me he conocido más contigo, en todo sentido, que estando sola o quizás con alguien más. Y me gusta quien soy… y me gusta ser una calenturienta sin remedio.

     —Eres una de las pocas personas a las que comprendo y a las que quiero comprender, y que quiero cuidar, y que no quiero que pase un día sin que sepas lo hermosa que eres, o lo mucho que te amo, no quiero que no sepas lo mucho que me importas. Y también me gusta quién eres y quien soy yo desde que estoy contigo, y también me gusta que seas una calenturienta sin remedio —sonrió.

     —¿Pero?

     —Sólo quiero que me prometas que, el día que no tengas ni potencial chispa, me lo digas… por favor.

     —Te lo prometo —se acercó a sus labios y le dio un beso corto.

     —Perfetto. Ahora, ¿qué quieres hacer? ¿Quieres quedarte así un rato, una ducha, un masaje, que traiga Ben & Jerry’s y vemos una película al azar?

     —Quiero llevarte a tu happiest place, eso es lo que quiero —susurró, y Emma, sin decirle nada, la trajo a sus labios para intentarlo una tercera vez—. Te amo, soon-to-be-my-wife —sonrió entre el beso, que Emma sólo la abrazó y la trajo completamente sobre ella para sentir ese liviano peso que tanto le gustaba.

Sophia se desvió por su cuello, Emma posó sus manos en su nuca para guiarla, sin fuerza y sin necesidad, por dónde tenía que ir; sus hombros, nuevamente su cuello, sus labios, un breve juego de narices, nuevamente sus labios, su cuello, su pecho y, al fin, llegó a aquel diminuto lunar que no sólo besó sino que también, sin mucho éxito, intentó mordisquear.

                Le pagó con la misma tortuosa moneda. Se encargó de, clavándole su celeste mirada en la suya muy verde, acariciar su areola derecha con la punta de su lengua, y, esto sí con éxito, logró evitar a su pezón, el cual se erguía y se endurecía con justa rapidez. Primero lo besó superficialmente, luego lo atrapó entre sus labios para jugar con su lengua hasta volverlo un suave mordisco que le provocó un suspiro corto y agudo a Emma. Y las succiones que le siguieron a ese mordisco fueron la muerte más tortuosa y placentera existente. No le salían gemidos, ni gruñidos, pero jadeaba y se ahogaba con esa típica nota aguda al final de cada succión, y los mordiscos a sus areolas, mordiscos que se cerraban y atrapaban su erecto pezón para tirar de él.

Y, como Sophia no tenía planes de moverse de ahí, porque ese día sabían demasiado bien, llevó su mano a la entrepierna de Emma sólo para hacer un sondeo de la zona.

Aparentemente estaba en estado natural, húmeda eso era, y sus labios mayores no padecían de ningún tipo de sensual hinchazón que evidenciara su notable pero pacífica excitación. Volvió a acariciar sus labios mayores hasta llegar a su fin sur, en donde eso no se llamaba “humedad” sino “inundación”, y eso le gustaba a Sophia, más, que por lo que significaba, porque no entendía nunca de dónde sacaba Emma que le costaba “mojarse”, aunque quizás ése era el problema: Emma no se “mojaba” sino se “rebalsaba”, no había punto medio.

                Decidió no mojar sus dedos, pues la idea era hacerlo exactamente como a Emma le gustaba.

Y, así, con sus dedos secos, se adentró en el húmedo mundo interlabial de Emma para acariciar su clítoris, que dio gracias a Dios porque el rebalse no era suficiente y demasiadamente exagerado como para inundar hasta su clítoris sin importar la gravedad.

Su clítoris no estaba perfecto; húmedo, suave y muy blando, pero era perfecto para aplicar las fases que Sophia sabía que no podían fallar en ese caso; primero era básicamente una lenta caricia con sus dedos, una caricia superficial que no se enfocara en ninguno de los dos puntos débiles que la podían hacer hasta gritar, caricias circulares que no tenían un rumbo determinado, en el sentido de las agujas del reloj, luego lo empujaba suavemente hacia arriba, y continuaba la caricia circular, ahora en contra de las agujas del reloj. Separó sus dedos para tomarlo por los costados, sólo para acariciarlo, sin presión y sin intención de hacerlo rápido, sino desafiaría a la gravedad y haría que sus inundación subiera hasta donde no quería más lubricante que el que tenía al principio.

Eso de empujar su clítoris suavemente hacia arriba, eso de la ligera caricia, eso de Sophia succionando sus pezones como si nunca los hubiera probado antes; eso le encantaba a Emma, la volvía loca, pues era una suave escalación de excitación que podía disfrutar al no proveerle un orgasmo tan rápido.

                Luego vino la segunda fase: el masaje. Era como el masaje que solía darle Camilla en sus hombros, pero ella lo aplicaba, a escala, en el clítoris de Emma; no era un recorrido con presión sino presiones aisladas y pausadas que caían en la categoría de "punzadas cariñosas", cosa que a Emma lograba arrancarle jadeos de boca ya un poco abierta y que todavía lograba cerrarse por largos períodos de tiempo para inhalar entre dientes y exhalar por la nariz, y, al final, siempre aquella nota aguda. Las manos de Emma eran dos máquinas que trituraban el cubrecama azul marino porque tenía que aferrarse a algo que no fuera a Sophia, sino, probablemente, la lastimaría.

                La tercera fase era tirar del prepucio clitoral con su dedo índice para aplicar el primer frote, este muy despacio, a media presión continua, sobre el glande clitoral desnudo. Ya no estaba tan blando como al principio, era de esperarse, estaba rígido en realidad, pero tampoco estaba en el punto máximo, en ese punto que era en el que Emma ya no podría evitar un gemido. Justo cuando empezó a frotar su glande, dejó descansar a sus pezones para ir a sus labios y dejar que Emma se desquitara con besos. Cuando le provocó el primer espasmo muscular, ese que era automático en la cadera, dejó de frotar su clítoris para encontrarse con sus labios mayores empapados e hinchados, probablemente estarían coloreados de un suave tono rosado candente, igual que su pecho y su cuello, y, bastándole con saber que era imposible malinterpretar esa excitación, volvió a su clítoris para concluir con la fase número cuatro. El frote era continuo pero prácticamente en el mismo lugar, el tempo ya no era lento pero tampoco era rápido, era un sabroso ritmo que la tenía jadeando y tratando de contener la reacción de sus caderas. Y, sólo por si Sophia quería asesinarla en placer, trasladó el frote a uno de los puntos débiles de Emma; la punta de su clítoris, y la frotó un poco más rápido.

Emma se sentía demasiado bien, demasiado, demasiado bien, ese frote era la mezcla perfecta entre un placentero y picante ardor que desencadenaba corrientes esporádicas que la recorrían y que terminaban por salir en un gemido que Sophia atrapaba entre sus labios para que lo tomara con el siguiente beso, pero eran gemidos que se acumulaban con rapidez.

                En cuanto Emma soltó el cubrecama de su mano izquierda y la llevó a la mejilla de Sophia para fusionarla entre sus labios, para no soltarla, Sophia comprendió que era momento de hacer erupción. Se volvió a concentrar en todo su clítoris, en esa rigidez de la que la inundación ya se apoderaba con picardía sonriente y divertida, así como ese segundo lleno de un tan sólo grito de cuando empezaba “Hulk” en Island of Adventure, en ese maldito tirabuzón que terminaba siendo divertido y catártico por los gritos y por la liberación de estrés ante la eminente anticipación de minuto y medio exactos.

Frente contra frente, tabique contra tabique, Emma jadeaba ya sólo aire, ya no le quedaban más notas agudas, y se detenía con ambas manos de la nuca de Sophia, la etapa de asesinar ya había pasado y, ahora, sólo quería que la hiciera explotar, quería sentirse víctima del dominio que Sophia tenía sobre ella y del que nunca abusaba, quería sentirse suya; a sus pies, bajo ella, por ella.

Sabía que venía, las dos lo sabían, pero, a falta de gemidos, Sophia no pudo prever el momento exacto de la exponencial escalación de saturación de estimulación, y Emma, ante la perfección del frote, no supo en qué momento sacó aquellas dos exhalaciones continuas que la obligaban a apretar su mandíbula y sus ojos, y, con una sensual sacudida al compás de un gruñido sensual, Sophia simplemente supo que tenía que frotar rápido, muy, muy, muy rápido aquella rígida cúspide que estaba haciendo combustión entrañal. El abdomen de Emma se contrajo igual que siempre, y sólo quería huir de ese maléfico y despiadado, pero satisfactorio, frote.

                Todavía no se había ni empezado a calmar cuando ya Sophia le daba la suavidad que necesitaba con sus labios en los suyos, esa tranquilidad que exhalaba contra su mejilla, un modelo de relajación temporal para que Emma lo imitara y recuperara su respiración junto con su ritmo cardíaco promedio. Los espasmos eran inevitables, así como los microgemidos agudos que no salían de su boca, pues Sophia acariciaba sus tensos labios menores y sus hinchados labios mayores para no ser simplemente alguien que abusaba y no recompensaba ni mimaba con las caricias que se traducían a algo más que sólo cariño y que trascendían al "gracias por dejarme tocarte". El respingo placentero de cuando Sophia recorrió lentamente su USpot hasta terminar en la-todavía-rígida-cúspide de su clítoris...sin palabras.

—That was life-affirming —suspiró Emma por fin.

     —¿Lo hice bien? —preguntó con una sonrisa que pretendía ser inocente.

     —“Bien” se queda corto, mi amor —sonrió—. Te amo…

     —Mmm… esos “te amo” orgásmicos son especiales, aunque algunos dirían que no cuentan —se sonrojó—. Pero yo te amo más.

     —No cuentan si hay alcohol de por medio, un arranque más fortuito que "al azar", y que sea la primera, o de las primeras veces, que te acuestas con ese alguien —frunció su ceño, pero no pudo mantenerlo fruncido por tanto tiempo, pues la sonrisa la atacó—. Además...yo te amo más.

     —No, yo más.

     —Y, de repente, tenemos quince años —entrecerró sus ojos—. Yo te amo más, y fin de la discusión, y punto final y se acabó el papel.

     —Uy —suspiró con esa sexual expresión facial de goce extremo—. Yo soy la donna più bella del mondo pero sólo si yo te amo más.

     —Qué bajo —sacudió su cabeza con una risa nasal.

     —Para casos extremos hay medidas extremas —se encogió entre sus hombros.

     —Puedes amarme más mañana, hoy yo te amo más… pero el título de “Donna più bella del mondo” te lo puedes quedar para siempre, mi amor.

     —Hay veces en las que me dan ganas de comerte a besos…

     —Esos me dan cosquillas —susurró, pues ya había ocurrido una vez, y casi se accidenta de la risa—. Pero, si incluyes succiones y lengua, puedo decirte qué es lo que quiero que me comas a besos —levantó su ceja derecha.

     —¿Ah, sí? —sonrió divertida.

     —Oh, sí —susurró con sus ojos cerrados y un movimiento de cabeza que decía lo mismo: un sabroso e inequívoco “oh, sí” que abusaba de ser hipérbole y pleonasmo al mismo tiempo.

     —Arquitecta Pavlovic —resopló en ese tono que pretendía ser ceremonioso y muy recto y respetuoso—, ¿qué quiere que le coma a besos?

     —Licenciada Rialto, quiero que me coma a besos aquí —señaló sus labios con su dedo índice—, a mordiscos y besos aquí —deslizó su dedo por su cuello y por su pecho—, quiero que se vuelva loca con estos —dijo, paseando su dedo índice por su dilatada-relajada-y-postcoital-areola para luego pellizcar suavemente de su pezón y tirar suavemente de él, luego tomó la mano de Sophia en la suya y, sacando su dedo índice, le dijo—: y quiero que me bese aquí —susurró lasciva y seductoramente mientras trazaba una línea vertical sobre su abdomen hasta llegar a su vientre—, y puede mordisquear aquí, y besar también, y si hay lengua no me enojo —dijo, extendiendo la mano de Sophia y colocándola sobre su vientre—. Pero, aquí… —la deslizó hacia su vulva—, aquí quiero que me coma sin piedad, que me haga querer break free; con besos, con mordiscos, con su lengua, con esas succiones que sólo usted sabe cómo y dónde me gustan… y es libre de tocar lo que quiera —guiñó su ojo y, automáticamente, su ceja derecha se elevó con tal egocéntrico, picante y seductor erotismo, que Sophia tuvo un miniorgasmo mental con repercusiones físicas.

     —Arquitecta, me excita cuando me dice exactamente qué es lo que quiere —suspiró Sophia, sacando su mano de la entrepierna de Emma para llevarla a su rostro.

     —¿Sí?

     —Oh, sí —imitó su expresión, tanto verbal como facial.

     —Entonces, complázcame —volvió a levantar su ceja, y Sophia sólo gruñó por lo sensual que eso se había escuchado.

Colocó su dedo índice sobre sus labios y, con la delicadeza que la caracterizaba, lo escabulló entre ellos. Emma lo succionó con la misma seducción que “Windmills Of Your Mind” tenía para aquel que creyera en seducir y ser seducido; recorrió la longitud, succionándolo mientras lo cubría y lo descubría, y, para dejarlo libre, lo fue sacando poco a poco, que, con cada milímetro menos, que había entre sus labios y la liberación, aumentaba la lentitud. Terminó con un beso que hizo a Sophia gruñir internamente, sí, Emma conocía las debilidades visuales de Sophia, y las conocía desde mucho antes de que ella las descubriera.

Sophia paseó su dedo por sus labios, dándole inicio al camino que Emma le había marcado anteriormente y besó sus labios con ese momento decisivo de “Invece No” en Milán, ese momento bombástico que le daba inicio al coro; intenso y profundo, catártico y desencadenado. Con demasiadas ganas. Su dedo se deslizó por su mentón, y, tras su dedo, iban sus labios, pasando por su cuello, en donde aparecían los mordiscos esporádicos. Llegó a enterrar su nariz entre sus senos y, no pudiendo contenerse las ganas, tomó ambos senos y los apretujó contra ella como si quisiera ahogarse entre ellos, pero eso sólo le provocó una risita a Emma que más bien parecía un juguetón ronroneo.

Volvió a ofrecerle su dedo índice para que lo succionara mientras ella hacía lo que le habían exhortado de tal sensual manera; volverse loca con esos pezones cuyas areolas ya empezaban a encogerse de nuevo y se coloreaban de una capa de placentero rosado por la misma locura. Así era como sabía ella que Emma era imposible de apagar, que no importaba si le recitaba la tabla periódica o le daba una lección sobre orbitales, ella siempre iba a querer placer, no existía un matapasión de ese tipo, y Emma, por el otro lado, sintió como si encabezaba la lista de las cien mujeres más sensuales del mundo, aunque la que encabezaba desde siempre era la de Sophia.

Recuperó su dedo y continuó trazando aquella misma línea que Emma había trazado por su abdomen, la llenó de besos lentos y un tanto sonoros hasta que llegó a su vientre, en donde, entre la desesperación por llegar ahí, sólo dio un lengüetazo lento que finalizó con un beso, un beso que se repitió pero un milímetro más abajo, y otro beso un milímetro más abajo que el anterior, y así sucesivamente hasta llegar a la encrucijada de no saber si seguir verticalmente, o si desviarse por su labio mayor izquierdo o derecho.

—Licenciada, ¿me va a comer? —preguntó, llevando su mano a sus labios mayores para invitarla a sus labios menores al separarlos un poco más de lo que sus piernas abiertas los habían obligado a abrirse.

     —Todo a su tiempo, Arquitecta —susurró—. Es sólo que, como a usted, me encanta ver… —suspiró, y su tibia exhalación aterrizó ligeramente sobre el clítoris y los labios menores de Emma, provocándole un ahogo de ojos cerrados y una contracción vaginal demasiado evidente como para intentar disfrazarla de reflejo voluntario.

     —Otra vez —murmuró en su voz de modo excitado encendido.

     —¿Otra vez? —resopló Sophia, y Emma asintió.

Inhaló aire tibio con aroma a Emma-más-un-orgasmo, y, lentamente, sacó el aire por entre sus labios con demasiada lentitud, lentitud que era demasiado rica y fría, y que hacía que Emma sonriera como si aquello le diera cosquillas.

                Sacó su lengua y lamió desde su perineo hasta su clítoris, volvió a soplar de la misma manera, y volvió a lamer aquel interior para, luego, volver a soplar.

Sabía dulce, un poco más dulce que de costumbre, quizás era por la sobredosis de piña que había tenido los últimos días. Ah, bendito el antojo y las cinco piñas que lo saciaron.

                Abrazó a Emma por sus muslos mientras se dejaba ir entre lo que conocía con tanta profundidad, ambos tipos de profundidad, que podía propiciarle un orgasmo en cualquier estado, hasta en coma etílico. Ah, no, eso ya lo había hecho. Le gustaba succionar su clítoris y, mientras lo mantenía entre sus labios, jugaba con su lengua sin prisa alguna, le gustaba succionarlo y dejar que se le escapara para volver a atraparlo, le gustaba succionarlo y bajar a su vagina para pasear su lengua por su USpot, y, entre técnica y estrategia, se detenía para soplar suavemente sobre aquel rosado y encendido clítoris.

                Sophia no conoció el momento en el que su mano derecha se retiró de la piel de Emma para ir a la suya, para ir a su entrepierna e imitar, con sus dedos, lo que le hacía a Emma con su lengua.

Emma gemía y Sophia le contestaba con un gemido de su creación, y eso sólo iba en escalación sensual, el siguiente era más caliente que el anterior; a Emma la privaba de racionalidad con los gemidos que ella misma se provocaba, que le habría gustado ver cómo se tocaba porque no había algo más sensual y erótico, pero estaba más que contenta con esos gemidos que siempre le parecieron más hermosos y poéticos que “Vocalise” de Rachmaninoff, y a Sophia que le encantaba que Emma enterrara sus dedos entre su cabello mientras estaba entre sus piernas, pues era la manera más honesta de hacerle saber hasta lo que no debía saber.

Le encantaba que la halara más para hundirla entre sus labios mayores o para sentirla más adentro cuando la penetraba con su lengua, le fascinaba cuando le indicaba que quería succiones y con qué frecuencia y con cuánta fuerza, pero no podía negar que se derretía cuando simplemente peinaba su cabello; pasando su flequillo tras su oreja, y que encontraba, entre los incontenibles gemidos, el tiempo y el control para verla de esa manera que le calentaba el pecho, y no era nada más que una mezcla saturada de “God, you’re so beautiful” y “God, I love you so much”. Además, quizás Emma nunca lo había dicho, pero, cuando Sophia estaba entre sus piernas y la veía a los ojos sin dejar de comérsela, no sólo le parecía hermoso sino también terminaba por excitarla todavía más.  

                Dejó de tocarse porque ya no podía dividir su concentración en ambas cosas, eso sólo la hacía divagar, y, antes de que otra cosa sucediera, Emma reclamó esos lubricados y ajenos dedos para su degustación personal.

Los limpió hasta que no encontró otra gota de su sabor, hasta que todo estaba en su boca, y, devolviéndole la mano a Sophia para volver a enterrar sus dedos en su cabello, sólo se encontró con una sonrisa que se transmitía celestemente; una sonrisa pícara y juguetona que le advertía lo que estaba a punto de suceder, y ¡Mh!, Emma gimió al sentirse físicamente invadida, pero “invadida” en el mejor de los sentidos y con el mejor de los resultados.

Un segundo dedo la invadió. Ahora los dos dedos entraban y salían de ella sin ninguna dificultad, casi sin fricción, que en ese caso era muy bueno, y Sophia no podía no salivar ante lo perversos que eran esos empapados sonidos de sus dedos entrando y saliendo de Emma.

                Esta vez sí notó lo que no había notado en el orgasmo anterior, o más bien “para el orgasmo anterior”; ese “click” repentino que era como dar comienzo a la construcción de una torre de cartas: se debía hacer con precisión, con puntería, con delicadeza, y se debía tener una base estable, sino se caía en cualquier momento y por cualquier travesura de la vida.

Sophia sintió cómo Emma se contraía y se relajaba, todo era intencional para ayudarle a construir esa torre de cartas que cada vez iba más alta y más alta, Sophia que sólo le ayudaba con leves presiones en su GSpot y esas succiones de las que Emma le había pedido, esas succiones que sólo ella sabía hacerle.

                Emma soltó la melena rubia y se aferró al cubrecama mientras un gemido entrecortado salía de sus cuerdas vocales y sus caderas iban en dirección contraria a su abdomen, pero Sophia lograba mantenerla bajo control y en su lugar con su brazo, y sólo soplaba suavemente sobre aquel clítoris que explotaba nuevamente en esa catarsis nerviosa que resultaba ser tan gratificante para ella y tan placentera para Emma.

Dejó de sacudirse al cabo de los intensos segundos que reían nerviosamente por segunda vez en su clítoris, una sonrisa se le dibujó en sus labios, y esa sonrisa de ojos cerrados fue la que Sophia subió a besar.

—¿Satisfecha… o me faltó algo por comer? —susurró a su oído.

     —Me fascina cuando me comes, Sophie —y ahí estaba, Sophia se sonrojó nuevamente ante la caricia que le hacía a su nombre con ese diminutivo—. Mi affascina…

     —¿Quieres que haga algo más?

     —Eso te lo debería estar preguntando yo a ti; se supone que íbamos a hacer lo que tú querías.

     —Mmm… —rio nasalmente, como si tuviera un plan divertido pero perverso en mente.

     —Dimmi —sonrió en ese tono agudo que era propio de la expresión.

     —Todo depende de si estás dispuesta a hacer algo.

     —¡Licenciada Rialto! —siseó, y la risa la atacó—. ¿Qué tiene en mente?

     —¿Qué dice de un reto, Arquitecta? —dijo, haciendo que la mirada de Emma se ensanchara junto con una sonrisa.

     —Usted dirá, Licenciada Rialto.

     —I want you to make me cum without touching me —susurró, y Emma lanzó una carcajada que había nacido desde lo más profundo de sus entrañas.

     —¿Cómo se supone que voy a hacer que te corras sin tocarte? —levantó su ceja derecha.

     —Ingéniatelas —sonrió, guiñando su ojo y encogiéndose entre sus hombros.

     —No te puedo tocar… —murmuró para sí misma para desarrollar algún plan, si es que existía uno para superar ese reto—, ¿con qué no te puedo tocar?

     —Me puedes besar —dijo, dándole un beso corto en sus labios—, no me puedes morder, no me puedes lamer, no me puedes succionar… es más, digamos que tu boca sólo puede ir en la mía, y no puedes tocar ninguna zona erógena. No puedes usar tus manos, sólo para detenerte o para detenerme.

     —Madre de Dios, ¿qué te poseyó? —se carcajeó.

     —Algo que veo que te gusta demasiado.

     —Indeed —suspiró, tumbando a Sophia sobre su espalda para porque-sí.

     —¿Aceptas el reto?

     —Suena un poco imposible…

     —Puedo darte un premio si lo logras —dijo, sabiendo que, con eso, Emma se vería en la incómoda posición de tener que aceptar.

     —¿Y si no lo logro?

     —Pues, no sé, supongo que vas a tener que vivir con la frustración de la derrota —sonrió ampliamente, que eso último a Emma le sonó tan mal que le parecía inaudito e inaceptable tener que enfrentarse a eso.

     —Eso nunca —sacudió su cabeza, y gruñó porque su teléfono empezaba a sonar con “Mambo Italiano”, lo cual significaba que era Volterra quien le llamaba—. Alessandro Volterra tendrá que esperar a que mi Ego esté orgulloso de mí —dijo, tomando su teléfono y colocándolo en silencio, pues, cuando no le contestaba, solía llamar más de una vez; una vez había llamado treinta y siete veces en dos horas y no era ni tan urgente—. Repasando las reglas: no manos a menos que sea básicamente la cadera, los hombros, las rodillas y las pantorrillas, boca sólo en la tuya y sólo labios, y no tocar zonas erógenas directa y descaradamente, ¿cierto?

     —Sí.

     —Va bene. ¿Qué tan mojada estás? —le preguntó, poniéndose de pie para acudir a la gaveta inferior de la mesa de noche de Sophia.

     —Tengo hasta para regalarte en tus días menos mojados —dijo luego de tocarse—. ¿Me vas a decir lo que me vas a hacer?

     —Todavía estoy pensando, mi amor —balbuceó con poca atención, pues aquella precaria selección de juguetes no la obligaba a pensar inteligentemente—. ¿Puedo hacer y usar lo que quiera?

     —Siempre y cuando se apegue a las reglas, sí.

     —Fuck —suspiró, dejando caer su cabeza en resignación, pues sólo había uno que no utilizaría precisamente con las manos, pero se acordó de que era un método efectivo, pues así lo había logrado la vez pasada, la única diferencia, entre aquella vez y esta, era que ahora había presión e intención, y Sophia estaba en un punto gris en el que había estado cerebralmente excitada pero que, físicamente, era sólo una reacción y no un estímulo directo— No sé de dónde sacaste esta idea, pero está macabramente difícil —suspiró Emma, viendo que la luz de su teléfono se encendía, que era otra llamada de Volterra, y decidió arrojar el teléfono al suelo para que no distrajera a nadie de los implicados.

     —Sólo tienes que pensarlo bien, hay múltiples formas de hacerlo —sonrió, viendo a Emma con el feeldoe rojo en su mano, que se le notaba insegura en cuanto a la forma, pues no sabía si lo usaría en Sophia o con Sophia—. Son tres, si no me equivoco.

     —Dime que la que tengo en la mano es una, por favor.

     —Sí, sí es.

     —Good. Y, si no funciona, ¿puedo cambiar de método?

     —Claro, el punto es que me corra.

     —Good —repitió, tomando ya el feeldoe con seguridad en su mano y, de rodillas frente a Sophia, introdujo en ella la parte corta, la parte que hacía, de aquello, para usarlo “con” Sophia.

     —Fuck… —suspiró así como si le hubieran cortado el oxígeno temporalmente.

     —¿Rico?

     —Tú sabes que sí —sonrió, viendo a Emma recoger un poco de su lubricación entre sus dedos para lubricar un poco el falo que entraría en ella.

     —¿Alguna última request antes de empezar? —preguntó, colocándose en una posición relativamente cómoda para introducir esos diecisiete centímetros en ella.

     —Sorpréndeme —guiñó su ojo.

Emma cerró sus ojos y gimió en tres tantos, en esos tres tiempos en los que logró hacer que la longitud desapareciera dentro de ella. Y, sí, fue tan sensual y hermoso, que Sophia simplemente supo enamorarse todavía más de ella y de sus gemidos.

Pudo haber ido a por el orgasmo seguro, más bien eyaculación, pero sabía que le tomaría algún tiempo para excitarla, ¿y qué mejor que un estímulo visual completo acompañado por un estímulo vaginal?

                Flexionó sus piernas y se echó hacia atrás, deteniéndose, con sus manos, por entre las piernas de Sophia. Eso le dio una vista frontal y completa, y no pudo negar que le gustaba; le daba una nueva perspectiva corporal de Emma al nunca antes haberla visto en esa posición que obligaba a su anatomía a tomar tensiones e intensidades que eran prácticamente males necesarios: su abdomen se marcaba de cierta manera a pesar de que no era precisamente sólido como una roca ni definido como en las primeras etapas de un fisicoculturista, simplemente era plana y ahora se le marcaba algo en todo su abdomen, sus acromiones se saltaban, sus senos caían de tal manera que Sophia sólo quería erguirse para comerlos de nuevo a pesar de saber que podía irritar y/o lastimar, y ni hablar de su entrepierna. ¡Dios mío! La hacía mordisquear su labio inferior con la peor y la más peligrosa de las antojadas lascivias que conocía en sí misma; podía verlo todo hinchado y tensamente estirado, su clítoris se marcaba con mayor perfección y mayor nitidez que cuando estaba recostada, acostada o de pie, y sus labios menores se veían comprometidos al estar abrazando aquel falo rojo, el cual ya había empezado a desaparecer en su interior junto con una baja de caderas y trasero que hacían que Emma sólo pudiera echar su cabeza hacia atrás como si se rindiera ante el uniforme placer que la inundaba, que controlaba y que chocaba suavemente, a la entrada, contra su GSpot.

Subía y bajaba, no era rápido, no era lento, tenía el ritmo perfecto como para disfrutarlo, y sí que lo disfrutaba, pues, cuando lo hacía desaparecer, se contraía intencionalmente, y se contraía, y se contraía de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y más fuerte. Con cada contracción era un pujido que ahogaba, y que su abdomen se endurecía y se marcaba, y sus senos, ¡sus senos! They bounced so gracefully, tanto que hacían a Sophia suspirar y no sólo del placer que empezaba a ser físico sino también del enamoramiento visual, de literalmente taking her breath away.

                Sophia no pudo resistirse a recorrerla, pues ella sí podía tocarla, o, al menos, eso no había sido tema de discusión en lo absoluto. Comenzó por sus tobillos, subió por sus pantorrillas, que estaban demasiado tensas y, a pesar de ello, lograban tensarse más, acarició sus rodillas y siguió por el interior de sus muslos hasta llegar a ese punto en el que no sabía si quedarse a residir ahí por el resto de su vida o si seguir hacia arriba por sus caderas.

                Emma descansó unos momentos con aquella longitud en su interior, aunque, en realidad, no era que descansaba sino que se mecía de adelante hacia atrás para su propia diversión, pues no sólo era su placer sino también el de Sophia, quien ya había empezado a gemir por la reacción en cadena de los componentes que ella le proveía. Y, de repente, sintió a Sophia dividirse para ella con su mano izquierda en su cadera, para aprender sus movimientos, y su mano derecha que se convertía en un simple dedo pulgar que iba directo a abusar de lo que más le llamaba la atención en ese momento, de lo que más pensamientos pervertidos y lujuriosos le alocaba.

—¿Estás bien? —murmuró Sophia al darse cuenta de que Emma no había ni respirado por una considerable cantidad de tiempo; ni respirado, ni gemido, ni nada, sólo se había empezado a mover de nuevo. Ella asintió—. Respira… —y, como si eso fuera lo que Emma necesitara, como si necesitara que le acordaran que era una función vital y que debía ser autónoma, respiró profundamente, sintiendo la misma torre de cartas construirse hacia arriba, pero no se dio cuenta en qué momento se había empezado armar, pues, según ella, ya iban por uno de los últimos pisos.

     —You’re gonna make me cum —sollozó en ese claro acento británico, no deteniéndose ni deteniéndola, dejando a Sophia en un enorme dilema: ¿quiere o no quiere? ¿Seguir o no seguir?

     —Stay still —le dijo, con la longitud a medio camino, y la tomó por la cintura con ambas manos para, apoyándose con sus pies, hacer el trabajo sucio por ella, yendo ella hacia arriba mientras la traía hacia abajo, pues Emma, regresaría al punto inicial como si tuviera un resorte automático en sus caderas y en sus piernas.

No lo hacía rápido pero lo hacía profundo, justo en donde el límite estaba; ese milímetro en el que era justamente picante: ni muy-muy ni tan-tan, preciso y justo antes de convertirse en un intento de perforación. No tuvo que decirle nada, sólo tuvo que pensarlo para que Emma entendiera que quería que se tocara.

                Fue ese gemido progresivo, que fue de menos a más en todo sentido; en volumen, en agresividad, en intensidad, en contracción, que hizo que Emma se quedara en la cúspide del látex rojo mientras se sacudía mentalmente, pues, en esa posición, jamás había experimentado un orgasmo y, quite frankly, temió por su vida.

Frotó y frotó, y frotó de nuevo su clítoris, lado a lado, tan rápido como si se tratara de ganarle a la intensidad que no podía abrazar como normalmente lo hacía, era como lo que empezaba y terminaba su catarsis nerviosa-corporal.

En el momento en el que calmó su intensidad, Sophia se irguió, tomándola por la cintura, más bien abrazándola para acercarla a ella, para traerla entre sus brazos como un cierto tipo de consolación por no poder disfrutar al cien por ciento esa montaña rusa de sensaciones, y, sin querer queriendo, la deslizó alrededor del falo. 

—¿Estás bien? —le preguntó casi en secreto, escuchando cómo Emma tragaba entre sus jadeos de cansancio en cuclillas.

     —Dame un segundo —jadeó, abrazándola con su brazo izquierdo por sus hombros, tomándola suavemente por el cuello con su mano derecha y reposando su frente en la suya—. Me corrí… —resopló en ese estado estupefacto digno de una monumental e intensa corrida.

     —Sí, lo vi —sonrió—. It dripped…

     —¿De verdad? —se sonrojó, pues todavía había cosas que no podía evitar que le avergonzaran un poquito, como “gotear” un orgasmo que no era precisamente lubricante; lo prefería cuando salía suavemente y apenas se notaba o apenas se deslizaba por entre sus piernas y aterrizaba en su agujerito, pues entonces eso significaba que Sophia lo recogería con su lengua o con su dedo.

     —Sí, y me gustó.

     —¿Sí? —susurró aireada y flojamente, que ya empezaba a cabalgar de nuevo, pero era lento, muy lento, y muy sensual.

     —Sí… —y fue atacada por un beso de esos que eran permitidos según las condiciones del reto—. Y debo decir que me fascinó la vista…

     —Licenciada, ¿hay alguna otra vista que quisiera ver?

     —It so happens I do —Emma se despegó de sus labios y ensanchó la mirada—. Quiero ver tu espalda.

     —¿Sí? —sonrió, despegándose totalmente de Sophia, quien se recostaba mínimamente, apoyándose sobre sus codos, mientras Emma se colocaba sobre sus rodillas y buscaba al rojo, a ciegas, por entre sus piernas—. ¿Así?

     —Espera… —soltó un quejido, pues eso de estar hincada y recostada no era precisamente cómodo, por lo que se irguió para hacerlo así como sabía, de antemano y por motivo de una conversación hacía unos meses, que a Emma le gustaría recibir un poco de delicado y suave placer.

     —Oh, that’s deep…

Emma gimió al caer sobre sus rodillas, pues, sin querer, Sophia había martillado, sin intención alguna, con una fuerza que parecía estar en la categoría de “perforación”, pero no fue tan incómodamente doloroso como habría pensado, fue incómodo, sí, pero, extrañamente, le dio una risible y ridícula cantidad de placer, rudo y agresivo placer, pero que, en el fondo, sabía que todo era porque era Sophia quien estaba tras ella, y era su pelvis la que rozaba su piel, y eran sus manos las que la tomaban por la cadera, y eran sus ojos los que recorrían su espalda; la hendidura que se formaba a lo largo de su columna por la posición de sus brazos, al igual que sus omóplatos un tanto saltados, y era Sophia quien la hacía resignar su cabeza en dirección al cubrecama que sus manos apuñaban.

                Sophia era la personificación del más perfecto y preciso de los deleites; táctiles con sus dedos incrustados en su cadera, con su pelvis que chocaba suavemente contra el trasero de Emma, lo cual llevaba a parte de lo auditivo, el choque de pieles, los gemidos crónicos de Emma, y el sonido que delataba la celestial y generosa excitación con la que coqueteaba el rojo, lo visual era tan sencillo como admirar las curvas de Emma, cada curva, cada peca, cada rebote de cabello, cada vena de sus manos que era capaz de reventarse de tanta fuerza con la que apuñaba el cubrecama, su trasero que reaccionaba con cierta firmeza con cada choque, y nada como saber que no era ella quien traía a Emma para penetrarla, sino que era ella que iba y Emma que venía a encontrarla.

                No pudo resistirse y le dejó ir una nalgada que se escuchó más fuerte de lo que en realidad había sido, y Emma gruñó placenteramente como si le diera luz verde para otra nalgada, y otra, y otra, y otra, y que la siguiera penetrando para luego sorprenderla con otra nalgada. Las nalgadas cesaron porque Sophia así lo decidió, pues, por Emma, podría haber seguido haciéndolo por motivos de placeres pecaminosos, pero Sophia decidió terminar con broche de oro; una nalgada doble, cada mano a cada glúteo para luego apretujarlo y, por cuestiones del pervertido subconsciente, separó sus glúteos para obtener esa vista que no se le habría ocurrido ni en sus más lujuriosos momentos de racionalidad.

                Vio cómo lo rojo entraba y salía de Emma, pero eso no era lo que le había robado la atención.

Ese agujerito, ese agujerito era lo que la colocaba en ese modo de estupefacción extrema. Todavía estaba empapado, no sabía si desde el principio, si era una acumulación de los tres anteriores, o si era del último, pero brillaba, y, por segundos, se contraía, lo cual sólo la enloquecía cada vez más.

Llevó su pulgar al aparentemente-inocente-agujerito, el mismo pulgar que había utilizado en su clítoris, y no lo penetró porque eso era ilegal en esa cama y en cualquier superficie sobre la que explotaran sus sexualidades en pareja, y era ilegal y penalizado por la ley de las incomodidades porque debía hacerse bien, es decir con "estímulo" previo y mucho cariño, por lo cual sólo lo masajeó, pues no había nada mejor que ser bienvenida que ser dolorosa e incómodamente recibida.

Lo hacía en círculos o de arriba hacia abajo, superficialmente o con un poco de presión, haciéndole creer que era momento de satisfacerlo, porque lo gritaba sin tener voz, pero no lo penetraba.

                Detuvo la penetración, notando a una Emma jadeante y cansada, pero ninguna de las dos quería detenerse en ese momento, no hasta que Sophia tuviera lo suyo, no hasta que Emma tuviera otro. Y, justo cuando iba a penetrar su agujerito, Emma se irguió para recuperar un poco su aliento, que se vio envuelta en los brazos de Sophia para, al ladear su rostro, poder encontrarse con sus labios.

Sophia acarició su torso; sus senos, su abdomen, y una de sus manos se dirigió a su clítoris sólo para darse cuenta de que Emma estaba al borde de la inminente irritación clitoriana, lo que significaba que “sólo en caso de emergencia”, o sea en caso de inevitable orgasmo, podía frotarse.

                Emma se volvió a Sophia y, con la mirada, le indicó que se recostara, y a Sophia le dio risa saber exactamente lo que Emma pensaba, ese “obediente, así me gusta”. Claro, era parte de la disputa del poder y el control, y, aunque podía parecer que Emma tenía el control, sólo era eso, una apariencia, pues quien tenía el control era Sophia; el hecho de que Sophia no estuviera haciendo mucho, más que admirando el paisaje, no significaba que no se jugaba bajo sus reglas. Distintos tipos de poder y control para distintos tipos de antojos.

Emma, todavía de espaldas a Sophia, se colocó a horcajadas para, nuevamente a ciegas, introducir al rojo en ella. Se quedó unos segundos sin moverse, rehusándose a cabalgar, pues en ese momento se dio cuenta de que realmente no estaba hecha para tal acción fálica, que prefería mil veces a Sophia como mujer, y dio gracias a Dios, y a todos los Santos que conocía, por hacer del uso del rojo lo menos posible: una vez en cinco meses era suficiente para disfrutarlo y aborrecerlo hasta ojalá-mucho-tiempo-después, aunque eran potenciales tres meses nada mas.

                Antes de que Sophia le preguntara si se sentía bien, Emma se empezó a mover, o a mecer, de adelante hacia atrás, pues eso se sentía bien, y se sentía bien en Sophia también. Compartieron el ritmo porque Sophia empezaba a perderse entre las sensaciones de las que recientemente estaba consciente. Con sus manos nuevamente en la cadera de Emma, marcándole la longitud y el ritmo de cómo tenía que mecerse para hacerla gemir, pero la pelea del control era divertida, pues Emma, sabiendo lo que había quedado inconcluso, llevó su mano a su entrepierna para lubricar sus dedos, los cuales luego llevó a su agujerito para cerciorarse de que no le faltara lubricación alguna. Sophia, al ver esto, se le olvidó que tenía otro objetivo y se acordó de su prioridad. Emma se echó hacia adelante, tomándola por las piernas para un soporte que no era necesario pero que era agradable por estar aferrada a ella de alguna manera, y Sophia, olvidándose también de su pulgar, llevó su dedo índice derecho a ejercer una que otra caricia que debía estimular. Lo introdujo lentamente, haciendo a Emma gemir de tal sensual manera que era imposible no reconocer que le gustaba más que sólo gustarle, pero le gustó más al sentirlo de manera no superficial, hasta se detuvo para saborearlo; para estrujarlo, para sentir cómo entraba y salía de ella, para sentirse total y completamente complacida, o, como Sophia lo conocía, “bien cogida”.

                Tabú, incorrecto, inmoral, antihigiénico y no saludable, pero, cazzo, doble cazzo, se sentía bien si se hacía bien, y Sophia sabía cómo disfrutar de eso tan estrecho, más caliente que tibio, suave, y que estrujaba fuertemente si era su autónoma voluntad, todo para hacer a Emma disfrutar como disfrutaba en ese momento.

Emma gruñó ante lo intenso y continuo del estímulo doble, y sus gruñidos se intensificaron al compás del ritmo de su vaivén, que cada vez era más rápido, y más rápido, y sólo bastó con que Sophia no pudiera mantener su dedo adentro para que Emma se irguiera, al punto de que el rojo se saliera de ella mientras frotaba rápidamente su clítoris y una minúscula y tímida eyaculación saliera de ella.

                Si hubiera podido fotografiar a Sophia en ese momento, perpleja y extasiada al mismo tiempo, lo habría hecho sólo para enmarcarlo y archivarlo. ¿Qué le pasaba a Emma que se estaba corriendo con tanta facilidad? ¿Qué le pasaba a Emma que se estaba dejando hacer tanto?

                Sophia se irguió y la tomó por la cadera para que se irguiera y, así, poder tumbarla sobre la cama para que recobrara el aliento que le faltaba. La vio como aquel día que habían decidido censurar por no ser apto ni para ellas de recordar; cansada, agotada, y demasiado relajada, por lo que decidió sólo volcarse hacia ella y empezar a darle besos suaves en su hombro y en su mano.

—¿Te sientes bien? —preguntó, no pudiendo evitar verbalizar su disfrazada preocupación.

     —“Bien cogida” —resopló, pero sacó fuerzas para volcarse y colocarse nuevamente a horcajadas sobre Sophia—. “Turbo-bien-cogida” —rio, pero su risa cesó en cuanto se deslizó nuevamente alrededor del rojo.

Sophia rio, lanzó una carcajada que no pudo continuar porque Emma se lanzó sobre ella con delicadeza para tomarla por debajo de sus hombros, aferrándose para impulsarse y para detenerse, y, acomodando sus piernas, empezó a cabalgarla así como en noviembre; sólo con su trasero y asegurándose de que fuera lo suficientemente rudo y gentil como para seducir a su GSpot hasta que pasara lo inevitable.

     —¡Me voy a casar con un semental! —rio entre sus gemidos prematuros.

     —Jinete profesional —la corrigió entre jadeos, y dejó caer su rostro al lado del de Sophia.

Sophia abrazó a Emma por la espalda para asegurarse de que no iría a ninguna parte, no sé por qué, pero así lo hizo y por esa razón, y Emma que había empezado a gemirle suavemente, y con la maléfica intención, a su oído, cosa que actuaba, de su oído, en conexión directa con su GSpot, el cual, sorpresivamente, estaba cediendo mucho más rápido de lo esperado.

                De repente, como si hubiera sido una decisión que nadie pudo prever, Emma llevó su rostro contra el de Sophia con la única intención de besarla, que era exactamente lo que Sophia estaba a punto de pedirle en vista de que no la estaba tocando en el menor de los sexuales sentidos. Fue un beso agitado e inestable, apenas podían entrelazar sus labios, apenas podían saborearse, pero hacía lo único que debía hacer: calentar hasta explotar.

No fue que gritara, pero su gemido fue prácticamente eso, y, junto con un temblor y que casi perforó la espalda de Emma con sus dedos mientras eyaculaba, y Emma que no se detenía, se sintió en la gloria de los hormigueos nerviosos femeninos, Emma ganó.  

—Dios mío… —jadeó Sophia en cuanto terminó de sacudirse.

     —Te amo —susurró a su oído, para luego darle besos en su cuello, para besar el aire que fluía por su tráquea.

     —Yo también te amo, mi amor —sonrió, sintiendo un tirón vaginal al Emma salirse del rojo para, lenta y suavemente, sacárselo a ella para desaparecerlo de la escena, y ojalá de sus vidas por un par de meses también—. ¿Me abrazas? —dijo en esa pequeñísima voz, pero ni había terminado de preguntarlo cuando Emma ya la tenía entre sus brazos y le daba besos en su cabeza, pues Sophia se recostaba sobre su pecho y se aferraba por su abdomen.

     —¿Te sientes bien? —susurró con cierto miedo a escuchar que la respuesta fuera un “no”, el cual tenía el noventa por ciento de probabilidades de serlo.

Sophia sólo asintió contra su piel entre un suspiro que decía más un “sí” que un “no” pero que no dejaba de ser un “no” muy pequeño, debía ser algún tipo de bajón hormonal, de esos que se disfrazaban de algo bajo y malo,  a veces triste, pero que era en realidad bueno y que, por la falta de capacidad para poder aceptarlo, era que sabía a confusión.

—Sophie… —susurró al cabo de unos minutos que le parecieron eternos por el silencio que había dominado la habitación.

     —¿Sí? —repuso con sus ojos cerrados.

     —Tengo que ir al baño.

     —Oh, claro —resopló, volcándose sobre su espalda para dejar que Emma se levantara.

Acosó a Emma con la mirada, la manera en la cual se sentaba sobre la cama para luego ponerse de pie y, con piernas relativamente adoloridas por la falta de ejercicio y por la reconfirmación de no estar diseñada para el sexo heterosexual, a pesar de que preferia cabalgar a ser cabalgada por cuestiones de comodidad-control-y-placer, acosó el contoneo flojo y perezoso. La vio estirarse completamente, así como todas las mañanas que se despertaba, estirando sus brazos y colocándose en puntillas hasta tocar la parte superior del marco de la puerta del baño, que era cuando se le marcaba levemente la espalda y los brazos y que sus pantorrillas sí se marcaban, ah, el arte del Stiletto.

La vio desaparecer en aquella habitación de enorme eco, y se volvió al televisor para verlo encendido, que sólo resolvió apagarlo porque era un desperdicio de tiempo y de todo lo demás. Tomó el cubo en sus manos, las dos partes, y, volviendo a ensamblarlo para cerrarlo, lo colocó sobre la mesa de noche de Emma así como la primera vez. Se volvió al cubrecama para ver el típico desastre, ese que implicaba un cambio de cubrecama porque todavía no concebían usar una toalla, y, al menos, no eran las sábanas sino sólo el cubrecama. Sacudió su cabeza y, poniéndose de pie para retirar el cubrecama, escuchó a Emma tararear esa canción que ella también conocía pero que no sabía de dónde, y tampoco se acordaba de su nombre.

                De repente, dejó de escuchar a Emma tararear y, ante un gemido extraño, escuchó el motivo de la visita de Emma al baño.

—¿Estás bien? —se asomó Sophia al baño con el rojo en la mano.

     —Sí, ¿por qué? —murmuró sin darle la mirada, pues la tenía escondida bajo su mano en una especie de tergiversación del Pensandor de Rodin.

     —No sé, se escuchó como si te hubiera dolido.

     —Aparentemente estoy un poco demasiado sensible —dijo, reanudando el proceso líquido con un gemido que casi logró callar—. Siento como si la vejiga me está presionando todo lo que no me debería estar presionando…

     —¿Necesitas Replens o Advil? —Emma sólo sacudió la cabeza y terminó, por fin, de hacer lo que tenía que hacer—. ¿De verdad estás bien?

     —Sí, mi amor —dijo, dejando ir la cadena para acercarse a la ducha—. ¿Te unes?

     —I do —sonrió, y lo dijo en ese tono ceremonioso que logró sonrojar y emocionar a Emma.

 

*

 

—Hola —se acercó Irene por la espalda de Sophia, deslizando sus brazos por su cuello para abrazarla y darle un beso en la mejilla.

     —Hola, Nene —sonrió Sophia, desviando su tenedor hacia la boca de Irene, pues era lo más normal entre ellas; robarse la comida de esa manera.

     —Irene —sonrió Natasha—, ¿por qué no te sientas con nosotros? —preguntó con la esperanza de que el tal Luca le diera su silla.

     —Sí, sí —dijo Phillip, poniéndose de pie para traer una silla extra, silla que colocaría entre Emma y Luca para la comodidad de todos.

     —No dejes que te roben la juventud en esa mesa —rio Emma, haciéndose a un lado para que la silla cupiera.

     —Gracias —le sonrió a Phillip, al guapo de Phillip, al guapo y caballero de Phillip—. Perdón por interrumpir —se disculpó con Emma.

     —Nada que ver —rio—. ¿Qué bebes?

     —Nada, por el momento —murmuró.

     —Ah, ¿te da vergüenza beber frente a tu mamá? —la codeó suavemente, provocándole una amena risa sonrojada.

     —Aquí estás en la mesa de la condescendencia —guiñó Natasha su ojo, y se empinó su copa de champán al mismo tiempo que levantaba su mano para llamar a un mesero, pero no pudo evitar mantener su enojo al ver que Luca chasqueaba sus dedos, grotesca y groseramente, para que le llevaran un plato de comida a Irene, pues recién servían el plato fuerte: un medallón de carne a la parrilla, con una porción de layered baked potatoes con provolone, romero y cebolla, salsa de vino tinto, champiñones y pimienta y cuatro espárragos unidos y envueltos en una tira de prosciutto, que, en el caso de Emma, no había espárragos sino judías verdes—. Que no se te olvide que te conocimos en Venecia… —la molestó Natasha.

     —Mi mamá nunca me ha visto así, ni en diciembre —se sonrojó—, además, duermo en la misma habitación que ella.

     —¿Tienes un año de no saber qué es alcohol en exceso? —rio Emma, que le hablaba suavemente a Irene, pues, paralelamente, había otra conversación.

     —Y no sólo de alcohol —sonrió amplia e inocentemente—. Los excesos no son buenos, pero el déficit tampoco…

     —Voy a hacer de cuenta y caso que no sé nada de eso —rio—, pero, ¿qué quieres beber?

     —No, de verdad, todavía no he logrado hacerme a la idea de que mi mamá me vea así como ustedes me vieron en Venecia.

     —Bueno, no creo que una copa de champán te haga daño… sé que no eres de sólo una copa, por eso digo.

     —Ya bebí como cuatro, más el trago de Ouzo… —suspiró.

     —Bueno, tú bebe sin miedo… si es necesario, Natasha tiene las llaves de mi apartamento para que duermas allá, ¿te parece? —sonrió Emma, y no había ni terminado de hablar cuando Irene ya había sonreído con su copa de champán en una mano, que le apuntaba al interior para que el mesero se la llenara—. Además, no es como que tu mamá no sepa —guiñó su ojo y se volvió a la conversación paralela.

     —Oye, Emma, ¿y no vas a bailar con Sophia? —le preguntó James—. Digo, así como en la boda de Natasha, que tuvieron su “first dance”.

     —Quizás quebremos la pista, pero no hay “primer baile” —intervino Sophia, pues, para que Emma bailara en público, tenía que tener una botella de Grey Goose y veinticinco Martinis más como mínimo.

     —Bueno, ¿y qué canción bailarían en caso de que hubiera? —preguntó Julie.

     —“At Last” de Etta James —dijo Thomas.

     —¡No! —rio James—. No es su estilo.

     —“Time After Time” —dijo Thomas nuevamente.

     —Nací en el ochenta y cuatro, pero eso no significa que sea fanática de la canción —rio Emma.

     —“And I Am Telling You” de cualquiera de las dos; Jennifer Hudson o Jennifer Holliday —opinó James.

     —¿Te parece que son “Dream Girls”? —bromeó Natasha, sacudiendo su cabeza.

     —“Tu Vuò Fa l’americano”! —interrumpió Luca, que sólo hizo reír a Emma como si fuera un chiste entre ellos, porque así era, y, en el rostro de todos, se dibujó un enorme WHAT THE FUCK?.

     —¿Por qué bailarían algo de Renato Carosone? —preguntó Natasha con esa mirada asesina de “mejor cállate”.

     —¡Ah! —aplaudió Luca—. Primera persona no-italiana, o americana, que sabe que no es de Sophia Loren.

     —Esattamente: Americana, ma non “persona non grata” —sonrió Natasha con ganas de matarlo, cosa que él no entendió, pero Sophia sólo supo ahogar su risa en otro bocado de jugosa carne, igual que Phillip con su Whisky.

     —La novia personificó a Sophia Loren para un Halloween —rio Luca, volviéndose a Emma, quien se sonrojaba peor que la peor vez, y todos le clavaron la mirada a Emma, pues no se la imaginaban haciendo eso, fuera lo que fuera que hubiera hecho.

     —¿Emma se disfrazaba? —tosió Julie totalmente sorprendida.

     —Culpable —murmuró Emma, y bebió el resto de su Grey Goose de golpe, como si eso le ayudara a pasar más rápido por ese trago más amargo que el de la bebida misma—. Pero ha sido el único Halloween para el que me he disfrazado en toda mi vida —dijo en su defensa—; perdí una apuesta.

     —Por favor dime que el disfraz era del vestido azul-tedioso con verde-peor —rio Thomas, que todos se volvieron a él, ¿cómo sabía él de esa película y de ese vestido? Y sólo se escuchó un “marica” que salió de las cuerdas vocales de James.

     —No logré encontrar un vestido así —se encogió entre sus hombros.

     —¡No! —suspiró Irene—. ¿La escena de “Tu Vuò Fa l’americano”? —rio.

     —Pero el traje de baño era Versace, y los Stilettos eran Ferragamo —dijo en su defensa.

     —¡Ah! —se escuchó en un coro, como si eso lo arreglara todo, porque lo arreglaba.

     —Mi amor —resopló Sophia, acercándose a su mejilla para darle un beso—. Dime que hay, al menos, una fotografía de eso —susurró a su oído.

     —¿No quieres ver un video, mejor? —susurró Emma de regreso, y Sophia, ante su sorpresa, dibujó un “oh” con sus labios para darle seguimiento con su cabeza.

     —Como sea, no —reaccionó Sophia para el resto—. No bailaríamos “Tu Vuò Fa l’americano”.

     —Yo creo que depende mucho de cuál es el mood, o el propósito —dijo Emma.

     —Tienen que tener canciones que sean suyas, ¿no? —preguntó Irene—. Digo, que les acuerde a algo que hicieron juntas.

     —Sure we do —asintió Emma, sonriéndole al mesero que le alcanzaba, para variar de su Grey Goose, un Martini.

     —¡Por favor, entreténgannos! —rio Luca, muy curioso por saber qué tipo de canciones eran las que contaban la historia de ambas como pareja.

     —“Your Song” —dijo Sophia por dar un ejemplo—, fue la canción con la que nos conocimos.

     —¡Aw! —se burló James—. Ain’t that sweet…

     —Bueno, ¿qué te parece “Fuck Your Body” de Christina Aguilera? —contraatacó Emma, que Thomas, Luca, Irene y Phillip soltaron una carcajada descarada—. Trust me, ni quieres saber lo que significa esa canción para nosotras —levantó su ceja derecha—. Necesitarías terapia psicológica por el resto de tu vida.

     —Y, en una nota más suave, ¿cuál otra? —preguntó Julie.

     —“Flight Attendant” o “Bittersweet Faith” —repuso Emma con rapidez.

     —O “You’ll Never Find (Another Love Like Mine)” —añadió Sophia—. De Bublé y Laura Pausini.

     —Me las imaginaba más de “Secret Smile” de Semisonic —dijo James.

     —Esa se me la ha tocado en piano —dijo Sophia.

     —Mmm… yo habría dicho que “Run To You” era más apropiada —rio Thomas.

     —Se la he tocado en piano —sonrió Emma—. Pero no es una canción que bailaría…

     —“No Ordinary Love” —dijo Julie.

     —Ésa es más una make-love-to-me-song y medio pornográfica —rio Natasha, aunque debía aceptar que era una canción con la que sabía que podían trabajar, y podían porque ya lo habían hecho, pero eso nada.

     —Me gusta más la versión en piano —sonrió Sophia, volviendo a ver a Emma, pues tenía mucho que ver la canción.

     —Algo más gay-club-de-principio-de-Siglo —suspiró Thomas—. Algo como “Waiting For Tonight” de Jennifer Lopez.

     —¡Hey! —frunció Emma su ceño—. Es una de mis canciones favoritas de los noventas, no te metas con esa.

     —Ay, al menos no la has tocado en piano —rio Luca, recibiendo otro latigazo mental de parte de Natasha, y una vapuleada de parte de Phillip. Ah, cómo quería reventarle la boca para cosérsela sin anestesia, para luego arrancarle cada punto. Demasiado “The Punisher” y demasiada violencia por aparte.

     —Eso se puede tocar, si es que se puede, en uno de esos pianitos eléctricos que puedes ponerle cuerdas, vientos y percusiones… de esos que tienen como veinte teclas nada más —dijo, y añadió—: además, hay que respetar al piano y a la canción.

     —¡Tanguera! —interrumpió Phillip, causándole una risa a Thomas, una risa infantil e inmadura porque aquello sonaba a “tanga”.

     —Oh, grow up! —suspiró Emma para Thomas—. Ésa fue la canción que bailaron mis papás —dijo.

     —¿En qué año se casaron? —curioseó James.

     —Finales de los setentas, ¿por qué?

     —Es un poco avant-garde bailar tango en tu boda, ¿no crees? Digo, para la época.

     —No sé, supongo que sí —se encogió entre hombros—. ¿Qué bailaron tus papás?

     —“LOVE” —respondió, volviendo a ver a Julie.

     —Los míos se casaron en Gales, así que no me miren que fue con gaitas y mi papá en falda —dijo Julie, encogiéndose entre sus hombros.

     —“Can’t Help Falling In Love With You” —dijo Thomas, que se llevó un “¡agh!” que era más por molestarlo que por lo cliché de la canción.

     —Mis papás bailaron “My Funny Valentine” —dijo Natasha.

     —Los míos “Fly Me To The Moon” —dijo Phillip.

     —No-ioso! —rio Luca—. Demasiado cliché.

     —¿Qué bailaron los tuyos? —entrecerró Natasha su mirada, sabiendo exactamente qué significaba “noioso”.

     —Esa de taaaa-ra-ra-ra-ra, taaaa-ra-ra-ra-ra, taaaa-ra-ra-ra-ra…tarán-tararán-tararán-tararaaaaa-tarararaaaaa-tarán —tarareó, pero los Noltenius estaban ya ahogados en risa, Irene por contagio también, y Emma, sabiendo cuál era, sólo se quedó en silencio para que siguiera tarareando—. Tarán-tatararantarán-tarán-tatararantarán-tan-tan-tan-tin-tin-tin-tin-tin-tín! Tarán-tarán-tarán!

     —“Treasure Waltz” de Strauss —dijo Emma, teniendo piedad de él al notar que hasta ella estaba riéndose descaradamente.

     —Ah, italianos y con un Vals Vienés —suspiró Phillip.

      Tradizionalissimo —sonrió Natasha en el mismo tono en el que alguna vez gritó un “touché” cuando le ganaba un punto a Emma en esgrima, sólo que ahora tenía aire a espada y no a florete—. Anyhow… ¿qué bailaron sus papás, Señoritas Rialto?

     —“L’Hymne à l’amour” —dijo Irene.

     —“Nel Blu Dipinto Di Blu” —dijo Sophia al mismo tiempo que Irene, y, claro, cada una hablaba de sus papás—. Ah, no, cierto —sacudió su cabeza—. Bailaron Édith Piaf.

     —¿Ves, Emma? —rio James—. Tus papás fueron un poco avant-garde al bailar tango.

     —Supongo que sí —sonrió, y llevó su Martini a sus labios para, de un sediento trago, terminárselo.

     —Entonces, Señoras-recién-casadas —resopló Natasha—, ¿qué bailarían?

     —Es fácil —dijo Sophia, viendo a Emma a los ojos—. “Vocalise” —murmuró, haciendo a Emma sonreír, que, a pesar de que no sabía cómo se bailaba esa pieza, o si en realidad podía bailarse, era precisamente lo que las envolvía en todo momento: confort, hogar, refugio, amor,  ternura, apoyo en tristeza, nostalgia, inspiración y liberación.

A Natasha se le iluminaron los ojos, Phillip sólo pudo sonreír ante la idea. Irene, quien había escuchado aquella melodía cuando había llegado en diciembre del año anterior, no comprendió muchas cosas, pero seguramente tenía más significado que “Fuck Your Body”.

—¿Y esa cuál es? —preguntó Luca, haciendo que Natasha y Phillip lo declararan como una pérdida de tiempo para siempre, que ellos, a pesar de que no supieran exactamente el por qué o el significado de la pieza, así como Irene, habían visto el efecto que tenía en ambas cuando Emma la tocaba en el piano.

Y lo declararon como pérdida de tiempo porque sabían que no se quedaría para vivir, para descubrir y para conocer a la Emma que quizás nunca debió dejar ir, porque, aunque Emma le diera espacio para que estuviera en su vida, porque era su amigo, un amigo que valía la pena tener, estaría siempre más lejos que cerca. Nunca llegaría a compartir cama con Emma, así como Phillip a pesar de que hubiera sido excepción de una vez, nunca llegaría a ser una mano tendida para ayudar a Emma a levantarse, así como los Noltenius y hasta Julie, James y Thomas, nunca sería un hombro para llorar, algo que hasta Phillip era, nunca sería dueño de los secretos más secretos de Emma; él estaría ahí, rondaría, curiosearía, creería que entendía, pero era corto de vista y flojo para nadar en filosofías más profundas y maduras que la suya, y, por mucho que intentara y que Emma lo dejara, sería la amistad de altibajos y no de continuidad.

—Es de Sergej Vasil’evic Rachmaninov —dijo Thomas en ese acento medio ruso y medio italiano que ni yo pude imitar, pero Sophia no resistió su risa, pues, si Thomas sabía, era porque debía ser más pop que “Jenny From The Block”. 

 

*

 

—¿Puedo? —susurró Emma a su oído, que estaba tras ella y se veían a través del espejo.

     —Por favor —sonrió, desenroscándole la tapa al tarro de suero humectante para darle tres pushes en la palma de su mano.

     —¿Cómo te sientes? —murmuró, frotando el suero cremoso entre sus manos para esparcirlo por sus hombros con un suave masaje.

     —Muy relajada, ¿y tú?

     —También. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres seguir viendo Breaking Bad?

     —Realmente no me llama la atención —suspiró, sintiendo los dedos de Emma recorrerla con suavidad pero con firmeza, haciendo la presión justa y necesaria—. ¿Tú quieres verla?

     —Some random neurotic lad cooking meth? —frunció sus labios—. No, gracias… prefiero ver Devious Maids.

     —Entonces… ¿qué quieres hacer?

     —No lo sé —sonrió, pasando sus manos a su pecho para pedirle más suero—. ¿Qué tan cansada estás?

     —Eso te lo debería estar preguntando yo a ti. —Volvió un poco su rostro hacia el de Emma y posó su frente contra su sien mientras intentaba no sentir tanto las manos que masajeaban su abdomen y sus senos.

     —Yo estoy bien, mi amor. ¿Qué quieres hacer?

     —No sé, dame opciones.

     —Te diría de ir a Coney Island…

     —Pero queda en la novena mierda y está cerrado —rio.

     —Exacto. Podríamos ir al cine…

     —¿Alguna buena?

     —Creo que ya arrasamos con las que vale la pena ver en el cine…

     —¿Qué te parece si sólo salimos a caminar, Times Square o Little Italy quizás? —preguntó, poniendo sus manos sobre las de Emma, las cuales se habían detenido sobre sus senos—. Pero más tarde, por la noche, así quizás, si nos da hambre, podemos cenar… o unas copas. No Stilettos, no fancy clothes, just you and me acting like tourists.

     —Prefiero Times Square en ese caso —sonrió.

     —Va bene, mi amor —susurró en completa aceptación del consenso, y, no tomándola por sorpresa, Emma la besó hasta hacer que se volviera completamente, pues, esos besos del lado, si se podían dar de frente, ¿por qué complicarse tanto? —Por cierto… ¿qué canción tarareabas hace rato?

     —¿En la ducha?

     —No, antes.

     —Mmm… ¿cómo iba? —preguntó, abrazándola de tal manera que la obligó a dejar que la cargara para llevarla al clóset mientras Sophia le tarareaba la canción—. Ah, “Last Tango In Paris”, ¿por qué? ¿Te gusta?

     —No sé dónde la he escuchado antes, pero sí… me gusta mucho.

     —Creo que en mi iPod la has escuchado.

     —Puede ser —sonrió, bajándose de Emma para ponerse un poco de ropa—. ¿Sabes tocarla en piano?

     —Sí, creo que sí, pero la versión en piano es muy distinta a la versión original…

     —¿Puedo escucharla?

     —Claro que sí, mi amor —sonrió, alcanzándole unos pantaloncillos, muy cortos, de seda negra—. ¿Me alcanzas una camisa, por favor?

     —“Camisa”: con o sin mangas, de qué color, de qué tela…

     —“Una camisa” —resopló, subiéndose un divertido culotte de patrón de leopardo con las costuras en cian.

“Una camisa”; dos palabras tan sencillas pero que habían logrado atormentar a Sophia con facilidad. ¿Cómo podía pedir sólo "una camisa"? Tenía camisas sin mangas, con mangas, de manga corta, larga, tres cuartos, camisas de spándex, de algodón, de cachemira, de encaje y de jersey, camisas con las que dormía, camisas con las que hacía ejercicio, camisas que eran camisas, camisas que no había usado nunca, camisas sólidas o a rayas. Tantas variables, tantas variaciones, mierda.

—¿Qué camisa quieres verme puesta? —susurró a su oído, sacándola de su debate mental, que veía aquellos rectángulos que estaban ordenados por colores y por largo de manga; en donde comenzaba el blanco de nuevo, era un largo más de manga.

     —Ninguna —dijo, y todo porque no sabía qué camisa podía querer ella.

     —Ninguna será —susurró lascivamente, y se alejó de Sophia para cubrirse el torso con la bata Arlotta de cachemira negra—. ¿Vamos al piano?

     —Sí —susurró, logrando ponerse una camiseta desmangada azul marino, pues fue la primera que agarró, y, antes de salir del clóset, tomó su bata Burberry, que le gustaba porque era demasiado suave para ser verdad, demasiado suave y ligera como para darle cierto óptimo calor.

     —Ven, siéntate conmigo —murmuró Emma, dándole unas palmadas al banquillo, a su lado derecho, para que la acompañara.

     —Me gusta cuando me invitas a sentarme contigo —murmuró, recostando su cabeza sobre su hombro mientras Emma apretaba un par de teclas porque no se acordaba exactamente de dónde era que empezaba aquella melodía.

     —Eres bienvenida a sentarte conmigo cuando quieras, no necesitas invitación —sonrió.

     —Lo sé, es sólo que me gusta cuando me dices que me siente contigo.

     —¿Por qué?

     —Porque así siento que no invado —guiñó su ojo.

     —No invades —sonrió, dándole un beso en su cabeza antes de empezar—. Además, cuando invades me gusta…

     —Eso no es cierto.

     —¿No invadiste mi oficina?

     —Touché.

     —¿Ves? De verdad me gusta, mi amor —le dio otro beso en la cabeza—. ¿Lista?

     —Sorpréndeme.

Era muy distinto a como se escuchaba en la versión, o versiones, que tenía Emma en su iPod; la de Gotan Project y la de Gato Barbieri. Esta era lenta, menos seductora, con una pizca de melancolía triste por la misma lentitud, a Sophia sólo le evocaba una imagen de una noche realmente fría en París, una como aquellas que sufrió de pequeña porque a Talos le encantaba París, y ella cómo lo aborrecía. ¿Por qué huir de Atenas para ir al frío parisino? Ah, pero sólo era el principio el que era relativamente distinto, pues la melodía central ahí estaba, eso que seducía ahí estaba; no era juguetón, ni alegre, ni sonriente, pero seguía teniendo ese je ne sais quoi. No había ni boinas ni acordeones, ni violines ni saxofones, pero seguía siendo, todavía era.

                Y Emma, Emma era otro cuento. Tenía sus ojos cerrados, cosa que sólo hacía cuando la melodía significaba algo más que sólo el nombre y la melodía misma, que significaba un recuerdo, y, normalmente, esos recuerdos le gustaban porque la reconfortaban en aquellos espacios de tiempo en los que quiso tener ese confort, que, ahora, podía sanar y limpiar en retrospectiva.

     —Lo siento, lo siento, lo siento —dijo rápidamente, abriendo sus ojos y retirando las manos del piano como con miedo—. Perdón.

     —Mi amor… —susurró suavemente Sophia, tomándole la mano derecha entre las suyas—. No pasa nada. —Le besó la mano y la colocó en su mejilla mientras le tomaba la otra mano para hacerle lo mismo.

     —I’m sorry, I messed up —dijo, cerrando nuevamente sus ojos.

     —Nada, mi amor —tomó sus manos y les empezó a dar besos—. Vamos, toca otra cosa…

     —Me voy a equivocar.

     —Toca conmigo, entonces, ¿sí? —Emma se quedó en silencio, no le respondió ni con su mirada—. ¿Por favor?

Tampoco respondió, estaba en esa faceta de inseguridad extrema por algo que no existía más, pero que, de alguna manera, le dejaba ese amargo sabor en la consciencia, un ardor en las manos, y un dolor en la memoria. Sophia deslizó sus manos debajo de las de Emma, se acordaba de dónde tenía que colocar sus manos porque lo había visto demasiadas veces, pero ella no era pianista, ni sabía cómo tocar en realidad, pero el principio de ese híbrido lo conocía.

                Las primeras notas eran perfectas, con las pausas justas y los silencios perfectos, la fuerza perfecta, y los espacios, y la velocidad de las manos, pero llegó un momento en el que ya no sabía qué hacer, ni cómo seguir porque todo implicaba más dedos al mismo tiempo.

                Emma, al Sophia no saber cómo seguir, deslizó sus manos bajo las suyas para seguir la melodía, y Sophia sólo sonrió ante su pequeño logro, porque lo consideraba logro, y sonrió porque le gustaba la melodía.

—Algún día la voy a aprender a tocar toda.

     —Quizás quieras empezar por “Twinkle Twinkle Little Star” —sonrió Emma, agradeciéndole mudamente a Sophia por sacarla de su propio recuerdo.

     Kiss me… —susurró, y Emma, ante el doble sentido que le vio a dicha frase, le dio un beso corto y agradecido en sus labios para luego volver al teclado y tocar esa canción de Sixpence None The Richer—. Se me había olvidado la existencia de esa canción —resopló al Emma concluirla.

     —¿Es bueno que te la haya acordado?

     —Me acuerda a una de mis primas —se encogió entre sus hombros.

     —¿A Melania o a Helena?

     —A Helena.

     —Por cierto, ¿no las vas a invitar?

     —La familia de mi papá no es precisamente la más mentalmente abierta que existe en el mundo —sacudió su cabeza—. Y no quiero invitarlas a algo que me lleve a mi propia tumba.

     —¿Por qué lo dices?

     —Son el equivalente a la prima Consuelo de Natasha, pero en físicamente bonito, de esos que me bajan el autoestima. Prefiero celebrarlo con personas que me quieren y que me respetan...y que no me hacen sentir insegura.

     —Y estás en todo tu derecho.

     —¿Y tus hermanos? ¿No te han dicho nada?

     —Laura no puede venir para la boda, pero me dijo que venía después, así aprovecharía para ver a mamá también.

     —¿Y Marco?

     —No espero que venga —resopló—. No después de lo de papá. Además, no es como que lo quiero en mi boda, lo invité porque es mi hermano, pero más allá de la diplomacia y la cortesía no hay nada. Si viene, qué bueno, lo voy a recibir y no en mi casa, pero ojalá y no venga.

     —¿Lo dices por ti o por tu mamá?

     —Por las dos, y por ti. Sé que si viene, lo primero que va a hacer es rebalsarse en comentarios hirientes, sean contra mí o contra ti, luego que mi mamá tiene demasiados años de no verlo, y no creo que sea sano que a mi mamá le llueva sobre mojado sólo porque mi hermano, para lo único que sirve, es para aferrarse a un resentimiento.

     —Por mí no tienes que preocuparte, ya estoy grande y puedo lidiar con los comentarios de tu hermano…

     —Pero yo no —dijo secamente—. Como sea… mi hermano no es tema de discusión.

     —¿A qué te acuerda “Last Tango In Paris”? —le preguntó, siendo ese su plan de apoyo automático para cambiar de tema.

     —¿A qué te refieres? —sonrió.

     —No sé, creo que te acuerda a algo que te gusta.

     —Me acuerda a mis papás —ladeó su sonrisa.

     —¿Es una historia que te gustaría contarme?

     —¿Te gustaría algo de beber? Digo, para pasar el rato.

     —Sure —sonrió, sabiendo que era una historia buena y una buena historia, entretenida y profunda, de esas profundidades que costaba sacarle a la superficie.

     —¿Quieres una copa de vino tinto? —Emma le extendió la mano mientras se ponía de pie para que la acompañara a la cocina—. ¿O estás con ganas de algo más fuerte?

     —¿Qué beberás tú? —le preguntó, tomándole la mano e imitándola—. ¿Un Martini?

     —Lo más probable, pero creo que hay una botella de Pomerol por si te interesa terminártela.

     —En ese caso, sí; me encantaría una copa de Pomerol.

     —O puedes abrir una también, todavía tengo como quince botellas.

     —Nunca te pregunté, pero, desde que te conocí, no has comprado otra botella de vino tinto. ¿Por qué compraste tantas botellas si casi no bebes vino tinto?

     —Es buena pregunta —rio—. Pero no las compré, me las regaló Margaret.

     —¿El Pomerol no es como que un poco caro?

     —Depende del año, como todo vino, pero sí, en general es caro.

     —Entonces…

     —¿Has escuchado de cuando subastan bodegas? —Sophia asintió—. Hace como dos años, quizás un poco más o un poco menos, una amiga de Margaret la invitó a una de esas subastas, y resultó que la bodega estaba llena de cajas de madera, y se supone que te dan cinco minutos para medio ver, desde afuera, si vale la pena comprarla, y dice Margaret que las cajas tenían el logo de Petrus Pomerol; la “P” blanca en el sello de cera roja, que no es el sello nuevo —dijo, alcanzándole una copa de vino tinto junto con la botella, que alcanzaba para tres copas todavía—. Según cuenta ella, la oferta empezó con cien dólares, hasta que llegó a tres mil y sólo quedaban ella y otro, que dice ella que era por simple curiosidad porque no había forma que supiera qué significaba el logo. Al final, Margaret compró por seis mil dólares lo que había en la bodega: ochenta y un cajas de diferentes cosechas, la mayoría entre el setenta y el ochenta y cinco. Cada caja trae seis botellas.

     —Más de cuatrocientas botellas —susurró Sophia.

     —Cuatrocientas ochenta y seis para ser exacta —sonrió, colocando hielo en el mixer—. Demasiadas botellas, no te las bebes en toda tu vida creo yo, más cuando Margaret y Romeo beben poco vino tinto porque prefieren el vino blanco, si es que de vinos se trata. Por eso me regaló cinco cajas, y Natasha me dio dos más, porque a ella le dio doce.

     —Entonces, nuestras noches de vino tinto, chimenea, y pláticas a bajo volumen, ¿se las debemos a Margaret?

     —Pomerol o no pomerol, siempre sucederían —sonrió, vaciando las medidas necesarias en el mixer.

     —Tienes razón… —rio nasalmente, y esperó a que Emma mezclara su Martini—. Salud —sonrió—, porque Margaret me tiene adicta al Pomerol.

     —Salud —guiñó su ojo y bebió de esa fría bebida que tanto le gustaba—. So, ¿todavía quieres saber de “Last Tango In Paris”?

     —Por supuesto —rio, notando cómo Emma iba al congelador a sacar el postre que no se había comido hacía un poco más de una hora.

     —Es básicamente de esas cosas que no tienes que estar viendo —rio—. Vivíamos cerca de la Piazza Navona, en la Via Arco della Pace; casa independiente, cocina grande, sala de estar grande, jardín, lo cual es rarísimo en Roma, y, bueno, todos los espacios que necesitáramos y hasta más, y era por eso que casi todas las fiestas las celebraban en nuestra casa; pues, las más importantes. No me acuerdo si era navidad o año nuevo, pero sé que era una de esas dos fechas porque mis primos habían llegado, mis tíos también, mi abuela Sara, unos amigos de mis papás; era casa llena. Tienes que tener en cuenta que mis primos son mayores que yo, al menos los tres del tio Salvatore, que esos eran y siguen siendo de la misma raza de mi hermano, luego estaba yo, luego iba la hija menor del tio Salvatore, mi hermana, y el hijo llorón de la tia Teresa. Te digo esto porque, bueno, tenía siete u ocho, quizás y ya tenía nueve, no me acuerdo bien, pero yo me había quedado dormida un poco después de las doce en la habitación de mi hermana que estaba en el tercer piso porque estaba más cerca de mis papás, pero yo dormía en el segundo piso, entonces, cuando me desperté, no sé qué hora era, pero me llamó la atención que ya no había ruido de gente sino sólo de música… que tú sabes cómo son las reuniones herméticas de italianos —sacudió su cabeza ante el recuerdo de la contaminación ambiental que eran—. Como sea, me llamó la atención que la música seguía encendida, pero no escuchaba a nadie, entonces bajé, según yo, a apagar las luces y la música.

     —No me digas que viste a tus papás… tu sai —rio.

     —No, no —se carcajeó—. Sí eran mis papás, pero no estaban intentando procrearse —dijo con la resaca de su risa.

     —Menos mal…

     —Me acuerdo que estaba mi papá a medio estudio, que habían sacado todas las sillas y los sillones a la sala de estar para que todos tuvieran donde sentarse. Tenía la copa de vino tinto en la mano derecha, y, en la izquierda, tenía un libro que creo que no se acordaba de dónde lo había sacado porque veía a una de las libreras. El libro era “Moby Dick”, era una versión bastante buena, de portada verde con blanco, y me acuerdo que lo había sacado para citarle, a la tía Elisabetta, la esposa del tío Salvatore, “better to sleep with a sober cannibal than a drunk Christian”, porque, para las nueve de la noche, el tío Salvatore ya estaba que ni podía amarrarse las agujetas de los zapatos. La canción que sonaba en el fondo era “Cry Me A River” pero cantada por Julie London. Dentro de todo, no sé, me gustaba ver a mi papá… —frunció su ceño.

     —¿Puedo saber por qué?

     —No sé —se encogió entre sus hombros—. Siempre pensé que era una persona que, si no lo conocías y lo veías entrar a un lugar, el cuello se te torcía; tenía presencia, supongo... —suspiró.

Era alto, medía casi los dos metros, era grande, de espalda ancha y torso largo, no era ni delgado ni gordo, ni llegaba a “relleno”. Su brazo derecho era más fuerte y ancho que el izquierdo, por el tennis y por otras actividades extracurriculares que Emma no iba a mencionar, en realidad era atlético. Desde que Emma se acordaba, su papá había tenido cabello negro, ni corto ni largo, pero con destellos grises y blancos. Su rostro era largo y un tanto rectangular, tenía la quijada ancha, la nariz larga y un tanto torcida, y sus labios siempre parecían expresar su disgusto en general. Sus ojos eran verdes, como los de Emma, y su sonrisa era pícara, maquiavélica, y era un hombre al que le cambiaba la aparente personalidad si se dejaba crecer la barba; mientras más larga la barba, más malo era. "Complejo físico de terrorista", decía tía Carmen. Tenía leves arrugas en su frente y alrededor de sus ojos.

                Siempre vestía formal, de traje negro, azul oscuro o gris, camisas de cuello correcto, a veces vestía chaleco también, su corbata siempre estaba anudada en un perfecto Windsor, y sus zapatos siempre Gucci, igual que su cinturón.

—Antes de que los invitados llegaran, mi papá había llegado a mi habitación para que le diera mi opinión en cuanto a la corbata; podía elegir entre una amarilla y una celeste, y era contra camisa blanca, pero ninguna de las dos me gustaba, entonces me dijo que le buscara una. Tenían un built-in-closet en la habitación, y, cuando abrías las puertas donde mi papá guardaba sus camisas del trabajo, había millones de recuadros en los que metía las corbatas enrolladas. La puerta del lado derecho tenía, además, recuadros más pequeños, y sólo había telas negras, blancas y rojas; eran corbatines. Me preguntó si quería que se pusiera uno, le dije que sí… y me acuerdo que, cuando terminó de anudárselo, le dije que parecía regalo —sonrió ante el recuerdo, era un grato recuerdo.

     —¿Se enojó?

     —No —rio—. Se puso a reír, y me preguntó si estaba igual de guapo que mi mamá.

     —¿Qué le dijiste? —preguntó Sophia, un tanto aterrada de saber que una inocente respuesta podía haberle costado un dolor físico.

     —Que le faltaba una cosa; el pañuelo en el bolsillo del saco —sonrió—, y me dijo que era cierto, que eso era precisamente lo que le faltaba.

     —¿Qué niña de siete años piensa en el pañuelo?

     —Mi papá me enseñó a anudar corbatas, a saber qué tipo de camisa se tenía que usar, a saber cómo medir a un hombre para su ropa, porque su ropa era a la medida; ningún pantalón ni ninguna camisa le quedaba bien, entonces aprendí. Con mi mamá aprendía cosas de niñas, con mi papá aprendía cosas de niños “por si mi esposo algún día terminaba siendo un inútil en esas cosas” —rio, y Sophia comprendió el porqué de sus manías con la ropa de los hombres, por qué siempre peleaba con las elecciones y con los errores de principiante—. El punto es que ahí estaba mi papá, en el estudio. Y me acuerdo que mi mamá se acercó por detrás para abrazarlo y para robarle el último trago de vino.

     —Adivino, la canción que sonaba en el fondo, de ese abrazo, era “Last Tango In Paris”…

     —No, era el final de “La Vie En Rose” —sonrió—. Mi mamá, en aquel entonces, tenía el cabello muy corto, hasta aquí —dijo, señalando la línea de su quijada con ambas manos—. Era delgada, la mitad de lo que es ahora, quizás, porque las perspectivas engañan, pero yo la veía muy delgada, y esa noche se había puesto el vestido que le había regalado mi papá; un Valentino negro de sólo un hombro y que tenía una abertura al costado a que, por pasos, se le viera una pierna, y usaba medias y tacones negros; I think my mom was a real catch… te juro que todo lo empecé a ver en blanco y negro, como si fuera una película. Mi mamá apartó la copa y el libro cuando el acordeón empezó a sonar, y me acuerdo que mi papá se dio la vuelta y la tomó como nunca lo había visto. No sé, empezaron a bailar, muy juntos, muy arrastrado pero seco y tenso, parecía que se querían… y las piernas las movían como nunca había visto; las movían rectas, sin mover las caderas, mi papá le daba vueltas a mi mamá, entrelazaban las piernas y parecía que se daban patadas, pero que, de alguna manera no se pegaban, y mi mamá sonreía, y mi papá también. Mi mamá lo tomaba por el brazo con delicadeza, o quizás era la mezcla del brazalete de perlas y sus anillos de compromiso y matrimonio… me pareció una escena tan pulcra, tan elegante, tan entretenida, que, no sé, se me quedó en la memoria…

     —No sabía que tu mamá bailara tango —sonrió Sophia con cierta ternura que le provocaba la expresión facial de Emma.

     —She does… o, al menos, lo bailaba cuando estaba con mi papá —se encogió entre hombros.

     —¿Y por qué tarareabas la canción en el baño? Digo, no es el lugar más normal como para acordarte de algo así.

     —Me acordé del ritmo nada más —se volvió a encoger entre hombros.

     —Sabes… pienso que es un recuerdo muy bonito el que tienes —sonrió.

     —¿Por qué?

     —A mis papás nunca los vi darse afecto... pues, sólo el beso en cada mejilla y un abrazo lejano de cuando en cuando, pero nada muy serio ni muy cercano.

     —Bueno, eso sí, dentro de todo, hubo un tiempo en el que sí se medio daban afecto...es que, aunque mi papá nunca lo dijo en voz alta, mi papá sí quería a mi mamá. Lo que pasa es que mi papá tenía una forma de querer un poco rara, y creo que nunca la dejó de querer…

     —Pero si ni en pintura se podían ver —rio Sophia.

     —Mi mamá, y todo lo que tiene que ver con mi mamá, es en lo único en lo que mi papá “falló”, por así decirlo. Fue lo que se le escapó de las manos, lo que se le salió de control y lo que le ganó justo y limpio. A la larga no te sabría decir si estaba enojado con mi mamá por saber cómo manejarlo, por saber cómo detenerlo y atacarlo, o si estaba enojado consigo mismo por haber dejado que mi mamá se le saliera de las manos. Y, no sé, mi papá nunca volvió a tener novia y/o esposa, nunca la engañó con otra, le enviaba regalos para el día de la madre, el día del padre, su cumpleaños, navidad… a veces creo que sólo buscaba excusas… y, no sé, prefiero creer que tenía buenas intenciones.

     —¿Por qué se divorció entonces? Digo, pudo haber jugado la carta de nunca querer firmar los papeles y, por lo que me has contado, duró menos de un mes.

     —Creo que no se quería divorciar, y creo que lo del dinero fue su manera de decirle que no quería, porque dinero no necesitaba, pero no sé —se encogió entre sus hombros—. Mi mamá le esquivó cada bala…

     —Me gusta cuando me cuentas cosas así —sonrió un tanto sonrojada.

     —No son la gran cosa, no son parte relevante de la historia universal…

     —Son relevantes para ti, y sí son la gran cosa… son las cositas que te definen, que son parte de ti, y me gusta ser parte de eso —se sonrojó por completo.

     —A veces cuesta contar ciertas cosas, pero sabes que sólo tienes que preguntar para empezar a darme el empujón —sonrió.

     —Pero si no sé qué es lo que ha pasado en tu vida… no es como que puedo preguntar puntualmente, ¿no crees?

     —Pregunta y verás…

     —No sé —rio—, no tengo preguntas.

     —No preguntas “puntuales” como tú les dices, preguntas sobre lo que sea… sabes que te las responderé en el momento, o en la brevedad de lo posible.

     —¿Respuestas sin censura?

     —Totalmente.

     —¿Cuál era tu juguete favorito?

     —Play-Doh; me gustaba dejarlo en el frasco y sólo enterrar mis dedos… me relajaba, y me gustaba el olor —rio, encogiéndose entre sus hombros—. ¿Van con rebote las preguntas?

     —Si tú quieres —sonrió, y Emma asintió—. Una cubeta, una pala y un rastrillo para la arena.

     —Interesante —rio—, ¿cómo te quedaban los castillos?

     —Tomando en cuenta que dejé de hacer castillos de arena cuando tenía diecisiete… diría que nada mal —rio—. Buscaré una fotografía y te enseñaré. Programa de televisión de cuando eras pequeña…

     I Pronipoti! —exhaló.

     Gli Antenati —rio, notando lo totalmente opuesto que eso era—. ¿Te dan miedo las cucarachas?

     —No sé si es miedo en realidad, pero me cagan las que vuelan —rio, sacudiendo su cabeza ante la sola idea de imaginarse una—. ¿A ti?

     —No sé, tengo sentimientos encontrados —rio—, pueden resistir una bomba nuclear pero no un zapato.

     —Buen punto, pero siguen siendo asquerosas.

     —Sin duda alguna. ¿Bicicletas o patines?

     —Bicicleta, mil veces —Sophia asintió, más bien su dedo índice asintió por ella, pues bebía vino tinto—. ¿A qué edad perdiste tu inocencia?

     —Diecisiete, ¿y tú?

     —En el límite entre los diecisiete y los dieciocho.

     —¿Primer orgasmo?

     —Dieciséis, creo —se sonrojó Emma.

     —Veintitrés. ¿Cómo es que te corriste si no habías experimentado nada de eso?

     —Estaba aburrida, mi mamá estaba trabajando, mi hermana estaba de vacaciones en Bordeaux… me atacó la curiosidad, agarré un espejo, me vi, me exploré… y toqué donde “no tenía que tocar”, y me terminé corriendo… aunque, si soy sincera, la primera vez que me toqué no me corrí, me tomó como tres o cuatro intentos porque, justo cuando llegaba a ese punto crítico en el que o te dejas ir o te dejas de tocar para frenarlo, lo frenaba.

     —¿Por qué?

     —Era demasiado intenso, quería saber qué se sentía pero, al mismo me daba pánico la sensación de estar al borde de tener ganas de ir al baño… o así se sentía —se sonrojó.

     —¿Cómo te sentiste la primera vez que te corriste?

     —Me quedé como paralizada por un rato, supongo que trataba de entender qué era lo que estaba sintiendo en realidad… pero, en el intento de saberlo, me quedé dormida. And, God, I slept like an angel… ¿y tú?

     —Estaba en mi habitación, sola, de noche… creo que venía de cenar con una amiga, y estaba aburrida y pasando los canales cuando llegué a ese canal, y, pues, eran dos mujeres… fue realmente vergonzoso.

     —¿Por qué?

     —Fue extraño, rápido, sentí como que me estaba quemando… y se me pasó. Lo primero que hice, al regresar a la Tierra, fue buscar en Google, literalmente, cómo se sentía tener un orgasmo para saber si eso era lo que me había pasado —Emma rio conmovida, pero le gustaba saber esas cosas que nunca se había atrevido a preguntar porque, de alguna forma, quería que Sophia, y su sexualidad, fuera suya en todo sentido, quizás por eso no le interesaba saber el pasado, porque le interesaba saber más del presente—. Y, a decir verdad, aparte de que me gustó… cuando estaba en Milán lo agarré como escape, entre terapia, hobby y para matar el tiempo, que me sirvió para conocer cómo me funciona. Cuando vine aquí todavía tenía la resaca de esa adicción… pero se me quitó cuando me tocaste tú; no es lo mismo que me toque yo a que me toques tú… it’s hot.

     —Bueno, tú eras dueña de uno que otro sueño pornográfico —sonrió, llevando su Martini a su garganta para hacerse otro.

     —Oh, really? —rio nasalmente en ese tono gracioso que implicaba cierto interés burlón.

     —Una vez tuve que quitarme las ganas —se sonrojó—, y todo porque tuve un glimpse of your bra…

     —Oh, come on! El día que estábamos en Louis Vuitton, que tú te apoyaste de una mesa y llevabas una camisa relativamente floja… —gruñó—. Eso no fue de Dios…

     —¿Por qué?

     —No hubo momento en el que no te quitara la ropa con la mirada…

     —¿Me imaginaste así o distinta?

     —Distinta —rio, y la mirada de Emma le pidió una explicación sin censura—. A nivel físico habría apostado a que no eras completamente depilada, y a que tus pezones eran un poco más grandes, y a que quizás tenías un piercing en el ombelico.

     —¿Qué te hizo pensar eso?

     —Te veía muy recta como para estar completamente depilada, asociaciones supongo. Bigger boobs, bigger nipples, maybe? Y, lo del ombligo, no sé, acto de rebeldía juvenil, supongo.

     —Interesante, debo decir —asintió, mezclando nuevamente su Martini.

     —¿Y tú?

     —No pude imaginarte, tuve que verte —se sonrojó—. Y por eso me encanta verte. You sweep me off my feet —sonrió, vertiendo la fría mezcla en su copa.

     —Y tú de los míos —dijo, sirviéndose un poco más en su copa.

     —¿Tienes alguna otra pregunta?

     —Top tres de celebridades con las que te acostarías.

     —Monica Bellucci.

     —¿Y las otras dos?

     —Monica Bellucci —dijo nada más—. Ha sido mi amor platónico desde antes de “Malèna”. Además, tiene una campaña con Dolce & Gabbana que saca del estadio hasta a Scarlett Johansson. ¿Y tú?

     —Natalie Portman, although she has really small boobs...I like big boobs, como las tuyas, de lo contrario, me quedo con Monica Bellucci también.

     —Monica Bellucci es como Kate Winslet: no hay película en la que no le quiten la ropa…

     —Certo, certo —rio—. Con la diferencia que con Monica Bellucci da gusto que se la quiten, con Kate Winslet… bueno, ya pasó de moda.

     —En eso estamos muy de acuerdo, Principessa —guiñó su ojo, golpeando suavemente el borde de su copa contra la de Sophia—. ¿Quieres helado? —le ofreció de su cuchara, cosa que no solía suceder.

     —Dime tú en qué mundo me voy a negar a eso… —sonrió, abriendo sus labios para que Emma le diera de lo más cremoso que existía en el mundo de la vainilla sintética y congelada—. Ven aquí, ¿sí? —sonrió, dándole unas palmadas al banquillo que estaba a su lado para que se sentara a su lado y que la barra no las separara.

      —¿Tienes alguna otra pregunta?

     —Ti piace il Tiramisù? —murmuró, recogiendo un poco de aquel olvidado postre con la cuchara para ofrecérsela a Emma en sus labios.

     —Solamente di cioccolato.

     —¿Sí?

     —En realidad, sólo he comido el que hace mi mamá, y lo como una vez al año —rio—. Sabes que mi debilidad no son las cosas dulces…

     —¿Y cuál es tu debilidad? —sonrió.

     —Tú sabes —dijo, tomándole por las mejillas para traerla a un beso—. Pero nos acabamos de duchar… —susurró contra sus labios.

     —Y, mientras el agua no se acabe… —sonrió, con su labio inferior entre sus dientes para privarla, juguetonamente, de un beso.

     —Y aunque se acabe —rio nasalmente.

     —¿Qué quieres hacerme? ¿Quieres tocarme, quieres comerme, quieres…?

     —Quiero verte —sonrió, poniéndose de pie, girando a Sophia sobre el banquillo para tener mejor luz.

     —¿Aquí? —preguntó un tanto extrañada.

     —¿Por qué no? —levantó su ceja derecha, lo cual hizo que los pantaloncillos de Sophia cayeran de golpe al suelo—. Siéntate y abre tus piernas, por favor…

El banquillo era de cuero negro, parecía un sillón fino, delgado y miniatura pero elevado en el típico tubo cromado. Tenía brazos bajos y cómodos para la posición en la que debían utilizarse: para estar sentados, quizás una pierna cruzada mientras la otra se apoyaba del dowel cromado, o quizás ambos pies sobre el dowel, o quizás no, pero, ante la inhabilidad de poder abrir las piernas, por lo mismo de los brazos, Sophia sólo supo colocar sus piernas sobre ellos. ¿Resultado? Totalmente abierta.

Y no sólo eso, pues no estaba recostada con rectitud, sino básicamente al borde del banquillo, sino Emma no podría ni ver, ni comer, ni nada.

Great minds think alike.

—¿Estás cómoda? —murmuró, arrodillándose frente a ella y acariciando el interior de sus muslos.

     —Sí, mi amor —sonrió, y realmente estaba cómoda, hasta tomó la copa de vino en su mano para tenerla al alcance—. ¿Te gusta lo que ves? —dijo en el eco que hacía su copa por estar a punto de beber un sorbo de ella.

     —Se ve tan… relajada —susurró, paseando suavemente sus dedos por sus labios mayores.

     —Lo está… ¿quién no lo estaría después de haberse corrido?

     —Muy cierto —asintió, sintiendo la suavidad del estado post-coital de sus labios mayores, que les costaba regresar a su suavidad y a su estado normal de relajación; todavía les quedaba una pizca de rosada hinchazón—. ¿Estás relajada?

     —¿Me estás hablando a mí o estás hablando con ella? —rio, refiriéndose a su entrepierna.

     —A ti.

     —Orgasmo, ducha, vino tinto y cachemira… ¿tú qué crees?

     —Buen punto —murmuró, abriendo sus labios mayores para ver sus adentros—. It’s still pink… bright pink.

     —You just made me squirt, no esperes que lo asimile tan rápido —rio, sintiendo las caricias en sus ya-menos-tensos labios menores.

     —Me acuerdo de la primera vez que te hice eyacular…

     —Sí, fue en esa mesa —dijo, apuntando con su dedo a la mesa de café de la sala de estar—. Fue muy, muy sexy… y placentero, y muy, muy arousing —suspiró, pues Emma había bajado sus dedos y ahora acariciaba el agujerito que escondían sus glúteos presionados contra el cuero del banquillo.

     —Fue muy gratificante hacerte eyacular…

     —Tendrías que haber visto tu cara —rio—, fue como si quisieras estar exactamente frente a esa explosión.

     —But then again you thought it was pee… —sacó su lengua, que Sophia solo desvarió y quiso sentirla exactamente ahí, donde la tocaba.

     —Hey, hay gustos de gustos —se encogió entre sus hombros y bebió un poco más de su copa—. A mí me gusta que me muerdas cuando te estás corriendo, a ti podía ser que te gustara la urofilia.

     —¿Me veo como una persona a la que le gusta que la bañen en agua de riñón? —rio.

     —No, en realidad no —y Emma asintió—. “Agua de riñón”… ¿por qué no puedes decir “pipí”, “pis”, “orina”?

     —Suena feo —frunció su ceño, devolviendo sus dedos a sus labios mayores para volverlos a abrir.

     —¿Y “agua de riñón” no?

     —Suena más gracioso que feo… ¿cuál es la palabra más fea para ti?

     —En griego: papari.

     —Cosa significa “papari”?

     —Testículo… pero más en un sentido de “bola” o “pelota”… que en inglés no me suena nada mal, pero en griego es simplemente asqueroso. Pero también me da asco la palabra “moist”… ¿la tuya?

     —Le Tette… —suspiró, sacudiendo su cabeza entre asco y dolor verbal—. No logro concebir cómo es que hay una palabra más fea que esa y en el idioma que sea, sea que se refieran a una o a dos, o a muchas.

     —Yo te la he dicho —se carcajeó.

     —Una vez, o dos —se encogió entre sus hombros—. Casi me matas…

     —Matapasión total, entiendo. Me lo hubieras dicho antes.

     —Me la dijiste en un período de tiempo de como un mes, no me la has vuelto a decir.

     —¿Qué otra palabra no te gusta?

     —Próstata. Mucosa. El verbo “chupar” en un sentido sexual... "Chúpame el clítoris" suena totalmente asqueroso y de mal gusto.  

     —¿Y las palabras que sí te gustan?

     —Epiglottide, Abbastanza, Attraversiamo. Epíteto, Asequible. Dystopia, Epiphany, Espionage. Prêt-à-porter, Avant-garde, Faux-pas, Touché, Cliché. República, Serendipity… y, en otra nota: clítoris y Sophia —dijo, logrando sonrojar a la dueña de “en otra nota”—. ¿Las tuyas?

     —Erotic, Lascivious, Salacious, Nuance. Tuxedo. Troglodite. Juxtaposition. Godspeed. Solitudine.

     —“Erotic”… —murmuró, clavándole la vista a aquello que había invadido con el rojo hacía unos momentos—. Es una palabra bastante sexy, igual que “nuance”.

     —La palabra “squirt” realmente me hace cosquillas…

     —Non mi piace, ma non mi dispiace —se encogió entre hombros, presionando la entrada de su vagina con su dedo.

     —¿Cómo descubriste tú ese fenómeno?

     —No lo descubrí en la década pasada —dijo, deslizando su dedo hacia su pequeño y-no-tan-escondido clítoris—. Es de las cosas más gratificantes, que conozco en el ámbito sexual, que me hacen sentir mujer… aunque tengo entendido que no todas las mujeres están cómodas con la sensación —sonrió.

     —Really? —resopló, terminándose su copa de vino para dejarse ir ante las caricias que Emma le hacía en su clítoris.

     —Supongo que se ve violento, asqueroso, y no sé qué otras cosas más…

     —¿Por qué te gusta a ti?

     —Es un colapso total —se encogió nuevamente entre sus hombros—. Colapso mental, físico, emocional… y te ves en la posición de negarte esa liberación o de sentirte libre. Es como si me consintiera a mí misma a raíz de que deje que me toques, de que deje que me excites, y, en parte, es porque es lo que me provocas tú… yo sola no puedo provocármelo.

     —Sí, sí puedes —susurró, con su cabeza hacia atrás, sus codos apoyados de la barra del desayunador y sus ojos cerrados—. Te he visto tocarte y hacerte eyacular… aun sin penetrarte.

     —Pero tú me excitaste y tú me estás viendo —sonrió, y sonrió porque notó cómo Sophia empezaba a liberar jugos, brillantes jugos—. Y todo está en la respiración: inhalas hasta que ya no te cabe un milímetro cúbico de aire, y lo sueltas en tantos de diez segundos…puede ser que te maree al principio, pero es intenso.

     —Suenas a “tips para un buen orgasmo” de una Cosmopolitan…

     —No, eso fue algo que aprendí en yoga.

     —No sabía que hacías yoga…

     —I don’t. Tuve mi episodio cuando empezaba la universidad. ¿A ti te gusta eyacular?

     —Por supuesto.

     —¿Por qué?

     —Me hace sentir una verdadera sex-bomb —rio, que ahogó su risa en un gemido al sentir que el dedo de Emma se infiltraba en su vagina—. Me gusta tu mirada, y tu actitud, antes, durante y después de que eyaculo. Es como nuestra versión de sexo anal...

     —¿Por qué?

     —Porque son tuyos… son cosas mías que las he descubierto por ti y contigo, no puedo evitar pensar que son cosas que son tuyas y que me hacen tuya. Plus, me hace sentir sexy… —gruñó de placer ante el segundo dedo de Emma en su interior—. Oh my God… that feels good… —suspiró, pues Emma no la penetraba, solo presionaba suavemente su GSpot.

     —¿Tienes alguna idea de lo que me gusta ver cómo te hinchas? —susurró—. ¿Tienes alguna idea de lo mucho que me gusta cuando haces eso? —sonrió ante una contracción vaginal de Sophia.

     —Sigue hablando…

     —Does it arouse you?

     —Sort of… it’s provocative.

     —Mmm… —rio nasalmente—. Hablemos las dos… ¿de qué tienes ganas?

     —De que no te detengas.

     —No me voy a detener hasta que me digas que me detenga —sonrió—. Pero, ¿de qué tienes ganas?

     —De que no te detengas —repitió, volviendo a contraerse internamente.

     —¿Quieres que te toque?

     —Por favor…

     —Pero yo quiero verte —sonrió, y Sophia, halando el cuello de su camisa, descubrió sus senos para acariciarlos—. Tease them… —le dijo, llevando su pulgar a su clítoris a manera de recompensa para ambas.

     —No te detengas —suspiró, abriendo sus ojos al escuchar el teléfono de la casa y estirándose para alcanzarlo.

     —Tus deseos son órdenes —sonrió.

     —Hello? —suspiró, que cualquiera habría apostado a que recién se despertaba de una siesta—. ¡Alec! —siseó, y Emma, sacudiendo su cabeza, no se detuvo—. Yo muy bien, ¿y tú? —su rubor se expandió por su rostro y su pecho con sorprendente velocidad, quizás era la retención de suspiros y gemidos—. Dame un segundo… —dijo, y presionó el botón de “mute” para hablar sin que él se diera cuenta—. Es Alec…

     —So it seems —sonrió, girando sus dedos en su interior para empezar a penetrarla suavemente. Cruel.

     —Quiere hablar contigo —le alcanzó el teléfono.

     —Speaker —dijo nada más, y Sophia, entre la falta de motricidad fina, lo colocó en speaker—. Arquitecto Volterra, buenas tardes —sonrió, viendo a Sophia morder sus gemidos para que no se escucharan.

     —Buenas tardes —repuso, sabiendo que Emma, de no recibirlo, lo molestaría por una semana entera—. ¿Estás ocupada? —Emma volvió a ver a Sophia para encontrar respuesta.

     —¿Qué se te ofrece? —preguntó al no obtener respuesta más que una contracción vaginal.

     —¡Te he estado llamando desde hace horas!

     —Debo tener el teléfono en silencio —resopló—. ¿Qué pasó?

     —¿Estás en tu casa?

     —No, estoy en Central Park —rio sarcásticamente.

     —Digo, ¿vas a salir de tu casa?

     —Eventualmente, ¿por qué? —Sophia gimió, pero lo supo disimular con una tos que sólo tenía efectos secundarios y dobles en su vagina.

     —Tengo que enseñarte algo urgentemente.

     —¿No puede esperar a mañana?

     —¡No!

     —Está bien —suspiró—. ¿Voy yo o vienes tú?

     —Estoy a una cuadra de ti —Emma levantó la mirada para encontrar la de Sophia; ah, la divina presión de tiempo—. Llego en nada —y colgó.

     —No te detengas —gimió Sophia—. Todavía tenemos tiempo; dijo “cuadra” y no “avenida”.

     —Baja tus piernas —le dijo, sin sacar sus dedos de ella.

Sophia se apoyó con sus pies del suelo, apoyó su trasero en el borde del banquillo y, con sus piernas abiertas y extendidas, recibió los labios de Emma en su clítoris.

Se aferraba al borde del asiento del banquillo con fuerzas, pues no sabía por qué pero el hecho de estar de pie y con sus piernas tensas y rectas le daba otra tonalidad de intensidad y sabor a las sensaciones que Emma le provocaba con sus succiones y su lengua mientras la penetraba hacia arriba.

                No tenían más de cinco minutos, según ellas, y no era justo que tuvieran que hacerlo con esa presión encima, pero era menos justo interrumpirlo cuando ya iban más allá de la mitad.

—Córrete —exhortó Emma, y Sophia no supo por qué le había gustado tanto que se lo dijera así de seco, así de plano, pero, al compás del evidente sonido de cuando las puertas del ascensor se abrían de par en par, y sabían que era Volterra,  Sophia simplemente inhaló tanto oxígeno como pudo y, sacándolo en diez segundos, tal y como Emma recién le comentaba, llevó sus manos a la cabeza de la italiana que devoraba su clítoris sin piedad.

Gimió, y gimió porque no hubo forma de contener ese gemido, pues, el no gemir era como negarse el placer del orgasmo que todavía estaba teniendo.

                Y Volterra, que no era sordo, se detuvo frente a la puerta con su dedo casi sobre el botón del timbre. Los colores lo invadieron; pasó de blanco a rojo múltiples ocasiones y en diversas intensidades y tonalidades, y no supo por qué no había interrumpido. Quizás porque era algo que él no tenía por qué interrumpir, quizás porque no creyó que fuera exactamente eso, quizás porque no supo si era un gemido asociado o un gemido de su descendencia, quizás porque se cohibió ante la vergüenza de ser prácticamente el público, quizás y sí quiso interrumpir.

                Escuchó un “Oh my God” que era una mezcla entre un gruñido y un suspiro, que tampoco reconoció la voz, pero sí ese gruñido suspirado, pues ya lo había escuchado, aunque en otro idioma, hacía casi treinta años.

Ah, el orgasmo que provocaba gemidos religiosos.

                Su inteligencia le dio para un poco más, pues, calladamente, regresó al ascensor para recrear el sonido sólo por si acaso se había escuchado, pues no quería quedar como un entrometido, y, dándole tiempo suficiente a Emma para enjuagarse la boca, y a Sophia para recuperarse y subirse sus pantaloncillos, decidió llamar a la puerta y no al timbre.

—¡Alec! —sonrió Emma al abrir la puerta, como si nada había pasado, aunque sus labios estaban un tanto rosados, igual que sus rodillas.

     —Emma —sonrió, acercándose para darle un beso en cada mejilla, que Emma se aplaudió por haberse enjuagado, aunque los rastros de orgasmo no se limpiaban tan fácil en el aire que invadía el espacio.

     —Por favor, pasa adelante —le dijo, invitándolo al interior con la puerta abierta de par en par—. ¿Te ofrezco una copa de vino, una cerveza, un whisky? —murmuró, cerrando la puerta tras él.

     —Lo que sea —sonrió, viendo a Sophia que lo veía con una sonrisa desde el banquillo en el que había sido víctima de Emma, pero ahora estaba con las piernas cruzadas, y él creyó que le alegraba verlo, pero era la sonrisa post-coital más normal en ella, aunque también le agradaba verlo—. Sophia… —se acercó a ella, y fue recibido con un abrazo muy cálido que lo hizo sentir bienvenido en una vida que todavía no sabía cómo enfrentar.

     —Arquitecto —susurró Sophia a su oído, y bastó para darle una patada a la alegría de Volterra, aunque él se lo buscaba—. Por favor… —sonrió, ofreciéndole el banquillo a su lado.

     —Gracias.

     —So… ¿qué es tan importante, Arquitecto? —sonrió Emma, alcanzándole una copa de vino tinto mientras se encargaba de abrir otra botella de Pomerol para colocarle un aireador.

     —Primero que nada, justo después de que te fuiste, la secretaria de “Patinker & Dawson” llamó para decir que se van a mover de espacio y que les gustaría que ustedes dos ambientaran las nuevas oficinas —dijo, señalándolas a las dos por igual—. Mañana va a llegar alguien para hablar con ustedes, así que, Sophia, por favor llega al Estudio —dijo, y Sophia asintió—. Y, segundo… —dijo, alcanzándole una caja rectangular y delgada de cuero blanco y que tenía una “O” azul marino y en mayúscula que se interrumpía, a media altura y por el lado izquierdo, por unas ondas en celeste.

     —¿Es algo malo?

     —Qué voy a saber yo —rio—. Está a tu nombre… es ilegal que abra correspondencia ajena.

     —¿Y cómo sabes que es urgente?

     —Porque llegó un hombre en saco y corbata a dejártelo personalmente, no un simple mensajero. Por eso te estaba llamando… dijo que vieras los papeles que estaban dentro y que esperaban tu llamada lo antes posible.

     —Holy shit —rio, pues aquello no le sonaba tan bien, y la caja pesaba un poco—. No, dime —rio—, ¿qué es?

     —¿Cómo voy a saberlo? —dijo, apuntándole al sello de seguridad que no había sido roto todavía.

     —Anoíxte to, agápi mou —susurró Sophia con una sonrisa, que el punto era que Volterra no supiera lo que le decía, pero él sabía qué significa lo último: “mi amor”.

Le quitó el sello de seguridad y, deslizando la tapa hacia afuera, se encontró con una carpeta, igualmente de cuero blanco, y que, al sacarla, había otra carpeta bajo esta. Volvió a ver a Sophia como si buscara apoyo, como si buscara que le diera ese suave empujón para que recogiera el valor deseado. Abrió la carpeta y se encontró con una página que simplemente decía “Redesign Luxury” y, bajo esto, un modesto “Oceania Cruises – Your World Your Way”.

—What the… fuck? —rio Emma.

     —¿Qué es? —le preguntó Volterra, muy curioso, pues veía que Emma sólo pasaba las páginas y su sonrisa sólo crecía.

     —No estoy segura —se encogió entre sus hombros—. No sé si me están dando un viaje en un crucero, o si me están pidiendo que lo rediseñe, que, en ese caso, no sé qué me están pidiendo que rediseñe… porque no sé nada de arquitectura naval, mucho menos de ingeniería naval —dijo, alcanzándole la primera carpeta a Volterra para que la hojeara junto con Sophia mientras ella hojeaba la segunda.

     —Those are some nice boats… —murmuró Sophia, y Volterra asintió.

     —La pregunta es… ¿qué tienen en común tú y los cruceros?

     —“Fragata” —murmuró Emma.

     —¿Qué?

     —Quieren que ambiente la “Fragata” —Sophia y Volterra levantaron sus miradas al mismo tiempo para clavarse en una Emma que leía lo que había en la otra carpeta.

     —¿Tú directamente o es una especie de competencia? —balbuceó Volterra.

     —No lo sé, pero me han dado especificaciones, desglose de pago, metodología de trabajo… y… —murmuró, tomando la última carpeta de la caja—. Un sample contract… —dijo, sacando la tarjeta del contacto inmediato.

     —Mi amor, ¿qué esperas para saber? —sonrió Sophia, alcanzándole el teléfono para que saliera de sus dudas.

     —Ya regreso… —frunció su ceño, tomando el teléfono de la mano de Sophia.

     —¿Cómo te va? —le preguntó Sophia ante el silencio incómodo.

     —No me quejo —sonrió—, ¿y a ti?

     —Tampoco me quejo —dijo, poniéndose de pie para caminar hacia el otro lado de la barra.

     —¿Qué tal está tu mamá? —El nerviosismo se le notaba, ¿por qué era que no podía hablar con ella con tranquilidad? ¿Por qué tenía que hundirse tanto?

     —¿No has hablado con ella? —rio nasalmente y un tanto incrédula.

     —No, últimamente no.

     —¿Puedo saber por qué? Digo, hasta donde yo sabía, hablan cada dos o tres días si no es porque todos los días.

     —He estado un poco ocupado —dijo, internamente sonrojado.

     —Bueno… —tarareó, vertiendo más vino en su copa—. Tú sabes, encontrándose más canas con el paso de los días, lidiando con mi hermana… lo normal —se encogió entre hombros, pues no le diría más de lo que podía ser usado en su contra.

     —Y tu hermana, ¿qué tal está?

     —Alec, tú realmente necesitas un curso intensivo de “small-talk” —resopló—. ¿Por qué te pones tan nervioso cuando estás a solas conmigo? ¿Acaso me parezco demasiado a mi mamá? —bromeó, aunque eso era cierto. 

     —Sabes, sí te pareces mucho a tu mamá… sólo que tu mamá, a tu edad, creo que ya tenía que llevarte a Dimotiko, si no me equivoco.

     —No, a los cinco estaba en la parte de guardería Montessori del colegio —sonrió, no sabiendo exactamente cómo tomar ese comentario, pero, si a eso iban a jugar, ella también jugaría—. Pero tienes razón, mi mamá sí me llevaba… mi papá nunca me llevó.

     —No me refería a eso —dijo sonrojado—. Me refería a que tú no tienes hijos…

     —¿Es tu intento de preguntarme si voy a tener hijos? —rio, caminando hacia el interruptor para encender la luz de la cocina.

     —Supongo que sí —frunció su ceño, aunque no sabía que esa era su intención.

     —¿Qué tanto puedo confiar en ti? —le preguntó, tomando la cuchara que Emma había abandonado para seguir comiendo de aquel helado que ya no estaba tan sólido.

     —Me gustaría si confiaras en mí totalmente… aunque sé que no es lo que yo quiera.

     —¿Por qué quieres saber si voy a tener hijos?

     —Simple curiosidad —dijo, acordándose en ese momento que Camilla le había dicho, en numerosas ocasiones, que Sophia no era quien le daría “nietos”, pero, quizás, muy en el fondo, él quería escucharlo.

     —Suena sincero. Bueno… no voy a tener hijos porque creo que es muy difícil que Emma y yo podamos concebir uno, ¿no crees? —rio, incomodándolo un poco pero él no se dejaría vencer—. Y, a decir verdad… no es algo que me entusiasme, tampoco es algo que me haya llamado la atención antes. No me veo con un hijo…

     —Nadie se ve con un hijo creo yo.

     —¿Tú te ves con un hijo? —sonrió Sophia ante la prueba de fuego.

     —Yo… yo… yo creo que estoy un poco viejo para dedicarme a eso —rio—. Además, me mataría que me preguntaran cómo se llama mi nieto cuando es mi hijo.

     —Creo que hay personas que sí se ven con hijos, pero el factor decisivo es si quieren o no tenerlos, y si pueden o no tenerlos. Y yo no me veo con hijos, me veo con sobrinos en el caso extremo de que mi hermana quiera compartir su útero con otro ser humano, que es algo que dudo mucho. Pero, ¿qué hay de ti?

     —¿Qué hay de mí?

     —¿No querías hijos o simplemente no se dio?

     —Nunca me vi con hijos, igual que tú… pero, cuando Patricia se embarazó, me cambió todo…

     —Lo siento —susurró.

     —No, simplemente no debía ser. Aunque sí me habría gustado saber cómo es eso de cambiar pañales, y de desvelarme, y de darle de comer, y de hacerlo reír… —sonrió nostálgicamente, no por Patricia sino por lo que se había perdido de Sophia, eso que Camilla le había robado.

     —No logro imaginarte cambiando pañales…

     —Aprendí con mis sobrinos —sonrió ladeadamente mientras se aflojaba el cuello con su mano—. En fin… ¿no crees que tu mamá quiera un nieto algún día?

     —El hecho de que quiera un nieto no significa que haga algo que no quiero sólo por complacerla —dijo un tanto incómoda—, pero respeta mi decisión y no me insiste. Como te dije, tal vez mi hermana es quien se los da…

     —¿Y qué hay de Emma?

     —¿Por qué no se lo preguntas a ella? —resopló.

     —Bueno, ella no está aquí ahora —se encogió entre hombros—, pero tienes razón —dijo, pues notó que se estaba pasando de la frontera imaginaria.

     —Cambiando de tema… Emma me dijo que le habías sugerido que me fuera con ella a Providence.

     —Sí, no me parece mala idea.

     —¿Puedo saber por qué se lo sugeriste?

     —Supongo que es una buena oportunidad para que salgas de Nueva York y que veas otro ambiente laboral; lo he hecho con todos en algún momento —se excusó antes de tiempo—. Además, supe que Emma estaba intentando decidir si ir todos los días o si quedarse allá… antes se quedaba, ni siquiera había dudas sobre eso, supuse que tú eras un factor. Emma no me sirve si está exhausta, tampoco me sirve si está de mal humor, y todo se trata de hacer al cliente feliz. Y creo que te mereces días libres después de lo de Carter.

     —Te lo agradezco —sonrió, ofreciéndole más vino, el cual aceptó.

     —Cuando quieras: empleado feliz es cliente feliz —dijo, que Sophia sólo rio ante la ineptitud conversacional de su papá—. Por cierto, quería hablar de dos cosas contigo.

     —Por favor… que la small-talk se te da muy mal.

     —¿Qué quisieras de regalo de cumpleaños?

     —No tienes que regalarme nada, no es obligación —sonrió.

     —Quiero regalarte algo… algo que quieras, algo que necesites, lo que sea…

     —De verdad, no tienes que reglarme nada… pero, si quieres regalarme algo, regálame lo que quieras… después de todo, ¿no sé supone que ése es el objetivo; regalar algo que creas que la otra persona quiere o necesite?

     —¿Qué me regalarías tú a mí?

     —Te regalaría un reloj, porque me estorba el hecho de que no usas uno y, aun así, logras ser demasiado puntual —sonrió—. O un rubik 360.

     —Soy un inútil para regalar cosas… ¿ya tienes un rubik 360?

     —Sí, fue una pesadilla al principio…

     —Dame algo con qué trabajar, al menos —dijo desesperado—. Ni Emma me supo decir qué te podía regalar…. dime, ¿por qué no te puedo regalar yo lo que Emma te va a regalar y, así, que Emma te conoce mejor que yo, te da otra cosa? —Sophia se deshizo en una carcajada, pues Volterra no sabía lo que Emma realmente le regalaría—. ¿Qué tiene de gracioso?

     —No creo que sea apropiado.

     —¿Qué tiene de inapropiado una cámara? —frunció su ceño, y Sophia sólo sacudió su cabeza—. Oh… oh-oh… —se sonrojó.

     —No necesito una cámara —dijo para finalizar ese subtema—. Regálame un keychain.

     —¿Un keychain?

     —Sí, uno funcional y que no sea un USB —dijo, viendo que, por el pasillo, se asomaba Emma con el teléfono en la oreja, y sólo tuvo que alcanzarle las carpetas que había dejado para verla desaparecer nuevamente—. ¿De qué otra cosa me querías hablar?

     —No, no, de nada —sonrió un tanto incómodo, pues no supo cómo abordar el tema de que le gustara más diseñar muebles que ambientar espacios.

     —Va bene… me dijo Emma que sí vienes a nuestra boda —sonrió ella.

     —Sí, ¿cómo me la perdería? —resopló, y Sophia que, siendo como su papá, no supo cómo seguir la conversación—. Supongo que ya tienen todo listo, ¿no?

     —Creo que sí.

     —¿Crees?

     —Sí, “no estoy segura”.

     —No te creo…

     —¿Por qué no?

     —¿Nunca planeaste tu boda desde pequeña? —resopló—. Tu mamá sí la tenía planeada…

     —Bueno, no soy mi mamá —rio—. Lo que significa que no, nunca planeé mi boda… a mí me interesa casarme, haya champán o agua, haya banquete o hamburguesas de noventa y nueve centavos de McDonald’s, esté la sinfónica o sea la música de mi iPod…

     —No sé por qué no te creo…

     —Pregúntale a Emma —sonrió—. Cuando me lo propuso, prácticamente le dije que, si por mí fuera, podríamos “elope”… son las ganas de casarme, lo que eso implica, a nivel de ceremonia, es eso: una implicación, pero yo podría casarme el viernes en el City Hall.

     —¿Por qué no lo hacen así, entonces? No me imagino a Emma de cabeza en la boda… no le he visto ni una revista.

     —No. Emma considera que es bueno hacerlo entre amigos y familiares, sólo por el arte de “compartir”. Además, hay varias razones por las cuales ya esa no es una opción.

     —¿Puedo saber cuáles razones?

     —Ya están las tarjetas impresas y ya enviamos varias —rio.

     —Ah, creí que Emma te había hecho firmar un Prenup.

     —Lo dices como si fuera algo malo —frunció su ceño.

     —¿Te hizo firmar un Prenup? —siseó indignado.

     —Emma no me obliga a hacer nada —le dijo en ese tono que sólo gritaba “cuidado, Alessandro, te estás pasando”—. Pero, si tu curiosidad debe saberlo, sí, sí firmamos un Prenup… y son bienes compartidos, así que no creas que Emma, “dentro de todo”, se está “protegiendo”. —Y fue sólo entonces que Alessandro Volterra comprendió lo que Emma le había dicho por la tarde, eso de los traspasos legales y materiales—. Sabes, creo que deberías intentar conocer a Emma un poco más… no sé por qué me acabas de dar la impresión de que aparentas esperar lo mejor aunque, en realidad, esperas lo peor.

     —Es que la Emma que conocí no dejaba entrar a nadie ni por esa puerta —dijo, señalando la puerta principal.

     —¿Ni a ti?

     —Dos o tres veces como máximo y cuando las paredes todavía eran blancas —rio—. Y fue porque teníamos demasiado trabajo y me estaba mudando de apartamento.

     —Sabes, a veces no sé si me pusiste en su oficina porque Emma, según tú, no se caracteriza por ser muy amable, o porque realmente pretendías protegerme de la Trifecta.

     —No, pudo haber sido cualquier excusa menos la de hacerte pasar un trago difícil.

     —Relájate, Alessandro —rio, y Volterra se quedó perplejo de ver cómo Sophia era tan Camilla—. Sólo bromeaba.

     —En fin… ¿ya tienes vestido?

     —Sí —sonrió, bebiendo su copa de vino hasta dejarla seca—. Eso sí ya lo tengo.

     —¿Qué color es?

     —Es rojo, 032 C en idioma Pantone si así lo prefieres.

     —No sé de memoria las muestras Pantone —rio, pero sabía que el rojo que Sophia le mencionaba era un rojo vibrante, el rojo que todos definían como rojo—. ¿Te ves guapa?

     —En realidad, no lo sé, no me termina de convencer —sonrió—, pero me cansé de buscar un vestido que me gustara. Supongo que compré el primero que era “apropiado”.

     —¿Apropiado para quién?

     —Para la ocasión —dijo, sirviéndose más vino por el simple hecho de estar aburrida.

     —No lo sabría yo, nunca me he casado —rio.

     —Cuando te cases con mi mamá hablaremos —guiñó su ojo, y Volterra se ahogó con el vino que bebía.

     —¿Cómo me dices eso?

     —No es como que no quisieras —elevó ambas cejas.

     —Ni siquiera tenemos una relación como para sugerir algo así…

     —No, eso no era una sugerencia, era un simple comentario… aunque, si quieres una sugerencia, aquí te va: dejen de perder el tiempo —dijo, y lo dijo porque había visto que Emma se asomaba ya por el pasillo, pues, en su presencia, Volterra sería incapaz de descomponerse como estaba a punto de hacerlo—. ¿Qué te dijeron?

     —Todavía lo estoy procesando… —frunció su ceño, aunque ya lo había procesado; mordido, masticado, degustado, tragado, digerido… y estaba en el dilema de si asimilarlo, a nivel biológico, o de si desecharlo cual celulosa—. ¿De qué hablaban?

     —De nada en especial —dijo Volterra rápidamente, pues si Sophia le decía, Emma participaría de la misma manera, y todo porque si él había tenido derecho de meterse en una que otra cosa, ellas también tenían derecho y sólo por incomodarlo—. Bueno, yo me tengo que ir —dijo ante la incomodidad del momento.

     —Gracias por venir a dejarme los papeles —dijo Emma.

     —Cuando quieras —suspiró Volterra, poniéndose de pie luego de terminar su copa de vino—. Las veo mañana, ¿verdad?

     —¿A qué horas programaron la reunión? —le preguntó Emma.

     —Si no me equivoco… a las diez —dijo, caminando junto a Emma hacia la puerta.

     —Va bene —suspiró, abriendo la puerta mientras Volterra se daba la vuelta para despedirse de besos y abrazos de Sophia.

     —Las veo mañana —murmuró, le dio dos besos a Emma; uno en cada mejilla, y salió por la puerta principal con las manos vacías: sin idea de regalos de cumpleaños, sin el más mínimo ánimo de decirle a Sophia la verdad, abrumado por lo que Sophia le había dicho, sin futuros nietos, sin papeles.

     —¿Quiénes son “Patinker & Dawson”? —preguntó Sophia en cuanto vieron a Volterra desaparecer en el interior del ascensor.

     —Law Firm —dijo, cerrando la puerta suavemente y no dejando que Sophia se le escapara de las manos—. Son los “Roberts, Bockius & McCutchen” de Mergers & Acquisitions; son con los que trabajamos para cuando lo de TO.

     —Creí que Romeo también era de Mergers & Acquisitions —sonrió al sentir cómo Emma la tomaba por la cintura para abrazarla.

     —Romeo también es de Mergers & Acquisitions, él trabaja con todo lo que tiene que ver con Philip Morris/Altria Group, y fue de los que negoció el Merger de Exxon con Mobil en el noventa y nueve, y de los que negoció la Acquisition de Chevron a Texaco —murmuró, acercándola a ella mientras caminaban torpemente, por estar abrazadas, hacia la cocina—. Y, de paso, sabe una que otra cosa de migración…

     —Con razón trabaja sólo una vez al año —rio.

     —La vida de los ricos y famosos —guiñó su ojo, dándole un cabezazo suave a Sophia, y se despegó de ella para ordenar—. Películas que te parecen vergonzosas pero que te gustan —le dijo antes de que ella pudiera decir “habla la que sabe”.

     —¡Uf! Esa está difícil —rio—. Empieza tú.

     —“Legally Blonde”, “Miss Congeniality”, “Election”… y “Ferris Bueller’s Day Off”, ¿y tú?

     —“Monster-In-Law”, “Napoleon Dynamite”, “Home Alone”… y las malditas películas de “The Hunger Games”.

     —¡Napoleon Dynamite! —rio—. Es tan rara que me gusta.

     —Yo ni siquiera sé en qué época se supone que es la película —rio.

     —¿Quieres verla?

     —Ya no te dieron ganas de salir, ¿verdad? —resopló.

     —Me entró la pereza… y, por el momento, sólo quiero quitarte la ropa, meterte a la cama conmigo, pedir cena si nos da hambre, y simplemente abrazarte y besarte hasta que te duermas.               

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