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Antecedentes y Sucesiones - 28

en Lésbicos

    Él insistió hasta alcanzar el nivel de lo incómodo para y entre ambos, porque nueve minutos pasaban de la media noche y aquella no era una hora prudente para que una mujer —en calidad de señora, señorita o Licenciada— anduviera sola por la calle, así se tratara del Upper East Side. Ella, sin embargo, se negó rotundamente, pues, aunque agradecía y apreciaba tal magno y caballeroso gesto de su parte, e incluso pese a que entendía que lo hacía por sus principios de sobreprotección, todavía no estaba lista para regresar a casa.

    —Estás cansado —le dijo suavemente, mirándolo por la esquina de su ojo izquierdo.

    Creyó que el eufemismo anterior, el cual no significaba otra cosa que un “you look like shit”, lo convencería de dejarla ser y de estar sola. Además, con el paso del tiempo, los bostezos habían sido frecuentes protagonistas de su fisonomía.

    —Y tú no te ves mejor —resopló él con los ojos vidriosos y los pómulos ligeramente enrojecidos.

    La miró abatida, con los hombros caídos y la mirada débil, como si la conversación que tenía en su cabeza le provocara las más ruines ganas de hacer una verdadera catarsis, aquella que no había logrado a través de la comida o de la bebida, con un llanto que no sabía si nacía de la tristeza, la frustración, el enojo, la aflicción, o de todas las anteriores, convergiendo en una mezcla mortal.

    El barman interrumpió el encuentro de miradas con su presencia y la colocación de la escuálida carpeta negra sobre la barra a la que habían decidido sentarse en vista de que, cuando habían llegado, no había habido otro lugar más que ese.

    Él hizo, primero, un gesto al barman para que no se retirara, para que tuviera paciencia y esperara los segundos que le tomaría sacarse la cartera del bolsillo interior del saco y sacar la tarjeta. Luego, de ipso facto, le hizo un gesto a ella para que se detuviera. Había sido suya la idea de terminar en el Four Seasons, así como también la gula del pulpo, las papas y las hamburguesitas con las que habían rematado la colación.

    —Tú pagaste la cena —le dijo con una sonrisa conciliatoria.

    Ella asintió sin ánimos de pelearle la cuenta para lograr partirla al menos por mitad, lo cual habría alcanzado a rozar los límites y los supuestos de lo que era justo.

    —¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —preguntó él una última vez.

    —Me quedaré hasta que cierren —le dijo con un asentimiento y bostezó disimuladamente contra su puño—. Cierran a la una.

    —De todas maneras, estás en un lugar en el cual rentan dormitorios muy bonitos y muy cómodos…

    —¿Bromeas? —resopló—. Me mata si no llego a casa. Se mata si no llego a casa.

    —Evitemos muertes, entonces —sonrió divertido—. Prométeme que no te irás caminando, que tomarás un taxi.

    Ella lo miró por la brevedad de un segundo en el cual quiso reclamarle por sus arranques sobreprotectores, pero, debido a que sabía que lo hacía con buenas intenciones, no tuvo ganas ni de reclamar ni de rezongar. Lo observó ponerse de pie, ajustarse el nudo de la corbata al cuello e inclinarse en su dirección para despedirse. Le ofreció la mejilla izquierda y luego la derecha.

    Él le acarició el hombro desnudo y le obsequió una sonrisa amigable y reconfortante a falta de lástima, se inclinó de nuevo y le dio un suave y cariñoso beso en la frente que delataba cualidad y cantidad de cariño casi paternalista.

    —Cualquier cosa, llámame.

    Lo siguió con la mirada sobre su hombro izquierdo y luego sobre el derecho hasta la salida del local. Y ahí, justo en ese momento, reconoció al esqueleto que la acosaba y que la juzgaba desde la mesa que compartía con un hombre de buen parecido y dos mujeres: una rinoplastia; la otra, mamoplastia. Debían de haberse fugado de la recepción de la boda de los apellidos pijos y pomposos que reservaba el FIFTY7 para sus invitados. El hombre debía de ser parte del cuerpo de groomsmen por el esmoquin rentado apenas bien entallado y por cómo su corbatín combinaba con los vestidos, de distintas hechuras, de las tres mujeres. Consecuentemente, asumió que ellas eran del cuerpo de bridesmaids. Entonces, porque aún entre su desgana padecía de buena educación, dibujó una media sonrisa y, con el debido recato, alzó el vaso al que le quedaban casi tres sorbos de la botella de Glen Grant que había compartido con el hombre que recién se despedía de ella. Le importó poco su parquedad, la indiferencia con la cual la miraba, y le importó menos cuando le enrolló los ojos tras el brindis mudo. No estaba de humor como para lidiar con ella, especialmente con la idea de ella fuera de los confines de la profesión.

    Bebió, porque el que brindaba y no bebía… ya no se acordaba de cómo seguía el refrán. Se llevó una papa frita tibia a la boca y la masticó con parsimonia. Revisó su teléfono: nada. No sabía si eso la enojaba, porque podía ser una clara señal de indiferencia, o si le ayudaba a calmar su enojo, pues podía ser un claro regalo de tiempo y espacio.

    —Can I get you anything else? —se asomó el barman.

    —Kitchen still open? —se aclaró la garganta.

    —I believe so, ma’am —asintió.

    —Then I’ll have some white chocolate dipped cheesecake bites, please.

    —Would you like a glass of wine with it?

    —That’d be nice —asintió ella.

    —Any one in particular?

    —Surprise me —disintió y se llevó otra papa frita a la boca—. And send another round to the table by the entrance, please.

    Se limpió las manos y sacó la carpeta ejecutiva de su bolso. Respiró hondo y la abrió. Se propuso devorar el resto de las papas antes de que llegara su segundo postre de la noche. La ansiedad y las hormonas la hacían comer y, a estas alturas de la noche —o bien, de la madrugada—, el alcohol tampoco la dejaba no divagar mientras intentaba releer, por decimosexta vez, aquel primer documento, de tres, que se extendía bajo el título de Transfer of Business Assets Agreement. Luego, si la desconcentración la abandonaba, releería los que se extendían bajo el título de Business Bill of Sale y Sale of Business Assets Agreement.

 

    El día había comenzado bien, demasiado bien. Por un lado, por el romántico, el cielo se había vestido de azul y se había desecho de todo tipo de nubes —tanto de las que amenazaban con sombra como de las que podrían prometer lluvias torrenciales—; el sol brillaba, pero no quemaba y no acaloraba; había una ligera brisa que hacía que cualquiera hiciera las paces con la primavera; y había más pajaritos que bocinas y taladros. Por otro lado, por el que interesa, Sophia había dormido una hora más de lo usual y sentía la diferencia, especialmente después de que su cuerpo se había partido en mil pedazos gracias a una bien merecida sesión de placer. Emma no había tenido que despertarla. Eso se sentía bien.

    La Licenciada Rialto se duchó con la paciencia y el gozo de los fines de semana, tuvo tiempo para secarse el cabello y para pensar dos veces qué tenía ganas de vestir. Los únicos segundos que odió del ritual de limpieza fueron en los que tuvo que adoptar una posición un tanto incómoda y rebuscada para empalarse con la bala de algodón que la acompañaría por las siguientes cuatro o cinco horas, si no menos. Se sintió bien con su blusa de seda violeta y su jeans oscuro, y se sintió sublime en cuanto se alzó en sus recién adquiridos De Silva asimétricos. Rio nasalmente, únicamente para sí, en cuanto vio que la cama había sido tendida. Fue en búsqueda de la autora de aquella hazaña.

    La encontró, así como por la madrugada, sentada al piano. Sin embargo, esta vez no se escondía tras una puerta cerrada, tampoco ingería vodka, tampoco interpretaba alguna pieza de Rachmaninoff. Acosó el ejercicio al que sometía su mano izquierda desde que tenía memoria, ese que había olvidado en el tiempo en el que no se había atrevido a reconciliarse con el piano. El preludio de la Suite para cello de Bach, a su parecer, sonaba mejor en el Steinway. Apreció la elegancia de la rígida y recta posición de su espalda, la seda de la blusa blanca, la osadía con la que cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda como si estableciera que ella no se sometía a los pedales del piano, sino los pedales a ella, y el Manolo de gamuza roja que se mecía lentamente de arriba abajo cada dos tiempos. Desvió la mirada hacia el final de la pieza y notó cómo Donna Tartt era cosa del pasado y ahora, pese a sus propias predicciones con Jorge Amado, parecía ser el turno de una compilación de Margita Figuli, la cual estaba encabezada por Tri Gaštanové Kone, «whatever the fuck that means».

    Se preguntó si en la madrugada, luego de haberla visto golpear el piano con los dedos, Emma había intentado meterle mano y ella se había quedado dormida. La necrofilia, como todos sabemos, no es algo de lo que la Arquitecta disfruta.

    Fue sorprendida por una sonrisa y un beso que le dejaron saber que no estaba enojada.

    —Buenos días, Licenciada Rialto —susurró a ras de sus labios y se despegó de ella para mirarla a los ojos. En el trayecto, Sophia, en lugar de reciprocarle los buenos deseos, aprisionó su nuca con las muñecas y le arrancó un segundo beso—. Dios… —suspiró, desencadenando luego una corta y callada risita de regocijo—. Buenos días, mi amor.

    —Gracias por tender la cama —sonrió en respuesta; Emma se encogió entre hombros—. Entonces, ¿Penelope?

    Dos y un tercio kilómetros, dieciocho minutos y un tarjetazo de diecisiete dólares con setenta y cinco centavos después, Sophia pidió un Penny Egg Sandwich con tocino en un croissant recién horneado —lo bueno de ser de los primeros comensales de la mañana—, y un jugo de arándano que la ayudara con los síntomas menstruales; Emma se conformó con una Mabel’s Homemade Granola con yogurt —porque no había nada peor que granola con leche, «sí, con agua»— y, en vista de que no tenían té de manzanilla —el conocido plan B para sus tés matutinos—, se conformó con un English Breakfast que no haría nada más que dejarla con un nefasto sinsabor.

    Tuvieron un intercambio de ideas banales que resultaron en una conversación amena y sin intransigencias. Trataron el tema de sus respectivos flujos menstruales como si buscaran simpatizar y empatizar con la otra, mas el tema cesó tanto con el aterrizaje de sus desayunos como con la manifestación de que ambas, a pesar de recurrir a marcas distintas, habían solucionado la situación con la más regular de las absorciones. A partir de ese momento, en el que Emma se dispuso a pescar las pasas de la granola antes de verterla sobre el yogurt simple —porque solamente un inadaptado social lo hacía al revés: yogurt sobre granola—, todo se comenzó a venir abajo.

    ¿A qué hora se fueron?, Como a las dos. ¿Y a qué hora te fuiste conmigo a la cama?, Como a las tres, no tenía sueño. ¿Dormiste?, Lo suficiente, no tengo sueño. ¿Qué era lo otro que tocaste, lo último?, Un atropello al primer movimiento del segundo concierto para piano de Rachmaninoff. ¿Atropello? Sonaba bien, Si estás de humor, hoy por la noche te muestro cómo debería ser. ¿Dirigido por quién?, Karajan, por supuesto. Estás comprando tiempo, Em, No. Sí, ¿Sobre qué o para qué? No lo sé, pero esto va más allá de un simple detalle conmigo, No todo lo que hago tiene segundas intenciones. No me digas… Simplemente quise estar en un espacio público, en el cual te sintieras cómoda, para hablar sobre algo que no sé cómo vas a tomar. ¿Espacio público para qué?, Creo que me vas a matar. Entonces, sí sabes cómo voy a reaccionar, La meteorología no es lo mío, pero, sí, tengo una idea.

    Entonces vinieron las palabras mayores, no del tipo grosero, sino del tipo técnico. Emma retomó lo poco que había sabido contarle la noche anterior. Esta vez se tomó el tiempo para explicárselo con tanto detalle como ella lo sabía.

    Aquí podría explicar cómo la información había llegado a oídos de John Rogers, el abogado estrella que velaba por la salud y la integridad del estudio; cómo Segrate tenía algo que ver en todo eso (por primera vez no en un mal sentido); qué implicaba esa información o cómo impactaba al estudio, especialmente a ella y a Volterra. Pero eso sería demasiado aburrido.

    —Si hubiera estado en desacuerdo, no habría dejado que Volterra iniciara las negociaciones, mucho menos que las concretara. La culpa la compartimos él y yo, aunque por motivos distintos —dijo Emma con aire excusatorio—. Volterra lo consideró porque quería más y lo quería mejor: más dinero, más proyectos, proyectos más grandes, y meterse en la cama con un promotor inmobiliario garantiza fajos de Benjamins. Yo tuve la suerte de no tener que preocuparme por buscar mi propia subsistencia únicamente con la profesión que ejerzo, y en esto tienen razón tanto mi mamá como Volterra: mi trabajo es mi pasatiempo. Suena arrogante, lo sé, pero eso no le resta verdad. Y fue por eso, no por codicia, sino por soberbia, que no me opuse a tal atrocidad… y desde hace un par de meses estoy intentando inventarme razones, motivos y demás, para convencer a Volterra de que esto no fue nada sino un error, que necesitamos salirnos de ahí, que necesitamos anular ese contrato para hacer lo que nos gusta como nos gusta, ya no como antes, sino mejor. Cometimos un error, nos equivocamos, pero podemos arreglarlo antes de que todo lo que no tenga que ver con nosotros se vaya al carajo y nos arrastre por simple asociación.

    —Pero ¿qué tiene que ver el tercer socio con lo que dices que John dice? —dijo, no diciendo, con un aire a aquello-que-no-debe-ser-nombrado.

    —Tienen la obligación de informarnos, por lo menos, veinte días calendario antes de que cerremos año fiscal.

    —Ajá… —arqueó las cejas y le dio un mordisco a su desayuno.

    —Tenemos que tener todo en orden para que no haya ninguna oportunidad de trampa legal —susurró—. John sabe cómo piensan y cómo funcionan: si ellos fallan en informarnos y nosotros cerramos año fiscal, y resulta que en agosto lo hacen público, podríamos demandar, echando mano de un caso contundente, el cual, para proteger la reputación del estudio, llegaría a un caso de liquidación.

    —¿Liquidación?

    Emma se valió de dos o tres circunloquios para darle una ligera noción de cuánto dinero estaban hablando.

    —Suena poco.

    —Poco, mucho… es relativo y no relevante —se encogió entre hombros—. Ayer se lo dije a Volterra, le dije que nos vendría bien un cambio en la estructura interna, y eso solamente podría darse si salimos ganando. Pero todo a su tiempo.

    —¿Cómo? —preguntó la rubia.

    —Necesito que me escuches hasta el final —le dijo Emma; Sophia asintió—. No estaba entre mis planes hacer esto hoy, sino hasta dentro de dos semanas —se justificó—, pero las circunstancias no me dejan postergarlo más.

    —Habla sin rodeos, por favor —espetó Sophia, porque, cuando Emma hablaba así, era porque no sabía cómo decirle algo que creía o sabía que no tomaría bien; normalmente era la primera.

    Estúpidamente, porque no hay otra palabra para describirlo, decidió contarle, a manera de proemio, cómo cuando Volterra había anunciado que contrataría a una diseñadora de muebles ella se había opuesto rotundamente porque los diseñadores de muebles que conocía, hasta aquel entonces, no eran más que unos simples carpinteros glorificados. Esa parte, desde mi punto de vista, habría podido omitirla, porque, entonces, la rubia no se habría ofendido en lo más mínimo. Sin embargo, Emma tuvo a bien aclarar que, aunque la razón que Volterra había tenido para contratarla no había tenido sentido para ella en aquel entonces, ahora sí lo tenía. Procedió con un discurso un tanto soso en el que le indicaba que le prestaba la suficiente atención como para saber que un proyecto de manufacturación de muebles la emocionaba diez veces más que uno que tenía que ver únicamente con el diseño de interiores, casi como si le excitara saber que podía golpear un clavo con un martillo.             

    —El punto es que este desayuno no es un detalle que ha tenido tu novia contigo —suspiró—. Tómalo como una reunión de negocios con la socia mayoritaria del estudio —sonrió.

    —¿Qué? —frunció su ceño.

    —Creo que es importante que separemos las cosas, es lo más saludable —asintió Emma—. Te he dicho todo esto no porque seas mi novia, sino porque me interesa que sepas el trasfondo de lo que te estoy proponiendo.

    Sophia cerró los ojos, se limpió los labios con la servilleta de papel, bebió un sorbo de jugo de arándano y lanzó una callada carcajada nerviosa entre la cual balbuceó una que otra profanidad en griego. Emma la miró impasiblemente, como si hubiese esperado una reacción igual o similar.

    —Quiero darte el veinticinco por ciento del estudio —dijo Emma al fin—. Ya sea el veinticinco por ciento completo o el veinticuatro más uno.

    —¿Darme?

    —He pasado mes y medio comprando tiempo, entre que Natasha firmó el traspaso del veinticuatro más uno, la auditoría, que Volterra que no sabe hacer nada sino joderme la existencia con que necesitamos un tercer socio… —suspiró—. Lo estaba guardando para ti. Como regalo de bodas. —Sophia resopló por lo bajo y negó dos veces con la cabeza—. Dime lo que pasa por tu cabeza, por favor.

    —Me pides que separe las cosas, que separe a mi novia de mi jefa, pero tú, al igual que Volterra, no pueden separar nada —rio desesperanzadoramente—; no saben cómo se hace eso.

    —No se trata de ponerte en una posición incómoda, en una en la que tengas que mediar entre Alec y Emma como supongo que se media entre tu papá y tu novia —le dijo Emma, sintiendo un ligero asco por haber tenido que referirse a sí misma en tercera persona—. No se trata de ponerte en aprietos ni de que, a la hora de la toma de decisiones, tú te pongas automáticamente de mi lado.

    —¿De qué se trata si no? —Disintió.

    —Se trata de que puedas hacer de tu culo un candelero —le dijo a secas—. Se trata de que lo que a ti te gusta, el diseño y la manufacturación de muebles, sea tomado tan en serio como el resto de las áreas del estudio. Se trata de que tenga peso, de que tú tengas peso, de que tengas voz y voto para impulsar y crecer en lo que a ti te gusta.

    —¿Me veo infeliz?

    —¿Qué? —frunció Emma su ceño.

    —Contéstame.

    —Te ves enojada —repuso honestamente y se preparó para recibir alguna bofetada de telenovela a través de la mesa.

    —Eso es porque lo estoy —asintió Sophia—. Pero, dime, ¿te parece que soy infeliz haciendo lo que hago?

    —No, pero me parece que serías más feliz si le pudieras dedicar más tiempo a los muebles, que es lo que más te gusta —se encogió entre hombros—. La idea de Toni o Lucas no es solo porque tú y yo nos vamos a Miami, sino para que, quien se quede de ellos dos, tome los proyectos que no te dejen hacer lo otro.

    —Esto no lo pensaste hoy por la madrugada… —murmuró Sophia.

    —Nunca gané un torneo de ajedrez porque nunca participé en uno —disintió.

    —Debes de sentirte muy orgullosa —rio Sophia un tanto molesta, porque, en ese momento, su arrogancia no le parecía ni sensual, ni graciosa, ni a lugar—. No puedo aceptar eso que quieres darme.

    —¿Por qué no?

    —Porque no me lo he ganado —se encogió entre hombros y enserió la mirada—. Hay personas en ese estudio, como Belinda, que se lo merecen más que yo.

    —Muchos negocios no se basan en la meritocracia, Licenciada Rialto —arqueó Emma su ceja derecha.

    —¿Lo ves? —resopló—. Ya somos dos personas que no creemos que me lo merezco.

    —Los negocios tienen que ver con dinero, no con méritos —disintió Emma con un ligero fastidio en la mirada.

    —Creo haber sido muy clara con Volterra, y contigo también, que yo no tengo novecientos sesenta mil dólares para pagar un veinticuatro por ciento que no me garantiza que furniture design sea acotado en alguna parte, ni siquiera en la página web. No me corresponde por ninguna clase de mérito: no tengo ni dos años de trabajar en el estudio, ¿y ya me estoy convirtiendo en socia? No he aportado tanto capital, no como tú, no como Volterra, no como Belinda, ¿y aun así me estaría convirtiendo en socia? —refunfuñó y se cruzó de brazos—. Ni siquiera he aportado tanta propiedad intelectual.

    —No son novecientos sesenta mil… —masculló entre dientes, siendo incapaz de quedarse tal comentario para sí.

    —¿Perdón?

    —Volterra te ofreció el veinticinco por ciento de los bienes intangibles a precio de mercado —le explicó Emma—. Yo te ofrezco un traspaso.

    —¡Peor! —siseó.

    —¡Sophia! —espetó Emma por primera vez con ella, por primera vez con su nombre, y respiró profundamente para calmarse—. Si el problema es el dinero, te vendo cada por ciento a un maldito dólar, a un maldito centavo, y se acabó la discusión —trazó una tajante línea recta, con su dedo índice, sobre la mesa—. Creí que este era un tema que ya no tenía por qué traernos a esto.

    —No —se rascó la nuca.

    —¿No qué? —ladró enseguida.

    —No —se negó con la cabeza—. No tienes derecho a hacer eso —le dijo.

    —¿No tengo derecho a regalarle algo a mi novia?

    —Tú sabes de qué estoy hablando —disintió, pero Emma simplemente arqueó su ceja para mostrar su desentendimiento—. No puedes enojarte por esto y tampoco puedes reclamarme.

    —No estoy enojada —sacudió la cabeza.

    Sophia la miró incrédula, porque esa manía de rascarse las manos y frotarse las cutículas era lo que delataba su nivel de enojo; todavía no apretaba los puños, todavía no sonreía, pero sabía que estaba a pocos argumentos de caer en ello, y, a decir verdad, a ninguna de las dos les convenía estar enojadas, ni de manera recíproca ni consigo mismas.

    —No me malinterpretes —comenzó diciendo con un suspiro de por medio—. Agradezco que pienses en mí y en lo que me gusta, agradezco el hecho de que estés dispuesta a poner el estudio de cabeza para que haga lo que quiera —dijo e hizo una breve pausa para escoger bien sus palabras.

    —¿Pero? —vomitó su ansiedad.

    —Como dije antes, no considero merecerlo —reiteró—. Además, ser dueña del veinticuatro más uno o del veinticinco por ciento redondo… es… es una responsabilidad que simplemente no quiero, es una responsabilidad demasiado grande: significa ser responsable de cada decisión que defina el rumbo del estudio; significa que cada decisión, de la que sea partícipe, puede afectar a cada empleado —disintió—. Apenas los conozco y, aun así, no puedo decir que los conozco de verdad —se encogió entre hombros—, ni ellos a mí. ¿Qué te hace pensar que estarían de acuerdo con que yo influencie sus trayectorias, sus reputaciones, sus condiciones laborales?

    —¿Cómo lo explico? —se preguntó Emma en voz baja.

    —No soy Natasha, pero soy capaz de entender tus medias palabras y tus oraciones incompletas —dijo su enojo, porque ya no solo se trataba de que la había rebajado a la categoría de carpintero glorificado, sino de que ahora también la trataba, de una u otra forma, de estúpida—. Soy capaz de sumar dos más dos —le lanzó una mirada sulfúrica.

    —No conocí a Pensabene, apenas he visto algunas fotografías por aquí y por allá y he escuchado algunas historias, tanto de Volterra como de Liz y Caroline. No lo puedo juzgar de buena o mala persona, mucho menos de buen o mal arquitecto, pero sí puedo decir que tenía razón en muchas cosas, especialmente en la manera en la que quiso administrar el estudio, porque me parece, aunque poco ortodoxo, simplemente genial: es la relación simbiótica perfecta —le dijo y bebió un sorbo del asqueroso té que ya se había enfriado—. Te lo he dicho en otras ocasiones, pero quizás no he sido lo suficientemente clara: tú no tienes un trato especial porque eres la hija de quien tiene el nombre en la puerta, tampoco lo tienes porque eres la novia del otro nombre en la puerta —disintió—. A ti, como al resto, se te dan las herramientas necesarias para que hagas tu trabajo como quieres y cuando quieres, siempre y cuando cumplas con la cuota que permite que el estudio siga funcionando como lo hace. El estudio no es ni Pixar ni Google ni Facebook, no es una empresa de ensueño, eso lo sé, pero puedo alardear del buen ambiente laboral que se mantiene, incluso a pesar de que la presencia de Segrate ejerce más estrés del necesario sobre mi vesícula biliar, mi páncreas y mi hígado, especialmente sobre mi hígado. Lo que intento decir es que el hecho de que tú tengas un porcentaje, cualquiera que éste sea, no te atribuye la responsabilidad de definir reputaciones, trayectorias o condiciones laborales porque, la primera, aun con el respaldo del estudio, se la hace cada quién; la segunda, también depende de cada quién; y, la tercera, es esfuerzo colectivo, no solo de quienes poseen bienes materiales e intangibles —le dijo y se tomó un momento para terminarse el té, el cual le supo doblemente asqueroso, casi como un vomitivo—. Vine con la promesa de una pasantía, una que Volterra ya había dado y, aunque me rebajé a ser su asistente, le demostré que tengo lo que se necesita para no ser un simple arquitecto que busca simplemente llegar a fin de mes con un salario a base de proyectos pequeños y de poca complejidad. Le demostré que mis testículos psicológicos, además de grandes, están en el lugar correcto: el cliente no siempre tiene la razón y un alto número de proyectos no necesariamente llevan al éxito. Me terminé quedando no por arte de magia, sino porque quería lo que quería y porque sabía que lo que quería no lo iba a conseguir en otra parte, ni siquiera en el estudio de Perlotta. Sí, es cierto, a nadie le gustó el hecho de que tuviera una oficina para mí sola, pero nadie estaba en la disposición mental, emocional o económica para hacer lo que yo hice con Volterra: le di lo que necesitaba para que terminara de pagar el local y para que terminara de armar el taller, y, a partir de eso, prácticamente me compré un estudio para ejercer mi vocación como se me da la regalada gana. Llámale Ego, arrogancia, soberbia o como quieras, pero fue un negocio inteligente porque ni me falta trabajo ni tengo que buscarlo. —Golpeó la mesa dos veces con sus nudillos—. Lo que te estoy ofreciendo es la oportunidad de demostrarle a Volterra que, en efecto, el diseño de muebles no es un servicio adicional al que se llega casual y accidentalmente a través del diseño de interiores, sino uno con fuerza independiente. Lo que te estoy ofreciendo es la oportunidad de, así como yo coloqué Interior Design en la página web, también se puede colocar una pestaña para Furniture Design & Manufacturing. Lo que te estoy ofreciendo es la oportunidad de que los clientes vengan a ti por los muebles.

    —Lo haces sonar como si tuviera algo que probar —repuso Sophia con el ceño fruncido.

    —Ah, ¿no? —arqueó su ceja izquierda.

    —Yo no tengo nada que probarle a nadie, ni a ti ni a Volterra.

    —No voy a decir que tu profesión es irrelevante —resopló Emma, cruzándose de brazos y dejando que su espalda se posara, por primera vez en demasiados minutos, contra el incómodo respaldo de la silla—, porque no podría compartir mi vida con alguien que no quiere hacer nada, con alguien que no tiene ni aspiraciones ni propósito.

    —Esto no se trata de ti —gruñó, porque el impulso bestial se le había quedado atorado en la garganta tras acordarse a sí misma que, primero, estaban en un lugar público, y, segundo, no iba a alzarle la voz; la última vez que lo había hecho, la cual había sido también la primera, había salido terriblemente mal.

    —Tú lo haces sobre mí —se encogió Emma entre hombros.

    —¿Qué? —rio fastidiada.

    —Por alguna razón crees que tienes que probarme algo —le dijo—, o que tienes que probarle algo a Volterra.

    —Así es como ustedes lo hacen ver; así es como ustedes lo ven con personas que no son ustedes mismos.

    —Yo ya sé qué es lo que puedes hacer y ya sé de lo que eres capaz, pero no sé hasta donde puedes llegar —disintió—. Y eso último es lo de menos —agregó y se tomó un segundo para respirar—. El hecho de que pienses que tienes que probarle algo a alguien es absurdo porque a la única persona a la que le interesa la aprobación es a ti misma —se encogió entre hombros y, aunque quiso disculparse de inmediato para evitar todo lo que sabía que vendría luego, decidió que era necesario tener esa conversación—. Tienes razón, es estúpido pensar que puedo separar las cosas, pensar que puedo desdoblarme para ser tu jefa y tu novia en sentidos totalmente opuestos y contradictorios, pero es aún más estúpido saber que conozco tu potencial porque lo he visto como tu novia, pero no como tu jefa —le dijo—. Como tu jefa, lo único que espero es que cumplas con la cuota anual y que, poco a poco, te construyas una reputación que te sirva como vehículo de publicidad propia, pero, insisto, me parece increíble que si no te conociera como tu novia no tendría manera de saber de lo que eres capaz.

    —Sí te das cuenta cómo es que sí tengo trato especial, ¿verdad? —preguntó con la mirada entrecerrada—. Si no tengo nada de especial, si no hago nada relevante o que me haga sobresalir…

    —Y aquí es en donde yo te detengo —alzó Emma la palma de su mano a la altura de su pecho, pues sabía perfectamente bien que estaba a punto de preguntar por qué seguía trabajando allí—. Deja de sentir lástima por ti misma, deja de sentirte menos.

    —Tú no ayudas —repuso furiosa.

    —No sé cuál es el afán de pelearme esto —suspiró mientras disentía—. Creo que te he demostrado, una y otra vez, que te conozco demasiado bien, quizás mejor de lo que te conoces a ti misma, que sé lo que quieres incluso antes de que sepas que lo quieres —dijo, siendo incapaz de disimular una arrogante sonrisita que le tironeó la comisura derecha—. Te conozco a un nivel tan elemental que me parece absurdo que pienses que te propondría algo para lo que no estás lista o algo que no quieres en lo absoluto.

    —¿Sabes qué es realmente absurdo? —le lanzó una mirada sulfúrica; Emma, reconociendo la calidad retórica de su pregunta, aguardó los tres reglamentarios segundos de silencio y suspenso—. Absurdo es que quieres traer tus saberes sexuales a algo que pasa fuera de la cama —dijo entre dientes.

    —Si esto no tiene que ver con aquello, ¿cómo es ofrecerte esto sinónimo de tenerte lástima? —frunció su ceño.

    —Me quieres elevar a tu nivel —contestó Sophia—, o a la mitad de tu nivel.

    —¿Qué mier…? —resopló y golpeó su apretado puño derecho contra su mentón.

    —Tú lo dijiste: no puedes compartir tu vida con alguien que no tiene ni aspiraciones ni propósito —dijo—. Tú no puedes compartir tu vida con alguien que no tiene las mismas aspiraciones que tú… el mismo propósito que tú. —Emma inspiró rápidamente y apretó la mandíbula tan fuerte como pudo, se le marcaron los cóndilos, apretó su puño con mayor fuerza y exhaló—. Me rescata el diseño de interiores, porque no veo cómo puedes conformarte con un carpintero glorificado, pero lo que importa es que, al final del día, nunca voy a alcanzar la grandiosidad de un arquitecto.

    Ante tal comentario, Emma ensanchó la mirada. A Sophia se le aguaron los ojos tras haber tragado gruesa y dificultosamente. Ninguna de las dos pudo creer que tales palabras habían sido dichas con tanto rencor; ambas habían sido tomadas por sorpresa, tanto por sí mismas como por la otra. Se sostuvieron la mirada por intensos segundos que parecieron horas. Ninguna dijo nada. Ninguna se atrevió a respirar con la más mínima sonoridad.

    Una estaba creyendo en Dios y la otra en Zeus —como si no se refirieran a la misma cosa— cuando una mesera se asomó para retirar los platos vacíos y preguntar, con una sonrisa de omisión y de sed de buenas propinas, si querían algo más. «Sabiduría», se dijo la primera mientras se negaba con la cabeza y pedía la cuenta con un susurro. «Serenidad», se dijo la segunda. Tras su retirada, Emma miró a Sophia con la confusión y la consternación propias de haber escuchado aquel comentario que parecía habérsele escapado después de tanto tiempo de opresión, y quiso decir algo en su defensa y en defensa de ambas, pero no supo hacer nada más que entrar en pánico cuando, siguiéndola con la mirada, Sophia se puso de pie y se retiró sin mayor explicación, justificación o comentario.

    Respiró profundamente para oxigenarse el cerebro, para pensar con claridad, y se dejó crujir los dedos y las muñecas por la autonomía de sus manos. Encontró consuelo en saber que no se había ido sin su bolso y en que había escapado en dirección al baño. Decidió no ir tras ella para darle, al menos, algunos minutos de espacio y algunos metros de tiempo.

    El par de ojos celestes se miró en el espejo y se rehuyó en cuanto notó sus escleróticas enrojecidas. Sintió vergüenza. Se aferró a las baldosas frías que encerraban el lavamanos y, fundiendo el mentón en el hombro derecho, atropelló su exhalación con el ahogo de un sollozo de un enojo, de una frustración, de una ofensa y de una impotencia. Cerró los ojos y, tras sentir cómo dos gotas se le deslizaban por los pómulos, se recompuso con rapidez: alzó el mentón, se aclaró la garganta, se limpió el rostro y se deshizo de la repentina congestión nasal. Abrió la llave del agua fría y dejó sus manos bajo el chorro por el tiempo que consideró necesario para acabar con la canícula que había desatado su cólera. Los dioses se prepararon para hacer de la situación un rapto de Helena, para hacer de Sophia un Aquiles.

    Emma permaneció ahí, sentada, sin saber cómo disimular su impaciencia: su pie derecho se agitaba con desesperación y las yemas de sus dedos iban y venían por sus cutículas. Respiró aliviada en cuanto la rubia tomó asiento nuevamente frente a ella; esto sí logró contenerlo en sus adentros. Pensó en preguntarle si en verdad pensaba que le estaba ofreciendo lo que le ofrecía para elevarla a un nivel más próximo al suyo, «whatever that’s supposed to mean», porque la única persona que estaba por debajo de ella era la escoria de David Segrate; pensó en defenderse y decirle que ella no consideraba que la imponencia de una persona iba amarrada a la profesión, sino a la actitud y al carácter, pero eso sería probar el punto de la rubia; pensó en aclararle que ella no la tomaba por un carpintero glorificado, pero eso sería caer nuevamente en un discurso nepotista y ciertamente mentiroso, porque todavía pensaba que las habilidades de Sophia eran precisamente la excepción que probaba la regla de que los diseñadores de muebles eran una de tres cosas: un decorador con aires de grandeza, un diseñador de interiores frustrado o un carpintero glorificado; pensó, irracional y graciosamente, en decirle que la carpintería era el oficio sacrosanto por antonomasia, pero, por una parte, sería cristianizar la situación, y, por la otra, sería rebajar una maestría a un oficio; y pensó en pedirle una sincera disculpa por haberla tomado por un “carpintero glorificado” aunque en aquel entonces no la conocía, una disculpa por haberla llamado “carpintero glorificado” aunque no lo había hecho. Sin embargo, todo aquello sobraba en ese momento.

    —Es cierto, contigo no puedo separar las cosas—comenzó diciendo, intentando mantener su voz tranquila y estable—, porque nunca he podido y porque siempre he sido más tu novia que tu jefa. Es cierto, te he dado más libertades que las que sé que les daré a Parsons y a SCAD, y he sido permisiva contigo porque no puedo separarte en colega profesional y novia, porque antes de ti nunca tuve que hacerlo, porque no quiero ni hacerlo ni intentarlo, y porque parte de lo que me gusta de ti es que compartes mi profesión y, al mismo tiempo, difieres de ella —se apoyó de la mesa con ambos brazos y suavizó su mirada, tenía ambos pies sobre el suelo; ya no sacudía nada—. Volterra no acudió a mí solo por mi cuenta bancaria, sino porque sabía que no iba a echar a perder lo que tanto él como Pensabene habían construido desde cero. Para hacer lo que Volterra hizo conmigo se necesita mucha confianza, muchísima, porque no puedes confiar en cualquiera para que respete una extensión de ti y para que se responsabilice por ella —le dijo, desviando su mirada hacia el entrelazamiento de sus propios dedos—. Pero esta organización del diablo abruma la cordura empresarial de Volterra y entró en pánico por mi culpa, porque en ningún momento le dije lo que había en mis planes, y por eso se ha pasado los días ofreciendo el veinticinco por ciento a quien quiera escuchar y a quien le da lo mismo si el cielo se cae hoy o mañana —se encogió entre hombros—. Confié en Natasha porque sé que no le interesa ni arruinar ni arrebatarme mi juguete favorito —dijo—, y fue un favor el que me hizo, porque era urgente que fuéramos tres socios si queríamos firmar el maldito contrato —suspiró—, pero nunca lo quise para ella, porque ella no tiene nada que ver con el estudio —alzó la mirada—. Ese veinticinco por ciento, ya sea en calidad de veinticuatro más uno o de veinticinco, siempre ha sido y siempre será para ti: si no te lo daba yo, te lo daba él, pero su tiempo se acabó en el momento en el que la repartición ya no fue la misma —negó ligeramente con la cabeza—. Esto no se trata de méritos, porque, si de méritos se tratara, sería de Belinda, en eso estamos de acuerdo —asintió una tan sola vez—. Pero Belinda está cómoda como está y en donde está, y no por eso voy a ofrecérselo a cualquiera. Esto se trata de en quién confío para que el estudio prospere y se perpetúe, para que crezca de manera orgánica y cree demanda a través de oferta, no para que el mercado se lo coma y se resista a la demanda o, en el mejor de los casos, que se vea obligado a satisfacer la demanda con matices necios. No hay por qué padecer de enanez mental: el conservadurismo profesional solo lleva al estancamiento y posteriormente al deceso —se lamentó—. Es cierto, estoy dispuesta a poner el mundo a tus pies para verte feliz, aunque sepa que lo eres, incluso en este preciso momento que estás que te rebalsas de enojo conmigo, pero lo que te ofrezco no es resolvértelo todo, porque eso también es cierto, no te puedo garantizar que sea fácil. No te ofrezco esto con la garantía de un éxito de la noche a la mañana o de que tengas tanto trabajo que termines repudiando tu propia vocación. Lo que te ofrezco es una oportunidad para que empieces a darte a conocer en el mercado como se debe, porque pocos sabemos quién eres, qué haces y qué puedes hacer, porque Furniture Design & Manufacturing puede pasar de ser uno de tantos Additional Services a tener su propia pestaña en el sitio web —le dijo, irguiéndose para recibir la cuenta de la mano de la mesera que, gracias a Dios, se había tardado demasiado—. Esto es lo que te ofrezco, Sophia: un comienzo —miró el monto total y, con indiferencia se volvió sobre su costado derecho para buscar la cartera dentro de su bolso.

    —¿Qué pasa si no lo quiero? —preguntó.

    —Así como he considerado los resultados positivos, también he considerado los negativos —suspiró—. Y no pasaría nada —se encogió entre hombros y arrojó tres Jacksons sobre la factura.

    —No tengo novecientos sesenta mil dólares —repuso por lo bajo—. Like, who the fuck would have a million dollars laying around, a million dollars to spare?

    —No te lo vendería a ese precio —le dijo, omitiendo el comentario para no caer en otra conversación inútil, y, con un delicado gesto con la mano, detuvo lo que sabiamente predijo que sería la negación a un traspaso—. El veinticinco por ciento de los bienes intangibles cuesta eso, y yo no te estoy ofreciendo solo los intangibles, sino también los materiales —la miró a los ojos.

    —¿Cuánto cuesta todo junto? —murmuró con cierto temor en su voz.

    —Un poco más de esto —señaló Emma dos de los catorce dígitos que conformaban el número correlativo de la factura.

    —Si no tengo para pagar los intangibles, mucho menos para todo —reiteró Sophia, llevándose una de sus manos a la frente para disimular la repentina palidez.

    —El contrato vanidoso que tenemos con la organización que-no-debe-ser-nombrada infla los precios.

    —No importa cuánto lo infla, no tengo esa cantidad.

    —No te obsesiones con el precio. Podemos hacer el traspaso o podemos negociar un precio —le dijo en tono reconfortante—. Este tipo de pormenores los podemos ver luego.

    —Creí que esto era urgente —suspiró.

    —Los podemos ver, a más tardar, el lunes —se corrigió con un asentimiento y, al notarla abrumada y confundida, aun por encima de su enojo, agregó—: No te puedo obligar a que aceptes una u otra opción, no te puedo obligar a hacer nada que no quieras, pero te pido por favor que lo pienses —dijo e hizo una breve pausa para mirar su reloj—. John estará en su oficina todo el día. Si no es mucho pedir, me gustaría que fueras con él para que te explicara todos los detalles y para que responda a todas las preguntas que puedas tener.

    —¿No necesito un abogado personal? —vomitó su ignorancia.

    —Sí —asintió Emma y, rápidamente, se volvió hacia su bolso para sacar el teléfono—. Se llama Jillian Sutton, trabaja con Romeo —murmuró mientras manipulaba el teléfono con el ir y venir de sus dedos—. Llámala —le dijo y le envió el contacto que el mencionado le había proveído hacía un par de horas.

    —¿Tú no vienes conmigo? —frunció Sophia su ceño, intentando apaciguar la efervescencia de su enojo.

    —No —disintió—. Legalmente hablando, no puedo ejercer ningún tipo de presión para que tomes una decisión. —Sophia rio nasalmente—. No quiero que accedas solo porque eso es lo que quiero, tampoco quiero que te niegues solo por llevarme la contraria. Como dije: lo único que pido es que lo pienses, que lo consideres. Aceptaré la decisión que tomes —dijo y, de manera inesperada, se puso de pie y descolgó el bolso del respaldo de su silla.

    —¿Eso es todo? —la miró desde abajo, intentando reprimir el enojo que estaba a punto de salírsele de control, ¿cómo podía arrojar una bomba como esa y no quedarse para asumir las consecuencias?

    —Margaret nos recibirá a las diez —asintió, echándose el bolso al hombro y viendo cómo Sophia se incorporaba y la imitaba—. Después de ti. —Le cedió el paso y caminaron hasta encontrarse en la acera, en donde Emma alzó su brazo derecho para llamar la atención del taxi que esperaba, sobre 30th Street, a que el semáforo se pusiera en verde—. Tómate el tiempo que necesites y aprovecha a Jillian y a John —le dijo.

    Sophia simplemente asintió en silencio y esperó a que el taxi se detuviera frente a ellas. Emma abrió la puerta y, sin saber si lo esperaba o no, le dijo que ella tomaría el siguiente. Asintió de nuevo y, estando con un pie dentro del vehículo amarillo, fue experimentadora del momento más incómodo que había habido, hasta ese entonces, entre las dos.

    Quisieron despedirse con palabras, pero a ninguna de las dos les salieron. Antepusieron la costumbre y la tradición de un beso en los labios, pero, por alguna razón, el enojo se lo impidió a la licenciada y la fallidamente disimulada congoja a la arquitecta, por lo cual convinieron en que un beso en la mejilla sería lo más cercano a lo adecuado, mas, al no hacerlo con tanta frecuencia, no supieron qué mejilla debían ofrecer. Sophia ofreció la mejilla izquierda por la costumbre de existir siempre al lado izquierdo de Emma, y Emma ofreció la mejilla derecha porque se lo dictó su sentido común; esto concluyó en un suspiro de frustración y en un beso aéreo que ninguna de las dos recordaría quién lo dio y quién lo recibió en cuál mejilla.

     “To say ‘she’s pissed’ would be the understatement of the year”, escribió Emma rápidamente en su teléfono, “She’s coming your way. Could you get her some coffee, please?”.

    Miró, por la esquina de su ojo, cómo el taxi se alejaba en dirección a FDR Drive, y, mientras esperaba por la casualidad de otro taxi, llamó a Gaby y le pidió, por favor, que les dijera a Toni y a Lucas que los veía en el Starbucks de 39th and Eighth a las nueve y media. Se empaló las orejas y, tal y como lo había presagiado por la madrugada, supo que sería un día atestado de frustración y desesperación: justo cuando presionó play en su teléfono, escuchó cómo “Personal Jesus” sonaba únicamente por el audífono derecho. «You have got to be kidding me», se dijo, no siendo capaz de recordar si la canción comenzaba así. Presionó next y confirmó, tanto con “Tainted Love” como con “Come Undone”, que, en efecto, «fucking earphones coming fucking undone». Arrancó la espiga con odio, como si Bose tuviera la culpa de lo mal que había ido una conversación en la que, a pesar de que había esperado cierta oposición y resistencia, no esperó escuchar ni hacer acusación alguna.

    Por primera vez en dieciocho meses, mientras se le ocurrían doce maneras distintas y menos ofensivas para decir lo que había dicho, hizo de los cables un enredado puñado y los arrojó en el basurero municipal más cercano.

    —¡TAXI! —gruñó, alzando la mano para detener el Nissan que se aproximaba—. Best Buy on Forty-fourth and Fifth —dijo a medida que se arrojaba sobre el tapiz de cuero sintético. Se le olvidó el por favor.

 

    —Greenwich and Albany, please —suspiró Sophia tras haberse dejado acoger por el olor a nuevo y por un redundante “N.Y. State of Mind”, de Nas, en iHeartRadio.

    —Fine morning, ain’t it? —sonrió a través del espejo retrovisor.

    —Fine morning indeed —se encogió su sarcasmo entre hombros y, sin pensarlo dos veces, buscó su teléfono.

    —Buenos días —la saludó la voz que, aunque siempre le sonaba a una sonrisa y a todo lo reconfortante, hoy le sonaba a complicidad y vergüenza.

    —¿Sabías que esto iba a pasar? —intentó no ladrar—. ¿Lo sabías?

    —¿Te caíste de la cama? —rio él—. ¿De qué estás hablando?

    —Del tercer socio —contestó a secas y, tal y como lo imaginaba, obtuvo un corto pero profundo silencio en el que únicamente escuchó cierta desesperación en su respiración—. Lo sabías.

    —¿En dónde estás?

    —Voy en camino a tu territorio —le dijo—, a reunirme con el abogado.

    —¡Vaya! —exhaló a través de una risa gutural—. No resultó ni la mitad de mal.

    —A nadie le gusta que lo embosquen de esta manera —repuso—. No tengo tiempo para detenerme y pensar.

    —Siempre hay tiempo, Pía —sonrió a través de la línea—. ¿Necesitas apoyo emocional?

    —No me utilices para castigar a alguno de tus lacayos —rio, divertida, por primera vez desde que había salido del 680 hacía poco más de dos horas.

    —¿Ya llamaste a Jillian?

    —¡Es que tú lo sabes todo! —gruñó.

    —¿Ya la llamaste? —omitió el comentario anterior y, ante el silencio que se interpuso, le ordenó—: Llámala en este preciso instante, Pia. Llámala.

    —Está bien, está bien —cedió.

    —Te enviaré un poco de apoyo emocional —le dijo segundos antes de que colgara.

    —Buenos días, Phillip —rio nasalmente.

 

    «“Where’s your head at?!”», repitió a gritos mentales, con ese nato movimiento de cabeza. Aspiró una última vez del cigarrillo que sostenía entre el índice y medio de la mano izquierda, se inundó los pulmones con el humo tan tóxico y sabroso, arrojó la colilla al suelo y la pisó con la punta del Fila de gamuza bermellón. Sacó el humo por la nariz mientras se aseguraba de que el penúltimo Camel había sido propiamente apagado, y, de la cajetilla, produjo el blíster con la penúltima pastilla. Lo volvió sobre sí. Con sumo cuidado, recortó la fina lámina de aluminio, la cual levantó con la yema de su índice derecho, y volcó el blíster sobre la palma de su mano para depositar la pastilla que recién liberaba. La arrojó a su boca.

    Su lengua jugó con el trozo de goma de mascar hasta colocarlo entre los molares, cerró la mandíbula y sintió el pequeño placer de hacer sangrar el líquido viscoso de hierbabuena sobre su lengua. Guardó el blíster dentro de la cajetilla y se dispuso a entretenerse con el rectángulo de aluminio que todavía se adhería a su dedo. Lo dobló por mitad y nuevamente por mitad.

    Se aburrió de Basement Jaxx, por lo que presionó dos veces el control del micrófono de sus audífonos, y sonrió con “Weapon of Choice”. Se sintió como Christopher Walken. Quiso ser Christopher Walken, despojarse de toda vergüenza para poder bailar a lo largo de Viale dell’Università. Arrojó la cajetilla al interior del auto y se palpó el bolsillo izquierdo del pantalón. Tenía suficientes monedas de suficiente peso. Miró a ambos lados de la calle, esperó a que pasara la Vespa y el Dacia, y cruzó mientras se imaginaba bailando. Esperó su turno y pagó dos latas de coca cola. Ya había comenzado el frenesí del mondiali di calcio: en ambas latas se encerraba la bandera italiana en un corazón y se alentaba a la selección nacional con un insípido “Alè Alè!”. Cruzó la calle de nuevo y se apoyó de la cajuela del auto.

    Contrario a lo que sugería la canción que ahora escuchaba, “Keep On Moving”, ella permaneció estática, dejando que la brisa le soplara el cabello y le refrescara la nuca. Hizo una pequeña bomba con la goma de mascar, la encerró tras los dientes y la reventó contra el paladar. Se la tragó a falta de algo en qué poder pegarla para botarla. Abrió la lata, se colocó las gafas oscuras a modo de diadema, bebió un generoso sorbo que le aguó los ojos y que le provocó picazón en la nariz, y regresó las gafas a su lugar original. Detestaba que el gas le manchara los vidrios de las gafas. Miró las agujas del Tag Carrera azul que solía llevar en la muñeca derecha a pesar de ser diestra, golpeó el vidrio un par de veces con el dedo, pero las agujas permanecieron estáticas sobre las nueve con doce minutos, hora a la que se le había caído de las manos y había aterrizado sobre las baldosas de la cocina. Miró el reloj del teléfono y sonrió. Ya no faltaba nada.

    De un segundo a otro, aquel lugar empezó a vomitar gente. Algunos simplemente buscaban estar fuera de los confines del complejo universitario para poder encender el anhelado cigarrillo que llevaban entre los labios o detrás de la oreja, otros iban en busca de gelato y algunos simplemente querían huir de aquel lugar por un mínimo de cuarenta y ocho horas. La ubicó entre la multitud, caminaba a un extremo del terceto estudiantil con el que compartía una risa y comentarios subsecuentes.

    Como el calor lo ameritaba, se había metido en un short blanco que escondía las marcas del bronceado gratis que conseguía en las tres o cuatro sesiones por semana en las canchas del Gianicolo; la blusa era azul con algún patrón de líneas blancas que, desde donde estaba, parecían imitar al mapa de todas las constelaciones, y era ligera, de manga corta y brevemente escotada; calzaba lo del día anterior; y, del hombro izquierdo, le colgaba el bolso mensajero de siempre. Esto último la entristeció.

    No tuvo que decirle nada ni hacerle señal alguna para que la viera, pues era difícil omitir algo tan fuera de lugar: un MINI verde entre la fila de vespas y bicicletas. La observó despedirse de sus compañeros con cierto nerviosismo y pudor de por medio, como si su presencia fuera tan grave como la apertura de la caja de Pandora. La escena le pareció majestuosa, incluso pese a la banalidad de esta; consideró que era un privilegio ver cómo Irene no objetaba en cruzarse la calle —algo que odiaba de las calles de dos sentidos— para ir a su encuentro (aquí es en donde Sophia cuenta cómo la vida privilegiada de nana y chofer llevó a Irene a la inutilidad peatonal; no sabía cruzar calles). Se le antojó recibirla con un abrazo y un beso en los labios, mas aquello habría sido inapropiado debido al público que rodeaba a la griega. A ella eso le era únicamente relevante porque, por alguna razón, quería que todos los alumnos de Ciencias Medicinales supieran que esos labios solamente ella los besaba.

    —Veo que no traes nada —dijo Alex, arrancándose los audífonos de las orejas, en relevo de cualquier cordial y educado saludo—. Te compré una —le alcanzó la lata de coca cola.

    —¿No me vas a saludar? —rio Irene.

    —No —disintió.

    —¿Por qué?

    —Porque sería ir en contra de tus reglas —sonrió—. Veo que no traes nada —repitió y se quitó las gafas oscuras.

    —Mi mamá tiene una lasagna bolognese en el horno y nos está esperando—le dijo Irene.

    —¡No se diga más! —ensanchó Alex la sonrisa—. Súbete.

 

    Sintió como si estuviera buscando una aguja entre un montículo de mierda, ¿quién carajo sabía escoger entre tanto modelo, marca y calidad? Había demasiadas opciones de audífonos. En ese momento se arrepintió de haberse desecho de los audífonos, porque bastaba con mostrárselos a cualquier dependiente para que reconociera el modelo y le diera uno igual o, en el peor de los casos, uno similar. Pensó en llamar a Gaby para preguntarle cuál era el modelo que había comprado para ella, pero eso habría sido caer en la ineptitud absoluta y a ella todavía le quedaba un poco de vergüenza.

    Contempló la idea de ejercer su lealtad con Bose, pues, al fin y al cabo, los audífonos anteriores le habían durado dieciocho meses, mas, por su precio, podría comprar cinco Skullcandy que probablemente le durarían más como conjunto. Vaya dilema. Pero ¿qué sería de su imagen si llevara una calavera en cada oreja? A la mierda con la imagen, las calaveras ya las había llevado con Alexander McQueen y no había pasado nada; sin embargo, aquello había sido Couture y no una reputación de patinetas. Se mantuvo firme en cuanto a su lealtad y, haciendo caso omiso a toda la información de garantía que recitaba el muchacho que cobraba, sacó sus audífonos nuevos y tuvo el placer de estrenarlos, precisamente, con “Come Undone” como si con eso pudiese arreglar lo que sabía que había estropeado.

    Caminó a lo largo de 43rd St. hasta llegar a la Octava Avenida, en donde cruzó hacia la izquierda para llegar al Starbucks de 39th St. Todavía faltaban diez minutos para que se cumpliera la hora a la que había citado a sus discípulos. Se acercó al mostrador, pidió un té de durazno —lo más cercano al de todos los días— y, tras haber recogido el vaso, cuyo nombre parecía más bien un “Enna” que un “Emma”, tomó asiento en una de las mesas más retiradas. Supuso que podría avanzar algunas páginas de Gli zii di Sicilia”, libro que mantenía en su bolso para momentos en los que tenía que esperar, momentos como ese. Intentó recordar sobre qué trataba, pues había sido hacía demasiado tiempo que había tenido que esperar a alguien. Al no recordar nada, decidió empezar desde el principio.

 

    —Dice la Arquitecta Pavlovic que los espera en el Starbucks de la treinta y nueve con octava… a las nueve y media —dijo Gaby para los dos pasantes.

    Hubo un segundo de silencio y quietud, de paz. Luego, rápidamente, todo aquello se fue al carajo: Toni se puso de pie tan rápido como pudo y, sin tener que hacer una escala en el perchero del cual Lucas descolgaba su chaqueta, abrió la puerta con tal ímpetu que golpeó a su colega y contrincante. Rio siniestramente y apretó el paso, como quien lleva la mitad del mojón por fuera, con la esperanza de que aquel portazo hubiera ocasionado estragos suficientes, como una contusión cerebral, para llegar al ascensor con suficiente ventaja y viajar sin él; sin embargo, las largas piernas del sureño la alcanzaron cuando todavía presionaba repetidamente el botón y miraba sobre su hombro con la paranoia de las películas de suspenso.

    —No te mueres ni con Baygon —le dijo ella.

    —Tienes suerte de que no te acuse de abuso —repuso él, sosteniendo su bolso entre las piernas para ponerse la chaqueta, y, ante su silencio, le preguntó—: ¿Qué crees que tiene preparado?

    —No sé —se encogió desdeñosamente entre hombros—. Pero seguramente no es nada tan bueno como lo que ocurrió en la reunión de ayer.

    —No es justo —refunfuñó él con un suspiro—. Si no me vas a contar qué pasó o de qué hablaron, ¿cuál es el punto de restregármelo en la cara? —la miró por la esquina de su ojo izquierdo.

    —El punto es que te corroas de la curiosidad —rio burlonamente.

    —La Licenciada Rialto me enseñó muchas cosas —dijo Lucas en su defensa.

    —Si te enseñó algo es porque no sabes nada de nada —rio de nuevo.

    —Y me puso a diseñar el espacio que traía Mrs. Robinson —omitió su menosprecio.

    —¿Para qué? —resopló—. El proyecto se fue, ¿de qué te habrá servido pasarte la tarde entera diseñando algo que no sucederá? Esa rubia solo sabe perder el tiempo —enrolló los ojos y, ante el timbre del ascensor, se incorporó en él.

    —Nada pierdo con decírtelo —le dijo Lucas—, pero sería bueno que no la atacaras tanto.

    —Es gracioso cómo logras establecer un vínculo especial con ella a partir del fracaso, de la sombra que la Arquitecta hace sobre ella y de la que, análogamente, yo hago sobre ti —rio engreídamente—. Ese sentido de hermandad me provoca náuseas.

    —¿Por qué no puedes pensar que si está ahí es porque tiene algo? —Frunció su ceño.

    —Porque lo que tiene es que es bonita —dijo como todas las otras veces—. No me interesa impresionar a una nadie, sino a quien tiene el nombre en la puerta.

    —¿Y te has puesto a pensar en cómo quien tiene el nombre en la puerta evaluaría tu actitud? —susurró—. ¿Crees que tienes oportunidad de ser contratada cuando no sabes respetar a tus compañeros de trabajo?

    —Tengo más oportunidad que tú, lameculos —se encogió entre hombros—. Es más respetable alguien que entiende que este negocio es intenso y feroz, que alguien que va por la vida besando y lamiendo culos.

    Lucas arqueó las cejas y se encogió entre hombros. Decidió ya no abordar el tema, pues no podía hacer que oídos necios y sordos escucharan el más sano de los consejos que podía darle.

    En cuanto las puertas del ascensor se abrieron, ambos aceleraron el paso hasta salir del vestíbulo, en donde corrieron para reclamar el primer y único taxi de la fila, el cual se pelearon con insultos de medio pelo: ella deseó que sus papás lo hubiesen abortado, él que sus papás fuesen pobres. Terminaron compartiendo el vehículo, cada uno pegado a su correspondiente ventana y sin despegar los labios más que para él decir hacia dónde se dirigían y ella para corregir la ruta que seguirían.

    —No sé ni por qué opinas —se quejó Lucas tras diez minutos de estar detenidos en 43rd and Ninth—. A ti te llevan en alfombra mágica.

    El sureño tomó sus cosas, arrojó un billete de veinte dólares y salió del vehículo. Se terció el bolso sobre el hombro izquierdo y lo tomó bajo el brazo derecho, y empezó a correr en dirección a la Octava Avenida. Calculó que tendría que empezar a caminar entre 40thy 39thSt. para no llegar agitado, y, justo cuando hizo dicho cálculo, fue víctima de una de sus grandiosas epifanías: recordó que el espacio que habían fallado en asegurar el día anterior estaba sobre 39th St. Emma debía haber dado la cara por ellos para conseguir una segunda oportunidad.

    Toni y Lucas llegaron al mismo tiempo, ella que se bajaba del taxi y él que se detenía justo frente a la puerta, mas él, por impaciente, había cedido a la desesperación y ahora manifestaba mejillas enrojecidas y gotas de sudor en la frente. Se maldijo por no saber mejor, por no saber guardar la calma de psicópata que Toni parecía poseer, pero lo hecho, hecho estaba. Abrió la puerta y le cedió el paso a la mujer que claramente se burlaba de él y de la transpiración que intentaba ser contenida por la camisa a finas rayas rojas y blancas, la corbata azul marino, el chaleco gris rata y la chaqueta marrón chamuscado.

    Atisbaron a la Arquitecta Pavlovic al final del local. Estaba tan fresca y tan limpia que ambos se cohibieron, más él que ella, y estaba tan tranquila, leyendo el librito que quedaba pequeño entre sus manos y escuchando alguna canción que la hacía marcar el ritmo con su pie derecho.

    —Te apuesto a que escucha Beethoven —susurró Toni.

    —Crees que escucha Beethoven porque es el único compositor que conoces —rio él, intentando contraatacar con un comentario como el que ella habría hecho si hubiese sido él quien hubiera dicho lo anterior.

    —Te apuesto un café, el que quieras —dijo rápidamente y le ofreció la mano para cerrar el trato—, a que escucha música clásica.

    —Eso me lo puedo comprar —negó con la cabeza—. Me basta con el placer de que sepas que no sabes nada —sonrió y le estrechó la mano.

    —Guácala, Meyers, ¿con esa mano sudada piensas saludar a los clientes? —rio y se abrió camino hacia Emma—. Buenos días, Arquitecta —sonrió, esta vez dócil y casi humildemente, mas Emma, por estar disfrutando del libro y de la música, no la escuchó—. Buenos días, Arquitecta —repitió.

    Emma arqueó su ceja derecha y miró, de reojo, cómo los dos pilares simplemente existían de pie. Suspiró, terminó de leer hasta el siguiente punto y arrojó el marcador que había sido inspirado en los ventanales que F.L. Wright había diseñado para la Avery Coonley Playhouse. Odiaba interrumpir su lectura en algo que no fuera un punto final de capítulo, pero esta vez había tenido que dejarlo abandonado en la parte en la que Dagnino gritaba “Lunga vita allá libertà!”.

    —Buenos días —dijo Emma, desprendiéndose el audífono de la oreja derecha y volviéndose sobre el banquillo para encararlos—. Vienen a tiempo —añadió complacida—. Lucas, parece que necesitas agua —arqueó su ceja izquierda—. Ve y cómprate una botella.

    —¿Quiere algo usted? —preguntó por educación, no por lo que Toni lo acusaba.

    —No, gracias —dibujó una escuálida sonrisa.

    —¿Y tú? —le preguntó a Parsons, quien se negó con la cabeza.

    —¿Qué semana es mejor para ti? —inquirió Emma en cuanto Lucas se hubo retirado, y, al notar que Toni parecía no entenderle, respiró profundamente antes de darle la pista más evidente—: Oceania.

    —La semana que usted disponga está bien —reaccionó rápidamente.

    —Bien —asintió Emma—. Todavía no nos vamos —dijo, ofreciéndole el asiento libre a su lado—. Voy a esperar a Lucas para decirles qué vamos a hacer hoy.

    Toni asintió en silencio y apoyó su escuálido trasero en la silla. La contempló como quería ser capaz de contemplar los óleos sobre lienzos que colgaban en el MoMA, con una curiosidad tan intensa que jugaba con los límites del acoso.

    —¿Te puedo ayudar en algo? —musitó Emma con la ceja arqueada.

    —Es una pregunta estúpida —se excusó—, pero ¿qué escuchaba?

    Emma se volvió hacia ella con expresión atónita, como si no quisiera ser capaz de entender lo que le había preguntado. Rápidamente, fue víctima de una regresión al primer semestre de universidad, a aquel laboratorio de ventanas altas y delgadas en el que recibía Storia dell’Architettura Contemporanea con Anita Marone: Fabrizio había planteado su intención de hacer una pregunta estúpida, mas la professoressa dottoressa lo había detenido y le había dicho que no existía tal cosa como una pregunta estúpida, sino únicamente estúpidos que preguntaban. Emma, por primera vez, sintió el impulso que había llevado a Marone a decir una cosa como tal, y quiso repetir tales sabias pero ofensivas palabras, mas, al ver lo más parecido a una sonrisa humilde en la cara de Parsons, algo que parecía empequeñecerla y humanizarla simultáneamente, decidió tragarse la intención, pues su arrebato no era nada más que el excedente de frustración y ansiedad que había dejado su fallida conversación con Sophia.

    —De todas las preguntas que me puedes hacer, ¿eso es lo que quieres saber? —arqueó su ceja derecha; Parsons asintió reticentemente—. Knock yourself out —le alcanzó los audífonos y su teléfono.

    Toni se adueñó de los cables y, sin poder arrastrar sus ojos de los iris verdes que la masacraban, se llevó las pequeñas bocinas a los oídos. En ese segundo, entre la ceja arqueada y los labios fruncidos de su jefa, entre el insolente desdén y la fanfarria de absoluta superioridad, entre la vampírica y seductora manera en la que mordisqueaba el interior de la comisura derecha de su labio, entre la flemática respiración y la radiación efervescente de exasperación, Toni se preguntó si no era demasiado obvio que escuchaba al compositor alemán, por lo que consideró una ráfaga de opciones.

    —¿Es Beethoven? —preguntó Lucas sobre su hombro izquierdo mientras abría la botella con agua. Toni miró a Emma como si le pidiera permiso para compartir lo que estaba escuchando- Emma miró primero a Toni, luego a Lucas y, con un altivo encogimiento entre hombros, el cual acompañó con un suspiro de tedio, alzó la cabeza para dar su consentimiento—. ¿Y bien? ¿Es Beethoven? —repitió, esta vez con una pizca de ansiedad.

    Era ruido, simplemente ruido. Entre las olas del mar y una percusión etérea, no sabía qué pensar, pero eso no era Beethoven, ni Mozart, ni cualquier compositor clásico jamás. Sonaba, con el paso de los segundos, a la canción con la que las ninfas debían existir. Pero él no sabía lo suficiente sobre mitología griega. Le devolvió los audífonos.

    —El arte se contesta con arte; el arte contesta al arte —dijo Emma mientras enrollaba sus audífonos—. Hay, por lo menos, seis artes de los cuales se pueden valer para hacer arte —continuó diciendo de modo impasible—. Sería ridículo si ustedes, como productores de creatividad, no exploren más allá de todo lo que tienen a su alcance —alzó la mirada—. Lo más común es que el cine se inspire en la pintura, tal como lo hizo Sofia Coppola en “Marie Antoinette” con “Bonaparte franchissant le Grand-Saint-Bernard” o Alexander Payne en “About Schmidt” con “La Mort de Marat”, ¿por qué no puede un arte útil, como el diseño de interiores, valerse de otra disciplina? —sonrió minúscula e intimidantemente.

    —¿Tengo que buscar inspiración en la música? —preguntó Lucas, porque prefería quedar como un idiota a darlo todo por sentado.

    —En lo que quieras —asintió Emma—. Pero creo que te resultará difícil encontrar inspiración en algo que conoces tan bien como Beethoven.

    —¿Por qué tendría que enfocarme en algo que nace de mí para mí y no de mí en función de mi cliente? —preguntó Parsons.

    —Esa es una pregunta que vale la pena preguntar —sonrió Emma; Toni se sintió halagada—. ¿Tú qué crees?

 

    Detrás del vidrio que las separaba del mundo exterior, el grupo de amigas que se reunía todos los viernes de manera religiosa en D’Ascanio luego de las dos millas que corrían, hazaña que era neutralizada por una lasaña vegetariana con salsa de carne y zuppa inglese, había decidido que el espectáculo visual que les proveía el dios romano de la esquina opuesta merecía ser celebrado con una libación de champán en su nombre. Era temprano, demasiado temprano; pero nunca es lo suficientemente temprano como para una lasaña y un poco de champán.

    La de tez más blanca lo acosó de tal modo que logró inmortalizarlo ciento cuarenta y siete veces con la cámara de su teléfono; la de la sonrisa más blanca admitió estar pensando en él con cada bocado de lasaña que masticaba; la de las curvas más peligrosas reconoció que era el primer hombre que le robaba más que solo el aliento, que le provocaba cosquillas en las entrañas que solo una mujer había podido lograr; la francesa permaneció en silencio mientras pensaba en las mil y una maneras en las que podría justificar que la infidelidad con un ser tan bello no podía ser tachado de infidelidad como tal; la del cabello castaño no le quitó la mirada de encima y vociferaba, cada vez que él miraba su reloj o su teléfono, que la mirara a ella; la suiza les tuvo lástima, pues una deidad de aquellas debía estar sujeta a una deidad igual o por lo menos similar; y la de la nariz perfilada, la más guapa de todas, pensó en recrear el Juicio de Paris con una botella de Möet.

    No tuvieron que corregirle el traje, ese tono de gris le sentaba perfecto. Su virilidad y masculinidad estaban reflejadas en el portento de su exquisita camisa de tono pastel que podía ser tan rosada como lavanda. La fineza con la que se había anudado la corbata azul marino y la hermosa osadía con la que calzaba unos hermosos Oxford marrones. No querían ni afeitarle esa carrasposa barba de tres días, mucho menos cortarle el cabello. Cada una quería, en cambio, menos la suiza, correr hacia él para agradecerle por haberla esperado con uno de los cafés que sostenía entre las manos.

    Odiaron, maldijeron al taxista que decidió interponer su horroroso vehículo amarillo entre ellas y aquel hombre que había mojado tangas, culotes y bikinis con el dibujo de su sonrisa.

    Se apresuró por el lado del copiloto y, mientras ella pagaba, abrió la puerta trasera y le ofreció su mano izquierda del mismo modo en el que se la había ofrecido aquella lejana noche en la que la había conocido en casa de sus suegros. La saludó con un medio abrazo y un beso en cada mejilla, los cuales resultaron corrosivos para las acosadoras de ocasión.

    —¿Llamaste a Jillian? —le preguntó Phillip con la misma sonrisa que había derretido a quienes rabiaban al otro lado de la calle, con esa sonrisa a la que ella era inmune tanto por costumbre y noción de parentesco como por orientación sexual.

    —No debe tardar en llegar —asintió y, porque necesitaba afecto del sano, se le lanzó en un abrazo—. No enviaste a ninguno de tus lacayos —le agradeció.

    —No haría una cosa así —disintió sonriente y, enternecido, la envolvió en su pecho con su brazo—. Vengo en paz, en calidad de apoyo emocional, de asesor empresarial.

    —Gracias —suspiró.

    —Oye, oye, oye… —la despegó de su pecho y la miró a los ojos—. ¿Haces esto porque quieres o porque quieres? —arqueó ambas cejas—. Podemos ir a Gap o a Calvin Klein, podemos escondernos en el MoMA y dejar las babas frente al Monet del segundo piso, podemos sentarnos en Central Park y ver a la gente pasar, podemos fugarnos a Atlantic City si quieres —sonrió.

    —¿Tienes idea de lo mucho que te…? —rio Sophia.

    —Sí, sí, sí —la interrumpió antes de que pudiera terminar la oración—. Yo también a ti, Pía, del mismo modo y en la misma medida —sonrió—. Pero no nos podemos poner sentimentales, de lo contrario estaría obligándote a cometer suicidio hormonal y no estoy académicamente preparado para consolarte —le dijo—. Entonces, ¿qué va a ser: compras, museos, parques o máquinas tragaperras? —preguntó con ánimo contagioso—. ¿O vas a aceptar este delicioso Latte de Starbucks y mi intuición empresarial?

    —Uh, ¡café! —siseó con una sonrisa y lo tomó entre sus manos—. Gracias.

    —No hay de qué —agachó brevemente la cabeza y le ofreció el brazo derecho para escoltarla al interior del edificio en el que Sophia perdería los estribos.

 

    —Entonces, ¿no le gusta Beethoven? —inquirió Lucas; necesitaba hacer que su contrincante quedara como una ignorante frente a sí misma para que se le bajaran los zumos.

    —Solo el Allegreto de la Séptima Sinfonía —disintió Emma—. ¿Alguna otra pregunta inútil que tenga alguno de ustedes dos? —los miró penetrantemente.

    Parsons y Lucas intercambiaron una breve y callada mirada, no sabiendo si disentir sincronizadamente o si se alentaban mutuamente para continuar preguntando sobre el compositor alemán, pues el tema que a ellos atañía no había quedado del todo claro: ¿lo escuchaba o no?

    —¿Qué apostaron? —preguntó Emma al cabo de unos segundos; las miradas de sus ineptos discípulos se ensancharon—. No me gusta repetirme —les advirtió.

    —Dignidad —se apresuró Lucas.

    —Dignidad… —rio Emma nasalmente a medida que disentía un tanto decepcionada—. Conserven la poca que les queda —les dijo—, porque de poco les servirá saber si me gusta Beethoven o Zelenka.

    «Béht-ófn, Sseh-lén-kah», se repitió Lucas tras haber escuchado cómo su jefa había pronunciado sus últimas palabras, porque la transcripción fonética quedaba importando un reverendo pepino; quién era el tal Zelenka no le importaba, le importaba no quedar como un imbécil, le importaba conservar la poca dignidad que le quedaba. Sí.

    —Concéntrense en lo importante —murmuró Emma mientras, de reojo, miraba las agujas del reloj que el día anterior había dejado en manos de su en-este-momento-furibunda-prometida—: el cliente.

    —¡Gracias a Dios tenemos un cliente! —exhaló Parsons con verdadero alivio.

    —No, no es gracias a Dios —frunció Emma su ceño—. Es gracias a mí —dibujó una arrogante sonrisa que barrió con la expresión facial de su pasante—. Que sea la primera y la última vez que tengo que disculparme con un cliente por su ineptitud, ¿queda claro? —dijo con tono y mirada severos.

    —¿Es con Mrs. Robinson? —sonrió Lucas.

    —Así es —asintió la arquitecta y se puso de pie—. Y espero que no me hagan quedar tan mal, espero que no me hagan pensar que estoy perdiendo el tiempo con ustedes —dijo, echándose el bolso al hombro y abriéndose paso por entre los dos—. ¿Acaso no vienen? —Los miró de reojo por sobre su hombro derecho.

 

    El apartamento olía exquisito, a ese proceso en el que Camilla impregnaba la mantequilla con las ocho especias básicas de la cocina italiana: peperoncino, origano, prezzemolo, alloro, basilico, salve, rosmarino y timo; mantequilla con la que había engrasado el molde y aderezado cada piso de pasta —además de la poca salsa bechamel y el ragú de la familia— de la lasaña que recién sacaba del horno.

    —Por favor te comportas —le dijo Irene antes de girar perilla de la puerta principal.

    —¿Habrá premio? —rio Alex suavemente.

    Irene la miró con ganas de matarla, pues no sabía si amar u odiar sus inflexiones retadoras. Dejó ir la perilla y se lanzó con arrebato a los labios que le supieron a un menos-que-mediocre intento por esconder el cigarrillo bajo goma de mascar y coca cola. Eso, en otro momento y con otra persona (como con la infame Clarissa), la habría sacado de quicio y le habría extinguido el antojo por coquetear con su lengua. Eso le sabía a la Alessandra Santoro que la había arrinconado en aquella callecita en Venecia, le sabía a la nostalgia del presente: a las miradas insolentes y a las palabras desafiantes; a las listas de música que pasaban de Stromae a Zero Assoluto, a Pitbull; a las quejas sobre cómo su busto era lo que más sudaba cuando iba al gimnasio y cuánto odiaba aquello; a las risitas, risas y risotadas, a cómo todo parecía considerarlo gracioso; a las profanidades y a las blasfemias que vociferaba en el tráfico y cuando de futbol se trataba, a las que verbalizaba como agente potenciador de emociones e interjecciones, a las que cantaba en soprano, mezzo-soprano y contralto en la ducha, mientras cocinaba, mientras jugaba con gli stronzini; a los juegos de narices y lenguas, de alientos, de gritos y gemidos. Le supo a la presencia que por miedo y necedad no le pertenecían, ni siquiera en ese momento en el que estaba a un tan solo segundo de olvidarse del mundo para cometer un caprichoso agravio sin precedentes.

    Cesó el beso a pesar de las cosquillas con las que sus manos apenas envolvían sus caderas y la miró a los ojos.

    Alex encajó su mirada en la suya, pacientemente, resignadamente, estoicamente, mortificantemente, inaguantablemente; un suplicio, una corriente de patetismo, un naciente sufrimiento. Tragó grueso, como pudo, mas el incentivo labial le había secado la garganta. Se dejó acariciar el cabello, el cuello, y la miró como si luchara por reprimir todo aquello que apenas podía ocultar, porque fue ese el momento en el que supo el verdadero destino del símbolo que autenticaba una apuesta cuya naturaleza yacía en todo lo que quería porque le era imposible no quererlo.

    Irene se aclaró la garganta y dibujó la sonrisa más perfecta que Alex vio jamás: llena de pudor, con un denso pintarrajo de satisfacción que se escondía bajo la sombra del más altanero arrepentimiento, con un brillo en los ojos que no pedía nada, solo más tiempo. No fue capaz de enfrentar su pregunta, ni para responderla ni para evadirla, por lo que giró la cabeza en dirección a la puerta y, girando el pomo que no había soltado para no flotar, gritó el venial saludo por antonomasia:

    —Gia, Mamá!

    —In cucina! —respondió la carrasposa voz a lo lejos.

    Irene se tomó un efímero segundo para llenarse el alma con aquel aroma de carácter bendito y cerró la puerta tras una Alex que no conocía de más palabras que el repetitivo «Caaaaázzo!» que cantaba Pavarotti en su cabeza.

    Alex apreció el aroma en compañía del entorno: olía a lo que su casa nunca olió, por lo que pronosticó que el almuerzo sería una obscenidad de manjar. Observó a Irene quitarse los zapatos para dejarlos al pie del perchero del que colgó el bolso del que intentaría olvidarse hasta que regresara al día siguiente (porque esa era la idea, al menos la de Irene) y, con un gesto, preguntó si era imperativo imitarla, pues, las otras veces que había estado ahí no había habido necesidad. Por un momento pensó que había sido algo parecido a la cortesía, algo debido a la brevedad de su estadía. Irene se encogió entre hombros, pues aquello quedaba a discreción de cada quién; los viernes la imperaba esa sensación de que todo podía darle igual, de modo que lavar un par de tobilleros a mano no era el fin del mundo. La imitó; colocó sus zapatos junto a las zapatillas de cuero entretejido y se le hizo ligeramente gracioso, aunque curioso, el hecho de que la mujer que deseaba como suegra era de esos especímenes que hacía trasbordos, en transporte público, en Bottega Veneta pero que nunca despreciaría un buen par de Birkenstock.

    Caminaron hasta la cocina, no sin que Alex se detuviera por un efímero segundo a contemplar una fotografía que las otras veces había pasado por alto (debió ser por la vasija con tulipanes blancos que el espacio en sí había acaparado hoy su atención, o debió ser que era la primera vez que entraba a aquel apartamento con una intención que sugería una estadía de mayor tiempo): eran las tres Rialto. El ambiente de la imagen se advertía claramente festivo, navideño para ser exactos, a pesar de que no hubiera rastro de un pino decorado con nieve sintética, bolas de colores o las trilladas lucecitas amarillentas. Tanto Irene como su hermana habían heredado las facciones finas de la mujer que se encontraba entre ambas; sin embargo, solo la de la derecha había heredado sus ojos, su sonrisa y el color del cabello; Irene, por el contrario, había heredado la picardía en los ojos y la sonrisa del cromosoma Y de su configuración genética.

    Sonaba alguna pieza barroca, Alex supo reconocerlo por la insoportable presencia del clavicembalo; la hacía sentir como en una de esas películas de época que tanto le gustaban al nefasto y enclosetado profesor de Art History que había tenido en la escuela; la hacía sentir como si, de pronto, estuviera metida en un vestido que le ensanchara las caderas con exageración, como si, de pronto, fuera una de aquellas cortesanas que vivían para inhalar los talcos y perfumes de Marie Antoinette.

    Camilla le daba la espalda al arco que fallaba en dividir la sala común de la cocina. Disimuladamente, o porque no había que hacer mayor escándalo, batía su cuerpo no al compás de la música, sino de la delicada tarea de no estropear la salsa de caramelo: vertía, desde media altura, un escuálido pero continuo chorro de crema, a la que previamente le había mezclado un poco de vainilla, y la incorporaba, rápidamente y con una paleta de madera, a aquella sustancia que borboteaba y desencadenaba el vapor que alcanzaba a empañarle los anteojos.

    Irene se acercó por su espalda y se asomó por sobre su hombro izquierdo, inhaló con una sonrisa y le dio un beso en el cóndilo.

    —Bonitos tulipanes —rio nasalmente mientras apretujaba sus hombros entre sus manos.

    —¿Verdad que sí? —la miró Camilla por la esquina de su ojo; alcanzó a ver a Alex justo bajo el arco—. Alessandra —sonrió—. Pasa adelante, por favor. Ponte cómoda.

    —Mamá, voy a quitar ese reggae que tienes puesto —le dijo Irene.

    —Ni mi música ni la tuya —contestó ella con inflexión de estar concertando un pacto que no estaba dispuesta a negociar—. Y pones la mesa.

    —Yo te ayudo —escucharon decir a Alex con tal rapidez que, por un momento, las Rialto creyeron que disfrutaba de llevar a cabo aquella tarea tan mundana y tan odiada por muchos.

    Alex se encargó de hacer eso que el inconsciente la llevó a hacer, pues era eso o caer en las parafernalias del nerviosismo, y colocó los salvamanteles, los platos y los cubiertos. Irene, a su vez, se dedicó a corregir las pequeñeces que, en efecto, contradecían la etiqueta de mesa que había aprendido desde siempre y que sabía que a Alex le importaban muchísimo menos que un puñadito de mierda, y, de paso, colocó las tablas de corcho que debían proteger a la mesa del recipiente caliente de la lasaña.

    —Ahora sí —se volvió Camilla con una sonrisa—. Hola, Alessandra —le dijo con un tono con el que se disculpaba por no haberla saludado como se debía desde un principio.

    —Hola —repuso ella con una sonrisa, no sabiendo cómo llamarla ni cómo pedirle que la llamara por el nombre de pila con el que andaba por la vida; Camilla se inclinó un poco y le dio la reglamentaria dupla de besos en las mejillas—. Huele súper rico —dijo ante no saber qué decir.

    —Espero que así sepa —contestó.

    —Los tulipanes te los envió Volterra, ¿verdad? —dijo Irene para interrumpir ese momento que le había parecido sumamente incómodo.

    —¿Por qué no se sientan? —repuso Camilla con una mirada que le dejaba saber a su hija que no iba a caer en su juego—. Alessandra, ¿quieres vino o prefieres Coca Cola?

 

    De pequeño no tenía nada. «Nada», se dijo, plantándose frente la hilera de largas ventanas que interrumpían unas aburridas protuberancias de concreto a las que se rehusaba llamar “columnas”. «Pequeño», resopló para sí misma, recurriendo a todas y cada una de las famosas frases que indicaban que todo era relativo, «todo», y que lo que la mujer del cabello blanco había expresado el día anterior, «“es un espacio sencillo, pequeño, no tiene nada de especial”», no tenía absolutamente nada de pequeño, porque era grande; ni de especial, porque la luz natural violaba, y violaba sin piedad alguna; ni de sencillo, porque aquello era esencialmente una puta galería.

    No hace falta decir que Toni no estaba contenta, especialmente cuando se volvió hacia su derecha y vio la maldita sonrisa con la que Lucas decoraba su arrogante actitud de brazos cruzados con la que le decía “me importa una mierda lo que hiciste ayer porque para esto quien tiene la ventaja ‘c’est moi”. Aclaro: Lucas no habla francés.

    —¿Tengo que amenazarlos o puedo dar por sentado lo que tiene que pasar? —siseó Emma a medida que dibujaba una sonrisa para una Margaret que la saludaba con la mano desde la terraza y, porque el marco había sido interrumpido por el asistente, desplazó la mirada hacia él para seguirlo, paso a paso, hasta que se plantó a un metro de ella.

    —No —corearon los dos por lo bajo.

    —Viene en un momento —dijo el dueño de su más reciente ataque pasivo-agresivo de celos.

    Margaret emergió en el espacio uno o dos minutos después con la expresión de pocos amigos de siempre, con la mirada de tener al mundo entre las manos y de haber cerrado un trato como pocos; con la mueca burlona, ese intento parcial de conseguir una sonrisa casi amable, mas no amigable.

    —¿Me puedes conseguir un poco de agua? —murmuró indiferentemente con la mirada dirigida hacia su asistente, quien solo agachó la cabeza con una sonrisa y se retiró—. Emma me ha asegurado que tienen talento —les lanzó una de las miradas que habían surtido efectos fecales en más de alguien en algún momento—. Ya veremos —sonrió tétricamente hasta dejar ver las pequeñas cúspides de sus colmillos.

    Se desempeñaron mejor que el día anterior, al menos hicieron preguntas pertinentes y no como la que había involucrado a Beethoven y a Emma hacía rato.

    La Arquitecta los siguió de aquí hacia acá en silencio, de allí hacia allá, consciente de la triple conversación que tenía en su cabeza: la primera, una repetición mental de la interacción entre Margaret y sus pasantes; la segunda, una suposición nerviosa y estresante de lo que estaría pasando en el Financial District; la tercera, una recapitulación de la conversación que había tenido con Sophia: de los errores, de todo lo que quiso decir y no dijo, de todo lo que dijo y dijo mal, de todo lo que habría podido decir.

    Nada de esto, de esta abrumadora dinámica de sostener varias voces mentales al mismo tiempo, había obstruido la capacidad para retener lo más importante en esas circunstancias, aunque, más que por la mecánica preguntas-respuestas de la ocasión, se debía a todo un acervo previamente adquirido, mayormente adquirido a través de su propio historial de conversaciones con ella: le fascinaba el Art Deco; los espacios balanceados y simétricos, limpios y bien iluminados; detestaba las alfombras, especialmente las que eran particularmente frondosas, porque retenían polvo y gérmenes a pesar de los tratamientos antisépticos y aspiratorios; tenía particular gusto por las puertas con manijas y no perillas, los contrastes y las superficies fáciles de limpiar; y siempre buscaba geometría, la mezcla justa entre comodidad y elegancia, y satisfacer el deseo sexual de poder exhibir una pieza única de arte que arrancara sus propios suspiros. Allí buscaba tener, además de todo lo anterior, un espacio para reuniones formales y otro para reuniones informales, uno para su lacayo personal, uno para ella, y la comodidad de rigor: una cocina.

    Mientras la obsesivo-compulsiva de Toni corroboraba las medidas del plano que Anthony les había entregado a cada uno, Lucas se había sentado en el suelo y se había dedicado a bosquejar, o más bien a reproducir lo que había hecho el día anterior y a aplicar las mejorías que su jefa rubia le había señalado. Tenía la ventaja de ya saber la paleta de colores y texturas que podía usar para el área de la oficina, por lo que suponía que no tendría mayor problema con expandirse hacia las áreas comunes y al espacio que sabía que destinaría para un dormitorio casi completo.

 

    Recordaba aquellos consejos que su papá le dio la primera vez de todas, esa en la que, muerta del miedo, había acudido a él para contarle que se había metido en el milenario lío de acceder a conocer a los suegros. Fue para la época de Vittoria, de cuyos padres no recordaba los nombres.

    Tenía que entablar una relación agradable a partir de una buena conversación: debía mostrarse genuinamente interesada en lo que la otra persona dijera, por lo que era imperativo escucharla con atención y darle seguimiento al tema con preguntas pertinentes, cuidándose de no caer en temas controversiales —futbol, manipulación genética y avances tecnológicos de ética discutible, religión y creencias, maternidad y aborto, pena de muerte y eutanasia, política, migración, drogas, legalización de prostitución, matrimonio, por mencionar unos cuantos—; no debía interrumpir, no debía expresarse con palabras soeces. Le había recomendado elogiar el hogar, siempre y cuando lo dijera de manera sincera; también le había recomendado elogiar la comida, especialmente si había sido hecha en casa, mas la comida se elogiaba no de manera expresamente verbal, sino con pedir una segunda porción de algo, esta más pequeña, incluso aunque no tuviera hambre; le había recomendado decir algo agradable sobre su pareja como sustituto de un elogio a la manera en la que la habían criado. Sin embargo, con esto de los elogios había que tener cuidado, porque no era lo mismo ser lisonjero que cortés. Por último, era lógico que estuviera nerviosa, pero, aunque lo estuviera, debía actuar como si no.

    Fue la fórmula perfecta para aquella vez, y funcionó igual de bien para las que vinieron después y para las que tuvieron que ver con los padres de Silvana y Fella. Esta vez tuvo cierto parecido con la de Silvana, únicamente porque sus progenitores no estaban al tanto de los particulares gustos de su hija (con ella entre las piernas), pero, del resto, fue unívocamente distinta.

    Todos los consejos se le olvidaron porque no los necesitó, porque Camilla, aunque no se salió de su rol de madre, podía hablar sobre temas de actualidad o de antaño con la mentalidad abierta y flexible de la que gozaban su papá y su abuela. ¿Gays? ¡Que se apoderen del mundo! ¿Aborto? ¡No es cosa mía! ¿Futbol? ¡Me da igual!

    Compartieron algunas carcajadas a raíz de algunos chistes de carácter político, otros de carácter universitario, y conversaron libremente: nadie interrogó a nadie. Alex se sirvió una segunda porción de lasaña y ensalada, no porque era lo que recordaba de los consejos de Ottavio, sino porque la gula no le permitía no comer otro poco del manjar que tenía enfrente.

    —¿Y tú qué? —le preguntó Irene.

    —¿Yo qué? —suspiró Camilla, mirándola verter un poco más de caramelo sobre la fracción de cheesecake que le quedaba en el plato.

    —Casi no comiste. —Camilla se encogió de hombros y bebió un sorbo de vino tinto—. Sabes, dicen por ahí que el amor quita el hambre —resopló.

    —La mela non cade mai troppo lontano dall’albero —rio, elevando la mirada hacia el pasillo para observar cómo Alex cerraba la puerta del baño con el mayor cuidado posible—. Voy a salir —se volvió hacia Irene.

    —Tú nunca sales —frunció el ceño.

    —Tú no lo hacías hasta hace poco —resopló la matriarca—. Sara me invitó a cenar.

    —¿“Sara” como en tu consuegra? —Camilla asintió—. Esas mujeres solo saben seducir a mi familia —bromeó.

    —Qué dramática —rio ligeramente.

    —¿A dónde van? —preguntó casi desinteresadamente, pero su intención era saber a qué atenerse y cómo contenerse en caso de que estuvieran por deambular por la misma zona.

    —No sé, ella pasa por mí. Seguramente iremos a comer por ahí. ¿Ustedes qué van a hacer? —inquirió con una sonrisa sardónica.

    —Vamos a ir al cine —le dijo, y, como si se tratara de algo irrelevante, agregó—: Luego a cenar a Camponeschi y a tomar algo por ahí —le dijo con la misma vaguedad con la que había respondido ella.

    —No sabía que Pippa estaba aquí —comentó Camilla, porque las comidas en restaurantes elegantes estaban reservadas para cuando estaban los cuatro amigos juntos—. Qué bueno, espero que se diviertan.

    Irene sonrió incómodamente, porque la cena no era porque departirían un gracioso momento los cuatro amigos del intercambio de hacía años, sino solo Alex y ella —ella y Alex—, pero no consideraba que hubiera daño alguno en no esclarecer la situación, en no sacarla de su error o de su suposición, puesto que esto solo significaría que se vería inmersa en una serie de explicaciones nerviosas que terminarían en algo para lo que todavía no estaba lista.

    —Supongo, entonces, que no irás al Gianicolo mañana.

    Irene disintió y, sin proveer más información, se llevó un tenedorazo de postre boca. Repitió la acción hasta que, estando a una bocado de terminarlo, Alex se incorporó a su lado, frotándose las manos para deshacerse de los rastros de humedad que había dejado el agua fría con la que se había enjuagado el jabón de avena. Camilla se puso de pie y se dirigió hacia el fregadero; antes de dedicarse a enjuagar los platos para colocarlos en la lavadora automática, apagó la música. Solo podía aguantar cierta cantidad éxitos en la 104.5.

    —¿Cuándo te espero de regreso? —preguntó Camilla sin volverse, y, aun así, pudo sentir cómo Irene buscaba en Alex, más que una ayuda, una respuesta—. Solo pregunto para saber si debo cocinar para ti también —sonrió para sí—, o para no llevarme el susto del siglo.

    —No —contestó Irene, pero la silenciosa carcajada de Alex le dejó saber cómo esa no era una respuesta adecuada para la pregunta que le había hecho.

    —Domingo por la tarde —intervino Alex tranquilamente.

    —Eso no significa que puedes tirar la casa por la ventana —agregó Irene rápidamente—. Espero que te portes bien.

    —Las expectativas son recíprocas —rio cínicamente, pero, como tenía piedad por la vergüenza y los nervios de su hija menor, no se volvió; habría sido un asesinato—. Ve a preparar tus cosas, yo termino aquí.

    —Tú no eras así cuando te conocí —dijo Margaret a su espalda, sacándola con un ligero sobresalto del ensimismamiento en el que había caído.

    —No —se aclaró Emma la garganta—. No era así cuando la conocí a usted —concedió—. Pero sí era así de inútil cuando recién comenzaba.

    —Entonces, ambos pueden aspirar a ser tan sólidos como tú si les enseñas —comentó por lo bajo, observando cómo era Lucas ahora quien corroboraba las medidas de los planos mientras tomaba cuantas fotografías se le antojaban.

    —Primero tengo que ver cuánto tengo que enseñarles —asintió.

    —Te conozco —resopló—. A mí no tienes que engañarme.

    —No me atrevería —rio Emma, dirigiéndole una mirada sincera.

    —Tú sabes a quién vas a contratar.

    —¿Sí?

    —Yo sé a quién vas a contratar —asintió Margaret—. Si lo sé yo lo sabes tú también.

    —¿Es tan evidente?

    —Entiendo lo que haces —suspiró—. Yo también lo haría.

    —No me divierte hacerlo.

    —No debería —le dijo y posó su mano sobre el hombro derecho de Emma—. Pero será divertido —rio—. Tampoco es una pérdida de tiempo.

    —Suya tal vez sí —la miró de reojo.

    —De un modo u otro, yo siempre obtengo lo que quiero —suspiró sonrientemente—. Esto no me urge. Si no me gusta lo que proponen, sé que tú me propondrás algo que sí me guste. No veo cómo puedo perder.

    Emma rio por lo bajo, porque era cierto: desde el momento en el que había considerado seriamente las ideas de Sophia, sabía que, en caso de que sus ineptos pasantes no pudieran hacer más que montoncitos y montañas de caca, ella se haría responsable del proyecto o de los proyectos por venir. Sus inicios habían sido hacía tanto tiempo que ya no recordaba cómo era no poseer la facultad de no saber cómo se vería un lugar intervenido por ella; ya no recordaba si había tenido esa facultad en lo absoluto.

    Era cierto, con tan solo entrar a aquel apartamento, ella había tenido una idea bastante concreta de qué se debía hacer para, primero, convertir un espacio habitacional en uno de tipo oficinesco. Sabía que la paleta de colores no podía ser ni de colores muy claros o de alto contraste, porque, de algún modo, se debía matizar la luz natural; debía solo haber la mínima cantidad de brillo para no abusar del reflejo; sí, sí, sí, cortinas, no persianas; división aquí y acá, revestimiento de columnas, molduras, falso techo para que no haya discrepancia entre el estilo Art Deco y el radicalmente industrial y casi de mal gusto; poco vidrio, más madera; y una pieza de Erté en la que se pudiera perder con la voz de Maria Callas. Casi la pudo imaginar con una copa de tinto, sonriéndole a la serigrafía, mientras Carmen le cantaba “L'amour est un oiseau rebelle”. La imagen la hizo sonreír.

    —¿Cómo te fue con Sophia? —preguntó Margaret al cabo de unos silenciosos segundos de media incomodidad.

    —Me fue como me fue —se encogió entre hombros—: no me fue ni bien ni mal, pero estoy aquí; no me desmembró, no me desolló, no me mutiló.

    —No todos estamos hechos para todo —le dijo con el reticente sabor de un consejo que no había sido pedido.

    —Lo sé —suspiró—. Pero saberlo no es lo mismo que entenderlo —dibujó una pequeña sonrisa autocompasiva.

    Margaret alzó la cabeza en dirección al balcón. Un par de pasos después se encontraron a solas, sin el eco de sí mismas y de los pasantes, y a merced de una especie de aire nunca puro.

    —Pensaba en cuántas veces la he hecho enojar y en cuántas veces me ha hecho enojar…

    —¿Y eso para qué te sirve? —«Claramente para estresarme»—. No importa cuántas veces han sido, sino por qué.

    —¿Cómo puedo pedir una disculpa cuando estoy convencida de que lo que hice es lo correcto? Sería una mentira como pocas, una hipocresía absoluta.

    —Normalmente no te disculpas porque hiciste algo bien, sino porque, creyendo que tienes razón, lastimaste a la otra persona.

    —Suena como mi mamá —rio Emma.

    —Soy un poco más permisiva porque el título es ad honorem —repuso, imitando su risa.

 

    —Caaaaa… —gruñó, dejándose caer parcialmente en la cama imperfectamente tendida—, zo… —suspiró y se acarició el abdomen—. Comí demasiado —rio por lo bajo.

    —Por gana propia —le dijo Irene, acercándose con una sonrisa y mirándola desde arriba.

    —No me estoy quejando —alzó Alex la cabeza al mismo tiempo que Irene arrojaba un maletín medio lleno a su lado—. A ver, ¿qué tienes aquí? —se volvió sobre su costado y husmeó el contenido—. Esto no lo vas a necesitar —le dijo, sacando como con asco un short de pijama—. Esto tampoco —sacó la correspondiente camiseta de Snoopy.

    —A ti que no te importe —la sentenció con un dedo regañón y un encogimiento de hombros—. Si no llevo pijama, ¿qué va a pensar mi mamá?

    —Que conmigo duermes sin ropa, obviamente —sonrió con terrible y seductor descaro, a lo que la griega contestó con una mirada de tengo-ganas-de-matarte—. ¿Tú en verdad crees que tu mamá viene a tu habitación a registrar qué ropa llevaste y qué ropa dejaste? —rio.

    —A veces me hace el favor de lavar mi ropa también —dijo por toda respuesta.

    —Está bien. La maldita pijama viene de paseo —desistió y continuó husmeando, pero un pantalón de mezclilla y un short de algodón azul marino no tuvieron nada de interesante—. Como sea, si no te apresuras, me voy a quedar dormida y no habrá quién me levante —dijo, volviéndose sobre la espalda para recostarse cómodamente.

    —¿Me quieres decir qué vamos a hacer como para que no regrese a casa hasta el domingo por la tarde? —le preguntó con una sonrisa macabra y una suave y malintencionada embestida con la rodilla entre las piernas.

    —Ugh, Signora Papazoglakis —suspiró—. Avete un culo così grande… sono così piena che non posso…

    —Che non puoi fare che cosa?

    —Scoparti alla pecorina —se carcajeó, empujando su pubis contra la rodilla de Irene.

    —No sé ni por qué insisto —se alejó—. La que siempre termina perdiendo soy yo —dijo y se devolvió al armario

    —¿Perdiendo? —se irguió rápidamente hasta quedar sentada al borde de la cama—. Querrás decir prendida —dijo con absoluta seriedad.

    Irene calló por un par de tortuosos segundos en los que, por pura crueldad, le hizo creer que se había molestado, incluso ofendido. En silencio, revisó algunas de las prendas que guardaba, sin retentivas anales, en las cajas de tela del tercer estante, y, al no saber cuáles escoger, tomó el contenedor y miró a una Alex que todavía no había logrado encontrar lugar óptimo para esconderse por su imaginado improperio.

    La griega se acercó en silencio, porque si algo había aprendido de las técnicas de tortura era que el silencio, bien utilizado, podía convertirse en algo más mortal que cualquier aparatejo. Sin despegarle la mirada de encima, se colocó a horcajadas sobre la italiana y se acercó letalmente a sus labios.

    —Deja de molestarme y dime qué vamos a hacer —susurró, sintiendo cómo las manos de Alex la envolvían por la espalda y el trasero.

    —Mañana desayunamos con mi mamá.

    —¿Y después?

    —Ostia —sonrió.  

    —¿Ostia?

    —Sí.

    —¿Qué se supone que vamos a hacer en Ostia?

    —Lo que sea que se hace en Ostia —se encogió ligeramente entre hombros—. Playa, comer y coger, ¿no?

    —Pero ¿por qué Ostia? —reiteró su extrañeza con una risa—. Playa quizás, pero para comer y coger no necesitamos ir a Ostia, ¿o sí?

    —Mi papá hizo una reservación de una noche en un hotelucho a doscientos metros del mar —se encogió nuevamente entre hombros—. Los papás de Caterina están de visita —justificó el hecho de que Ottavio le cediera la reservación—. Teníamos planes, tú y yo, por eso de que tu mamá se iba ayer, pero al final no se fue. Pensé que podías venir conmigo.

    —Entonces, ¿qué necesito llevar?

    —Ganas —sonrió con el descaro de siempre—. Y un bonito traje de baño creo que sería de gran utilidad.

    —¿Qué te parece si me dejas en paz un rato? —entrecerró Irene la mirada y le ofreció la caja de tela.

    —¿Qué se supone que debo hacer con esto, Nene? ¿Ordenarlos? —rio, abandonando su espalda para tomar aquel revoltijo de textiles.

    —Se supone que debes escoger los que quieras ver antes de quitar —sonrió y se irguió—. No me enojo si decides ordenarlos.

    Aquello debía ser criminal, no sabía si el desorden o el gesto de dejarla escoger los encajes o los algodones que se le incrustaban en el trasero.

    Obedientemente, y de manera muy diligente y al borde de caer en una ceremonia de trastorno obsesivo-compulsivo, volcó el contenido sobre la cama y se dispuso a separar una de otra, a desenredar los que eran más minúsculos y a dejar de lado los que estaban reservados para los difíciles días del mes y para llevar a cabo actividades físicas en las que un retazo de tela en el trasero resultaba demasiado inconveniente.

    Irene la observaba con cierta ternura, porque no fue sino hasta ese momento en el que se dio cuenta que a Alessandra Santoro se la podía quitar de encima con tareas aparentemente triviales pero que resultaban siendo a las que más empeño les ponía porque su futuro deleite visual y táctil era lo que estaba en juego. De paso, la italiana, entre el proceso de filtración, fue doblando y acomodando cada prenda rechazada de acuerdo con el estilo y color. Mientras tanto, Irene fue arrojando ropa que creía adecuada para Camponeschi, el cine y los eventuales drinks a los que habían acordado el día anterior; algo que fuera adecuado tanto para desayunar con la temible Annabella (a estas alturas, Irene no sabía por qué se sentía intimidada por ella) y para encontrarse, hacia el mediodía, con los Santoro-Benson en Ostia; algo con lo que podía asistir a la cena; algo con lo que podía pasar el domingo. En algún momento de su efímero estrés, sintió cierto desprecio por la criatura que todavía organizaba sus tangas en la caja, porque eso de pasar tiempo con su familia era el equivalente a pasarse el fin de semana entero estudiando para el examen de microbiología y farmacología.

            —¡Ya no puedo! —gimoteó callada y dramáticamente.

    —¿Qué no puedes? —le preguntó Irene.

    —Entre estos cuatro, no sé cuáles quitar —le dijo con un puchero que había sido diseñado para derretirla a ella y solo a ella.

    —Todos los vas a quitar —repuso la griega con la misma inmunda estrategia de la que se valía Alex, pero, a diferencia de ella, Alex no se sorprendía; era como hablarle de arena a algún nativo del Sahara—. Me llevo los cuatro.

    —¿De verdad? —inquirió con una sonrisa demasiado sincera.

    —No pasa nada —rio, tomando los cuatro cuadriláteros, con cuidado de no desordenarlos, para guardarlos en una de las bolsas laterales del maletín—. ¿Este bikini te parece lo suficientemente bonito? —le mostró un puñado de tela ocre.

    —Pues, sí —supuso, porque era imposible juzgar esa masa amorfa que sostenía en la mano.

    —Qué bueno, porque el otro que tengo es igual, pero en negro.

    —El amarillo es bonito —sonrió—. ¿Te falta algo más?

    —¿Cuál es la prisa, A-les-san-dra?

    —Tengo hambre, I-re-ne.

    La griega terminó de arreglar la maleta mientras intentaba no rezongar por la manera en la que Alex, descarada y penetrantemente, la acosaba con la mirada, como si estudiara a profundidad todos sus movimientos para conocerlos mejor que ella. Se preguntó si era normal que un amigo escudriñara a otro de esa manera, que un amigo memorizara todos sus desplazamientos, todos sus ademanes, todas sus muecas. Se preguntó para qué.

    —¿Algo en mente? —le murmuró Irene a Camilla al oído cuando la sostuvo en un abrazo de despedida de no más de cuatro segundos.

    —Sí —rio nasalmente la matriarca, pero, sabiendo que valía más la integridad nerviosa de la menor de sus hijas que satisfacer su curiosidad, decidió no preguntarle en dónde estaría por dos noches y casi tres días—. ¿No tienes exámenes la otra semana?

    —Sí —musitó entre dientes, cargada de la pena máxima de una duda y potencial crisis existencial—. Pero todo está bajo control; tengo todo estudiado —dijo a pesar de que era una de las mentiras más grandes que alguna vez le había dicho a su madre, una tan rancia y equiparable con la de que su naturaleza sexual se reducía única y exclusivamente a los hombres y con la de que no había sido ella quien había quebrado los palos de golf hacía demasiados años.

    —Te veo el domingo, entonces —le sonrió Camilla—. Alessandra —le dijo con la mirada celeste clavada en la suya, evidenciando estar al borde de un ataque de pánico, y se despidió de ella, agachando ligeramente la cabeza.

    Irene tuvo la intención de correr a su habitación para recoger los apuntes de las últimas cuatro clases de cada una de las dos asignaturas que estaba a un par de días de examinar, pero pudo más su orgullo y la necesidad de tener que apegarse a la mentira con la que a partir de ese momento debía vivir.

 

    Sophia escuchaba al abogado como en una especie de panegírico, de apología a lo que él mismo canonizó como The Pensabene System. La abogada, una mujer que rondaba los sesenta años, interrumpía el trance con la autoridad y la confianza que solo podía tener una mujer que había conquistado un mundo dominado por penes. Se echó a Sophia al bolso cuando exteriorizó la mismísima pregunta que ella traía atorada, no sabía si en la garganta o en el colon:

    —Solo cosas buenas, solo ventajas —había reído tranquilamente—. ¿Por qué nadie lo quiere?

    El abogado rio como quien ríe para ganar tiempo, porque eso era precisamente lo que hacía. En ese momento, se puso de pie y, con el frenesí vibrándole en la voz, ofreció algo de beber, desde un vaso con agua hasta uno con whisky.

    Sujeta a la vida por el jugo de arándano, pero devuelta a ella por las veinte onzas del Latte que Phillip le había convidado, estuvo dispuesta a sabotearse con el desequilibrio nervioso que significaría acceder al ofrecimiento etílico.

    Ya se había mordisqueado las comisuras de ambos lados. No quería quedarse sin boca, porque la necesitaría tanto para expresar su estrés como para recibir lo que imaginaba que sería una serie de besos conciliatorios. En ese momento quería hacer las dos cosas: gritar, berrear, gruñir, gemir, plañir, y que, entre que gritaba, berreaba, gruñía, gemía y plañía, Emma le dijera a punta de besos que todo iba a estar bien.

    —No, gracias —la salvó Phillip.

    El abogado insistió, porque se iba a ver muy mal si solo él se servía un whisky, especialmente porque apenas daban las once de la mañana.

    Tanto Phillip como la abogada disintieron en silencio; más que sed, más que ganas de sedar los nervios, iban sintiendo hambre.

    —¿Qué les parece si les doy un momento para que hablen entre ustedes? —sonrió el abogado.

    —Nos parece perfecto —contestó la abogada; no quería escuchar de nuevo toda la lista de ventajas que traía consigo un acuerdo como el que se le ofrecía a la rubia que parecía no saber ni su nombre—. Media hora.

    —Media hora —concedió y los dejó en la sala de juntas de la que se habían apoderado.

    Sophia recordó el declive que había visto en Emma el día anterior, pues ahora era ella quien se veía experimentando uno. Estalló en una carcajada que alarmó más a Phillip que a la abogada; ella había visto todo tipo de reacciones, y esa era una aceptablemente normal.

    De repente, todavía entre risas, la rubia se puso de pie, tomó su bolso y balbuceó algo que solo la mujer pudo entender: se dirigía al baño para cambiarse el tampón.

    —¿En verdad le ve usted tantos problemas a lo que propone el insufrible este? —le preguntó Phillip para resolver la tensión del silencio que Sophia se había llevado con su incontrolable risa.

    —No, tantos no. Casi ninguno, de hecho —le dijo—. Me gusta hacerlo sufrir —confesó con una sonrisita que delataba cierta amistad, aunque distante, entre ellos.

    —La propuesta no es malintencionada —repuso él.

    —No, no lo es —estuvo de acuerdo—. Pero no puedo hacer mi trabajo si ella no sabe qué quiere.

    —No sabe qué quiere de esto porque no lo pidió —le dijo con un tono de for-your-information.

    —Mire, Señor Noltenius —se aclaró ella la garganta—. No conozco ser humano que sea capaz de rechazar el dinero que le promete este acuerdo a la Señora Rialto. Me parece asombroso que ella no lo quiera; cualquier persona lo aceptaría sin pensarlo, especialmente si escuchan que el otro lado de la oferta está dispuesto a venderlo todo por veinticinco centavos. Es un negocio tan desbalanceado; es un negocio estúpidamente insólito. No es un negocio, y esto usted lo sabe.

    —Sophia no es cualquier persona —la defendió—. Si se lo piensa dos veces es porque no cree merecerlo.

    —Solo digo, Señor Noltenius, que es raro encontrarse con un idealista —sonrió conciliatoriamente—. Sé quién es ella, sé quién está detrás de la oferta.

    Phillip se echó contra el respaldo, optando por no decir nada más y esperando tres cosas: la primera, que Sophia no hubiera decidido huir; la segunda, que convinieran en que era bueno que todos se tomaran un tiempo para almorzar; y la tercera, y aunque le diera comezón la idea porque era darle la razón a la insufrible que tenía enfrente, que Sophia aceptara para que todos se fueran muy contentos a comer o a casa. Tenía hambre, ¿y qué? Él sí sabía lo que quería.

    Sophia regresó como si no hubiera tenido lo que cualquiera habría llamado un breakdown; tampón nuevo, vida nueva. Tomó asiento, respiró profundamente, y se volvió hacia la abogada:

    —Lo que quiero son opciones —dijo al aire.

    —¿Opciones…? —se apresuró la abogada a abrir su pluma y anotar lo que sea que saliera de su boca a continuación.

    —No sé quién le está haciendo el favor a quién —le dijo a Phillip.

    Phillip le quiso decir tantas cosas en ese momento, porque era ese el momento, y no otro, para decírselas. Quiso decirle que no se trataba de favores, sino de lo que cada una quería. Quiso decirle que no tenía que aceptar algo que no quería, algo sobre lo que no estaba cien por ciento segura, algo que supiera a la más mínima pizca de persuasión emocional. Quiso decirle que sí, que, aunque ese porcentaje siempre tuvo su nombre, tenía el poder para declinarlo, para rechazarlo, para posponerlo… porque maneras para posponerlo había; él era una de esas maneras. Quiso decirle que no tenía por qué apresurarse, que, incluso dentro de las constricciones de tiempo que planteaba el nefasto abogado, tenía tiempo para consultarlo con su dios y su almohada.

    —¿Hablas de las opciones de la conformación del porcentaje? —le preguntó la abogada a Sophia antes de que él pudiera decirle todo aquello.

    —Quiero el veinticuatro más uno, no el veinticinco. Para lo que quiero opciones es para transferir o para comprar; el precio, si es que es decido comprarlo, lo voy a negociar personalmente.

    —Le recomiendo encarecidamente que lo haga con la asesoría… —dijo ella, pero, ante el gesto de Phillip, calló.

    —¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —le preguntó él a Sophia.

    —No estoy segura de nada —rio ella en respuesta—. Pero sé que sería muy distinto si me lo hubiera ofrecido otra persona.

    —Suena a un buen uso de razón —opinó él con una sonrisa reconfortante y le dirigió una mirada a la mujer que pretendía que todo su modus operandi seguía en pie.

    —Es muy probable que John ya tenga una especie de borrador con algunas condiciones —intervino la abogada—. Puedo encargarme de cotejar la oferta con el contrato de sociedad mercantil y hacer las modificaciones que considere pertinentes —le dijo, pensando en que su contraparte legal debía tener uno a la mano.

    —No quiero nada que no esté en eso que John llamó The Pensabene System; así es como Emma y Volterra funcionan, así funcionaría yo también —repuso la rubia—. No quiero más consideraciones especiales. ­

 

    Siempre le pasaba lo mismo: cuando ponía el MINI en retroceso para estacionarse en su lugar designado, su vejiga se aflojaba y tenía que hacer un sobrehumano esfuerzo por aguantarse las ganas, pero, escalón con escalón, porque esperar por el ascensor era un suplicio, era el aviso de aquella gota que intentaba escaparse para abrir la válvula. Por eso, luego de forcejear arrebatadamente con la puerta, la cerraba de golpe para desabrocharse el pantalón, con un bailecito que ayudaba únicamente de manera psicológica, y bajarlo junto con el calzón de la ocasión para dejarse ir a medida caía sentada en el trono. Esta vez tenía tantas ganas, pero tantas ganas que, en lugar de silbar o tararear o remedar la intervención de Pavarotti de “La Donna É Mobile”, dejó salir un suspiro de alivio y de conmiseración divina.

    Irene la dejó hacer lo suyo, no sin antes reírse del caudal del chorro que aterrizaba en la porcelana mientras se quitaba los zapatos y los dejaba en el pasillo de la entrada. Se dejó caer de cara en la cama. Reconocía que había puesto sábanas nuevas esa misma mañana porque seguían frescas y olían al Coccolino morado. El forro era color crema y de un jersey inefablemente suave; de las cuatro almohadas, dos eran a juego con el forro y dos tenían funda blanca; y por la época, en lugar del habitual edredón, había colocado una cobija pesada de lana. El aroma y las texturas le dieron sueño, incluso llegó a dormirse un minuto, dos o tres, o los que le tomaron a Alex incorporarse.

    Pudo haber hecho algún comentario cargado de obviedad, como un tienes sueño, o bien, formularlo como pregunta, mas se contuvo y simplemente se acostó a su lado. La miró luchar contra el cansancio con una serie de juego de cejas que parecían ser el equivalente a un vergonzoso cabeceo que la dejara roncando en público.

    —¿Quieres dejar de mirarme, por favor? —musitó Irene, entreabriendo los ojos.

    —No, no quiero —susurró.

    —Qué insoportable eres —suspiró su queja con falsedad.

    La griega tomó el brazo derecho de la italiana para poder acomodarse entre su hombro, su cuello y su pecho. Si sacaba el tema en algún momento, se escudaría en la somnolencia y en no saber qué hacía, en no acordarse de eso de lo que hablaba, o incluso llegaría a atribuirle la acción a ella y no a sí misma.

    —Son las cinco —murmuró Alex—. El cine es a las siete y cuarenta.

    —¿Te quieres ir ya o qué? —rio amodorradamente.

    —No, solo te estoy acordando la hora.

    —Me ne frego.

    —¡Nene! —resopló conmovida por la indecencia de sus palabras—. ¿Cómo que te vale mierda?

    —Así como lo oyes: me-va-le-mier-da, tresmierdas —rio guturalmente—. Tres mierdas grandototas y malolientes.

    —Ya, ya entendí —la apretujó con su brazo—. ¿Ya no quieres ir a ver al lagarto radioactivo?

    —Técnicamente, ni es un lagarto ni es radioactivo. Es un producto de la radiación.

    —No sabía que eras una fanática —bromeó.

    —No es fanatismo, es mi deber sacar a la gente de su ignorancia —repuso, a lo que Alex simplemente rio—. El lagarto radioactivo, como tú dices, es lo que me vale mierda.

    —¿Eso significa que no quieres ir al cine o qué?

    —Eso significa que, en este preciso momento, el lagarto radioactivo me vale mucha mierda.

    —Qué insoportable eres —la remedó.

    —Mierda, que no, que no quiero ir al cine —rio Irene, enrollándose más contra Alex.

    —¿Y qué vamos a hacer? ¿Dormir?

    —No —bostezó—. Vamos a arreglar el mundo antes de ir a comer.

    —Ah, entonces, a comer sí vamos a salir.

    —Y a tragar etanol —asintió.

    —¿Siempre a Camponeschi?

    —No, tengo ganas de pizza.

    —¿Algo más?

    —No pido mucho cuando se lo pido a la persona adecuada. —Alex rio—. De todos modos, sé que te gusta cuando te acarician el ego.

    —Me gusta más que me acaricien otras cosas, pero, sí, el ego está bien también.

    No tuvo que decir más, el mensaje no podía haber sido más claro, o eso fue lo que decidió interpretar Irene. Sus dedos trazaron ligeros garabatos en su cuello, una compleja red de puntos y líneas que había sido tallada en la piedra de su subconsciente: la molécula de la oxitocina, con sus cuarenta y tres átomos de carbono, los sesenta y seis de hidrógeno, los doce de nitrógeno, los doce de oxígeno y los dos de azufre, y, con el disimulo fallido de siempre, la meta se le hizo simplemente irresistible y la impacientó. Quería llegar a ella cuanto antes. Sin embargo, sin saber cómo, logró entretenerse algunos segundos en la línea de su quijada antes de, con el descaro más tímido de todos, repasar la línea en la que el borde de la blusa le cubría las clavículas.

    Acarició el minucioso dobladillo del blusato semplice negro que había adquirido en alguna de esas sesiones de ocio en La Rinascente, único lugar en donde Roma tenía una sucursal de Esprit —su sanctum sanctorum—, y sin saber cómo tardarse más, coqueteó efímeramente con su seno izquierdo y pasó de largo hasta que, jugando a no quererlo, se escabulló bajo la viscosa.

    Alex ni hizo ni dijo nada, simplemente la dejó acariciarle el abdomen y la cintura; le resultaba relajante su tacto, casi tan relajante como cuando le rascaban la espalda hasta adormecerla. No obstante, debido a las claras intenciones de la Señorita Papazoglakis, aquel no era un momento para dormir o para dejarse adormecer. No.

    Cruzó la frontera del abdomen y escaló la microfibra que cubría la protuberancia en cuestión. Se deslizó de aquí acá con una lentitud entre torpe y provocadora, hasta que, habiéndolo hecho con sus propios parámetros de maestría, el relieve de la microfibra dejó de ser uniforme porque evidenciaba la ligera cúspide que la griega se apresuró a pellizcar sin realmente hacerlo.

    —¿Qué se te perdió ahí? —le preguntó Alex con la sonrisa rijosa de siempre.

    —Las ganas de dormir—se encogió Irene entre hombros y, retirando su mano, se posicionó a horcajadas sobre ella.

    Las manos de Alex fueron directamente a esa parte en la que no era ni cadera ni trasero, sino ambas al mismo tiempo, y contempló cómo Irene se rascaba los ojos y se reordenaba el cabello.

    —¿Qué me miras tanto? —frunció la griega su ceño.

    —Si no te gusta que te mire, ¿para qué te pones encima de mí? —ladeó ligeramente su cabeza.

    —Es el orden natural de las cosas —rio, colocando las manos sobre las de Alex—. Creo que a nadie le gusta que lo miren tanto.

    —Si eres tú quien me mira… —suspiró—, me da igual cómo o por cuánto tiempo me mires.

    —Ah, ¿sí? —repuso Irene en tono retador.

    —Nada gano con mentirte, Nene —se encogió entre hombros—. Aunque debo decir, y esto es solo en aras del principio de igualdad, que si tú me miras media hora lo justo sería que yo te mirara media hora también.

    —Ahí ya perdimos una hora —le dijo Irene con una expresión de no entender las posibles matemáticas involucradas en su manera de pensar.

    —Media hora es media hora si se trata de contemplación mutua —sonrió—. Es viernes, no espero que tu cerebro funcione tan bien como si fuera un martes.

    —Se supone que la magia de la inteligencia es que es una constante; si se es inteligente, se es inteligente toda la semana, todo el mes, todo el año.

    —Lastimosamente, Irene Papazoglakis, la vida no es de los inteligentes —rio, aferrándose a su cadera.

    —¿No? —preguntó un tanto extrañada.

    —En lo absoluto.

    —Y si no es de los inteligentes, ¿de quién es?

    —De los astutos —guiñó el ojo derecho y, sin darle un tan solo segundo para procesarlo o para poder predecir lo que haría, la volcó sobre la espalda, siendo ahora ella quien estaba encima—. ¿Lo ves? —musitó casi sin aliento, porque manipular cincuenta y siete kilos, más los suyos, era un tipo de esfuerzo al que no estaba tan acostumbrada.

    —Siempre he creído que juegas sucio, Santoro, muy sucio —le dijo a pesar de que su boca había querido decir un «Si, ti vedo».

    —¿Tú crees? —sonrió asesinamente y, llevándose las manos al elástico negro que le abrazaba el jeans, se sacó la blusa—. ¿Esto te parece sucio? —le preguntó, pues Irene no había sido capaz de decir ni sí ni no.

    —No todo —opinó con una pizca de las actitudes propias de Alessandra Santoro.

    —Eso significa que sí hay algo.

    —Por supuesto —asintió, irguiéndose con el torso hasta acortar la distancia entre ambas—. Pero solo es esto —le dijo, enganchando el tirante del reggiseno con su índice y dejándolo ir.

    —Eso tiene arreglo —repuso, y, muy resuelta, se llevó las manos a la espalda para deshacerse de los tres ganchos que mantenían todo en su lugar.

    —No. Yo —la detuvo antes de que se quitara el sostén por completo.

    —Está bien. Tú.

    Irene le clavó las uñas en los hombros y, recorriéndola, se trajo consigo toda la estructura de microfibra negra; cayó al suelo.

    Alex esperaba, no sabía, quizás que repitiera las caricias que habían logrado la debida media erección de ambos pezones —que había sido una suerte que el derecho no hubiera podido manifestarse, como el izquierdo, por estar este presionado contra alguna parte del pecho de Irene—, que fuera con toda la intención de apretujarlos con ambas manos, que tomara uno en cada mano y que fuera con sus dientes a su pezón izquierdo; pero no, Irene simplemente se recostó sobre las almohadas y la miró.

    —Dijiste que te daba igual cómo o por cuánto tiempo te miraba —se defendió Irene de la mirada confusa de la italiana.

    —Sí, y también dije que…

    —Sí, sí, sí, yo sé —la interrumpió Irene—. Todo tiene que ser equitativo.

    —Equitativo no, igualitario. Hay una diferencia.

    —Estoy intentando provocarte —rio un tanto frustrada—. No te pongas tan técnica.

    —No es tecnicismo, es mi deber sacar a la gente de su ignorancia —le dijo en el mismo tono que había usado ella hacía rato.

    —Si dejo que me expliques la diferencia, ¿me dejarás proceder con mi acoso? —contestó con el ceño tiernamente fruncido y en una voz que estaba a pocas inflexiones de ser de infante.

    —La equidad debe ser una medida transitoria hacia la igualdad. Y eso es todo lo que voy a decir con respecto a eso —dibujó una sonrisa de extrema complacencia—. Ahora, ¿qué tienes que hacer?

    —Yo no tengo que hacer nada —disintió con una risa nasal de por medio—. Pero, como estoy de buen humor… —bufó, irguiéndose de nuevo y alzando los brazos.

    Alex comprendió que aquello requería de su cooperación, por lo que la privó del centenar de finas líneas blancas sobre azul. Tuvo el primer vistazo a una pieza similar a la suya, de microfibra por igual, solo que este en blanco y sin la misma cantidad de soporte general; este era menos rígido, más menudo, más ligero y con tan solo dos ganchos.

    —¿Te parece igualdad suficiente? —susurró Irene, intentando no mirarla a los ojos mientras arrojaba el sostén al mismo abismo al que había sido arrojado el suyo.

    —¿Te parece a ti? —se aclaró la garganta.

    —Yo pregunté primero.

    —¿Y qué? —resopló.

    —Principio de first come, first served.

    —Ma, Nene, you haven’t come —rio salazmente en esa mezcla de italiano e inglés que, a pesar de haberle atropellado los acentos correspondientes, le permitieron aterrizar el doble sentido con sinigual maestría.

    —Esa no es mi culpa, sino es tuya —contraatacó Irene.

    —¿Mía? —resopló—. ¿Cómo puede ser eso mi culpa? —se cruzó de brazos, sometiendo a sus senos a un reacomodamiento que provocó estragos en las entrañas de la griega.

    —Porque tú eres la que hace que eso suceda, yo sola no puedo —se sonrojó.

    —Dime una cosa, ¿esa es mentalidad tan derrotista es la de quien ganó el torneo de Bucarest?

    —Sí.

    —Y dices que la descarada soy yo —sacudió la cabeza y relajó los brazos.

    —Yo no me pasé la mitad de la adolescencia frotándome la figa con todo lo que se puso en mi camino —se defendió.

    —No me reproches por mi fortuna —se carcajeó Alex—. Y si no te pasaste la mitad de la adolescencia “frotándote la figa”, como tú dices, ahora es cuándo —arqueó las cejas—. Nunca es demasiado tarde —sentenció, llevando las manos al botón que cedió como si tuviera ganas de ser liberado—. ¿No crees?

    —Mjm —afirmó con el labio inferior entre dientes, «lo que tú digas, sí».

    Alex rascó el brasiliano in pizzo blu intenso que le cubría el pubis. Tomó férreamente el encaje y la mezclilla y las deslizó a un tiempo hacia afuera; de paso se deshizo de los fantasmini de sus pies.

    —Así es como vale la pena mirarte —declaró.

    —¿En dónde queda la igualdad en esto, Santoro? —cuestionó Irene.

            «En lo mismo», quiso responderle, mas supuso que con quitarse el jeans y las medias estridentes sería suficiente.

    —Esa cosa también —le señaló Irene los Calvins grises.

    —Prefiero no —disintió.

    Si a la griega le hubieran preguntado, probablemente habría dicho que esa era la primera vez que veía un ligero rubor en el rostro de Alessandra Santoro, pero si ella estaba dispuesta a no mencionar el momento en el que se había enrollado contra ella, ella estaba dispuesta a olvidar esto por igual. Meditó sus opciones: podía permitírselo o podía tratarla con la misma insistencia con la que ella la trataba.

    —Pero tienes tampón, ¿no es así? —resolvió preguntarle.

    —No —musitó, dejándole ver una porción de la parte frontal de la tela gris para que pudiera ver el borde blancamente impoluto de la toalla—. Es mi último día.

    —Eso significa que ya casi no… —murmuró como para sí misma, sopesando—. Si no te lo quieres quitar, no te lo quites —le dijo al fin con un gesto indulgente—. Pero me debes el calzón —le advirtió.

    —Como usted diga, Signora Papazoglakis —canturreó, entrando nuevamente a la cama.

    —Sí, así lo digo —rio por lo bajo, abriendo las piernas para recibir la pelvis de Alex—. Pero dime tú, que empezaste con todo esto de la igualdad y con que nunca es demasiado tarde, ¿a dónde me quieres llevar?

    —En mi defensa diré que quien empezó con esto fuiste tú, mirándome y toqueteándome —le dijo, dejando caer su peso poco a poco sobre ella—. Con respecto a lo que preguntas, ¿a dónde crees que te quiero llevar?

    —Claramente a Ostia —rio Irene.

    —Sí, pero mañana —susurró a ras de sus labios—. Hoy vengo por el paliativo que me prometiste ayer.

    Irene supo poco después de eso. Supo de sus labios en los suyos, de sus manos inmiscuyéndose de tal manera que no le dejaban escapatoria alguna (y ni la quería), y de cómo su lengua y sus dientes tomaban posesión absoluta de ella. Qué bueno que Alex no era de esas personas que abusaban del horripilante hábito de besar con los ojos abiertos, pues, si no, habría visto el inclemente rubor que fue reptándole por el pecho hasta incendiarle las orejas. No supo hacer otra cosa más que envolverla entre sus brazos mientras permitía el abuso de sus labios; aspiraba a un abrazo parcial y a ganar un poco de control en el beso.

    Que no la malinterpretaran, que no la malentendieran, pocas cosas en su vida se habían sentido tan bien como los labios de Alex en los suyos, en el resto de su piel. No, a quién engañaba: era lo que mejor se había sentido; ni la final en Bucarest, ni ningún beso con alguien más. Se sentía tan bien, tan justo, tan apropiado, que había llegado a pensar que nunca nada se sentiría igual o mejor. Pero eso había dicho de Bucarest, y eso había dicho de los labios del ahora olvidado Adrianos y de la infame Clarissa. Pero no, los besos con aquel fueron insignificantes y los besos con aquella adquirieron la magnitud que adquirieron por el simple hecho de que se rehusaba a aceptar que el beso que le había arrebatado Alex, en aquella callecita en Venecia, eran lo que los opacaría por siempre, lo que la opacaría a ella.

    Que no la malinterpretaran, que no la malentendieran, porque, aunque le gustaba cómo Alex la besaba con una mezcla de rudeza, hambre y cariño, ella prefería todo eso más despacio, con pausas mortales que no se detuvieran en ligeros mordiscos, sino que esas se prolongaran de manera que los tirones labiales fueran posibles, de manera que el coqueteo esporádico de lenguas se disfrutara más y mejor, de manera que pudieran respirar y darle espacio a los gemidos que garantizaba la paciencia.

    Y Alex, que sabía poco de nada en lo que a Irene se refería, porque aquello era un campo minado de posibilidades e implicaciones que podían resultar demasiado bien o demasiado mal, disfrutaba de esas ocasiones en las que ella, lejos de oponerse, aceptaba el punto de partida que le ofrecía y lo modificaba o lo adecuaba a sus deseos. Era, aunque tácito, un pacto de mutuo acuerdo y beneficio.

    Su mano, ahuecándole parte de la quijada y el cuello, significaba un «calmati… più lento», y una ligera corrección, de algunos grados, al ángulo en el que hacían contacto. La respuesta era, por una parte, acomodarse a las modificaciones que Irene sugería, y, por otra, descifrar el ritmo para, con la mano izquierda, aprovechar la oportunidad y acariciarle aquellas importantes partes del pecho.

 

    Salió del edificio en busca de dos cosas: comida y un baño. El estómago ya le pedía comida de verdad, porque la granola hacía rato había dejado de ser sustento y las entrañas ya empezaban a retorcérsele, de manera que no iba a permitir que el hambre llegara al punto de provocarle otro tipo de dolor de cabeza además del que ya tenía a causa del estrés que revoloteaba alrededor de la rubia que le había escrito un seco y serio mensaje de “We’ll talk when I get home”. El tampón aguantaba un poco más, pero nunca había jugado ni empezaría a jugar ahora con manchas por consecuencia; tenía una regla personal de no utilizar el baño en sus proyectos, a menos de que fuera estrictamente necesario o para hacer las pruebas correspondientes.

    El sol era cruel, no tanto como en el apartamento inhabitable de Margaret, pero era ciertamente cegador y empezaba a sentirse caliente contra la piel. Ahora se empezaría a arrepentir de haber optado por mangas largas. Miró de reojo a sus extasiados pasantes: Parsons ya portaba unas gafas oscuras Tom Ford que parecían cubrirle la mitad de la cara; SCAD apenas pescaba los Wayfarer del estuche de cuero gastado. Observó cómo se otorgaban una mirada de entera displicencia entre los dos mientras se preparaban para recibir las siguientes instrucciones.

    Había tenido la intención de almorzar con Natasha, mas no había insistido porque, por una parte, sabía de antemano que tenía una cita de retoque láser poco antes del mediodía, y, por otra, Margaret había mencionado que asistirían a la cena del vigésimo aniversario de La Confrérie, por lo que sabía que su mejor amiga no podía ser provista con la tentación de algún salmón o black bass de Jean-Georges, pues su tarde consistiría en una ensalada liviana y en una reparadora siesta que garantizara un rostro fresco con el que pudiera sublimar su atuendo. Pero no estaba para estar sola; prefirió estar mal acompañada.

    —Espero que tengan hambre —preguntó Emma al aire.

    La respuesta le importaba poco, porque probablemente solo SCAD comía comida como la gente normal y no esos batidos antioxidantes o desintoxicantes que había visto que Parsons se tragaba con frecuencia. No esperó la respuesta de ninguno, simplemente emprendió marcha en dirección hacia la Novena Avenida. Tras ella, como era de esperarse, iban los dos, compitiendo por el mejor paso, por el paso más acelerado, por seguirla a su ritmo.

    Emma pudo haberles dicho que disfrutaran de caminar en una zona en la que se podía caminar sin atropellar a los otros transeúntes o en la que los hombros y los brazos no resultarían con algún golpe, pero no lo hizo, pues justo en ese momento en el que pasaba frente al Starbucks de hacía un par de horas, reconoció que aquella era la zona en la que Sophia había vivido cuando recién había llegado a la ciudad.

    Recordó las pocas veces que pasó la noche en aquel pequeñísimo apartamento, los cigarrillos compartidos, el olor a lemongrass y bergamota de su habitación, la cortina de baño que habían destrozado, los primeros encuentros sexuales que parecían ya tan lejanos y tan de amateurs, la dupla cinematográfica de “Shadow of a Doubt” y “Casablanca”, y de las hamburguesas de Whitmans, las pizzas de madrugada de la Highline Pizzeria y de la apretada cita en Porteño. Recordó tantas cosas buenas, recordó que en aquel entonces se había sentido tan feliz, tan entusiasmada, tan curiosa, que terminó por enojarse consigo misma, porque todo habría podido seguir igual si tan solo hubiese sabido separar los negocios del placer, si tan solo hubiese sabido escuchar con mayor atención o sin tanta arrogancia, porque estaba claro que no sabía nada de nada.

    Pensó en que si iba a alguno de los lugares anteriormente mencionados iba a revivir alguna sensación distinta a esa tan asquerosa que ahora sentía, mas se abstuvo de ir más allá de 30th St., pues eso solo sería profanar un recuerdo demasiado grato, y si no era con el humor y las hormonas de la ocasión, lo sería con la presencia de sus pasantes. Además, no sabía si quería que le pisaran los talones por quince minutos más de lo que sabía que podía soportar.

    Casi en la esquina de 39th and Ninth, estando frente al Holiday Inn Express, al otro lado de la calle, avistó lo que pareció haber sido iluminado por un rayo divino y un coro de ángeles: una especie de trattoria neoyorquina, escondida bajo los andamios de la construcción superior, en la que seguramente encontraría no solo un plato de pasta decente, sino también un baño individual en el que pudiera cambiarse el tampón con la debida comodidad.

    Miró hacia ambos lados de la calle por mera costumbre y, huyendo de esa necesidad de únicamente cruzar por las zonas peatonales —porque para algo existían—, se dejó ir hacia el otro lado.

    Era un lugar pequeño al que no le cabían más de cuarenta comensales muy apretados, y olía a mantequilla y a aceite de oliva. Pidió la mesa de la esquina más alejada del constante paso de los tres meseros, y, aunque la hostess intentó ofrecerle cualquier otra mesa, que no fuera aquella de cuatro para no perder a otros potenciales clientes, la altanera ceja de la italiana le hizo saber que cualquier otra mesa era simplemente inaceptable… y que le valía cincuenta mil zucchini si le parecía que era un capricho.

    Rústico y con un abuso terrible, casi horrible de madera. Las paredes de ladrillo crudo, algunas partes estaban llenas de afiches de Cinzano, Campari y Martini; otras, con estantes en los que exhibían, casi como porque sí, saleros y pimenteros, machinette, ollas y sartenes, botellas de aceite de oliva y balanzas. Las mesas eran pequeñas y las sillas incómodas, el piso era de cemento. La música era un cliché de restaurante italiano, doblemente cliché si se tomaba en cuenta de que habían recurrido a una instrumentalización hiperromantizada de las piezas originales; “‘O Sole Mio” sonaba incluso más cursi. El menú era un medio tabloide plastificado, ultrajado de los bordes y las esquinas, pero no tenía ni un tan solo error de ortografía; eso la hacía muy feliz, pues significaba que alguien en la administración —y ojalá en la cocina— era un auténtico italiano y no nada más un residente de Little Italy.

    Pidieron una ronda de Negroni, no supieron si pesó más el hecho de que era alcohol antes del mediodía de un viernes o el hecho de que pasaba por aperitivo, porque, si era por esto último, hambre ya tenía al menos el sesenta punto seis, seis, seis, seis, seis, seis del grupo.

    Parsons estaba indispuesta, mas no sabía por qué estaba tan, pero tan enojada. La primera razón podía ser que el hijo de puta de Lucas tenía cierta ventaja sobre ella al tener una idea estética más clara de lo que podía ofrecerle a Margaret. En ese momento supuso que ese proyecto era una completa y verdadera charada, una farsa en la que todo había sido arreglado meticulosamente, desde la actuación suprarrestringente de Margaret como cliente hasta el sinigual cabreo de Emma. Era más que evidente que se conocían, era más que evidente que había confianza, era más que evidente Emma los estaba probando, y ella estaba perdiendo debido a la heroica intervención que había tenido la rubia hija de puta con el hijo de puta de Lucas. La segunda razón podía ser porque había planificado almorzar un jugo con sabor a tierra. La tercera razón podía ser porque, ahora que tenía que comer sólido por primera vez en la semana, o no iba a caber en el vestido de esa noche o iba a sufrir las consecuencias de una diarrea severa. La cuarta razón, y la verdadera, era una mezcla de todas las anteriores, pesando más la del hijo de puta de Lucas, la rubia hija de puta, hijos de puta todos. Todo en el menú parecía haber sido sometido al ajo o al vinagre balsámico, por lo que se decidió por una ensalada de espinaca, manzana, pasas y queso de cabra, este último aparte.

    SCAD, por el contrario, tan feliz y confiado como nunca y hambriento como siempre, se antojó de todo lo que había en el menú, especialmente eso que terminó pidiendo como noukee al reigu dai manzou ee meielee, un platillo de polpou ee pateitee y el correspondiente té frío. Emma no se complicó y dejó que las hormonas, las mismas que la habían hecho comer una cubeta de pollo frito el día anterior, escogieran lo que quisieran. No le importó el riesgo que corría de mancharse la blusa, porque eso no ocurriría y, si ocurría, ya Gaby habría colocado un repuesto en el cajón inferior derecho de su escritorio. La única duda que la asaltó fue la de escoger entre la ensalada de rúcula y la caprese. Se decidió por la última para acompañar el platillo de Trenette al pesto trapanese y la correspondiente botella de Acqua Panna.

    Fue él quien rompió el hielo. Para desgracia de ella, pero para alivio de Emma, su pregunta no estaba relacionada con trabajo, sino con la curiosidad de la pronunciación; le preguntó a su jefa cómo se pronunciaban, de manera correcta, los platillos que había pedido.

 

    La dejó de besar abruptamente, porque, aunque le costara toda su voluntad, era la única manera en la que lograba ser dueña de toda su atención. Alcanzó a ver cómo se quedaba con las ganas; con el impulso de un beso que nunca empezó y que, por tanto, no podía terminar; con esa construcción facial de ojos cerrados y labios incitados, inflamados y enrojecidos; con el par de ojos castaños que se abrieron lentamente con la promesa de un berrinche, de una queja, de un reclamo por haberla dejado a medias, interrumpida. Tomó su mano derecha en la suya y, habiéndole dado un beso, la colocó entre sus piernas.

    Irene no supo interpretar cuál era la intención de lo que, a juzgar por el orgullo en su mirada, parecía ser el inicio de una gran hazaña. Creyó que se había equivocado de entrepierna, que las había confundido a raíz de la vesania que sabía que le inducían los besos, porque no había acción más tórrida que esa. Creyó que se había equivocado por el simple hecho de que era imposible no reconocer el deseo de ser tocada, truncado por carecer del talento para prever las sorpresas de su propio útero durante el último día.

    Pero no.

    —Tócate, Nene —susurró a ras de sus labios.

    Hasta ese momento, “Voy a tener que cogerte (sic)… Y, luego de cogerte, voy a tener que cogerte de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo (sic)… hasta que me aburra” había sido lo más sexy que Irene Papazoglakis había escuchado en su vida, tanto en términos generales como de las insolencias pervertidas que salían de la boca de Alessandra Santoro. Sin embargo, en ese preciso instante, ese “Tócate, Nene” se disputaba el primer puesto. Fue tan malditamente sexy que le robó la razón, la capacidad para dejarle saber el estatus de su más reciente orden.

    Se le olvidó esa estúpida idea de no saber cómo tocarse y obedeció con la misma seguridad, pues la demanda parecía afirmar que tenía las habilidades necesarias en lugar de cuestionarlas.

    Sus dedos rozaron la superficie de sus labios mayores, hinchados y sin estar al tanto de lo que ocurría entre ellos. Convicciones y torpezas reales al lado, si hubiese sido consciente del cómo se hacía por simple extrapolación de lo aprendido en Alex, se habría detenido a estimularse de menos a más, se habría entretenido en saber si la zona le era tan erógena como la que definitivamente lo era por antonomasia. No. En cambio, se adentró en ese lugar que quien lo conocía mejor no era precisamente ella misma, sino el par de pupilas dilatadas que asentían de manera corta y ligera en forma de ánimo, de aliento a que sí, que continuara tocándose, incluso si no sabía cómo.

    —Estoy… —masculló.

    Deseó no haber dicho nada, pues, de no haber dicho nada, el color de su piel no hubiera sido relevado por el rojo más carmín de todos y se vería en los aprietos de confesar el estado de su propia anatomía.

    —¿Estás…? —le ahuecó Alex la mejilla, como si con eso el pudor se evaporara—. ¿Estás mojada? ¿Es eso? —dibujó una pequeña sonrisa que estuvo a nada de reflejar su ternura; Irene asintió—. ¿Mucho? —Irene asintió de nuevo—. Qué rico, Nene.

    Irene quiso invitarla a compartir eso que ahora se escurría hacia el exterior, pero, además de que las palabras le faltaron, Alex se asumió invitada y colocó sus dedos sobre los suyos. «Spero tu sappia quanto ti…», saboreó la italiana en sus adentros sin terminar la frase, porque allí cabía cualquier verbo que tenía la capacidad de arruinar el momento, y le sugirió un primer movimiento de abajo hacia arriba como preámbulo para llegar lo que sabía que quería llegar.

 

    Lucas repitió dos, tres, cuatro veces el nombre de los platillos en un intento de remedo prosódico, pero, para su propia desgracia, el hábito de sus aproximantes y sus vibrantes eran propias del inglés y no empataban con el espíritu del italiano. Sin embargo, cuatro mil doscientos siete días después de ese almuerzo en Mercato, dominaría el idioma con léxico variado y con acento y gramática aceptables.

    A Toni no le gustaba el Negroni, pero se había hecho de uno porque no iba a permitir que Lucas —ya no hijo de puta porque ya se le había pasado un poco el enojo— disfrutara de algo y ella no; eso era lo que había sucedido el día anterior. Sí, bueno, aceptaba que ella había tenido otro tipo de ventaja, una más bien del azar, pues, si Lucas hubiese ganado el duelo de rock, paper, scissors, sería él quien tuviera un viaje en crucero en su horizonte más cercano. A decir verdad, o eso era de lo que intentaba convencerse, le daba igual; sus habilidades eran superiores a las del sureño, su gusto era mil veces más refinado y se empataba mejor con lo que Margaret esperaba, y sus recursos eran casi infinitos. Finalmente le encontró el buen sabor a su bebida, pues sabía tan bien como saber que todas las ventajas que pudiera tener Lucas eran reducidas a nada frente a ella.

    Un Martini la sacó de su ensimismamiento y le dejó ver que Emma y Lucas habían entablado una conversación como si estuvieran a pocos detalles de tenerse la confianza necesaria para que él la comenzara a llamar por su primer nombre; ella se estaba quedando atrás, tenía que compensar.

    El Martini fue lo que confundió a Emma. Cuando el mesero lo puso frente a ella, ella lo miró con la frustración de haber recibido algo que no había pedido.

    —Se lo envía el caballero que está sentado en la mesa frente al bar —le informó éste con la prisa del comienzo de la hora pico y echando la cabeza en la dirección mencionada.

    Lucas no se asombró del gesto peliculero del Martini, porque había hombres que carecían de creatividad y de habilidades de seducción; sin embargo, Toni, aunque no se escandalizó ni por el gesto ni por el tipo de bebida, prefirió asumir que provenía de aquel hombre al que había visto abrazarla y no de un hombre cualquiera.

    Emma se volvió en la dirección que le habían indicado y, por más que quiso, no logró reconocer a nadie. El hecho de que la bebida fuera un Martini, servido antes del mediodía, fue motivo de intriga puesto que asumió que el autor intelectual de la hazaña la conocía, de lo contrario habría enviado otro Negroni. Tomó la copa entre sus dedos y confirmó que esta había sido enfriada por aparte, lo cual hablaba bien del local, especialmente del encargado del bar; inhaló el aroma y confirmó que no se trataba de la mezcla prefabricada de la botella de Martini Extra Seco o Bianco, sino una prometedora fusión de Tanqueray con el vermouth de la ocasión y sin el atropello de una aceituna o una raja de limón. Bebió un pequeño sorbo y le supo casi a los que solía hacerse en casa, casi al Martini perfecto. Eso solo significaba que aquel hombre conocía sus estrictas preferencias.

    —Did I nail it or what? —le dijo sonrientemente a sus espaldas.

    Reconoció la voz de inmediato; la gravedad y la aspereza, acompañadas de la ligera nasalidad, era inconfundible e inolvidable. Por un efímero segundo se le heló la sangre; no obstante, como lo suyo había sido dejado en el pasado, aunque de manera atropellada, dejó de importarle. Se volvió sobre la silla y entonces lo vio.

    Alto como siempre, con la misma mala postura de hombros caídos y espalda ligeramente encorvada, el cuello largo y los ojos del color del azufre. Los dos lunares de la mejilla izquierda habían desaparecido, algunas grietas habían comenzado a decorarle la frente y las sienes, la barba la tenía más cuidada que nunca y la había decorado con un bigote inglés. El cabello, que pintaba las mismas canas de su barba, lo llevaba recogido en un moño que le sentaba bien.

    Había adelgazado, debía haberse quitado unas veinte libras de encima y se notaba que frecuentaba el gimnasio por la manera en la que le tallaba la camisa a la que le había recogido las mangas y que, por ende, mostraba el Omega de brazalete de cuero que no hacía nada por robar la atención de la serie de tatuajes que le coloreaban el brazo entero.

    —Es tan bueno verte —agregó él, abriendo sus brazos e inclinándose un poco para poder abrazarla.

    Emma, como siempre, con la terrible aversión al tacto, no le correspondió, mas no opuso mayor resistencia porque, por alguna razón, le dio gusto verlo tan bien que ya no sintió ese asco que siempre se negó a aceptar que sentía.

    —¿Cómo has estado? —rio Emma, más por lo incómodo del abrazo que por algún tipo de alegría.

    —Pues, tú sabes, como siempre, ¿y tú? —la dejó ir y la miró penetrantemente a los ojos.

    —Tan bien como siempre —asintió—. Mira, ellos son Lucas y Toni. Están trabajando conmigo en el estudio.

    —Talento fresco —rio, ofreciéndole primero la mano a ella a pesar de que estaba más lejos—. Mucho gusto, Alfred —dijo, presentación que repitió cuando le estrechó la mano a Lucas—. ¿Los está tratando bien? —preguntó por simple arte del small talk, y, cuando ambos asintieron en silencio, se devolvió a Emma—. No, si ya veo que la llegada de Sophia cambió muchas cosas —comentó con una ligera risa de por medio—. ¿Todavía está contigo?

    —Sí, todavía —contestó un tanto a secas—. Y tú, ¿qué? ¿Qué haces por este lado de la ciudad?

    —Nada en especial —se encogió entre hombros—. Unos amigos se tropezaron con este lugar hace algunas semanas y no han dejado de hablar sobre lo buena que está la comida. Tú sabes, Harry y Jack, ¿te acuerdas de ellos?

    —Cómo olvidarlos —resopló Emma.

    —Ven, ven a saludarlos —le dijo, tomándola suavemente por el brazo para alejarla del par de adolescentes que habían pretendido no escuchar la conversación.

    En efecto, ahí estaban los amigos alcohólicos de Fred, pero, al igual que él, estos habían cambiado como es imposible cambiar en una vida entera. Harry había pasado de tener un cabello de dios griego a decidirse por deshacerse de él para ganarle a la arrolladora alopecia y, al igual que Fred, llevaba los frutos del gimnasio bajo la camisa; seguía teniendo los dedos amarillos por el tabaco, pero la sonrisa o se la había blanqueado o se la había reemplazado; y ahora usaba anteojos retro de considerable grosor. Jack, a diferencia de los otros dos, se había echado un par de libras encima y se había adueñado de las ojeras de cansancio de un padre de familia, hecho constatable por la banda dorada en su dedo izquierdo.

    Al lado de Harry se sentaba su novia de siempre, con quien iba de arriba abajo y de aquí allá a causa de los celos mutuos y a pesar de que ambos le tuvieran pavor al compromiso, y, al lado de donde Emma dedujo que Fred se sentaba, una especie de reflejo distorsionado le sonrió: compartían más o menos las mismas proporciones y características, únicamente se diferenciaban porque el color de su cabello era un excelente trabajo de tintes; los ojos no eran verdes, sino marrones; el estilo era más casual, más relajado y con colores más atrevidos en prendas más atrevidas (como la blusa magenta y desmangada de lentejuelas en pleno mediodía); sus facciones no eran afiladas, sino más bien redondas; un maquillaje que Emma nunca se atrevería a llevar durante el día; y el tatuaje de gorriones al vuelo que se explayaba por el interior del tonificado brazo y antebrazo.

    —Esta es Jenna —la presentó con la palma de la mano.

    —La prometida —añadió ella en ese segundo que le tomó alargar la mano para sugerir un saludo cordial, aunque, en realidad, solamente marcaba su territorio con un enorme zafiro Graff.

    —Ella es Emma. Alguna vez tuve que haberla mencionado —rio Fred.

    Rápidamente, los siguientes dos párrafos intentarán remontarse a lo que sucedió después de que el sujeto en cuestión creyó haber lesbianizado a la Arquitecta.

    Había regresado a aquel sótano en el que se le rendían tributos al dios de las orgías. La gente parecía no quererse ir, parecía haber encontrado el lugar idóneo para darle rienda suelta a sus vicios y a querer demostrar el calibre de su estatus a costa de lo que fuera: a pesar de las camisas mojadas, los cabellos arruinados y los maquillajes corridos; le daban la bienvenida al sudor que caía gota a gota sobre las marcas más caras de Saks y Bergdorf, bailaban sobre la película pegajosa de lodo, sudor, alcohol y restos de vasos quebrados; ya no brindaban ni bailaban con un vaso en la mano, sino con las botellas que gastaban más en baños que en tragos. Las mesas evidenciaban el porqué del estado de trance en el que todos se encontraban —porque la clave musical había sido una mezcla de hacerles recordar aquellas fiestas decadentes de la época universitaria y de la presencia del repertorio de la época; nada que Global Deejays no había hecho ya—: había una alarmante cantidad de residuos del polvo blanco, de pequeñas bolsas con píldoras celestes en forma de osos de peluche y de pelusas verdes. Al ver esto, el héroe de estos párrafos creyó haber entendido la razón de todos sus fracasos. Sobra decir que PDF, el sótano del pecado, existió únicamente ese día.

    Esa misma tarde, entre el sudor frío y las náuseas de pensar que debía comenzar a abstenerse de todo, decidió que era buen momento para poner su vida en orden. Primero, se disculpó con Sara por haber llevado a su hija a la perdición de otra mujer; luego, se inscribió en un gimnasio sobre 47th St., en donde, mientras hacía un pago de membresía mensual, conoció a Jenna, la instructora de Cardio Off-Peak de las diez de la mañana y las tres de la tarde. Lo primero que le dijo fue “Me acuerdas a Emma”.

    —¿Cuándo es la boda? —preguntó la italiana para dejar atrás ese momento tan incómodo.

    —Veintiocho de noviembre del otro año —contestó rápidamente su doppelgänger.

    —Qué bien —supuso.

    —Jenna, ¿verdad que nos encantaría que Emma viniera? —se emocionó Fred.

    —Absolutamente —asintió, aunque quedaba demasiado claro que había dicho un rotundo no.

    —Te enviaremos la invitación. ¿Todavía vives en Madison? —sonrió él muy complacido.

    —Sí, todavía —contestó Emma—. Y gracias por la invitación —«This is some cringeworthy shit right here».

    —Un honor, un honor —comentó Fred—. Bueno, creo que ya te robé demasiado tiempo de tus compañeros de trabajo. Déjame acompañarte de regreso.

    —Harry, Jack, Beth, Jenna —sonrió Emma como sustituto de un cordial despido y de un deseo de bienestar.

    —¿Tú qué? —le preguntó Fred mientras se abrían paso hacia el otro lado del local—. Escuché de Seth, que le dijo Joe, que le había contado Jenny que Chris le había dicho que Anna le había chismeado que Natasha le había dicho que te ibas a casar. —Emma simplemente asintió, porque esa cadena de chisme había resultado demasiado complicada para la clase de mañana que estaba teniendo—. Vaya, qué cosas, ¿no? —resopló—. Me alegro mucho por ti, aunque, sabes, nunca te vi como alguien que algún día iba a sentar cabeza.

    «¡¿Yo?!», espetó Emma en sus adentros, porque, si se sinceraban, era ella quien nunca habría apostado ni un céntimo a que Fred “sentara cabeza”, «whatever the fuck that means».

    —Es fácil cuando la motivación son los impuestos —bromeó la Arquitecta para no explotar.

    —Veo que no has cambiado —sonrió cariñosamente—. Antes de dejarte, quiero que sepas que me alegra mucho verte y que, si no es muy incómodo, me gustaría que fueras tú quien se encargara del apartamento en el que vamos a vivir.

    —Fred… —suspiró, pero, en lugar de decirle que eso sería demasiado incómodo, especialmente para Jenna, calló para ordenar sus ideas.

    —O tu esposa —se apresuró a decirle—. Tengo entendido que también es diseñadora.

    —Estás enterado de todo —sacudió Emma la cabeza.

    —¿Qué te puedo decir? —rio, llegando por fin a la mesa en donde Lucas y Toni fingieron no haberlos acosado desde la distancia—. La ciudad es muy pequeña. —«Claramente, no lo suficiente», pensó Emma—. No dudo que tú no te hayas enterado de algo sobre mí —sonrió, halando la silla para dejar que se sentara.

    —El problema es que yo me iré buena parte del otro año a Miami —le informó, porque de nada serviría el hecho de que le dijera que no, que no se había enterado de nada sobre él en todo ese tiempo—. No creo que pueda hacerme cargo de un proyecto en tan corto tiempo —intentó excusarse.

    —¡Qué va! —le acarició el hombro—. El apartamento lo desocupan hasta diciembre del otro año, tendrías todo el tiempo que necesites —estableció—. Además, no me digas que el penthouse del 212 no te llama la atención —sonrió tentadoramente.

    —¿Y tu mamá en dónde va a vivir? —inquirió imprudentemente, pues, si la memoria no le fallaba, ella se había quedado con el penthouse, siendo ella la dueña del edificio.

    —Le picó por ir a vivir a los Hamptons, y no se va a ir del apartamento hasta que le entreguen la casa —se encogió entre hombros—. El apartamento es su regalo de bodas, eso es lo que importa. Llamaré a tu oficina cuando tenga todo. ¿Todavía es el mismo número?

    —No —suspiró y, habiendo buscado en su bolso, le entregó una tarjeta—. Pero sí será Gaby quien conteste —agregó.

    —¡Awesome! —asintió con una sonrisa mientras guardaba la tarjeta en uno de los compartimentos de su cartera—. One last thing«What?!»—. Did I nail it or what? —señaló el Martini.

    —Estoy que me como una vaca —se palmeó Sophia el abdomen.

    —¿Qué te parece si nos comemos un par de vacas, entonces? —le dijo Phillip, ofreciéndole el brazo, que, como cosa rara, la rubia aceptó.

    —Me parece perfecto —sonrió ampliamente, deshaciéndose de los anteojos para colocarse los Dior que le había regalado Clark para su cumpleaños.

    —¡Por Neptuno! —exclamó con una de esas sonrisas afectuosas—. ¡Cuánta guapura!

    —No seas ridículo —rio un tanto sonrojada.

    —Ridículo o no, te he hecho reír —le guiñó el ojo—. Me conformo con poco, como podrás darte cuenta.

    —¿A dónde me llevas? —omitió el comentario anterior.

    —Como nunca vienes por este lado, te llevo al lugar donde íbamos a comer cuando decidíamos no asistir a la clase de arte —le dijo mientras caminaban a lo largo de Greenwhich St. para luego incorporarse a RectorSt.

    —Con que por eso es por lo que no sabes dibujar —bromeó Sophia.

    —No creo que asistir a la clase, de manera religiosa, me hubiera convertido en un Miguel Ángel —repuso—. La profesora, Loretta, que me acuerdo de su nombre porque se llama igual que la fiscal del distrito del Este, estaba todo el tiempo como en su propia cabeza —se encogió entre hombros—. Dibujaba muy bien, pintaba muy bien, esculpía muy bien también… pero, por alguna razón, nunca pareció importarle cuántos llegábamos a clase o cuán carentes de técnica éramos; nos aprobó a todos con A-plus los tres años que tuvimos clase con ella.

    —Olvídate de la profesora —le dijo Sophia—. Nunca se me hubiera cruzado por la mente que eras de los que no iban a todas las clases.

    —No era lo habitual —estuvo de acuerdo—. Solo ocurría con la clase de arte y con las de francés cuando teníamos examen de economía.

    —¡Qué travieso! —se escandalizó con el debido sarcasmo.

    Phillip desenganchó su brazo del suyo y, desabotonándose el saco, la abrazó por los hombros para apretujarla. Compartieron una carcajada, nacida en el verdadero sinsentido, que se acabó cuando se plantaron frente al cruce de Trinity St.a esperar por que el semáforo peatonal les diera el derecho a cruzar.

    —Cambiando un tema por otro, ¿qué tal está tu hermana? —inquirió Sophia para dilapidar la resaca de la risa que se había convertido en algo casi incómodo.

    —Tan bien como puede estarlo —se encogió entre hombros—. Mi mamá, que estaba hecha un ogro con la noticia, ahora está que se muere por conocer al feto. Y no me mires así. Es un feto, no es un bebé.

    —Oye, yo soy una gran partidaria de los tecnicismos —alzó las manos a la altura de su pecho como si se exculpara de lo que fuera que su amigo estuviese pensando—. Te miraba así por tu mamá —rio—, no por el tecnicismo.

    —Ah, sí, bueno —resopló en son de disculpa—. Después de que usé el nombre de Dios para defender a mi hermana, ya te imaginarás…

    —No tengo que imaginarme nada —disintió, reanudando la marcha para flanquear Trinity Church y continuar, calle abajo, por Broadway hasta Exchange Pl.—. Ya me dijiste en qué resultó.

    —Sí, y también sirvió que se enojara conmigo, para contentarse con Addie, cuando le dije que ya no quería estar en la junta directiva de la compañía y que iba a vender todas mis acciones.

    —No sé si la palabra para describir eso es corajudo o cojonudo; quizás las dos —estimó—. ¿Puedo preguntar por qué decidiste eso?

    —Es un cuento demasiado largo, Pía, y este es un día dedicado a ti —sonrió.

    —Creo que ambos ganaríamos: yo no pienso en lo del estudio y tú te desahogas —le dijo la rubia—. Además, se supone que tenemos hasta las cuatro de la tarde o hasta que Jillian y John dejen de tirarse mierda y tengan listo lo que les pedí… eso solo significa que tiempo es lo que tú y yo tenemos.

    —Armas mortales son las que tienes tú, sister from another Mister —se carcajeó—. Pero es mi deber advertirte, ya sea en calidad de amigo o de hermano putativo, que esto involucra directamente, y de alguna manera, lo que estás viviendo en estos momentos.

    —No me parece raro —desdeñó la advertencia con la más brutal de las honestidades—. A veces pienso que, así como las Grayas comparten un mismo ojo, los cuatro compartimos una misma neurona.

    —¿No eran esas las Moiras?

    —Tú viste la película de Disney —enrolló los ojos—. Y te estás desviando del punto.

    —Afrodita, no te enojes —la apretujó con su brazo.

    —Afrodita tu esposa.

    —Eso me haría… ¿quién? ¿Hefesto?

    —Ni eres cojo ni tu mujer te pone el cuerno.

    —Entonces, ¿Paris?

    —Helena —sacudió la cabeza—. Y te sigues desviando de lo que te pedí hace una cuadra.

    —A decir verdad, es bastante sencillo —replicó—. Por una parte, y aunque suene a exageración, ya no puedo conformarme con ser autónomo, sino que estoy buscando ser independiente, esto en el estricto sentido de que ya no tenga ningún tipo de control sobre mi bolsillo. Sí, voy a dejar de percibir los dividendos, pero no es nada que se pueda compensar con inversiones de alto riesgo en algún tech start-up que me haga el epítome del Sueño Americano.

    —Tiene sentido, pero ¿qué tiene que ver eso con lo del tercer socio?

    —Creo que no necesito decirte que esto no debería estarlo diciendo, ni por profesión ni por acuerdos apalabrados de amistad —sonrió, deteniendo a Sophia para que no cruzara Broadway, pues apenas quedaban dos segundos en el semáforo peatonal—. Emma habló de eso conmigo desde el inicio, únicamente porque quería saber cómo solían hacerse ese tipo de “aplazamientos” —trazó las comillas aéreas— en los negocios en los que había participado. Le pregunté por qué no te lo ofrecía desde el principio, por qué no incluirte en el cambio que se estaba cocinando para ahorrarse procesos y papeleos posteriores, ¿y sabes qué me dijo?

    —No voy a adivinar —«evidentemente».

    —Había empezado a notar ciertas cosas que pasaban entre Volterra y tú, por lo que consideró inoportuno mencionarlo, ya no se diga ofrecértelo como te lo está ofreciendo ahora.

    —Pero la mecánica familiar ha sido así precisamente porque no nos reconocemos como familiares; él no me ha dicho nada y yo a él tampoco. Le he dado hasta la próxima semana para que se agarre los cojones y me lo diga.

    —¿Por qué hasta la próxima semana?

    —No sé, quiero creer que le interesa asistir a mi boda como mi papá y no como mi jefe —se encogió entre hombros—. Es un pensamiento muy tonto.

    —Y si no te lo dice para el viernes, ¿qué vas a hacer? —Sophia lo miró como si no entendiera—. Normalmente, Pía, si un plazo se cumple y no tienes lo que pediste, hay algún tipo de penalización.

    —No es como que le voy a cobrar mil dólares —rio, señalando el semáforo para que cruzaran la calle.

    —No podrías —acompasó la risa—. Él no sabe que lo has sometido a un plazo, ¿qué puede hacer?

    —Se lo voy a decir yo.

    —No sé si la palabra para describir eso es corajuda o cojonuda; quizás las dos —la halagó con sus propias palabras.

    —Tal vez solo sea algo estúpido —comentó—. Pero, en fin, ¿decías?

    —Antes de pasar al siguiente punto, es importante que sepas que, cuando Volterra y Emma estaban negociando los nuevos porcentajes, ella esperaba que Volterra insistiera en quedarse con la mitad del estudio y que el resto se dividiera, en partes iguales, entre ella y el tercer socio.

    —¿Y no insistió?

    —Nada —disintió Phillip—. Emma le dijo que quería el cincuenta por ciento y él le dijo que el tercer socio debía tener una cuarta parte, en la calidad que fuera.

    —Phillip, ¿y esto por qué es importante?

    —Yo sé que sabes por qué es importante, no por Emma, sino por Volterra —alzó las manos y las batió en el aire para indicarle que él no iba a opinar sobre las decisiones y las prioridades de su progenitor negado—. Lo que sí puedo decir es que es importante, en parte, porque Emma entendió que esto es como una separación de Iglesia y Estado; una separación de familia y negocios. Cree que Volterra dejará de comportarse como se comporta si te toma primero como socia y no como hija. Y a lo mejor tiene razón, probablemente funcione, porque Volterra nunca ha tenido que tratar con un hijo o una hija, pero sí ha tratado con socios. Tratar con socios, eso sí lo sabe hacer, y lo sabe hacer muy bien.

    —¿Y esto tiene que ver con lo tuyo porque…?

    —Porque es lo mismo, pero al revés —rio nasalmente—. En tu caso, la solución es que te metas en el negocio para separar la familia de los negocios, aunque eso significa meterte hasta el cuello con la familia. En mi caso, la solución es salirme del negocio para separar a la familia del negocio; la solución para llevar la fiesta en paz es no estar en el negocio.

    —A veces me sorprende cómo encuentran soluciones tan prácticas entre la montaña de mierda. Soluciones prácticas y nada ortodoxas, nada lógicas, nada… —suspiró—. ¿Cómo llegan a ese tipo de conclusiones? ¿Cuántas vueltas le dan al problema?

    —No puedo hablar por tu esposa, pero se le dan las vueltas que sean necesarias, Pía —respondió, y señaló en la dirección que debían seguir caminando—. No voy a mentir, a veces me enredo y me tropiezo con mis propias ideas, al punto que no sé distinguir pies de cabeza, ni cuál era el problema inicial. Es un proceso tardado y confuso, no a prueba de balas, sino todo lo contrario; debe de ser por eso que a veces nos sale el tiro por la culata o por qué hacemos las cosas medio mal. Lo único que puedo decir en mi defensa, y quizás en la de tu esposa, es que las soluciones nada lógicas solamente funcionan en contextos nada lógicos —le dijo, indicándole que debían cruzar Broad St.

    —Mi diagnóstico profesional es que ambos están más que solo locos —sacudió ligeramente la cabeza.

    —Si nosotros estamos más que solo locos, ustedes lo están más —sonrió millonariamente—. Se requiere de un chalado para querer a un loco, y, además, la patafísica es una cosa real.

    Sophia no se atrevió siquiera debatir tal aseveración, porque, cierto o no, todos padecían de alguna deficiencia mental, unos más y otros menos, y solo aquel que no lo estaba era el más orate de todos. En su microcosmos, al menos en el que se movía a diario, había una hermosa mescolanza de crisis de angustia, fobia social, trastorno obsesivo-compulsivo, voyerismo, exhibicionismo, parasomnias, diversos trastornos de la personalidad y aculturación, por mencionar solamente algunos. Importante es destacar los respectivos matices.

    Pasaron de largo Broad St. Station y a un costado de Hermès. Se detuvieron frente a un par de barandales dorados, sucios por la exposición y el indebido cuidado —aunque, si debían ser honestos, no eran pulidos con la frecuencia que se debía por el simple temor a que fueran confundidos con algún baño áureo—, y subieron los cuatro incómodos escalones. Allí, la pesada puerta de madera les fue abierta por un hombre de baja estatura y pecho ancho, vestido en un traje que había cuidado desde que pesaba unos cuantos kilos más.

    Saludó a Phillip con una confianza que solo dejaban los años de servicio, cada quién en su lado correspondiente, y, sin juzgar la compañía femenina, incluso a sabiendas de que la rubia no era su esposa, les ofreció la mesa preferida del dueño de una de las propinas más generosas. Natasha lo acusaba a él, y por extensión a Emma, de ser unos enfermos del hábito y del capricho cuando de una mesa en un restaurante se trataba. «A ciascuno il suo», recitaba Emma desdeñosamente, porque todos se beneficiaban de una buena mesa.

    Siguieron al anfitrión por entre la bóveda Remington & Sherman, único aspecto nefasto del lugar, y tomaron asiento en sillas contrarias de madera oscura. Las copas fueron llenadas con agua con cubos de hielo derretidos y los dos puestos restantes fueron retirados.

    —No es el lugar más fino; es para las hambres voraces —le dijo Phillip.

    —No me estoy quejando —replicó con una pequeña sonrisa que disfrutaba del jazz distante—. Ayer comí carne —comentó.

    —Sí, bueno, tú y yo sabemos que ninguno de los dos somos de esas personas que no pueden comer lo mismo dos días consecutivos —sonrió. 

    —Justamente a eso iba —dijo, colocándose la servilleta blanca sobre el regazo en vista de que estaban por entregarle el menú—. Tú que conoces más que yo, ¿qué es bueno?

    —Todo —le guiñó el ojo—. Pero depende de cuánta hambre tengas.

    —Toda.

 

    Le fue frustrante el sentimiento de tenerlo casi allí, casi consigo, casi a punto de reventar, para solamente esfumársele en cuestión de una nada. Le fue frustrante el poco conocimiento que tenía sobre sí, sobre su cuerpo, pues siempre era muy distinto cuando era Alex quien se encargaba de encontrarle todos los puntos flacos y las maneras a las que ella se sometía de manera deliberada, las maneras a las que se entregaba descaradamente agradecida.

    No conocía los movimientos adecuados, si eran lineales, circulares, sinusoidales o algún trazo que no se le había ocurrido o del que no era consciente; no conocía ni la presión adecuada y ni la presión conveniente en relación con el punto y con el garabato que dibujaba; tampoco sabía de ángulos, fronteras, fricciones y demás. Odió haberlo encontrado todo —el punto, la presión, el ángulo, el trazo— y notar cómo se le perdía entre los dedos, experimentar cómo huía de ellos. ¿Cómo mierda era posible que esos ahí se le movieran a un allá que podían ser tan malditos como cambiar radicalmente de lado?

    Los dedos se le habían arrugado, se le habían convertido en dos pasas que le provocaban arcadas (estaban tan fuera de lugar como de las insufribles Party Mix o los cereales y las granolas con pasas, dátiles o arándanos), por lo que carecían de la sensibilidad necesaria para ser precisos y para ser lo suficientemente pacientes como para no solo buscar sino también encontrar aquel maldito milímetro cuadrado que se evaporó. Y no solo había perdido sensibilidad en los dedos, sino también en el clítoris, y la muñeca se le había empezado a incendiar de una manera no antes experimentada, ni siquiera en los años en los que únicamente decía calentar antes de entrenar; el brazo le sudaba incómodamente; y había empezado a sentir un ligero enojo por el cuerpo que la aprisionaba contra la cama, por el par de ojos que la escrutaban desde cerca, por el par de labios que le robaban toda la concentración cuando se acercaban a los suyos.

    —No va a pasar —suspiró, deteniendo los movimientos abruptamente—. Ya me cansé. Ya me aburrí.

    —¿O es que ya no se siente bien? —le preguntó con uno de esos arranques de enterrarse en ella, con los labios rozándole la quijada.

    —No sé. Soy una inútil —se encogió entre hombros.

    —No eres inútil —alzó la cabeza—. Solo necesitas práctica.

    —No quiero este tipo de frustraciones en mi vida —disintió—. Se siente muy mal.

    Alex se sintió culpable, más de lo que probablemente debió, y parte de esa culpa se la atribuyó al hecho, al memorable y ahora olvidado hecho, de que esa misma torpeza había sido suya durante los primeros intentos, si no los muchos, que subsiguieron a lo que ella misma llamaba iniziazione sessuale. Culpa y ternura, una mezcla fuera de lugar, eso fue lo que sintió.

    Buscó por los recovecos de la memoria, específicamente en aquellas cajas en las que había decidido meter a sus conquistas —o bien, a las mujeres que la conquistaron—, y buscó las veces en las que había pasado por algo igual, o al menos remotamente similar. Se odió, únicamente como expresión y no como sentimiento verdadero, cuando supo, gracias a Fella, lo que tenía que decir, lo que tenía que hacer.

    —No hay nada peor que quedarse así —murmuró con una sonrisa que debía acabar con esa sensación autodestructiva—. Y no es que seas inútil —sonrió, irguiéndose, posicionándose mejor sobre ella y entre ella.

    —La-bia —disintió Irene—, es algo que no necesito en este momento.

    Alex rio nasalmente, porque podía utilizar eso de la-bia a su favor en demasiadas formas, maneras y juegos de palabras, aplicadas todas al doble sentido; una verdadera especialidad, un verdadero talento.

    —Esto no es la-bia, no es verbosidad, facundia, charlatanería —repuso un tanto ofendida—. Esto es lo que uno de tus antepasados se atrevió a llamar verdad.

    «En mi familia no ha habido ningún sabio, ningún filósofo», eso fue lo último que pensó antes de que Alex recurriera a esa exquisita maniobra de recogerle la pierna izquierda para envolverse en ella, de recorrerle el muslo con las yemas de los dedos, de ahuecarle el poco trasero que consabidamente tenía. Y luego de preguntarse cuál de todos sus antepasados y cómo sabía ella quién había llamado cómo a qué, recibió un beso que solamente era equiparable con el que había sido asaltada en una de las callecitas venecianas. Así se sentía cuando Erato poseía a Alessandra Santoro.

    El beso no se deshizo, sino más bien se prolongó, se deslizó por los ángulos de su quijada y los diminutos lunares de su cuello, por todas aquellas esquinas y recodos insuficientemente explorados, por la mitología detrás de la constelación de su abdomen y, finalmente, por la planicie que delataba la entrada a las Islas Afortunadas, porque ella era un alma virtuosa.

    Confirmó que, incluso a pesar de la constante riña de tercio de hora, la zona se había conservado como Irene la había descrito en un principio, mas la griega había sido tacaña con la descripción, con la noción de cantidad. Encontró cierta ironía, cierta incongruencia confrontada con la mitología, cuando comprendió que la cascada realmente caía desde el Monte de Venus y no desde el Monte Olimpo como tal.

 

    Ordenaron un whisky en las rocas en conmemoración del que habían rechazado en la oficina del abogado del que no hablarían, pues ninguna palabra bondadosa sería utilizada; un Macallan 18, y una orden de albóndigas de ternera con mozzarella para comenzar. Tuvieron una breve conversación sobre Usher, el cantante.

    Posteriormente, cuando la rubia se hubo relajado con el deje de raspadura de naranja y con uno de los mozzarellas más decentes que había probado en la ciudad, convinieron en que él pediría un corte de entraña argentina y ella un filet mignon au poivre, que compartirían unos ravioli d’aragosta por el capital pecado de la gula, y que compartirían las guarniciones de macaroni & cheese y french fries. Ella pidió una copa de la recomendación del sommelier de planta; él, una limonada natural.

    Se limitaron a hablar sobre él y su trabajo: sobre su incursión en el mundo de los deportes, cuyo objetivo principal no había sido sino otro más que cabrear a los otros socios por tratarse de un terreno desconocido, y que, aunque por el momento se limitaba a los Yankees, veía un hermoso horizonte con Flushing Meadows y el New York City FC; sobre los planes que tenía para el MetLife Stadium y próximamente para el MSG, el proyecto que cerraría, si todo iba de acuerdo con los planes, a finales de noviembre; sobre cómo sus lacayos habían sido los mejores que había tenido en algún tiempo; sobre una demanda que les había hecho una importante petrolera a principios de la semana; sobre el inminente retiro de Timothy Whittaker y lo que eso significaba para los demás socios.

    También hablaron sobre él y su vida diaria. Entre otra ronda de ameno intercambio sobre Adrienne y su decisión de pausar (o sea, no terminar nunca) su maestría en Historia Universal de la Universidad de Columbia, pues había determinado que se le haría imposible hacerse responsable del embarazo, contando con que el padre de la criatura no lo hiciera a tiempo completo, cuando el segundo año lo tenía que llevar a cabo en Londres. Hubo algunos comentarios con respecto al escabroso tema del aborto, específicamente los que rondaban entorno a si la opción había sido o no considerada; Phillip fue muy renuente a opinar sobre el tema en un principio, pero, a medida que la comida fue cayéndole en el estómago, terminó por aceptar que su familia, recalcitrantemente republicana, lo habrían condenado. Sophia le preguntó por su opinión, no la de su familia, a lo que él dijo que no era la persona más adecuada para decidir sobre una mujer en esas circunstancias: le parecía que el embarazo, la etapa de gestación en sí, había sido romantizada a partir de lo que se interpretaba de la mayor obra de ficción de la historia de la humanidad, por lo que le parecía una necedad que alguien, si no la potencial madre, decidiera qué hacer. La rubia reflexionó sobre su propia postura y se preguntó sobre la del motivo de su subyacente enojo.

    Terminaron por hablar, entre otras cosas, sobre cómo Phillip se sentía un tanto mal por cómo se había dado el evento de su primer aniversario: creía no haber hecho el trabajo de adquirir un regalo de gran consciencia, de gran trascendencia. Sophia lo escuchó largo y tendido. Escuchó cómo había logrado conseguir que le vendieran la acuarela que a Natasha le había gustado, cómo había buscado el envoltorio más del gusto de Natasha para envolverle la maldita acuarela, cómo no se había detenido con eso, cómo había comprado los seis tomos primera edición de War and Peace.

    Escuchó cómo nada de eso había sido un gesto magno cuando Natasha llegó ese día, un poco antes de la hora de almuerzo: se había presentado con una sonrisa que evidenciaba el orgullo de sí misma, el orgullo que recaía sobre la idea y la planificación, la concreción de su muestra de afecto contenida en una bolsa grande de papel blanco y en un par de vasos de tejano tamaño. Se había inclinado sobre él, le había dado un beso con un apenas lejano sabor a hierbabuena, le había murmurado un happy anniversary, handsome, y le había entregado la bolsa de papel.

    —Tú sabes cómo soy, Pía —dijo con un ligero disentimiento de por medio—. Tú me conoces, tú me conoces.

    Sophia lo miró con cara de sí, te conozco, pero ¿qué?, a lo que él respondió:

    —Cuando vi lo que tenía la bolsa… me dieron unas terribles ganas de cogérmela —dijo sonrojado, tanto por la crudeza de su declaración como por la declaración misma. —Sophia rio—. ¡No te rías! —espetó avergonzado.

    —Lo dices con tanto cuidado —se encogió entre hombros mientras intentaba calmar su risa.

    —Sabes que no soy muy afín a eso de contarle a la gente cosas sobre mi vida privada, sobre mi vida sexual, que es privada.

    —Pero yo no soy la gente, Phillip —lo miró un tanto ofendida—. Además, todos necesitamos un confidente.

    —Tú no me cuentas a mí tus aventuras o desventuras con Emma —repuso él.

    —¿Quieres que te las cuente? —arqueó la ceja derecha.

    —¡No! —rio.

    —He ahí mi punto —le dijo y se llevó la copa de vino a los labios.

    —¿Acaso tú quieres que te cuente sobre Natasha? —ensanchó la mirada.

    —No es que quiera, es solo que tú, mi querida olla de presión, necesitas hablar.

    Phillip guardó silencio y se dedicó a cortar una fracción de la entraña. Tenía razón.

    —As a wedding gift, I asked Emma to rupture my puckering cinnamon star —le dijo Sophia muy despreocupada.

    Phillip alzó la mirada hasta encontrarse con la suya, la sostuvo por un eterno segundo, y luego se echó a reír a carcajadas en aquel lugar en el que todos los hombres de traje lo miraron como quien mira a un turista con chanclas, pretendiendo entrar a Jean-Georges. Ella lo acompañó en la carcajada, porque de todos los eufemismos que podría haber escogido, había escogido el más gracioso y el menos sucio.

    —¿Y ella qué dijo? —le preguntó Phillip mientras se limpiaba las lágrimas con el pañuelo que había extraído del bolsillo anterior derecho de su pantalón.

    —Los detalles son un tanto complicados y tendría que darte más información, tendría que contextualizarlo todo para que entendieras —le dijo—. Pero, para resumirlo, dijo que depende de mí.

    —Qué generosa —supuso.

    —Sí, debería llamarse Jerjes —se encogió ella entre hombros—. ¿Ves que esto no es difícil cuando la intención no es morbosa? —Phillip asintió y se llevó el trozo de entraña bañada en chimichurri a la boca—. En fin, ¿qué tenía la bolsa? —le preguntó, teniendo fe en que su mejor amigo no era como el resto de los hombres que con un poco de lencería dejaba que todo el decoro se fuera por el retrete.

    —Two P. Terry’s’ double with cheese, bacon and jalapeños; large french fries and an oatmeal chocholate chip cookie —dijo con una sonrisa—. Y solo de acordarme me invaden las mismas terribles ganas de cogerla.

    —¿Hablamos de hamburguesas, cierto?

    —She went to fucking Austin for my fucking burgers!

    —¿Qué? —frunció el ceño.

    —Sí, así como lo oyes —asintió Phillip—. En lugar de ir al gimnasio, se montó en un charter y fue a Austin por hamburguesas.

    —Esa es otro nivel de consideración —comentó, no sabiendo cómo no se había enterado del tal magno gesto—. Y qué bueno, porque siempre creí que ese tipo de cosas solo pasaban en las películas.

    —Esto sienta un precedente nuevo —asintió—. Si es posible ir a Austin por un par de hamburguesas, como si se tratara de ir al Bronx, es posible cualquier cosa.

    ­—Sí, pero Natasha no te va a pedir macarons parisinos para la cena.

 

    Irene experimentó lo más cercano a una deficiencia de hierro. El segundo orgasmo, el último, había sido tan arrebatador que la había hecho perder el sentido del equilibrio, por lo que había sufrido un efímero mareo y una casi preocupante visión nubosa. La había dejado intentando tomar oxígeno con las manos y las piernas le temblaban incluso estando apoyadas, tendidas sobre la cama, porque eso último había sido más cansado que un punto de más de veinte golpes.

    —¿Otro? —sonrió Alex desde abajo.

    —¡¿Intentas matarme?! —cerró las piernas, aprisionando su cabeza entre sus muslos para asegurarse de que no se rebelaría en contra de sus deseos—. Eres una maldita salvaje —rio.

    —Pero así te gusto —replicó, mordisqueando y besando alternadamente el interior de ambos muslos.

    —No me quejo —aflojó las piernas.

    —Menos mal —rio guturalmente y se retiró, dejándole una brutal sensación de vacío con la que creía ser incapaz de lidiar en esas circunstancias en las que no parecía ni saber en qué país estaba.

    Como pudo, Irene se irguió con la ayuda de sus codos y la siguió con la mirada. Observó algunos rastros casi secos de sus propias secreciones en la parte frontal de los Calvins grises, y, si hubiera tenido suficiente energía, habría hecho cualquier cosa por desear la muerte más repentina del mundo. Pero no hizo nada, no pudo ni siquiera morirse de la vergüenza en el sentido más figurado posible. Se limitó a seguirla hasta el armario, en donde abrió la puerta y, tras algunos segundos de forcejeo con quién sabe qué, regresó con dos artefactos, uno en cada mano, que parecían ser de otra suavidad, aunque equiparable a la seda.

    —¿Wii? —erró la griega.

    —De cierto tipo —rio Alex, alcanzándole la pieza que llevaba en la mano izquierda.

    —¿Qué es? ¿Qué hace? —murmuró, sentándose sobre la cama y observando la hendidura circular que se formaba en uno de los extremos.

    —Seguramente se puede utilizar como defensa personal —sonrió—, al menos en caso de que se lo arrojes y atines darle en el ojo. —Irene la miró con las habituales ganas de matarla—. Pero su función principal es, no sé, apriétale ahí —señaló la hendidura.

    Vibraba la parte que sostenía Alex en su mano derecha. Suave y continuamente. Así vibraba.

    —¿Tenía que ser rosado? —bromeó Irene.

    —Cuando Carla te regala algo, solo lo aceptas —se encogió entre hombros.

    —¿Carla tu amiga? —Alex asintió—. ¿Por qué te regalaría algo así?

    —Porque nuestro intercambio navideño es obligatoriamente sucio —sonrió—. No debería alarmarte, Nene —resopló—. Lo raro aquí es que tú y tus amigos no tengan uno igual o al menos similar.

    —Mis amigos son todos hombres —frunció el entrecejo.

    —¿Y?

    —Sería inapropiado.

    —Inapropiado es solo si no hay confianza.

    —Bueno, no hay tanta confianza —le dijo y, sin saber por qué, su dedo presionó nuevamente la hendidura, haciendo que la vibración, manteniéndose constante, simplemente incrementara en rapidez, mas no en fuerza.

    —Podemos quedarnos hablando sobre mis amigos, tus amigos y la confianza, Nene —sonrió, colocándose de rodillas frente a ella y alzándose hasta que su vientre quedara algunos centímetros por debajo de su mirada.

    —¿O? —inquirió con los ojos pegados a la ancha banda elástica que abrazaba su pelvis.

    —O puedes jugar conmigo —asintió con una sonrisa demasiado pícara mientras introducía las vibraciones tras los Calvins.

    —¿Con-tigo? —izó el par de ojos marrones hasta sostenerse en los verdes.

    Alex se limitó a asentir en silencio. Un jadeo corto y etéreo se le escapó en cuanto el óvalo de silicona hizo contacto con sus labios menores. Sacó la mano y, a través del algodón, mantuvo el vibrador presionado contra sí.

    Control en mano, Irene se alzó a su misma altura con el inconveniente dilema de si debía dejar su mirada anclada en la mano de Alex o si debía dedicarse a sufrir y alimentarse del par de ojos verdes. Decidió perderse en sus iris y en las sinceridades que arqueaban sus cejas, acompañando cada suspiro, cada jadeo. Apretó el botón: incrementó la fuerza. Alex gimió, dejando la boca entreabierta y llevando la hilera dental superior a encontrar soporte en el labio inferior. Encontró más soporte en su hombro, clavándole los dedos y las uñas en el acromion y en la parte anterior de la clavícula por igual.

    Irene descubrió que el vibrador solamente tenía cinco niveles de intensidad, los cuales eran acompañados por un nivel de constancia proporcional a ésta. Se dio cuenta de que el último nivel era demasiado para Alex, y que el anterior no era tan suficiente, aunque lo era; deseó que hubiera un nivel intermedio entre el cuatro y el cinco. A falta de ello, y en vista de la cercanía que cada vez era mayor por lo más parecido a ley de Coulomb, aterrizaron la una en la otra, encajando perfectamente entre sí.

 

    Fue un pequeño suplicio haber compartido una comida tan rica con SCAD y Parsons y no con Sophia; le habría gustado escuchar su opinión sobre el mozzarella artesanal que habían colocado sobre los dos tomates rebanados y bajo las tres hojas de albahaca, le habría gustado escuchar su opinión sobre la pannacotta que, aunque compartieron entre los tres, tanto ella como Parsons únicamente le arrancaron una cucharada. Lucas comía más que Phillip, y eso ya era alarmante, pero Emma no estaba para juzgar, no cuando se había comido una cubeta de pollo la noche anterior.

    El viaje en taxi habría sido incómodo: Emma odiaba tomar el asiento del copiloto, pero odiaba más compartir el asiento trasero con dos personas adicionales. Dijo a sus pasantes, quienes no habían podido disimular las riñas visuales, que ella caminaría hasta la oficina, pero que eran libres de tomar un taxi si así lo deseaban. Se alegró cuando ambos, en la fiebre por comenzar a plasmar en unos primeros bocetos aquello que visualizaban para la oficina de Margaret, decidieron hacer uso del transporte público. Caminar sola, por alrededor de veinte minutos, era lo que necesitaba para ya no sentirse tan atiborrada de comida y para despejar la mente.

    Caminó hacia el este hasta llegar a la Quinta Avenida y se abrió paso a lo largo de ésta, aferrada a los agarraderos del The Row azul marino que le colgaba del hombro. Taciturna, seria, ensimismada, disfrutó enojada y silenciosa de las primeras cinco canciones de “Confessions on a Dance Floor”; se convirtió en una paradoja.

    Tomó un desvío en el interior del edificio en el que trabajaba, caminando entre los pasillos que pocas veces había recorrido. El lugar estaba lleno de camisas blancas y corbatas sosas, de algunas faldas y tacones de las que prefería no opinar. La paradoja, sufriendo del pecado capital de la gula, se recetó un suicida chocolate caliente con Oreo; una dona espolvoreada, la cual comería en secreto (y en ese momento) y con una servilleta que limpiara sus labios luego de cada mordisco; una caja con dos docenas de donas de distintos sabores y rellenos; y una caja de veinte munchkins glaseados. Se las arregló para poder subir con ambas cajas y el vaso.

    Gaby la vio venir desde lo lejos. Tuvo la intención de ponerse de pie, pero, al verla todavía con los audífonos puestos, supo que no era necesario. La notó cabizbaja, refugiándose en algún recoveco de su psique para huir de eso que la acosaba. Solamente la vería así, con el corazón pesado, dos veces más en el resto de su vida.

    Colocó el vaso hermético en el escritorio y abrió la caja de donas, ofreciéndole a ella primero; se hizo de una de canela y azúcar y tomó la caja de sus manos, pues ella se encargaría de ofrecerle a cada uno de los integrantes que estuvieran presentes, o bien, de dejarla de el break room para que cada uno se apropiara de una en su debido momento.

    —¿Alguna llamada? —preguntó Emma, librándose el oído derecho.

    Gaby disintió en silencio, apenada por saber demasiado bien que la llamada que esperaba no era de algún cliente, del arquitecto Goldstein o de alguno de sus amigos; sabía que esperaba alguna manifestación de vida de la rubia.

    —Lucas pidió un espacio libre —le dijo antes de que siguiera con el camino hacia su oficina—. Nadie ha apartado la sala de juntas.

    Emma asintió en el mismo silencio en el que Gaby le había dado la respuesta que, pese a toda ilusión, ya esperaba. Era un asentimiento de estar al tanto, no de otorgar permiso; Gaby ya se había encargado de aquello.

    —Guarda una para Jack y otra para ti —murmuró Emma y, sin esperar por el correspondiente agradecimiento, pareció arrastrarse hasta su silla ejecutiva.

    Llegó a su destino, agradecida, más que nada, con el paso del tiempo, pues el tiempo era lo único que la atormentaba desde siempre; hoy, en lugar de pasar demasiado rápido, pasaba demasiado lento. La hora en la que escucharía un argumento, nacido del enojo, se le hacía insoportablemente lejana. Miró su reloj únicamente para decepcionarse.

    El tiempo le resultaba peligroso, eso es: tener demasiado de él. Sin otorgarle ni la más mínima atención a Parsons, que se había adueñado de la mesa de café para bocetar, se puso al día con las noticias más importantes que reportaban los medios de mayor credibilidad; acosó a sus conocidos en las fotografías de Instagram y en los posts de Facebook; buscó un nuevo reloj, y, como el que busca, encuentra, encontró dos Patek Philippe que despertaron su interés; le envió el correo a la asistente de Mr. Hudson, informándole que consideraba que la tercera semana de julio sería de mayor provecho, puesto que la primera estaría en Boston (esto no se lo dijo); e investigó las posibilidades de estudiar una segunda maestría en Pratt, ya fuera esta únicamente en Arquitectura o en Arquitectura y Diseño y Planificación Urbana, o bien en Columbia, o un potencial doctorado, porque por qué no, en Yale o en Columbia, el primero en Arquitectura del Interior y el segundo en Planificación Urbana. Fue una provechosa pérdida de tiempo y el fin de la veintena de munchkins.

 

    Los músculos se le tensaron de tal forma que no supo recobrar el control sobre sí misma, por lo que, justo en el apogeo de su placer, mordió con relativa fiereza el labio inferior de Irene, mordida que estuvo bien acompañada por un gemido-casi-gruñido.

    El vibrador lo había apagado en el momento oportuno. La griega no se quejó pese al dolor, al calor y al sabor férreo que se regaba poco a poco entre sus bocas. Esperó a que Alex se calmara, a que se relajara lo suficiente para llevársela consigo hacia la planicie de la cama.

    —Lo siento —le dijo Alex con una pesadumbre demasiado grande.

    —No pasa nada —se encogió entre hombros, paseándose la lengua por el labio.

    Hubo algunos minutos de silencio incómodo en el que Alex se flagelaba por esa minúscula, casi microscópica grieta con la que había marcado suya, en el que Irene tomo consciencia completa de lo que estaba pasando. Encontró enorme gusto en su desnudez, en la semidesnudez de ella; en el entrelazamiento inocuo de brazos, piernas y cuerpos en general; en sus respectivos alientos y tactos. Encontró enorme gusto especialmente en ella, en la piel blanca que yacía a su lado, en los culposos ojos verdes, en el cabello chocolatoso y liso. La besó.

    —Si así se juega contigo —le dijo entre un beso y el siguiente—. Quiero jugar siempre. No siempre así, sino de todas las formas que se puedan.

    —Quieres descubrir tu lado cruel —susurró.

    —¿Es crueldad si te gusta?

    —No había usado esto desde que tú y yo… —le informó Alex.

    —¿No? —Alex disintió con una sonrisita—. ¿Por qué no?

    —Porque te prefiero a ti entre las piernas, Nene —contestó con tono de obviedad—. Me gusta tu lengua, tus labios y tus dientes.

    —Pero ni mi lengua ni mis labios ni mis dientes vibran.

    —No necesitan —rio nasalmente y se enrolló contra ella—. Podemos jugar, sí, Nene. Pero no podemos jugar siempre.

    —¿Seguimos hablando del vibrador o ya estamos hablando de otra cosa? —frunció su ceño con la creciente ansiedad que le reptaba por el pecho hasta taladrarle las sienes.

    —Seguimos hablando del vibrador, Nene, seguimos hablando del vibrador —suspiró conciliatoriamente.

    —Está bien —murmuró pensativa, tratando de ahuyentar todos esos pensamientos que le decían que no hablaban del vibrador, al menos no solamente del vibrador.

    —Ya no quiero salir —dijo Alex casi dormida—. Quiero quedarme así.

    —Ya somos dos. —Alex rio—. ¿Qué?

    —Dijiste que querías pizza. Solamente tengo pasta y alguna sopa instantánea.

    —Algún día te vas a intoxicar de tanto sodio, Alex —disintió desaprobatoriamente.

    —Pero todavía no —sonrió contra su cuello—. Podemos encargar las pizzas y, mientras están, podemos ir a comprar algo de beber a algún lugar al Carrefour de por aquí.

    —Pizza con coca cola, sí —salivó Irene a pesar de no tener hambre.

    —Coca cola con ron, sí —la segundó Alex—. Tengo coca cola y tengo ron.

    —Alcohólica —pareció regañarla.

    —Extrovertida —la corrigió.

    —¿No existe algún lugar que traiga la pizza hasta nosotros?

    —Mucho America has visto tú —se burló la italiana—. El día que haya Pizza Hut o Domino’s Pizza en esta hermosa república, ese día morirá la democracia o nacerá un sistema económico más confuso que el capitalismo.

    —Te estás quedando dormida —rio Irene.

    —No —se espabiló, irguiéndose para ir a por su teléfono—. Debe de haber; es viernes. Debe haber.

    —Quiero una con mucho queso y champiñones. O una de cuatro quesos con champiñones. O una con rúcula y prosciutto.

    —Lo que no tengo es postre, solo Nutella… y paletas.

    —¿No se te antoja un sándwich?

    —¿No querías pizza? —la miró Alex por encima del teléfono.

    —De gelato —entrecerró la mirada y le dio dos palmadas a la cama para que se uniera nuevamente a ella.

    —Un Maxibon de galleta, sí —salivó.

    —Por eso me gustas.

 

    —“Necesito consejo” —se leía en el mensaje de Natasha.

    Emma lo abrió sin más, porque no había nada mejor por hacer que volcar toda su atención a eventos vanos y nimios, en la esperanza de que, haciendo esto, el tiempo se le escurriera sin siquiera notarlo.

    Requería de sus servicios, de su ojo agudo y de su gusto fino para dictaminar cuál de los dos pares de stilettos debía portar para el evento de aquella noche: ambos Gianvito y negros, el primero más escandaloso que el segundo, pero únicamente porque, al ser de punta fina, podía albergar un mayor número de piedrecitas brillantes y pequeñas; el segundo era abierto y se consagraba con una hebilla alrededor del tobillo. Ambos, sin duda alguna, hermosos.

    —“Difícil decisión” —escribió rápidamente mientras sopesaba ambos estilos—. “Pero ¿qué vestido, pantalón, saco de patatas llevas?”.

    Inmediatamente, dos milisegundos antes de haber enviado esto último, arribó la fotografía de un Alexander McQueen negro de manga larga y hombreras. En ese momento, Emma supo que su amiga no necesitaba su consejo, porque las dos sabían lo que tal o cual par implicaba: el primero se vería extraño, mas no horrible; el segundo, sin embargo, necesitaba de un tratamiento más minucioso que el anterior. Sabía que lo hacía porque podía sentir cómo la fuerza se había ido desestabilizando a lo largo del día, por eso y porque era evidente que había hablado con Margaret y ésta había expresado las correspondientes preocupaciones con respecto al asunto de la rubia; sabía que Natasha había acudido a ella no por un consejo, sino más bien por ocasionarle una distracción de cualquier contemplación suicida.

    —“El segundo, aunque necesitarás emperejilarte las pezuñas en la debida consonancia” —le dijo, no sabiendo si iba a reaccionar al término animal con una risa o con alguna pirueta sarcástica.

    —“My tootsies will get some black lacquer, whythankyouverymuch” «unamused face Emoji». “Whatcha up to?”

    —“¿No se supone que debes estar dormida?” —resolvió preguntar, porque su amiga no conocía ni de rodeos ni de disimulos, pero ella sí conocía toda una gama de evasivas que podía o no ser efectivas.

    —“Se supone, pero no puedo dormir si no tengo sueño”.

    —“Tendré que hablar con Phillip con respecto a eso”.

    —“No seas cruel. Ya tiene suficiente presión tal como están las cosas”.

    —“Me acabo de tragar una caja de munchkins glaseados y un chocolate caliente con Oreo”.

    —“Tu deseo de morir es intenso” —concedió Natasha.

    —“No sé si es la edad, la condición general de la vida o qué, pero me estoy convirtiendo en una persona que come por estrés”.

    —“Hay peores maneras pirarse de este mundo”.

    —“Sí, pero la suma de comer por hormonas y comer por estrés solo puede resultar en, no sé, algún tipo de derrota moral”.

    —“That’s some bullshit”.

    —“Me lo dice la persona que pasa metida en un gimnasio las primeras tres horas de sus días hábiles” «shushing face Emoji».

    —“I don’t hit the gym because I think I’m fat, you dumbfuck, I hit the gym because I have nothing better to do with my mornings” «face with rolling eyes Emoji»—.“Plus, I don’t think it’ll kill me, you know?”.

    ­—“Las consecuencias son distintas a las que pueda tener yo con mi trasero pegado a esta silla”.

    —“Las dos sabemos que trabajas porque quieres” —«face with tears of joy Emoji»—. “Y no me vengas con que tienes que trabajar para pagar las cuentas”.

    —“Las dos sabemos que trabajo porque mi Ego lo pide” —suspiró, presionando el cursor derecho en el teclado para saltarse a la siguiente canción—. “Y yo soy solamente una esclava suya".

    —“Pobre de ti, me das mucha lástima”.

    —“Y tú a mí” —rio nasalmente.

    —“Es comida eslovaca”.

    —“Vaya, qué cínicos”.

    —“?”

    —“Una secta culinaria francesa, recurriendo a los platillos de la cortina de hierro para transformarlos hasta que les sepan bien”.

    —“Cuidado, Em, que estás a nada de que se te salga eso que tanto niegas de tus raíces”.

    —“Ligeras molestias de que se considere que un Wiener Schnitzel cabe dentro de la gastronomía eslovaca”.

    —“Un Wiener Schnitzel sería el momento culmen de mi noche”.

    —“Solo cuenta si es con patatas fritas”.

    —“La Confrérie no hace papas fritas”.

    —“Ahora sí me das lástima, Nathaniel. Solo por eso, en tu nombre, tragaré muchas patatas fritas en la cena”.

    —“Hablando de tu cena, ¿quieres que Agniezska te prepare algo?”.

    Como siempre, Natasha sabía más de lo que decía; su recato había sido sorprendente, precisamente debido a la falta de disimulo que solía imperarla. Ahora Emma entendía que aquel mensaje de Sophia implicaba una llegada tardía, tan tarde que sería después de la cena, y si Natasha ofrecía las manos expertas de Agniezska —por buena cocina y porque sabía que la pobre mujer padecía de ataques de ansiedad cuando no tenía nada que hacer, casi como Emma— era porque Phillip tampoco cenaría en casa.

    —“Acabo de decidir que no es pregunta. Mejor dime qué se te antoja”.

    —“Lo que sea que tenga queso”.

    —“Queso y papas fritas”.

    —“Y un postre”.

    —“¿No es suficiente azúcar por hoy?”.

    —“No.”

    —“¿Y qué se le antoja a la princesa?”.

    —“Lo que sea”.

    Emma quiso matar a Natasha por haberla llamado princesa; sabía cuánto la enojaba el título. Aborrecía la monarquía, pero su Ego aborrecía que no era llamada Reina —con una puta erre mayúscula para empatar la otro— sino princesa. Había golpes bajos de golpes bajos, y ese era uno de los más condescendientemente bajos. Sin embargo, y sin embargo, y sin embargo, y sin embargo, a pesar de todo, se encontró escribiéndole, en medio de su indignación, y preguntándole, como quien no quiere la cosa, acerca del paradero de la rubia.

    —“¿Sabes algo de tu marido?”.

    —“Muchas cosas, algunas de corte confidencial, como tú comprenderás”. ­­—«beaming face with smiling eyes Emoji»—. “No sé qué quieres que te diga. Digo, no hay nada que pueda decirte que tú no sepas”.

    —“¿Cómo se supone que debo saber dónde está Phillip?”.

    —“There’s an app for that”.

    —“¿Y?”.

    —“Bromeas, ¿cierto?

    —“Es que no quiero saber dónde está, eso lo puedo averiguar”.

    —“Lo último que supe fue que iban a comer en Bobby Van’s, ese lugarsucho que tanto le gusta al hombre porque dice que le trae buenos recuerdos de su juventud” «woman shrugging Emoji». “No sé, Darling, con Sophia es con quien puede tragar cuanta vaca se le antoje”.

    Emma se echó contra el respaldo de la silla. Pensativa, sostuvo el teléfono entre las manos; ni ella sabía qué pensaba. Su mente se había convertido en la habitación blanca y vacía de la que su profesora de Filosofía de secundaria alguna vez les habló e intentó enseñarles cómo llegar a ella. Mrs. Barta alegaba que las cámaras de aislamiento sensorial eran un invento occidental, uno material en su caso, pero que las culturas orientales habían tenido acceso a una que siempre llevaron consigo; alegaba que todo estaba la mente, y que la mente, lejos de ser un ático —porque le gustaba más Hércules Poirot que Sherlock Holmes—, era una cámara de aislamiento sensorial tan gratuito como potente. Cabe mencionar que Mrs. Barta, cuyo nombre era Dorottya, ni era oriental ni creía en nada… bueno, sí, sí creía en algo: el poder curativo de la música a través de la danza… y del uso recreativo del LSD.

    En la mente en blanco no había nada y eso era lo angustiante: no había ni justificación ni propósito, ni preocupación ni ilusión, ni problema ni solución. El vacío era mortal, terminal, era ausencia de todo lo que era y lo que no era, era una espiral.

    De ese trance, de pronto parecido a un mal viaje de esa droga, la sacó Parsons, que entraba con una taza de café entre las manos. Le llamó la atención que la taza era tan grande que fácilmente se la podía poner de sombrero, a manera de casco militar. Y si la taza era así de grande, así de enorme, probablemente albergaba una cantidad demasiado astral en proporción a su constitución física. «No wonder she’s as anxious as a friggin’ Chihuahua», resopló para sí misma.

    —“Eso constituye el dónde está” —contestó Emma luego de casi siete exactos minutos.

    —“Dijo que no iba a venir a cenar, pero no sé si es porque yo no voy a cenar aquí o porque hizo planes con Sophia”.

    El sonido de un correo nuevo interrumpió el Stürmisch Bewegt de la Primera Sinfonía de Mahler. Alice Boyd, la pelirroja asistente del hombre que se adueñaría de todas sus ansiedades durante buena parte del siguiente año, replicaba al correo que había enviado hacía cuarenta minutos. Le informaba que había tomado en consideración su preferencia, pero que, debido a unos contratiempos —no mencionados en el comunicado— la ruta Miami-Cuba no estaría disponible. Emma supuso que el problema era el país más grande de las Antillas Mayores. A cambio, y en aras de respetar las fechas de su elección, pues entendía que era una mujer ocupada, le ofrecía la ruta Miami-Gustavia-Fort de France-Castries-St. John’s-San Juan-Puerto Plata-Miami, con el inconveniente de que dicho itinerario tenía una duración de diez días y no siete.

    —Toni —la llamó en cuanto leyó aquello que, en otras circunstancias, habría alterado su shanti, pero esa incomodidad estaba por encima de su categoría salarial—. ¿Tienes algún inconveniente con que el viaje sea de diez días?

    —Ninguno —contestó con voz temblorosa; la cafeína ya debía haber empezado a hacer el debido efecto—. Aunque, eso interferirá con el proyecto de Mrs. Robinson, ¿verdad?

    —¿Cuándo le van a presentar las propuestas?

    —El jueves de la próxima semana.

    Rio, no supo si solo en su cabeza o si en realidad dejó salir una monosilábica carcajada de carácter macabro.

    Toni la miró sin entender qué pasaba, si el plazo era bueno o malo, si se burlaba de ella o si el plazo le truncaba todos los planes de su vida, y si era así, ¿en dónde carajo había estado a la hora de la negociación del plazo? ¿Por qué no les había dicho que propusieran un plazo de al menos diez días laborales?

    —¿Algún problema?

    —No debería —disintió Emma con una sonrisa despiadada—. Cambios, modelo, presentación, ejecución —murmuró para sí mientras contaba sabía solo ella qué con las yemas de sus dedos—. Si negocian bien el plazo de ejecución, no debería interferir —le dijo, levantando el auricular del teléfono y marcando la extensión de la sala de juntas—. Lucas, ¿puedes venir a mi oficina, por favor?

    No tenía ganas de repetir lo que estaba por detallarle a Parsons, por lo que esperó a que SCAD llegara. Entretanto, confirmó que la ruta sugerida se le acomodaba; no tenía mayor opción. Asimismo, mencionaba que tenía interés en conocer las instalaciones de esquina a esquina, como huésped y profesional por igual; acceso al personal; y, si se podía, cambiar de habitaciones para tener una mejor noción de la hospitalidad del espacio.

    El sureño entró en la oficina con expresión de estar listo para ser regañado, para ser derribado y que con él trapearan el piso, pues quizás así, y solo así, tendría una línea inspiracional más contundente que pudiera plasmar en papel. Lo concebido el día anterior, de tanto verlo, le parecía insulso. Beethoven no le estaba funcionando, el tal Zelenka tampoco.

    —Rápido, dos puntos —dibujó Emma los dos puntos en el aire—: si el plazo para presentar la propuesta es el siguiente jueves, más les vale trabajar el fin de semana, porque no quiero que estén terminando esa misma mañana. —Ambos asintieron—. Margaret les hará observaciones, correcciones y sugerencias a partir de lo que presenten. Para hacer esos cambios, consideren, por lo menos, cinco días, me da igual si hábiles o no, pero tienen que saber que yo no voy a venir a trabajar ni jueves por la tarde, ni viernes, ni lunes. —Lucas la miró como si le hubiera dicho que le quedaban dos minutos de vida; Parsons rio nerviosamente—. Supongamos que hay otra ronda de observaciones, esperando que éstas sean mínimas, luego tienen que presentar un modelo, para lo que, quizás, quieran tomarse unos siete o diez días, me da igual si hábiles o no. Margaret verá los modelos y decidirá cuál diseño prefiere o si no quiere ninguno, que espero que el último no sea el caso —dijo con un dedo índice de claras advertencias que solo podían atribuírsele a la mafia siciliana—. El plazo que les tome ejecutar el proyecto no lo voy a negociar yo, sino entre ustedes dos, porque no importa cuál diseño se realice: las tareas se reparten entre los dos, por lo que recomiendo que se pongan de acuerdo y lo piensen bien, porque no quiero tener que pedir más disculpas, ¿está claro? —arqueó la ceja derecha.

    —¿Cuánto tiempo toma, más o menos, un proyecto de esta magnitud? —preguntó Lucas.

    —Depende de cuán ambiciosa sea tu propuesta —se encogió Emma entre hombros—. ¿Alguna pregunta? —Los discípulos se negaron con la cabeza—. Bien. Ahora quiero que consideren lo siguiente: Toni y yo saldremos del dieciséis al veinticinco de julio, y yo saldré la primera semana de agosto a Boston para terminar un proyecto al que no estaría mal que me acompañaran —«that way you learn how stuff gets done»—. Ustedes verán cómo manejan su tiempo, cómo negocian con el cliente.

   A la Arquitecta, la mirada de terror en ambos se le antojó tan inefable como divertida; sin embargo, recordó el primer proyecto en el que ella sola se hizo cargo; recordó cómo casi se cagaba del miedo. Tuvo piedad y les sonrió antes de reconfortarlos:

    —Miren, yo sé que ya han participado en proyectos de este tipo, por tanto, sé que saben que esto no se hace de la noche a la mañana y que eso que se ve en los programas de televisión no es sino pura mierda —les dijo, asombrándose de su palabrota pública tanto como ellos—. La planificación es tardada, ya no se diga conseguir todos los materiales, los muebles, todo. Por ser el primer proyecto que lideren solos, no esperaría un tiempo menor a mes y medio, pero no más de dos meses; este es un detalle que hay que saber venderle al cliente. Usualmente se les vende con la regla de las tres Bs: lo bueno, lo bonito y lo barato, si es que me entienden. —Ninguno pudo asentir ni expresar entendimiento, pero sus ojos dijeron un relativamente claro—. Bien, eso era todo.

    Se puso de pie, iPhone en una mano y cadáveres de envoltorios de Dunkin’ Donuts en otra, y se dirigió al break room, no sin antes detenerse en el escritorio de Gaby.

    —¿Sabes si está Volterra?

    —Sí, pero no sé si sigue en llamada —le dijo Gaby—. Le ofrecí una dona, pero estaba más concentrado en la llamada que en la gula —se encogió entre hombros—. ¿Quiere que pregunte si está libre?

    —Si no lo espero —sonrió Emma, siguiendo derecho hacia el break room.

    Se deshizo de los rastros de su potencial coma diabético y su pronosticable migraña, aunque esta última ya debía estarse manifestando a esas alturas de la tarde, mas no había ni rastro ni indicio. Se lavó las manos y se sirvió un vaso con agua fría.

    —Arquitecta, qué sorpresa encontrarla en los dominios del proletariado —dijo a su espalda.

    —Ingeniero Segrate, no me deja ni beber un vaso con agua en paz —suspiró Emma, dándose media vuelta para encararlo y poder perforarlo, sulfurarlo con la mirada.

    —¿Esperabas evadirme toda la semana? —resopló mientras hurgaba la caja de las donas—. En un lugar tan pequeño…

    —Usted lo implicó: yo no me mezclo con el proletariado —arqueó la ceja y apuró la mitad del líquido que le quedaba al vaso.

    —Engels y Marx se maravillarían con usted, Arquitecta Pavlovic —rio, sacando una dona de vainilla con chispas de colores.

    —¿Usted entiende la condescendencia con la que pronuncia mi título? —entrecerró la mirada.

    —Es con la misma intención con la que usted insiste en llamarme Ingeniero Segrate y no David —se encogió entre hombros y le dio un enorme mordisco a la dona; le arrancó casi la mitad—. Con el tiempo que tenemos de conocernos, con todas las aventuras que hemos tenido juntos.

    —Lo mío es distancia, no condescendencia.

    —Distancia no es respeto por el título.

    —Si usted quiere respeto, gáneselo —rio nasalmente con ponzoñoso desdén.

    —Lo mismo digo de este lado, preciosa —le contestó su risa con una sonrisa en la que dejó ver restos de dona entre los dientes—. ¿O es que eres de esas feminazis que creen que por ser mujeres se les debe respeto?

    —Por comentarios como ese es que yo de imbécil no lo bajo, Ingeniero Segrate —rio casi divertida.

    —¿Ves? ¿Cómo es que está bien que tú me agredas de esa manera, pero seguramente, muy seguramente, si yo te digo lo mismo es el fin del mundo? ¿Qué dirían las mujeres del Titanic?

    —A ver, Ingeniero Segrate —le palmeó el hombro con verdadero desprecio—. Si usted es uno de esos hombres que argumentan con el Titanic, déjeme decirle que es porque no hay un argumento más actual que uno de hace cien años, entonces debe saber que a mí me vale doce mil penes, porque el Titanic se hundió hace más de cien años y mi problema es el presente, cuando ya hay suficientes botes salvavidas; yo no soy una damisela en peligro porque tengo un pene psicológico y mental más grande que lo que usted pueda imaginar. Pero el hecho es que usted es un imbécil: es un hecho comprobable, una verdad, y usted me da permiso de llamarlo imbécil con la misma intención con la que usted muy estúpidamente me llama preciosa. Deje de llamarme preciosa y dejo de llamarlo imbécil, aunque ambos sabemos que usted siempre me considerará preciosa y yo a usted imbécil; yo no quepo dentro de la categoría imbécil, al menos no con usted, y usted no cabe dentro de la categoría precioso, ni conmigo ni con nadie. Y no, no creo que merezco su respeto por eso que usted llama feminazismo, porque eso sería, no sé, ¿mujerismo? ¿hembrismo? Da igual, porque, aquí entre nos, parece que usted no me respeta por su propia fragilidad, por su propia deficiencia; usted, en esa cabecita imbécil, debe creer que una mujer que se respeta es una que le abre las piernas, y esa mujer no he sido yo y nunca lo voy a hacer —sonrió, sabiendo que el argumento mismo era altamente retorcido y confuso, y, complacida, colocó el vaso medio vacío en la mesa y se dirigió hacia la salida.

    —No, porque a la única que se las abres es a Sophia.

    Emma se había detenido bajo el arco y había permanecido en silencio durante uno o dos segundos. Sí, no iba a mentir, estaba que se la llevaba el diablo, mas no sabía si su furia radicaba en el hecho de que esa cosa (Segrate) se había enterado de su vida privada, que no tenía nada de malo, pues no era ningún secreto, o si se debía al hecho de que había osado llamar a Sophia por su primer nombre.

    David vio venir un golpe, literal o metafórico: una bofetada, un vómito de blasfemias y profanidades que lo condenaban al mismísimo infierno, un algo, pero nunca se esperó lo que en realidad pasó.

    Emma volvió su cabeza sobre su hombro derecho, lo miró de reojo y lo crucificó

    —Y usted está que no cabe de la envidia —rio.

    En ese momento, justo en esas palabras, el ingeniero supo que había perdido la guerra, pues todo aquello, si bien había comenzado con un verdadero interés por revolcarse con Emma en todas y cada una de las posiciones de la pornografía y el Kama Sutra, se había convertido en un juego de la nefasta tradición de el que se enoja, pierde, y Emma ya no se enojaba.

    —Y, para su información, el término proletariado no lo inventaron Marx y Engels; es del Imperio Romano —dijo.

    —¡Lesbiana! —intentó defenderse.

    —¡Imbécil! —le alzó la voz desde el otro lado de la pared, marchándose en dirección a la oficina de Volterra, no sin antes decirle a Gaby que no tenía ganas de lidiar con él y que había dejado un vaso sucio, a lo que Gaby respondió con un simple asentimiento, pues sabía lo que eso significaba.

 

    Ordenaron tres pizzas medianas en Baffetto: una funghi, una quattro formaggi y una rucola, crudo e grana, las tres con extra mozzarella, y, mientras estaban listas, caminaron al Carrefour para abastecerse con un kilo de cubos de hielo, la caja de los sándwiches que se le antojaban a Irene y trescientos gramos de lime orgánica.

    Se acomodaron en la cama, con las cajas frente a ellas y uno de los enormes vasos, que Ikea vendía por un euro, repletos del líquido que nunca las mataría. Saltando canales, decidieron que lo menos malo de la programación era “Mi presenti i tuoi?”; ninguna de las dos recordaba que el doblaje no era tan malo, especialmente porque habían logrado adecuar el Focker con un bellísimo y hermosísimo Fotter. Era mejor que ver al lagarto radioactivo. Cualquier cosa era mejor que ver al lagarto radioactivo.

 

    La cosa había mejorado significativamente gracias a que Phillip se había encargado de hacerse un completo idiota, o quizás solamente había optado por confesar, a manera de reminiscencias celosas, sus pasos en falso más vergonzosos durante la juventud y en lo poco que llevaba de su adultez. Como bonificación, incluyó una que otra anécdota en la que se vio humillado.

    Y todo iba bien, todo estaba bien hasta que le dieron ganas de ir al baño. Cuando se puso de pie, la rubia padeció de un efímero mareo que la obligó a apoyarse de la mesa. El whisky, las dos copas de vino las dos de Martini estaban cobrando como si fuesen usureros, con unos intereses inhumanos. Phillip no le preguntó si estaba bien, porque sabía que lo estaba, y, en lugar de ofrecerle acompañarla al baño, porque sabía que ella se lo pediría si fuera necesario, le preguntó si quería otra bomba de gin y vermouth. Ella le dijo que prefería algo en las rocas y algo dulce.

    Phillip padeció del mismo daño económico-errático de Emma: no sabiendo qué se le antojaba, porque algo dulce era demasiado vago, pidió un strudel de manzana, un cheesecake y una porción de pastel de mousse de chocolate, y dos whiskies en las rocas.

    “Reporto que Sophia es una compañía muy agradable. Ha comido y ha bebido. Seguimos esperando a que tu abogado estrellado tenga listos los documentos. No sé qué vamos a hacer entre una cosa y otra, pero decidimos cenar en el changarro de Ramen del que mi suegra no ha dejado de hablar desde el mes pasado. Probablemente compremos zapatos o bolsos, o recurriremos al tipo de terapia que sea necesaria. Me reportaré cuando sepa qué sigue.”.

 

    Odiaba los mensajes de Phillip esencialmente porque escribía párrafos muy largos con todas sus ideas y porque los terminaba con un maldito punto; con eso daba a entender que no admitía preguntas, comentarios, etc. No le contestó por lo mismo, porque ese punto final le quitaba todas las ganas de hacerlo.

    —¿Qué me decías? —alzó la vista del teléfono y miró a Volterra a los ojos.

    —Te decía que te ves miserable —rio nasalmente mientras limpiaba sus anteojos con un pañuelo de microfibra.

    —Nos vemos igual —le dijo sin saberse molesta por tal comentario.

    —Tienes un perro —se encogió entre hombros.

    —Me gustan los perros —lo imitó.

    —Tienes un perro de este tamaño —señaló sus anteojos.

    —Sí, supongo que debe de existir algún tipo de fórmula matemática para determinar el coeficiente de miserabilidad, alguna relación entre el tipo de mascota, la cantidad y el tamaño —rio nasalmente.

    —¿“Miserabilidad”? —la miró Volterra con sorna—. Miseria —la corrigió.

    —Miseria suena a pobreza material; miserabilidad, a algo que no es terrenal —divagó Emma—. Pero supongo que los neologismos también pueden medirse a partir de cuán miserable es el ser humano.

    —¡Por favor! —se carcajeó—. Me vas a hacer llorar.

    —Nunca vi a mi papá llorar —le dijo—. Sería interesante ver a mi papá putativo hacerlo —arqueó las cejas y notó cómo Volterra se aproximaba a lo más parecido a un episodio de algo—. No actúes como si no te atribuyeras mis tremendos éxitos —rio—. Los dos sabemos que, tácitamente, yo te adopté como figura paternal y tú a mí como figura… —entrecerró la mirada—. No sé cuál es la palabra.

    —No creo que la misera se refleje en las mascotas o en los neologismos —disintió él—. Tu miseria es que te falten las palabras.

    —Entonces, soy miserable veinticuatro-siete, me declaro culpable —alzó las manos a la altura de su pecho.

    —No me atribuyo tus logros —le dijo, verificando la limpieza de sus anteojos a contraluz—. Tampoco tus fracasos.

    —Yo no tengo fracasos —se carcajeó su Ego.

    —Y esperemos que nunca los tengas —sonrió, dedicándole una mirada casi tan reconfortante como la que solía encontrar en la rubia; a estas alturas ya era estúpido no reconocer a Sophia en él.

    —Y si los tengo, no recaerán únicamente sobre ti; tengo otras figuras por ahí.

    —No sé si eso me duele o me alivia.

    —Lo figurado no se superpone a lo literal —se encogió entre hombros.

    —Ah —suspiró y se puso los anteojos—. Con que a eso vienes…

    —¿A qué?

    —A darme alguna cátedra, algún sermón, sobre cómo mi desempeño como padre de familia dejan mucho que desear cuando mi rendimiento como padre putativo ha superado la excelencia —dijo, esto último con un claro énfasis en el sarcasmo.

    —No —disintió—. El sermón que te lo dé Camilla, en el mejor de los casos.

    —El Dalai Lama dice que nunca es demasiado tarde —se defendió.

    —Estoy segura de que el Dalai Lama no dijo eso —rio.

    —Ni tú ni yo lo sabremos nunca —se encogió Volterra entre hombros—. En fin, si no viniste a eso, ¿a qué viniste? ¿Ya sabes si tendremos que agregar el Rialto al nombre del estudio?

    —No creo que eso suceda —negó con la cabeza—. El Rialto —aclaró.

    —Veo…

    —Me voy a San Juan.

    —¿Puerto Rico? —Emma asintió—. ¿Qué se te pudo haber perdido por allí?

    —Mi primera borrachera fue en San Juan —sonrió nostálgicamente—. Vacaciones con mi mamá y una cantidad muy estúpida de Piñas Coladas.

    —¿Hace cuánto?

    —Tenía quince —rio—. Oceania quiere que conozca la experiencia. Salgo de Miami el dieciséis, todavía no sé a qué hora, y regreso el veinticinco.

    —¿Aquí o a Miami?

    —Depende de la hora a la que atraque la balsa —se encogió entre hombros.

    —¿Sophia va contigo?

    —Toni —disintió.

    —Qué curioso —dijo en lugar de un lo siento—. ¿Necesitas algo?

    —¿Alguna vez te dio comezón por estudiar una maestría? —le preguntó tras haber decidido que no necesitaba nada, al menos no de él.

    —Tú ya tienes una maestría.

    —Te estoy preguntando a ti.

    —Yo ya tengo una maestría —le dijo a medida que se llevaba la cuarta taza de café del día a los labios.

    —¿Qué? —ensanchó la mirada.

    —¿Qué? —frunció él su ceño.

    —¿Cómo es que yo no sabía de eso?

    —No es como que ando por la vida, bofeteando a todo mundo con todos mis títulos, diplomas y certificados —rio, y, ante la mirada perplejidad de Emma, se explayó—: es en Preservación Histórica, de esa institución que queda en el Upper West Side. ¿Acaso crees que yo me atrevería a tocar todas esas fachadas, todos esos patrimonios culturales, sin tener algo en qué apoyarme?

    —La Sapienza tuvo que haberte dado un título como especialista en edifici storici; eres de esas generaciones —se encogió entre hombros.

    —Consolidamento, sí, pero nunca en Recupero e conservazione degli edifici storici —alzó las cejas y se echó contra el respaldo para poder conversar con mayor comodidad—. ¿A qué viene la pregunta?

    —¿Alguna vez te dio comezón por estudiar una segunda maestría o un doctorado?

    —En mi tiempo, un doctorado te limitaba a una vida en la investigación y en la academia —disintió—. Y una segunda maestría… —suspiró pensativo—. Me da pereza —rio—. ¿A qué viene la pregunta? ¿Te ha dado comezón?

    —No tener nada que hacer me da comezón.

    —¿Comezón por una segunda maestría o por un doctorado? —A Emma parecía serle indiferente—. Un Doctor gana más, eso es incuestionable, pero nunca gana más que el dueño del lugar en el que trabaja —rio—. ¿Ves el problema?

    —No tiene que ver con el dinero.

    —No, tiene que ver con la toga pomposa y elitista que podrías mantener en tu armario —sonrió—. La toga es negra y la estola es marrón.

    —Asquerosa combinación —murmuró Emma con una arcada mental.

    —No me lo tomes a mal, pero no creo que tú seas un candidato idóneo.

    —Si sabes argumentarlo, incluso puedo llegar a tomarlo como un halago —sonrió.

    —Deja que te lo den honoris causa en algunos años —acarició su Ego—. ¿Maestría en qué quieres? ¿En dónde la quieres?

    —Pratt o Columbia, porque dudo que me dejes ir a Boston o a Ithaca.

    —Como estamos hablando de escenarios hipotéticos, supongamos que sí. El programa del MIT es muy bueno. —Emma sonrió complacida—. Hipotéticamente hablando, tú eres la dueña de la mitad de esto —abrió los brazos para dejarse acoger por el espacio—, por tanto, no necesitas mi permiso. Pero, hipotéticamente hablando, ya no solo eres tú, con una relación unilateral contigo misma.

    —Esto de socio-jefe-suegro puede llegar a ser muy molesto —rio.

    —Aunque no se tratara de Sophia, sino de aquella aberración con la que salías hace algunos años —intentó no juzgar esa relación que había arrastrado a cuestas con Fred—, te estaría diciendo lo mismo. Es lo que se supone que hace la putatividad del cargo.

    —¿“Putatividad”? —arqueó la ceja derecha.

    —No eres la única miserable en esta oficina—asintió con una risa lastimosa de por medio.

    —Pero no soy la más miserable —colocó su mano sobre la suya—. Mi mejor mitad apenas está en alguna calle de Wall Street; la tuya está en otro continente.

    —¡Judas! —siseó por lo bajo, luego lanzó una carcajada.

    —Sabes, por un momento me extrañó que no has preguntado por qué Camilla, que se suponía que venía ayer, no ha venido.

    —¿Y por qué no me lo preguntas?

    —Porque sé que hablas con ella —se encogió ligeramente entre hombros.

    —Sí, me dijo que había tenido que cambiar el vuelo para el lunes, pero no me dio explicación alguna.

    —Como debe ser —rio—. ¿Ya sabes qué le vas a decir? —inquirió Emma, retirando la mano para sumergirla en el recipiente con chocolates para pescar uno extra amargo.

    —No me digas que eres de las personas que esperan un gesto romántico, como de película.

    —No, no espero que le escribas cosas en el cielo o que la inundes con flores —disintió, enterrando el borde de la uña en una de las esquinas del envoltorio—. Es solo que no puedes llegar solo con un hola cuando tienes, ¿qué, tres o cuatro años de no verla?

    —Nos vemos por FaceTime.

    —Los recuerdos muchas veces van atados a los olores y a los sabores —sonrió con picardía, mas no se sabía si era por haber desenvuelto el Scharffen Berger marrón o si era por lo que decía entre líneas.

    —Quiere ver el apartamento.

    —¡Cuánto atrevimiento! —bromeó.

    —¿El suyo o el mío?

    —A tu edad, el piso ya no debería ser una opción —le guiñó el ojo derecho.

    —No vamos a hablar de eso porque no sé quién puede llegar más lejos y quién puede incomodarse más.

    —Buen punto —asintió, porque no sabía si podría manejar las imágenes de su suegra, revolcándose con su socio-jefe-padreputativo.

    —Solamente tenemos planificado que ella cocine sus famosos fettuccine alla panna y yo mis inigualable orecchiette al burro, salvia e pepe.

    —Festival gastronómico, qué bueno —los envidió, porque ambos platillos se los habían afamado casi por igual y, aparentemente, no estaba invitada a degustarlos—. ¿Estás nervioso?

    —¿Honestamente?

    —No, por favor, miénteme —entrecerró la mirada y mordisqueó una de las esquinas del pequeño recuadro del chocolate.

    —La última vez que la vi me dijo que Sophia… —se encogió entre hombros—. No sé qué sorpresas trae esta vez.

    —Irene no es hija tuya —rio—. De eso puedes estar seguro.

    —Muy graciosa —se santiguó—. Si no puedo ni darle la cara a una, ¿te imaginas a dos?

    —¿Es en este momento de tu historia en el que se revela que tienes otro hijo?

    —¡No! —se carcajeó—. Con Patricia no tuve hijos, de ningún tipo. Y con Camilla solo fue esa vez…

    —Qué historia tan triste —disintió por lo bajo, lamentándose por él.

    —Veremos si quiere patinar —cambió el tema rápidamente.

    —Con seguro médico todo se puede —sonrió—. Mira, no es obligación de Camilla ir de arriba abajo con nosotros, pero tampoco me molestaría si tú quieres acompañarnos.

    —Falta el consentimiento de tu mejor mitad —le dijo—. Me da la leve impresión de que no está muy contenta con mis habituales interacciones con su mamá.

    —Si estás esperando a que Sophia te dé permiso de ligarte a Camilla… —negó con la cabeza, tensando los labios y chasqueando la lengua tras la franja dental que dejaba ver—. Ni lo uno ni lo otro: Sophia no te puede dar permiso sobre lo que puedes o no hacer con Camilla, eso solo lo puede hacer Camilla.

    —Y si no es eso, ¿por qué le molesta tanto?

    —Le molesta tanto porque no te la ligas como Dios manda —rio.

    —No sé si es tristeza o miedo lo que siento cuando noto que tu generación ha hecho un deporte del arte del cortejo —se defendió.

    —Qué bueno que no estás al tanto de lo que hace la generación que me sucede.

    —Y no sé si quiero saber o si tengo miedo de saberlo.

    —Quiero que Lucas y Toni me acompañen a Boston para el proyecto de los Mayweather —le dijo Emma.

    —Y quieres que lo consienta —rio Volterra, descubriendo por fin a qué había llegado a su oficina.

    —Ajá.

    —¿Cuánto me costaría el chiste? —Emma lo miró como si él ya supiera la respuesta—. A ti te puedo dejar en el Commonwealth, como siempre, pero a esos dos… —negó en silencio con la cabeza—. Lo más que aprobaría es el Buckminster y solo por la cercanía con el Commonwealth. No puedo ponerlos a dormir en la misma habitación.

    —Ese tipo de preservativo nunca ha detenido a nadie —rio, evocando cómo lo suyo con Sophia había sido un desperdicio de habitación.

    —¿Acaso ellos tienen algo?

    —No sé, y la verdad no me importa.

    —Como su jefe sí debería importarte —pareció regañarla—. Yo sé que sigues creyendo que mi neurosis de hace unos meses fue porque se trataba de ti y Sophia, y sí, en cierta medida lo fue, pero habría reaccionado de la misma manera si se hubiera tratado de otro de mis trabajadores. Así reaccioné en otra ocasión: todos por igual.

    —Lo único que puedo decir, con respecto a eso, es que yo no he tenido problemas con Sophia, por eso no me parece un inconveniente. Pero ellos…

    —La sed de sangre es intensa.

    —Tú lo has dicho.

    —Entonces, quieres dinero —recapituló; Emma asintió—. Si se puede algo más barato que el Buckminster, mejor.

    —No sé si lo dices por tacaño o porque sabes que Toni es…

    —¿Como tú? —la interrumpió con una risa; Emma se encogió entre hombros—. Si no está cómoda en el lugar que le pagamos que se procure uno por su propia cuenta.

    —Aunque, hipotéticamente hablando, yo podría disponer del dinero sin preguntarte, ¿cierto?

    —Hipotéticamente hablando, sí.

    —Solamente confirmaba —sonrió Emma.

 

    Maldijo a todo el mundo, a los primeros hombres, a las civilizaciones de cada cosmogonía, pero, de manera especial, a La Confrérie. No maldecía a la asociación por no ser una verdadera cofradía, sino más bien por ser un conjunto de vejetes de aparatos digestivos defectuosos o incompletos que, por tanto, debían mantener el rigor alimenticio, respetando las horas y las cantidades por igual. Todavía había sol.

    Le había sido infiel a Oskar y a su equipo, pues era el servicio que utilizaría una de las novias la semana siguiente y quería cerciorarse de que no habría problema alguno. Se sentía bien, tan bien que se sentía mal de sentirse bien. Su cabello, el moño desordenado en el que había sido recogido con el orden suficiente como para no revelar, de modo accidental, el pequeño y casi imperceptible tatuaje de Mary Poppins de la oreja izquierda, brillaba y lucía tan espectacular como nunca; sus manos y sus pies eran dignos de revista y de fetiches sexuales, esmaltados uniformemente de negro: eran perfectos; el masaje facial, previo al maquillaje, le había detenido las dos arrugas que en dos años le agrietarían la piel para gritarle al mundo que era una persona que reía y sonreía mucho, que era una persona feliz; el maquillaje era impecable y extraordinariamente ligero. Allí, frente al espejo, se juramentó atractiva, tan atractiva que cometió la falta personal de fotografiar su reflejo para compartir su belleza con su esposo, con una leyenda que rezaba: “Isn’t your wife the most outrageously perfect-looking woman on this earth?”.

 

    Habían caminado hasta la estatua del Charging Bull con la esperanza de que pudieran digerir la comida y el alcohol por igual. No había sido una mala idea, en lo absoluto, pero cinco minutos de caminata no iban a hacer mucho… no iban a hacer nada. Esa es la historia de la fotografía en la que Sophia, asistida por Phillip, finge meter su cabeza por el ano del toro. Agradecimientos especiales: el alcohol y el buen turista que había accedido a inmortalizar el momento (y a no robarse el teléfono en el proceso). Posteriormente, la sesión fotográfica únicamente protagonizaba a la rubia, pero siempre en la zona trasera del bovino.

    Luego, víctimas de la resaca de un ataque de risa, se tambalearon a lo largo de Broadway hasta que ésta, frente a Beaver St., se convertía en Whitehall St. Y desde ahí, desde ese punto al costado de Bowling Green, Sophia dijo que era momento de recuperar las camisetas que Emma en algún momento le había roto. No era Gap, sino LOFT, y eso debía ser argumento suficiente como para que no se viera tentada, ni siquiera en un arranque de furia, a hacerla añicos.

    —Sé de fuentes fidedignas que tú le rompiste una falda Carolina Herrera… ¿o era Dolce? —rio Phillip luego de escuchar el porqué de la necesidad de entrar a la tienda.

    Y ya estando allí dentro, él le obsequió aquellas palabras que Natasha tanto apreciaba:

    —Tómate tu tiempo, yo me quedaré aquí —le señaló el juego de sillones que habían dispuesto a un costado del mostrador—. Si necesitas mi opinión, cosa que dudo, llámame y te busco —sonrió—. Y déjame tu bolso para que no te estorbe.

    Justo cuando estaba tomando asiento con el Bottega Venetta de las batallas del día a día, le vibró el teléfono en el bolsillo izquierdo del pantalón.

    Sintió alivio al saber que ninguno de sus inútiles lacayos había hecho algo que requiriera de su inmediata atención, pues no había ni llamada perdida ni mensaje ni nada de la oficina; sintió placer al saber que sus órdenes de no ser molestado en lo absoluto (a menos de que alguien hubiera cometido lo que en el mundo de las finanzas se conoce como una cagada); sintió alegría al ver que era su esposa quien se manifestaba.

    Esperó una fotografía de algún chiste, de algún animal haciendo algo especial, o bien, de un pene, porque su esposa ya había demostrado que eso le parecía divertido. Se encontró formulando un reporte mental de cómo iban las cosas con Sophia, pues asumió que era esa la intención, y no otra, de manifestarse con un chiste-animal-pene, mas se vio arrollado por el verdadero contenido de la fotografía.

    No era irreconocible, porque eso habría sido un insulto para la belleza natural que consideraba él que poseía su esposa de manera natural —dos veces natural para un mayor énfasis—, pero era la primera vez en meses, «¡in months!», que veía justamente eso que había antes de que ocurriera lo ocurrido: era la misma forma, el mismo modo, la misma manera. No pudo odiarse por no estar allí para presenciarlo de primera mano, apoyado en el marco del walk-in closet, sonriendo como el verdadero pendejo que sacaba ella en él y disfrutando de los últimos retoques, especialmente de ese momento en el que se abría la bata solo lo suficiente para poder perfumarse el cuello y el escote; lo que seguía era su acercamiento para que le anudara el corbatín o para que retocara el nudo de su corbata. No pudo odiarse porque no era su trabajo el que lo privaba de semejante vista, sino una misión, más que encomendada por Emma, por la misma mujer que ahora, de no ser por el alcohol, le habría provocado una erección.

    —¡Fuck, you’re so beautiful! —suspiró en cuanto ella le contestó.

 

    —Caaaaaaaazzooooo! —rio Alex nerviosamente y decidió apurar lo que le quedaba en el vaso.

    —No puedes creer en eso —se burló Irene.

    —Yo tomo la palabra de los griegos como la única verdad de Dios —sacudió la cabeza—. Y este sujeto es de apellido Tsoukalos. Es griego.

    —Griegos, Dios… vaya, qué complicado —rio Irene, y se abstuvo de aclarar que el supuesto griego era en realidad suizo y un charlatán, en su humilde opinión.

    —Es que las pirámides, ¡las pirámides! —exclamó Alex mientras se servía más hielo y más ron y más coca cola—. Apenas con una rueda y una polea hicieron Giza. No me puedes decir que eso no es impresionante.

    —No estoy diciendo que no es impresionante, Santoro —le dijo, llamándola por su apellido, como si con eso iba a lograr que se calmara—. Lo que estoy diciendo es que me da igual si vino un hombrecito verde, gris, azul, del color que sea y del tamaño que sea —se encogió entre hombros—, y les ayudó de tal o cual manera. Me da igual todo eso porque lo que me importa es que existe.

    —¿Cómo que te da igual?

    —No cambiaría nada para mí: ni identidad, ni religión, ni ideología, ni nada.

    —¿No te aterra saber que no estamos solos?

    —Mi amor, el universo es tan grande que es muy estúpido que seamos lo únicos —rio—. Y, ya que estás parada, sírveme otro poco, ¿quieres? —le alcanzó su vaso.

    Alex no dijo nada. Enigmi alieni dejó de importarle. Lo único que le importaría, de ese momento en adelante, sería el hecho de que la llave para la caja de Pandora, en este caso de Irene Papazoglakis, era simple y sencillamente el alcohol.

    La vez de las bebidas de contrabando en la playa en la que locales y extranjeros debían entablar amistades que perduraran toda la vida, Irene apenas había bebido uno o dos sorbos de la cerveza tibia; la vez de la fiesta en casa de Berenice, había ingerido una mierdésima —medida equivalente a diez mililitros— de vodka o ouzo en cada una de las seis botellas de trescientos mililitros de Loux de limón; y la vez de Venecia, esa vez en la que se había tragado lo que le habían puesto enfrente, había permitido el asalto labial en una callecita cuyo nombre nunca recordaría.

    Alex tomó una séptima porción de pizza, esta de quattro formaggi y se tragó ese mi amor para la posteridad. Por fuera, guardaba la calma; por dentro, todo su sistema endocrino estallaba en una especie de Carnaval de Rio de Janeiro. La camisa de Cristiano Ronaldo le importó nada, Cristiano Ronaldo mismo le importó nada.

    Terminaron cambiando a Discovery Channel. Pasaban un documental sobre los flamencos mayores. El alcohol lo hizo todo doblemente interesante.

 

    El reloj había logrado acercar su aguja horaria al cinco y la minutera al cincuenta y cinco. Estaba agradecida. Necesitaba dormir o una cama, no se quejaba de la segunda sin la primera; necesitaba jugar con su león doméstico; necesitaba llegar a casa, quitarse la ropa y darse una buena ducha, un buen baño; necesitaba estar en casa para cambiarse el tampón sin tener que hacer las acrobacias que sugerían los que carecían de aplicador, para evacuar lo que fuera y quejarse del dolor lumbar si llegaba a ello.

    —¿Qué le parece? —le alargó Parsons una de las hojas tamaño carta sobre las que había pintado con los Copic que acarreaba en el maletín Louis Vuitton en el que escondía todos sus enseres.

    Había reproducido el espacio en el que visualizaba el eje de la oficina. Era una interesante ubicación. Ella no habría escogido una esquina, sino un espacio en el que pudiera sacarle provecho a la simetría o en el que pudiera crearla. La paleta era sobria, aunque oscura, pero a eso se le añadía el beneficio de la duda, la cual iba desde el marcador que se había escogido hasta el resultado real de la pintura que se utilizara; había algunos detalles —como un cojín, la silla del escritorio y una supuesta pintura— en un color muy oscuro, Emma no sabía si marrón o negro, y eso ya presentaba un primer problema; proponía una especie de librero empotrado de secciones irregulares, lo cual presentaba el problema del balance, pues, si el escritorio estaba centrado con respecto al mueble del fondo, los compartimentos debían guardar la misma naturaleza, de otro modo se vería tal y como se veía en ese momento: distorsionado; el librero se presentaba más como un espacio decorativo que como uno de orden funcional, que no estaba mal, pero era la misma heterogeneidad la que intervenía en la utilidad; y el escritorio, una pieza de extremo buen gusto, era claramente personalizada.

    —¿Qué tan factible crees que es esto que está en este papel? —le preguntó Emma mientras continuaba escrutando la imagen.

    —Bastante factible —dijo muy segura de sí misma.

    —¿Por qué en una esquina?

    —Desde allí se puede ver algo que no sea concreto.

    —¿Por qué una silla con ruedas?

    —Mayor movilidad y ergonomía.

    —¿Esto que veo aquí es una alfombra?

    —Sí.

    —¿Bajo el escritorio nada más?

    —Sí, para que no se dañe el piso de madera con el peso de la estructura.

    —¿El escritorio es pieza única o sabes en dónde lo venden?

    —Mrs. Robinson habló sobre cómo le gustaría exhibir una pieza de arte especial. Pensé en no recurrir a la típica escultura o al típico óleo sobre lienzo, sino a trasladar la parte artística al símbolo de poder.

    —¿El librero tiene secciones uniformes?

    —Son a conveniencia.

    —Móviles. Interesante —suspiró Emma y alzó la mirada a medida que le regresaba la hoja—. ¿Pensaste en el presupuesto? —Parsons asintió—. ¿Sabes cuánto puede llegar a costar un escritorio como ese? ¿O un librero con secciones movibles, que asumo que no cuenta con un sistema de pines, y cuyo movimiento es horizontal y no vertical? Antes que nada, ¿existe un librero como ese?

    —No lo sé —rio Parsons—. Pero si yo lo estoy pensando, ya debe existir.

    —Esa ambición… esa seguridad es peligrosa —le dijo con tono de advertencia—. Si esto que está en el papel es lo que le ofreces al cliente es porque tienes la certeza de que puedes cumplirlo con la posibilidad de una variación mínima, tan mínima que se reduce a la tonalidad del color y no al color como tal, tan mínima que se reduce a un acabado de poca notoriedad, pero nunca se juega con la función. Yo te sugiero que este tipo de concepciones las consultes con un diseñador de muebles antes de que cualquier otra cosa suceda: el diseñador de muebles te puede dar tanto alcances como limitaciones materiales, funcionales y estéticas, e incluso algunas nociones bastante precisas sobre el mantenimiento y la obsolescencia prevista de la pieza.

    —¿De lo demás qué piensa? —repuso en la voz más calmada que supo modular, pues, aunque no estaba de acuerdo, respetaba su punto de vista y, eventualmente, podía llegar a tenerlo en cuenta.

    —Margaret es una columnista chic; ella no se va a sentar en una silla de estas —le dijo Emma, señalando la silla en la que ella se sentaba en ese momento—. La ergonomía es importante, la funcionalidad también, pero no dejes de lado la parte estética.

    —¿Qué más? —esta vez sí sonrió, porque ése era un aspecto que no había considerado en su tan perfecta fórmula.

    —Yo reconsideraría la alfombra —le dijo—. Pero la verdad es que no te voy a hacer el trabajo —se encogió entre hombros, excusándose del proceso—. Ve a tu casa, come y duerme. Mañana revisas tu propuesta y verás qué es lo que funciona y qué no, qué le sobra y qué le falta.

    —¿Ya me puedo ir?

    —No se te olvide documentar el proceso —asintió—, y pensar en el cuadro completo.

    Sin darse cuenta, Parsons se había largado sin dejar rastro alguno. Revisó una última vez el correo y apagó su iMac. Ya iba de salida cuando se cruzó con SCAD, que venía en dirección a su oficina con un tabloide entre las manos.

    —Antes de que se vaya —le suplicó con la mirada.

    Emma se afianzó el bolso al hombro y le intercambió los audífonos por la hoja. Examinó el diseño con menor desdén y mayor minuciosidad. Le pareció inteligente, aunque muy a su monótono estilo recurrir a una vista aérea de toda el área que tenía disponible, pues solo así podía tener una estrategia con la que pudiera abordar los balances principales: la iluminación natural y los espacios abiertos. Se había decantado por una paleta similar a la de Parsons, mas él hacía un fervoroso hincapié en un juego entre el marfil, el crema, el gris y un marrón chamuscado que debía ser tratado con cuidado; había decidido abandonar la idea de las alfombras, pero proponía un cambio de piso, pues el actual no se encontraba en óptimas condiciones (había algunos recovecos que rechinaban); había seccionado el espacio de tal manera que la oficina y la sala de juntas no estuvieran separadas, sino que la segunda fuera parte de la primera para mayor comodidad de la dueña; optaba por deshacerse de las bañeras que habían dejado instaladas en los baños, por recubrir el techo para que las tuberías no quedaran a la vista, por exhibir completamente la cocina para conectarla con una sala social, por una moldura sencilla pero geométrica para cumplir con aquello del Art Deco. Tenía pocos errores para lo poco que había hecho en tan corto tiempo.

    —¿Pieza de arte?

    —Aquí —señaló ese espacio vacío que se veía desde la puerta de la entrada—. Un jarrón.

    —¿Un jarrón? —arqueó Emma la ceja derecha; esa sí que era una propuesta interesante.

    —Grande, imponente —asintió él—. Todavía no sé si lo suficientemente grande como para que esté solo o si debe estar sobre una mesa consola, si debe quedar vacío o si debe llevar alguna planta dentro.

    —Trabaja en esto —sonrió muy satisfecha—. Vas por un camino interesante, pero necesito ver más. Necesito verlo todo.

    Lucas sonrió genuinamente aliviado por primera vez.

    —¿Habría algún problema con que yo hiciera el jarrón?

    —¿Tú? —preguntó indiferentemente, como si no lo hubiera escuchado, mientras revertía el intercambio—. ¿Personalmente? —lo miró luego de que emitiera una afirmación gutural—. Cada uno tiene sus armas, Lucas —le dijo y, dándole una aprobatoria palmada en el hombro izquierdo, se despidió de una Gaby que ya se alistaba para un inminente retiro.

    Terminó por empalarse las orejas para dejar que The Verve le amenizara el viaje hasta el primer piso.

 

    Aquello fue de mutuo acuerdo, pues ninguno de los dos habría aceptado otra cosa. Él miraba la pantalla en silencio, ajeno a la música del lugar y a las atentas miradas de dos de los dependientes que doblaban y ordenaban una pila de pantalones de mezclilla teñida; se concentraba únicamente en mirar, en contemplar la imagen. Como no podía estar allí, disfrutando de la secuencia de sus movimientos, ella le ofreció la alternativa que la tecnología posibilitaba. Sin embargo, a falta de audífonos, no iban a poder conversar. No era necesario.

    Con relativa distancia, como si fuera el acosador de su propia esposa, la miró ir de aquí allá dentro de los confines del walk-in closet, despojándose de la bata para meterse en lo que desde ese momento habría de quitarle: una Aubade negra y un par de las detestables copas adhesivas, aunque, en defensa de su única función, Phillip agradecía que ya no fueran del mismo color de la piel, sino negras y con un recubrimiento de seda —suponía él— que ya no le provocaba ganas de destrozarlos con los dientes.

    Negro, con un escote que le llegaba hasta el epigastrio, la prenda principal era sartorial, quizá incluso más que sus impecables trajes hechos a la medida: había sido alterada de tal manera que ahora era un vestido corto, hasta por debajo de la rodilla, y la falda se había ajustado en forma de lápiz; las mangas largas habían conservado la longitud, pero ahora se adherían a sus brazos, de manera que el vestido parecía haber sido confeccionado específicamente para sus medidas y sus gustos; y las hombreras, como con los hombres, contribuían a la corrección de una mala postura que no tenía y que, por tanto, solamente hacía que la silueta estallara en elegancia.

    Natasha tomó asiento brevemente para ajustarse los stilettos, para asegurarse de que no había ningún hilo ni nada que no solo la lastimara, sino que también desafiara los fines estéticos. Cuando se puso de pie, se ciñó la cintura con una correa de cristales que se anudaban sobre el lado izquierdo, y, antes de los últimos toques y retoques, se miró al espejo y luego lo miró a él. Posó para él, desprovista de una sonrisa, pero añejada en seducción. Eso se terminó en cuanto tuvo que finalizar el proceso con un poco de cinta transparente de doble cara, pues el escote, aunque no tan prominente, no debía ser dejado al azar de los vetustos ojos de los contemporáneos de su mamá.

    —¿A qué hora regresas? —le preguntó Phillip una vez hicieron una llamada de la videollamada.

    —No creo que sea tarde. La mitad se caga si cena muy pesado y la otra mitad no duerme si cena demasiado tarde. No puede tardarse mucho. ¿Tú?

    —Una vez me asegure de que Sophia haya tomado la decisión correcta.

    —Tú sabes que en un par de meses el enojo será con nosotros, ¿verdad?

    —Todo a su tiempo —asintió para sí mismo.

    —¿Parece que sí?

    —Claro —le dijo, y pudo sentir cómo su esposa sonreía en silencio al otro lado del teléfono—. Solo falta que los abogados digan que ya tienen todo listo.

    —Nada.

    —Exacto, nada —asintió nuevamente para sí mismo—. Te ves muy guapa.

    —Me siento condenadamente guapa —confesó.

    —Causarás muchas cosas en esa cena.

    —La única provocación que me interesa está en algún lugar de Wall Street —se encogió entre hombros—. Prefiero pensar en eso que en las erecciones de los vejetes —resopló—. ¿Te imaginas, eyaculando pura polilla? —rio, haciéndolo reír a él también.

    —You’re such an evil woman —la elogió.

    —How about you whisper that in my ear later tonight?

    —Ya llegó Hugh.

    —Mjm.

    —¿Quieres que me dé una vuelta por el Mandarin para recogerte?

    —Me recoges en casa, guapo.

    —Que se diviertan.

    —Y tú —reciprocó, lanzándole una dupla de besitos pequeños y sonoros antes de colgarle.

    Phillip se despegó el iPhone de la oreja con un suspiro de medio tedio; todo lo que subía tenía que bajar. Se rascó la barba.

    “Under Control”, de Harris y Alesso era anticlimático para su estado de ánimo, pero la dejó sonar por la mera pereza de tener que presionar dos veces el botón central que resaltaba de los cordones de los audífonos.

    Tomó 50th St., no sin antes preguntarse cuándo había sido la última vez que había hecho aquel recorrido sola, el recorrido en general, porque los regresos siempre eran provistos por los que en cuestión de meses empezarían a convertirse en híbridos. Tuvo una regresión muy incómoda y casi mortal, porque la sensación que experimentó fue la que le desató las náuseas y unos tremendos deseos de devolver todo su estrés en uno de los basureros comunitarios. La regresión era hacia su soltería, hacia su propia inutilidad. Y qué pérdida de elegancia habría sido meter la cabeza en uno de esos contenedores municipales.

    En lugar de eso, pescó su teléfono y llamó a aquel hombre al que odiaba recurrir. Tardó unos momentos en contestar; los cuatro tonos se le hicieron eternos, y habría colgado al tercer tono desatendido, pero las náuseas exigían paciencia.

    —Qué sorpresa —la saludó con una clara sonrisa al otro lado.

    —No se imagina —concedió Emma.

    —Estoy libre.

    —¿Mismo lugar?

    —Mismo lugar.

    —Bien —asintió Emma y colgó al mismo tiempo que alzaba el brazo para que algún taxi se compadeciera de ella y de su prisa.

    Terminó en el Upper West Side, como todas las otras veces, con doce dólares menos y frente a la townhouse de hormigón casi crudo. Presionó el botón; dijo un “it’s me”, como si aquello la distinguiera del resto de personas que podían hacer sonar el timbre; abrió la puertecita de hierro y bajó los escalones hasta empujar la puerta de vidrio, enmarcada en acero, muy propia del Beaux Arts, «for a change». El hombre ya la esperaba bajo el marco de la puerta. Le sonreía como si hubiera ganado algo.

    Al principio le costó reconocerlo, porque el bronceado se había desvanecido y el cabello, ahora corto, cortísimo, se lo arreglaba en picos alocados que le acordaba a un Julian Sands menos viejo, y se había dejado crecer una canosa barba de sabio. Los zapatos de gamuza azul terminaron por delatarlo. Ella asintió y se incorporó a la habitación, en donde todo seguía tan igual como la última vez que lo había visitado: el tablero de ajedrez, el reloj de arena, el pequeño jardín y la fuente al otro lado de las puertas corredizas.

    —Trae una cara… —suspiró él, cerrando la puerta tras ella—. Como si quisiera vomitar —le dijo.

    Emma lo volvió a ver con una pizca de odio, pero decidió omitirlo para poder tomar asiento.

    —¿Algo de beber? —le ofreció, abriendo las compuertas inferiores del librero para dejarle ver un pequeño conjunto de botellas.

    —Estoy segura de que hay muchas reglas y códigos que estaríamos quebrantando si usted y yo compartimos una copa.

    —Usted la psicología se la pasa por ya-sabe-dónde ­—rio—. No veo por qué no pueda ser esto una conversación entre amigos.

    —Siempre tan profesional —disintió casi desaprobatoriamente.

    —A usted le sirve una cosa; a otro, otra cosa.

    —Sabio —rio Emma nasalmente—. Debe ser la barba.

    —¿Le gusta?

    —No —sonrió displicentemente.

    —¿Será así de honesta esta vez?

    —¿No es una pérdida de tiempo que le diga lo que ya sabe? —arqueó la ceja derecha.

    —Es el poder de la palabra, Señorita Pavlovic —se encogió entre hombros—. Entonces, ¿qué va a ser: un whisky, un vodka, un gin? Una conversación entre amigos puede ir acompañada de uno de estos.

    —Amigos, sí —asintió—. Pero luego me cobra trescientos dólares por esta amistad —rio.

    —Trescientos, más lo de la copa —la imitó él.

    —Deme un vodka, entonces —suspiró.

    —En las rocas, asumo. —Emma asintió.

    —¿Habla bien de usted y de sus prácticas eso de que esté libre a esta hora? —le preguntó la italiana.

    —Solo usted sale de trabajar a esta hora —le dijo mientras se erguía con la botella en la mano—. Es de siete a diez que estoy ocupado.

    Emma lo miró materializar algunos cubos de hielo del pequeño refrigerador que había instalado sin la previa opinión de un profesional en cualquier rama del esteticismo. Mientras tanto, hizo que tanto los caballos blancos como los negros miraran hacia el frente; hizo lo mismo con las cruces de los reyes y la abertura del alfil.

    —Sigo siendo anal retentiva —se defendió Emma en cuanto sintió que el hombre la miraba.

    —Eso no se quita —rio y posó el vaso corto a un lado del tablero—. Eso se maneja.

    —No quiero manejarlo. Me es útil en el trabajo.

    —No le estaba proponiendo enseñarle cómo manejarlo —disintió—. ¿Juega?

    —Nunca gané un torneo de ajedrez porque nunca participé en uno —dijo como hacía tantas horas—. Prefiero las negras.

    Él, sin decirle nada, esperó a que terminara de posicionar al alfil derecho para girar el tablero, ofreciéndole así las piezas negras que, en esta ocasión, eran grises. Movió; f2f4. Emma lo remedó d7d5.

    —¿Me va a decir qué la trae hoy aquí? —e2e3.

    —Tengo un perro —c8f5—. Se llama Darth Vader, pero lo llamo Carajito o Little Fucker.

    —¿Vino a hablar de su perro? —g1f3.

    —Por trescientos dólares la hora… —e6e7—. ¿No puedo hablar de lo que quiera?

    —Normalmente, y precisamente porque son trescientos dólares, más lo del vodka, no se le olvide, es que la gente aprovecha —sonrió, f2e2—. Usted nunca ha venido a hablar banalidades, sino a solucionar un problema en específico —dijo, viendo la extraña movida h7h6—. Por eso no creo que quiera hablar de su perro —e1g1.

    —Enrocando temprano —opinó Emma—. Es un french bulldog, creemos —f8d6.

    —Es un perro pequeño ­—d2d3.

    —Es lo que admiten las reglas del edificio —se encogió Emma entre hombros—. Aunque, si soy honesta, no estaba lista para tener perro —g8f6.

    —Es un compromiso muy grande, una verdadera responsabilidad —le dijo él.

    —Es lo que es —suspiró Emma y bebió un sorbo del vodka que le supo a nada.

    —¿Debo suponer que el problema por el que vino la vez pasada…? —a2a4.

    —Ya no es problema —lo interrumpió.

    —¿Ya no es problema porque decidió no decir nada o porque decidió decirlo todo?

    —Porque no hubo necesidad de decidir hacer una cosa o la otra —b7b6.

    b1b3, e8g8, a3b5, c6b7, f3h5, f6h5.

    —Espero que no me esté dejando ganar —le dijo Emma, llevándose consigo la primera pieza blanca, un caballo.

    —No funcionaría —se lamentó ligeramente y, con un e2h5, se comió al culpable de la extinción de su corcel—. ¿Sí le dijo que se casara con usted?

    —No se lo dije —disintió, b8c6, un tanto asombrada por no haber previsto la consecuencia de su ataque—. Se lo pedí.

    —¿Y qué dijo?

    —Que sí.

    —¿Cuándo se casan? —b2b3.

    —En teoría —a7a6—, la otra semana; el viernes.

    —¿Qué significa eso de “en teoría”? —c1a3.

    —Si no me deja hoy, lo más probable es que sí —suspiró, intentando no enojarse por dejarle un pasillo vacío para que aniquilara la torre de su rey con su alfil—. Espero yo, al menos —c6e7, sacrificó la torre, si es que eso decidía él.

    —¿Alguna vez le dije que era usted muy fatalista? —b5d4.

    —¿Alguna vez le dije que sonaba usted como mi mamá? —c7d6.

    —No es la primera vez que alguien me lo dice —disintió él, e3d4.

    —Tampoco es la primera vez que alguien me acusa de fatalista —«buh-bye second horse», f5g6.

    —Usted cree que es oscuridad y complejidad y quién sabe qué otras cosas —le dijo, h5f7—. Jaque. Pero usted es, dentro de todo, predecible.

    —Me siento ofendida —f8f7, huyó del jaque que había hecho con un alfil, clavado por un caballo de mierda.

    —Lo sé —rio—. Eso es lo predecible —f7h5.

    —Como usted diga —sonrió, g4d1.

    —¿Qué fue lo que pasó?

    —Maté a su dama —le dijo Emma.

    —Eso lo veo —asintió él—. Pero me refería a su problema —a1d1.

    —Hice algo que ella no quería que hiciera.

    —¿Y por qué lo hizo?

    —Porque quería —se encogió entre hombros, f8f4—. Porque podía.

    —¿Y ella qué opción tenía?

    —Ninguna —bebió un segundo sorbo del vaso—. No le di opción, sino solo la idea de una opción.

    —¿Y por qué hace eso? —d6f7.

    —¿Y por qué hace eso usted? —señaló la jugada que amenazaba a la dama negra.

    —Ganas de cobrármela —frunció su ceño, mas no vio venir f4f7, movimiento en el que la torre acabó con el último caballo del tablero.

    —Romanticé la idea en mi cabeza; me pareció perfecta y no admití nada más —observó h5f7 para despedirse de la torre que recién utilizaba para salvar a su dama—. Rechacé todo lo que iba en contra de lo que yo quería —d8h4.

    —¿Por qué?

    —Porque juro que sé más y mejor.

    —¿Más y mejor que ella? —a3b2.

    —Creo saber lo que necesita.

    —No fue eso lo que le pregunté.

    —En este caso, sí —asintió, b6b5.

    —¿Y qué pasó?

    —Se enojó.

    —¿Lo vio venir?

    —Como un huracán —asintió Emma de nuevo.

    —Va a haber muchos que le digan que por mucho que uno se vaya a la cama con una persona nunca la conoce completamente —le dijo él, d1a1—. Pero uno siempre sabe; uno siempre sabe o, al menos, tiene la sospecha.

    —¿Eso qué quiere decir? —a7a5.

    —Que ustedes dos se conocen o, al menos, tienen la sospecha de la otra.

    —Nadie le está montando los cuernos a nadie —rio Emma.

    —Qué bueno —sonrió él—. A menos que quiera que le diga que no creo en la santidad de la monogamia —f1f2.

    —El día que dos personas me provoquen lo mismo podremos hablar de la no-santidad o de la imposibilidad de la monogamia —b8a8.

    —Así como usted vio venir su reacción, ella tuvo que haber visto venir lo que sea que usted hizo —g2g3.

    —Pareció sorprenderse demasiado —h4d8, retiró su dama—. En dos o tres ocasiones hablamos al respecto y manifestó sus no-ganas de involucrarse en lo que ahora la he involucrado.

    —¿Manifestó sus no-ganas de no involucrarse o de que no la involucrara usted? —b2c3.

    —Ganas generales —d8c7.

    —¿Alguien más podía involucrarla?

    —Alguien más y ella misma, sí.

    —Era casi inevitable, entonces —a4b5, se comió un peón negro.

    c6b5, contraatacó Emma, comiéndose uno de sus peones; c3a5, se deshizo de otro peón negro con el alfil; a8a5, hizo añicos al mencionado alfil con la torre; a1a5, se cobró el alfil con su torre; c7a5, su dama reclamó la vida de su torre. g1g2, resguardó él a su rey; a5b6, se preparó ella; c2c3, respaldó al peón con otro; b5b4, avanzó el peón; c3b4, canibalismo, o bien, peonismo; b6b4, adiós peón; h2h4; b4d4; f2f1; d4d3; f1g1, huyó de la dama negra; d3b3; f7h5; b3c2, jaque; g2h1, se resguardó entre la pared y la torre; c2f5, presionó Emma; g3g4, intentó amedrentar él a su dama con un simple peón; f5e3, jaque; h1h2; e6e5; h5e8, se vio obligado a sacrificar a una de las dos piezas de valor que le quedaban; d7e8, hizo Emma que se despidiera del alfil; h4h5, se resignó; e8d7; g1g3, amenazó nuevamente a la dama; f3d1, la retiró; g4g5, pero h6g5 acabó con él, y g2g5 con éste; e5e4; g5e4; d1d2, jaque; h2h3; d2d3, jaque; h3h4; d3d4; e5g5; e4e3, jaque; h4h3; e3e2; h3g3; e2e1, y aquel simple peón se convirtió en torre; h3h2; d4e3; g5d5, matar a un peón era evitar que este se convirtiera en otra torre o un caballo; d7h3, jaque; g2h2, la única movida a la que podía recurrir; e1g1:

    —Jaque mate —sonrió Emma y bebió lo que quedaba en el vaso.

    —Argumentaré suerte de principiante —rio él.

    —Lo que le sirva más a su ego —asintió ella.

    —¿Y al suyo qué le sirve?

    —No es un qué, es un quién —le dijo, volviéndose sobre su bolso para pescar la cartera—. Ese quién soy yo.

    —¿Hay alternativas para no involucrarla a ella? —Emma asintió—. ¿Por qué no recurrir a esas alternativas primero si sabe que ella no quiere verse involucrada?

    —Porque soy necia —sonrió, desabrochando la cartera y manipulando el compartimento de los billetes—. Y porque involucrarla es lo que quiero.

    —¿Y en dónde queda lo que ella quiere?

    —¿Sí escuchó la parte en la que le aseguro que sé lo que quiere, cierto? Tal vez los planetas no están alineados a la perfección, pero estoy segura de que involucrarla es lo mejor para ella.

    —Y para usted.

    —Y para mí —sacó cuatro Benjamins y los colocó sobre la mesa, a un lado del tablero.

    —Sí sabe que todo tiene solución con esto —le hizo un gesto de hablar con la mano—, ¿verdad? —Emma pensó en decirle que también cogiendo se podían arreglar las cosas, pero ese gesto le parecía demasiado ruin—. Aunque la solución resultante no es la esperada.

    —Cuánta sabiduría.

    —Lo de cobrarle la copa era broma, Señorita Pavlovic.

    —Es para terminar de machacarle el ego, Doctor Thaddeus —sonrió.

    —¿Algún día vamos a tener una sesión de una hora?

    —Ahora tengo un perro, que es un compromiso y una responsabilidad muy grande, y si su sabiduría sabe guiarme, tendré una esposa, que es compromiso y responsabilidad mayores. Ambos, tanto perro y esposa, requieren tiempo y dedicación.

    Nunca ninguno de los dos sabría por qué o para qué era que la Arquitecta acudía a él.

    Salieron de LOFT con tres básicas desmangadas, dos negras y una azul marino, y, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, caminaron de regreso hasta las oficinas del hombre al que Phillip moriría mentándole la estirpe; ascendencia y descendencia por igual, por el simple deporte de caerse mutuamente en las pelotas. Ella iba muy contenta con la escualidez de sus compras.

    No hablaron, no conversaron, porque ambos se tomaron el paseo para sumergirse en el pozo de sus propios pensamientos, los cuales giraban entorno a la misma idea. Ella ya había empezado a planificar cómo desahogarse de manera eficaz, ¿o era eficiente? Daba igual. Probablemente, al llegar al apartamento, a la hora que eso sucediera, Emma estaría dormida, que entonces le arruinaría el berrido que llevaba atascado desde la mañana; estaría leyendo, que entonces tendría que esperar a que acabara el capítulo para poder enojarse a gusto; estaría tocando al piano, que entonces le borraría el berrido que llevaba atascado desde la mañana; estaría volcada sobre un rompecabezas de dos mil o tres mil piezas, que entonces, por puro dramatismo y para un impacto mayor, lo arrojaría contra el suelo para hacerle saber que, más que enojada, no sabía qué se sentía, y entonces, solo entonces, a Emma le valdría diez quintales de champiñones —porque era lo que le gustaba— el rompecabezas esparcido sobre el suelo y buscaría la manera de tranquilizarla con más mimos de los que la pataleta merecía. «Too much fucking drama». Él, por su cuenta, solo pensaba en que Natasha se quedara dormida mientras le contaba todo sobre la cena a la que debía estar llegando en esos momentos.

    Nadie se palabreó con nadie, los abogados habían podido entregarle tres ofertas que cabían dentro de los confines de lo que tanto el estudio como Emma y Sophia misma permitieron. Y a esa hora y con una sonrisa amigable y de satisfacción, agradecieron la diligencia de ambos profesionistas y se largaron hacia el Lower East Side, caminando, porque había tiempo y podían hacerlo. Una hora después, minutos más o menos, estarían comprobando que Margaret, en efecto, poseía un paladar a prueba de remilgosos.

    Abrió la puerta con cuidado, pues ya se había acostumbrado a los ronquidos agudos y atropellados que la esperaban al otro lado de la puerta, y estaba lista para recibir la humedad de su nariz en los Manolos, como si la gamuza fuera un festival de aromas y esencias florales —el gusto que Phillip decía que solo conocería en el festival de anos, de tipo meet & greet—, aunque estos continuaban oliendo a cuero nada más. Pero no se encontró al cuadrúpedo que cada día que pasaba se iba pareciendo más a un extraterrestre de mirada nostálgica, orejitas paradas y lengua rosada casi siempre por fuera. Lo habría recogido, le habría rascado la cabeza y detrás de las orejas, el lomo y la panza mientras le balbuceaba, como una verdadera estúpida, todas las bobadas de siempre. En cambio, se arrancó los Manolos por la parte del tacón y caminó hasta el armario.

    Se desvistió con la delicadeza de siempre, porque su ropa no tenía la culpa del día que había tenido, y fue depositando cada prenda en el cesto correspondiente. Cuando se supo por completo desnuda, se deshizo el moño y las trenzas para anudarse el cabello en un simple nudo apresurado que recogiera cada cabello, pues no había cosa más incómoda que esos cabellos sueltos que se rebelaban para empaparse con el ritual de la limpieza facial. Antes de dejar que la piel le absorbiera la solución micelar, sopesó sus opciones.

    Por primera vez en el día tuvo ese ligero y extraño placer de abrirse de piernas, tanto como quisiera, para tirar del cordón y que aquello saliera sin la menor sensación incómoda, sin que le lijara las entrañas al estar parcialmente seco. Verificó el color, porque —esto hasta el momento no se ha mencionado— tenía una verdadera obsesión con monitorear su flujo, porque no había nada que le diera más pavor que el malfuncionamiento de sus ovarios, de sus hormonas en general. Se lavó en el bidet, porque para eso servía, no para ser de carácter ornamental. Estuvo a punto de empalarse otra bala de algodón cuando decidió que lo que más necesitaba era una ducha más fría que tibia. Y como todo el día, la música fue un oxímoron, porque la lista de reproducción era una de las que Sophia y Phillip elaboraban con el esmero de los throwbacks del rap y el hip-hop del siglo actual. Por un momento, esos quince minutos en los que se enjuagó todos los recovecos pertinentes, se sintió sumergida en una de esas películas de reivindicación de barrio, como “Honey”, “You Got Served”, o bien, cualquiera de las “Step Up”.

 

    El televisor se había abandonado a sí mismo con un documental sobre los osos hormigueros; Alex había programado el aparato para que se apagara en un lapso de sesenta minutos. Enrollada contra ella, como si se protegiera de algún tipo de frío que no hacía ni tenía, Irene respiraba densamente a un costado de su pecho, rayando en los callados ronquidos con los que Alex la molestaba.

    La italiana miraba las imágenes, consciente de que el último poco de ron, este puro, había sido un potencial error: si bien la habitación no giraba, sus extremidades se habían adormecido. Se le antojó un cigarrillo, pero fue más fuerte el hecho de no despertar a Irene —como si eso fuera posible—, o más bien de no perderse de ese instante en el que la griega suspirara a raíz de la profundidad con la que disfrutaba de un sueño en el que enterraba los pies en la arena de una playa que parecía ser la de Plaka.

    Alex cerró los ojos tras el suspiro que la había empezado a arrullar y, cuando estuvo a perder la consciencia, balbuceó lo mismo que Irene le diría seis semanas después. Se lo diría, sí, pero entre las líneas más retorcidas y dolorosas de todas. Pero ahora, esa noche, esa madrugada, no era momento para preocuparse por algo que ni siquiera había pasado, que ni siquiera sabían que iba a pasar.

 

    Se tiró en la cama como hacía demasiado tiempo, sola y sin otro rastro más que el suyo, y, con las almohadas apiladas al costado que siempre le pertenecería, porque eso del cambio no era sino un invento estúpido, se dedicó a hojear el libro de fotografía que había insisto en que Sophia se llevara la noche anterior.

    El tiempo se le pasó como si nada. Cuando la alarma le dejó saber que era hora de ir en búsqueda de alimento y de su perro, se metió en lo primero que encontró. A esas alturas del día, el tamaño del bledo que le importaba todo —casi todo— era tan grande como su Ego en sus mejores días.

    El Carajito salió de un costado de la lavadora de platos a recibirla como ella lo había esperado: olfateándole los Samba marrones y agitando la grupa entera al contar únicamente con ese intento de cola. Lo recogió y lo cargó como en algún momento cargaría a sus sobrinos, con la ineptitud justa como para que aquello se viera mágico, y le rascó la panza y detrás de las orejas.

    —¿Se ha portado bien? —le preguntó a Agniezska, quien contemplaba la escena con una sonrisa febril.

    —Durmió con ellos —rio, asintiendo mientras se limpiaba las manos con la toalla que se echaba al hombro cada vez que cocinaba.

    —Eres un maldito consentido, Little Fucker ­—le dijo Emma en esa voz tierna y a la vez estúpida.

    El animal se atragantó con aire, con esa flema inexistente que lo hacía roncar sin mayor razón, y terminó por estornudar, desorbitarse, sacar la lengua rosada y mirarla con lo más parecido a una sonrisa. Por detrás emergió el otro can, este un tanto más pequeño que el suyo, pero igualmente merecedor de algunas caricias.

    —En algún momento usted consentirá a los nenes —comentó Agniezska, observándola poner al can sobre el suelo para que se diera gusto con sus intentos fallidos de romperle los cordones de los zapatos—. Esa es la ventaja de ser la tía: la madre corrige, la tía mima.

    —Mi mamá me corregía y me mimaba —se sinceró sin saber por qué—. Cosas de madre soltera, supongo.

    —Corregir y mimar es una gran responsabilidad —dijo con lo que pareció ser respeto hacia la mujer que conocería en tan solo algunos días.

    —Pobres los que sean los hijos de estos dos —dijo Emma, refiriéndose a los dueños ausentes del apartamento que invadía como si fuera su propia casa—. Tendrán una educación tipo Frankenstein.

    Mientras Phillip y Sophia se volvían locos por una entrada de pollo frito con aderezo dulce de ajo y cebollino y una orden de bocadillos de cerdo al vapor, consumiendo cervezas exóticas y comiendo shio y shoyu respectivamente, Emma observaba, entre los mimos que le propinaba al can, cómo Agniezska trabajaba la magia en la cocina.

    En una ciabatta perfecta, apenas crujiente por fuera y suave por dentro y a la que le había untado mantequilla, aterrizó una cama de berro y hierbas finas, trozos de carne sellada, tomates secos y pimientos rojos rostizados y una generosa cantidad de queso provolone. Mientras el sándwich se sometía a la prensa, las patatas fritas estuvieron listas, salpimentadas con romero y parmesano finamente rallado, parmesano de verdad y no de ese que venía en el frasco de Kraft.

    Comió con ganas, con demasiadas ganas, como si no hubiera comido en todo el día; amaba sus días por eso, porque las hormonas hacían que el ensanchamiento de su estómago fuera directamente proporcional al pecado de la gula. Se lo tragó todo: el sándwich, las patatas, el té frío, y la porción de Key Lime Pie.

    Agradeció todo con la petición de que un día de esos debería de compadecerse de ella y cocinarle exactamente lo mismo. Recibió las pertenencias del can, al que ya le había colocado el arnés, y se lo llevó a un corto paseo por el parque para que hiciera sus necesidades. Los éxitos del disco que la acompañaron a ella y al can se redujeron a “You Make Me Feel (Mighty Real)”, “It’s Raining Men” —ojalá no, ojalá nunca—, “Dancer”, “Heaven Must Be Missing an Angel”, “Knock On Wood”, “Never Can Say Goodbye”, “Give It To Me Baby” y, para finalizar, cuando ya subía con el animal entre brazos, porque el muy malcriado ya no había querido caminar a media cuadra de llegar al edificio, “Hot Stuff”.

    —Hueles demasiado a perro —le dijo al Carajito—. Ni modo —le sonrió macabramente, porque no había sido sino hasta Piccolo que había tenido un perro al que le gustara bañarse; el resto lo había considerado una verdadera tortura—. Please don’t hate me.

 

    —¿Qué sigue? —le preguntó en cuanto supo que habían terminado de comer.

    —Podría irme a casa —le dijo Sophia—. Pero es un poco temprano —añadió luego de ver la hora en su reloj.

    —Se me antoja un whisky —replicó Phillip, aflojándose el nudo de la corbata y desabrochándose el primer botón de la camisa.

    —La ebriedad es mi destino —sonrió ella y, tomando su bolso, se puso de pie.

    —¿Te parece el Four Seasons? Queda cerca de casa, por si terminamos mal.

    —El Four Seasons me parece perfecto.

    El bar estaba lleno, en parte por la hora, en parte por el día, en parte por los invitados de los varios eventos que se celebraban en los distintos salones. Lograron conseguir dos sillas a la barra, único lugar que permanecía vacío y que era ajeno a esas conversaciones importantes que se disfrazaban de negocios, de las citas insípidas y sin creatividad y de los adolescentes cosmopolitas que creían que beber cervezas de catorce dólares y cocteles de veinte era un verdadero alarde de cartera.

    Mientras Emma tarareaba “Don’t Leave Me This Way” y se regocijaba de lo sinvergüenza que era su Little Fucker, pues disfrutaba demasiado del chorro tibio con el que le enjuagaba la panza, Phillip y Sophia se decidían por una botella de Glen Grant y, para acompañar el antojo, los bocadillos de pulpo y chorizo, una orden de hamburguesitas y una de patatas fritas.

 

***

 

    Sonaba algo pegajoso que debía satisfacer los gustos musicales de la novia de azul y que daba pie a la interacción entre parejas, tríos o grupos de número indefinido de integrantes, cuya ventaja era la relativa distancia para bailar, aunque en conjunto, de manera separada, porque eso de tomarse por el hombro y la cintura era una tontera.

    Lo primero que hizo fue besarla, ajena a la música y a quien pudiera estar viendo, mirando, acosando. La besó como la mejor corrección y la mejor versión del beso que le había dado en el balcón de la casa de Newport de los Roberts y de los que solía darle en los del 680; lento, apabullante, desorbitante, como uno de esos que se dan en el jugueteo previo a las pecaminosas y placenteras noches inesperadas, espontáneas, no previstas, no planificadas. Se podría decir que no la vio venir, meramente en el sentido de no pudo anticiparse ante la intención que tanto Phillip como Natasha, desde ubicaciones distintas, habían previsto desde que se había puesto de pie, porque la determinación era tal que había cambiado la energía del salón, porque la determinación era tal que había opacado la canción del momento.

    Ahora Sophia podía decir que la Arquitecta se había lucido, que se había superado en todos los sentidos, porque, aunque le costara aceptarlo, ese sería el mejor beso de todos los tiempos; el resto de los besos aspirarían a detenerle el mundo como lo había hecho este, pero nunca lograrían sublimarse a ese grado. Años después, muchos lustros después, se lo confesaría… y la Arquitecta se reiría.

    No pudo decir nada, ni siquiera el tremendo FUCK que su mente suspiraba como plegaria de salvación del alma. Tardó algunos segundos en recuperarse de ese golpe mortal, de que algo o alguien la bajara de esa especie de cielo, Olimpo o Parnaso, o cualquier tipo de paraíso al que Emma la había despachado sin más. Abrió los ojos a medida que dibujaba la sonrisa más imbécil que se le vio jamás; no pudo controlar el rubor que la dominó. Y, así como con el beso, que no supo en qué momento pasó, no comprendió cómo pudo terminar envuelta en un abrazo cálido que hizo añicos las nociones de tiempo y tempo y que la narcotizó con la mezcla de aromas que emanaban de su cuerpo: la insolencia de su cuello, de toda su piel, siempre le dejaría un sabor repentino, inesperado, extraordinario, sorprendente, con el perfecto y exacto acento de encanto y seducción y las abrumadoras e irresistibles notas de sensualidad —todo tan prepotente, tan arrogante, tan pedante, tan vanidoso, tan malditamente atractivo—; los olores ligeros y distantes de la fina capa de maquillaje; aquel de sándalo y pimienta negra que se desprendía casi imperceptiblemente de sus axilas; el del alcohol de su aliento.

    —You smell so good —le sonrió Emma al oído, robándole las palabras que ella habría querido articular, pero que no había sabido cómo; se le había olvidado el italiano, el griego, el inglés—. So, so good.

    Sophia se escondió un poco más en el recoveco más accesible de su nuca y cerró los ojos.

    Y si no hubiera sido por Prince, por la reconocible interpretación de “1999”, y los índices de Natasha y Thomas que la señalaban para incitarla a perderlo todo por una canción que, aunque le gustaba, no iba a morir si no la disfrutaba como se debía. Pero el grupo alargó la introducción, la aplazó, la estiró lo necesario para que la novia de negro accediera a perder ese momento con la novia de azul.

    Emma había podido canalizar la comedia de Zorba con el baile que más hacía reír a Sophia, pero eso que estaba por suceder había sido una confabulación magistral. Y, aunque le pesó como pocas cosas, la dejó ir. Porque esa introducción, en introducción quedó; porque era lo justo, en términos de transición, para que sonara la única e inigualable, la predilecta canción de las secretas noches de karaoke.

    Thomas se acercó a ella con el micrófono que le había alcanzado uno de los guitarristas, y, al tiempo en el que Emma Pavlovic sintió el agonizante golpe de “Baby I’m a Star”, aceptó la tradición, agradeciendo la materialización de micrófonos en las manos de aquellos con quienes derrochaba el talento y la desvergüenza de la media alcoholización: Thomas, James y Natasha. Estos se tardaron unos cuantos segundos en convencerla de que esto era lo justo, porque había que rescatar los recuerdos abandonados al olvido, porque era la noche para hacerlo, y porque aquello ocurriría únicamente una vez más en sus vidas.

    Coreografía incorporada, liderada nada más y nada menos que por James, jugaban con la ridiculez de los movimientos sincronizados de la década de los ochenta y con una actitud tan amanerada que parecía ser un homenaje descarado a alguna marcha de junio; solo faltaron las banderas, el confeti y mucho, mucho, pero mucho glitter. Lo hacían entre ellos, para ellos, ajenos al público que claramente los vería convertirse en la celebración de algún local joke.

    La primera estrofa, con grito-gemido-berrido-quién-sabe-qué-era-en-realidad, le pertenecía a Natasha, con quien resultaba cínico eso de no tener dinero, pero a quien sí le aplicaba eso de tener una personalidad demasiado rica; la segunda estrofa, pese a que en un comienzo (hacía años) se la habían peleado entre Thomas y James, había sido el primero a quien le caía como anillo al dedo, y, mientras el resto se encargaba del coro entre risotadas de diversión pura y movimientos acompasados y pasados de moda, él llevaba la tercera estrofa hasta entregarle la cuarta y la quinta a James, que canalizaba a una especie de James Brown, Usher y Prince mismo; Natasha retomaba el estribillo; por último iba Emma, con el puente y la última estrofa. Luego, todo se desbarataba en los pasos de baile a los que cada ebrio en cuestión recurría normalmente. Y, hacia el final, tal como sucedía en la pista, se daban un bien ganado aplauso y se regalaban unos silbidos vulgares entre las risas que todo aquello les provocaba. Alguien, nunca se supo quién —aunque las sospechas cayeron sobre Phillip e Irene, porque era quienes se encontraban ahí— inmortalizó el momento con una ráfaga de fotografías que podían reconstruir todo lo antes mencionado.

    La música no defraudó cuando retomó “1999”, que, más que para bailar, servía para cantar. El éxtasis de la Arquitecta se elevó cuando ésta, habiendo terminado, se convertía en otro perfecto empalme con el “Dearly beloved: we are gathered here today to get through this thing called life” que habían omitido. También para cantar, pero también para bailar, para dejarse ir en un sueño de opio personal, acudieron a los marcados aplausos. El alcohol y sus maravillas, la adrenalina.

    La pieza final, para terminar el homenaje a Prince justo en lo que Emma consideraba «best song of all time», la complacieron con la que había tarareado hace mucho rato en el baño, frente al espejo mientras se lavaba las manos. Sin embargo, para este clímax, se olvidó de todo lo que el artista hizo en el escenario de “Purple Rain”, de remedarlo, y, quieta, con el vestido azul entre brazos, hizo lo que The Kid habría querido hacer con Apollonia.

 

***

    Phillip se estaba quitando los zapatos cuando escuchó el timbre del ascensor, señal a la que Papi salió corriendo hacia el vestíbulo. En lugar de ir a su encuentro, esperó sentado en el taburete del walk-in closet; sentía cierto placer auditivo en el taconeo de su esposa, especialmente si intentaba silenciarlo o minimizarlo de algún modo. Escuchó cómo saludaba a Papi con la voz que tiempo después usaría con sus hijos para sacarles una risa infantil.

    Natasha apareció algunos minutos después, con un vaso con agua fría en la mano y con el cachorro a sus pies. Se apoyó de un costado del arco, tal como él solía hacerlo cuando la observaba, y, en silencio, aunque con una sonrisa, bebió algunos sorbos del vaso. A diferencia suya, ella adoraba ver ese momento en el que él dejaba su personaje profesional, como si se tratara de un disfraz, y, poco a poco, se convertía en el hombre accesible y humano que era. No, esto no es para ser malinterpretado: le gustaba verlo envuelto en sus trajes que le sentaban tan bien, adornado con un chaleco o un pañuelo, transgrediendo las nociones de virilidad y masculinidad, con colores y patrones. Pero verlo así, con los pies en la alfombra, incluso envueltos en la tela negra de hoy; las rodillas separadas; los codos apoyados en sus piernas; el cabello que ya sus manos habían alborotado, porque su hogar se evidenciaba en un masaje o en un rascamiento del cuero cabelludo por puro placer, como si eso le sacudiera todas las malas vibras que había recogido a lo largo del día; solo en pantalón y camisa, pues el saco y la corbata ya descansaban en el cesto de la tintorería. El Phillip Noltenius que tenía enfrente era el que era solo suyo, el otro desgraciadamente lo tenía que compartir con el mundo.

    Él se puso de pie, caminó hasta ella, le arrebató el vaso de la mano, bebió un sorbo, lo colocó sobre una repisa, la tomó por la cintura y desahogó las ganas reprimidas que tenía de tenerla consigo. Papi los miraba desde abajo sin entender nada.

    Se juntaron y se mezclaron los dos alientos, el de él con sabor a whisky y el de ella con una mezcla de champán y Martini; todavía se podía saborear el gin en su lengua. El asalto fue de menos a más y de más a menos, pero, para sorpresa de todos, ni él ni ella intentaron sacarse la ropa mutuamente, ni con parsimonia, que guiaría el encuentro de manera sensual; ni con arrebato, que lo guiaría de manera intensamente ruda.

    Phillip le susurró, rozándole los labios, su opinión en cuanto a lo guapa que estaba, a lo guapa que se veía. Ella resolvió su episodio de afasia con una muda petición de abrazo. Unos segundos más tarde le dijo que se sentía guapa. Él sonrió y la apretó más contra su pecho mientras que, con el cuidado que habían aprendido sus dedos desde que estaba con ella, se encargaba de removerle las horquillas que mantenían el peinado en su lugar. Natasha se quedó quieta. No sabía por qué, pero le gustaba cuando hacía ese tipo de cosas.

    —Listo —le entregó las doce horquillas que había encontrado en su cabello.

    —Te las regalo —rio Natasha, rehusándose a tomarlas de la palma de su mano.

    —¿Crees que me vería bello si usara estas cositas? —le dijo, empuñándolas de nueva cuenta para luego depositarlas en el frasco donde terminaban todas.

    —Bello —asintió, pasándole las manos por la cintura para aprisionarlo por la espalda.

    —¿Cómo te fue?

    —Puedes creer que le dieron un premio a Gastón Sabella —alzó la mirada. Phillip parecía no recordar quién era el mencionado—. ¿Recuerdas el lugar al que fuimos en Brooklyn, donde nos sirvieron un filet mignon que parecía suela de zapato?

    —¿Y tu mamá qué dijo?

    —Que son patadas de ahogado de Buccho, solo está buscando talento nuevo para atraer más miembros a la secta vetusta esa.

    —Piensa como el director que es —le dijo Phillip—. No quiere que lo quiten.

    —Pero está dando más motivos —se encogió entre hombros.

    —¿Comiste rico?

    —No era comida eslovaca como tal, sino más bien una reinterpretación americanizada de lo que se supone que es la comida eslovaca —disintió—. Comí suficiente, pero no puedo decir que me gustó. La mantequilla estaba mezclada con puré de dátiles.

    —Suena a ofensa.

    —Bebí un Martini para que se me quitara el sabor —asintió—. ¿Cómo te fue a ti?

    —Espero haber presionado los botones correctos, pero, honestamente, no tengo idea.

    —What’s done cannot be undone —suspiró.

    —No me siento cómodo llamándote Lady Macbeth.

    —¿Por regicidio?

    —Porque muere fuera del escenario —sonrió Phillip—. Esa ni es una muerte digna ni es una muerte impactante.

    —Lindo —le sonrió febrilmente y le ahuecó la mejilla izquierda.

    —¿Te vas a desmaquillar ya?

    —Sí, ¿me harás compañía?

    —Pensaba darme una ducha, pero puedo hacerlo luego de que te desmaquilles. No tengo prisa.

    —¿Ni prisa ni sueño?

    —Puedo esperar —disintió—. Te ayudo con el cierre.

    Natasha se volvió sobre sí y le ofreció la disimulada gota negra que pendía de la altura de su nuca. Le gustaba el extremo cuidado con el que él manipulaba su ropa, como si, de no tener dedos delicados, rompería una magnífica pieza sartorial del diseñador de la ocasión; no habría pasado nada si el cierre se hubiera quebrado o si la cremallera se hubiera atascado.

    Deslizó la gota negra hasta su cintura y contempló la fracción de espalda que había quedado expuesta. No sabía si le sucedía a otros hombres también, pero a él lo provocaba más (quizás) un poco de piel que un desnudo completo; el desnudo lo encontraba sexual, lo otro lo encontraba arrolladoramente sensual.

    Agradeció su propia astucia de haberse ofrecido a esperar a que se desmaquillara para entrar a la ducha, puesto que, de haber tenido que desvestirse en ese momento, no habría sabido cómo disimular o justificar la media erección que sabía que tenía. Se habría tenido que disculpar, pues, a esas alturas de la noche y ante la incertidumbre del tono de su esposa —si no podía leerle la mente, mucho menos las hormonas—, su situación genital podría haber sugerido algo a lo que su esposa podía no tener ganas.

    Se agachó y recogió a Papi del suelo. Tomó asiento en el mismo taburete de hacía unos minutos y, sobre sus piernas juntas, recostó al cachorro para rascarle la panza mientras contemplaba la manera en la que su esposa se desvestía sin mayor prisa; jugar con ese pedacito de perro no requería de mayor atención, solamente de intención, por lo que podía hacer las dos cosas al mismo tiempo.

     —¿Quieres ir a Broadway mañana por la noche? —le preguntó Phillip al cabo de un momento de silencio, alzando la mirada para ver cómo ella, de piernas cruzadas, se removía los stilettos sin esfuerzo alguno.

    —Me encantaría —asintió con una pequeña sonrisa.

    —¿No vas a preguntar qué veríamos?

    —¿Necesito hacerlo? —se irguió con el par de Gianvito Rossi anclado a los dedos índice y medio para colocarlos en la sección de calzado nocturno.

    —No lo sé.

    —Sé que no me vas a llevar a ver Les Misérables porque sabes que no me gusta.

    —Tengo dos boletos para el New Amsterdam Theatre a las ocho de la noche —sonrió.

    —New Amsterdam… —repitió Natasha para sí misma, intentando recordar qué se presentaba en aquel lugar—. New Amsterdam…

    —Fila F, asientos ciento siete y ciento ocho.

    —New Amsterdam… —lo miró con el ceño fruncido.

    —¿Le decimos qué musical es? —le preguntó Phillip a Papi, quien respondió con un ronquido muy similar a los de Darth Vader—. Hay un hombre enamorado, un padre celoso y temeroso, una mujer de exótica belleza, un villano incomprendido y muchos animales.

    —¡La del genio! —rio—. Recién la estrenan, ¿cómo conseguiste boletos?

    —Siempre hay clientes agradecidos —sonrió—. Le comenté al representante legal de Mickey Mouse lo triste que estaba mi esposa por haber cerrado el musical de Mary Poppins y me dio una compensación.

    —Ese Mickey Mouse —disintió por lo bajo con una risa nasal de por medio.

    —Podemos comer en Jean-Georges.

    —Cierran temprano los fines de semana —le dijo mientras se quitaba el vestido—. Podemos ver en Times Square qué hay abierto.

    —¿Y almorzar en Jean-Georges?

    —¿No prefieres quedarte en la cama conmigo? —le sonrió provocadoramente—. Agniezska sale por la mañana, no dudo que haya dejado algo preparado, solo para que lo terminemos de cocinar, pero, si asumió que saldríamos, puedo ver qué preparo.

    —O pedimos algo —asintió—. Pero, si Agniezska va a salir, ¿cómo hacemos con este chiquitín?

    —Lo más grave que puede pasar es que marque territorio —se encogió entre hombros y se arrancó el trozo de cinta adhesiva del epigastrio—. Solo le dejamos agua y comida.

    —¿No crees que se desnuque o algo?

    —No puede subirse a ningún mueble todavía —resopló—. Pero, si quieres y te hace sentir más tranquilo, puedo preguntarle a Emma si puede cuidarlo mientras estemos fuera. —Phillip la miró con ojos suplicantes—. Si no tiene planes, no creo que diga que no —le sonrió.

    —Dile que le pagamos sus servicios con un brunch en The Smith de Midtown.

    —Solo porque tienen el mejor Shirley Temple va a aceptar —asintió ella, despojándose de las copas de seda que a Phillip le molestaban a la vista.

    —Te portas bien —le advirtió al can que parecía descomponer su fisonomía para poder bostezar.

    Se puso de pie y, unos pasos más tarde, depositó al cachorro en esa cosa acolchonada y suave que habían colocado inmediatamente afuera del dormitorio para que pudiera ir y venir entre la cocina, el fresh patch del balcón y la esquina que formaba la cama y la pared del lado de Natasha. El cuadrúpedo no protestó de ningún modo, simplemente se le quedó mirando, preguntándose a dónde iba, mas se le olvidó en cuanto lo vio desaparecer tras la puerta que hacía un par de días dejaban entreabierta; dio un par de vueltas sobre sí y terminó por enterrarse bajo la pequeña cobija de franela con la que venía su lecho.

    Cuando Phillip regresó, Natasha terminaba de sacarse la tanga negra de los pies y la arrojaba al cesto de ropa sucia. Acto seguido, sin percatarse de la presencia de su esposo, se deslizó en la Fleur du Mal negra que sacó del cajón de los pijamas; apenas, con un nudo flojo, se la amarró a la cintura.

    —So much for beauty —rio frente al espejo.

    —No entiendo —le dijo Phillip desde el marco de la puerta.

    —Mira esto —se señaló el cabello, que le había quedado desacomodado luego de que las horquillas habían salido del moño—. Ni siquiera cuando me despierto —desaprobó la imagen y tomó el cepillo para romper con el fijador y poder amarrarse el cabello en un moño.

    —Lo que debes pensar de mí —rio él, acordándose de que debía depositar las horquillas en el frasco correspondiente, por lo que se las sacó del bolsillo.

    —Que eres guapo —lo miró a través del reflejo—. Con y sin cabello, peinado y despeinado.

    Phillip le dijo que eso era una cháchara con la mano. Natasha le sacó la lengua entre una risita burlona, pese a que verdaderamente creía que su fisonomía de hermoso dios grecorromano se prestaba para cualquier tipo de peinado aberrante o estilizado.

    Se cepilló hasta que el pelaje marrón le quedara sedoso y ondulado, y solo entonces se lo amarró en un torniquete de media tensión. Su ritual para desmaquillarse ni era tardado ni complicado: primero se encargaba de los ojos y las pestañas porque era lo más tardado, se removía las sustancias y los polvos que homogeneizaban su ya casi perfecta piel, se enjuagaba el rostro con un limpiador hidratante y posteriormente con jabón, se lavaba los dientes y se los terminaba de limpiar con enjuague, apisonaba el suero en su rostro con la ayuda de sus dedos y concluía, aplicándose el hidratante especial alrededor de los ojos.

    Él, cuando Natasha comenzó con la ceremonia pertinente, se sacó la camisa del pantalón y, botón a botón, acabó por exponer su torso. Ella, entre los rectos movimientos de arriba abajo que ejercía sobre un párpado a la vez, se distrajo; pensó en lo plena que se sentiría más tarde cuando, acostados, jugara con los vellos que le decoraban el pecho, el mesogastrio y el hipogastrio. Phillip, contrario a su esposa, limitaba sus cuidados al lavado y enjuagado de su sonrisa millonaria y a la exfoliación y humectación del rostro. Él terminaba, por tanto, antes que ella, y, en el tiempo que le sobraba, se dedicaba a estudiar sus movimientos, únicamente para poder rescatarlos en los momentos en los que fueran necesarios, como cuando estaba demasiado cansada, demasiado ebria, o como cuando simplemente quería consentirla y encargarse de todo.

    —¿Lista?

    —Lista —se volvió hacia él con una sonrisa y, con la mano, le señaló la ducha.

    Phillip, tan obediente como era, asintió con una sonrisa. Se llevó las manos al pantalón y deshizo el broche y el botón, bajó el cierre y dejó que cayera hasta el suelo. Natasha lo acosaba con el borde de la uña del índice derecho entre los dientes. Se sacó el pantalón junto con los calcetines y los arrojó con los tiros parabólicos que acostumbraba.

    —¿Ya o todavía estás en tu mundo? —le preguntó él, señalando la banda Hugo Boss que le abrazaba la cadera.

    Natasha le pidió un segundo, un minuto, una unidad de tiempo indeterminada. Le gustaba apreciarlo todo y en todas sus etapas. Cuando terminó de fantasear con las veces en las que se había aferrado a sus biceps femoris y/o a sus vastus lateralis, asintió. Soltó un gruñido cuando fue testigo de la imagen semirígida y frontal de su esposo, y soltó dos gruñidos adicionales, estos más bien de corte hambriento, cuando él se volvió sobre sí para encestar el bóxer.

    —Derrière —murmuró Natasha, y, cuando Phillip la miró a los ojos, agregó—: Dix sur dix; perfection pur —suspiró con demasiada aprobación en la mirada.

    —Je peux dire la même chose —contraatacó él, caminando en dirección a la ducha.

    Ella lo acosó con el descaro que proveía la inanición pura y recordó que, debido a que su período todavía no era el más regular de todos —cosa muy odiada porque nunca había sido nada sino precisa y puntualmente regular— el apetito seguramente se debía a su etapa más fértil de todas, aunque sabía que eso de la fertilidad era un mito por el momento. Miró la indiferencia con la que se metía bajo la cascada de agua presuntamente tibia y la rapidez con la que se rascaba la cabeza con ese envidiable champú que también servía para afeitar, para bañar a Papi, para masturbarse, para arreglar cremalleras estragadas, como jabón para cara, cuerpo, platos, ropa, pisos, autos, alfombras, etc.

    A diferencia de él, ella no sintió la asfixiante necesidad de lavarse el día para olvidarlo, pues ella lo había hecho hacía tan solo algunas horas, pero, al verlo ahí, hizo aquello que tenía demasiado tiempo de no hacer. Se incorporó a él cuando todavía se deshacía de la espuma del cabello, tomó el jabón y, cuando hubo terminado de escurrirse la cabeza, lo abrazó por la espalda y le frotó el pecho con la pastilla que todavía no determinaba si olía a albahaca con mandarina o bergamota.

    Phillip se enfrentó a la encrucijada como intuyó que debía: se dio la vuelta y encaró a una Natasha que, mirándolo desde abajo, le dejaba saber exactamente lo que quería. Se emocionó, porque la lección de humildad más grande que le había enseñado su esposa era que el sexo no debía darse por sentado, por lo que ahora agradecía cada avance, cada insinuación, cada provocación, cada concreción.

    Buscó que la cascada cayera únicamente sobre su espalda para evitar que el cabello de Natasha se humedeciera y permaneció inmóvil, analizando la manera en la que los dedos de laca negra frotaban el jabón contra su piel: lo hacía con mayor lentitud que él, porque él no buscaba disfrutar el momento, sino simplemente limpiarse, y lo hacía con una suavidad envidiable.

    El aroma se fue atenuando conforme se alejaba de sus narices y se acercaba a la parte más baja del hipogastrio. Phillip se anticipó a la acción y se dijo a sí mismo que no expulsaría ningún tipo de ruido gutural o nasal; Natasha se mordió el labio inferior y lo miró con aberrante inocencia.

    Phillip estuvo a punto de reclamarle, porque aquello solo había constado de unos cuantos tirones que habían logrado reavivarlo a medias, pero calló ante el hecho de que Natasha le alcanzaba el jabón.

    —Este no es el tuyo —le dijo un tanto extrañado, pues el suyo era el de la botella verde.

    —¿Aprovechas o no?

    Si a ella no le importaba, a él mucho menos. Tomó la pastilla de su mano y, en lugar de pasearla por su torso, lo devolvió a la rejilla de siempre. Natasha lo miró curiosamente. Él respondió con uno de esos movimientos apenas bruscos en los que la cargaba y la sostenía contra la pared.

    —No fucking —jadeó Natasha a ras de sus labios—. Not yet.

    Phillip sonrió y la apretujó más entre él y la cerámica, y, sin más, dejó que posara los pies nuevamente sobre el piso. Lavó su torso con el poco jabón que se había transferido en esa maniobra. Dejó que ella se lavara la entrepierna. Y, con tal de no mojarle el cabello, fue recogiendo agua entre sus manos para enjuagarla; él se expuso a la cascada y rápidamente se quitó los restos de jabón.

    —¿No quieres secarte primero? —le preguntó él.

    Le dio risa cómo Natasha decidió que halarlo del pene era la mejor opción, por lo que simplemente se limitó a seguir sus pasos hasta la cama.

    Ella cayó primero sobre las almohadas y abrió las piernas. Phillip, de rodillas, estuvo a punto de colocarse sobre ella, pero ella lo detuvo con el pie izquierdo al pecho.

    —Ver, no tocar —le dijo, orden a la que Phillip obedeció sin oponer resistencia alguna.

    Natasha comprobó su acatamiento al posar el pie sobre la cama y que él no insistiera. Se irguió sin ningún esfuerzo, dejando las piernas flexionadas —nada distinto a las abdominales a las que el maldito de João la sometía para “ter a bunda das garotas de Sports Illustrated”— y le arrancó un beso corto que coqueteó con lo salvaje. Phillip la miró intrigado, pues esa actitud no había salido a relucir en demasiados meses, y aceptó que le metiera primero uno y luego dos dedos a la boca.

    —Good boy —susurró Natasha y se volvió a echar sobre las almohadas.

    No abusó de los rodeos; fue directo a lo que importaba. Con los mismos dedos de hacía unos segundos, separó sus labios mayores y menores para los ojos de su esposo, quien, si no tenía cuidado, le trituraría las rodillas, pues era de allí por donde la tomaba. Lo vio asentir y continuó, recogiendo el poco lubricante que había logrado producir en esos minutos para llevarlo a su clítoris. Se ahogó tras el primer círculo que trazó. Supo que no requeriría de mucho, de casi nada en realidad.

    Phillip accedió a su modo de déficit atencional, ese que solo le permitía enfocarse en una cosa a la vez, por lo que su mirada estaba clavada en los dedos de su esposa. Ella veía cómo él la miraba y eso actuaba como el mejor de los acelerantes incendiarios; no obstante, su mirada extasiada competía intensamente con la ya bien consolidada erección de la que ya sabía cómo se encargaría.

    Un escalofrío la recorrió como la primera señal de un tacto habilidoso y efectivo. No supo de dónde le nació eso de llevar los dedos de la mano izquierda a escabullirse por debajo de su trasero para rozar y presionar su ano, éste ya lubricado por las inevitables leyes de la gravedad. El resultado fue el primer gemido. Phillip suspiró y le estrujó las rodillas. Cuando la primera falange de su dedo del medio se introdujo en el agujero anterior, él tuvo el inmediato reflejo de atrapar su espasmódico miembro con la mano.

    —¡No! —ladró Natasha, deteniendo toda acción, tanto las propias como las ajenas—. Dije: “ver, no tocar”, y eso te incluye.

    Phillip asintió y devolvió la mano a su rodilla, mas solo para elevarla y obligar a que su pierna descansara sobre su hombro; supuso que eso le facilitaría la estimulación anal, además de proveerlo con una mejor vista de cómo su clítoris se enrojecía bajo sus dedos. Las sienes le palpitaban al compás de los tirones fantasmas que sentía en la zona pélvica. Necesitaba enterrarse en ella, necesitaba algo, cualquier cosa, porque ese placer desatendido era casi doloroso.

    Se penetró el agujero delantero de la misma manera en la que había depositado los dedos en la boca de Phillip: primero un dedo y luego otro. El segundo dedo le había arrancado el segundo gemido. Se palpó las entrañas a ojos cerrados, como si se requiriera de absoluta concentración y no más bien un abandono a la autocomplacencia. Tercer gemido. Cuarto gemido. Contando era cómo él lograba apaciguar su propio estado y los impulsos que iban en contra de las órdenes recibidas. Ahora sus dedos no iban de arriba abajo, sino de adentro hacia afuera, de manera que eran los creadores de una sinfonía húmeda que se acompañaba con una serie de pujidos callados que la obligaban a cerrar momentáneamente los ojos.

    Reconoció la evolución de su inflamación y lubricación a partir del espasmo clitoriano que reclamó su atención. Así, con los dedos bañados en una película transparente que se había escurrido hasta sus nudillos, y con dos falanges dentro, reanudó el ir y venir de lado a lado sobre las ocho mil terminaciones nerviosas que, al cabo de siete manifestaciones ruidosas, cada uno más fuerte y largo que el anterior, concluyeron en un tembloroso octavo gemido —doce en total— que la hizo entornar los ojos y convulsionar violentamente por primera vez desde hacía casi un año. Las piernas le temblaron tanto y tan fuerte, toda ella, que Phillip tuvo que ideárselas para mantenerla en su sitio. Él la miraba con dejes psicóticos, estaba extasiado.

    Su abdomen todavía evidenciaba la irregularidad respiratoria y su entrepierna todavía exageraba con las contracciones visibles cuando, acomodándose en otra abdominal, le ofreció los mismos dedos de hacía no más de seis minutos. Él los limpió exhaustivamente, saboreándolos hasta la última nota de acidez y dulzura que pudiera encontrar en ellos. Sacó los dedos de su boca y le plantó un segundo beso salvaje, esta vez de mayor duración y con un justo jugueteo de lengua para probarse a sí misma.

    —Ahora sí —le dijo cuando interrumpió el beso abruptamente, y Phillip estuvo listo para enterrarse en ella—. Cómeme —susurró lascivamente.

    Le mordisqueó el labio inferior y tiró suavemente de él, enterró sus dedos entre el cabello mojado, lo empuñó y, a medida que se recostaba de nuevo, lo llevó a su entrepierna como si se tratara de los controles de alguna consola de juegos.

    El primer contacto de su lengua sobre su clítoris fue intenso, tanto que casi la desarma en un sollozo. Phillip comprendió que necesitaba más tiempo para recuperarse, por lo que, sin preguntarle, la tomó por los muslos y la alzó para poder enterrar su lengua en su ano. Natasha lo agradeció con un gruñido, con sus manos que lo enterraron entre sus piernas y con uno de sus pies sobre su espalda.

    —Slow down —jadeó; el éxtasis provocaba en él la desesperación frenética de tener que saciar el ochenta por ciento de su hambre en el veinte por ciento del tiempo.

    Obedeció. Ella se lo recompensó con un gemido y una contracción que alcanzó a cerrarse alrededor de la punta de su lengua. Y él, que era un hombre de Wall Street que sabía que todo lo que subía tenía que bajar y que todo lo que bajaba tenía que subir, porque así funcionaba en la Bolsa, sabía, de manera analógica, que todo lo que se relajaba eventualmente se contraía y que, por tanto, todo lo que se contraía eventualmente se relajaba. Esperó ese momento en el que su ano se relajó y la penetró con la lengua. Natasha lo tiró del cabello. Él gruñó; ella lo hundió más entre el ápice de sus glúteos. Sonrió, sin dejar de penetrarla con la lengua, cuando la punta de su nariz y sus labios se embadurnaron del lubricante proveniente de la zona posterior.

    Se quedó ahí un rato, penetrándola o simplemente estimulando la parte exterior, pero, cuando la tensión de la mandíbula y la lengua comenzaron a incomodarle, la dejó caer completamente sobre la cama, la abrazó por ambos muslos con fuerza un tanto descomunal, y atacó directamente a su clítoris.

    Esta vez, Natasha casi le arranca el cabello. Gritó. Sus caderas intentaron rebelarse en contra de los brazos de su esposo, intentaron ejecutar un vaivén que le permitiera cabalgarle la lengua y los labios, mas el apremio era demasiado para ella. Vio una oportunidad, falsa en realidad, cuando él dejó ir su muslo derecho. El primer dedo la debilitó; el segundo, la sometió a su poderío.

    —Fuck me! —exhortó.

    Él, devoto absoluto, empezó a entrar y salir de su vagina con la parsimonia más cruel de todas. Sabía que así le gustaba, que le gustaba tanto que todo su cuerpo anulaba cualquier tensión y se relajaba casi al punto de convertirse en peso muerto. Pero esa era una primera fase, un proemio al tipo de fucking que en verdad le gustaba: ese movimiento oscilatorio que le estimulaba el cuerpo clitoriano interno al mismo tiempo que su lengua se encargaba del externo.

    Esta vez le tomaron diecisiete gemidos. El resultado fue, sin embargo, un tanto distinto: sus manos y su contracción de piernas le hicieron saber a Phillip que debía detenerse de inmediato, pues su voz estaba ocupada en sollozar de placer. Quiso huir, no tuvo éxito. Se hizo un ovillo e intentó respirar. Las lágrimas se le salieron. Sí, así de bueno había sido ese último orgasmo. Luego vino un ataque de risa y la recompostura de su cuerpo. Lo miró a él a los ojos y luego a la erección. Hizo una tercera abdominal, la última, y, como ya era costumbre, le arrancó otro beso, esta vez menos feroz, aunque con inhumana libidinosidad. Se colocó a horcajadas alrededor de su cadera, de manera que su pene se detenía justamente en su entrepierna. Le gustaba la sensación. Lo abrazó por el cuello y continuó besándolo, enterrando sus dedos en el cabello, esta vez sin ánimos de dejarlo calvo.

    —Nate, I love you so much —le dijo Phillip en la primera oportunidad que tuvo.

    —Oh, you have no idea how much I love, handsome —negó Natasha con la cabeza mientras le acariciaba la mejilla barbada con sus dedos.

    Phillip la estrujó entre sus brazos y buscó su cuello.

    —¿Ver, no tocar? —siseó él a ras de su piel.

    —Sí, pero es mi turno de hacerte algo —lo alejó de ella con las manos por la mandíbula.

    —¿Qué sigue?

    Ella lo obligó a una insípida posición de misionero que sabía que no quedaría en eso, pues la finalidad era únicamente colocarse sobre él, a la altura de su pubis, en donde tomó su pene y lo acarició durante algunos segundos en los que un jadeo se escapó de la garganta de Phillip.

    Sus manos se aferraron a los muslos de Natasha con la esperanza de que no le acordara que ella llevaba la batuta y que, por tanto, la mecánica de ver, no tocar estaría en vigencia hasta que ella dictaminara cualquier otra cosa. No recibió ningún reproche, solo una mueca lujuriosa. La mano lo envolvía, lo estrujaba indolentemente de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo en compensación, o bien, en relevo de una felación que ya vería ella si se le antojaba darle y que, en el caso afirmativo, ya vería él si se la permitía, pues, de un tiempo acá, un poco antes de que se juraran lo que el Obispo había querido llamar amor eterno e incondicional, las felaciones lo estresaban más de lo que le provocaban placer por el simple hecho de que notaba el creciente impulso de querer follarle la boca. Además, en cierta ocasión, escuchó a la mejor amiga de su esposa decir algo por las líneas de “¿tú crees que te daría algo que yo misma no querría?”, una especie de regla de oro actualizada, por lo que había reflexionado en cuanto a su propio sabor: si bien las papilas gustativas de Natasha nunca se habían quejado, él, en un momento de curiosidad disfrazada de empatía, probó dos o tres gotas de lo que había aterrizado en el vientre de su entonces-novia-todavía y lo que experimentó fue una arcada de asco. Si ni él estaba dispuesto a lidiar con su sabor, ¿por qué debía Natasha? Ella era capaz de comerse sus secreciones vaginales como si se tratara de una pecaminosa cucharada de mantequilla de maní; él era capaz de comerse sus secreciones vaginales como si se tratara de un verdadero banquete. De modo que había logrado convencerse de que no necesitaba las felaciones, porque era cierto: su boca era tan cálida y húmeda como su vagina, y con ambas succionaba y apretaba, si no igual, de manera bastante similar. Número de felaciones en los últimos trescientos sesenta y cinco días: cuatro, y por mero berrinche de ella.

    Tuvo una regresión, de lo más placentera, hacia esa época premarital en la que Natasha había decidido confesarle todas sus fantasías, todas sus curiosidades, todas sus apetencias, como una advertencia de manual para saber si, en efecto, todavía quería atar su vida a la suya. Esa tarde, si le memoria no le fallaba y si lo que le hacía ella en esa ocasión no lo traicionaba, habían cogido de tal modo que Dionisio y las Ménades se sintieron tan orgullosos como envidiosos; la orgía mítica que se celebró no estuvo a la altura de la experiencia neoyorquina, precisamente por eso que Natasha hizo para cumplir uno de sus más inocentes deseos y que ahora repetía de una manera mejorada, corregida y aumentada.

    Aquella vez lo había masturbado hasta alcanzar la magnitud que esta vez ya había alcanzado, y el error que había cometido, que no podía ser clasificado como tal, había sido tener las prioridades demasiado claras; esta vez, esta noche, las prioridades eran otras.

    Al igual que la otra vez, sustituyó la mano por sus labios mayores que, aunque no iban a asirlo con la fuerza de sus dedos, iban a servirle como compensación. Se frotó de arriba abajo, o bien, de adelante hacia atrás, en donde el mejor contacto se establecía en el roce entre ambos glandes. Quedaba claro: en esa acción él era su juguete, su pene, él, todo él.

    Intercambiaron algunos jadeos y uno o dos gemidos, el uno incitando al otro, hasta que él no pudo más y quebrantó la constrictiva modalidad de ver, no tocar. Se irguió con su torso, imposibilitándole el vaivén con el que había estado a punto de arañarle el pecho, e iba directo a por sus labios cuando ella se opuso, rotundamente, empujándolo violentamente, anclándolo a la cama y gruñéndole su descontento. Le enterró las uñas para que entendiera quién carajo mandaba en esa cama, entonces y siempre, y aceleró el vaivén, esta vez ejerciendo mayor presión sobre su pubis.

    Él tomó represalias adecuadas con una doble nalgada que le infligió un dolor proporcional al que las uñas en su pecho le provocaban. Ella le sonrió y agilizó el cabalgamiento. Él juró que iban a hacer combustión, incluso a pesar de que la fricción era mínima, casi cero, o que, en el peor de los casos, el refregamiento terminaría en su propio clímax indeseado. No, no, tenía que rendir, tenía que aguantar. Intentó no escuchar los jadeos de su esposa para no verse tentado a siquiera pensar en que el orgasmo era una opción, y estuvo al borde de dejarse llevar cuando Natasha tembló sobre él, con la mandíbula tensa. Lo abrupto del cese del movimiento lo frenó.

    Le clavó las uñas un poco más, logrando arrancarle un gruñido, acción por la que se ganó otra dupla de nalgadas. Fue lo que necesitó, un empujoncito sutil para que toda su tensión se transformara en una especie de gemido-gruñido-quejido que le erizó la piel. Todo apuntó, entonces, a que, tal como aquella otra vez, Baco y las Ménades volverían a ser superados, ni siquiera con la aparición estelar de Afrodita y Príapo.

    —Mmm… —musitó Natasha al cabo de lo que pudo haber sido un minuto y se irguió—. Muy rico.

    Phillip parecía molesto, no sabía si lo estaba. Fue a su encuentro y la miró a los ojos con la misma desesperación con la que fulminaba a sus lacayos.

    —Eso, guapo —le dijo, presionando su nariz contra la suya mientras que, con la mano, le presionaba el nervio pudendo hasta posicionarlo en el lugar correcto—, solo tiene cabida en donde las calles tienen nombres y no números —susurró y, exhalándole a ras de los labios, se empaló lentamente.

    Hizo una breve pausa para que sus entrañas saborearan el cuerpo ajeno. Phillip se tranquilizó, eso ya era un paso hacia lo que su protuberancia le pedía con tanta insistencia. Compartieron un beso, el primer beso que no se había construido sobre la bestialidad de la lujuria. Fue suave; intenso; profundo, sí; y delicado. Se tardaron lo necesario, lo que quisieron. Y por un significativo lapso de tiempo incluso llegaron a olvidarse del objetivo último.

    Se desvió por su cuello, haciéndole cosquillas con la barba, y detrás de sus orejas, y, recurriendo a un necesario distanciamiento, bajó por su pecho hasta encontrarse con el par de pequeños pezones marrones. Los miró idiotizado, como si no fuera lo que veía con mayor frecuencia —especialmente en las madrugadas y las mañanas, debido a las costosas camisolas por pijama, cuyo precio no lograba arreglar el problema de dejar uno u otro seno al descubierto, si no es porque fallaba en cubrir los dos—, y les coqueteó brevemente con la punta de la nariz. Antes de que Natasha tuviera que pedírselo por favor, rozó uno a uno con cada parte de su boca.

    Apenas pudo comer dos de los cinco trozos de cheesecake bañado en chocolate; no supo si había por fin conocido los verdaderos límites de su capacidad estomacal, rayando en la distensión, o si había sido porque había se le había hecho demasiado dulce. La media copa de Moscato no pareció afectarle en nada… hasta que se puso de pie, que fue cuando sintió un caluroso hormigueo que escaló su espina dorsal hasta llegar a su nuca, en donde, a manera de golpe violento, se le dispersó por el rostro, el pecho y los brazos. Tuvo que buscar el equilibrio. Hacía mucho tiempo que no se sentía así de floja: las rodillas y los tobillos parecían haberse ido de vacaciones mientras la cabeza se le calcinaba por dentro, una sensación familiar, pero invertida, del ardor que ocasionaba el alcohol o cualquier solución antiséptica sobre una herida de poca profundidad.

    La sensación le dio más risa que otra cosa, porque le trajo todos los recuerdos de la adolescencia y de la temprana adultez, o más bien las consecuencias: la vez que se había desmayado en los primeros escalones de su casa, pues subir la escalera completa se le había hecho tarea imposible; la vez que había devuelto todo, hasta lo que no, y que Irene, como hermana menor y para adueñarse de una burla que duraría una inválida posteridad y una medida de chantaje o extorsión, la había sentado a medio jardín para bañarla con la manguera; y, por supuesto, la vez que quemó el rosal de los Scafidopoulos, los vecinos de al lado.

    Se irguió como si nada, pues en verdad no pasaba nada. Las extremidades entumidas o como protuberancias de control ajeno no la privaron del uso de razón y de un impresionante buen mandato nervioso para reclamar absoluta posesión de su cuerpo; sin embargo, por mucho paso firme y contundente, la mirada vidriosa, cansada e inyectada de sangre la delataba.

    Se despidió con una sonrisa de la mesa a la que se sentaba Parsons, preguntándose qué pasaría si Emma decidía contratarla, ¿cómo lidiaría con un ego más grande que el de todos los arquitectos juntos? ¿Cómo lidiaría con la niña malcriada que sentía que tenía derecho a todo, por encima de todos, por el simple hecho de haber consagrado al mundo con su mera existencia? Ensayó las palabras con las que, de no componer su actitud en las siguientes semanas o meses, la sentenciaría ante Emma y Volterra —Recursos Humanos de moralidades y éticas subjetivas— para pronunciarse a favor de Lucas: «Toni tiene buen gusto. Talento, no. Y tiene una actitud del carajo». Sonrió ante lo que creyó ser despiadado.

    Se plantó ante la brisa de la ahora madrugada y meditó si debía mantener la promesa que le había hecho a Phillip por haberse quedado callada: el Four Seasons quedaba a cinco minutos del 680, a cuadro ínfimas calles que podía usar para consolidar el decente uso de todas sus facultades y no aparecer en casa como lo ebria que estaba, porque eso solo desataría algún tipo de regaño en la mujer que válgame-Zeus-ojalá-no-se-atreviera-a-decirle-nada. Pensaba en ella y en las posibles palabras que escucharía cuando la rutina y la autonomía de sus manos la obligaron a revisar el teléfono. En la hora que había transcurrido desde que Phillip se había marchado, ni una llamada, ni un mensaje: nada, solamente correos que lograban escabullirse de los pretenciosos algoritmos del spam y una que otra notificación de alguna red social que, sinceramente, le valía verga.

    La sangre le hirvió incluso más y peor que como lo había hecho por la mañana del ahora día anterior: el enojo era tan grande y tan intenso que sobrepasaba el umbral del llanto y entraba en el de la ofensa, en el del insulto. Ni una llamada. Ni un mensaje. La ebriedad se le redujo por la mitad. Quiso tener un cigarrillo para fumarlo de una calada. ¡Se imaginan! La indiferencia sería la culpable del primer antojo desde que había parado en seco. Se habría fumado hasta un poco de orégano. No estaba en posición para discriminar.

    Sin haber terminado de considerar cumplir o no con la promesa, en medio de su neurastenia, se lanzó a la calle para caminar ese tercio de milla que la separaban de Emma y del tremendo sermón que se confeccionaba en lo más oscuro de la glándula de la vendetta, punto ciego y poco investigado, probablemente situado entre las áreas de Broca y Wernicke.  

    Le diría que cómo era posible que se desentendiera del asunto durante todo el día, que eso era como matar a alguien, llamar a un segundo alguien para que le ayudara con el cadáver, y dejar que ese segundo alguien lidiara con el muerto en todo el sentido de la clandestinidad del ritual; le confesaría sus ganas de llamarla con algún adjetivo calificativo relativo a la baja inteligencia, pero estaba segura de que eso solo provocaría una carcajada en ella y eso terminaría por darle, qué sabía ella, un infarto al miocardio de pura rabia; que si la indiferencia era la evidencia de un chiste, lo era de uno muy malo. Le preguntaría en qué mierda estaba pensando. Le reclamaría si a esas deshoras de la noche, o de la madrugada, ya no importaba, no le interesaba saber en dónde estaba; ¿en qué momento se le había perdido la preocupación más básica de todas? ¿Qué había entre la indiferencia y las muertes alla Shonda Rhimes, alla Quentin Tarantino, alla David Lynch? Eso y mil cosas más se le pasaron por la cabeza, mas solo lograron alimentar su cólera, pues, atrás, en su cabeza, una especie de voz le decía que tuviera cuidado con las palabras porque, de no expresarse contundentemente, era una guerra perdida incluso antes de siquiera declararla.

    No supo cómo, de repente, se encontró frente a la puerta del apartamento; no supo ni en qué momento había pasado junto al conserje de turno, pues ni sabía quién estaba muriéndose del aburrimiento en el escritorio principal. Buscó la llave en el interior de su bolso y, pese al arrebato, controló sus movimientos para no agredir al can que suponía detrás de la puerta. En efecto, Darth Vader la recibió con ese movimiento brusco de grupa y los pequeños y esforzados saltos que daba para que ella se agachara y lo mimara como siempre lo hacía.

    Las únicas luces encendidas eran las del pasillo que llevaba hacia las habitaciones y no había ningún ruido más que el que hacían las patitas y los ronquidos de su mascota. No esperaba eso, sino más bien una distante pieza de piano, de alguna riña en el televisor, de algo. Estaba confundida, contrariada, y, por un efímero segundo, saberse sola pareció acabar con su enojo, mas, en tan solo un pestañeo, aquello pareció salírsele de control. La emoción era tal que se manifestó mediante un gruñido que tendía a la frustración, pues, encima de todo, Emma simplemente no estaba; dormir era como no estar, era como haber huido de lo que sabía que se le venía encima.

    Se arrancó las agujas de los pies con tanto desprecio que parecía que Walter De Silva tenía la culpa de todo, porque, si Emma estaba en efecto dormida, tampoco la iba a despertar. El ajuste de cuentas sería cuando amaneciera. Dormiría en la habitación de huéspedes. Rezongaba al respecto cuando, justamente pasando al lado del dormitorio en cuestión, notó la fina franja de luz que se escabullía por debajo de la puerta. Posó su mano sobre la perilla. Respiró profundamente. Esperaba encontrarla leyendo en una cama que no era la suya (en plural), probablemente entre las cobijas para huir de su pronosticable mal humor. Si era así, Emma conocería la verdadera furia de Satanás, porque si creía en Dios, era lo apropiado. Giró la perilla y empujó lentamente la puerta.

    Un sonido monótono y repetitivo, rápido, seco y áspero a la vez, se hizo presente al igual que el distinguido sonido de un par de audífonos que hacían sonar, a todo lo que daba, algo propio de una fiesta de locura que se disfrutaba mejor bajo los efectos de alguna droga psicotrópica. Se asomó por el resquicio y tuvo que descartar su metamorfosis satánica, pues la Arquitecta, enajenada del mundo, había abierto la válvula de escape para todos y cada uno de los tipos de culpa que sentía, por lo que ahora, envuelta en una camisa gris mojada a la que se le escurría sudor hasta el short negro, no trotaba sino más bien corría sobre la banda sin fin que se arrastraba sobre la superficie de la máquina. La piel se le había cubierto de una mediana capa de sudor visible, su cabello estaba casi del todo empapado. La puerta que daba hacia el balcón estaba entreabierta.

    Sophia cerró la puerta antes de que el perro decidiera que él también podía correr un poco más de 12 kilómetros por hora. Frunció su ceño. No sabía qué decir ni qué hacer. Al fin, su arranque había sido puesto a prueba por algo tan banal como el hecho de que Emma no podría haberla escuchado entrar debido al volumen de la desesperante música. Pero quedaba el hecho de no haber buscado señales de vida.

    Se desvistió atropelladamente gracias a que el Carajito no entendía que no debía intentar mordisquearle los pies cuando se estaba despojando del jeans. Tampoco pareció entender cuando, sentada al trono mientras se ocupaba de cambiarse el tampón, el lugar menos indicado para que se echara era precisamente el calzón que se tensaba entre sus tobillos; aquello debía oler a «no vamos a entrar en detalles». Se enjuagó la entrepierna en el bidet, en donde decidió quedarse algunos minutos sobre el chorro de agua fría, pues sentía como si el útero se le estuviera incendiando. Se desmaquilló y se lavó los dientes. Con ánimos de transgresión, de subversión, se metió en una de las camisas desmangadas que había comprado ese mismo día, en un culotte para la ocasión y en un pantalón negro de algodón.

    El Carajito la siguió de aquí allá hasta que, estando en la cocina, se lo quitó de encima con un delicioso premio de manzana y canela. Bebió un poco de agua mientras veía cómo el perrito luchaba por despegarse el bocadillo de los molares; ahí se entretendría un rato y, probablemente, se cansaría al punto de echarse a dormir en el colchón que habían decidido dejarle en el cuarto de lavandería.

    Y así, con el vaso de agua con hielo en la mano derecha, Sophia abrió la puerta de la habitación de huéspedes, esta vez de par en par. Emma todavía aspiraba al suicidio láctico, con la mirada fija en el resquicio de las puertas corredizas que daban al balcón para que el cuarto se ventilara y ella pudiera respirar oxígeno con mayor facilidad. Esta vez, la rubia sí reconoció la canción, una aberración absoluta que salía de la lista de reproducción motivacional de Natasha (“GodAss”): una remezcla de la remezcla de “D.A.N.C.E.”, de EDX. Se preguntó cómo, a juzgar por la exagerada transpiración de la Arquitecta, esta no había caído desmayada o, provocada por la música, con un episodio de epilepsia.

    No llevaba mucho tiempo allí, apoyada en el marco de la puerta, escuchándola respirar cada vez con mayor esfuerzo, cuando reconoció que el nivel de cansancio había alcanzado el límite: la miró incrementar la velocidad con un botón en el tablero de la máquina, correr por treinta segundos o un minuto, como si de ello dependiera su vida, y disminuir la velocidad con el otro botón hasta que, detenida por completo y aferrada a los laterales, se agachó con la espalda para intentar recuperar el aliento. Se irguió de nuevo, jadeando dificultosamente y presionándose debajo de las costillas. Quiso dar un paso para bajarse de esa máquina del demonio, pero las piernas le fallaron, de tal modo que, casi obligadamente, tomó asiento. El sudor le escurría gota a gota por la frente, las sienes y el cuello, y era incapaz de lograr sostener los brazos sobre las rodillas flexionadas, puesto que el sudor los deslizaba hacia acá o hacia allá. Sophia se acercó a la cómoda, en donde había dejado una toalla y una botella con agua.

    Emma se llevó el sobresalto más intenso de toda su vida cuando sintió el contacto de la toalla sobre su cabeza, pero el cansancio era tal que, si aquello hubiese sido el chupacabras mismo, no habría podido espantárselo. La falta de aire no la dejó gritar. Con el corazón entre los dientes, a punto de ser expulsado para mentarle toda la estirpe con los dedos del medio en alto por haberlo estresado de esa manera, y con los pulmones casi en cero, logró alzar la cabeza. Se encontró con la mirada más confusa de todos los tiempos: no sabía si transmitía preocupación, enojo, risa o qué. Se arrancó los audífonos.

    —No te escuché entrar —alcanzó a jadear Emma, tomando la toalla y la botella de sus manos.

    —When you said “times”, what did you mean by that? —le preguntó Sophia.

    Hubo algunos segundos de silencio intenso e incómodo entre las dos: Emma no sabía de qué le estaba hablando y, aunque lo supiera, en ese momento el cerebro no le carburaba como debía; Sophia, de todo lo que había querido decirle, de todas las proposiciones iracundas que había imaginado durante el trayecto, había decidido preguntarle eso.

    —You said you’ll fuck me in the ass by the twentieth time —frunció la rubia su ceño; Emma la miró como si todavía no entendiera—. ¿Hablabas de meter y sacar veinte veces o de veinte cogidas individuales?

    —Indivi… ¿duales? —supuso, no porque dudara de sus cálculos o de lo que había dicho, sino porque la respuesta podía ser motivo de cabreo sobre cabreo, o sea, una especie de «cabreo al cuadrado».

    —Entiendo —asintió pensativa.

    Emma se le quedó mirando en silencio. Sophia se había ido a alguna parte de su mente y ahora solo se rascaba el mentón con las uñas, se acariciaba la quijada con los dedos, se mordisqueaba el interior de las comisuras de los labios como si todavía tuviera algo qué arrancarse.

    —Que sean diez —le dijo.

    —¿Diez? —suspiró Emma, viéndola tomar asiento al borde de la cama.

    —La primera, más nueve adicionales, sí —asintió—. Diez.

    Emma quiso decir algo, pero se atrapó a sí misma no sabiendo qué decir. No podía decir que sí, no podía decir que no, no podía decir que lo iba a pensar, y mucho menos podía decir que lo podían negociar. Esta última era una guerra perdida, no importaba desde el punto de vista que se viera, porque, por una parte, Sophia consideraba que su manera de negociar era una verdadera mierda y, por otra parte, con lo que la había bombardeado por la mañana, no estaba en una posición siquiera pretender negociar.

    —Reconozco mi estado de ebriedad, porque me tragué todo el alcohol que me pusieron enfrente; me pudieron haber dado alcohol de farmacia en copa y yo, felizmente, me lo tragué sin preguntar ni protestar —le dijo Sophia—. Sé lo que estoy pidiendo. Sé lo que estás pensando: “pero tu ano necesita tiempo para aclimatarse” —imitó su acento británico lo mejor que pudo para ser la primera vez que la imitaba. Emma no quiso decirle que ella no habría utilizado ni la palabra ano ni el término aclimatarse; habría usado cuerpo y entrenamiento—. Y, sí, probablemente tengas razón, como aparentemente la tienes en todo —se encogió entre hombros—. Pero estoy ebria y, como soy una mujer in-dependiente, me importa una mierda: me importa una mierda si me dices que soy todo menos independiente, ahora mando yo —suspiró—. Estoy siendo generosa. —Emma tosió con un «ah, ¿sí?» muy claro en la mirada—. Estoy en mi primer día. Bueno, técnicamente ya es el segundo. Pero soy una fábrica de coágulos que por alguna razón me acuerdan a la decoración del pastel de cumpleaños de Thomas. Y he comido demasiado, demasiado —negó con la cabeza como si desaprobara de sí misma, mas, de cierta manera, solamente se lamentaba no haber podido comer más para ahogar sus penas por completo—. Y, mira, tengo el vientre impresionantemente inflamado —dijo, poniéndose de pie y de perfil para mostrarle cómo su abdomen simulaba una panza de unas cuantas semanas de embarazo—. Me duele todo: me duele la espalda, me duele el vientre, ¡me duele el maldito recto! ¿Puedes creerlo? ¡El recto! Y con todo lo que he comido seguramente no sacaré nada ni hoy ni mañana, porque sacarlo sería morir en el intento: ya me veo sudando, aferrada al retrete como si de eso dependiera mi vida, apretando la mandíbula y pujando, pero no pujando, ¿entiendes? De eso que pujas como hacia adentro para que no salga, porque si sale, ¡te duele! Tendré que esperar dos días para ir al baño, ¿entiendes? ¡Dos malditos días! —Emma asintió para dejarle saber que le estaba prestando atención, pero, a decir verdad, no lograba entender muy bien qué era lo que estaba pasando—. Y si tú no tuvieras tu número cabalístico de veinte cogidas, y si yo no estuviera en mis días, y si yo no hubiera comido tanto, y si mi colon estuviera libre de dolores y de… —gruñó, cayendo nuevamente sentada en la cama—. ¡Te exigiría que lo hicieras en este preciso momento! —alzó las manos al aire y prosiguió a dejarse caer sobre el colchón—. Ni siquiera sé si lo que siento es enojo, frustración, sorpresa o un simple what-the-fuck-just-happened, pero tengo esa maldita sensación atascada en alguna parte del cuerpo, y no voy a gritarte, porque ni siquiera sé si puedo desahogarme con un grito o varios, ni siquiera sé si, gritándote, voy a lograr sentirme mejor. Pero, en medio de esa cosa que tengo por aquí o por acá o por todas partes —Emma alcanzó a ver cómo sus manos se palpaban distintas partes del torso—, lo único que se me antoja es que superes lo de ayer; que, en lugar de partirme en mil, me hagas nada, me hagas añicos, ¡¿me explico?! —se irguió con los brazos hasta quedar sentada—. Aunque me doliera la vida mañana, aunque pasara lo que pasara y me sintiera como me sintiera, lo único que quiero es que me…

    —Is that I fuck you in the ass —la interrumpió y le dio un par de tragos a la botella con agua.

    —Sí —murmuró con la voz entrecortada y los ojos doblemente vidriosos.

    Emma no supo cómo, pues, de haber sido para otra cosa, las piernas no le habrían respondido con tanta rapidez y con tanto vigor, mas logró ponerse de pie y acudir a su lado. Dudó por un instante sobre si podía abrazarla o no, pues no fue sino hasta en ese entonces cuando se dio cuenta de lo asquerosamente sudada que estaba; se veía a sí misma como un mal anuncio de antitranspirantes.

    —¿Tengo que pedirte que me abraces? —la miró desde abajo.

    —Doy asco —respondió avergonzada.

    Tras meditarlo por algunas milésimas de segundo, resolvió quitarse la camisa, que, cuando la dejó caer al suelo, ambas supieron que quedarían sorprendidas si medían las onzas líquidas que podían exprimirle; se secó rápidamente el rostro, el pecho, los brazos y el abdomen con la toalla y la colocó sobre la cama, a un lado de la rubia, para poder tomar asiento y ofrecerle, si bien no un abrazo frontal que proveyera una sensación más reconfortante, el brazo derecho.

    Sophia accedió por mera necesidad, porque algo era más que nada, más que mirarla desde abajo, goteando, sudando al menos la caja de munchkins. Su cabeza cayó justo sobre la protuberancia más cercana que cubría el sostén deportivo que proporcionaba el soporte que el busto de la Arquitecta necesitaba para no estorbarle. Al contacto, Sophia sintió cómo su sien y su cabello se empapaban poco a poco de lo que el pseudoneopreno había absorbido.

    —Nunca pensé decir esto —murmuró—. Hueles a lo que olían mis amigos después de los entrenos de futbol.

    —Apesto —asintió Emma, resignada.

    —Un poco —asintió, inevitablemente restregándose contra su sudor, por lo que decidió recostarse sobre su regazo—. ¿Tratabas de suicidarte? No creo que correr sea una manera eficiente de llevarse a la muerte.

    —Trataba de hacer que el tiempo pasara más rápido —negó con la cabeza entre un encogimiento de hombros—. Empiezo a creer que el tiempo no es tanto una construcción humana, como mucha gente dice, porque, si lo fuera, los humanos podrían acelerarlo y desacelerarlo a su gusto.

    —No creo que sea así como funciona.

    —Yo sé que no, pero aquí estamos hablando de lo que yo intenté hacer, no de lo que propusieron Newton, Maxwell o Einstein.

    —Porque la ciencia… hay que mandar la ciencia a la mierda, ¿cierto?

    —La ciencia no sabe explicar el vacío. —Sophia la miró con ganas de acordarle nombres como Torricelli y Hooke—. Este vacío.

    —Seguramente algún psicólogo puede explicarlo.

    —El punto aquí es que no necesito ser científica para saber que el vacío de qué hace que el tiempo pase condenadamente lento… —le dijo, enterrándole los dedos en el cabello.

    —Cuidado —sonrió dolorosamente­—. Te vas a quebrar si sigues.

    —Whatever —resopló—. I’m already broken —sonrió.

    —Detente, me vas a hacer llorar.

    —¿Verdad? —rio, más que por sus estados lastimeros, por cómo Sophia había expresado las mismas palabras de Volterra con la misma cadencia. .

    Le mimó la cabeza durante algunos segundos que se convirtieron en minutos, sabiendo perfectamente bien que eran pocas las personas que sabían esquivar los efectos de dicha técnica milenaria, ya fuera para relajarse (olvido de enojo o lo que fuera que Sophia sentía en esos momentos) o para relajarse (abismal e inevitable caída en los arrullos de Morfeo). Sophia no era una persona que supiera evitar sucumbir a los efectos de los mimos, no lo era hasta esa vez.

    —¿Sabes por qué bombardearon Hiroshima y Nagasaki? —le preguntó, abriendo los ojos y buscando su mirada.

    —Porque Japón no quiso rendirse —asintió Emma.

    —Porque no quiso rendirse por las buenas —la corrigió ligeramente.

    —Las guerras fálicas no suelen ser conocidas por la capitulación voluntaria —se encogió entre hombros—. Pero, sí, las ciudades fueron bombardeadas porque Suzuki no quiso rendirse.

    —¿No estaba Hirohito en el poder?

    —A Suzuki eso no le importó: Hiroshima y Nagasaki son las pruebas —le dijo—. Aparentemente, Hirohito sí quería capitular y aceptar los términos de la Declaración de Potsdam, pero Suzuki, y algunos del gabinete, creyeron que podían negociar mejores términos si seguían con la guerra. Al menos, esa es la versión que a mí me contaron, pero supongo que no preguntas para hablar de historia, sino de otra cosa.

    —Yo soy Hirohito. Tú eres Suzuki. Mi orgullo es Hiroshima; mi ego, Nagasaki.

    —No puedes comparar lo que hice con dos bombas nucleares.

    —Sabiendo lo que iba a pasar, decidiste apegarte a tu idea, y dejaste que me bombardearan. —Emma quiso decirle algo, mas Sophia la detuvo—. No importa si la analogía es torpe, no es fiel, no es éticamente aplicable o lo que sea.

    —No, lo que importa es que Suzuki socavó a Hirohito. —Sophia asintió, suponiendo—. Es una oferta, no una imposición —le acordó.

    —Oferta fue la que me hizo Volterra hace un par de meses. Lo tuyo es una emboscada desvergonzada: sabías que no lo quería y de todas maneras lo hiciste —suspiró.

    —Should I apologize? —preguntó confundida—. How should I apologize?

    —You don’t apologize.

    —I’ve never had to —se encogió entre hombros—. But I will apologize if you felt insulted, offended, mistreated or wronged in any waymore so if you still feel that way.

    —What good can come from an apology if you don’t think you did something wrong?

    —For what it’s worth, there wasn’t a single shred of malicious intent. At least that’s what I thought.

    —You knew I’d lose my shit.

    —Mostly because it came out of the blue —asintió Emma—. It would’ve have been a whole other story if we would’ve sat down and talked about it.

    —Coulda, shoulda, woulda… —replicó Sophia.

    —Si me quieres gritar, hazlo —le dijo, estando demasiado dispuesta a saber aguantarlo.

    —Quiero creer que podemos hablar sobre esto sin tener que recurrir a los gritos —disintió—. Quiero creer que podemos llegar a un punto medio.

    —No podría hacer lo que me pides —repuso Emma—. Hoy no tengo piernas, probablemente tampoco tenga caderas para ejecutar la tarea de manera rítmica y constante. Tampoco tengo el juguete para hacerlo como quiero, porque, para mí, esto es algo que no puedo hacer en un arrebato; es algo delicado, en el sentido más bíblico de la palabra. Y está bien, no es necesario que sean veinte veces, pero, precisamente porque es algo delicado, porque tu cuerpo es algo delicado,            tengo que saber manejar el artefacto como si hubiera nacido con él pegado al cuerpo: necesito entender de ángulos, de fuerzas, de tiempos, de lubricaciones, de fricciones. Quiero sentirme cómoda y quiero que no te duela, y para eso necesitamos tiempo. Veinte veces me pareció un número prudente.

    —Yo sé que quieres que comparta ese sentimiento grandioso de tener el nombre en la puerta, de que el título genera una clase de respeto que hace que unos se te cuadren mientras te besan el culo y que otros te aborrezcan… —murmuró—. Pero yo no sé si estoy lista para eso. No sé si es baja autoestima o qué, pero yo no sé nutrirme del desprecio.

    —Some people will like you and some will despise you, some won’t even care, and it doesn’t really matter what or who you are.

    —Te acusarán de nepotismo.

    —Técnicamente no lo es —se encogió Emma entre hombros—. No es un empleo público.

    —Favoritismo, entonces.

    —Entonces, quien no esté de acuerdo, puede decírmelo en la cara —frunció su ceño.

    —¿No sería distinto si Volterra es mi papá?

    —Elabora.

    —Sí —asintió—. Si Volterra reconoce que es mi papá, ¿no convertiría al estudio en un negocio familiar?

    —Ese asunto es entre ustedes dos, el resto quedamos al margen.

    Sophia suspiró y se volcó sobre su espalda. Se dispuso a jugar con un mechón de cabello, a escrutarse las puntas. Emma había dejado de rascarle la cabeza y se dedicó a mirar los mismos cabellos rubios que atrapaba entre su índice y medio. Todavía sudaba, todavía se le deslizaban gotas de sudor por las sienes; el resto de su piel, sin embargo, ya empezaba a enfriarse. Sentía los pies pesados, más pesados porque le colgaban a cuatro centímetros sobre el suelo. Se terminó el agua de la botella, se apoyó con las manos de la cama y apoyó la quijada sobre el hombro derecho.

    —No te pronunciaste en todo el día —dejó ir el mechón de cabello y la miró a los ojos.

    —Dijiste que hablaríamos cuando llegaras a casa —susurró—. Entendí que necesitabas espacio.

    —Sí —le acarició el interior del brazo derecho—. Pero, no sé, es tarde… ni siquiera preguntaste en dónde estaba o a qué hora pensaba llegar.

    —Confío en que eres prudente. —Sophia rio nasalmente—. Y ya llegarías cuando estuvieras lista.

    —Phillip te dijo, ¿cierto?

    —Puede ser que me haya dicho que te dejaba en el Four Seasons —asintió con una sonrisa inocente.

    —¿No vas a preguntar qué decidí?

    —Ya me dirás luego, cuando quieras decirme —disintió con una sonrisa reconfortante—. Es una decisión importante, no espero que la tomes a la ligera.

    —Fuiste muy escueta con los beneficios.

    —Cada quién evalúa los beneficios como quiere —se encogió entre hombros—. Para algunos el 401k es un beneficio de mucho peso; para otros, el seguro médico y dental.

    —Dudo mucho que esa bonificación de fin de año fiscal no sea un beneficio para cualquiera —rio.

    —No sé qué decirte, Sophie…

    —Es mucho dinero —replicó—. Eso es lo que puedes decirme.

    —Es mucho dinero —sonrió Emma.

    —John tiene muchos números en la boca.

    —Tenía que informarte sobre el estado de lo material y lo inmaterial del estudio y sobre la maquinaria del taller —asintió.

    —Nunca me imaginé que eso fuera… —silbó.

    —Es lo que es —asintió de nuevo—. Volterra no solo sabe tomar malas decisiones.

    —Sigo pensando que es mucho.

    —No sé qué decirte, Sophie —repitió.

    —No estoy intentando ser difícil —se disculpó—. Es mucho lo que hay que asimilar.

    —Hay cosas que pueden negociarse —le dijo.

    —Si acepto debes prometerme de que no te enojarás por lo que escoja hacer con lo de la bonificación.

    —Será tu dinero —se encogió entre hombros—. Puedes darle fuego si quieres.

    —Te involucraría directamente a ti.

    —Prefiero morir de otra forma —rio, bromeando sobre cómo la imagen que evocaba era ella, como presunta bruja del medioevo, en una hoguera hecha con cincuenta mil caras de George Washington.

    —No quiero darle fuego a nada —entrecerró la mirada—. Ni al dinero ni a ti.

    —Nada de joyas.

    —Arquitecta, esto es algo que no voy a negociar —se irguió y la miró severamente—. Se supone que puedo darle fuego.

    —Efectivamente —asintió Emma—. Pero las joyas no me van mucho.

    —Las joyas te las compras tú —resopló—. Hablarte en diamantes no está entre mis planes.

    —¿Qué sí está?

    —¿Hablamos de negocios o de otra cosa? —bostezó.

    —No lo sé —intentó resistirse al contagio, pero falló.

    —No pensarás que puedes irte a la cama así, ¿cierto?

    —Apesto demasiado —disintió—. Pero necesito de termorregulación adecuada para poder ducharme. No falta mucho.

    —¿Cuánto tiempo corriste?

    —Hasta que me cansé —se encogió entre hombros—. Yo también comí demasiado.

    —¿Rico?

    —Tenemos que ir a ese lugar tú y yo —asintió—. Lucas se comió unos gnocchi al ragù di manzo e maiale que se veían tan bien como los que hacían en mi casa, y el pesto trapanese no estaba tan fuerte.

    —¿Y cómo te fue con Margaret?

    —Bien —sonrió—. No son tan idiotas.

    —No —estuvo Sophia de acuerdo—. Es solo que pueden llegar a tener actitudes muy mierda.

    —No hablaría en plural.

    —Intentaba disimular —rio—. Estaba en el Four Seasons.

    —¿Haciendo?

    —Qué sé yo —bufó—. No me acerqué para conversar.

    —No te cae bien.

    —Me da la impresión de que yo tampoco le caigo bien.

    —Tengo hambre —Sophia la miró con cierta dosis de envidia—. ¿Qué? Según esa cosa —señaló la caminadora—, corrí como dieciocho mil metros.

    —¿Dieciocho mil? —ensanchó la mirada y luego rio—. Son dieciocho kilómetros.

    —Se escucha más impresionante si hablo de miles —sonrió.

    —Es como media maratón.

    —Tú no venías —se encogió entre hombros.

    —Yo no corro ni uno. ¿Qué quieres comer?

    —No sé, solo tengo hambre.

    —Me rehúso a cocinarte algo si no me haces compañía.

    —No pretendía que me cocinaras algo —rio—. Tú no estás en condiciones de manejar ni un cuchillo ni un sartén.

    —No, ¿te imaginas? Sería patético cortarme un dedo con un cuchillo.

    —¿Con qué no lo sería?

    —No sé, con una sierra eléctrica —sacó la lengua—. Contaría como gajes del oficio.

    —Ni una ni otra —sacudió la cabeza—. Hablemos de metas cortas: intenta llegar a los treinta con tus diez dedos, por favor. Todos me sirven.

    —¿Ya sabes qué vas a comer? —resolvió decir mientras se miraba las manos.

    —No sé ni qué pueda haber —sacudió la cabeza nuevamente—. Seguramente tendré que recurrir al plan C de siempre.

    —¿Eso es C de congelador o C de carajo, pasta será?

    —Interesante —se encogió entre hombros—. Supongo que lo averiguaré en su debido momento.

    —De cualquier modo, lo que sea que quieras comer no se hace solo —bostezó, no logrando contagiar a Emma esta vez. 

    —Voy a comer algo, luego me ducho y llego a la cama, ¿de acuerdo? —le sonrió impasiblemente.

    —Podría ponerme dramática y armar una escena inocua sobre cómo osas mandarme a dormir sola —se aclaró la garganta mientras se erguía—. Pero no creo que sea necesario —contestó a la pregunta que manifestaban sus ojos—. Aguanto un rato más.

    Emma asintió en silencio y tuvo el primer intento de pararse. Los pies eran tan pesados e inútiles como dos bloques de hormigón y las piernas le reclamaron el abuso con un incómodo y casi doloroso corrientazo que le erizó la piel. Gruñó alguna profanidad menor, respiró hondo y se puso de pie como si no le doliera la vida. Se agachó con la espalda, porque si flexionaba las piernas su cara tendría un violento encuentro con el suelo, y aflojó las agujetas. Sintió un ligero alivio. Cuando se irguió, se mareó, y, en lugar de pensar en que se trataba de una anemia —porque inexplicablemente esa era la primera conclusión a la que toda su ascendencia llegaba con los mareos, incluso con los más triviales— se concentró en apreciar la repentina salivación.

    Despertó al animalejo cuando encendió la luz de la cocina; se había echado al pie del refrigerador. Emma no lo reprendió, pero no perdió la oportunidad para reclamarle que

cómo era posible que prefiriera la calidez de aquel aparato a la que podía proveerle la puta cobija de microfelpa en la que ella había querido envolverse en un principio. Inspeccionó el interior del refrigerador, del congelador, y, por un momento, encontró felicidad en la frescura que emanaba de aquella invención tan perfecta.

    —Tendremos que buscar alternativas para cuando estemos en la menopausia —rio Sophia a su espalda mientras se sentaba a la barra.

    —Sí, porque no creo que Siberia sea una opción muy buena —asintió, cerrando la puerta del Sub-Zero y, sosteniéndose de la estructura, se decidió por uno de los cajones inferiores para sacar la bolsa de Mama Rosie’s.

    Jumbo Round Four Cheese Ravioli, medio kilo para ahogar las penas, matar el hambre y fulminar el aburrimiento. Justo cuando estaba por arrojar los primeros discos de pasta al agua hirviendo, se acordó de cómo Gaby una vez, en esas escasas ocasiones en las que conversaba con ella sobre algo que no fuera el trabajo y no les acordara sobre sus respectivos tropiezos en la vida, le había revelado que la fórmula secreta para alimentar a un ser de poca hambre y antojo de lo ajeno: «single serve plus a third», de manera que si eran papas fritas grandes, estas debían ser acompañadas con unas chicas (no en términos de mujeres, sino en tamaño); si tenía hambre de un filete de seis onzas, debía pedir el de ocho; y, en este caso, si estaba por comerse nueve ravioles, debía cocer doce.

    —Cuánta complicación —resopló Sophia cuando vio que sacaba una sartén y la colocaba al fuego.

    —Una vez —le dijo Emma con esa cadencia propia de las anécdotas y las reminiscencias—, solamente una vez tuve el placer de probar una de esas sopas instantáneas que los estudiantes universitarios tanto claman, que mencionan como si se tratara de una medalla de honor, un orgullo, como si no te puedes llamar estudiante si tu dieta básica no consiste precisamente en las sopas instantáneas —sonrió—, pero que es un reflejo de una o dos cosas, o una mortal mezcla de las dos: la pobreza, que es poco lo que se puede hacer con respecto a ella; y la pereza, que es lo que te lleva a alimentarte como pobre.

    —¿Tienes alguna idea de cómo suena eso? —se carcajeó la rubia.

    —Mal, muy mal —asintió—. Pero mi crítica es a la pereza, no a la pobreza.

    —Pero a ti tu mamá te cocinó todo el tiempo —rio—, tanto en Roma como en Milán. No puedes proclamarte no-perezosa porque ya todo estaba hecho, prácticamente te convertiste en una maestra del recalentado.

    —Recalentar la comida lleva menos tiempo que cocinarla, sí —estuvo de acuerdo—, pero lleva más tiempo que calentar agua y verterla en unos fideos precocidos.

    —Lo dices tú, que está esperando a que se cueza tu tentempié de medianoche… que estaba congelado —repuso incisivamente.

    —¡Cristo en la cruz! —blasfemó Emma con una carcajada—. ¡Déjame en paz!

    —Es gracioso —disintió con una sonrisa de ebriedad etílica y soporífera.

    —El punto es que mi versión de esa sopa instantánea era pasta meramente revuelta con mantequilla —dijo precisamente en el segundo en el que dejaba que el cuadrilátero de Kerrygold se deslizara por la sartén, al cual le agregó un escuálido chorro de aceite de oliva—. ¿Se te antoja una copa de vino?

    —¿Intentas matarme? —frunció el ceño.

    —Cortesía —se encogió entre hombros.

    —Ya me lavé los dientes.

    —Nadie se ha muerto por hacerlo dos veces antes de dormir.

    —Un poco —asintió en agradecimiento.

    —Queda… —murmuró, alzando la botella color ámbar a contraluz para calcular el remanente—, quizás media copa de Trentino. ¿O prefieres Terlato? ¿O prefieres Pomerol?

    —No, la media copa está bien —sonrió.

    Sophia la miró hacer malabarismos entre las copas de vino; la ridícula cantidad de ajo y cebolla deshidratados que había arrojado en la mantequilla; tener la sal, la pimienta, el pesto rojo y la crema listos; el colador para pescar los ravioles. Primero selló los discos de pasta por ambos lados y los colocó en un plato; luego, en los vestigios del almidón, elaboró un poco de salsa sencilla que le quitara el aburrimiento a la crema y al tomate por separado y que elevara el sabor de los supuestos cuatro quesos.

    —Quisiera tener tu… —se encogió Sophia entre hombros y le dio un trago tan grande a la copa que la dejó vacía—. No sé cómo se llama eso. ¿Energía? ¿Disposición? ¿Cómo se llama eso? —dijo, estirándose un poco para alcanzar la botella de Terlato por sobre la barra.

    —Apariencias —resopló Emma, volviéndose hacia ella con el plato de ravioles bañados en la salsa—. Estoy que me muero del cansancio.

    —Aparentas muy bien —dijo sin volverla a ver, pues sus ojos estaban clavados en el líquido verdoso que caía en la copa hasta sobrepasar la mitad.

    —Aprovecho mientras puedo.

    Le mostró cómo estaba por darle el toque final a su platillo: sostenía, en la mano izquierda, un par de hojas de albahaca fresca; y, en la mano derecha, más que lista para hacerlas añicos, las tijeras. Sophia la miro incrédula, como si se tratara de una broma, pero su boca abierta fue el claro reflejo de su sorpresa.

    —¿Decías algo de la pereza? —la siguió con la mirada cuadrada hasta que tomó asiento a su lado.

    —Imagínate cómo se sentirían nuestros antepasados, los homo erectus, que, habiendo creado herramientas de mayor complejidad, yo recurra a moler albahaca con piedras —bromeó.

    —Ni piedras ni mortero y pistilo —disintió—, ¿qué fue del cuchillo? —Emma dibujó una mueca inocente—. Buen provecho.

    Emma sonrió y, asintiendo en silencio en señal de agradecimiento, cortó el primer raviolo en cuatro. Sopló un par de veces, pero le importó poco la temperatura porque la saliva en su boca ya era demasiada. Emitió un gemido de buena sazón.

    Sophia se concentró en jugar con el tallo de la copa, en hacerla girar sobre el granito de la barra y en ver cómo el líquido verduzco permanecía ajeno al movimiento. La inercia le pasó por la mente. Se llevó la copa a los labios y apenas se mojó los labios, pues nunca había probado dicho pinot grigio. Le supo, quizás, a mucho durazno.

    —Me voy el dieciséis y regreso el veinticinco —le dijo Emma; Sophia lo escuchó como un sonido hueco, como los adultos en Charlie Brown.

    —¿Qué? —se volvió hacia ella con la mirada mitad confundida y mitad enojada.

    —Me voy el dieciséis y regreso el veinticinco —repitió—. De julio.

    —No son siete días —frunció su ceño y apuró dos tragos que dejaron la copa casi vacía.

    —Cambio de planes —negó con la cabeza mientras cortaba otro raviolo.

    —¿Algo que deba preocuparme? —Emma negó nuevamente con la cabeza—. ¿Algo más que quieras compartir?

    —El jarrón de Lucas tiene tu nombre escrito por todas partes —se encogió entre hombros y la miró con relativa severidad.

    —Yo no le dije que Margaret lleva años buscando el jarrón perfecto —disintió. Emma entrecerró la mirada, mas no la acusó de mucho; prefería llevarse la comida a la boca—. Puede ser que haya sugerido que no hay por qué ceñirse a un marco o a una escultura del tipo que sea —se defendió.

    —¿Y tiene experiencia en alfarería? —preguntó impasible e indiferentemente.

    —Los dos tuvimos clase con el mismo loco-por-el-bricolaje.

    —Si logra hacerlo, a Margaret le importará poco lo que esté alrededor —comentó Emma—. Yo quiero ese jarrón; es osado, pero fino.

    —Intuyo que no te fue mal con ellos —agradeció el hecho de que la atención se había desviado de ella como presunta auxiliadora ilegal del sureño.

    —Se redimieron: fueron asquerosamente adecuados —asintió—. ¿Es tan obvio a quién prefiero?

    —Puede llegar a ser confuso —se encogió entre hombros y se terminó la copa—. Pero sí sé a quién vas a contratar.

    —Ya son Margaret y tú, una de las dos tiene que decirme —rio, mirando de reojo cómo Sophia le robaba la servilleta para limpiarse los labios mientras se servía media copa—. Si sabes a quién voy a terminar contratando, ¿por qué no le dijiste ayer a Volterra?

    —Juega todo lo que quieras con ellos —resopló la rubia—. Son como ratones de laboratorio, intentando salir del laberinto. Eso por una parte, y, por otra, Volterra no debe saber todo lo que pienso.

    —¿Qué vas a hacer los días que no esté?

    —Lick my wounds —contestó en tono dramático—. No sé, no lo he pensado. Algo se me ocurrirá. Sé que eres capaz de ponerle un candado a la magic wand para que no la pueda cargar.

    —No se me había ocurrido —rio por lo bajo y bebió el primer sorbo de su media copa—. Podrías, no sé, irte de vacaciones.

    —¿Estás loca? —frunció el ceño.

    —Sí sabes que Patinker & Dawson, aunque es un proyecto iniciado, no factura sino hasta octubre, ¿verdad? —Sophia asintió—. Solo con ese proyecto llenas tu cuota del año.

    —Sabes cómo me siento con respecto a eso.

    —Solo digo que puedes hacerlo si se te da la gana —pareció encogerse entre hombros—. No tiene nada de malo aceptar que el contrato que está por terminar, aunque esté por terminar, te tiene exhausta.

    —Tú no necesitas vacaciones.

    —Yo no estoy, por ahora, al frente de la Old Post Office —la miró por la esquina de su ojo derecho—. A mí no me exprimieron las ganas de vivir en cuestión de tres o cuatro días en los que hasta tuve pesadillas con los colores de la bandera.

    Sophia tuvo una regresión de mal gusto, por lo que necesitó de más vino, como si eso la ayudara a olvidar. Sin embargo, en el último trago, pudo sentir lo que pronosticaba el asco de la acidez, hirviendo en una potencial arcada de asco. Alejó la copa.

    —¿Me das un poco? —le dijo a Emma, señalándole el plato a medida se acercaba un poco más a ella.

    La Arquitecta le acercó el círculo de porcelana y le ofreció los cubiertos, muñeca derecha sobre izquierda para entregárselos en el orden correcto. La observó cercenar un raviolo por la mitad, empalar una parte con los tres picos del tenedor, arrastrar esa parte sobre los ínfimos charcos de salsa y llevársela a la boca. Repitió el proceso con la otra mitad y con un segundo raviolo, partido igualmente por el medio. Quedaron cinco unidades del manjar. El plato le fue devuelto del mismo modo, arrastrado por el granito de la barra, y los cubiertos le fueron entregados de la misma manera, mas ella prefería la mano izquierda sobre la derecha.

    —No podría irme de vacaciones —le dijo en cuanto Emma comenzó nuevamente a comer.

    —¿Económicamente hablando? —murmuró antes de llevarse el tenedor a la boca.

    —Tal vez —se encogió entre hombros y se puso de pie, intentando no aplastar al perro, que se había echado entre las patas de la silla y la pared de la barra—. No sabría a dónde ir.

    —Hay muchos lugares —la siguió con la mirada hacia el refrigerador, de donde sacó una de las latas de coca cola de vainilla que habían quedado olvidadas desde hacía meses, cuando la orden del supermercado fue enviada con los sustitutos de productos que parecían haber sido escogidos por un niño—. Puedes preguntarle a Natasha si se le antoja fugarse a los Hamptons o a cualquier otra parte —sugirió sobre el característico sonido de la apertura de la lata—. Puedes irte tú sola para que duermas todo el día —continuó diciendo—. Puedes irte al otro lado del Atlántico.

    —I could —sonrió y bebió un sorbo—. No sabe tan mal como la recordaba —rio a ras de la lata y le dio otro trago mientras caminaba hacia la sala—. Si es para dormir, mejor me quedo aquí; no es necesario salir de la ciudad para eso —le dijo, tomando su bolso y regresando a la barra.

    —Puedo comprarte un boleto para el mismo crucero —repuso Emma con insólita impasibilidad.

    —No —se colocó a su lado—. Tú vas a trabajar. No debes tener distracciones.

    —Solo puedo sugerir —se encogió entre hombros.

    Por la esquina de su ojo vio cómo, en cámara lenta, Sophia colocaba una carpeta azul sobre la barra; ella sabía lo que la carpeta contenía, John no era un pendejo que se callaba las cosas. Se tragó las ganas de preguntar qué era eso —porque ya lo sabía— con un exagerado trago de vino ya-no-tan-frío. Y esperó. Y esperó. Y esperó. Y casi sufre de un infarto cerebrovascular, de puro nerviosismo, cuando la rubia abrió la carpeta y vio que la primera opción era el Transfer of Business Assets Agreement.

    —Me pregunto cuánto tiempo puedes aguantar sin preguntar —murmuró Sophia.

    —Ya somos dos —negó con la cabeza y se llevó la copa a los labios.

    Se quedaron en silencio: Emma mirando los ravioli y cortándolos ya no en cuartos, sino en octavos para jugar a que eran versiones miniatura de deep dish pizzas; Sophia, leyendo, o más bien escaneando cada una de las treinta y seis hojas que constituían el primer documento.

    El vino casi se le atasca a medio esófago cuando la rubia tomó el acuerdo y lo rompió sin mayor esfuerzo. Emma pensó que se requería de mucha práctica, de mucha fuerza para hacer una cosa como tal, pero la técnica solamente consistía en que no todas las hojas estuvieran alineadas. «No transfer, then».

    —Si tú aceptas, no estás aceptando solo eso —se apresuró a decirle.

    —Sé muy bien lo que dice el documento —contestó Sophia.

    —No estoy hablando de eso.

    —¿Sino?

    Emma quiso decirle que todos sabían que aceptaría, que eventualmente aceptaría, y que una parte de ese todos se valdría de su aceptación para ofrecerle un tipo de apéndice tácito, de extra no estipulado en ningún contrato, pues ni ellos ni aquello pertenecían en otro documento que no fuera en una escritura pública de propiedad de algún lugar de Chelsea, un acta que llevaría su nombre como principal beneficiaria.

    —You do know how much shit like that pisses me off, right? —suspiró Sophia luego de unos segundos de intense silencio.

    —I do —sonrió—. All I can say —dijo, hacienda extremo énfasis en el verbo modal— is that I cannot disclose something that doesn’t concern me.

    —It doesn’t con-cern you? —entrecerró la mirada; Emma disintió—. If it concerns me, it automatically concerns you. That’s how this relationship works.

    —It does? —resopló la Arquitecta.

    —It does.

    —Well, it’s just that I didn’t have a say in any of it, I wasn’t involved in any way, therefore, that secret, if you will, is not mine to share.

    —I fucking hate this! —gruñó, suspiró, bufó, gritó calladamente—. Fuck! Fuck! Fuck! Fuck! Fucking fuck! Fucking fucking motherfucker fuck!

    —That’s a whole lot of fucks—rio Emma.

    —I have my moments —enterró el rostro entre sus manos y se rascó los ojos—. My fucking moments —resopló.

    Hubo un efímero instante de silencio que fue aniquilado por el sonido fricativo que hacía el plato, siendo deslizado por encima del granito. Cuando Sophia alzó la mirada se encontró con los últimos dos ravioli; Emma estaba dispuesta a admitir que el cálculo no había sido el apropiado, pues en ningún momento había tomado en cuenta el elemento del enojo, el cual suponía un incremento de tipo n+1. La gula hacía cosas espectaculares.

(El formato hace lo que quiere. Es altamente castrante.)

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