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Antecedentes y Sucesiones - 24

en Lésbicos

Sintió cuando el Crown Victoria se detuvo. Fue tan delicado que ni siquiera el ambientador en forma de pino se sacudió. Suave. Quiso salir lo más humanamente rápido posible para abrir la puerta del lado contrario, para tener la caballerosidad de manual de la que podía apropiarse a pesar del género que describían las distintas ramas de su biología y de su psique la mayor parte del tiempo. Quizás por eso podía adueñarse de la galante cortesía, porque a veces eran las cualidades opuestas las que la gobernaban.

Wait here —alcanzó a murmurarle al taxista, quien, en todo el día, no había tenido pasajeros más incómodos que ellas dos.

La incomodidad no estaba en lo que cualquiera podría estar pensando; no se trataba de lo que habían hecho, sino más bien de lo que no habían hecho.

Veintiocho clientes desde las siete de la mañana; dos viajes al JFK cuyos ambos regresos habían involucrado a abrumadores turistas con una propina desproporcionada para la cantidad de equipaje que llevaban, mucho movimiento bajo 14th St. hasta las cinco de la tarde, un viaje al MET, y un receso vespertino para cenar en Chipotle de la ochenta y cinco y tercera. Había sido una amplia selección de idiomas y acentos, de temas de conversación a distintos decibeles, de estados de ánimos, y de distintas consideraciones a la hora de dejar la respectiva o la inexistente propina. Pero, definitivamente, nada como eso.

                Las había recogido justamente frente a Toloache. Las había visto salir mientras se limpiaba las manos con gel antiséptico para no oler a los tres tacos de pollo que se había tragado con tanta hambre que casi ni los había disfrutado. Tres tacos en tortilla de harina de trigo, doble pollo, sin arroz y sin frijoles, con vegetales de fajitas, crema agria, queso, guacamole, lechuga, pico de gallo, y salsa verde medio picante, con una guarnición de guacamole y chips, y una bebida grande.

                La del vestido negro había empujado la puerta, y, de atrás, había salido una espigada mujer a la que se le hundía la altura por ir cabizbaja; ella la había seguido con los pasos y con la mirada.

Lo primero que a él le había parecido demasiado extraño había sido que la de cabello castaño no había ido a por la puerta más accesible sino que había tenido que mirar hacia la izquierda y hacia la derecha para asegurarse de que no viniera nada; ni auto, ni camión, ni ciclista, ni carreta, ni nada para poder sentarse tras él.

Lo segundo había sido que, cuando ya las dos mujeres se hubieron sentado en el interior del Ford, ninguna de las dos le había dicho hacia donde tenía que llevarlas, ¿era un destino o eran dos? Era como si esperaban que la otra lo dijera. Cuando por fin una de ellas tuvo el coraje de decir “Sixty-first and Madison, please”, que había sido la de la melena desordenada pero no por eso alborotada, la de cabello castaño había suspirado y había mirado por la ventana hacia afuera.

Tercero, y la razón de su incomodidad: no habían hablado. No habían hablado entre ellas, con él, por teléfono, o solas, y tampoco habían tenido la intención de hacerlo. Sus caras eran probablemente de disgusto, quizás habían discutido entre ellas o con alguien más, aunque, por momentos, parecían estar listas para matar a alguien y salirse con la suya. Tranquilidad propia de psicópatas, silencio funesto, tensión ridículamente alta.

                Se había detenido junto a Barneys, justamente al lado del letrero rojo que prohibía estacionarse entre siete de la mañana y siete de la noche. La rubia había salido con suprema rapidez, probablemente no había visto hacia atrás, o hacia la derecha, para asegurarse de que no viniera ni la razón por la cual parecía que el enojo era el factor común, y entonces fue que escuchó la voz de la del cabello castaño. Acento wintoniano, uno que no había escuchado ese día; de pronto, por alguna razón dejó de ser todo tan extraño. Y la había seguido por los espejos, la había observado perseguir a la rubia con una breve pausa para ver a los dos lados a pesar de que era una calle de un sentido.

Llevó a su boca el vaso de Chipotle, coca cola sin hielo porque salía fría y así le cabía más, y fue espectador, como en un cine, de la escena en la que la de cabello castaño alcanzaba a detener los pasos de la rubia al estirar su brazo derecho para atrapar su mano. El vestido negro se había detenido, aparentemente con un suspiro que había dejado que sus hombros cayeran casi hasta el suelo, y la del jeans al fin había erguido su cabeza.

Vio que le decía algo, probablemente se lo había susurrado, pues no había escuchado absolutamente nada a pesar de tener la ventana abajo, y vio que su mano izquierda se posaba sobre su hombro derecho como para acaparar su completa atención. Y así lo hizo, pues la rubia se volvió con el rostro hacia ella. Creyó haber visto una sonrisa, no sabía si original en ella o si era un mero reflejo de la del cabello castaño.

I had a really nice evening —le dijo Emma, al fin pudiendo articular palabras para ella.

     — You did? —se volvió hacia ella para encararla por completo, y ella asintió en silencio—. I had a really nice evening, too —sonrió.

     — Good —sonrió ella también.

     — “Good”? —arqueó sus cejas con consternación, como si estuviera disconforme con la gradación del epíteto; había esperado un superlativo.

     — I don’t know how this should be done… or said —murmuró, agachando la mirada para ver cómo su pulgar acariciaba los nudillos de Sophia—, but I’d like to do this again… sometime soon —exhaló con auténtico nerviosismo.

     — We should definitely do this again —sonrió ampliamente al compás de una callada exclamación de emoción—. ¿Cuándo tienes tiempo? —Emma rio nasalmente mientras levantaba la mirada—. ¿Esta semana te parece bien?

     — Esta semana me parece perfecto —asintió.

     — ¿Desayuno, brunch, almuerzo, cena? —ladeó su cabeza un poco hacia el lado derecho.

     — ¿Qué te sale bien a ti? —repuso, intentando que su voz no delatara su respuesta real; «¿pueden ser los cuatro?».

     — Tú dime, yo hago el tiempo —dijo diplomáticamente. Emma no supo responder—. ¿Brunch o almuerzo el sábado? —propuso Sophia, pues le pareció que tres días de por medio, entre una cita y la siguiente, no iba a delatar la urgencia.

     — Brunch. Perfecto —asintió su cavernícola interior, algo que ensanchó la sonrisa de la rubia—. Hay un lugar muy bonito en la esquina de la treintava y Lexington, creo que se llama “Penelope” —dijo luego de aclararse la garganta para recuperarse un poco de ese nerviosismo que no sabía por qué sentía, pero, ante el silencio de la rubia, un silencio de carácter dubitativo, añadió—: pero podemos ir a donde tú quieras. 

     — Puedo saborear un Penny Egg Sandwich —entrecerró su ojo derecho con una juguetona sonrisa que le indicaba que estaba de acuerdo con el lugar.

     — Sábado. Brunch —sonrió con el mismo tono de hacía unos segundos—. Perfecto —suspiró, ya sintiendo cómo se generaba ese aire tan awkward en la conversación.

     — Perfecto —susurró Sophia, inconscientemente acercándose a su rostro para darle un beso, tal y como se lo habría dado si eso no fuera parte del lujo que podían darse esa noche.

                Emma no se movió, quizás si se movía sólo iba a querer besarla de ese modo que probablemente era para censurar porque sólo evolucionaría a eso y a aquello, sólo miró el movimiento de los labios que se acercaban a los suyos con una clara intención.

                Sophia inhaló la ligera pero inquieta exhalación de la única mujer que probablemente se enojaba por lo que no debía y que no se enojaba por lo que sí debía. Llevó su mano libre a su nuca, apenas ahuecó el costado de su cuello, con su pulgar acariciando aquella esquina tan vulnerable que escoltaba su lóbulo, y se acercó quizás un centímetro más; milímetros más, milímetros menos, lo suficiente como para que la punta de su nariz apenas rozara la suya.

                El taxista creyó haberlo visto todo, creyó haberlo sabido todo, sin embargo no se esperaba eso. ¿Cómo podían dibujarse esas sonrisas susurradas, cómo podían darse ese tacto tan ligero y tan cariñoso, si hacía unos minutos, cuando las había recogido, parecía que se aplicaban la ley del hielo mutuamente? Jamás se lo habría esperado. No eso, no así.

Miró a la rubia coquetearle a la de cabello castaño con la nariz, provocándola para que fuera ella quien diera el paso del beso, e incrementó la anticipación tanto entre ellas como con el acosador que se apoderaba de su persona. ¿Cuándo la iba a besar? ¡¿Cuándo?! Él la habría besado demasiados segundos atrás. Él habría besado a cualquiera de las dos, a las dos.

Y, justo cuando creyó que la rubia se había cansado de esperar y que iba a tomar las riendas de todo, la vio desviarse por la mejilla derecha de ojos cerrados, que le dio un pausado y presionado beso que apenas había quedado registrado en los sonidos de la ciudad, así de suave había sido, y colocó sus labios contra su oreja para susurrarle cuatro-cinco-seis palabras. Supo que la última palabra había tenido algo que ver con “up” por la forma en la que sus labios se habían comportado, y asumió que había sido “upstairs” con un signo de interrogación al final.

Would you like to come upstairs? —fue lo que había susurrado a su oído para hacerle cosquillas con el tono, la exhalación, y la invitación misma.

Sophia no se movió, permaneció rozándola con su respiración, y esperó hasta escuchar una respuesta que accedía a aceptar tal innegable oferta.

I’ll go pay the cab —asintió Emma ligeramente.

El taxista desvió la mirada hacia el frente en un intento de disimular el acoso, el cual era más por lo curioso que por lo malsano de la situación. Fue un intento fallido, un rotundo fracaso, pues no pudo evitar ver cómo, cuando la de cabello castaño se acercaba a él, la rubia estiraba el brazo por haber tenido ya sus dedos entrelazados con los de la mujer que la había halado por haberse olvidado de su extremidad. Era la costumbre.

Where to? —se aclaró él la garganta en cuanto Emma se agachó a la altura de la ventana del asiento del copiloto, pero ella sólo miró el taxímetro—. That’ll be thirteen fifty-eight —le dijo, y ella le sonrió mientras se erguía para pescar su cartera del interior de su bolso.

     — Hmm… —resopló para sí misma mientras jugaba con sus dedos para sacar un billete—. Have a nice evening —le sonrió, alcanzándole un Grant al no tener un Jackson o dos Hamilton, pues no le iba a dar un Franklin; no la había traído del JFK ni había tenido que esperar tanto.

Se irguió para cruzar la calle con paso acelerado y ágil. Fue recibida con una sonrisa y una mano izquierda extendida que no debía ser estrechada sino tomada nada más.

                Sophia; la rubia, la del vestido negro, quiso robarse su brazo derecho para recostarse sobre su hombro, algo que quizás habría funcionado como le funcionaba a Natasha con Phillip por la significativa diferencia de estaturas, pero su cercanía con Emma, debido a los tres centímetros que había ganado con la diferencia entre los Zanotti y los Rossi, no había servido más que para estar prácticamente a la misma altura. Quizás lo lograría si se los quitaba, pero todavía no era momento de perder el caché.

                Saludaron a Józef con una muda sonrisa al él estar atendiendo al llamado telefónico de alguien del tercer piso. Tuvieron que esperar un poco por el ascensor, pero no importaba porque no era incómodo a pesar del silencio, y el viaje en la cabina no fue largo, no como lo había sido el sábado por la madrugada que habían regresado del cumpleaños de Margaret, y tampoco fue tenso o intenso.

— ¿Algo de beber? —murmuró Sophia mientras se agachaba para rascarle la cabeza al Carajito a manera de saludo—. ¿Una copa de vino, quizás? —le preguntó ante el silencio que era interrumpido por el suave cierre de la puerta principal.

     — Eso estaría bien —asintió.

     — ¿Blanco o tinto? —exhaló, irguiéndose para mirarla a los ojos.

     — Tinto de preferencia —sonrió.

     — Siéntate —le señaló el sofá—, ya regreso.

Emma tomó asiento del lado derecho para poder apoyar su brazo correspondiente con comodidad, cruzó la pierna izquierda sobre la derecha, y acosó al Carajito con la mirada. ¿Por qué tenía que olfatear cada stiletto? ¿Acaso Louboutin olía distinto a Manolo? Pero claro que por supuesto que sí. ¿Olía a más caro o a más usado? «If only you could talk, Little Fucker».

                Sophia revisó si tenían una botella a medias o no, y sintió placer al saber que debía abrir una nueva. Sacó una del ochenta y tres porque de esas tenían seis, ahora cinco. El placer estaba en usar el foil cutter porque le gustaba que la tapita de aluminio quedara intacta, el placer estaba en descorchar la botella porque, por alguna razón, la hacía sentirse capaz de cualquier cosa, hasta de conquistar el mundo, y le gustaba colocarle el oxigenador y decantador a la botella. Le gustaba el aroma crudo que salía de la botella y el aroma dulce que descendía en la copa, le gustaba cómo se deslizaban las gotas que salpicaban la concavidad del cristal, y que, al unirse con la poza granate, no dejaban rastro de color ni de siquiera haber aterrizado en donde lo habían hecho. Y le gustaba tener que girar la botella para evitar que se derramara la última gota.

Llenó ambas copas hasta donde era correcto llenarlas; hasta el máximo diámetro que ofrecía el cristal, entre dos y tres dedos de líquido.

— Gracias —susurró Emma ante la copa que le alcanzaba la sonriente rubia, y, antes de darle el primer sorbo, dejó de acosar al can para acosarla a ella; tenía metro y medio para sentarse con libertad, pero escogió sentarse a una ridícula distancia de doce centímetros de ella—. Salute —le inclinó la copa.

     — Salute —golpeó gentilmente los bordes, y, con la mirada clavada en la suya, bebió un corto sorbo, lo que necesitaran sus labios y su lengua para prepararse para el siguiente sorbo—. ¿Música?

     — Sorpréndeme —sonrió.

Esperaba música que le perteneciera a ella, quizás un sugestivo Jamiroquai que cantaría “Blow Your Mind”, quizás algo más como un cortejo con “Butterfly”, o bien “Talullah” si se trataba de algo rítmica y melódicamente sensual. Podía esperar algo más complaciente, algo para ella, algo como “Lujon” de seductor, o algo excitante como el Allegro de la Décima de Shostakovich; algo como para que se le saliera el corazón por la boca y desencadenara su bestia sexual, o algo como “Un, Deux, Trois” de Saint Privat. Hasta había esperado algo más “fo’ shizzle mah nizzle” como “Beautiful”, aquella de Snoop Dogg con Pharell.

Pero no.

                Empezó con un piano, y una femenina, dulce, y aguda voz que había cantado el más concurrente “I’ll take Manhattan” sobre el más fino y apacible jazz.

— Mi abuela solía cantarla —le dijo Sophia mientras tomaba asiento nuevamente a su lado, pues se había puesto de pie para buscar su teléfono, la fuente remota de la música.

     — ¿Era cantante? —preguntó, y los celestes ojos la miraron con una sonrisa que se tiraba hacia el lado izquierdo, como si se tratara de un tema incómodo que trataba de evadir—. Haven’t I earned an answer? —elevó su ceja derecha.

Sophia inhaló lo que parecieron ser veinte segundos que representaban las veinte razones que apoyaban esa pregunta con sabor a orden o exigencia que tenía un tan solo factor de humildad; el gentil tono de voz que había derramado sobre el signo de interrogación.

En realidad la respuesta no era complicada, ni personal, era sólo que ya habían hablado sobre eso y no sabía si Emma seguía jugando o si se le había olvidado y la pregunta era honesta. Pero era la pregunta en sí la que la había hecho buscar oxígeno con tal desesperación, pues sabía que, de alguna manera, había logrado contenerse la parte que más peso tenía para los fines persuasivos: “I’ve given you twenty”.

                Sí, veinte respuestas para veinte preguntas a las que Sophia había tenido derecho a preguntar en el transcurso de la cena. Veinte preguntas que habían resultado de la fugaz investigación en Google; “conversation topics first date”. Quizás el lenguaje de la búsqueda había sido un tanto rupestre, y quizás por eso había sido Cosmopolitan quien había invadido los resultados de la primera página, y, por alguna razón, llegaron a aquella sección de la revista digital en la que, en lugar de sugerir temas de conversación, sugerían una serie de preguntas que debían ser puestas sobre la mesa durante la primera cita. La idea estaba bien, pero las preguntas planteadas eran tan genéricas e insípidas que a ninguna de las dos les cupo duda alguna el porqué de su inutilidad, y les había dado risa que había personas que probablemente seguían esa obsolescencia al pie de la letra: “¿Vine o YouTube?”, “¿Qué pides en Starbucks?”, “¿Personaje de Disney favorito?”, “¿Tienes tatuajes?”. ¿Cómo podían ser esas preguntas las que brindaran fluidez a una conversación? “¿En qué trabajas y cuánto tiempo tienes de trabajar en eso?”, “¿Has leído algún libro bueno últimamente?”, “¿Cómo es tu vida social, tienes muchos amigos?”. Fuera la que fuera la pregunta sugerida, lejos de tener una respueta informativa sobre una persona, porque todo eso se parecía ser lo que Facebook preguntaba para llenar el perfil, era más bien una intromisión de cualidades incómodas y con carácter de ser una interrogación en el 13th Precinct.

                No sabían cómo, ni cuál de todos los comentarios había sido el que las había llevado a precisamente preguntar veintiuna cosas que debían ser incómodas por ser personales, por ser informativas, por proveer material adecuado para saber si una segunda cita estaba o no en orden.

Se necesitaron dos minutos, dos bolígrafos, y dos servilletas para enlistar la mayor cantidad de preguntas posibles, preguntas interesantes y que no podían responderse con un vistazo al perfil de cualquier red social, y había sido Sophia quien había logrado enlistar veintiuna cosas que quería saber. Emma sólo había logrado cuatro, y las cuatro eran más malas que ella contando chistes. No era que Emma no quisiera saber algo, o nada, era sólo que los nervios se habían apoderado de ella al ver que Sophia tenía demasiadas cosas que quería saber, y había sido por eso que no había sabido qué preguntar.

Acordaron en que Emma sería la víctima de la inquisición. Cómo negarse al vestido negro y a la sonrisa de ojos celestes, cómo negarse a las rubias y alborotadas ondas.

                La primera pregunta había sido quizás la más extraña: “no te gustan las preguntas, ¿cierto?”, a lo que Emma había reído nasalmente mientras giraba, entre sus dedos, el tallo de su copa de sangría.

Ambas sabían que se trataba de un juego en el que ambas estaban participando por su propia voluntad y que tenían derecho a retirarse cuando quisieran y por el motivo que quisieran. Claro, ninguna de las dos sabía cómo la otra percibía el juego; no sabían si con seriedad, si con ánimos de divertirse, si con intenciones engañosas, o si era simplemente parte de la adolescente fantasía que podían pretender realizar porque no tenían que darle explicaciones a nadie.

Se había preguntado cuánto tiempo duraría el juego, si se la pasarían jugando hasta que ya no fuera chistoso, si se la pasarían jugando hasta que se les olvidara que debían mantenerse en el juego, o si se la pasarían jugando de por vida, y fue Emma quien no supo si iba a tener suficiente paciencia para jugar en todo momento. La paciencia quizás podía sacársela de los lugares más recónditos de su voluntad, «my ass», pero sabía que llegaría ese asqueroso segundo en el que simplemente ya no iba a saber controlarse e iba a tener que explotar porque sí. Quizás con un “mi amor”, quizás con un beso que no era apto para la primera cita, quizás con una enunciación informativa sobre su deseo-sexual-vuelto-necesidad-vuelta-urgencia.

                La había mirado a los ojos en silencio y, con una leve sonrisa dubitativa, había retirado la mano de la mesa y la había colocado sobre la que ya se posaba sobre su regazo. Había inhalado aire con su boca, tal y como si hubiera querido decir algo que no era una respuesta como tal, pero sus labios se habían cerrado para sacar ese mismo aire por la nariz.

Su mandíbula se había cerrado hasta que se le habían marcado visiblemente en los cóndilos y sus ojos se habían entrecerrado únicamente para los ojos de quien sabía prestar atención a los detalles que realmente la delataban a pesar de que a simple vista parecía que su fisonomía no sufría ni del más mínimo cambio. Se tomó quizás dos segundos para elaborar una respuesta honesta y no una evasiva, una tangente, o una vaga nota informativa. Nada seco, nada muy sentimental. 

Y había preguntado, con su ceja derecha hacia arriba, si era esa la primera pregunta, a lo que Sophia había asentido sin intimidarse por la burla que sabía que estaba detrás de eso; no sabía si se burlaba de la pregunta, o de su elección de utilizar la primera pregunta para preguntar tal absurdidad, o de sí misma por la incapacidad de no saber si era una pregunta cualquiera o una pregunta de las veintiuna que había accedido a responder. Probablemente había sido de lo último, porque era la única manera en la que podía valerse de algo justificable para escoger la calidad, la seriedad, y la honestidad de su respuesta.

Antes de responder, Emma le preguntó por qué malgastar una pregunta con eso. Sophia le dijo que no lo consideraba un malgasto. Emma se corrigió con un eufemismo, cambió “malgastar” por “invertir”, y escuchó la respuesta más sincera: “quiero saber”.

                «Quiere saber», había reído su subconsciente. No supo si lo preguntaba dentro del juego para obtener una respuesta más honesta que la que probablemente recibiría el resto del tiempo, cuando no jugaban a nada sino solamente eran, no supo si lo preguntaba por pretender ser una persona que no la conocía, y tampoco supo si lo preguntaba por una razón que era incapaz de ver.

Eso de jugar a la primera cita estaba rudo, era difícil, pues no podía simplemente responderle un “eso lo sabes” porque en teoría no lo sabía. No podía responderle con un “no me molesta que tú me preguntes cosas”, o el sinónimo más utilizado: “sabes que puedes preguntarme lo que quieras”.

Bueno, si podía preguntarle lo que quería y en el momento en el que quería, ¿por qué había escogido un momento tan ficcional para eso? Supuso que era por la libertad absoluta.

                Había respondido que era complicado, que no era ni un “sí” ni un “no”, que dependía de quién le preguntaba qué cosa y bajo qué circunstancias lo hacía, que no le gustaban las preguntas que pretendían ser casuales pero que exigían una respuesta íntima, que no le gustaban las preguntas personales sin previo aviso o sin pedirle permiso. La rubia había reído nasalmente y le había dicho que a nadie le gustaba que un extraño le preguntara en qué lado de la cama prefería dormir. Y Emma le había dicho que quizás las preguntas, dentro de todo, no le importaban, pues, ¿qué era de la vida sin ellas? Ni Aristóteles, ni Kant, ni da Vinci, ni nadie. Solamente le molestaba que la cuestionaran.

                La segunda pregunta había sido en referencia a la composición de su familia, algo que, a pesar de saberlo, nunca estaba de más escucharlo de nuevo, pues, ¿a quiénes consideraba familia?

                Le había dicho que la familia de su mamá era por afinidad y que la familia de su papá era por consanguinidad; una distinción que nunca le había escuchado.

Le contó sobre cómo los amigos de su mamá eran como sus tíos al ser su progenitora hija única. Le habló sobre Beatrice y Dante Gaspari, sus padrinos de Confirmación, y sobre Daniele De Leo, quien, junto con Beatrice, era sus padrinos de Bautismo. Los Gaspari tenían panini shops en la Toscana, diecinueve en total (Florencia, Pisa, Livorno, Siena, San Gimignano y Pontedera), y eran los que habían empezado a vender la “Pasta Box” por cuatro euros con cincuenta centavos sin importar las elecciones: penne o pappardelle con salsa carbonara, bolognese, o a la putanesca, con grana padano o parmigiano-reggiano. Daniele era escultor y profesor de escultura en la Leonardo da Vinci.

Luego les habló de las tías sobre una lenta degustación de un trío de guacamoles; el tradicional, el de frutas, y el rojo. Tía Carmen que era española y que trabajaba con su mamá. Tía Mirella, tía Vanna, «de “Giovanna”», y tía Vittoria eran amigas de la universidad. Tía Mirella iba por su cuarto matrimonio, y Emma le había confesado a Sophia que admiraba su persistencia en lo que se refería a la búsqueda del amor y/o del hombre perfecto. Tía Vanna que siempre había querido que fuera novia de su hijo mayor, del tal Fabio, un enclenque que arruinaba el legado de Fabio Lanzoni y que era incapaz de hacer cualquier cosa por sí mismo, hasta decidirse entre una camisa celeste o verde. Tía Vittoria tenía cuatro hijas, una de ellas, Aurora, había entrenado el tenis en el mismo lugar que ella, y no se caían bien desde que Aurora la había acusado de hacer trampa al jugar, a lo que ella había respondido con una sugerencia; le había dicho que no era que sus golpes eran ilegales sino que era quizás el momento de considerar un deporte más sencillo, quizás “L’asino senza coda” profesional.

Sophia se había carcajeado.

No sabía nada de lo que le había contado, ni sobre los Gaspari, ni sobre el decadente Fabio, ni que había celebrado el cuarto Sacramento.

                Tercera pregunta: apodos.

Le explicó que, quizás, porque su nombre era corto, no se prestaba para muchos apodos, ni por cariño ni por bullying. “Em” lo utilizaban sólo dos personas; Phillip y Natasha, «y ella, aunque no siempre». A veces se derivaba a “Emily” por ninguna razón, o a “Emmanuelle” por la serie de películas pornográficas con dicho nombre. Y la aclaración del infame “Etta”.

Le contó que, cuando era pequeña, muy pequeña, y que iba a pasar las tardes o los fines de semana a casa de sus abuelos maternos, solía colocar el LP “Tell Mama” en el tocadiscos de su abuelo, específicamente en A2, una y otra, y otra, y otra vez hasta el cansancio. Por alguna razón le fascinaba “I’d Rather Go Blind”, y, a sus casi veintidiez años, le seguía gustando por algo tan mundano como la nostalgia. Y la había puesto tantas, pero tantas veces, y la había cantado tantas, pero tantas veces (o eso creían esos tres-cuatro años de vida), que su abuelo había comenzado a llamarla así por molestarla con el cariño que sólo un abuelo podía tener. Después de su abuelo fue su abuela, y luego su hermano, y todo se salió tanto de control que su hermana la había conocido con el nombre incorrecto.

Había suspirado y le había dicho que el apodo le gustaba y no le gustaba de manera simultánea; le acordaba a sus abuelos, algo bueno, y le enojaba porque su hermano la llamaba así cuando estaba harto de ella, cuando había hecho alguna estupidez, «como poner la misma canción un millón de veces».

Sophia había sonreído y le había preguntado cómo le gustaría que ella la llamara. Quiso decirle «“mi amor”, toda la vida», pero terminó diciéndole que “Em” o “Emma” estaba bien. Y luego hizo el chiste de cómo también su primer nombre variaba según la persona con la que estuviera tratando, pues, a veces, era “Arquitecta”.

                Hablando de niñez, de la nostalgia, la cuarta pregunta fue algo en lo que Emma jamás había pensado: cuál era su recuerdo más vivo de aquella época.

Emma había bebido su sangría hasta el fondo, quizás por nerviosismo o quizás para ganar un poco de tiempo por no saber qué decir. Luego de pedir una botella de Pellegrino y una segunda sangría para la rubia, había sonreído al ya tener una respuesta.

Se acordaba de algo que sólo un italiano podía entender y comprender. Se acordaba de la cocina de su abuela; espaciosa, blanca, brillante, impecablemente limpia, con ollas y sartenes de cobre, con una cocina de gas y un horno de leña. Era una cocina exageradamente grande, o quizás era una distorsión dimensional de la que se sufría cuando se era pequeño, y tenía muchas ventanas para aprovechar la luz natural. Se acordaba de la albahaca, del romero, del perejil, y de la salvia, todas frescas y listas para ser arrancadas o cortadas y ser utilizadas en cualquier momento, y se acordaba de los manojos de salvia, de tomillo, de mayorana, y de orégano que colgaban de una especie de perchero especial para que se secaran.

                En ese momento inhaló como si estuviera nuevamente en aquella cocina, y un aroma a nostalgia de la buena le invadió la nariz. Sonrió con los ojos cerrados. Sophia sólo supo fascinarse.

Había salido del desvarío y le había contado sobre las veces en las que ella había jugado bajo la mesa en la que “la Nonna” hacía pasta fresca a la antigua: con las manos y con rodillo. Gnocchi y fettuccine, ravioli y tortellini o tortelloni; tradizionali e verdi. Se acordaba del sonido de los huevos cuando los golpeaba contra el filo de la mesa de madera y cuando los abría sobre la harina, de cuando le decía que las manos limpias eran inaceptables a la hora de hacer pasta, de cuando tarareaba el primer movimiento de la Cuarta Sinfonía de Brahms o el segundo concierto de “Las Cuatro Estaciones” de Vivaldi, de lo suaves que quedaban sus manos en cuanto terminaba, de cómo la cargaba para sentarla en la encimera y que viera cuando arrojaba la pasta al agua, de los mil y un trucos; el agua con sal tarda menos en hervir pero la pasta no debe apresurarse, nunca tapar la olla, el utensilio de madera a lo largo de la circunferencia para evitar derrames por el almidón, de nunca meter tenazas metálicas en la olla así como lo harían en Food Network muchos años después, y del momento preciso en el que se le agregaba mantequilla o aceite de oliva para que no se pegara. Los secretos de una buena pasta alla carbonara, de la delicadeza que se debía tener a la hora de hacer fettuccine Alfredo, y de cómo “al burro” no significaba sólo mantequilla.

Se acordaba de cuando llegaba el momento de procesar los manojos de especias secas, de los recipientes de mármol y vidrio en los que se guardaba cada aroma. Le gustaba que, al terminar de cocinar, se sentaban en el sofá de la sala de estar a ver los programas que a la Nonna le gustaban y que a ella no le importaban porque colocaba su cabeza sobre su regazo para que le rascara la cabeza y le acariciara la sien y la mejilla con el aroma a romero que caracterizaba a sus manos. A veces se dormía, no siempre. Y, a eso de las tres o cuatro de la tarde, mientras la Nonna bebía su capuccino y comía zeppole o un cornetto con crema o con cioccolato e panna, ella se comía una bola de gelato di fragola y una de gelato di limone en un cucurucho que era en realidad una pizzella en forma de cono. Todo muy artesanal, todo hecho en casa por las manos de su Nonna.

                Sophia la miró y la escuchó todo el tiempo con una sonrisa, había algo que le gustaba de estar jugando a algo que nunca habían tenido, pues lo suyo había sido prácticamente al grano. Tal y como lo habían dicho la noche anterior, habían pasado por la cama antes de pasar por la primera cita. ¿Cómo habría sido una verdadera primera cita? Definitivamente no habría sido como la supuesta primera cita que habían tenido, esa cena en Gilt, y tampoco habría sido como esa que estaban teniendo en ese momento. Bueno, sería uno de los misterios de la vida.

                Al fin había entendido por qué le gustaba tratar las especias cuando le ofrecía ayuda en la cocina, por qué le gustaba pasar sus dedos por el tallo del romero para desprender las hojas ya secas. Entendía por qué le gustaba poner la cuchara de madera sobre la olla, por qué le gustaba verla cocinar; podía sentirle la sensación de paz que eso le evocaba.

Comprendió por qué la bola de fresa iba bajo la de limón, algo que iba más allá de sólo porque sus mañas alimenticias eran complicadas y se refería a que el gelato di limone era más acuoso que el de fresa y era por eso que se derretía más rápido; la costumbre le alimentaba más que sólo el estómago.

                No le preguntó en dónde estaban sus hermanos cuando ella estaba con su abuela, hasta cierto punto no le importaba si Marco y Laura estaban presentes o ausentes en esos momentos, no le importaba nada sobre ellos; le importaba ella, y por eso le preguntó lo que no estaba en la servilleta: “¿qué hacías cuando estabas bajo la mesa? Digo, no creo que sólo hayas contemplado cómo cocinaba tu abuela”.

                Emma tuvo que admitirlo, era una pregunta curiosa, quizás la más inesperada de todas las preguntas que podía tener o que le podían nacer luego de esos quince minutos que ella había hablado sin parar y que ella no había dejado de escuchar.

Fue una respuesta corta, de esas casi incómodas, pero ambas supieron salvar la situación.

Emma le dijo que solía acostarse a pintar en los libros de dibujos que tenía; no eran de Disney, ni de caricaturas, ni para niños. Tenía uno de las capitales del mundo, de esos que al lado izquierdo estaba la fotografía original o la de referencia, y al lado derecho para pintar con crayolas, colores, pasteles, o acuarelas, y también tenía uno de animales, uno de paisajes naturales, y uno de figuras que luego conocería como “Mandalas”. Quizás con eso había aprendido sobre el brillo, sobre la profundidad, y sobre la aplicación del color en general.

También le gustaba leer; se acordaba de haber leído los primeros treinta y ocho ejemplares de “Goosebumps”, pues había dejado de leerlos a partir de que su Nonna se había enfermado la segunda semana de enero de aquel año, un problema con le vesícula y un par de decenas de cálculos, y, a partir de esa operación, ya nunca volvió a la cocina y ella tampoco. También había leído algunas de “Les Aventures de Tintin” en francés, que la Nonna le decía que leyera en voz alta para que practicara la pronunciación del idioma y así poder corregirla cuando fuese necesario, y había leído “Dieci Piccoli Indiani”, “The Secret Garden”, y “The Giver”. Probablemente también había buscado a Waldo y se había distraído con Ásterix y Obelix.

                Sophia había reído nasalmente, pues le enternecía el hecho de que pensara que leer y pintar era algo que sonaba a “juego”; ella pensaba más en los legos que sabía que tanto le gustaban, «¿a quién no?», o en hacer una fortaleza o búnker en caso de una catástrofe mundial, o con Barbies, o con Play-Doh, o con lo que fuera.

                Antes de preguntar lo siguiente en la lista de su servilleta, algo que probablemente no habría sido de mucha relevancia o con contenido tan interesante, Emma decidió no detenerse en algo tan insípido e inconcluso.

Confesó, por primera vez en su vida, que lo único que no le había gustado de Harry Potter había sido que no se lo había regalado su Nonna, pues era ella quien le regalaba todos los libros del género e idioma que fueran, y que ella no había logrado leerlos para poder discutirlos y comentarlos, para poder decir que el séptimo libro era el mejor a pesar de que ambas películas se encontraran a los extremos de peor a mejor; la primera parte como la menos buena y la segunda parte como la mejor. Bueno, quizás la primera parte no era tan mala por la ausencia de Ron, algo que había sido siempre un momento favorito tanto en el libro como en la película, y quizás eso dejaba que la de la Cámara Secreta fuera la menos buena. En fin, podrían haber compartido la repulsión por Cho-fucking-Chang y por Gilderoy Lockhart, la fascinación por McGonagall y Bellatrix Lestrange en las letras y en la pantalla, y el momento más memorable de todos: esa escena que empezaba con Ginny y que terminaba con un grito de «you-know-who», del-que-no-debe-ser-nombrado.

Le contó que había ido a ver la película con Natasha, y que, cuando esos treinta segundos habían sido graficados, Natasha había quedado con la boca abierta y con las palomitas de maíz entre los dedos y a la altura de sus labios. “She didn’t even Avada-Kedavra-her!”, había susurrado Natasha luego de que la sala había terminado de aplaudir y de vociferar su satisfacción, pues el hechizo no había sido verde sino azul y luego rojo, y ella había respondido: “Noup, she just slayed the bitch”.

Le había gustado que habían dejado el “Not my daughter, you bitch!” en la película, le daba ese je ne sais quoi a todo, y, aunque no había sucedido como en el libro y le provocaba serios estragos mentales-racionales porque había cosas que no parecían concordar, era quizás su clímax personal.

                Había salido la curiosidad de la rubia y le había preguntado por qué había leído la saga; por casualidad, porque era lo que estaba de moda, ¿por qué?

Sí, eso contaba como la sexta pregunta.

                “Harry Potter and the Philosopher’s Stone” fue publicado a finales de junio del noventa y siete, dos meses antes de la primera comunión de Laura. Pasó que Edward Dabney, profesor de Literatura Inglesa en la Sapienza en aquel entonces, y muy buen amigo («ex novio») de Sara, había asistido al pequeño y familiar almuerzo que debía celebrar el primer recibimiento del sagrado cuerpo de Cristo, y, como no sabía qué regalarle a la agazajada al él ser irremediablemente ateo, decidió irse por lo que sabía: los libros. Aún no había reventado el fenómeno cuando él le había regalado los diecisiete capítulos que daban inicio a la historia que sería la antítesis del evento; ¿magia y religión? «Franco didn’t like it», y le prohibió que lo leyera.

Como las Pavlovic estaban todavía obligadas a convivir con su progenitor, Emma había rescatado el libro del basurero, pues desde siempre le había parecido que era una aberración eso de desechar los libros, y se había adueñado de él por curiosidad y porque la rebeldía la había poseído: si Franco decía “no”, ella escuchaba “sí”, y él ya no podía hacer nada.

                Le contó que se había tragado el libro en cinco días. Lo habría podido hacer más rápido pero debía ir a la escuela y sólo podía sacarlo a la hora del almuerzo y luego de haber terminado las tareas, y en el camino de la casa a la escuela y de la escuela a la casa si era Sara quien la llevaba, pues a ella no le importaba lo que leyera siempre y cuando la lectura fuera parte de sus hábitos. Además, ella pensaba «what harm could it do?»; el mundo estaba lleno de literatura más grave que un poco de imaginación para niños. Luego hasta ella se enganchó.

Al año siguiente, el tres de julio, Emma ya tenía su copia de “Harry Potter and the Chamber of Secrets” gracias a que Sara le había pedido a Edward que le hiciera el favor vía FedEx. Y lo mismo sucedió con el tercero y el cuarto. El quinto se lo había regalado Marco Ferrazzano como parte del cortejo previo a la primera cita. El sexto lo había comprado ella en el viaje a Londres que había hecho con Alberta, Anjelica, Alfonso, y Fabrizio, sus amigos de la universidad, para celebrar que se habían graduado de Arquitectura.

                Debido a sus problemas del momento, se le había olvidado comprar el último libro cuando había sido publicado, y no se había acordado de su existencia hasta aquel el día en el que, caminando por el Fiumicino, que se dirigía a la sala de espera para abordar el vuelo que la llevaría a la inigualable ciudad de Nueva York, pasó por una de esas típicas tiendas que vendían bebidas, revistas de chismes, crucigramas, almohadas cervicales, antifaces para dormir, cobijas, y demás.

Quizás había sido la ansiedad por lo desconocido de su futuro en el nuevo continente, pero había tomado la Vogue con Meghan Collison en la portada, una libreta de Sudoku, una San Pellegrino, una bolsa de Haribo Happy Cola (su placer culposo), y “Harry Potter e i Doni della Morte”. Primero que tenía en italiano. Le había costado veintiún euros.

Había avanzado dos locales, y, sin saber cómo, alcanzó a ver que lo vendían en inglés. Tuvo que comprarlo porque no podía leerlo en italiano. No podía leer “No, mia figlia no, bastarda!”, ella tenía que leer “Not my daughter, you bitch!”.

Lo aceptaba sin vergüenza: le había encantado hasta en su adultez.

                “¿Y a qué casa pertenecerías tú?”, le había preguntado Sophia por simple curiosidad. “Ravenclaw, y creo que tú serías Hufflepuff”, le respondió.

Sophia le dijo que conocía la historia a través de las películas, que los libros nunca se le habían antojado, ni siquiera luego de haber leído el primero. Supuso que el desinterés había sido porque había visto las primeras dos películas antes de siquiera levantar el de la piedra filosofal; no había crecido con eso de esa manera. Se acordaba de las primeras páginas del libro, algo con Privet Drive, un gato negro y acosador, y que el tío Vernon trabajaba en una compañía de taladros, y ya luego mezclaba las letras con lo visto en la pantalla. Ella tenía un conocimiento básico; el bien contra el mal, la profecía, las organizaciones clandestinas, las casas, los profesores, los muggles, los half-blood, y los de sangre pura. Confesó su ignorancia sobre la diferencia entre una casa y otra porque para ella en Gryffindor estaban los buenos y en Slytherin los malos, y las otras dos casas eran completamente irrelevantes.

                Emma había reído entre el sorbo que le daba a su vaso con Pellegrino, y, antes de decir cualquier otra cosa, se disculpó por sonar como una verdadera obsesionada con el tema. Sophia sólo había disentido, le había dicho que quizás era momento de antojarse por leer los siete libros, pues debía leer el primero de nuevo. Le había dicho que le dijera lo que le quisiera decir, que la informara, porque la ignorancia no siempre era un bendición, «no cuando se trata de algo importante para ella».

Le dijo que cada casa tenía cualidades que describían a sus integrantes; que para Gryffindor se trataba de coraje, valentía, de audacia, y de algo tan medieval como la caballería; que para Slytherin se trataba de ambición, de poder, de ingenio, de astucia; que Ravenclaw se caracterizaba por la sabiduría, el ingenio, la originalidad, y la motivación académica; y que Hufflepuff se definía por dedicación, paciencia, bondad, tolerancia, y lealtad. Claro, tuvo que añadir que no eran características fijas o únicas, pues entonces eso sólo significaría que Harry sería Slytherin y Hermione Ravenclaw.

Ninguna casa era irrelevante, simplemente había rivalidad entre los rojos y los verdes desde sus fundadores por las diferentes apreciaciones de la magia, del ejercicio de esta, y de quienes tenían el derecho y el privilegio de practicarla.

                Desvariando un poco, quizás saliéndose un poco demasiado del tema, le contó que ese sistema de casas siempre le pareció interesante por el simple hecho de que sabía que era real, que existía, pues, en la escuela de sus hermanos, en lugar de haber sólo una clase como en su escuela, había secciones que no se llamaban tras las primeras cuatro letras del alfabeto sino en honor a cuatro exploradores británicos.

Eran “the Cooks”, por el Capitán James Cook, y su uniforme era una interpretación moderna del retrato más famoso del mencionado; pantalone e camicia per gli uomini e pinocchietti e canotta per le donne, entrambi bianchi, e cardigan o blazer blu con orlare dorate. “The Drakes”, por Sir Francis Drake; pantaloni neri per tutti, camicia per gli uomini e canotta per le donne, entrambi bianchi, e cardigan o blazer rosso granata. Le contó que la rivalidad más grande existía entre ellos dos, no por un tema de sangre pura, que asumía que en ese caso sería ser italiano o no, sino que se remontaba a la misma razón por la cual los partidos de la Lazio contra la Roma, y viceversa, eran tan intensos; siempre se disputaban el orgullo y la dignidad por el simple hecho de querer proclamarse mejores que los otros en cualquier disciplina: en equitación, en natación, en golf, en futbol, ¡en todo! Hasta en hide-and-seek se ponían competitivos. Para los eventos que tenían público; obras de teatro o musicales, dance productions, fiestas, y demás, siempre estaba el elemento del sabotaje: ratas, agua, espuma, interrupciones musicales, policía, etc. Se veían en los pasillos y retiraban las caras, daban una respuesta mala en clase y se ganaban burlas de por vida, y podían terminar en golpes uno a uno o grupo contra grupo sólo porque se habían ofendido a la hora del almuerzo. “Highway to Hell” era el himno de los Cooks y les cantaban “The Final Countdown” a los Drakes. Los Drakes alardeaban de su orgullo y de su legado con “Jump Around”, canción que también servía para humillarlos; dos pájaros de un tiro. Sus dos hermanos eran Cooks.

También estaban “the Stones”, por David Livingstone; pantalone nero e camicia bianca per gli uomini, gonna nera e camicia bianca per le donne, cardigan o blazer nero, e cravatta nera. Eran los más refinados, los que tenían prácticamente dos opciones al graduarse; leyes o medicina. Eran los favoritos de los profesores porque eran los más calmados, los que no daban ningún problema, y los que apoyaban a todos en todo momento. Su himno: “Everybody Wants to Rule the World”.

Y por último estaban “the Piers”, por William Dampier; jeans blu per tutti, camicia per gli uomini e canotta per le donne, entrambi bianchi, e cardigan o blazer marrone. Ellos tenían un poco de todo, raciones justas de actitudes y personalidades que se daban en las otras tres casas, y una ración aparte y alternativa que era simplemente humana o los hijos del personal administrativo o de docentes. Ellos no tenían himno ni canción para humillar, pero la canción que los describía era quizás “The Show Must Go On”.

                Sophia rio, e hizo un comentario que iba por la línea de cuán antipedagógico eso sonaba. Le contó que ella había crecido en un ambiente escolar bastante sano, un ambiente en el que la competencia directa era uno mismo y no alguien más; bueno, existían aquellos especímenes que peleaban porque tenían diecinueve y no veinte puntos, y existían aquellos dos o tres, por clase, que competían entre ellos por ego, por orgullo, por dignidad, por protección de sus progenitores, etc., pero que era imposible tener mejores calificaciones que el asiático que era bueno en todo menos en lo que sea que tuviera que ver con deportes.

Ella había sido una estudiante promedio, se había esforzado en materias como religión, literatura griega moderna, latín, y griego antiguo. No había sido hasta último año que se había tenido que desvelar estudiando para el apolytirio, el examen estatal panhelénico que debía aprobarse para poder graduarse del Geniko Lykeio, el liceo general.

No le había servido ni le serviría de nada, pues había obtenido 17/20, pero eso era algo que ella ya sabía para ese entonces, por lo que se concentró en las calificaciones que sí importaban, los 41/45 puntos que le habían dado un GPA de 4.0 y una entrada sin problemas a Savannah.

Le comentó que ella nunca había tenido que llevar uniforme, pero que su vestimenta había consistido siempre en una colección de camisetas de Badtz Maru, de Taz, de Jessica Rabbit, y de lo que compraba en museos, o en tiendas de recuerdos en otras ciudades o países, siempre un jeans azul, ligeramente roto porque le quedaba largo y lo arrastraba y lo pisoteaba con sus Converse o sus Keds.

“Jessica Rabbit”, había reído Emma. “Un poco obvia, sí”, asintió Sophia.

                Emma no se opuso a continuar la conversación por más banal que fuera, pues se trataba de la fluidez de la misma. Le dijo que ella tampoco había tenido uniforme nunca, pero que había tenido artículos de la escuela, sí.

Tenía un par de camisas tipo polo de cuando había terminado en el debate club por evitarse un mes de detention tras haberse aburrido de esperar a que Dr. Melis, la profesora de español, le diera la palabra para ella poder reclamarle, casi que con la Constitución de la República y con el Código de Calificación de Exámenes en la mano, que le había robado los cuatro puntos que la harían llegar a los noventa y siete puntos para obtener su tan adorada A+. (No tenía nada que ver con que le gustaba alardear de sus altas calificaciones, era sólo que su Ego se resentía si no tenía ese signo matemático). Cuando ya su mano se había tornado blanca por tenerla alzada, Lucifer la había poseído, se había levantado y había sido la mera inspiración del meme “fuck this shit”, y se había salido del salón de clases. ¿Qué tenía de malo decir que el tema del fragmento a analizar era la heterogeneidad de una sociedad que criticaba y/o discriminaba a las personas que eran diferentes? «¡¿Qué tenía de malo?!». ¿Qué tenía de diferente a lo que Dr. Melis quería que pusieran; “apreciación de Clara sobre la sociedad que la rodea”? Eso para Emma estaba incompleto. ¡Incompleto!

En fin, gracias a esa malcriadeza había tenido que representar a la escuela, frente a otras, en el debate más insípido posible: “las calificaciones deberían cesar de existir”. Cuatro días de intenso debate, que, aunque a ella no le había importado en un principio, se había logrado enojar porque no entendía cómo había personas tan estúpidas que estaban a favor de ello. Y se había enojado como pocas veces, o quizás sólo se había indignado como nunca, y la habían tenido que descalificar de la discusión en cuanto había expresado su verdadera opinión: “… e, alla fine, qualcuno più stupido di Berlusconi si diventerà il Primo Ministro, e questo sarà la caduta della Repubblica italiana”. Sí, tenía su punto. Quizás le faltó decir la verdad absoluta del caso; que la caída de la República Italiana sería que Berlusconi llegara por tercera vez al poder. Pero cómo osaba a expresar tal insulto en público.

También tenía las camisetas negras que eran en las que solía hacer deportes, la sudadera roja que era imposible no tener, y el suéter negro del equipo de atletismo a pesar de nunca haber participado en dicha disciplina; le gustaba que tenía capucha y cremallera.

Le dijo que ella también había sido de Converse, pero que siempre habían tenido que ser blancos a pesar de ser el color que más se ensuciaba, y era de jeans, camisa o camiseta, a veces camisa desmangada bajo una camisa abierta de botones, siempre un suéter, o un cárdigan, o la famosa chaqueta de cuero durante el otoño y el invierno.

— ¿“Ganado”? —le preguntó Sophia con una penetrante mirada, y llevó su copa a sus labios. Emma asintió—. Pero me queda una pregunta —dijo, recogiendo sus piernas para volverse hacia ella, apoyándose del respaldo del sofá con su antebrazo y su codo para jugar con sus ondas.

     — Pregunta —repuso Emma, desviando su mirada hacia abajo para acosar descaradamente la desnudez de sus piernas.

     — Todavía no —susurró, haciendo que el par de ojos verdes se clavaran en los suyos; se notaban indignados—. No era cantante —disintió ligeramente—, al menos no profesional —sonrió a ras del borde de la copa—. A mi bisabuelo lo llamaron para la campagna italiana di Grecia, era Ypostratigos del ejército, y dice mi abuela que, cuando ella le dijo que ella quería cantar, él le dijo que no, que podía hacer cualquier cosa menos eso porque él sabía en qué terminaban las mujeres que sabían cantar. Mi abuela siempre asumió que era porque, estando en el ejército, el entretenimiento había ido por esa línea —rio nasalmente—. Me acuerdo que mi abuela le decía a mi mamá que ella había visto a su mamá esperar a su papá por horas, sentada en la misma silla, y, aunque supiera qué era lo que andaba haciendo y con quiénes, siempre lo saludaba con un beso y una sonrisa, y no le decía nada —«how sad», pensó Emma—. Mi abuela estudió Química y Farmacia en la Kapodistriakoú, cuando todavía ofrecían los dos cursos en uno solo, y no sé si fue la primera o una de las primeras mujeres en graduarse de la carrera; era raro ver a una mujer en la universidad aun después de Segunda Guerra Mundial —se encogió entre hombros—. De regalo de bodas, mi abuelo le regaló un local como a dos calles del Partenón para que pusiera su cruz verde.

     — No sé qué tan bueno es el negocio de las farmacias —le dijo, implicando un «“¿qué tan lucrativo es el negocio de las farmacias?”», pues eso no lo sabía al Sophia no hablar mucho sobre su familia por parte de Talos.

     — Cuando era pequeña acompañaba a mi abuela a hacer sus diligencias; al supermercado, al banco, a la tintorería, a recoger la baklava de la semana, etc., y me acuerdo que se estacionaba frente a la cruz verde, me dejaba en el auto como por un minuto, y ya regresaba ella con un cheque en la mano —rio—. Yo quería hacer eso cuando fuera grande; firmar un papel y que me pagaran por ello.

     — ¿Por eso querías estudiar Química? —se le salió esa parte que no pertenecía al juego—. Te puedo regalar otra pregunta si quieres —le dijo para contrarrestar su osadía.

     — La química empezó a gustarme porque la entendía, porque se me daba sin yo tener que hacer el más mínimo esfuerzo —disintió Sophia, negándose así a ambas enunciaciones—. Luego me gustó porque le encontré el gusto a todos los tipos de reacciones, de estructuras, de propiedades… y, si debo ser honesta, me gustaba sentirme inteligente al hablar de orbitales, de configuraciones electrónicas, de espectroscopia… —sonrió casi con modestia, pues el sentimiento todavía la poseía.

     — Entiendo —murmuró Emma—. Es sólo que, de entre todas las ciencias naturales que normalmente te dan o que te ofrecen en la escuela, química en nivel avanzado suena casi a suicidio.

     — En séptimo, en lugar de tener “ciencias naturales”, tenías química, biología, y física, y, porque dejabas de tener geografía y mecanografía, podías escoger entre arte y música. Luego, en octavo, tenías que escoger dos ciencias naturales por los próximos dos años; una en nivel avanzado y la otra en nivel intermedio. Como a mí no me fue tan bien en química de séptimo, escogí biología en avanzado y física en intermedio —dijo con expresión de disgusto, pero, hasta cierto punto, todavía no se arrepentía—. Química de séptimo no era química, era más bien nombres de equipo de laboratorio, unidades, notación científica, conversiones de temperaturas, y una que otra fórmula que se podía hacer con los ojos cerrados —le explicó, pues vio que había algo a lo que Emma no terminaba de encontrarle sentido—. En décimo me tocó llevar las tres ciencias naturales de nuevo, todas en nivel intermedio, y en onceavo y doceavo ya sólo tenía que llevar las dos que escogiera; una en nivel avanzado y la otra en nivel intermedio. Aparentemente nadie quería química avanzada porque era en la única en la que no había exceso de estudiantes; me tocó llevar química y ni modo —se encogió entre hombros—. La lista iba por orden alfabético de nombres y no de apellidos, entonces yo estaba hasta el final. De haberse tratado de los apellidos, probablemente habría escogido Biología en avanzado —le explicó, porque el setenta por ciento de los apellidos estaban entre “Pe-“ y “Ze-“—. Y, bueno, Stathakis no era el típico profesor rarito de gafas gruesas y cabello parado, era gracioso y bastante dinámico, estaba tan acostumbrado a que nadie se inscribiera en su curso, a tener entre tres y seis alumnos, que se encargaba de hacer que nadie se sintiera realmente obligado a estar allí. Era difícil porque, por ser avanzado, debía ser estricto a la hora de dejar trabajos y de calificarlos —dijo, y agachó la mirada junto con la risa que el recuerdo le provocaba—. Teníamos clase cuatro días a la semana, una de esas veces era doble tiempo, o sea tres horas, y, cuando era feriado, o teníamos alguna actividad de la escuela que tomaba todo el día, reponíamos clase los sábados; en onceavo era doble el lunes de una a cuatro de la tarde, que en esas tres horas hacíamos el experimento complicado de la semana, del cual teníamos que hacer un reporte que entregábamos el siguiente lunes antes de hacer el experimento del día, si no entregabas el reporte no tenías derecho a estar en clase y tenías que pedir apuntes para entregar el reporte de la siguiente semana pero en base a quince puntos como máximo. El punto es que tenía una compañera, la tal Colette —enrolló sus ojos y suspiró—, pobrecita, le faltaba algo en el cerebro —dijo con un gesto relativamente ofensivo porque implicaba estupidez extrema—; le dijo a Stathakis que ella no había conseguido cloruro de sodio y que por eso no había podido hacer el experimento —Emma frunció su ceño—. Cloruro de sodio es sal —le explicó—; sal de cocina —pareció exclamar ante el todavía fruncido ceño de Emma.

     — Eso es triste —susurró, indicándole que sí sabía qué era eso—, muy triste.

     — Desde entonces le quedó el apodo con el que se graduó: “Clorette” —rio con demasiado gusto, «se nota que no le caía bien», rio Emma también, pero su risa fue más por disfrutar de verla y escucharla reír y sonreír que por lo “chistoso” del apodo y de la anécdota.

     — Buen apodo —comentó Emma entre la ligera sonrisa que se le escapaba entre el aliento—. ¿De qué trataba el experimento?

     — Tenías que hacer hielo con distintas concentraciones de sal para ver cómo la sal influía en el agua durante el proceso de congelamiento —respondió entre la concavidad de la copa—. ¿Sabes el resultado de ese experimento?

     — ¿Es esa la pregunta número veintiuno? —le lanzó una sonrisa de satisfacción.

     — I think were past thatfor now —disintió Sophia con la misma sonrisa.

     — El agua se congela a cero grados Celsius. Mientras más sal le agregues al agua, más se tarda en congelarse; necesitas que la temperatura sea más fría. Por eso riegan sal en invierno y por eso el mar muerto no se congelaría tan fácil si estuviera en una región fría —le dijo sin la sonrisa de satisfacción que tenía su Ego; su expresión era hasta demasiado seria y arrogante, pues no la miraba a los ojos sino al vino de su copa—. La sal toma energía del agua para poder disolverse —levantó la mirada, y entonces sí arqueó su ceja derecha. Sophia intentó contener la sonrisa al presionar sus labios entre sí—. Yo también llevé química en la escuela, no avanzada, y quizás no hice ese experimento, pero son los años de experiencia —pareció guiñarle el ojo derecho.

     — Los viernes, en clase de Stathakis, hacíamos algo práctico y alusivo a la teoría que nos servía para explicar el experimento del lunes en el reporte, pero lo aplicábamos a algo más banal; pan, un soufflé, o café, y, en los últimos dos años, cada semestre teníamos que hacer un proyecto que valía el veinticinco por ciento de la calificación final del semestre. Hicimos un perfume, destilamos vodka, e hicimos helado y jabón.

     — Suena interesante —murmuró, dándose cuenta de que, diciendo eso, parecía como si en realidad no lo fuera—. ¿Era en grupos o individual? —preguntó para afilar la calidad de su interés.

     — Individual, pero, como había partes del proceso que las hacíamos en clase o los sábados por la mañana porque había equipo que no nos podíamos llevar a casa, terminábamos consultando cosas con el resto de la clase.

     — Cuéntame más —sonrió a ras del borde de la copa.

     — Al final de los últimos dos años, sólo uno de esos cuatro trabajos se enviaba a un evaluador en el extranjero…

     — ¿Le enviaban una barra de jabón? —la interrumpió con una risita nasal.

     — No, claro que no —rio con una media carcajada—. Se lo enviábamos en forma de reporte —Emma elevó ambas cejas—. Mi perfume fue un desastre, tuve cuatro de siete puntos; con cuatro aprobabas. No me acuerdo cuánto tuve en el jabón, ni en el helado; como pudo haber sido cinco, pudo haber sido seis también. Pero fue el reporte del vodka en el que saqué los siete puntos.

     — ¿Para qué compro Grey Goose? —bromeó.

     — No tan rápido —disintió con su copa en lo alto, como si el cristal relevara una mano extendida y erguida—, que no se trataba de si era un vodka de tal excelente calidad como para poder venderlo en un anaquel de supermercado; se trataba del proceso químico, de la pureza del producto final.

     — ¿Calidad y pureza no son sinónimos? —frunció su ceño.

     — Sí, claro —asintió una tan sola vez—, pero el experimento iba más por la línea de precisamente “experimentar” —le dijo—. El mío tenía que ver con la calidad del agua; si era agua del lavamanos, si era agua Evian, agua previamente destilada o desmineralizada, o agua de donde se te diera la gana. También podías hacerlo con temperaturas y tiempos de procesos, qué materia prima utilizabas y cómo la tratabas, etc.

     — Suena un poco tardado —opinó Emma.

     — Fueron como tres meses —asintió—. Con mi mejor amigo, Dimitrios, decidimos ir a Ahus, a la fábrica de Absolut para ver el proceso… creo que fue una experiencia muy enriquecedora, creo que a eso le debí la calificación —sonrió.

     — Ir a Suecia por un trabajo de la escuela suena exagerado —ladeó su cabeza hacia el lado derecho, «¿o Absolut es danés?», le estaba fallando el mapamundi mental y la cultura general.

     — Mi papá se asustó cuando supo que estábamos aprendiendo a destilar vodka —rio para sí misma ante el recuerdo—, pero dijo que, si estaba aprendiendo a hacerlo, debía aprender lo más que pudiera de aquellos productores que tenían mayor presencia en el mercado. Me dijo que, si conseguía una fábrica y alguien con quien ir, él pagaba todo.

     — That was nice of him —«really nice of him».

     — En aquel entonces mi conocimiento sobre vodka se limitaba a Smirnoff, a Stoli, y a Absolut, y digamos que ir a Rusia por tres-cuatro días no estaba entre mis planes.

     — No todos saben sobre Stolichnaya —susurró.

     — ¿Cómo sabes tú del Stoli? —murmuró, pasando por alto el hecho de que, en alguna parte del bar, había una botella de Elit que quizás tenía por el diseño de la botella y no por el alcohol que esta contenía.

     — Me acordaba de las botellas en casa de mi abuelo, pero no del nombre. Cuando hice mi semestre en Bratislava, digamos que las marcas que vendían no eran las que conocía —se encogió entre hombros—. Hasta entonces supe cómo se llamaba la botella.

     — ¿Y te gusta?

     — No me molesta —supuso, pues, en realidad, ya no se acordaba a qué sabía.

     — ¿Te gustó vivir en Bratislava? —Emma asintió con una expresión que reflejaba una parcial indiferencia—. ¿Cómo era?

     — Debo decir que tuve suerte porque conseguí un apartamento como a diez minutos de la universidad; vivía en el sexto piso de un edificio que quedaba frente a una especie de plaza o parque, y teníamos, en el primer piso, un local que era café por las mañanas y bar por las noches. También teníamos un Potraviny en el primer piso del edificio de al lado.

     — ¿“Potraviny”?

     — Tienda de conveniencia, despensa; te venden bebidas individuales o por cajas, alcohólicas y no alcohólicas, ciertas comidas que son instantáneas o rápidas… es un cash ‘n’ carry, un Tesco Express pero local.

     — Entiendo. Prosigue —sonrió Sophia, llevando su copa nuevamente a sus labios.

     — Vivía con tres personas —dijo, notando cómo la rubia ensanchaba la mirada, pues no se la imaginaba compartiendo oxígeno con personas desconocidas, pero ¿qué había sido ella sino eso, una perfecta desconocida?—. Stefan Polakovič —dijo con un puño cerrado, algo que sólo debía representar aquella viril presencia con complejo de Casanova, estudiaba Diseño y Planificación Urbana; podía comer goulash con knedlíky de desayuno, almuerzo y cena, y le gustaba hundir las korbáčiky en la salsa —Sophia la miró como si le estuviera hablando en chino, que era casi lo mismo porque tampoco hablaba eslovaco—. Korbáčiky son trenzas de queso, ahumadas o no, más o menos saladas, con o sin ajo —le explicó—. Stefan era el que se desvelaba conmigo cuando tenía que hacer algún trabajo manual o escrito.

     — Was he cute? —preguntaron sus celos sin fundamento.

     — A little bit —tambaleó su cabeza de lado a lado—. He was rather nice than cute —dijo con honestidad—. A él lo confundían con el asistente del representante de Estructuras Civiles, porque se llamaba como él, sólo que él era Štefan y no Stefan, ambos de apellido Polakovič —pronunció los nombres con la diferencia que el carón hacía en la letra inicial, y no pudo evitar acordarse de su papá. Se libró de aquel rostro con un suspiro y con una ligera sacudida de hombros—. Luego estaba Malenka, ella estudiaba Química Orgánica y Petroquímica; tenía una cicatriz en el antebrazo de una quemadura con soda cáustica, como si una gota se le hubiera dividido en dos y luego en cuatro. Se quejaba toda la semana de que no dormía y el fin de semana se perdía por completo —rio—. Una vez fuimos a un bar, y, después de que cató como cinco jugos gástricos distintos, desapareció y no supimos de ella hasta que llegó el lunes por la mañana a ducharse para ir a clases —Sophia ensanchó la mirada—. Era divertida cuando no se estaba quejando —intentó salvarla de su propia mala publicidad—. Una vez nos llevó al cumpleaños de un amigo; tú llevabas lo que querías hacer en la parrilla y lo que querías beber, aunque había cerveza y una cantidad exagerada de Kofola.

     — Toma en cuenta de que no tengo idea de qué me estás hablando —murmuró Sophia.

     — Cierto —se sonrojó un poco—. Kofola es como la bebida carbonatada que te salva —intentó explicarle—, es como un producto nostálgico, supongo; es la bebida que compras cuando no hay Coca Cola.

     — ¿Como la Stappj? —frunció su ceño.

     — Sí —asintió—, solo que la Kofola es exageradamente barata. Me acuerdo que una vez hice la conversión, y dos litros de Kofola costaban como setenta centavos de euro —resopló.

     — Eso sí es veneno —se carcajeó.

     — Del más puro —asintió—. En fin, en esa fiesta, en lugar de jugar cualquier cosa de estudiantes propensos a caer en la ebriedad de la ocasión, sacaron un montón de botellas plásticas y un contenedor de nitrógeno líquido, y se pusieron a hacer proyectiles con las botellas, agua, y el nitrógeno; la botella del que aterrizara menos lejos tenía que beber un shot de vodka.

     — Qué fiesta más deprimentemente nerd —balbuceó con la boca abierta, y Emma estuvo de acuerdo—. En fin, ¿y la otra persona con la que vivías?

     — Tania —suspiró—. Ella estudiaba Derecho en la Comenius, se estresaba por todo; porque no sacábamos la ropa de la lavadora al minuto en el que se terminaba el ciclo de lavado, porque Stefan y yo nos poníamos a hacer modelos en el comedor y siempre había un desorden de materiales, porque Malenka lavaba los platos con agua caliente, porque dejábamos abiertas las ventanas por la noche, porque olía demasiado a cebolla o a ajo, porque no la dejábamos dormir cuando no salíamos, que nos quedábamos platicando hasta muy tarde y se nos salían las carcajadas, que porque a mí me gustaba meter la leche en el refrigerador y eso robaba espacio —suspiró de nuevo—. Si no era por Stefan, por la testosterona que regulaba tanto estrógeno, yo estoy muy segura de que nos habríamos matado.

     — Supongo que la barrera del idioma impidió muchas cosas menos los desacuerdos —comentó. 

     — La barrera del idioma no era tanto el problema; nos comunicábamos en inglés para asegurarnos de que no habría más malentendidos de los inevitables y para que ellos practicaran el idioma, con un eslovaco casual para que yo aprendiera un poco también. Los desacuerdos creo que eran más por diferencias culturales.

     — ¿Qué tan grandes eran las diferencias culturales?

     — ¿Te parece que soy una persona intensa? —ladeó su cabeza hacia el lado derecho con una sonrisa que se debía a sabía sólo ella qué.

     — ¿En qué sentido? —preguntó Sophia.

     — Carácter, personalidad, actitud, comportamiento… —se encogió entre hombros.

     — No lo creo —frunció su ceño.

     — Intensa, efervescente, efusiva, explosiva…

     — Ah —rio nasalmente—. Eres italiana; el intenso promedio te percibe como intensa.

     — Era muy intensa con las manos, con las expresiones faciales, con el tono de voz, etc. —le dijo con la misma sonrisa de hacía unos segundos.

     — Pero tú casi no usas las manos, y tienes poker face casi todo el tiempo, y hablas… —repuso Sophia, trazando una línea horizontal en el aire para indicarle que su tono de voz era constante, quizás hasta monótono—. Eres como la italiana menos italiana que conozco, no se te nota ni en el acento al hablar inglés —resopló.

     — Tú tienes un acento americano —pareció defenderse.

     — Soy italiana de genes, de ascendencia, pero no necesariamente de cultura —disintió—. Es distinto. Tengo ciertas cosas de la cultura pero no son tan —«¿cuál es la palabra?»—, “palpables”. O eso creo.

     — Quizás —«sí, quizás»—, pero cuando hablas italiano es como que te transformaras en esto —dijo, reuniendo sus dedos en un punto imaginario sobre la palma de su mano, y, como si todo sucediera en cámara lenta, muñequeó hacia atrás y hacia adelante mientras levantaba el brazo como si le estuviera mentando la estirpe a alguien al otro lado de la imaginaria calle.

     — Y tú también —rio nasalmente.

     — Es el sentimiento —asintió Emma—. Tania me hacía salirme al balcón cuando hablaba con mi mamá por teléfono, porque en aquel entonces no había Skype, o quizás recién lo sacaban al mercado —dijo, dándose cuenta de que desvariaba un poco—. En fin, me sacaba al balcón y me cerraba la puerta. Decía que gritaba mucho —Sophia la miró con esa carcajada interna que era un simple síntoma de su incredulidad—. Y, a veces, intentaba poner más de un brazo de distancia entre nosotras porque decía que le podía pegar con mis gestos tan “explosivos”.

     — ¿Cómo es que se llama la canción de los soviéticos?

     — ¿Cuál de todas? —resopló, y Sophia tarareó unas cuantas notas de la famosa composición de Knipper—. “Polyushko-polye” —rio nasalmente.

     — Pues esa —dijo la rubia—. Si la memoria no me falla, ni la “Giovinezza” es así de intensa, así de “explosiva”.

     — No sé si es coraje o sabiduría hablar de Stalin y Mussolini en la misma frase —sonrió, «oh, did I say that out loud? Must be the wine», se sonrojó un poco.

     — Es sólo que creo que no es justo que te acusen de ser explosiva cuando los soviéticos no eran precisamente los más pacíficos o los más callados —repuso.

     — Una de tantas diferencias culturales —se encogió entre hombros.

     — Pero tú entiendes un poco más esa cultura, ¿no?

     — Creí que la entendía hasta que me sumergí en ella —disintió Emma, y llevó la copa a sus labios—. Lo que sabía por mi papá, lo que conocía por él, era algo muy pequeño; no conocía la influencia austríaca y húngara. No estaba acostumbrada a comer cinco veces al día, entendí por qué en mi casa aprendí a que todo saludo empezaba con un deseo de buenos días, o de buenas tardes, o de buenas noches, por qué se saluda con la mano a extraños y el porqué de la distancia de como un metro o más entre los individuos de una conversación. Y la “bella figura” está ahí pero no se hace pública, supongo que así se evitan ciertas groserías y peleas nefastas por orgullo —se encogió entre hombros—. El tema de la comida fue un poco difícil, no por la cantidad sino por la sazón, las texturas, los ingredientes; a veces lo sentía todo como que un poco medieval —supuso—: en el centro de la ciudad, a donde van muchos turistas, tienen trdelníky, y carnes rostizadas, y calderos al fuego, y… —se sacudió de hombros—. Es diferente.

     — Suena a que no fue sólo “difícil”.

     — Atropellaba la gastronomía eslovaca a diario —sonrió ampliamente, como si no hubiera hecho nada malo—. Comía goulash, papas de la cocción que fuera, řísky; lo mismo que un schnitzel, pero tenía que ser de pollo o de pavo, pirohy con queso, una especie de dolma, y knedlíky y trdelníky. Pero también comía knedlíky con mozzarella, o con queso de cabra y la salsa del goulash, o con un huevo escalfado como si se fueran huevos benedictinos, o pirohy alla putanesca como si fueran ravioli, y mezclaba el queso de cabra con almendras y con cerezas o duraznos en una ensalada —dijo, notando cómo Sophia intentaba contenerse la risa—. Claro, ellos también atropellaban mi gastronomía —dijo en su defensa, como si se tratara de la interpretación cínica del quid pro quo: “tú me pegas, yo te mato”—; una vez Malenka cenó tagliatelle con ketchup.

     — Oh, God! —suspiró, llevando su copa contra su frente, y disintió lentamente por la exagerada decepción que sentía—. No es primera vez que lo escucho.

     — No importa cuántas veces lo escuches, o lo veas, eso es simplemente un pecado culinario —dijo una Emma que parecía estar indignada de más, en especial cuando ella había querido hacer ravioli de los pirohy, pero para ella eso no tenía ni precedente ni comparación—. No es que considere que Heinz está haciendo algo mal, porque yo no tengo idea a qué debe saber o no saber la ketchup; no sabe a tomate pero ni en mil años, y tampoco es como que juzgo las combinaciones porque yo también he comido excentricidades con eso rojo —dijo, haciendo que Sophia ensanchara la mirada, pues sabía que no era fanática de tal sustancia tan espesa; sólo había visto que la había comido una vez y había sido en McDonald’s, con una papa frita que le había robado a Phillip—, pero ketchup con pasta no puede ser.

     — ¿Qué has comido con ketchup? —susurró, más interesada en eso que en todo lo demás.

     — Cuando mis papás se divorciaron, que tenía que dormir uno que otro día en casa de mi papá, y que él nos cocinaba, me acuerdo que su especialidad eran huevos revueltos con ketchup —Sophia la miró con algo que no se sabía si era con horror, terror, o simplemente asco—. Yup… —suspiró, asintiendo repetidas veces—, y brócoli también.

     — I’m afraid to even ask —resopló—, but, did you like it?

     — No me acuerdo del sabor —se encogió entre hombros—. Sé que me quedé comiendo papas fritas con ketchup porque era a la ketchup a la que le ponía la sal y no a las papas.

     — ¿Por qué? —«eso no he visto que lo hagas… todavía».

     — Porque si le pones sal a las papas de McDonald’s, la sal cae en todas partes menos en las papas, es como que no se le pega a las papas —le explicó, como si eso no fuera lógico—. Ya no lo hago porque el sabor de la ketchup me parece violentamente asqueroso —sonrió. «Y porque te gusta comerte las papas con un vanilla cone», rio nasalmente la rubia en el interior de su copa.

Sophia levantó el tallo de su copa entre sus delicados dedos, y, conforme lo erguía, su cuello se estiraba para recibir el líquido que se deslizaba en su boca sin esfuerzo alguno.

                Emma contempló en silencio, y con una sonrisa, el esoterismo con el que los labios de la rubia apenas se adherían al cristal para dejar la ligera e incolora huella del rastro de su brillo labial. Quizás era el saxofón de “There Will Never Be Another You” que sonaba en el fondo, y, aunque la imagen se quedaba a un milímetro de ser absolutamente etérea, era perfecta.

Encontró cierta sensualidad en ese momento en el que el su epiglotis se cerraba para dejar que el vino pasara a su esófago. Bueno, quizás la descripción y las palabras escogidas no tenían nada de erótico, porque hablar del sistema digestivo no tenía nada de sensual tampoco, pero era la delicadeza y la elegancia con la que hacía algo tan mundano como tragar, eran las líneas de su cuello tensado, era el ligero movimiento que alteraba ese microscópico lunar en el lado derecho de su cuello, era la suave exhalación nasal que apenas empañaba el interior de la copa ya vacía, eran sus ojos cerrados como si disfrutara infinitamente del magnífico sabor del Pomerol, y era la lentitud con la que devolvía la copa y su cabeza a una posición vertical.

                Cuando abrió los ojos se encontró con la corta sonrisa de penetrantes ojos verdes que la analizaban sin descuartizarla y sin deshumanizarla. Sin embargo, porque la vehemencia era demasiada, revivió esa intimidante sensación que la había inundado aquella mañana en el Duane Reade de la cincuenta y ocho y Madison.

Inmediatamente se sonrojó, y, como si se tratara de un mecanismo de defensa, agachó la mirada hasta fijarla en el cóncavo vacío de cristal que ahora apoyaba sobre su rodilla izquierda. Sintió cómo Emma no alivió la intensidad de su acoso y sintió cómo tampoco buscó su mirada con la suya.

                Justo cuando comenzó a sonar “I Got It Bad And That Ain’t Good”, Emma llevó su copa con burlona parsimonia a sus labios. No la imitó porque no podía, esa sensualidad que había sido atrapada en el vestido negro era imposible de imitar. Intentar imitarla sería sólo un ultraje, una deshonra. Simplemente bebió el líquido tintado hasta dejar esa gota en el fondo que era imposible beber, pero su mirada permaneció fija en ella.

                Los hombros de Sophia temblaron rápida y cortamente junto a su nuca y a su cabeza; la atacó un escalofrío que sólo hizo que su piel se erizara.

Su mano izquierda acarició su brazo derecho, sus ojos siguieron el trazo hacia arriba, y, en el movimiento de cabeza, un mechón de su flequillo se escapó de su oreja.

                Emma estuvo tentada a regresarlo a donde estaba, pero Sophia le ganó, y, lejos de molestarse consigo misma por su propia lentitud, sonrió con el mismo orgullo que sonreía siempre que sus ojos se aferraban a la roca amarilla en el dedo anular de su rubia. Su Ego sonreía de la misma manera porque creía que presumía los dieciocho quilates de Art Deco de oro, su Ego creía que alardeaba su unicidad. Sí, era algo tan primitivo y elemental como marcar territorio.

                Quizás fue la tentativa incomodidad del silencio que raras veces les molestaba, pero ambas se vieron transportadas al segundo piso del restaurante en el que habían cenado. Había sido el silencio que se había interpuesto entre ellas cuando los platos fuertes habían aterrizado sobre el mantel blanco; enchiladas borrachas para Emma y quesadilla de pollo para Sophia.

Emma había sonreído con absoluta satisfacción al ver que su plato había sido servido tras las únicas dos especificaciones que Sophia le había dado al amable y dócil mesero: “salsa y ensalada aparte”, pues Emma le había dado el poder dictatorial para decidir lo que cenaría. El queso y la crema no importaban porque no cubrían las tres enchiladas que normalmente eran ahogadas en la salsa borracha. A la italiana le gustaba ver qué era lo que se estaba comiendo.

                Después del “buon appetito” que habían intercambiado antes de siquiera tomar el tenedor y el cuchillo en las manos correspondientes, Sophia había escondido su flequillo tras su oreja con el mismo semblante del presente.

Mientras Emma bebía un sorbo de Pellegrino como para limpiar su paladar del sabor que le había quedado del trío de guacamoles y de las avocado fries, Sophia hizo a un lado el largo chile toreado que descansaba sobre su enorme y redonda quesadilla, y observó el casual proceso de prueba de sabores de Emma. La observó hundir los cuatro picos del tenedor en la salsa borracha para deslizarlos, a labios cerrados, contra su lengua. Su ceja derecha se elevó junto con un encogimiento de hombros como si aprobara con apatía todos los componentes de la salsa; la textura, el color, la sazón, y qué tan bien se habían mezclado los ingredientes, pues no había nada peor que una salsa desbalanceada por alguna técnica fallida o apresurada. Y, habiendo esperado a que Emma diera el primer bocado completo de enchilada con salsa y ensalada, porque así era como jugaba con cómo quería comer su comida, pudo darle ella el primer bocado a su quesadilla. Prueba superada.

                8. Si pudieras comer sólo una cosa por el resto de tu vida, ¿qué sería? – Sushi; Rainbow, California, Alaska, y ese que es crunchy y tiene shrimp tempura y va drizzled con salsa de anguila. Y nigiri: shrimp, salmon, tuna, striped bass, octopus, yellowtail and flounder, and maybe surf clam.

Se guardó la respuesta real, esa que era tan imprudente como impertinente y que era digna de ser catalogada como vómito cerebral, esa que la había hecho sonreír traviesamente y que la había hecho meterse el siguiente trozo de enchilada a la boca para ahogar la pícara risa que los nervios le provocarían. Sophia notó la aparente incomodidad por cómo corrigió su postura en el asiento, y, sin pensar en cómo su reacción tenía que ver con lo que ella tenía entre las piernas, pensó en que quizás se había aburrido de las preguntas, en que quizás ya no quería jugar, en que quizás sólo quería comer en silencio. Pero esa risa que apenas había logrado escapársele por la exhalación nasal mientras masticaba…

                 “Si no pudieras vivir en Manhattan o en Roma, ¿en dónde vivirías?”, se había aventurado a preguntar, pues ella no tenía ningún problema con acabarse las preguntas, en especial esas que, en otra ocasión, tenían que ver directamente con ella porque la respuesta era “en donde sea que tú estés” o alguna variación.

Emma le confesó que le faltaba conocer Australia para poder responderle con certeza y con seriedad. Le dijo que le habría gustado ir al Melbourne en aquellos años en los que Federer hacía magia hasta cuando bebía agua en los descansos, y le aclaró que ella no había dejado de apoyar al suizo a pesar de que sabía que Wimbledon del dos mil doce había sido el último título de Grand Slam que ganaría. Pero, para responder a su pregunta, le dijo que en ese momento no sabría decidirse entre Londres, Florencia y Boston.

Sin embargo, la respuesta era, en realidad, la que Sophia podía haber esperado en cualquier otro momento.

                “Y, ¿a qué ciudades nunca te mudarías pero ni por el trabajo de tus sueños?”.

Era una buena pregunta, eso no se lo negaba ni la víctima de su inquisición ni yo. Se imaginó un mapamundi en forma de Rolodex, y, rápidamente, repasó cada una de las ciudades en las que había estado por dos días o más, pues consideraba que en dos días de exploración turística exhaustiva ya se podía emitir un juicio más-o-menos congruente.

Emma no viviría ni en Los Ángeles, ni en Maine, ni en Berlín, ni en París.

La ciudad de Miami no fue incluida en la lista porque eso sólo sería «borderline hypocritical» debido a que su futuro estaba allí, y, aunque quizás no era el trabajo de sus sueños, tampoco era tan mala como París. “París”, respondió tajantemente.

¿Qué tenía París que no le gustaba? No podía sólo atribuirle el disgusto a las pequeñas proporciones de todo o a la personnalité parisienne. Probablemente era que, así como con Venecia, los mágicos homenajes hollywoodenses habían idealizado y aburguesado a todos y cada uno de los arrondissements, y el famoso “O, Paris, foyer des idées, et oeil du mond!” era la cínica antítesis de la supuesta cálida hospitalidad y cortesía con la que se describían los decorosos progresistas que la mayor parte del tiempo creían tener el absoluto e innegable derecho de ser agresivamente groseros entre ellos y con los turistas. “Agglomération parisienne” = “Les Misérables”. Y ni las luces, ni la tour Eiffel, ni Champs-Élysées, ni el Arc de Triomphe, ni la Place de la Concorde, ni Moulin Rouge, y ni siquiera la sobrevalorada Gioconda en el Louvre la convencían. «And mind you, opinions are like anuses: everyone has one and think other people’s stink».

Personalmente, prefiero la metáfora de que las opiniones son como los pezones, pero para gustos los colores.

                11. “Entonces, si a un extremo tenemos París como un absoluto no-no y a Londres-Florencia-Boston como un ‘no-me-molestaría’, ¿en dónde está tu happy place?”.

                Emma había dejado de cercenar una de las enchiladas con su cuchillo, había detenido el movimiento de ambas manos por un momento, y, tras una mirada que se había levantado con maliciosa diversión, había bajado los cubiertos para apoyarlos sobre los bordes del plato. Tenedor a las ocho y cuchillo a las cuatro.

Se había erguido con una risita nasal y una ceja hacia el cielo de «really?», y se había cruzado de brazos en cuanto su espalda se recostó contra el respaldo de cuero de la relativamente-cómoda silla en la que se sentaba.

                Vio a la rubia asentir con una sonrisa. Estaba abusando descaradamente de las circunstancias y le estaba gustando. Prácticamente se burlaba de cómo reaccionaba cuando le preguntaba cosas que tenían respuestas sugestivas, y se burlaba de los malabares mentales que hacía para poder encontrar una respuesta decente y libre de astutas salacidades de doble sentido.

                Contempló la calma con la que Sophia terminaba de cortar un trozo para desplazarlo a su tenedor con ayuda de su cuchillo, la calma con la que llevaba el tenedor a su boca, y la suavidad con la que masticaba mientras continuaba cortando su cena.

La media luz que actuaba como lo opuesto al filtro de Instagram para todo tipo de #FoodPorn también entumecía la apreciación de los colores y de las texturas relativas a la rubia que comía con la parsimonia más burlona de todas.

Apenas podía acosar sus hombros por el grosor de los tirantes que, con cada minúsculo movimiento de su torso, refractaban las débiles y amarillentas lámparas del techo y las frágiles llamas que apenas iluminaban el cilindro rojo en el centro de la mesa.

«¿Mi “happy place”?», arqueó su ceja derecha mientras arreglaba la servilleta sobre su regazo y reía a carcajadas internas. Eran los nervios de saber que debía intentar controlarse por el bien del juego y porque quizás no era el mejor lugar para hablar de la entrepierna de Sophia; la mesa de al lado estaba tan cerca, casi encima, que, si querían, podían participar en la conversación ajena. “Happy place” involucraba una cama, las sábanas o las cobijas eran prácticamente irrelevantes, cero ropa o por lo menos a la rubia sin ropa, y, si podía pedir gustos, gemidos en forma de palabras soeces en griego.

                I like to look at beautiful thingsthat makes me happy, había dicho al fin, perhaps not so much as lookingbut ‘staring’. And my happy placeis where beautiful things areyou know, for me to stare at.

Claro, se refería a quien tenía enfrente, particularmente a esos momentos fortuitos en los que la encontraba siendo víctima de un par de audífonos y de Bruno Mars mientras cantaba, cocinaba y bailaba por creer estar en un proceso de desinhibición libre de público espectador. «’Cause your sex takes me to pa-ra-dise, yeah, your sex takes me to pa-ra-dise, and it shows», tarareó su Ego mentalmente ante el recuerdo del domingo al mediodía, porque eso era lo único que le importaba.

                12. “Si tu apartamento se estuviera incendiando y sólo pudieras salvar una cosa, ¿qué salvarías?”. Vaya cambio radical de tema.

«A ti, aunque no eres una cosa», pensó, porque eso era obvio. “Al perro”, respondió antes de continuar con su ingestión.

                13. “¿En qué eres realmente mala?”.

Emma había fruncido su ceño, y, a pesar de que la pregunta no le molestaba, a su Ego sí le molestaba que la respuesta era larga:

a) No sirvo para acatar órdenes de nadie, sufro de insubordinación aguda; me gusta ser mi propio jefe y por eso disfruto de tener el nombre en la puerta.

b) I suck at ass-kissing. Se me hace más fácil declamar la Biblia que hacer cumplidos y halagos cuando no me nacen.

c) Me cuesta mantenerme en contacto con las personas; no sé si es que no me interesa o si es que simplemente no puedo.

d) No sirvo para disculparme. Supongo que prefiero concentrarme en cómo hacerlo mejor la próxima vez que pensar en lo que en realidad que hice mal.

e) No soy buena para hacer amigos porque nueve de cada diez personas me parecen aburridas. Quizás ni siquiera intento interesarme.

¿Qué debía responder? ¿Cuál literal escogería para responder?

Con su ceño todavía fruncido, suspiró la indecisión. Y, contra el poder que tenía su Ego, escogió la literal f): “Todas las anteriores”.

                Sophia había ensanchado la mirada, y, con un murmullo, le había dicho que esperaba algo más banal, algo como que no servía para los videojuegos, o que no podía cantar, o cualquiera de aquellas respuestas graciosas e inocentes como que no podía estornudar con los ojos abiertos.

Emma sólo le había dicho que de nada servían las preguntas si sus respuestas no eran honestas.

                Luego le preguntó si era popular en la escuela. Otro tema nada que ver con el anterior. Quizás era como la repentina canción lenta en los conciertos; para descansar, para aliviar la intensidad.

Emma le dijo que no, que ella no había sido ni lo uno ni lo otro, ni parte de la exclusión social ni parte del desafortunado estereotipo de grupo americano conformado por las cheerleaders y por los del equipo de calcio. Ella había sido muy normal y muy mortal en lo que a eso se refería: la habían invitado a todas las fiestas, a las salidas al cine y a los viajes a aquí y a allá, y había estado a ambos lados del bullying; de víctima y de agresora. Nunca había sido la última opción en las horas de P.E. o para los tediosos trabajos en grupo, su opinión siempre había sido escuchada y respetada, y había sido class vicepresident desde el noventa y nueve hasta su graduación.

Nunca había alardeado sobre las infinitas horas que había invertido en estudiar para un examen porque a veces no estudiaba, tampoco había emitido quejas falsas en relación con la dificultad del examen que sabía que aprobaría con A+, se había reído de las veces que había reprobado algún examen, había prestado sus tareas para que otros las copiaran, y nunca había robado un bolígrafo. Siendo lo último lo más importante.

Le dijo que quizás había sido “popular” entre los profesores porque nunca dio mayores problemas; siempre se sentó en la primera fila, de preferencia frente al profesor para evitarse compañeros de mesa y las distracciones de las triviales conversaciones del fondo, raras veces faltó a una tarea, siempre entregó trabajos a tiempo, prestaba atención y no interrumpía la clase, y tenía buenas calificaciones. Era a quien nunca le negaban un hall pass para ir al baño a media clase, a quien enviaban a la biblioteca a recoger los libros o a quien enviaban al supply room para traer algo.

Había sido casi teacher’s pet, y decía “casi” porque para eso se debía ser un kiss-ass profesional; nunca repartió regalos de nada a pesar de que no estaba prohibido en el reglamento escolar y de que era casi una tradición, y tampoco había liderado lo que ella llamaba “la recua”, o sea a sus compañeros.

La única pelea que tuvo, con dos o tres profesores, se debió a la temperatura del aire acondicionado del salón de clase; el calor era a veces demasiado. Ah, y aquel malentendido con Dr. Melis que la había llevado al debate club.

                14. “Materia favorita” – Historia. Definitivamente había sido historia, en especial con Mrs. Abbot, quien después había sido su profesora de política los últimos dos años.

                Los signos de interrogación fueron anulados en la decimoquinta pregunta. Supongo que entonces sólo era un enunciado, una manifestación: “dime tres cosas que me sorprendan”.

                Emma pensó en lo que eso implicaba, pues no sabía si quería que le dijera tres cosas sobre ella que sorprendían a cualquiera o si quería que le dijera tres cosas sobre cualquier cosa que igualmente sorprendían a cualquiera.

Mientras masticaba, hacía una lista mental de lo que sabía que sorprendería sin importar si se trataba de ella o de la vida y la existencia, y, entre que podía hacer malabares y que la única vez que le había pegado a Marco le había quebrado uno de los incisivos superiores por la mitad, una estrepitosa carcajada la atacó. Fue ágil, alcanzó a atraparla en su mano.

La rubia la miraba con curiosidad y con cierta acusación de egoísmo; quería saber de qué se reía para reír con ella.

“Supongo que te podría decir cosas aburridas, como que gané uno que otro trofeo de ajedrez entre los siete y los diez, o como que era fanática de los Backstreet Boys, que estaba enamorada de Brian y no de Nick, y que mi canción favorita era ‘Shape Of My Heart’, o que disfruto del ocasional juego de NFL”, dijo tres cosas casi al azar pero que no dejaban de ser sorprendentes, “nunca he podido patinar en hielo —«para responder a la treceava pregunta con una banalidad»—, aunque nadie sabe para qué sirve el colmillo de los narvales, puede crecer hasta los tres metros y se puede doblar hasta treinta centímetros antes de quebrarse —«existence’s fun fact»—, y me cabe el puño en la boca”.

                Sophia, ante el fun fact de la arquitecta, ensanchó la mirada. Eso sí era sorprendente, y lo fue todavía más cuando su cerebro le dijo que las manos de Emma no eran precisamente pequeñas. Era más sorprendente que el hecho de que no pudiera patinar en hielo.

Estuvo a punto de decirle que POR FAVOR le mostrara eso que decía que podía hacer con su puño, pero no lo hizo porque se acordó de que estaban en un lugar público, en un lugar en el que otras personas no querían perder el apetito. Sin embargo la curiosidad pudo más, al menos dentro de lo que era correcto bajo las circunstancias, y le preguntó cómo carajos sabía que le cabía el puño en la boca, por qué carajos se había metido el puño en la boca.

                Emma había reído. Se reía de la estupefacta expresión de la rubia y se reía de sí misma; el dato en sí le daba risa. Le dijo que una vez, cuando tenía como siete años, había viajado con su familia a donde su abuela paterna. Aquella casa era la sede y el santuario del aburrimiento puro, y ya ni se acordaba cómo o por qué pero se había dado cuenta de que le cabía el puño en la boca. Culpa de la esencia del tedio. Y, después de eso, año con año y por simple curiosidad, continuó corroborando que no importaba cuánto le creciera la mano; siempre le cabría.

Quizás no podía lamerse el codo o el mentón, pero sentía cierto orgullo inmaduro por poder albergar su puño en su boca. Al final sólo le dijo lo que había logrado superar lo anterior: “I’m nowhere near perfect”.

Era sorprendente porque se trataba de una afirmación de absoluta consciencia, porque no se trataba de una excusa o de una justificación, se trataba simplemente de que lo sabía demasiado bien y no se disculpaba por ello.

                Luego vino la pregunta de la superpotencia. El tema era un tanto insípido, pero era una respuesta que quería escuchar.

                A ella no le interesaba volar, leer mentes, predecir el futuro o viajar en el tiempo, no le interesaba nada de eso.

Consideró la resistencia sobrehumana para simplemente pasar entre las sábanas con la rubia, pero eso sería sólo un abuso en todos los sentidos.

“Voy a definir ‘superpotencia’ como un don o una capacidad especial. Quizás no sea un superpower, quizás tampoco se trate de algo especial, pero me gustaría irme a la cama y soñar un lienzo en blanco; nada bueno, nada malo, nada alocado, nada incoherente. Quiero soñar nada”, le dijo, olvidándose, por un momento, que jugaban a ser desconocidas en proceso de conocerse.

De nuevo, la respuesta no había sido la que esperaba, y, en esa ocasión, no se trataba de una evasiva o de una tangente porque simplemente se limitaba a responder y a nada más.

                Sophia no supo qué decir al respecto. Quiso preguntarle cuántas veces había tenido un mal sueño a su lado, cuántas veces había sido ella ajena al suceso, y quiso preguntarle sobre los contenidos, pero, por alguna razón, sintió que eso sólo sería invadir esa atesorada privacidad a la que no tenía derecho aun fuera del juego. Además, no sabía si en realidad quería saber. 

Tampoco hizo comentarios al respecto; nada de “¿por qué no sueñas conmigo?” o de “creí que dormías mejor conmigo”, pues no se trataba sobre ella, ni declamó un artículo de Cosmopolitan que tenía por título “Cómo combatir las ojeras”. Era mejor no decir nada. Era mejor concentrarse en las tres preguntas que le quedaban.

                La Arquitecta esperó en silencio por la siguiente interrogante. Tenía curiosidad por saber si había guardado lo mejor para el final, tenía curiosidad por saber qué temas quería tratar, tenía curiosidad por saber qué tanto le costaría responder.

Pero Sophia permaneció callada hasta que los dos platos quedaron sin comida.

                “La siguiente pregunta es muy importante para mí”, le había dicho la rubia con una mirada severa, “porque de tu respuesta dependen muchas cosas”.

                Emma había sentido una leve presión en el pecho, había tenido esa necesidad de sentarse a pesar de ya estar sentada, el aire simplemente no había sido suficiente, y había sentido cómo la carótida le había palpitado como aquella vez en la que su mamá la había asesinado con la mirada porque había chocado el Alfa por culpa de Enrique Iglesias y su “Alabao”. Había tragado con dificultad, y, habiendo fallado en disimular su situación, había logrado asentir temblorosamente.

                “¿Quieres postre?”, le había sonreído Sophia, “Y, sí, esa es la pregunta número diecinueve”.

Vio cómo un exagerado alivio la había invadido en cuestión de un segundo: su cuerpo se había acordado de cómo respirar y de cómo hacer algo tan vital como la homeostasis, pero su expresión facial no había reaccionado con la misma velocidad.

                Emma no era precisamente una ávida consumidora de chocolate, mucho menos en un pastel, y muchísimo menos cuando había helado de dulce de leche involucrado, «coma diabético». El flan de vainilla con salsa de frambuesa sonaba bien, pero, «¿por qué tenían que arruinarlo con caramel popcorn?». ¿Chocoflan? No, esos híbridos no, «o es flan o es pastel de chocolate, pero no las dos cosas al mismo tiempo», mucho menos cuando, además de eso, había fresas, cajeta y coco. Los churros le llamaron la atención porque sólo decía que tenían dipping sauces de chocolate y caramelo, y eso sólo significaba que los sabores eran opcionales y que los componentes los podía contar con una mano; entre más sencillo, mejor. Y la tarta, «ah, la tarta», era otra complicación innecesaria; estaba rellena de una compota de manzana con pasas, «pasas…», e iba acompañada con una bola de helado de vainilla, y cajeta.

No era lo que ella llamaba “una amplia selección”, pero, de entre todas las opciones, sólo había una que sus complejidades alimenticias podían escoger: los churros.

                Para Sophia, la elección había sido tan obvia, tan predecible, que, así como con el plato fuerte, se tomó el atrevimiento de pedir por ella.

Sabía que eso estaba mal por dos razones: porque Emma no necesitaba ni le gustaba que hablaran por ella, y porque era incongruente; si no se conocieran, ella no sabría de sus manías y de sus preferencias. Y, aun sabiendo que estaba mal, le importó muy poco porque había una parte en ella que quería alardear que sabía hasta el más pequeño de los detallitos que conformaban a la mujer que tenía enfrente. Ella sabía, ella la conocía, y quería que Emma lo supiera.

                Y ella lo sabía: sabía que Sophia sabía. Era como si la fórmula mágica se redujera a “simplificar lo complicado y complicar lo simple”. Sonaba confuso, pero era imposible plantearlo de una manera más clara.

Le gustaba que supiera esas cosas porque sentía que le prestaba atención a pesar de ella no siempre ser muy clara en lo que le gustaba y en lo que no, y, aunque no se lo dijera, se lo agradecía porque sabía que lidiar y respetar sus manías era demandante, que requería de tolerancia, paciencia, y cierta cantidad de resignación.

En cuanto había escuchado que la rubia había pedido dos órdenes de churros y agua para combatir la dulzura del postre, ella había sonreído con una mezcla de orgullo y satisfacción y como si quisiera arrojarse por encima de la mesa para taclearla con un beso. Pero la distancia era demasiada y había demasiada gente. Para distraerse, para no irrespetar al resto de personas que disfrutaban de sus cenas, y para que no le prohibieran la entrada al restaurante en un futuro, le acordó que le quedaban solamente dos preguntas, y, como si fuera un gesto de generosidad, le dijo que le daría tiempo para que reflexionara sobre lo que quería saber, todo mientras ella iba al baño.

                La vio desaparecer tras una de las mesas reservadas en las que comían dos hombres y dos mujeres con cierta incomodidad porque se trataba de una double date; los hombres devoraban carne asada, queso fundido con chorizo y tacos de pollo, y sus esposas, aburridas y fastidiadas porque parecía que, además de odiar a sus respectivos esposos, se odiaban también entre ellas y quizás a sí mismas, pues apenas habían jugado con sus ensaladas y se habían dedicado a llenarse los flacuchentos abdómenes con margaritas de mango o fresa.

Por muy invasivas que hubieran sido sus hasta-entonces-diecinueve-preguntas, Emma se había divertido más que esas trophy wives. Y ella también se había divertido.

                En cuanto el mesero llevó la botella de Acqua Panna y los dos vasos, se apresuró a sacar dos Benjamins de su cartera. Se los entregó con una sonrisa y con las palabras más mágicas que había escuchado en todo el día: “el resto es propina”. Más del cincuenta por ciento por un servicio que consideraba que había sido excepcionalmente bueno porque había cumplido con las fastidiosas especificaciones del plato fuerte de Emma, y porque siempre se había dirigido a ellas con una sonrisa y con la debida cortesía. No podía pedir más, no en esa noche en la que el lugar estaba tan lleno.

Y, más que por el buen servicio, la entrega de los dos billetes fue porque, en lugar de reflexionar qué le preguntaría a Emma en cuanto regresara, consideró que era más que justo tras el inquisitivo interrogatorio que todavía no terminaba. Era un gesto de agradecimiento y de compensación.

                Emma se acercó a la mesa con una sonrisa mientras se arreglaba las mangas de la blusa que pasaba por cárdigan, pues se las había recogido un poco para no mojarla de las muñecas en cuanto se había lavado las manos. Cómo odiaba cuando eso sucedía.

                Sophia notó la leve incomodad que sentía en su muñeca izquierda al no tener el peso de siempre, al no tener las dimensiones de siempre, y la desesperación que intentaba exhalar porque el acero húmedo se le adhería a la piel.

                Jugaba con sus manos, las frotaba entre sí y envolvía una en la otra alternadamente para olvidarse del agua fría con la que recién había tenido contacto, y, entre una cosa y otra, se detenía, por menos de una milésima de segundo, a acariciar el nogal alrededor de su dedo anular izquierdo para asegurarse de que los 2.72 quilates color champán estaban alineados con su proximal.

Había comprimido sus labios para no ensanchar la sonrisa mientras se sentaba nuevamente frente al vestido negro, se había aferrado a la silla por el borde del asiento, y, con el típico desliz, se había reacomodado nuevamente a la mesa.

Le preguntó si había sido suficiente tiempo para reflexionar sobre las últimas dos preguntas que le quedaban en las profundas curiosidades que no sabía si eran parte de una primera cita. Le preguntó si necesitaba más tiempo.

                La Licenciada Rialto se ahorró el comentario de cómo esa no era la primera cita en ningún mundo; ni siquiera en modo “pretendamos”. No sabía si era la edad, algo que no era dicho con el tono dramático de “estoy vieja”, o si eran sus personalidades, o si eran las circunstancias, pero consideraba que ellas estaban muy por encima de la banalidad de la primera cita. Pero, si lo decía, quedaría como la persona más arrogante del planeta, y la idea no le agradaba.

Podía preguntarle cuáles eran sus pet peeves, pero sabía que la respuesta era que odiaba cuando las personas se detenían repentinamente en cualquier lugar que requería de constante flujo peatonal, que odiaba cuando los lápices y los bolígrafos estaban mordisqueados, que odiaba las mesas o las sillas que se tambaleaban, que odiaba cuando los formularios no daban suficiente espacio para responder, y que odiaba cuando los niños estallaban en un berrinche que era ignorado por los papás.

Podía preguntarle qué era lo que le activaba el OCD en menos de un segundo, pero sabía que era cuando los palillos chinos no se separaban por la exacta mitad, o cuando un mosaico tenía un tan solo azulejo equivocado, o cuando los cierres metálicos de una carpeta no encajaban, o cuando un empaque “abre fácil” no era fácil de abrir, o cuando el mismo empaque “abre fácil” había sido abierto por otro lado, o cuando las pastillas de un blíster no eran ingeridas en orden, o cuando los rollos de papel higiénico se tiraban desde el interior, o cuando el grout no había sido aplicado como debía ser, o cuando decidían cortar una pizza redonda en una cuadrícula. Al final, todas las anteriores eran pet peeves también.

Necesitaba que las preguntas fueran únicas, preguntas cuyas respuestas nunca se le habían cruzado por la cabeza, preguntas especiales para respuestas originales. Quizás era momento de hablar de algo banal, de algo muy banal, de algo tan banal que le costara encontrar una respuesta.

“What form of art would you be?”.

                Emma había fruncido su ceño y luego había arqueado su ceja derecha al compás de un WTF mental. ¿Qué clase de pregunta era esa? «That doesn’t really matter. How the fuck am I supposed to answer that?». “No sé qué espero de esa pregunta”, le dijo Sophia ante el enorme estrago mental, “no te puedes equivocar”.

Bueno, si no se podía equivocar porque no tenía expectativas de nada, podía sólo dejarse llevar e intentar improvisar una respuesta más-o-menos coherente y decente.

Si Emma fuera una película, probablemente sería un documental sobre algo tan tedioso y metódico que tendría sólo una estrella en Netflix; sería algo difícil de entender porque ni ella misma se entendía, sería una simple exposición sobre alguna teoría llena de contradicciones, inconsistencias, y oxímoros. Pero nada de eso importaba si era narrada por Helen Mirren. Si se trataba de algo más musical, probablemente sería un ballet o una ópera, y eso era lo de menos, pero las composiciones serían una épica colaboración de Prokofiev, Shostakovich, Satie y Chopin. Quizás, si se enfocaba sólo en la música y en algo más moderno o más popular, le gustaría ser algo más funky, más disco; cantada por la sonrisa de Donna Summer «may she rest in peace», y definitivamente con Nile Rodgers en la guitarra, y no se quejaba si había colaboraciones con Earth, Wind & Fire, Thelma Houston, Gloria Gaynor, y Chaka Khan. Si fuera un baile o una performance, porque la parte del ballet no le importaba, querría ser algo tan memorable como Beyoncé en “Single Ladies” o como Jennifer Lopez en ese tributo a Celia Cruz, «I could use some blactino dance moves».

Si fuera algo más del mundo del arte plástico, le gustaría ser una escultura de Frudakis, o un Rothko, o un edificio en el Upper East Side que fuera lo suficientemente alto para tener la vista más generosa de Central Park.

Su respuesta había sido tan incoherente como lo sería ella si fuera un documental; quería algo oscuro, casi macabro y deprimente, pero quería soul y funk, y quería que un impresionista abstracto la retratara, y quería no despertar el interés de nadie pero quería mantenerse elegante y con clase, y quería sonar posh hasta cuando leía los nutritional facts de la bolsa de Cheetos. Y no le interesaba nadie grande ni nada grande, nada de da Vinci, ni de Michelangelo, ni de Morgan Freeman o David Attenborough, ni de Rembrandt, ni de Tchaikovsky, ni de Whitney Houston, ni de un vals vienés ni del moonwalk.

La respuesta la terminó con un I know that my answer doesnt make any senseand, truth be told, sometimes neither do I”.

                Sophia cubrió sus labios y rio calladamente de esa manera en la que sus hombros iban rápidamente de arriba hacia abajo. No se burlaba de la respuesta, no se burlaba de nada en realidad. Era ese tipo de risa que no se sabía si era nerviosa o ansiosa, o por desesperación, pero se podía manifestar también como un gruñido que estaba a pocos ruidos de ser una onomatopeya animal. Quería quitar la mesa para arrojársele en un beso.

                La reacción se vio interrumpida por el aterrizaje de los dos rectangulares platos blancos que contaban con seis churros miniaturas (o uno de tamaño normal que había sido dividido en seis), que habían sido apilados en medio de los dos pequeños recipientes que contenían las dos salsas.

Casi no tenían azúcar o canela, tenían lo suficiente para enmascarar el sabor a aceite en el que habían sido freídos.

                No hubo preguntas relacionadas a la respuesta porque a la rubia ya sólo le quedaba una y quería guardarla hasta el momento en el que su uso fuera necesario, pero sí hubo una inocente y amigable conversación en la que Emma profundizó un poco más en cada componente que había mencionado.

                Luego de que Emma había arrasado con el caramelo porque la salsa de chocolate no le había parecido nada excepcional, y que Sophia había disfrutado de ambas salsas por igual, había surgido la típica interacción que daba inicio al final de la noche, o al menos al tiempo que pasarían en dicho lugar. Que si querían algo más de comer o de beber, pero no, así estaban bien. Entonces Emma había pedido la cuenta y un taxi, pues no haría que Sophia caminara de regreso pero ni por lo saludable de “hacer la digestión”.

El sonriente mesero no había sabido cómo informarle que la rubia ya había pagado, y, en un acto de probable cobardía y de absoluta astucia, había dirigido su mirada hacia quien debía explicar la situación.

                Sophia sólo murmuró “I already took care of it” con una sonrisa que sugería un ordinario agradecimiento verbal y, subliminalmente, cierta risueña inocencia que no dejaría que se molestara por tal improperio.

                Emma había ahogado su reacción con un suspiro, pues no era el lugar para reclamarle nada, mucho menos algo que sabía que era tonto de principio a fin, y se había vuelto hacia el mesero para decirle que “just the cab, then”.

Se le notaba que no estaba ni contenta ni complacida por el gesto, sin embargo canalizó a su mamá y masculló su gratitud de la manera más educada que pudo.

Sí, era la mujer que se enojaba por lo que no debía y que no se enojaba por lo que sí debía, pero, tal y como ella lo había dicho hacía tan sólo unos minutos, a veces ella también carecía de sentido.

— ¿Te gustaría otra copa? —murmuró Sophia, irguiendo su cabeza y su mirada.

Emma la miró con esa sonrisa que sólo hacía que su cabeza se ladeara lentamente hacia la derecha mientras su ceja se arqueaba aún más. ¿Quería otra copa? No tenía una respuesta de sí o no, ni con palabras ni con la cabeza, porque su respuesta no era tan sencilla. No se oponía a ingerir cuatro o cinco sorbos más del Merlot, pero también quería otra cosa. Quería la última pregunta, esa que la iba a liberar del juego al que le había tenido hasta demasiada paciencia y que ya la empezaba a sacar de quicio. No le importaba si la noche terminaba en una conversación sobre nimiedades varias con tal de que fueran nimiedades que pudieran ser discutidas al cien por ciento con los lenguajes que se conocían demasiado bien. Si debía ser eso, al menos tenía que poder acortar la tortuosa distancia de doce centímetros para quizás quitarle las agujas de doce centímetros y subirla a sus piernas, para besarla y tocarla sin recibir alguna mirada o algún comentario que pudiera ser catalogado como nefasto.

Sure —susurró al fin, y la alcanzó le copa vacía.

Miró cómo sus dedos se aferraron a la parte ancha del cristal, y, porque se convertía en una stalker «of the worst kind» cuando de Sophia se trataba, observó la leve impresión que su impulso dejó en el cuero del respaldo y observó el momento en el que enredó sus dedos de la mano izquierda con los largos y delgados tallos, ese segundo en el que su mano derecha se paseó por su trasero por la simple manía de asegurarse de que la falda no se le había subido y para aplanarse cualquier arruga.

                El Carajito, que se había echado entre el sofá y el Gianvito de Emma como si gozara de las condiciones de la claustrofobia, fue el auténtico reflejo de su dueña; estuvo a punto de desnucarse por no poder ignorar el trayecto de la rubia.

                Emma agachó la mirada para encontrarse con la del can, y, a diferencia de ella, a él se le olvidó qué era lo que tenía que ver y se reacomodó como si nada le importara más que dormir. Su ceja se arqueó como si gozara de inteligencia propia y una risa de resignación le atacó las entrañas. «God…», disintió repetidas veces mientras terminaba de reírse de sí misma, y, estando muy consciente de que era como si hubiera intercambiado lugares con el Carajito, se puso de pie para seguir a Sophia. La sensación no le molestó tanto como a su Ego, pues, a pesar de haber adquirido instintos caninos, se desplazaba en stilettos de ochocientos dólares.

                Sophia alcanzó a ver cuando sus manos se posaron ligeramente sobre el borde externo de la barra desayunadora. La ignoró por los doce segundos que se tardó en verter los ciento veinte mililitros aproximados en cada copa.

— ¿Te dije que te ves… —suspiró Emma—, muy bien?

     — Sí —resopló nasalmente, intentando no ahogarse en su propio rubor—. Gracias —susurró.

     — You know… —murmuró, ignorando la copa que Sophia deslizaba por el mármol—, that’s the first thing you said to me.

     — Today? —frunció su ceño, porque, aunque no se acordaba de cuáles habían sido sus exactas palabras, sabía que no había sido un agradecimiento.

     — Ever —disintió, soltando una risa entre la exhalación que terminaría en el interior de la copa.

     — ¿Eso significa que ya no estamos jugando? —le dijo, pues no sabía qué decir al respecto.

     — Te queda una pregunta —respondió, despegando su dedo índice del cristal para erguirlo—. It ain’t over ‘til it’s over —dijo su OCD, el cual todavía tenía un serio problema con el hecho de que eran veintiuna preguntas y no veinte o veinticinco.

     — I dont know why, but I feel like you've been playing the player and not the game —opinó la rubia con la mirada entrecerrada.

     — I haven’t played you —disintió—, I’ve played the game like I was supposed to: I’ve answered each question straightforwardly —dijo, irguiendo su mano derecha para apoyar su índice en su frente y así trazar una tajante línea recta—. I’m so above bullshitting you into a second date —sonrió su Ego sardónica y altaneramente—, or into anything.

     — I know you didn’t feed me some random bullshit —rio, porque por alguna razón le divertía cuando su Ego tomaba posesión de todo en ella—, but I also know that you weren’t THAT straightforward.

     — I wasn’t? —arqueó su ceja derecha y se cruzó de brazos.

Sophia frunció sus labios y sacudió lentamente su cabeza de lado a lado. Era como si no aprobaba tanta seguridad en sí misma, como si condenara la exageración de su franqueza.

— Algunas respuestas no fueron las más sinceras —susurró, y llevó la copa a sus labios.

     — I was playing the game, not the player —reiteró Emma—. En todo caso es un juego inconsistente, y eso lo sabes. No hay una respuesta que aplique en ambos escenarios… eso sería demasiado creepy.

     — Soy mujer, soy inconforme por naturaleza —le dijo, pero eso era algo que ni ella creía.

     — No me gustan las preguntas, en realidad las detesto —repuso Emma, bordeando lentamente la barra para llegar a Sophia—, las detesto tanto que a veces respondo con otra pregunta, o saco una tangente, o doy una respuesta que sólo suena compleja y completa pero que en realidad es vacía —murmuró, desviando su mirada hacia su mano para colocar la suya a un milímetro de distancia—. However, I find your questions quite amusing —la miró a los ojos—. I dont find your curiosity to be annoying; on the contrary, I think its actually indulging —susurró, invadiéndole el espacio personal e íntimo con un tan solo paso—. Por eso puedes preguntarme lo que quieras, cuando quieras, y como quieras —le clavó su mirada en la suya—. En mi familia también están Phillip y Natasha, los Roberts, Julie y James, y Thomas —continuó diciendo—, y también están Vader y tú —le dijo, apenas presionando la punta de su nariz con su dedo índice—. “Mi amor” es el apodo que tú me pusiste y así es como me gusta que me digas porque nadie más me dice así. —Sophia soltó una callada risa nasal y comprimió sus labios para no dibujar la ancha sonrisa que era casi imposible contenerse—. Si pudiera comer sólo una cosa por el resto de mi vida, te comería a ti —le dijo, ahora rozando su cadera derecha con el mismo dedo con el que había presionado su nariz—. Vivo en donde tú vivas y no vivo en donde tú no vivas, lo que significa que mi “happy place” es contigo… mejor dicho: “mi ‘happy place’ es contigo, eventualmente entre tus piernas”, y, si pudiera tener un superpower, me gustaría poder estar todo el día entre las sábanas contigo —susurró, y notó cómo la rubia se empezaba a sonrojar—. Si mi apartamento se estuviera incendiando, te salvaría a ti. Y me gustaría ser la disciplina artística que a ti más te guste; me gustaría ser lo que más te guste ver, lo que más te guste tocar, lo que más te guste escuchar, lo que más te guste analizar, lo que más te guste interpretar —sonrió fugazmente, pues lo que diría a continuación ya no la hacía sonreír—. Y soy mala para aplicar Glasnost contigo; no sé por qué me cuesta tanto si confío en ti —se encogió entre hombros—. No sirvo para decirte cosas lindas y cursis, o para llenarte de cursilerías en general, y tampoco sirvo para cuando las circunstancias requieren cierta flexibilidad de mi parte —dijo, y, tomándose un segundo para tragar, la tomó por la cadera para acercarla a ella hasta que sus narices se presionaran entre sí—. La honestidad es relativa y me queda claro que no es sano que todas mis respuestas tengan que ver con sexo —ladeó su cabeza hacia el lado derecho.

     — “Sano” también es relativo —supuso Sophia, poniendo cierta distancia entre ellas para poder beber de su copa.

     — ¿De quién es esa playlist? —frunció Emma su ceño ante la voz de Diana Krall. Sophia no le entendió—. Es Spotify, ¿no? —la rubia asintió—. Tu mamá tiene… —susurró.

     — Belinda —disintió rápidamente, y la observó suspirar con cierto alivio—. Creí que te gustaba el jazz.

     — En este momento me desespera.

     — Siempre podemos dejar que Donna Summer nos amenice el momento —le dijo con una risa, pues no había nada más adecuado que “Bad Girls” para transformarlo todo—. ¿Te gustaría eso?

     — Me gustaría terminar de jugar —repuso Emma.

     — Is that so? —resopló, y llevó su mano a la solapa de su chaqueta para recorrerla entre sus dedos. Emma asintió—. ¿Por qué?

     — ¿Cómo que “¿por qué?”? —frunció su ceño, «¿acaso no es obvio?».

     — ¿Ya te aburriste? —Emma no dijo nada—. ¿Te está empezando a aburrir? —preguntó, sabiendo que la semántica tendía a ser crucial en momentos tan delicados como esos.

     — Me está empezando a desesperar —murmuró a secas—, so… I’d like to wrap this up A.S.A.P —dibujó una sonrisa condescendiente que logró durar apenas un segundo—. Pregunta —dijo en ese tono exigente que hacía que Sophia riera nerviosamente porque lo encontraba simplemente intimidante.

     — No sé qué preguntar —se encogió entre hombros.

Emma elevó su ceja derecha a medida que dejaba que su cabeza cayera en la incredulidad que tal absurdidad generaba. ¿Cómo era eso posible? ¿Acaso no había escrito veintiuna cosas en la maldita servilleta? Ella sabía que no había seguido la lista de preguntas en orden, ella sabía que había improvisado por lo menos cinco de las preguntas , ¿por qué no podía hacer eso? ¿Por qué no podía sólo preguntar algo de la servilleta si tanto le estaba costando improvisar de nuevo?

— Deja la protesta mental —le dijo Sophia—. Cuando digo que no sé qué preguntarte… es porque tengo muchas preguntas y no sé cuál de todas quiero que sea la última —añadió—, en especial porque sé que esto básicamente te da una semana libre de preguntas personales.

La italiana entrecerró la mirada como si le costara enfocar la sonrisa de la rubia, pero sólo era porque, si debía ser honesta conmigo, no sabía si el hecho de ser tan predecible le fastidiaba. Y quizás por eso de creerse predecible, que no era sinónimo de Glasnost en ningún sentido, su Ego decidió simplemente tocar “Eye Of The Tiger” por ninguna razón. Ella habría tocado “Let’s Groove” porque a ella no le interesaba la asociación Rocky Balboa y Survivor, pero sí estaba muy contenta con Earth, Wind & Fire. Pero eso sólo sería predecible dentro de lo impredecible.

What? —sacudió Emma su cabeza para apagar la música de su Ego. Sophia asintió en silencio—. Can’t you just ask? —espetó.

     — No need to get angry —repuso Sophia.

     — Chiedi le domande… —suspiró para ahorrarse cualquier tipo de sinónimo y traducción de “di merda”. E via, che il tempo passa anche per me —dijo, sabiendo que, de tratarse de otra persona, le habría chasqueado los dedos para dejar clara la agudeza de su consciente grosería.

     — ¿Vas a terminarte el vino? —le preguntó al fin, siendo casi inmune al insolente apuro del que sufría su novia, y la miró tomar la copa entre sus dedos para llevarla a sus labios y beber dos generosos sorbos de mejillas infladas—. ¿Quieres más? —intentó no reír ante la impulsiva y compulsiva reacción, y Emma, con un suspiro de por medio, bebió también lo de la copa ajena—. ¿Más?

     — No —respondió con ese tono tan punto y aparte—. Quiero que termines de preguntar, no que me provoques la resaca de mañana.

     — ¿Qué quieres hacer ahora? —susurró mientras le quitaba la copa de la mano para colocarla sobre la encimera, y amarró sus manos en su nuca.

     — Quello che facciamo tutte le sere, Mignolo: tentare di conquistare il Mondo —dijo lo infantil de su Ego.

     — Va bene, Prof —resopló Sophia—. Ma, cosa ti ferma?

     — Tutte le cose volgari e triviali; la política, la religione, il tempo e il luogo… questo abito —murmuró, tomando el tirante del vestido negro entre los mismos desdeñosos dedos que alguna vez habían menospreciado el supuesto bolso Louis Vuitton que le había regalado su tía Elisabetta.

     — ¿Mi vestido te parece vulgar y trivial? —ladeó la rubia su cabeza. Emma disintió con una mirada que pedía más que sólo una sincera disculpa—. ¿Por qué te detiene?

     — Porque sé que no es H&M.

     — ¿Y eso qué tiene que ver? —frunció su ceño.

     — H&M es algo que puedo mutilar —se encogió entre hombros.

     — ¿Y por qué lo querrías mutilar? —susurró, acercándose lentamente a su nariz con la suya.

     — Porque me estorba.

     — ¿Y por qué te estorba?

     — Porque… —Emma sólo supo expulsar un gruñido de cualidades animales mientras apretaba sus puños lo más fuerte que podía—. Porque quiero quitártelo —«o arrancártelo», porque ya en ese momento no importaba si era un vestido de cincuenta o de diez mil dólares.

     — ¿Ah, sí? —rio suavemente a través de su nariz. Emma asintió—. Después de quitármelo, ¿qué vas a hacer?

     — ¿Es esa tu última pregunta? —exhaló, intentando mirar a Sophia a los ojos, pero sus labios le robaron toda la atención.

     — Después de quitármelo, ¿qué vas a hacer? —repitió la rubia sin asentir ni disentir.

     — I’ll take a step back and Ill stare at something beautiful —susurró—. I already told you I like staring at beautiful things.

     — I’m not a “thing”.

     — No, you’re not, but your lingerie sure is —arqueó su ceja derecha, y Sophia solo rio guturalmente como una niña que había hecho alguna travesura y había sido pillada in fraganti. What?

     — I’m not wearing any —dijo con esa risita nerviosa de por medio.

     — Good God! —exhaló Emma, no dándose cuenta de en qué momento había enterrado sus dedos en la cintura de la rubia.

     — Entonces, ahora que sabes que sólo somos el vestido y yo, ¿qué vas a hacer?

     — Lo mismo —sonrió casi macabramente.

     — ¿Y después? —Emma posó su mano derecha sobre la encimera y le dio dos suaves palmadas, las mismas que le había dado a su escritorio por la mañana—. ¿Eso qué significa?

     — ¿Quieres que te explique o quieres que te enseñe? —arqueó nuevamente su ceja derecha, pero Sophia sólo exhaló del mismo modo que lo hacía como cuando Emma hacía el primer contacto con su clítoris—. Nos podrías ahorrar el sufrimiento, porque esto ya no es anticipación sino tortura, y no de la buena.

     — ¿Y cómo sugieres que termine con este sufrimiento? —susurró en el tono dramático con el que era imposible no vocalizar el doloroso sustantivo.

     — Sólo tienes que preguntar —se encogió entre hombros, y, sin esperar a que la rubia mascullara la más torpe de las consonantes o la más clara de las vocales, tomó ambas copas para enjuagarlas.

Sophia se quedó estática, casi inerte, con las manos flojas por no tener una nuca de la cual podía detenerse y mucho menos colgarse.

Cinco segundos para dejar que colocara las copas sobre alguna superficie, dos segundos para tomarla por la cintura y obligarla a que la encarara, dos segundos para mirarla fijamente y para advertirle lo que estaba por hacer, un segundo para informarle que la última pregunta podía fuck itself porque no tenía nada más que preguntar, «no en realidad», tres segundos, máximo cuatro, para quitarle la chaqueta, dos para sacarle el cárdigan, dos para cada stiletto, entre cinco y seis para quitarle el jeans, quizás diez para sonreír por la típica tanga negra, y otros ocho segundos para deshacerse de lo que Emma llamaba “lencería”. ¿Se tardaba cuarenta y cuatro segundos en desnudarla o se tardaba cuarenta y cuatro segundos en arrancarle la ropa? Tenía que preguntarle algo “con sustancia”, «what the fuck does that even mean?», la pregunta referente a las casas de Hogwarts no había tenido “sustancia”, «¿o sí?». ¿Qué quería que le preguntara?

                Cuando Emma terminó de secar las copas, porque odiaba las manchas de agua sobre cualquier superficie transparente, encaró a una rubia que todavía se esforzaba por inventarse algo con “sustancia”. Parecía que intentaba formular uno de los más grandes misterios de la vida como “¿qué es la vida?” o “¿qué es saber?”.

— Debe haber algo que en verdad quieres saber —le dijo ante la cara de parto natural que tenía el vestido negro.

     — Ya lo hice, y tu respuesta la sacaste de Mignolo col Prof —repuso con su ceño fruncido.

     — Tú sabes lo que quiero hacer —disintió—. Te lo quería hacer por la mañana; medio bañada y medio vestida, y te lo quería hacer por la tarde mientras te bañabas, y te lo quiero hacer ahorita.

     — Ya no quiero preguntar —le dijo a secas—, quiero decir y quiero hacer. Así que la siguiente pregunta será la última, y no me importa si crees que tiene sustancia o no porque es lo que quiero saber ahorita —«¿de acuerdo?», aseveró la mirada, y Emma asintió en silencio—. Would you like to fuck me here, on the countertop —le dio las dos suaves palmadas a la misma encimera que había sido víctima de Emma hacía unos minutos—, or would you like to fuck me somewhere else? —Emma no supo qué decir, no sabía si era la crudeza de las palabras escogidas o si era la seriedad del tono con la que no preguntaba si quería o si tenía ganas de hacerlo sino sólo cuestionaba el “dónde”—. Should I turn off the music or should I just play some sexy-time-music? —agregó con la cabeza ladeada hacia la izquierda—. Si no me dices nada… yo me quitaré el vestido.

Emma arqueó su ceja derecha y apretó la mandíbula mientras suspiraba lo que podía ser un gruñido de enojo o de “no-me-retes”/“no-te-pases”. ¿Cómo osaba a decirle que estaba por quitarle los privilegios de quitarle la ropa? ¿Acaso no era ese su trabajo real? Disfrutaba más de eso que de la arquitectura y de la ambientación juntas y potencializadas.

                Arrogante por consecuencia de la indignación, dio dos pasos hacia adelante, y uno más, y uno más hasta que la rubia se vio obligada a dar ella un paso hacia atrás, y otro, hasta que se encontró acorralada y sin ninguna posibilidad de escaparse. Con una mirada de «Imma do to you whatever the fuck I want, wherever the fuck I want, however the fuck I want» que era casi sofocante porque intimidaba y seducía por igual, se acercó como si quisiera morderle los labios.

                Sophia sólo sintió una tibia y ligera exhalación que, aunque no supo si era bucal o nasal, supo que era un provocativo freno de emergencia que se llamaba “anticipación sexual”. Quiso tomarla por las mejillas para que no se le ocurriera repetir la intención porque eso sería sólo una tortura que ya no sabía si disfrutaría tanto como los innuendos que se habían dado desde que se habían bajado del taxi.

«“Innuendo”», pensaron ambas con una risa mental; era una palabra sensual.

                Emma envolvió sus muñecas en sus manos con una fuerza que no era agresiva a pesar de que era un “no” con el que no se debía jugar, y, lentamente, aunque su intención había sido colocarle las manos a la espalda, fue deslizando sus manos hacia los dedos de la rubia para fijarla al mármol. No valía la pena hacerla sentir una prisionera de tipo penal y no de tipo sexual.

Sintió cómo la roca apenas se le incrustó en la palma de su mano. Sin saber por qué, quizás para evitarse un segundo freno en forma de exhalación, agachó la mirada para apreciar el anillo una vez más. Se preguntó cómo se vería si las manos de Sophia todavía fueran víctimas de la laca roja de nombre “the Thrill of Brazil”, se preguntó si se vería igual y si se sentiría igual, se preguntó si, en caso de laca roja, habría comprado el mismo anillo.

— Sabes… —susurró arrastradamente mientras paseaba su pulgar por la roca amarilla—, cuando dije que quería ver engagement rings en Harry Winston —sonrió como si el recuerdo le diera risa a pesar de que le indignaba—, no pudieron ocultar la pena que sentían por mí, como si fuera de esas novias obsesivas que llegan a escoger el anillo que quieren que alguien del personal le recomiende al pobre sometido que todavía no sabe que se va a casar —resopló—, o como si fuera de esas mujeres que sólo quieren sentir el placer de meter el dedo en un anillo de cincuenta mil dólares porque lo que cuenta es el precio y los quilates, como si entre más quilates más durará el compromiso; Kim Kardashian tuvo un anillo como de quince quilates y le duró como dos meses —dijo, y la rubia, no sabiendo si reír o si susurrar un «is this the wine talking?», sólo supo sonreír—. Y ese no es el punto —se reprendió a sí misma con una risa nasal y un disentimiento—. El punto es que pasé media hora viendo anillos que tenían tantas características genéricas que ninguno me gustó; encuentras lo mismo en Bvlgari, en Cartier, en Tiffany, y hasta en Van Cleef —se encogió entre hombros.

     — Pero es Tiffany —susurró abruptamente la rubia como si hubiera pensado en voz alta.

     — Porque después del fiasco de Harry Winston fui a Tiffany —asintió—. Mi intención nunca fue comprar el primero que me gustara —confesó, pero no había arrepentimientos o lamentos sino sólo orgullo puro—, y siempre creí que iba a escoger uno clásico, uno tradicional.

     — ¿Esto te parece tradicional? —resopló Sophia.

     — No voy a decir que fue algo poético como que el color del diamante me acordó al color de tu cabello por las dominicales mañanas de primavera —rio, tanto por su tono como por el contenido de lo dicho—. Me acordé de cuando dijiste que considerabas que la civilización había nacido en el período de entreguerras, que la sociedad postmoderna había comenzado a existir y a evolucionar más allá del costumbrismo y del tradicionalismo, que había comenzado a transformarse porque tenía industria y sentimiento en iguales cantidades. Creo que las palabras que utilizaste fueron “glamour, euforia, lujo, progreso”; el materialismo.

     — La bella figura —disintió ligeramente, pues nunca utilizó un término marxista para describir la época estética que más le gustaba.

     — La bella figura —se corrigió Emma con una sonrisa que pedía una disculpa tras la siguiente—. No te iba a dar algo que yo no me iba a atrever a poner en mi dedo; nada costumbrista o tradicionalista.

     — “Progresista” —susurró.

     — Y a veces el progreso está en mirar hacia atrás —asintió—. No es un asscher, ni es un D en la escala de color, ni es un FL en escala de calidad, y tampoco es el Koh-I-Noor… —«koh-I-what?», frunció Sophia su ceño—. Es un diamante de más de cien quilates. No tiene precio —le explicó.

     — Éste tampoco tiene precio —sonrió.

     — Mi cuenta de banco no estaría de acuerdo con eso —rio Emma, llevando la mano izquierda de Sophia a sus labios.

     — No quiero que me digas cuánto costó —repuso, viendo cómo giraba su mano entre la suya para darle un beso en la palma.

     — No te lo iba a decir —resopló nasalmente contra la mano ajena que ahora le ahuecaba la mejilla—. Creo que tienes una idea bastante exacta.

     — Tengo un mínimo —se encogió entre hombros—, el máximo ya ni está en mi imaginación —susurró mientras se sacudía ligeramente por el escalofrío que la había invadido.

     — ¿Tienes frío o te estoy poniendo nerviosa? —le preguntó, y, sin quitarle la mirada de la suya, besó esa minúscula porción de muñeca que descubría el brazalete de su reloj—. Hueles distinto —dijo antes de que la rubia pudiera balbucear la respuesta.

     — ¿Bien?

     — It smells… dark —susurró luego de una profunda inhalación—, and sexy. What is it? —inhaló de nuevo.

     — Ford —masculló casi en absoluto silencio—. ¿Te gusta?

Emma solo sonrió a ras de las dos líneas que apenas se extendían paralelamente al brazalete de acero que indicaba las nueve con veintiocho minutos. Le dio un beso, y otro, y otro, y otro, y otros que se fueron acercando más al fin de su brazo y al comienzo de su antebrazo, y colocó la extremidad de Sophia sobre su hombro para poder continuar mientras acariciaba los poros alborotados.

— ¿Frío… —susurró sobre el comienzo de “In A Sentimental Mood”—, o nerviosa? —le sonrió, mirándola traviesamente por la esquina de su ojo izquierdo.

     — ¿Importa? —se ahogó, logrando permanecer ajena a los efectos de la predecible ceja derecha hacia arriba, o quizás sólo estaba concentrada en calcular cuántos besos se tardaría en llegar a su cuello: «cinco».

     — Supongo que no —sonrió Emma, irguiéndose para mirarla a los ojos y para quedar con una deuda de cuatro besos.

Se acercó nuevamente a sus labios, pero esta vez no parecía querer morderla sino sólo besarla, sin embargo no lo hizo. Fue como si buscara el ángulo perfecto; quizás cincuenta, quizás ciento veinte, quizás setenta, quizás los cien grados exactos para que sus narices no interpusieran ninguna distancia aun estando presionadas entre sí. Sabía que, de darle el más insignificante de los roces labiales, tendría que tomarse su tiempo y tendría que dirigir toda su atención al arte del beso. Debía ser el piano de la canción.

                Quiso llevar sus manos al borde inferior del vestido para recogerlo lentamente hacia arriba, pero no supo si era para exponer la falta de lencería o si era para simplificarse momentáneamente la existencia e ir directamente a donde quería ir. Pero no, levantar el vestido significaba que eventualmente lo tendría que bajar. Eso era perder el tiempo. Entonces, en lugar de corroborar las alegaciones de la rubia que había cerrado los ojos y simplemente cedía a la espera labial, la recorrió hacia arriba como si quisiera matar a dos pájaros de un tiro: abrazarla y buscar la cremallera invisible.

La encontró bajo su brazo derecho, porque era obvio que allí estaría, y, lentamente, abrió las seis pulgadas que revelaron únicamente piel.

                Sophia abrió los ojos en cuanto ya no la sintió a ras de sus labios, en cuanto sintió cómo sus uñas y sus dedos se escabullían bajo los gruesos tirantes para tirar de ellos hacia afuera.

A veces prefería que no la mirara a los ojos cuando le quitaba la ropa, quizás era el poco pudor que le quedaba o quizás era porque no podía evitar sentirse fugazmente vulnerable cuando la miraba de esa manera que nunca lograría describir, pero a veces prefería que sí la mirara a los ojos porque sólo entonces sabía más-o-menos qué era lo que le esperaba.

En esa ocasión, como en muchas otras, Emma no podía guardarse la sonrisa engreída que la poseía a pesar de que intentaba disimularla o suavizarla al morder su labio inferior por el lado derecho.

Sintió cómo la tela se deslizaba por sus antebrazos y empezaba a descubrir su pecho cada vez más, sintió cuando las manos de Emma tiraron con mayor fuerza para superar el aparente obstáculo que imponían sus protuberancias copa B, y, contrario a lo que esperaba, el par de ojos verdes no se agacharon ni en lo más mínimo. Un poco más de fuerza después y el vestido terminó por caer al suelo. Ambas suspiraron unísonamente, Emma como si intentara mantener la calma y Sophia como si intentara relajar todo eso que se le había contraído al sentirse expuesta de los tobillos hacia arriba. «Oomph…».

Sintió su mano en su muslo izquierdo, y su pie se salió del vestido.

                El tiempo se detuvo por un segundo, o al menos eso pareció, y, sin que le dijera absolutamente nada, Sophia se dejó tomar por ambas piernas para ser colocada sobre la superficie que previamente había sido victimizada por las lascivas palmadas. El vestido, que se había quedado sobre el pie izquierdo de la rubia, terminó por caer sobre la gamuza de los Gianvito.

Emma sólo le sonrió y caminó hacia atrás hasta toparse con la encimera del lado contrario.

— Creí que sólo era un paso —le dijo Sophia con un suspiro de disgusto sintético.

     — No me puedes culpar por un abordaje más… holístico —se encogió Emma entre hombros, y, en cuanto arqueó su ceja derecha, como era de esperarse, Sophia se sacudió ligeramente en otro escalofrío—. Me gusta poder apreciarlo todo.

     — ¿Todo? —rio, y esperó a que Emma asintiera para echarse un poco hacia atrás y subir las agujas al mármol—. ¿Lo ves todo?

     — Oh, God… —gruñó.

     — Tienes toda la razón —frunció sus labios.

Se tomó un momento para jugar con su paciencia y con su cordura mental y física. Utilizó sus manos para impulsarse hacia atrás hasta que rozara la elevación que formaba la barra desayunadora, abrió sus piernas, y, sin el más risible rastro de pudor que había podido tener hacía tan sólo un momento, separó apenas sus labios mayores para que en verdad lo mirara todo.

Vio cómo las manos de Emma apretaron el borde de la encimera tras ella y cómo fugazmente cerró sus ojos entre un suspiro. Ese día no necesitó que le subiera el autoestima con algún cumplido o algún halago respecto a lo que veía porque sabía que le gustaba, sabía que le gustaba así y sabía que le gustaría si decidía recorrerse.

                Guardando la misma compostura que la torturaba lentamente por dentro, se acercó a pasos lentos porque no tenía prisa de nada; su OCD no era tan grave como para perder la cabeza por no haber comenzado a las nueve con treinta minutos exactos. Ella sólo quería comenzar y sabía que todo lo bueno tomaba tiempo.

Se agachó para recoger el vestido porque, cuando comenzaba, no se detenía hasta que terminaba, y no iba a dejar un perfecto Dolce a la destructiva merced del Carajito. Fue una suerte que ya lo tuviera entre sus dedos, pues Sophia sufrió de un ahogo de aquellos que demandaban atención sexual inmediata, y se irguió lo más rápido que pudo.

Se encontró únicamente con cuatro dedos. El quinto, el del medio, había desaparecido en su interior.

— Lo que tengo que hacer para llamar tu atención —exhaló la rubia mientras sacaba su dedo. Emma no supo qué o cómo responderle, sólo podía ver con lo que las falanges habían sido cubiertas—. ¿Lo quieres? —sonrió, ofreciéndoselo como si se tratara de algo tan mundano que podía ser rechazado—. Suit yourself —se encogió entre hombros ante la afonía de la mujer que sólo sabía perseguir el dedo con la mirada.

     — ¡Sophia! —resopló nerviosamente en cuanto la mencionada se probó con demasiado gusto.

     — Tú no lo quisiste —repuso tajante y desdeñosamente.

Emma, ofendida por la acusación, pues no era que no lo había querido sino sólo no había logrado verbalizar un simple “sí”, tiró de sus tobillos para que sus piernas cayeran. La abrazó por la cintura y la haló hasta que la tuvo a horcajadas alrededor de su cadera.

Rezó por el Carajito para no encontrárselo en el camino a la cama, pues, si intentaba mirar el piso, sólo se encontraría con el pecho de quien la tomaba por la nuca y apoyaba su frente contra la suya.

                Sophia cayó de algún modo en alguna parte de la cama, la entrada había sido por la esquina más cercana a la puerta, y, antes de que ya no tuviera voz y/o voto en lo que estaba por sucederle, se irguió para hacer aquello que emparejaría la situación de la vestimenta.

Fue fácil, no puso ningún tipo de resistencia, pero no tenían suficiente tiempo como para que se pusiera de pie y deshacerse del jeans de una vez por todas. Tiempo tenían, sí, pero las ganas eran más fuertes.

                Supongo que se les olvidó que estaban jugando con los límites de la anticipación y con la anticipación en general, y no fue que se arrancaron los labios de un bestial mordisco, pero a Emma se le olvidó todo sobre el ángulo perfecto y a Sophia se le olvidó esperar y querer esperar. Simplemente pasó.

Se sintió más que sólo bien, ya nadie jugaba a nada, ya se conocían desde más tiempo que sólo un par de horas con un par de minutos, ya sabían cómo anticiparse mutuamente y a ojos cerrados, y poco importaban los inquietos movimientos de piernas de Emma.

Primero se escucharon dos golpes suaves, uno primero y el otro después, y, en menos de un segundo, el jeans cayó sobre los Gianvito mientras Emma empujaba a Sophia un poco más allá del centro de la cama.

                La arquitecta miró a la licenciada a los ojos como si le preguntara si todo estaba bien; si las coordenadas de las sábanas blancas estaban bien, y, en cuanto supo que no había ningún tipo de objeción o refutación, dibujó una ligera sonrisa y le plantó un beso que cabía más en la categoría de lo juguetón que en la de lo apasionado.

Se irguió con el rastro de la sonrisa, porque en ese momento ya nada era divertido o gracioso, y, mientras acosaba a la piel de la rubia con un detenido y hambriento análisis desde los hombros hasta sus muslos, se recogió el cabello en un moño que pudiera resistir los previsibles y predecibles arrebatos manuales y de los respectivos revolcones del Kama Sutra improvisado.

Cuando se anudaba el cabello, en especial bajo esas circunstancias de cero ropa y ceja derecha arqueada, se trataba de algo serio, de algo a lo que Sophia sabía sólo intentar no tenerle miedo… en el buen sentido.

Tomó el Zanotti izquierdo entre sus manos, y, parsimoniosamente, bajó la corta cremallera para, con un leve tirón, quedarse con la aguja en la mano. Lo mismo con el stiletto derecho, y, porque le importó poco el magno respeto que tenía por el calzado italiano, arrojó el par de trece centímetros hacia el suelo. Ya luego habría tiempo para disculparse.

Se echó nuevamente sobre quien había observado el ritual con media ternura y media excitación. Era confuso pero cierto.

                En escala del uno al diez, siendo diez “demasiado”, ¿qué tanto habían hablado de Franco esa noche?

Quizás era raro que Sophia no estuviera cien por ciento invertida en lo que Emma le hacía en los labios, pero la pregunta era no sólo válida sino también adecuada, pues de eso dependería lo que podía o no hacer con sus manos. «Dos… tal vez tres», supuso al fin, y le abrazó la espalda con el cuidado que la apreciación de la escala sugería.

Le gustaba aferrarse a sus hombros por debajo de sus brazos, apenas clavarle las uñas como si quisiera rascarle el centenar de pecas de la región, y le gustaba deslizarse lentamente hacia abajo hasta sentir cómo sus omóplatos variaban en prominencia conforme alteraba su posición. Luego venía el abrazo, el casi apretujón que le podía sacar un pujido de oxígeno o una sonriente exhalación; comenzaba en la cintura y podía subir y/o bajar sin ningún problema siempre y cuando se tratara de brazos y no de manos. Por último estaban las manos, dos individualidades que podían recorrerla en distintas direcciones y con distintas presiones y quizás distinto número de dedos involucrados. Era en eso último que podía ocurrir lo que más temía, porque, aunque le gustaba, no le agradaba provocarlo de esa manera: era el roce sobre la cicatriz lo que provocaba un estremecimiento, un leve escalofrío y la hacía gruñir y la obligaba a quitarse las manos ajenas de la espalda para simplemente anclarlas a la cama.

                Fue como si no lo hubiera sentido, ni con cinco dedos ni con uno. Emma dejó las manos de Sophia en donde estaban, ella estaba muy a gusto en donde estaba y haciendo lo que hacía.

Como simple reacción involuntaria a una leve presión que no le había incomodado en lo absoluto, su pelvis arremetió contra su entrepierna.

                Sophia le gimió en la garganta y sus brazos se estiraron hasta que sus manos se aferraron a su trasero. Escuchó a Emma reír en respuesta, algo muy arrogante y burlón de su parte, pues sí, así de fácil era sacarle un gemido. No le daba vergüenza aceptarlo, esa noche sería un tributo al Ego de la arquitecta.

Dejó que tirara de su labio inferior entre sus dientes, que la mirara con orgullo y petulancia por haber perdido la eterna batalla del labio que ambas querían conquistar por el resto de la eternidad, y se dejó porque en realidad no importaba y porque no podía negar que le gustaban esas actitudes en momentos como esos y en lugares como esos.

Mentalmente, le exhortó que le besara el cuello, y quiso bajarle tres tonos de orden marcial a su deseo para poder verbalizarlo, pero no tuvo que hacerlo, Emma simplemente atacó a la yugular con un beso que se convirtió en mordisco y que sólo sería el comienzo del trayecto hacia lo que se escondía tras el pesado arete.

Fue porque se deslizó un par de centímetros hacia abajo, porque se le escapó por esa ridícula distancia, que los brazos ya no le alcanzaron para apretujar su trasero como había sido su intención, y fue por eso que regresó sus manos a sus hombros y a su nuca hasta que una de ellas se enterró entre su cabello. No se quejaba, ninguna lo hacía.

Su cuello olía principalmente a ese extravagante balance de femineidad y masculinidad que había conocido en su muñeca, a eso que olía a negro si Emma estaba bajo los efectos del LSD, y se combinaba con el ligero aroma a bambú que se desprendía de la melena que sólo se alborotaría más.

Sintió cómo del peso de Emma se fue colocando sobre su torso, y, en cuanto ya no había distancia de por medio, ambas suspiraron por los dos puntiagudos puntos ajenos que hacían contacto con sus respectivas pieles. 

Se perdió entre los besos y los mordiscos, perdió la noción del tiempo, y hasta creyó haberse quedado dormida, pues, cuando volvió en sí, Emma ya no estaba tan cerca y tenía sus pezones entre sus dedos. Ella le sonrió traviesamente y, sin advertencia alguna, pellizcó fuertemente y soltó.

— ¿Cosquillas? —preguntó una Emma muy confundida, pues Sophia sólo había podido reír entre el gruñido que había hecho que le clavara las uñas en los hombros.

     — Hormigueo —exhaló como si se tratara de una mujer embarazada en alguno de esos cursos preparación y de métodos de respiración para el momento del doloroso y extenuante parto natural—. Intenso —se sacudió en el cuarto escalofrío de la noche.

     — ¿Duele?

     — No sé —dibujó una sonrisa reconfortante.

     — ¿No sabes? —arqueó su ceja derecha, y pellizcó nuevamente.

     — Skatá! —gruñó, y soltó otra risa.

     — ¿Te duele pero te da risa? —entrecerró la mirada, como si eso le ayudara a entender.

     — Es intenso —disintió—, tú sabes cómo se siente. Ya te lo he hecho.

     — Sé cómo lo siento yo —asintió Emma—. Y sé cuánta fuerza usas.

     — No puedo describirlo —se encogió ligeramente entre hombros—. Y no sé cuánto placer me da —sonrió de nuevo, y vio a Emma fruncir cejas y labios por igual—. Do it again —le dijo, llevando su mano a su cabello para peinar lo que no necesitaba ser peinado, y, antes de que Emma pudiera preguntarle si estaba segura de que eso era lo que quería, o que pudiera decirle que podían investigar la cantidad de placer en otra ocasión, o que se olvidara de las preguntas y de los comentarios y de las sugerencias y que sólo lo hiciera, añadió—: but only on one —irguió su dedo índice—, say, this one —le señaló su pezón derecho—. And, when you let it go, circle it with your tongue —sonrió, y le ofreció su torso sin el merodeo de sus manos.

Con un “yes ma’am” y un saludo militar mental, Emma se dispuso a acatar los deseos-vueltos-órdenes de la única persona a la que había estado dispuesta, desde siempre, a prestar sus servicios de sottomissione-sudditanza dentro y fuera de la cama.

Se acercó lentamente a lo que sus dedos retorcían con ligereza. El hormigueo superaba la sensación. Quiso contar hasta tres, pero fue en el dos que pellizcó y retorció rápidamente al pequeño e indefenso pezón.

                Sophia se quedó sin palabras, sin gemidos y sin sollozos, sus manos intentaron apuñar el cubrecama pero fallaron por la tensión con la que mágicamente (Ania) había sido extendido, y sus ojos no pudieron cerrarse a pesar de que era lo que suponía que pasaría. Notó cómo la respiración de Emma se densificó concupiscentemente de un milisegundo a otro, cómo su mirada se había tornado turbia e ilegible, y cómo se había reservado sus más lujuriosas intenciones al presionar su mandíbula con la misma fuerza con la que pellizcaba su pezón. Había algo curioso entre lo delicado de sus dedos, el anillo de nogal, y la brusquedad de su acción.

Contempló el momento en el que sus dedos la liberaron en cámara lenta y el mudo jadeo que se le escapó y que aterrizó sobre su pezón y su areola en forma de cálida exhalación, y el momento en el que una tímida y disimulada apertura de labios dejó que su lengua saliera hasta que rozara la pálida circunferencia.

                Su lengua circundó el pezón que apenas rozaba por los costados. Era una tortura lenta que no conocía de presión lingual ni de filo dental; la rubia abría sus labios con la intención de gemir, pero sólo lograba exhalar y dejaba caer fugazmente sus párpados para poder seguir siendo víctima de su propio voyerismo.

Trazó los siete círculos que calmaron al hormigueo, y, estando a punto de trazar un octavo, dejó su lengua al borde inferior de la única erección que la había hecho sonreír en toda su vida. Le penetró la mirada con la suya, dejó que lo travieso y lo macabro de su Ego saliera en forma de una sonrisa, y envolvió aquello entre sus labios.

Las succiones eran ridículamente suaves y lentas, se detenían para darle espacio a que su lengua jugara de abajo hacia arriba, y de arriba hacia abajo, únicamente con su pezón, continuaba succionando, a veces sólo su pezón y a veces la areola también. Todo lo contrario a la crudeza con la que la había agredido al principio. Y terminó con un tirón entre dientes que le detonó una contracción entrañal demasiado intensa como para no ser un orgasmo.

— ¿El otro también? —le preguntó Emma con la voz más dulce que pudo encontrar entre los besos que le daba al eje de simetría.

Sophia asintió, poco a poco sumergiéndose en el rojo que podía interpretarse como una mezcla de vergüenza y excitación. Sólo quería que Emma la consintiera. Y quería placer. Quería que la consintiera con placer. No necesitaba excusa o justificación, pero se la debía por haberse enojado por haber cometido el pecado de haber pagado la cena.

Esta vez lo sintió más intenso, como si su pezón tuviera un nervio que lo conectara directamente con su clítoris.

Vio sus dientes aprisionar su areola, y, como por reflejo, su mandíbula se fue tensando y apretando poco a poco hasta que representara la justa equivalencia de cómo Emma la estaba tratando. Y la vio hacerle todo lo que le había hecho a su otro pezón, hasta que éste se tornara de ese leve rosado de maltrato salaz del que se había coloreado el otro.

                Con una risa de picardía, Emma la miró brevemente a los ojos para que supiera más-o-menos que debía empezar a prepararse mentalmente para lo que se venía. Tomó ambos senos entre sus manos, con los sensibles pezones entre sus dedos, y, quizás como por broma, intentó ahogarse entre las copas B mientras daba besos y mordiscos hacia la izquierda y hacia la derecha.

Falló en provocar una leve risa de cosquillas, pero esa nunca había sido su intención. Consiguió un flojo suspiro al que le sucedió un ronroneo que había vibrado contra sus labios.

No le preguntó qué quería, no le preguntó si quería que se quedara ahí o si quería que bajara, pues en realidad no le importaba su preferencia; le importaba que quería que hiciera algo en la zona sur. Y sí, ella muy diligente y complaciente, optó por estirar su cuello para arrancarle el último beso de los próximos doce minutos que por varias razones se sentirían tan cortos como eternos.

Mordisqueó aquel paupérrimo exceso de grasa que se acumulaba en sus hipocondrios, ese que seguía las fronteras de su caja torácica hasta que desembocaba en su cintura, un poco de cosquillas en forma de jadeo y de contracción muscular-abdominal, y besos que ya debían acercarse a su eje de simetría a la altura de su cadera.

Dio un par de parsimoniosos besos en aquella área que sólo era descubierta para ella porque siempre se escondía bajo la tela de una tanga o de un bikini, trazó inconsistentes garabatos con la punta de su nariz hasta que la piel de la rubia se erizó y se sacudió en otro de los infames escalofríos, y, con un ligero lengüetazo en el ápice de sus labios mayores, algo que ni yo me esperaba, la hizo ahogarse en un jadeo que en otro momento habría tenido madera de pujido.

Se detuvo a analizar lo que parecía que no había tenido la dicha de probar en tantos días, días que parecían años, y, de entre todos los aromas que tenía impregnados en la nariz; el Ford de Sophia y su Dolce, el del Pomerol, y el de la mezcla a comida mexicana, inhaló profundamente el único olor pervertido que la hacía sonreír.

El sonido que salió de sus entrañas fue casi el mismo que salía de su estómago cuando pensaba en la comida perfecta: ravioli de ricota, mozzarella y un poco de espinaca, con un poco de salsa napolitana encima, albahaca fresca, y, aunque estuviera mal, un recipiente con más queso mozzarella y otro con parmigiano para agregarle al gusto, 128oz de half & half Iced Tea Lemonade para beber, y tempura de helado de vainilla con salsa de caramelo.

Así que, sin titubeos, sonrió ante la idea de ya no tener que esperar ni un segundo más para por fin hacer lo que había querido hacerle por la mañana sobre el escritorio, por la tarde en la ducha, y todos los minutos que habían transcurrido desde que había osado a pagar la cena.

                Con la arrogancia de su Ego a flor de piel, la tomó de la cadera para traerla hacia ella. Había una diferencia entre ella ir en busca de eso y entre eso ir en busca de ella. Una de esas variantes satisfacía más a su Ego. Fue apenas un roce de lengua con mucha presión de abajo hacia arriba con la más tortuosa lentitud.

La escuchó inhalar por la sorpresa del tirón y por lo directo del contacto. Y, justo cuando su lengua presionó esa afilada cúspide que se formaba gracias a la división de sus labios menores, la dejó estática y envolvió los alrededores con sus labios para empezar a succionar. Un gemido escondido entre el jadeo de puños cerrados.

                Miró a la rubia desde donde estaba, le sonrió sin despegarse de lo que mantenía presionado, y succionó más fuerte para simplemente soltar y atacar con su lengua.

Sabía a eso que no podía describir porque simplemente no sabía a qué sabía en realidad, sabía que no era el sabor más completo, ni el más especial, ni el más elegante, mucho menos el más limpio, pero no sabía por qué le gustaba tanto; le gustaba jugar con él, le gustaba provocarlo, le gustaba la consistencia, le gustaba el olor, y le gustaba confesar que se le antojaba con frecuencia. Bueno, podía describirlo como que sabía a Sophia, y, cuando lo describía así, su Ego y su orgullo se inflaban hasta alcanzar la exósfera porque era una victoria hasta por sobre el desechable recuerdo que era el Pan-de-mierda; sólo ella sabía a lo que sabía Sophia, y eso era lo que quizás más le gustaba.

                La trajo más contra su lengua, la abrazó por el vientre, y, sumergida en el «mine!» mental que le acordaban a una mezcla de las gaviotas de Nemo y a aquella amorfa y quimérica criatura de nombre Gollum, respiró profundamente para lamer y relamer lo más rápido que se pudiera.

Las manos de Sophia se aferraron a la parte trasera de su cabeza para traerla aún más contra su clítoris, e hizo un esfuerzo sobrehumano para no ceder a los casi inevitables movimientos de cadera al ya encontrarse al borde de uno de aquellos moderados orgasmos que no tomaban más de cinco minutos provocarle.

                Emma la escuchó decir algo que iba por la línea de “más”, quizás más rápido o más duro. Era difícil descifrarle los deseos entre los gemidos.

Quiso mirarla a los ojos para apreciar el momento en el que perdiera el control, pero sus ojos estaban cerrados, su ceño estaba fruncido, y su labio inferior estaba atrapado entre sus incisivos superiores. Aceleró el ir y el venir de su lengua y sintió cómo su espalda se resistía a arquearse, lo cual sólo resultó en cuello y abdomen tensos, en labios que se abrían lentamente y que eran incapaces de emitir sonido alguno, en un rápido color rojo en su pecho y en su rostro, y en una clara intención de gemir, sollozar, o quizás gritar los cuatro segundos que faltaban para dejarse llevar por un buen primer orgasmo.

                Su mandíbula se cerró y se tensó, un gruñido salió por entre sus dientes, y la presión arterial comenzó a ser regulada con cada acelerada respiración que intentaba concluir.

Quizás habían transcurrido dos o tres segundos de orgasmo, definitivamente todavía estaba viviéndolo, cuando Emma deshizo el abrazo y, de un movimiento relativamente brusco, la haló por los tobillos hasta el borde de la cama y le dio la vuelta como si se tratara de una inerte marioneta que no sufría de flacidez en las piernas.

                Le dejó ir una nalgada con la mano derecha, no supo por qué, simplemente se le antojó, y la rubia jadeó alguna vulgaridad en griego. Aunque muy probablemente sólo le imploraba misericordia a Eros.

Se arrodilló sobre la alfombra y le abrió las piernas. La hizo sentir expuesta, pero por alguna razón eso sólo agravó su excitación. Si tan sólo pudiese verle la cara en esos momentos… pero no vérsela era parte de lo erótico.

                La acosó con una sonrisa mientras lograba calmarse un poco, o al menos hasta que la zona dejó de ser víctima de las contracciones postorgásmicas.

— La altura de la cama es un poco rara —resopló la rubia, pues no era lo suficientemente alta como para tener las piernas erguidas y no era lo suficientemente baja como para arrodillarse sobre el suelo.

     — No sabía que te iba a tener así cuando la compré —rio Emma—. Además, queda perfecta para mí —sonrió, y le dejó ir otra nalgada.

     — ¿Qué miras? —rio ella también, como si la palmada le hubiera hecho cosquillas. Le divertía, y eso era suficiente.

     — Esto de aquí —murmuró, y, contrario a lo que Sophia esperaba, o sea un dedo que apenas rozara “eso de ahí”, sintió su lengua ir desde su zona perianal hasta su ano.

     — Gee! —jadeó entre una risa nerviosa que le había erizado la piel nuevamente.

     — It’s beautiful —susurró, y se acercó para darle un beso—, wet and beautiful.

     — That’s hardly beautiful —repuso la dueña de la circunferencia que Emma tanto acosaba con sus ojos y con sus labios.

     — Pues a mí me gusta, así que aguántate —le dejó ir otra nalgada.

     — Tienes gustos raros —rio Sophia.

     — A mí me gusta mirarlo, y comerlo, y tocarlo, y a ti te gusta que te lo mire, que te lo coma y que te lo toque —le dijo su Ego con la ceja derecha arqueada—. So don’t go all judgy on me —añadió.

     — Yo sé muy bien lo que me gusta —dijo, apoyándose sobre sus codos y sus antebrazos para poder mirarla por sobre su hombro.

     — ¿Qué te gusta? —le sonrió.

     — Me gusta que me lo acoses, y me gusta mirarte mientras me lo acosas —repuso Sophia, y se contrajo porque esperaba una nalgada u otro lengüetazo.  

     — It’s so cute when it does that! —jadeó Emma, y posó su dedo índice izquierdo sobre el todavía-contraído agujerito.

     — It’s cute that you get all excited by a butthole —rio, burlándose vacíamente de ella porque sabía que ella padecía de lo mismo.

     — It’s not a butthole, it’s your butthole —la corrigió, presionando suavemente contra el agujerito hasta que su primera falange desapareciera en su interior—. La palabra “butthole” me da risa.

     — ¿Prefieres “asshole”? —se contrajo adrede para triturar su dedo.

     — Ahorita veo la cara de Segrate cuando pienso en un “asshole” —disintió con una sonrisa, y, ante la contracción de la rubia, sólo supo empujar más—. Esto no es Segrate —murmuró, sacando su dedo para darle un suave golpe al que Sophia reaccionaría con un ronroneo sonriente—. Ponte de pie —le dijo, tomándola por la cadera por cuestiones psicológicas de no querer despegarse de ella ni un segundo, y, como siempre, no supo exactamente por qué pero empezó a besarla mientras deslizaba sus manos hasta abrazarle el vientre.

     — Creí que no eras una kiss-ass —balbuceó Sophia con una sonrisa que sólo se ensanchaba más con cada beso que aterrizaba sobre alguno de sus glúteos—, creí que no sabías cómo se hacía eso… —añadió.

Por un fugaz segundo y a causa de la cercanía de Emma con su piel, se acordó de lo sucedido el viernes anterior. Era la misma cercanía con la que la había analizado al punto de casi escudriñarla; escuchaba y sentía la misma densidad en su respiración, y se dio cuenta de que prácticamente Emma le estaba haciendo lo mismo. Sin embargo no se sentía ultrajada y sus nervios no nacían en la intimidación y en el amedrentamiento sino en las ansias por sentirla aún más cerca y por sentirse aún más escudriñada con ojos, manos y labios. Era raro, pero en ese momento quería que la desarmara en mil pedazos para sólo saber aferrarse a ella mientras disfrutaba de cómo hacía que cada una de sus piezas encajara con mayor facilidad, con menos preocupaciones sobre esto y aquello, con un breve respiro de amnesia en cuanto a la Old Post Office, con una de esas relajaciones que eran propias de una docena de masajes Shiatsu, y con los efectos narcolépticos suficientes como para dividirse entre sus brazos y los de Morfeo.

                Emma besó los hoyuelos que le había robado a Venus, esos que apenas se le marcaban, y subió por su espalda a medida que subía por su torso con sus manos. Tomó su melena en su mano y, con la delicadeza que eso sugería, la retorció hasta recogerla en un torniquete que la dejaría manipular el acceso a su cuello.

Sintió cuando la nuca de Sophia vibró por no más de un segundo debido al beso que le había dado en esa esquina a la que era más fácil abusar desde atrás, como en esa ocasión. Soltó la melena para tomarla con ambas manos por la cadera, la giró sobre sí para que la encarara.

La recibió con una de esas sonrisas que enternecían porque eran la consecuencia de esa repentina emoción que se generaba al encontrarse con algo tan delicado y puro como la sonrisa contraria. Conmovía porque había sido conmovida.

Había algo en eso que Sophia solía hacer, algo demasiado estupefaciente; la encaraba con la mirada agachada, y, cuando la levantaba, su rostro se coloreaba de pálido rojo por pudor y por la atroz vergüenza de delatar su excitación. Daban ganas de sólo abrazarla y de nunca soltarla. Y quizás no la abrazó con una de esas llaves que parecían haber sido sacadas del arte marcial del judo, pero no pudo resistirse a anular la distancia con su brazo por la espalda baja.

Con la misma estúpida sonrisa se acercó para dejar que se convirtiera en uno de esos besos que confundían a cualquiera; era todo menos lascivo, era quizás romántico y dueño de una fluctuación necesaria, pues podía tener todas las intenciones de transformar la noche en algo más apasionado y erótico o en algo que simplemente no pareciera una velada de diversión y entretenimiento.

                Por alguna razón, quizás por la misma fluctuación, la cual sólo debía ser momentánea, no se supo si fue Emma o Sophia quien rio primero, pero fue una de esas risas que no eran ni potenciales carcajadas ni onomatopeyas guturales o abdominales. Había sido una simple exhalación abrupta que había culminado en una sonrisa que había provocado una sonrisa en la otra.

                Sophia se aferró, como de costumbre, al cuello de Emma con sus brazos, casi como si quisiera colgarse de ella, y Emma la tomó por las piernas tal y como lo había hecho hacía unos minutos y tal y como lo había hecho Sophia en la ducha por la tarde. Pudo haberse dejado ir sobre la cama, pero su intención nunca fue aplastarla porque eso sólo estaba mal en todo momento y ella no estaba por enviudar antes de tiempo, y, en lugar de decidir simplemente dejarse ir, la acostó con la gentileza que sólo el esfuerzo de su espalda conocía.

Would it be anticlimactic if I stopped to stare at you for a while? —susurró Emma a ras de sus labios.

     — You were staring like ten seconds ago —dijo, tomando la cabeza de Emma entre ambas manos—, it would be like taking it up again —rozó la punta de su nariz con la suya al disentir—. Besides, I’m not the one to stand between you and the fact that you like to stare at beautiful things —resopló, y le dio un beso que probablemente no se esperaba.

     — No sé si me estoy volviendo loca, pero eso sonó a que no sólo estás aceptando sino que también estás reconociendo que eres très jolie —repuso con ese acento tan absurdamente parisino, y con ese gesto de “Okay” con su dedo índice y su pulgar, y su meñique significativamente erguido, que hasta la fisonomía pareció cambiarle.

     — Asumo que eso significa “bella di più” —supuso la rubia, y, porque estaba en lo cierto, se llevó un asentimiento—. No me quejo —se encogió entre hombros—, hoy me siento como la reina de Maxim —sonrió.

     — Ah, ¿y eso por qué? —frunció su ceño, pero, lejos de estar preocupada o consternada, la respuesta sólo la había entretenido.

     — ¿Quién está en el primer lugar ahorita?

     — ¿Tú? —sonrió seductoramente y muy orgullosa de su respuesta. Sophia entrecerró la mirada y le exigió una respuesta honesta—. Katy Perry, Mila Kunis, yo-no-sé —se encogió entre hombros.

     — Asumiendo, arguendo, que es Mila Kunis… yo no sé si Ashton Kutcher le dice que su ano es lindo —rio, porque, ¿a quién no le daba risa eso?

     — Yo no dije que tu ano era “lindo”, yo dije que era “hermoso” —la corrigió, porque había una diferencia significativa entre ambos epítetos.

     — ¡Peor! —rio con una carcajada—. Dudo que Ashton Kutcher le diga que su ano es hermoso.

     — No me interesa lo que piensa Kelso del ano de Jackie —le dijo con su ceño fruncido, como si se tratara de un tema demasiado serio y severo como para estar haciendo chistes al respecto—. Me interesa lo que yo pienso del tuyo.

     — Y piensas que es hermoso —asintió la rubia con una sonrisa.

     — ¿Por qué lo dices con ese tono?

     — ¿Con qué tono?

     — Como si no me creyeras, como si pensaras que es absurdo —repuso Emma.

     — Creo que crees que es lindo, hermoso, bello, estupendo —«whatever»—, es sólo que es algo que no puedo entender.

     — ¿Por qué no? —frunció sus labios. Sophia no supo cómo responder a tal sencillez, quizás no tenía una respuesta porque nunca había pensado en ello, y quizás no sabía si había una respuesta en realidad—. Es muy agradable para mi vista, no parece la planta carnívora de “Jumanji” —rio.

     — Gracias por esa encantadora comparación, Emma Marie —pretendió reprenderla, pero eso era imposible.

     — Me sale natural, Sophia Demetria —guiñó su ojo—. El punto era que tienes un ano lindo, hermoso, bello, estupendo —sonrió—, y que me gusta.

     — Pero, ¿por qué?

     — Porque es lindo, hermoso, bello, estupendo —repuso rápidamente—, y porque soy una morbosa pervertida, y porque me gusta lo que te pasa cuando te lo ataco —arqueó su ceja derecha—. Y, si tu ano es la razón por la cual te sientes la mujer más hermosa de Maxim, que así sea —rio, y se acercó a su oreja—; te hace la mujer con el ano más lindo, hermoso, bello, estupendo de la lista. Y el más rico… porque es el único que conozco —dijo antes de que Sophia pudiera molestarla con que eso sonaba a que se le antojaban otros de la lista—, y el único que me interesa conocer —añadió rápidamente.

     — Cuidado y te pones más nerviosa —la molestó, porque de eso no se iba a salvar.

     — Just saying… —disintió entre hombros encogidos.

     — Entonces, ¿vas a retomar el acoso o vas a hacerme otra cosa? —Emma inhaló profundamente, arqueó ambas cejas, y miró hacia arriba como si estuviera en medio de la encrucijada más difícil de su vida—. Stare at it for another minute or two —susurró—. Indulge me.

Emma dibujó una sonrisa de gratificación, pues agradecía el nivel de complacencia recíproca del caso; a Sophia le gustaba acosarla mientras la acosaba, y Emma, indiferente o no al hecho anterior, disfrutaba de acosarla con el descaro que era propio del psicópata estándar.

                Sophia estiró su brazo para alcanzar una de las almohadas que habían sido desordenadas cuando Emma la había arrastrado, y, mientras se acomodaba para una mejor visualización de lo que estaba por experimentar, dejó que le flexionara las piernas y que se las colocara al borde de la cama.

Y así, con los brazos sobre la cabeza, la miró arrodillarse frente a ella y se dejó acomodar a su gusto para proveerle una mejor vista para acosar.

— Es difícil imaginarte en estas —comentó la inconsciencia de Sophia en voz alta.

     — ¿“En estas”? —balbuceó casi como si no le estuviera prestando atención, pues estaba más enfocada en admirar su Monet personal y portátil. Qué tedioso era ir al quinto piso del MoMA para ver aquel óleo de casi trece metros.

     — Fascinated by a woman’s genitalia «obviamente».

     — “Genitalia” —rio—. I find that word as amusing as “butthole” —comentó como para sí misma.

     — Es la palabra correcta.

     — Pero es raro que alguien la use —logró despegar su mirada de la entrepierna de Sophia por unos instantes para mirarla a los ojos—. No es una palabra que tú utilizas —dijo, devolviéndose a su Monet. 

     — It’s hard to picture you like this; fascinated by my pussy —se corrigió con una risa de por medio.

     — Key factor: it’s your pussy —repuso, y, porque podía hacer lo que quisiera, paseó su pulgar a lo largo de sus labios menores hasta presionar su clítoris y poder tirar de él hacia arriba para revelar aquel rosado y pequeño botoncito que disfrutaba de esconderse porque le gustaba que lo buscaran—. Peek-a-boo! —siseó—. I see you! —sonrió.

     — Al menos ya sé que sabes jugar a las escondidas —resopló Sophia, porque era imposible no reír ante los juegos de Emma y porque era imposible pensar en una mejor manera de invertir un martes por la noche. Supuso, casi arguendo, debía ser la salvaje y primitiva manera en la que se había embuchado el vino como si se tratara de agua.

     — No es mucha ciencia cuando de esto se trata —se encogió levemente entre hombros, y se acercó para darle un besito chiquitito chiquitito en su expuesto clítoris—, además, no pienso ser la tía aburrida que no sabe jugar ni manitas calientes.

     — Siempre y cuando no seas la tía que les enseñe a jugar la R-rated version de manitas calientes, no hay problema —sonrió.

     — La versión erótica es un juego demasiado personal, por lo tanto no se enseña, Licenciada Rialto —le dijo, y se acercó de nuevo para darle otro besito chiquitito chiquitito—. A ciascuno il suo —supuso, retirando su pulgar para dejar que aquello se escondiera de nuevo.

     — A me… —suspiró, apuñando la almohada porque sabía que sería imposible apuñar el cubrecama.

     — A te…? —arqueó su ceja derecha.

Le gustaba ahogarla a media frase y a media idea, le gustaba interrumpirle la concentración y detenerle el mundo, le gustaba simple y sencillamente porque se sentía omnipotente y conseguía asentimientos y sonrisas de aprobación de parte de su Ego. ¿A quién no le gustaba sentirse así? ¿A quién no le gustaba provocar eso en alguien?

                Sophia no logró terminar la frase a pesar de que la idea la tenía más clara que el agua. Reunió sus piernas al centro con el cuidado de no golpear a Emma en la cabeza, porque una patada de esas habría terminado en una concusión de gravedad Shonda Rhimes (o sea muerte cerebral) o en un esguince cervical de gravedad Shonda Rhimes (o sea una fractura que eventualmente se convertiría en paraplejía y quizás una eventual amputación de cabeza), o quizás, como lo escribo yo, sólo habría terminado con una Emma que se reía a carcajadas porque esa era la manera en la cual lidiaba con el dolor físico que no nacía en su espalda. En fin, tomó sus piernas en su brazo para elevarlas y para exhibirse y exponerse por placer propio y por mera provocación.

                Emma sonrió, porque cómo no hacerlo.

Nunca fue tan ingenua como para pensar que todas las entrepiernas femeninas eran iguales a la suya, ni en forma, ni en color, ni en complexión. Quizás fue gracias a los vestidores de la escuela, esos que utilizaban antes y después de las horas de deporte, pues, a pesar de que ella no se cambiaba frente a todas sus compañeras porque esperaba a que uno de los tres baños privados estuvieran libres, había notado diferencias significativas entre los distintos torsos a los que se les caían las toallas por accidente, porque les gustaba alardear, o porque simplemente no les importaba, y, por lógica simple, si los torsos eran distintos, las piernas también. Quizás por eso no se escandalizó cuando abrió las piernas de Sophia y miró algo ligeramente distinto a lo suyo; sólo porque se llamaban labios “menores” no significaba que automáticamente estuvieran escondidos dentro de la complexión, o que fueran cortos en todo sentido, o que sufrieran de anorexia. No la tachó de anormal, alienígena, o qué sabía ella. Quizás y se alegró por la diferencia, pues, al comerla, no se sentiría como si se estuviera comiendo a sí misma. Su Ego no nacía en el narcisismo. Además, ni siquiera se acordaba si había sido ella quien había abierto sus piernas o si había sido Sophia quien había decidido abrirlas para ella.

                Miró cómo la intención de su rubia apretaba sus labios mayores alrededor de sus labios menores; apenas más largos, lo suficiente para sobresalir como las demandantes divas que eran. Lejos de pensar en cómo habría podido escandalizarse por algo tan trivial, disfrutó ese momento de regocijo en el que se acordaba a sí misma que lo que veía era más que sólo perfecto. Le fascinaba la longitud, pues era de la única manera en la que podía succionar y tirar de ellos sin que se le escaparan; ella decidía cuándo los liberaba. Le fascinaba que, si los apreciaba de abajo hacia arriba, era como si apuntaran a su clítoris en lugar de nacer de él. Pero, sobre todas las cosas, aún por sobre el cándido color que sólo sabía encenderse, y aún por sobre la textura, le fascinaba que eran lo suficientemente largos como para abrirlos, sin realmente separarlos, para poder cubrir un área mayor con su lengua.

En esa ocasión estaban más que sólo embadurnados de lo que ya un orgasmo significaba; brillantes, rosados y buscando cualquier excusa para inflamarse de nuevo. Y, por la misma santa gravedad, no de peligro o seriedad sino de “interacción gravitatoria”, eso se había escurrido en la única dirección que sabía y que podía: hacia el núcleo, pero quedaría en la cama si Emma no lo recogía con su lengua o con su dedo.

                Sophia escuchó una ligera risa nasal, algo que no pudo interpretar porque sus piernas le impedían ver la expresión facial de Emma, y no supo si esperar uno de esos famélicos y salvajes ataques en los que sólo escuchaba y sentía una densa exhalación contra su entrepierna o si debía esperar un acoso más minucioso.

Emma le abrió las piernas, y fue un “peek-a-boo! I see you!” mental el que le dijo con una sonrisa, lo cual la hizo reír «because that’s cute», pensó.

Lo que vino a continuación no fue “cute”, fue rico, pues, con sus piernas al aire y sin el soporte de su brazo o de sus manos, tuvo ese hermoso conflicto entre la reacción de su cuerpo y la reacción de su cerebro, pues Emma fue directamente a seducir con su lengua a la víctima principal de lo tabú de su acoso. Sus piernas quisieron rendirse, quisieron caer desplomadas sobre la cama, pero su cerebro, quizás la parte necia de éste, la hizo emplear más energía en mantenerlas en lo alto, pues, de dejarse vencer, sólo interrumpiría lo que Emma le hacía y que a ella tanto le gustaba.

Entre los cortos y lentos lengüetazos y entre las exhalaciones que aterrizaban directamente sobre su perineo y se alcanzaban a esparcir hasta hacerle cosquillas en sus labios y en su vagina, sentía esos segundos en los que se detenía y le daba un mordisco a este lado o al otro, o un beso, todo para no abrumarla con una estimulación que podía parecer monótona.

                Fue después de un mordisco a cada lado que la miró a los ojos, que le sonrió sardónicamente y como si su ceja derecha había sufrido de un espasmo de un segundo, y simplemente sintió cómo empujaba su lengua contra ella, contra lo que ya en ese momento a nadie le daba risa pero ni porque se llamaba butthole.

                No sé si se puede decir que arremetió contra ella porque lo hizo demasiado despacio como para llenar el requisito de lo impetuoso, pero lo hizo, y, cuando lo hizo, a medida que su lengua intentaba entrar hasta donde ella la dejara, sólo conoció una pérdida de aliento que iba de mal en peor pero en el buen sentido; fue como si le sacara el aire poco a poco.

                Por más que Sophia quiso contenerse, por más que quiso no darle la satisfacción a su Ego, y porque no podía mantener sus piernas en el aire al mismo tiempo que pretendía ponerle resistencia a la lengua que intentaba proponerle una superficial penetración, cedió a la relajación casi absoluta de su cuerpo.

                Le logró arrancar un jadeo, y, por supuesto, porque su Ego estaba presente en todo momento, rio nasalmente mientras empujaba su lengua contra su agujerito.

                Para Sophia fue tal y como en el crucial momento de decidir si le faltaba más sal, o en este caso más picante, ¿contribuía a la estimulación o se abstenía? Si contribuía, ¿lo hacía con sus pezones o con su clítoris? Su vagina estaba descartada por la proximidad que había con la nariz de su atacante; no quería interrumpir ese placer.

                Emma estaba completamente invertida y concentrada en no más de diez centímetros hacia arriba, pero, quizás porque conocía el razonamiento de la rubia, levantó la mirada en el segundo más adecuado y apropiado. Supo que Sophia estaba a punto de inmiscuirse en el proceso. ¡Y no! ¡No! ¡No, no, no, no, no! La tomó de ambas manos para que desechara la idea. No supo si había sido su Ego o si había sido ella, pero en realidad no importaba, pues no era la primera vez que abogaba por su propio egoísmo. Si la rubia debía sentir placer, si la rubia debía recibir placer, sólo podía venir en forma de acción directa o con la autorización de aquella mujer cuyo primer nombre era a veces su título universitario. Al menos así funcionaba en esa ocasión y no se escudaba en una excusa tan barata como “déjame consentirte”.

                En algún momento hablaron de cómo Emma pensaba que ella, respecto a Sophia, no era nada sino un parásito y que, por lo tanto, pensaba que su relación se podía definir como “parasitismo”, algo que, en pocas palabras, implicaba un singular caso de depredación. Y, si ahora lo pensaban, eso sólo delataba el nivel de egoísmo en Emma porque significaba que, en algún momento, creyó que Sophia era algo explotable y abusable, algo o alguien de quien se aprovechaba todo el tiempo sin misericordia, sin vergüenza y sin culpa, pero eso sólo era porque no había tomado en cuenta el punto de vista y la versión de Sophia, pues ella se sentía igual.

Sí, en aquella ocasión, Sophia había desempolvado el vigésimo cuarto capítulo de aquel grueso y pesado libro de biología avanzada: “Symbiosis: biological interactions”, y le había dicho que las características de su relación eran inconfundiblemente parte del sinónimo técnico de cooperación: “mutualismo”; una interacción biológica en donde ambos individuos de distintas especies se beneficiaban y mejoraban la eficacia biológica. ¿Distintas especies? Como excepción, en este caso no se refería al hecho de ser H. sapiens sino al hecho de una ser arkhitekton y la otra aisthētiké. O algo así. En su cabeza, si se sumaban ambos egoísmos no resultaba un egoísmo en pareja que era tan grande que parecían realmente dos enormes egoísmos. La suma era una simple estandarización, quizás hasta una anulación.

Quizás, al final del día, el hecho de que Emma no quisiera compartir la proveeduría del placer de Sophia, pero ni con Sophia misma, no la hacía egoísta porque era Sophia quien, también egoístamente, quería que su placer fuera exclusivamente proveído por Emma.

A algunas personas quizás les podía confundir eso de que había querido asistir o contribuir y que, a pesar de ello, quisiera que su satisfacción sexual proviniera de la Arquitecta, pero pasaba que también encontraba placer en saberse absolutamente entre sus manos, en sentir cómo quería anclarla a la cama, cómo quería que la dejara encargarse de todo.

                La halaba de las manos para crear la ilusión de mayor profundidad en cuanto su lengua se presionaba contra ella, y las apretujaba con la misma inanición con la que se la comía. La rubia le ponía cierta resistencia, aplicaba la fuerza antagonista para sentirla más adentro y para no terminar sobre el suelo.

Entre los vistazos que le daba, notaba cómo el denuedo la iba coloreando de rojo, cómo tensaba su cuello y cómo se le marcaban los pequeños bíceps. La mandíbula cerrada, rígida, labios mínimamente abiertos para poder respirar entre dientes, ceño fruncido pero con una ceja que tenía a arquearse como por autonomía muscular, ojos cerrados que luchaban por estar y mantenerse abiertos, abdomen que se inflaba y se desinflaba bajo todo el estrés y la presión de la posición y de la condición, pezones que se habían dilatado por el paulatino incremento de temperatura corporal, y una fina capa de sudor que no era propio de las transicionales unidades Fahrenheit.

                Sophia sólo sentía el calor de sus manos, cómo se clavaba en ella cuando la apretujaban, sentía un leve temblor nervioso que nacía en su ingle y se alejaba por sus muslos, y sentía eso que era menos abrumador si se concentraba en escucharlo; eran los húmedos ruidos de su lengua sobre y en ella, quizás potencialmente mojados, porque era imposible no sentir cómo poco a poco le agregaba un adicional “muy” al “estoy muy mojada”. Se le hacía imposible no delatar a sus espasmos internos con los espasmos superficiales que jugaban a pelear con la lengua de Emma.

                La música era tan lejana, pero tan lejana, que apenas se escuchaba y terminaba por ser irrelevante. Como podía ser Nancy Wilson podía ser Cher, o bien Spandau Ballet. Y, justo después de que se escuchó el primer chillido que había salido del tiki anaranjado, se escuchó un agudo y trabajoso estornudo canino. «Al menos no es mudo», pensaron las dos, pero sólo Emma se preguntó si existían los perros mudos. Se encogió entre hombros, y continuó jugando con su lengua.

                De un momento a otro, sin previo aviso o advertencia, la mano derecha de Sophia recibió una inexistente brisa que sólo podía sentirse por la ausencia de la mano de Emma. Sus dedos se enroscaron en un puño como si quisieran corroborar el abandono por sí mismos, y, al declararlo oficial, buscaron aferrarse al cubrecama de nuevo.

Emma ya no la halaba, ya no le exigía a su abdomen y a sus brazos, y fue por eso  que su espalda adoptó fugazmente la cómoda planicie del colchón. Fue quizás un segundo, máximo dos, en los que Sophia fue víctima de la relajación que en otras culturas se conocía como la sabia expresión de “the calm before the storm” o “the darkest hour is just before the dawn”.

Quizás fue porque se distrajo en la paz de su abdomen y de sus antebrazos, en la ausencia de la estimulación, en la idea de poder recuperar un poco el aliento, o quizás sólo fue porque tenía los ojos cerrados, pero sólo sintió cómo un dedo la invadía. No supo si fue lento o rápido, sólo supo que fueron los setenta y cinco milímetros los que le sacaron el aire por completo. Ni un “Oh, my God!”, ni un “Skatá!”, nada, sólo un intento de recuperar las facultades respiratorias. No tuvo ninguna queja, aceptaba que se había sentido sorprendentemente bien. Supuso que probablemente se estaba cobrando alguna pregunta que había demandado demasiada información personal, pero, si así era como se las iba a cobrar, que se cobrara veintiún veces así.

                Emma sonrió en cuanto vio cómo se le dibujaba una sonrisa a Sophia; se había arriesgado a hacer algo que conocía de la ambivalencia del 50/50.

Dejó su dedo inerte hasta que encontrara la manera de respirar de nuevo, sólo se concentraba en disfrutar de la temperatura interna y de cómo ni siquiera se molestaba en estrujarlo adrede. Y, mientras esperaba, se dedicó a darle besos en el interior de sus muslos, los cuales habían encontrado alivio en la resignación de sus pies sobre el borde de la cama.

                Quiso erguirse para disfrutar del voyerismo de su exhibicionismo, para disfrutar de la expresión facial de Emma y de cómo la palma de su mano izquierda veía el techo mientras su dedo la invadía, pero sólo tuvo que tener la intención para que Emma la acostara con un leve empujón por el pecho o sin decírselo, pues sintió cómo su dedo salía con relativa rapidez para volver a meterse.

You’re killing me here! —rio Sophia entre un gruñido.

     — I am? —murmuró, repitiendo la singular penetración.

     — ¡Emma! —se carcajeó con una contracción, y se irguió como si no hubiera pasado nada.

     — ¿Sí…? —la miró con la más arrogante y provocadora sonrisa de todas.

     — La ceja —susurró, pero, en lugar de conseguir que su ceja derecha se arqueara, recibió una tercera penetración—. Fu… —gruñó—, -uck! —suspiró, echando su cabeza hacia atrás.

     — Oh —resopló, empujando su dedo contra ella para que lo sintiera más profundo—, you want me to fuck you? —arqueó entonces la esperada ceja derecha arqueada.

     — Yes, please —asintió Sophia con una sonrisa libre de pudor, vergüenza, y lo que fuera que le impidiera sentir la clase de placer que quería, y estiró su brazo para tomar a Emma por la muñeca que tenía entre sus piernas—, and I want you to do it softly —susurró, tirando de su muñeca para sacar su dedo hasta la primera falange—, slowly, and as deep as you can —suspiró, halándola para penetrarse con los tres epítetos que describían sus deseos.

     — ¿Y qué quieres que haga con el resto? —balbuceó, pues esa acción le había parecido tan sensual que le había costado tragar y respirar.

     — Diviértete —se encogió entre hombros.

Emma escuchó un “lo que quieras”, algo que era tan emocionante como una giftcard de Bergdorf’s porque eso significaba que la podía gastar en stilettos o en ropa, en sábanas o en un bolso, o en el restaurante o en John Barrett; podía comprar lo que quería, podía hacer lo que quería.

                Comenzó por complacerla, por satisfacerla. Su dedo nunca salía por completo pero se escabullía hasta donde alcanzaba, e iba lento, quizás tortuosamente lento, pero lograba hacerlo suave. Era difícil de explicar.

Por unos segundos, se perdió entre los ahogos de Sophia, en cómo disfrutaba de eso tan travieso con demasiado descaro y en cómo abría los ojos para lograr captar un destello de su dedo cuando salía o para acosar su reacción cuando se contraía a propósito.  

— Tócate —murmuró Emma—. No, no aquí —le dijo en cuanto vio que su mano se deslizaba por su vientre—, allí —levantó un poco la mirada para señalarle las Bs que tenía en el pecho.

Justo cuando Sophia ahuecó su seno derecho, Emma le soltó la otra mano para que pudiera atender ambas protuberancias si era eso lo que quería o necesitaba. Había algo fascinante en cómo la rubia jugaba con sus pezones, en cómo apenas los apretaba o en cómo realmente los apretaba, en cómo los retorcía entre sus dedos, en cómo los halaba, y en cómo eso dejaba una rígida huella con el paso del tiempo y del juego.

Alternadamente, porque era imposible no prestarle atención a eso también, miraba cómo su vagina sabía superar cada exageración del término “inundación”; ahora ya desafiaba hasta al 9.81 m/s^2, pues, a pesar de que se deslizaba hacia abajo y lubricaba el dedo que la penetraba, se había acumulado hasta barnizar su clítoris.

                Se acordó de que era libre de hacerle lo que quería, algo que siempre había sido ley fundamental pero que era en ocasiones como esas en las que en verdad sentía el poder entre sus manos, y, en lugar de ir directamente a su clítoris, buscó la manera de acercarse sin interrumpir la continua penetración.

Se tomó todo el tiempo que quiso para sentir la inflamación de sus labios mayores con sus labios, con su lengua, y con sus dientes, para provocarle cosquillas con las caricias en su ingle, para prolongar el innegable momento en el que llegaría a su clítoris y no importaba si era con su lengua o con sus dedos. Vaya dilema. «Decisions, decisions».

                Sophia había comenzado a jadear entre lo que su entrecortada respiración la dejaba y había comenzado a perder la reconfortante sensación de apretar sus senos por el simple hecho de necesitar apretar algo. Por un segundo se le olvidó que no debía hacer nada en donde Emma estaba, y fue por eso que sus dedos aterrizaron directamente sobre lo que Emma había tardado tanto en alcanzar. Vaya frustración. Ni tanto.

                Emma colocó sus dedos sobre los de Sophia para mostrarle cuánta presión debía aplicar a la hora de frotarlo lentamente, para mostrarle cómo y en qué dirección quería que lo frotara. Nunca se había opuesto a que se tocara siempre y cuando ella pudiera acosarla con esa cercanía.

Miró cómo sus dedos presionaron su clítoris como si se tratara de una pantalla táctil, así de suave, y, porque la presión no era intermitente sino continua, y no era que sus dedos trazarían círculos sobre la pequeña superficie sino que utilizarían las ocho mil terminaciones nerviosas clitorianas para hacerlo, lo harían dolorosamente lento y en la misma dirección en la que pasaban los segundos en sus relojes.

                Era imposible no sentirse en las nubes, era imposible no pensar lo rico que eso se sentía, y quizás era el peyorativo acoso que Emma le hacía, pero su voyerismo, y la gravedad de éste, sólo lo hacían todo más rico.

Sin pedírselo, las penetraciones empezaron a incrementar en rudeza y en velocidad, por lo que ella, por reacción automática y complementaria, reflejó dichas condiciones en lo que hacía con su clítoris. Los gemidos empezaron a escapársele entre los períodos de tiempo en los que parecía no respirar, por incapacidad o por elección, entre entrecortadas exhalaciones.

Lick! —exhortó la rubia en el tono más sexual y sensual de todos, casi un llamado de placentera misericordia, y, en cuanto notó que Emma había logrado asimilarlo, separó sus dedos para dejar que sus inflamadas ocho mil terminaciones nerviosas sobresalieran—. Lick, lick, lick! —sollozó rápidamente.

Emma sólo arqueó su ceja derecha y se abstuvo un eterno segundo de hacer lo que Sophia quería que hiciera. Era como si se nutría de la crueldad que imponía y de la desesperación ajena. Aparentó tener piedad y, mientras se acercaba, abrió los labios y detuvo las penetraciones.

                Sophia se ahogó en cuanto sintió su lengua hacer contacto con su clítoris, y quiso gimotear y acezar eso que le hizo; un lengüetazo que había ido y venido tres veces con mayor crueldad que aquel segundo había significado. Había sido «as slow and cruel as fuck». Sí, así lo sabía describir. Y la hizo gruñir por el beso con el que había culminado la acción.

Reanudó el frote con sus dedos. Empezó con la misma lentitud con la que había comenzado al principio; iba al compás de las penetraciones.

Por un momento pensó que sería atacada por un segundo dedo, algo a lo que no se opondría a pesar de que no era necesario, pero, porque Emma no lo había considerado pero ni por pasatiempo, simplemente giró su dedo por motivos de comodidad y de continuidad, pues, de acercarse a su clítoris de nuevo, no pretendía interrumpir la penetración de nuevo. Al menos no todavía.

                De todas las formas y maneras, de todos los modos que existían en el mundo y en la vida para dar y recibir placer, ninguna de las dos se planteó nunca la posibilidad de estar en esa distintiva y realmente privilegiada posición en la que, dejando a un lado quién tenía el control de la situación porque eso no importaba, la incógnita era prácticamente quién se entregaba más a quién. Pero eso era casi imposible establecer porque los casos eran distintos. ¿Era Sophia porque se dejaba o era Emma porque se lanzaba de clavado?

                Entre un gemido y el siguiente, y entre un jadeo y el siguiente, Sophia no supo encontrar la voluntad para arrancarse el orgasmo que estaba por vivir.

Separó sus dedos, tal y como lo había hecho hacía menos de un minuto, y dejó que la lengua de Emma le robara más que sólo el aliento.

                Emma sintió la agresividad que aplicaron las manos de la rubia de golpe en su cabeza. La tomaron y la presionaron contra sí para poder mecerse contra su lengua y sus labios al ritmo que se le diera la gana, pues quería saber de placer pero no quería ser quien lo acabaría luego del temporal apocalipsis.

Dejó su dedo en el interior de Sophia, apenas lo movía de arriba hacia abajo como si trazara las ondas del coseno, pero lo movía lento. No quería perturbar la estrechez de la región, al menos no en esa ocasión.

                Sus manos intentaron no apuñar la cabellera castaña, y, aunque su entrepierna no quiso violar los labios de su jefa a pesar de que subconscientemente sí querían violar los de su novia, pasó. Ambas cosas pasaron, y pasaron porque Emma dejó que pasaran, porque a Emma le gustaba cuando pasaban.

Tras el terminal y orgásmico gemido que había expulsado, escuchó la manera en la que Emma le devoraba cada milímetro de eso que en ese momento no sabía sentir placer sino sólo ser hipersensible; sentía cómo su lengua se adentraba en su vagina, cómo la recorría de abajo hacia arriba, y cómo sus labios la succionaban suavemente.

Sus manos fueron soltándola y dejaron de presionarla.

                Miró a Emma emerger de entre sus piernas con besos y mordiscos que no eran tan precisos ni completos, era como si sus enrojecidos labios sufrían del mismo entumecimiento del que sufría ahora su clítoris, y sintió el momento en el que la vació para terminar sobre ella luego de los arrebatados empujones que la llevarían hacia el centro de la cama.

— Esa lengua… —resopló Sophia en cuanto Emma recorrió su cuello con ella—. My goodness! —suspiró.

     — ¿Faltó algo? —le preguntó, mirándola a los ojos con la más arrogante sonrisa por saber que no había faltado nada.

     — ¿Dudas de tus habilidades? —susurró con una sonrisa mientras limpiaba los bordes de los labios de Emma.

     — No, pero no sé si esperabas algo diferente —se encogió entre hombros—, o algo más.

     — It was life-affirming enough —dijo, esparciendo, lo que había recogido con su dedo, a lo largo de su labio inferior—. No tengo quejas —añadió, y se estiró un poco para atraparla entre sus labios—. ¿Es narcisista que me guste besarte cuando sabes a mí?

     — No lo creo, a mí también me gusta cómo sabes —repuso, y se dejó besar de nuevo por un breve segundo—. ¿Qué me vas a hacer?

     — ¿Qué quieres que te haga? ¿Alguna preferencia?

     — Sheer pleasure, please —disintió Emma con una sonrisa más humilde—. Catarsis. Me he aguantado por veinticuatro horas ya, y tú no me ayudas.

     — Mmm… —tarareó, y, sin pensarlo dos veces, paseó sus dedos por entre sus labios mayores—. Estás un poco mojada —rio burlonamente, porque eso era como si le restara gravedad a la situación.

     — Sólo un poco —asintió, y pareció que quiso embestirla, pero sólo buscaba mecerse contra sus dedos.

     — No hay mucha fricción —suspiró, pues le habría gustado victimizarla con su voyerismo.

     — I’d like you to tease me —murmuró hundiéndose en su cuello para alcanzar su oreja—, hardly —susurró lascivamente.

     — And then, what? —rio guturalmente como si le hubiera dado cosquillas.

     — And then you may fuck my brains out —sonrió contra su quijada.

«I “may” fuck your brains out?», frunció la rubia su ceño, «I “may” fuck your brains out?!», gruñó. ¿Cómo era eso que le daría permiso de licuarle los sesos sólo después de satisfacer sus deseos? Había que subrayarlo: le daría permiso, uso propio y exclusivo del condicional simple, lo que significaba que nada era seguro y que probablemente estaba sujeto a la calidad del arte del teasing.

                Se sintió ligeramente indignada, porque cómo se atrevía a reservarse los derechos de algo tan necesario como una violación que tenía una o dos prácticas que eran ilegales o inmorales en los ciento noventa y cinco países reconocidos del mundo, y, porque la indignación sólo llevaba al enojo, la volcó para tomar la más diabólica de las posiciones de control sobre ella.

Por un segundo supo cómo probablemente Emma se sentía en momentos como esos; supo encontrarle un gusto alterno a eso de tomarla por las muñecas para anclarla a la cama. Y fue quizás porque sintió como si los papeles se hubieran intercambiado, pero, cuando agachó la mirada para advertirle que estaba por ser víctima de la violación más placentera de su vida, o al menos hasta ese momento, se encontró con un mero reflejo de sí misma.

                Miró la casi-risueña sonrisa que había hablado toda la noche con el único fin de complacerla con una inusual y desacostumbrada exposición y autovulneración, y dejó de conocer esa sensación tan indignante porque sólo pudo pensar «whatever she wants».

 

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