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Antecedentes y Sucesiones - 27

en Lésbicos

            Emma creyó haber sentido el mismo alivio que Colón sintió tras haber divisado tierra firme. Las pantorrillas le ardían, le faltaba un poco de aliento y la garganta se le había secado, pero, al fin, aleluya, ya estaba en el 680. No tuvo tiempo para saludar a Józef, tampoco se dio el lujo de no compartir el ascensor con el apestoso French Poodle del octavo piso. En el viaje, a pesar del hedor, intentó calmar su agitación con respiraciones semiprofundas.

            Ya más repuesta, respiró hondo antes de abrir la puerta del apartamento. Se dijo creer estar preparada para todo, incluso a pesar de que toda la escena le había sonado al Presto del Verano o al Allegro non molto del Invierno de Vivaldi, «because fuck Spring». Dejó el bolso en donde Sophia había olvidado dejar el suyo y caminó con parsimonia hasta su habitación.

            Sus miradas se encontraron con intensidad. No se dijeron nada, ni siquiera un saludo, ni dejaron ver el alivio que las invadía cuando se reencontraban.

            Emma se tragó sus palabras, la intención de acercarse a la cama para quitarle las manos de encima y el poder reclamarle por qué, cómo se atrevía a robarle su placer. Tal y como Sophia lo había pronosticado, se indignó.

            Sophia la siguió con la mirada. Esperó un saludo, que se uniera a ella, que, en el peor de los casos, se recostara a su lado y que la dejara terminar por su cuenta para luego asesinarla, pero no obtuvo ni eso.

            En silencio y con la mirada en la suya, la arquitecta se posicionó frente a ella y se inclinó sobre la cama. Ante la restricción de la falda lápiz, porque le habría ido mejor con una rodilla sobre el colchón, la tomó por los tobillos y la haló hasta el borde. Retrocedió tres pasos y se apoyó de la cómoda. Se cruzó de brazos y dibujó un gesto con la cabeza que le indicó que no se detuviera por su presencia.

            La rubia no supo por qué, pero eso había agravado todo para mejor. Dejó que su cabeza cayera en el edredón azul que Ania había tendido con la tensión que a Emma le gustaba. Cerró los ojos y se dejó acosar. Pensó que, si la provocaba lo suficiente, la llevaría a ese lugar en el que le darían ganas de partirla en dos, en cuatro, o en cuantos pedazos considerara apropiado.

            Como si la memoria se tratara de una sala de cine, dejó correr el carrete de la compilación privada de películas pornográficas que había protagonizado con la italiana que sabía que la miraba con la ceja derecha por lo alto, pero se frustró, pues sabía que Emma le estaba pagando sus malos deseos con unos iguales y quizá peores; sabía que esperaba ese momento en el que le pidiera que la ayudara, que la socorriera, que le saciara las ganas que ella misma no podía ni sabía controlar.

            Pero ella no estaba por dejarse vencer, no estaba por presentarse como una persona que abarcara más de lo que podía y sabía apretar. Pensó en la vez más erótica, en alguna de las veces en las que había sucumbido a las maneras de la arquitecta, alguna en la que se había dejado hacer y deshacer a su gusto, una en la que había sido elevada al escaño más alto del camino hacia el Nirvana. Recordó aquel lejano fin de semana de otoño: el relajante sonido de la tormenta que había comenzado a caer desde la tarde, los esporádicos relámpagos y truenos, el frío que se escurría por entre las ventanas y puertas cerradas, y las cómodas sábanas de mil hebras de algodón egipcio. Emma a su lado, abrazándola por la espalda y odiando sus pies fríos entre los suyos, caminando por su antebrazo mientras tarareaba una versión arrastrada del Lago de los Cisnes. Billy Elliot se le vino a la cabeza, y, aunque lo esfumó tan rápido como pudo, no logró reanudar la escena con el erotismo que sabía que había habido aquella vez. En cambio, se dedicó a fantasear, tras las insinuaciones matutinas, sobre cómo le gustaría ser subyugada en algún momento. Cuando quiso deslizar sus dedos en su interior para solemnizar la sensación, un aclaramiento de garganta la detuvo, por lo que se dedicó al continuo frote de las mil terminaciones nerviosas hasta que se dejó poseer por el único gemido que vomitaba cuando se propiciaba placer a solas.

            A Emma esto se le presentó como una disyuntiva que iba más allá de lo infernal, casi digna de ser abordada a través de una disertación filosófica. La cuestión no era ser o no ser, era más bien hacer o no hacer: podía dejar que el tiempo transcurriera al compás del aliento de su rubia favorita y, entretanto, podía limitarse a contemplar su desnudez; podía contemplar cómo se sostenía a sí misma para no ceder a la inconsciencia y cómo fallaba en aferrarse a las sábanas para no dejar que el placer la convirtiera en helio; podía acercarse, lenta y parsimoniosamente, al cuerpo que le suplicaba a sus manos que la tranquilizaran; podía acercarse sin reservas, abalanzarse sobre ella con la más salvaje delicadeza y hacer un primer contacto con sus labios, acariciar su rostro, trazar una suave curva que recorriera su frente hasta esconderle el flequillo tras la oreja, retomar el recorrido por su sien, deslizarse por su pómulo, repasar esa disimulada huella de felicidad, detenerse en sus labios para marcarle, con cada roce, cada uno de los besos que le había dado hasta ese momento; podía, de la misma manera, arrojarse sobre ella, entre sus piernas, tomar sus manos en las suyas y enredar los dedos como mejor conviniera, acercarse respetuosamente a esa zona que todavía se estremecía y besar, a medida que apretujaba sus manos en las suyas, los frágiles y sensibles interiores de sus muslos para tranquilizar sus espasmos con el paso de cada beso, para llegar hasta esa candente delta, para admirar la abundancia transparente y viscosa que se había provocado con la resaca de una imagen que había sabido guardar intacta, para admirar los matices que pintaban esa intimidad que proclamaba suya, para admirar las consecuentes contracciones y aquel elemental agujerito que era objeto de placer para su dueña y fijación oral y manual para ella; podía simplemente abstenerse a todo lo anterior con el fin de que la rubia continuara dejando que el placer sanara esas partes de su esencia que habían sido atropelladas por el maldito estrés, y ella la observaría con una sonrisa y la ceja arqueada, sabiendo que con sus manos había intentado recrear esas sensaciones que afloraban en los momentos en los que se dejaba poseer por ella, pero que, sin embargo, no lo había logrado y que, por tanto, suplicaría clemencia con los ojos; podía tener cierta piedad de ella desde el principio, podía abstenerse a ir al encuentro de su piel y, entonces, tomaría los bordes de su falda y los recogería hasta mostrarle el portaligas que le había ayudado a colocarse hacía tantas horas, se sentaría nuevamente sobre la cómoda, abriría sus piernas y, con sus dedos anular y meñique, haría a un lado la piltrafa de encaje negro que cubría eso que había devorado hacía tantas horas, separaría sus labios mayores con sus dedos índice y medio para mostrarle que su humor era un reflejo y una consecuencia del suyo, y mimaría su clítoris para imponerle el patrón que quería que siguiera en lo que sería una segunda ronda para ambas; podía también acercarse a ella, sorprenderla, tomar los bordes de su falda y recogerlos hasta mostrarle el portaligas que le había ayudado a colocarse hacía tantas horas, tomar su pierna derecha y colocarla en su hombro, hacer a un lado el encaje negro —sin elegancia ni decoro— y colocarse sobre ella, buscar el ángulo perfecto, introducir sus labios menores entre sus mayores, y cabalgarla, frotarse contra ella hasta que una de las dos cediera una descarga de intemperancia; o podía enojarse, pues, al fin y al cabo, Sophia no solo la había privado del despojo de su ropa —un ritual que veneraba—, sino también había osado a provocarse un arrebato de placer por sí misma.

            Quiso enojarse para desatar esa furia que le permitía poseerla con la misma intensidad con la que la había poseído luego de tener un inexplicable arranque de celos, y quiso mirarla, quiso probarla, y lo quiso todo.

            Entre tanto pensar y disertar, entre tanto evaluar sus opciones, Sophia se recuperó y fue adquiriendo mayor consciencia sobre sí y sobre su entorno, sobre el par de ojos verdes que la acosaban y que reflejaban lo abrumadora que era la cantidad de cosas que querían hacerle; pudo sentir cómo la arquitecta intentaba reprimir el arranque sádico y psicópata. Se sentía bien, al fin librada de ese calor que había reprimido y hermetizado durante tantas horas. Le gustó sentir la suavidad del edredón bajo ella, bajo la libertad de su desnudez y cómo, cuando apenas se movía o arqueaba la espalda, sentía una ligera corriente de aire fresco en su piel. Le gustaba cómo la miraba, con cuánta intensidad, con cuánta tensión, con cuánta intención. Le gustaba.

            Dejó ir la cachemira del edredón, se acarició el abdomen, trazando una temblorosa línea hacia arriba con su pulgar y su índice. Subió lentamente entre sus senos, bordeó el izquierdo y pellizcó suavemente su pezón para que se erigiera de nuevo, luego el derecho con la misma intención. Éste lo pellizcó más fuerte, como quería que Emma lo hiciera. Su mano derecha recobró consciencia y fue por maña o malicia que repasó sus labios mayores, ya empezando a desinflamarse, y sus labios menores para empapar sus dedos de ella.

            Emma se irguió, plantó sus pies sobre el suelo, frunció los labios. Sin decirle nada, se coló por un costado mientras se quitaba el reloj que tanto le estorbaba. Rezongó consigo misma, también con Ania por haber colocado el jabón de coco y lemongrass en el dispensador; la combinación le resecaba las manos y el olor le provocaba una incómoda salivación, como si fuese a vomitar, por lo que hizo una nota mental de «por favor» pedirle a Sophia que se encargara de eso. Le importó poco el decoro, pues de igual modo ya se encontraba en el mundo privado de su hogar, y sacó la indecorosa botella de repuesto del jabón de miel, avena y leche. Se quitó los anillos, se lavó dos veces las manos de modo profuso, como suponía que lo hacían los cirujanos, y regresó a la cómoda para apenas apoyarse de ella mientras se llevaba las manos al cabello para recogerlo en una coleta moderadamente ordenada.

            —Ania puso ese edredón el día de hoy —señaló el suelo con un tajante dedo índice—. Qué barbaridad —sentenció, señalando la mancha líquida que había dejado la gravedad sobre la cachemira.

            —Lo… ¿siento? —masculló Sophia mientras se erguía con sus codos, no sabiendo de qué hablaba con exactitud.

            —Tus ganas no justifican tu comportamiento —pareció reprenderla—. ¿Qué es eso de enviarme fotografías de tu…? —gruñó—. ¿Cómo te atreves a masturbarte? —Sophia quiso disculparse de nuevo, pero el término le había provocado lo más parecido a las náuseas ante lo que había utilizado para tener su catarsis—. ¿Para qué estoy yo sino? —preguntó impasiblemente con una sonrisa débil y tétrica.

            —Para mirarme —sonrió ella insolentemente y se sentó sobre la cama.

            Emma relajó los brazos, se acercó y se inclinó sobre ella.

            —¿Era este algún tipo de quid pro quo? —susurró como si su siguiente hazaña fuera saludarla como se debía—. ¿O es que todavía tienes ganas? —Le peinó el flequillo tras la oreja y le ahuecó la mejilla.

            —¿Cómo te fue en la reunión? —preguntó sin afán de responderle.

            —No me evadas —negó con la cabeza—. Por favor —le mostró una mirada que imploraba clemencia.

            —¿Cómo te fue en la reunión? —Insistió—. ¿Está todo bien?

            —No —se irguió, Sophia la imitó y la tomó por la cadera.

            —¿Estás enojada?

            —Confundida. Estresada —respondió Emma, oponiendo resistencia a las manos que pretendieron darle la vuelta—. ¿Me prefieres enojada?

            —No, gracias —ladeó su cabeza hacia el lado derecho y se abstuvo a intentar voltearla de nuevo.

            —¿Has tenido suficiente? —Dibujó una pequeña sonrisa.

            —Difícilmente —sacudió la cabeza ligeramente—. Mi libido es una pérdida de tiempo.

            —Qué bueno —ensanchó su sonrisa y dejó que Sophia tomara la seda plisada para sacarla de la prisión de su falda.

            Como una proyección del movimiento, la rubia le sacó la blusa con la misma facilidad con la que le había ayudado a enfundársela. Rio para sí misma en cuanto se encontró con el horrendo sostén que parecía fundirse con su piel; Emma tenía razón: era un matapasiones; sin embargo, era la excusa perfecta para hacerlo desaparecer de su vista. Era tan feo que ni La Perla utilizaba el color, era tan feo que era el único color y el único estilo que compraba, sufrida y clandestinamente, entre los secretos de Victoria.

            —Es un mes particularmente hormonal —intentó justificarse sin saber por qué.

            —Definitivamente se ven más grandes —repuso Sophia con una ligera risa nasal—. Y, no sé, se ven más rosados —supuso.

            —No me mortifiques —susurró ruborizada.

            —¿Pesan más? —rio.

            —La gravedad hace lo suyo —se encogió entre hombros y se estremeció entre las manos que ahuecaban sus senos.

            Se notaban un tanto más abultados, más inflamados y más rígidos que de costumbre, y eran víctimas de la pirexia como consecuencia de las hormonas que habían dilatado algunas venas, cuya notoriedad le avergonzaba al punto de sonrojarse como si en verdad pudiera padecer de algo tan recatado como la vergüenza. Sabía que Sophia estaba más que consciente de la situación, porque la hipermetropía no era un obstáculo para algo tan evidente; no obstante, se dejó examinar por la mirada colmada de hipnosis y obsesión, mientras ella se mordía los labios, tensaba el abdomen y apretaba los puños a causa de una incomodidad que no verbalizaría porque sabía aceptar, a pesar de su Ego, que la situación era la misma que la de hacía tantas horas: sabía que lo necesitaba.

            Enterró sus dedos entre su cabello. Lo peinó con la sorpresa de no encontrarse ningún enredo a su paso, lo recogió en un torniquete ligeramente apretado a la altura de la sutura lambdoidea y lo fijó con la liga que tomó de la muñeca derecha de Sophia.

            Ella la miró con el rastro de una sonrisa de ápices pícaros e inocentes por igual, como si le agradeciese el gesto de acomodar la melena que a ella le daba pereza ordenar, y aceptó una ligera caricia que se deslizó por su pómulo izquierdo hasta ahuecarle el perfil. Descansó brevemente en la palma de su mano y, cuando despertó del ligero desvarío de alternativas sexuales de las que podía valerse en un futuro próximo, dejó que sus manos se deslizaran por esa pequeña porción de abdomen que dejaba su falda a la vista. Se distrajo en el eje de simetría vertical, esa leve hendidura que se le marcaba con la bendición que traía la delgadez consigo, y rio, como si fuera gracioso, gracias a que su ombligo parecía jugar a las escondidas con ella: apenas se asomaba por la franja de falda que encerraba su cintura. Paseó la yema de sus dedos por el borde, a lo largo de lo que recordaba llamarse mesogastrio. Fue una suerte de abrazo, o algo semejante, pero su intención se redujo a ir al encuentro de aquella ínfima gota beige-gris que pendía a la altura de la primera y segunda vértebras lumbares.

            Deteniéndola por la misma zona lumbar con su mano izquierda, bajó la cremallera con la cordura de una persona que no tenía apuro alguno. Deslizó sus pulgares desde la abertura que había creado hasta los márgenes de su cadera y, con una maldita circunspección de deidad budista, la despojó de la Max Mara de la ocasión. La lana grisácea cedió y cayó hasta abultarse sobre las asimétricas puntas de los Louboutin. La escena le resultó extremadamente familiar. Sus ojos se encendieron al compás de un gruñido animal que había nacido en lo más profundo de su id. No supo, sino hasta ese momento, que la tortura de su excitación, esa que había acarreado consigo por tantas horas, se debía más al morbo de la composición de su vestimenta íntima e inferior que al hecho de no haber sido objeto de un exhaustivo análisis lingual. Se relamió la anticipación de sus labios y se acercó a una de las ajaduras que había dejado la presión de la seda y la lana en su piel. Repartió besos, uno en cada ceñimiento, mientras se afianzaba nuevamente a su cadera.

            Emma posó sus manos en la cabeza y en la nuca de aquella mujer que por alguna razón odiaba ver desde arriba, incluso en momentos de potencial delirio como esos. Se dejó besar, permitió que le desencadenara uno de esos escalofríos que alborotaban los poros de sus brazos, que rebotaban entre su vientre y sus intestinos, que provocaban ardores en sus senos debido a la incapacidad de sus pezones de poder encogerse más, que le provocaban un tipo de artritis que le acalambraban los dedos de manos y pies. Jadeó.

            Sophia atrapó el delgado borde de la Kiki de Montparnasse que le había ayudado a colocarse hacía tantas horas y tiró de él como si esperara que el patrón de encaje de seda cediera a sus incisivos. Lo dejó ir ante el aroma que se había escapado de la única parte sólida de la prenda; resultó en un azote de carácter juguetón que ocasionó risitas mudas. Sus manos empuñaron los elásticos que disimulaban sus ligeramente protuberantes huesos ilíacos y enterró la nariz en la triangular región en la que siempre encontraría su más grande debilidad. Inhaló tal y como si se tratara de benzoilmetilecgonina, profundamente, y supo relajarse al haberla encontrado en las condiciones óptimas para lo que fuera que les deparara el futuro más cercano.

            Dejó ir lo que había empuñado. Despegó la parte central con impresionante ligereza y escabulló la mirada como si no quisiera curiosear de más. Hasta ese momento comprendió que el hambre que había saciado durante el almuerzo había sido mal diagnosticada, que el almuerzo, así como otras prácticas para una Alessandra Santoro que todavía no conocía, había sido nada más, y menos más, que un maldito paliativo; ella había tenido hambre y seguía teniéndola. Se tomó un segundo para apreciar la tersidad y, cuando llegó a aquello que sabiamente se escondía entre sus piernas, observó cómo una densa capa líquida y brillosa había humedecido la seda que, mediante un ínfimo y frágil hilo, conectaba la tela con su piel. No pudo resistirse y paseó su índice por la franja con la que pocas veces se había encontrado; eso era evidencia de una increíble y sensual falta de control y no de lo mortífero del descontrol. Amó sus hormonas, su crisis de ansiedad, su estado errátil. Se llevó el dedo a la boca y lo saboreó con la torpeza y la embriaguez de quien prueba su perdición por primera vez después de demasiado tiempo. Esta vez fue ella quien dejó escapar un jadeo que apenas se escuchó.

            La miró desde abajo y le clavó los ojos en los suyos. La notó inhumanamente impasible, casi indiferente. Se le antojó la misma postura que sabía que volvía loca a la arquitecta, esa de mecerse y jinetearle los labios hasta llevarla al borde de la asfixia, a lo más parecido a la hipoxifilia sin colocarle las manos al cuello, pero se le antojó de tal manera que se invirtieran los papeles. Podía contar las veces que una escena así se había logrado llevar acabo en aquella cama, o en cualquier superficie que permitiera la experiencia de la posición, y se alarmó en cuanto reconoció que las podía contar con una mano y que le sobraban dedos. Mientras hacía una nota mental al respecto, el mismo dedo se atribuyó la insensata tarea de recorrer la fuente del rastro de humedad con el que se había encontrado hacía pocos segundos. Sintió la tensión que encrespó cada componente del sistema nervioso autónomo de Emma; sus dedos tuvieron toda la intención de asirle el cabello y la piel con la brusquedad necesaria, pero la última pizca de uso de razón que le quedaba los contuvo como si de ello dependiese el fin del mundo. Su dedo se deslizó tan fácil como nunca, por lo que supo que eso no era para jugar, sino para comer del mismo modo en el que Emma se había devorado cuarenta y ocho dumplings fritos en el P.F. Chang’s de Union City, y solo entonces, aunque tortuosa, la espera habría valido la pena.

            Tomó posesión de los bordes de la Kiki de Montparnasse una vez más, esta vez con la clara intención de hacerla desaparecer. Tiró hacia abajo, disfrutando ese eterno segundo en el que el estilo hacía de las suyas y se quedaba atascada entre la fisura trasera de la arquitecta, tiró con mayor fuerza hasta que la seda cediera y la bajó hasta sus pantorrillas, altura desde la cual la dejó caer y desde donde empezaría el peregrinaje con sus manos hacia arriba.

            Una parte de ella quiso traer a Sophia al encuentro de su entrepierna para recrear el asalto matutino, pero su parte dominante —en este caso no referente al rol de tirana— no la iba a arrodillar con el único propósito de alimentarla a la fuerza. Estuvo a punto de decirle que la necesitaba, a punto de confesarle eso que le venía carcomiendo la arrogancia y la independencia por igual, a punto de decirle que podía hacerle lo que quisiera y como quisiera, que era más que urgente, pero fue la rubia quien, una vez más, puso fin a su sufrimiento, a su titubeo y a su tartamudeo mental, pues se puso de pie, se alzó apenas en puntillas, le plantó un beso en el cuello y susurró aquellas mortales palabras que le debilitaron las rodillas:

            —I’ll scarf you.

            Emma falló en respirar, en atajar la bocanada de aire respectiva, y pudo jurar que su vista se nubló.

            —As long as you’re not kneeling down —se escuchó Emma decir entre un intento de imitación de decibeles e intención.

            —I didn’t intend to —sonrió la rubia, remedando la pleitesía con la que correspondía las pocas órdenes que le daba, en el tálamo en su mayoría.

            Sophia la tomó por la cadera y la tumbó sobre la cama. Se apegó, al pie de la letra, a la semántica literal de su condición: no se arrodilló; se acuclilló. Abrió sus piernas, todavía ancladas al suelo como si quisieran aferrarse a la vida —aunque en realidad era solo porque no podría vivir consigo misma si subía los stilettos a la cama—, y dio una serie de lengüetazos planos y superficiales que arrancaron un igual número de jadeos. La primera succión fue correspondida con el agudo gemido que había llevado atascado en la tráquea desde la mañana. Allí, en su cama, podía descomponerse en cuantos gemidos quisiera, al volumen que quisiera.

            A partir de ahí, Emma ya no supo qué vino después: si un lengüetazo, una succión —del verbo to suck o del verbo to suckle—, un incesante ataque, una provocación o un intento de penetración lingual, pero sabía que no estaba en sus adentros; de eso estaba segura. Cerró los ojos y se dejó llevar por la precisión de su lengua mientras sus manos, inquietas, se deshacían del morbo y de la distracción que presentaba el conjunto de agujas, medias, ligas y liguero. Solo hasta entonces, la italiana se dejó por completo: Sophia alzó sus piernas por lo alto, flexionadas, desparramadas para no tener que recurrir a nada para abrirla y poder alcanzar hasta los recovecos más escondidos de su anatomía.

            Emma pudo sentir cómo los labios de Sophia estuvieron a punto de expulsar composiciones guturales que, de ser gesticuladas con la maestría que poseía para hablar con la boca llena, podrían haberse llamado palabras. Las opciones eran varias y variadas, pero la idea era siempre la misma, puesto que la intención era siempre complacer: le preguntaría qué quería, o cómo lo quería, o cuántos quería; se trataba, más que de la cantidad máxima de placer que un ser humano above average podía soportar, de las etapas, las facetas, los fraccionamientos, las dosis o las variantes dentro del espectro de la intensidad. Su reacción, de haber escuchado palabras, habría sido una reprensión de tipo educativa, como una de aquellas tan fundamentales que impartían los progenitores, a diestra y siniestra, en los años en los que se introducía a un salvaje (infante) a las prácticas del buen comportamiento social y de los principales modales en la mesa. No la reprendería por el propio hecho de gesticular con la mandíbula ocupada, sino por interrumpir la deglución de algo tan sagrado como su Ego consideraba que era su propia fábrica de placer.

            «Mangia», insinuó con el gruñido con el que había acompañado la posesión de su cabeza para fusionarla consigo, para que ni se le ocurriera verbalizar la pregunta a la que ella ya le conocía todas las respuestas, quizás, incluso, mejor que ella. Con un gesto tan benigno, porque podía jugar con los límites de suffocation by pussy, le dejó saber que quería algo sencillo y, sin embargo, largo y tendido, algo intenso, como Francesca da Rimini de Tchaikovsky, y no algo como uno de esos frenéticos pero efímeros tangos de Gardel. Eso significaba que precisaba de una sesión que podía pasar por orgasm denial a pesar de que no lo sería, porque la negación no iba con ella y no se trataba de una negación como tal, sino de una soberbia dilación ex profeso que resultaba altamente satisfaciente.

            El coqueteo de su lengua se tornó ávido y exquisito. Dejó atrás la degustación y se concentró en proporcionarle eso que le había pedido con uno de los gestos más incivilizados que exteriorizaba con ella y con el mundo en general. El gesto per se era una de las cosas que la enloquecían sin remedio y sin circunstancia; sin embargo, era un tipo de locura que prefería no exhibir por el simple hecho de que sabía que con Emma funcionaba con la misma preceptiva de la educación infantil: la atención significaba mostrar interés, un arma de doble filo que podía dejar que la criatura floreciera o se retrajera; pero ella no estaba por concientizarla sobre sus acciones, mucho menos por dejar de disfrutar esos pequeños y fugaces arranques bestiales. Ni siquiera expulsó un jadeo de sorpresa en cuanto fue abruptamente presionada contra sus relentes cavidades, tan solo supo ceñir sus caderas con ambas manos para traerla aún más a su encuentro, tal como si quisiera hacerle creer que había sido idea suya dejar que se le fuera la vida entre la arquitectura de sus piernas. Fue ahí, en ese preciso instante, que decidió que ya no quería morir mientras dormía porque eso era indigno e injusto, ni hablar de lo poco representativo que era. Quería morir así, si es que algún día debía por lo que no trajera la vejez consigo —el fallecimiento sistemático de sus órganos—: quería morir así, entre sus piernas.

            Recordó el sagaz uso del abecedario, pero a Emma ninguna letra parecía provocarle lo que el alfabeto griego sí, especialmente cuando se trataba del trazo mordaz de alpha; cuando se trataba de una presión directa sobre su clítoris, y de gamma; cuando se trataba de un merodeo preciso entre todo lo que encerraban sus tensos y casi escasos labios menores. Probablemente, en caso de haber sabido un poco de cirílico, habría notado los efectos de la be y del ef.

            La miraba cada tanto, casi siempre para encontrársela con la parte derecha del labio inferior entre dientes, y, cuando lograba sincronizar sus ojos con los suyos, exhalaba un potencial gemido genuino. Pudo sentir el momento en el que Emma estaba lista para permitir que su existencia se viniera abajo por algunos segundos, pero también pudo sentir la terca resistencia que imponía su propia naturaleza y que su Ego claramente reforzaba con furor. Contradictoriamente, sus manos se esforzaron por mantenerla sobre el punto exacto que le gritaba que no debía dejar de lamer, en ninguna circunstancia, ese costado de su clítoris, pues estaba pronta a llegar al eretismo. Ella, sin embargo, porque había captado el mensaje de que quería surfear la ola del placer hasta que su mismo cuerpo se lo reprochara, succionó lo que pudo ser la última vez. Estiró su piel y, en cuanto la soltó, estalló un sonido agudo y húmedo, tal y como si hubiese chascado la lengua o los labios, y le sonrió con la arrogancia y la insolencia de la que se valía principalmente en la cama.

            Emma la miró como si quisiera matarla, no sabía si el arranque era más literal que figurado o viceversa, pues, aunque estaba agradecida por no haberla hecho perder el tiempo con un altamente sobrado e inocuo orgasmito, había atentado contra la disposición orgánica de su anatomía.

            Sophia, con sus ojos fijos en los suyos, deshizo la sonrisa mientras deslizaba su mano hacia el interior de sus muslos. Deslizó su dedo del medio en su interior con una calma y una aparente indiferencia tan maldita que pudo haberla hecho rabiar — y quizás rabear también—, porque esa era la única intención: un dedo era un simple coqueteo de lo que pudo ser y de lo que podía llegar a ser, es decir: una auténtica putada.

            Emma se irguió con la ayuda de sus codos, tensándose en una interminable abdominal como si quisiera supervisar el proyecto de su propia apostasía, el momento en el que aceptaría que la situación no ameritaba un tan solo orgasmo y mandaría su propia decisión al carajo; suponía que una mujer resuelta, como ella, tenía derecho a sus propias contradicciones y condescendencias consigo misma.

            Manteniéndose estática en el hueco que más le gustaba que le violentara, regresó a su clítoris con el singular propósito de su lengua. Al contacto, Emma jadeó. Se dio cuenta de la solidez de la cúspide que apenas se asomaba a la vista y, entre el pausado lengüeteo que le sucedió, complació a la arquitecta con su índice. Su ego —éste con minúscula por pequeño y de poco protagonismo— se infló algunos Pascales en cuanto fue testigo de dos cosas: la primera, de cómo expulsaba un deliberado gruñido entre dientes que le impidió el arquear su ceja derecha y, la segunda, de cómo su propia necedad le prohibió mostrar cualquier manifestación de rendimiento y rendición. Palpó, masajeó la profundidad que sus dedos alcanzaban, y sospechó que su forma de penetrarla, una maniobra que no nacía desde el hombro, sino que consistía en el recogimiento de sus dedos para estirarlos de nuevo, podía endurecerle el cartílago articular de la muñeca o atrofiarle el túnel carpiano, pero nada de eso era tan preocupante como el hecho de no poder desempeñarse de manera extraordinaria e inducirle un par de memorables orgasmos y eyaculaciones de venir al caso. Luego, si la situación lo ameritaba, se entregaría a los conocimientos de algún especialista carero y mezquino que la regañaría para enmascarar la inmensurable envidia que le tendría en cuanto supiese o imaginase las causas de su mal.

            La penetró sin prisa alguna, como si su único objetivo fuera desesperarla hasta arrancarle otro gesto incivilizado; uno que le marcara el ritmo, la profundidad y/o la intensidad. Se concentró en acariciar la pared frontal con una pericia mayor a la que caracterizaba a los dedos de Dr. Simone, la ginecóloga, mas con una malicia que atentaba contra cualquier profesionalismo y práctica médica. Batió sus dedos, retratando la gráfica sinusoidal y presionando ese punto cuya existencia y participación sigue resultando demasiado controversial, y se dedicó a mirarla. Notó la resistencia, las atrofias pulmonares, las ganas de ceder a la ceguera para agudizar el resto de sus sentidos —en especial el del tacto— y la titubeante súplica con la que jadeaba su parte más púdica e irracional. Llevó nuevamente la lengua a su clítoris y le importó muy poco el hecho de que su más reciente ofrenda de placer interfiriera con el encanto visual de la penetración de la que la arquitecta tanto gozaba.

            Intensificó las penetraciones y las ligeras succiones alrededor de su clítoris, los roces que había entre su mentón y sus labios menores, y las exhalaciones —bucales y nasales— que terminaban por descender en su ingle hasta erizarle la piel y ofuscarle todo lo inherente.

            Emma gimió y se aferró a ella con una mano mientras que con la otra se sostenía a sí misma por su seno izquierdo a raíz de un espasmo involuntario y sin propósito aparente. Gimió de nuevo y se concedió los permisos necesarios para posar sus pies sobre los omóplatos de la rubia que le era fiel a sus palabras; la estaba devorando inclemente y despiadadamente, por lo que ella terminaba careciendo de voz y voto. Seguramente se estaba cobrando las injusticias sexuales del día, del mes y de toda su vida.

            Con la siniestra, Sophia victimizó su muslo hasta que su rodilla le fricó la planicie abdominal, lo cual la obligó a postrar la espalda en la cama. Debido a la incomodidad de la distancia, porque estirar el brazo era demasiado incómodo y ya Sophia sabía que solo quedaba un gesto incivilizado en su repertorio, intentó aferrarse al edredón, pero Ania lo había tendido demasiado bien, apegándose a los preceptos castrenses bajo los cuales había aprendido a vestir las camas del Hotel on Rivington cuando había trabajado en él hacía siete años. Falló en sujetarse de la cachemira y maldijo el momento en el que había accedido a ser abusada al borde de la cama —habiendo más de un metro más allá de ella—, y odió el hecho de que el aire no fuera lo suficientemente denso como para empuñarlo y tirar de él para compensar la posición tan heterodoxa que había adoptado debido a su carencia de potestad.

            Sintió cuando Sophia se alzó en una posición igualmente incómoda, pero, a diferencia de la suya, era una en la que se podía mantener con los pies anclados al suelo para mayor estabilidad, una en la que podía empujarla y ejercer presión con su cuerpo entero, una a la que ella no podía oponer resistencia alguna. De haber tenido aliento, habría evidenciado su desesperanza con una carcajada colmada de nervios y torpeza.

            La empujó todavía más, siendo ella incapaz de escurrirse sobre la cama. Agradeció a las leyes de la fricción, si es que eso existía, y continuó acabando con la inanición que la abstinencia le había desatado. Ahora la penetraba en el sentido más bíblico posible, pese a la falta de falo alguno, y aprovechaba para presionar aquel punto que para Emma sí existía y que le provocaba incontinencias mentales y guturales por igual. Aquello era profundo. Succionó sin más fuerza que la necesaria porque no quería provocarle un despilfarro de hormonas terminal, sino uno que le permitiera sobrevivir otro quizá más intenso.

            Inhaló profundamente, atrapó el aire en su diafragma durante un par de segundos y se le nubló la vista como cuando se sometía a estados de intensa comicidad eufórica. Sufrió de ablepsia temporal, tensó cada coyuntura y se desplomó en un berrido que sonaba más a dolor que a gozo. Las piernas se le hicieron de goma y sintió el placer más inexplicable de todos al saberse refrenada por los brazos y las manos de quien la miraba con una sonrisa mientras, paulatinamente, cesaba las penetraciones.

            No le dio mucho tiempo para recuperarse. Se irguió, sintiendo un leve ardor en las pantorrillas y una lumbalgia pasajera y soportable, y miró el indicio de una sonrisa de cóndilos apretados. Se compadeció de ella. La envolvió por la cintura y la cargó, cual peso semimuerto, hasta que su cabeza rozara las almohadas. No le dio mucho tiempo para recuperarse, pues, al cabo de unos segundos, en una posición digna y cómoda para lo que estaba por suceder, escaló su torso, a gatas, hasta hacerle saber que estaba a punto de cobrarse los dos orgasmos que le había propiciado en lo que iba del día; dos a cero no era un marcador justo ni aquí, ni allí, ni en los malditos Tatras. Ronceó su boca con la petulancia de sus labios menores, como si de un cortejo se tratara.

            Emma reparó en el aroma ajeno enseguida. Abrió los ojos y se encontró con una Sophia que la miraba desde arriba sin la emoción de reconocerse en una posición de dominio absoluto; la emoción era, sin embargo, la misma que la poseía cuando la sabía entre sus piernas, aun cuando estaban ambas en posición horizontal. Advirtió mayor peso sobre ella, la obligación de respirar y tragar al mismo tiempo, y el comienzo de un vaivén concupiscente por parsimonioso y perfeccionista. La tomó por la cadera con ambas manos y la haló hasta que perdiera la delicadeza y enterrara sus labios mayores y menores en su fisonomía.

            La rubia ahogó un suspiro de alivio, de al fin sentirla en eso que había tenido el atrevimiento de injuriar en su ausencia y su presencia. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y le dio la bienvenida al primer lengüetazo que había ido al encuentro del primer movimiento de cadera. Echó la cabeza hacia adelante, abrió los ojos, se encontró con los iris verdes, gruñó una sonrisa y arremetió contra su lengua para hacerle saber que ella, a diferencia suya, vivía los orgasmos como los alcohólicos anónimos los días —uno a la vez— y que prefería darle al cuerpo lo que pedía, cuantas veces lo pidiera, como lo pidiera. En ese momento necesitaba uno con urgencia. Luego consideraría si era adecuado presentarse, con su nombre de pila, ante un grupo de extraños, para confesar sus múltiples adicciones, para declararse impotente frente a su lengua y a toda ella.

            Marcó la amplitud y la frecuencia de los lametones. Quería algo sencillo, algo en lo que pudiera disfrutar del reverso y el anverso de su lengua en cantidades iguales, algo que, por cuya marcada e indolente velocidad, pudiera dejarle espacio a las repentinas y sorpresivas voluntades de sus labios y dientes, de su lengua incluso, para hacer algo diferente, y quería dejarle tiempo y espacio para que respirara con comodidad, pues la intención, a pesar de involucrar la sofocación, no implicaba quitarle la vida como lo sugería el ahogamiento. Se meció insistentemente, dejando tras sí un genuino gemido tras el siguiente, dignos premios que compensaban la desfachatez que había cometido hacía rato; más que una condecoración, más que una medalla de honor, era hacerle saber que solo ella podía construir esa interminable cadena de gemidos, algo que ni ella podía hacer por sí misma.

            Bajo ella, entre la excitación y la dificultad para respirar, Emma contestaba sus gemidos con jadeos que ni siquiera expulsaba cuando canalizaba a su marrano interior y hartaba dumplings o una oferta all you can eat de rainbow roll. La recorría aparentemente sin ganas, como si su sabor no fuese lo que más le gustara probar, pero era cuando Sophia desaceleraba el vaivén que aprovechaba para devorarla del mismo modo —aunque no de la misma manera— en la que ella lo había hecho.

            Bastó un segundo de dejadez, de distracción, para que Emma lograra succionar, pasando casi desapercibida, y que fuera Sophia misma quien, con la necedad de mecerse hacia adelante, estirara sus labios menores y su diminuto clítoris. No supo si fue la succión o la liberación lo que la llevó al borde, pero le indicó, con un gruñido demasiado bien ganado, que lo repitiera hasta enloquecerla por completo.

            Aquella pirueta fue inspirada en el acto contorsionista de Kooza, o en el de algún circo moscovita de bajo presupuesto, porque, en cuanto Sophia padeció del primer espasmo, Emma se irguió de torso, llevándosela consigo de tal manera que tumbó únicamente su espalda con los Newtons que le regalaban el desquicio y la adrenalina. Sus piernas, restringidas por una llave marcial israelita, quedaron suspendidas en el aire mientras intentaban escaparse de Emma. La tortura le provocó una risa que exacerbó el orgasmo que la lengua de la arquitecta no dejaba ser ni estar, solo casi matar.

            La dejó ir con el mismo aire compasivo con el que Sophia se había apiadado de ella anteriormente y la fue colocando y acomodando entre sus piernas y a su alrededor. Esperó, pacientemente, a que volviera en sí para dejar las bestialidades atrás. Se apoyó tal y como lo hace cualquier nostálgico profesional en la arena para disfrutar del panorama oceánico, hundió la cabeza entre sus hombros para apoyarla en el derecho y se dedicó a la exquisita tarea de observarla tal y como ella dejaba que Monet la hechizara en el quinto piso del MoMA.

            Sophia estalló en una estridente y súbita carcajada. Abrió los ojos y se encontró con la más acosadora y risueña sonrisa. Calló ruborizada, avergonzada, porque una mirada de esas la hacían sentir extrañamente bien y completa, porque sabía que esas rarezas eran las que entretenían al par de ojos verdes. La contempló en silencio, con las manos en los labios para evitarse otra jocosidad vergonzosa, y trazó, con la mirada, el futuro camino de besos que dejaría en su piel: empezaría por sus labios, porque, sorprendentemente, a este punto todavía no se saludaban como acostumbraban, como se lo debían mutuamente. Se sentiría completamente en casa con el No. 5 que se desprendía de su cuello, mordisquearía las pecas de sus hombros y besaría eso que habían acordado que se llamaba sexy as fuck indentation, gozaría de la dureza y saborearía el rosado de sus pezones, se detendría a apretujar sus senos porque el maldito morbo era desesperante y regresaría a sus labios para saludarla una segunda vez, ahora ya sin la distracción de todo lo anterior.

            Woody Allen una vez dijo: “if you want to make God laugh, tell him about your plans”. Algunos aplaudieron su razón y su pertinencia, su talento como actor, guionista, cineasta, o lo que fuera; sin embargo, Sophia mantendría que se había equivocado en Dios, en la risa y en todo lo demás, pues en su cama no había ni deidad ni patrono que consintiera lo que ocurriría en el futuro más cercano; porque lo más parecido a Dios, en aquella cama, era el Ego de Emma; porque no habría más risas, sino los fonetismos propios de la parte placentera del lenguaje del apareamiento.

            Emma se arrojó sobre ella sin la brusquedad de una violencia premeditada; fue algo serio y casi frío y apático, y sin embargo sereno, algo propio del carácter impertérrito de cuando las hormonas no interferían. La recostó como si la delicadeza y la cortesía fueran algo a lo que tenía derecho tras haber cometido el crimen de provocarse un placer que no formaba parte de su voyerismo, sino de la malcriadeza y del capricho. Se colocó sobre ella como parte de las famosas acciones ritualizadas de las que abusaba porque las encontraba reconfortantes y sanas para su paz mental, la tomó por las muñecas y las inmovilizó, con la siniestra, sobre su cabeza.

            Despedazó todos los planes, proyectos y trayectos que Sophia había concebido en su cabeza segundos atrás. Fue ella quien la besó, haciendo que la rubia tuviera que conformarse con el labio superior. Sus papilas gustativas explotaron tras el choque de sabores —el de Sophia en ella y las notas de un Bordeaux sin mucho tanino y no tan frutal; el suyo en el de Sophia y el de un té blanco de albahaca y limón— y su lengua se enrolló con una desesperación que no sabía explicarse ni a sí misma. La había echado de menos, eso se lo diría algún día, y ojalá ese día no fuera tan lejano, pues empezaba a constreñirle la tráquea. Percibió la intención ritualizada de la rubia bajo ella, esa de llevar sus manos a su nuca, y quiso dejarla, quiso permitírselo, pero su indignación estaba todavía tan latente que la forzó contra el colchón hasta que la sintió ceder, hasta que no insistió más; no se lo merecía. Mordisqueó su mentón.

            Fue ella quien inspiró el rastro de un perfume desconocido, un perfume que ya no olía a peonías, mucho menos a bergamota y limón, que ya no olía al remolino de feminidad, felicidad y optimismo, que ya no era un soneto al amor, a la paz y a la libertad. Entró en un pánico muy breve, pues creyó haberla desconocido, creyó haberla perdido en algún momento de la mañana o de la semana, creyó no haber estado prestándole suficiente atención. Inhaló de nuevo, esta vez para darse cuenta de que olía a lo más parecido a sus fantasías: era sutil, propio de algo prohibido, que, mientras más la respiraba, más y mejor la describía. Ahora olía una nota de mandarina que solamente servía como medio para el jazmín, la flor de cananga y el clavel más representativo del Mediterráneo, y olía a té negro, a castaño y a cedro. Era el perfume de una mujer delicada, femenina, y, al mismo tiempo, intransigente y descollante. Besó su cuello, el aroma que buscaría de hoy en adelante en las almohadas y entre las sábanas, se adueñó del freo y bajó para reclamar lo que era suyo y solamente suyo, eso que Sophia había osado a acariciar, por cuenta propia, tanto en su ausencia como su presencia.

            Dejó ir sus muñecas, sabiendo entonces que Sophia no se empecinaría en interponerse de ninguna manera. Trazó una línea recta de besos y apretujó sus Bs, siendo inconsciente de su propia fuerza y acentuando su sanción con un demoledor y extenso pellizco en sus pezones. La escuchó invocar la dulzura y la misericordia de la Santa Mierda, se retorció bajo ella y se aferró, con ambas manos, al borde más próximo de la cama.

            Se preguntó si aún era capaz de propinarle un orgasmo, más psicológico que físico, que naciera en esa zona que la misma rubia, valga la hipérbole y el sarcasmo, declaraba ser menos erógena que sus codos. La envolvió con sus brazos, uno por su trasero para mantenerla adherida a ella y el otro por la espalda para controlar sus movimientos involuntarios. Miró sus pezones alternadamente, tal y como si disertara sobre cuál debía saborear primero. Se decidió por el derecho, lo cual pareció tomar a Sophia por sorpresa, pues siempre comenzaba por el izquierdo, y, sin saber cómo o por qué, el factor sorpresa le ensortijó las entrañas de tal modo que la hizo gemir al compás del primer parsimonioso lengüetazo.

            Sophia tensó la quijada, apretó los dientes y los puños y sintió cómo su espina dorsal se convirtió en un tan solo nervio que logró entumecerle hasta las yemas de los dedos y que logró provocarle hormigueos en las orejas y en las axilas. No recibió un segundo lengüetazo hasta que la miró a los ojos, y solo entonces comprendió que ese sería su castigo: debía mantenerse alerta, con la mirada fija en ella y en lo que le hacía, sino se detendría y sería tan fácil como, quizá, ponerse de pie y largarse a escuchar alguna sinfonía de Mahler o de Shostakovich mientras se dedicaba a leer las últimas ochenta y tantas páginas de The Goldfinch, para luego devorar las primeras cuarenta y ocho de Au revoir là-haut o Terras do Sem Fim, o hasta que se lograra sacudir el enojo y la indignación y recordara que ya era hora de cenar comida.

            Vigiló los garabatos geométricos que dibujaba con su lengua. El sosiego era mortal, una tortura contradictoria en lo que a su acelerado y ansioso comportamiento matutino se refería; su capacidad de mercurial todavía le daba un poco de miedo, más que eso, era de las pocas cosas que nunca dejarían de intimidarla. Las neuronas se le apagaron tras el primer mordisco. Ella gruñó y, como si se tratara de una out-of-body-experience, se le estremeció todo lo intrínseco. Para cuando Emma repitió la ceremonia en su pezón izquierdo, ella habría jurado haber conocido al Supremo.

            Entendió su cometido cuando la pellizcó de nuevo, quería que fueran un reflejo de los suyos, quería que sufriera las flaquezas de autopercepción y autoestima tal y como ella sufría durante esas veinticuatro horas, quería que sintiera la incomodidad física, pero, sobre todo, quería que sintiera que la incomodidad nacía en el hecho de no poder disfrutar del continuo e interminable placer que las circunstancias ofrecían. Sus pezones se habían enrojecido debido al insistente regocijo al que Emma los había sometido. Eso le gustaba, quizá más de la cuenta.

            Emma la apretujó entre sus brazos; su vientre prensando su pubis, sus dientes adulándola, su espalda suspendida en el aire y sus manos inevitablemente fijas y sujetas a su nuca y a su cabello. El aire salvaje se había regenerado. Sophia batía sus caderas, indómitas, con la piel contra la que alcanzaban a chocar, como si, bajo otro conjunto de estipuladas condiciones, pudiese canalizar al jinete profesional que llevaba dentro.

            No lo vio venir, no lo sintió como en otras ocasiones. Asió a Emma por el cabello, con una fuerza tan proporcional como con la que ella succionaba su pezón y, a diferencia de ella, que tiraba, ella la enterró aún más mientras trepidaba entre el dilema de salir huyendo o de quedarse entre sus brazos. Se terminó quedando, porque supo que sus piernas no le responderían en lo más mínimo y porque fue la voluntad de quien la había constreñido hasta potenciar su orgasmo psicológico al privarla de la capacidad abdominal respiratoria por unos ínfimos instantes.

            La sostuvo en el aire, con una maldita tensión muscular que probablemente nunca sentiría en un gimnasio ni bajo la absurda tutela de João, el entrenador personal de Natasha. La cabeza de Sophia se apoyó sobre la suya, sus manos se fueron relajando conforme el paso de los segundos, al igual que su respiración, y su cuerpo se fue librando, poco a poco, del pasmo que lo dominaba. A cambio, el hormigueo de las orejas y las axilas había migrado a sus areolas y el entumecimiento a sus pezones; le palpitaban.

            Sin una palabra de por medio, Emma la recostó de nuevo y la besó una segunda vez, ya sin la distracción de todo lo anterior. La dejó ahí, con la cabeza al borde de la cama, y se sentó a un costado, dándole la espalda mientras aflojaba su cuello y sus hombros.

            Sophia la miró sin ser capaz de interpretar su silencio y su lenguaje corporal; no sabía si eso había sido todo. La observó reacomodarse el desorden de cabello, que le había dejado, en un ajustado torniquete de mayor altura y, mientras hacía malabares con sus manos y sus dedos, apreció la ligera película de sudor que se había cubierto sus hombros y omóplatos, la marca de su mano en su nuca y las pecas que nunca dejarían de robarle la cordura. Escuchó el crujir de sus piernas y de su espalda en cuanto se puso de pie, seguido por un suspiro de alivio que a ella le habría gustado sentir. Hizo una nota mental de pedirle un masaje y se jactó de lo buena y hermosa sentadera que tenía su prometida. Cerró los ojos para refrescarse las córneas y, mientras dejaba que su cerebro pusiera en orden sus nervios y sus neuronas, escuchó un abrir y cerrar cercano de gavetas, un trasteo de cosas sólidas y pesadas. De repente hubo silencio, mas no se alarmó, y sintió la caída de uno «quizás dos, uno muy liviano» objetos a su lado.

            Se colocó sobre ella y, nuevamente, la besó mientras la reacomodaba sobre la cama. Esa era su forma de anunciarle que aquello aún no terminaba. Fue un beso más tranquilo que el anterior, por lo cual, ilusamente, creyó que toda intensidad había sido rebajada a la suavidad que sabía que también podía ejercer sobre ella. La dejó volcarla para posicionarse encima y cumplir sus morbosos deseos de fregar su lengua contra sus senos.

            Se dio gusto, eso no lo pudo ni lo podría negar. No lo hizo como Emma lo había hecho con ella, no con la intención de propinarle un orgasmo intenso, sino fue más egoísta; solo para su propio goce y deleite. Emma a diferencia suya, era siempre sensible —ahora más—, por lo que sus jugueteos linguales y dentales, en especial los más suaves y superficiales, le arrebataban suspiros y jadeos; los gemidos quedaban reprimidos y eran guardados para un futuro placer, uno más grande y más intenso.

            Su error fue ir en busca de sus labios para, por una vez, reclamar el derecho que tenía sobre el labio inferior, el cual le fue concedido a costillas de un vuelco que la dejó entre ella y la cama. Por un momento se arrepintió, especialmente cuando sintió sus húmedos pezones rozarle los suyos tan sensibles; ardió… ardió rico.

            La conversación pudo haberse dado desde el momento en el que Emma se había sentado al borde de la cama, pudo haber ido algo como esto:

            —¿Qué prefieres: buttplug o vibrador? —le habría preguntado, dándole un impasible vistazo, sobre su hombro, por la esquina de su ojo derecho y con la ceja arqueada.

            —¿Por qué no los dos? —La habría retado Sophia con una risita.

            —Porque el que mucho abarca, poco aprieta —se habría encogido entre hombros, riendo, y se habría puesto de pie para dejar que el cuerpo le crujiera.

            —Con el lustro que llevas sin cogerme… apretada estoy —habría contraatacado para provocarle una ceja derecha por lo más alto posible—. Seguramente se me reconstruyó el himen.

            Y, entre que la rubia tenía razón y que Emma no quería meterse en temas en los que pudieran extenderse en una discusión, en una argumentación, se ahorró la pregunta y fue a por los dos. De igual modo, su intención era a-se-sinarla, era privarla del correcto uso de sus piernas para luego, cruelmente, pedirle estupideces —como que le trajera un vaso con agua— y sentir cómo su Ego se disculpaba con ella mediante un manifiesto público de su enorgullecimiento.

            Lo siguiente que sucedió fue que la lengua de Emma, ya anunciando el comienzo de un entumecimiento, se tropezó con su clítoris con la libertad que no conocía cuando pretendía ahogarla entre sus piernas, y, posteriormente, se sumergió en su vagina una, dos, tres, seis veces. Se lo agradeció con gemido. Estuvo a punto de reprocharle el abandono de su vagina y de su clítoris, pero se tragó la rabieta para luego, pues se deshizo en cuanto la sintió en su zona perianal.

            La tomó por la cabeza, esta vez viendo imposible la idea de enterrar los dedos entre su cabello por la rigidez de su moño, y se relajó como no lo había logrado en lo que ella misma habría llamado “un lustro sin coger”. Sonrió para sí, porque Emma, en esas instancias, prefería concentrarse en instalarle un placer de tipo creciente y progresivo —que fuera de lo superficial a lo profundo— del cual ella disfrutaba, quizá, un poco más debido a las reacciones que su Ego provocaba. Sintió su dedo posicionarse sobre lo que dejaba atrás para regresar a su clítoris, le dio un masaje somero, un coqueteo casi accidental; sin embargo, cuando lo supo relajado por completo, introdujo apenas la falange distal de su índice.

            Su gemido ahogado fue música para sus oídos, nunca se cansaría del descontrol de su garganta, no cuando su innata voz mimada se exaltaba y se tornaba soberbia y majestuosa. Alzó la mirada hasta encontrarse con la suya, dibujó lo que pudo haber sido una sonrisa apiadadora y, con un gesto de cabeza, casi una reverencia, le indicó que tenía permitido tocarse, que, más que eso, era imperativo que lo hiciera.

            Debió ser que la arquitecta le había embotado los sentidos y la razón, pues, aun sin comprender el porqué o para qué, hizo lo sugerido. Apenas hubo iniciado el frote de su clítoris, Emma empujó las tres falanges en su interior. Su intención fue gritar, pero aquello la dejó sin un gramo de oxígeno y con las manos paralizadas. Había sido brusca, como nunca, y, antes de reclamárselo, saboreó el fuego que había desencadenado en aquel canal que, con el paso del tiempo, se convertía en su más prohibido placer. Emma resopló, pareció burlarse, mas era su manera de manifestar su gozo tras la definición más ortodoxa del diccionario. Reiteró el gesto con su cabeza, Sophia reanudó el frote lento de su clítoris y, esperando que sacara su dedo para introducirlo de nuevo, se llevó la sorpresa de una embestida que no tuvo variación en profundidad a pesar de que la sintió más profunda que nunca. Gimió y un ligero y visible tremor se desencadenó en el interior de sus muslos. Esta vez no esperó en vano: pasados tres míseros segundos de frote, repitió la embestida. Sucedió cuatro veces más, cada vez con un intervalo menor de tiempo de descanso y de reajuste de consciencia, y fue solo entonces, en cuanto Sophia logró acomodarse alrededor de la sensación, que Emma decidió penetrarla en el sentido más literal, hasta que la rubia gruñera su cuarto orgasmo. Allí, el cansancio empezó a tomar posesión de ella.

            Oyó un sonido hueco, y al mismo tiempo sólido, resbalándose a través de una fricción forzada, el castañeteo de un objeto amorfo que se golpeaba contra las paredes de «ah, el maldito cilindro de mierda», refunfuñó al ver cómo las manos de Emma lo manipulaban con la misma dificultad de antes, pero con la indiferencia y la impavidez de nunca. Estuvo a punto de decirle, de exhortarle, que le entregara aquel artefacto para abrirlo por ella… especialmente porque sabía lo que contenía; sin embargo, tras unos segundos de ansioso mutismo, notó la sonrisa que invadía su semblante mientras dividía el cilindro en dos y volcaba la mitad inferior sobre la palma de su mano para recibir el más pequeño de los componentes del starter kit. Salivó, no supo si por la misma repulsión que le provocaba el sexo en exceso —si es que había tal cosa para ella— o si era por la emoción de enfrentarse a un artefacto de esos.

            La observó tirar del próximo paño del envase de Lysol de lavanda para luego pasearlo por cada pliegue y curvatura de aquel objeto que había empequeñecido entre sus manos. Sabía del mal que padecía la arquitecta, porque era capaz de meter la cara entre su derrière, mas no de insertarle un artefacto de silicón sin saber si había sido limpiado antes de ser escondido, por dos semanas, en ese cilindro del diablo, por lo que Natasha llamaba le rosebud. Esperó un momento a que se secara. Mientras tanto, con su mano libre, se cercioró de que el agujerito permaneciera lubricado.

            Le dio un beso en cada ingle, desatándole una carrerilla de cosquillas que le erizaron la piel. Colocó la punta del buttplug en la entrada del agujerito y empujó con insólita suavidad; no obstante, justo antes de llegar al cuello del juguete, se retractó. Presintió un reproche, un “¡¿qué carajo te pasa?!”, algún disparate sobre cómo podía ser tan cruel de hacerle creer que en verdad lo haría, o alguna memez similar, por lo que lo alzó un poco para luego derramar, sobre la punta, algunas gotas de un lubricante que había comprado la misma vez que lo demás. Reanudó su intención, esta vez lo introdujo hasta el cuello, hasta donde era permitido por normativa de la razón, y por sugerencia de la ergonomía y acomodó la parte exterior para que no le molestara en lo absoluto.

            Sophia se deshizo como aire, como agua, mientras expulsaba un suspiro fruitivo y se dejaba abrumar por la forma, la textura y las dimensiones de lo que Emma había dejado en sus entrañas. Se contraía adrede y se ahogaba, por lo que se veía obligada a relajarse, pero eso la ahogaba de nuevo. Nunca pensó que se sentiría así, en realidad nunca pensó en que se sentiría distinto a sus dedos, y, aunque a su parte más pudorosa le costara trabajo aceptarlo, saborear cada sensación era altamente satisfaciente. Abrió los ojos, se encontró con una Emma absorta en la imagen de su entrepierna, ensimismada en sabía solo ella qué perversiones mentales. No supo para quién sería más placentero, no supo para quién había sido ideado aquel plan de entrenamiento anal, si para ella, que lo impartiría, o para sí, que lo recibiría, pero haría las paces con que el placer era equitativo a pesar de ser soberanamente distinto. Sugirió, con un gesto atrevido, la posibilidad de una tercera ronda de autoplacer asistido.

            Emma disintió y sonrió, aparentemente conmovida, haciendo que Sophia alejara su mano de la zona. Emma se irguió sobre sus rodillas y se colocó a horcajadas sobre ella, estiró su brazo y materializó aquel espetón negro y cromado que tenía fama de hacer magia más potente que la varita de sauco.

            La vibración era insistente y suave, y la estremeció al contacto con su vientre. Se fue haciendo más fuerte, siempre constante, mientras se abría camino a aquel lugar que compartirían a partir de la exquisita rememoración que Sophia había verbalizado aquel sábado por la mañana tras haber sido presentada con el arsenal de juguetes.

            Sophia jadeó al contacto con el ápice de sus labios mayores. La vibración se tornó un tanto más fuerte, 6/8, y sollozó la mezcla de placer y dolor en cuanto Emma dejó caer su clítoris sobre el extremo opuesto que había posado sobre el suyo. Gimoteó, berreó, quiso escapar, correr, salir de ahí, arrojarse al suelo y arrastrarse hasta un lugar en el que la intensidad formara parte solo de lo ajeno; sin embargo, quiso creer que se quedó por la prisión que formaban las piernas de Emma, que había sido una imposición que jugaba con los límites de la primera cuota de sadismo, que existiría entre ellas dos, en aquella cama. Pero fue ella, fue su voluntad, con un consentimiento mudo que renunciaba a protestar y a oponerse a ese placer tan violento que hacía que sintiera cada maligna vibración en cada célula de su ser, una vibración que, por primera vez, hacía que Emma se viera afectada.

            Ella lo notó, se dio cuenta de lo cruel e incómoda que era la intensidad de la vibración para Sophia, pero, precisamente porque era primera vez que ella disfrutaba verdaderamente de una, fue incapaz de retirar aquel aparato, mucho menos de quitarse de encima. Ante su capitulación, ante la aceptación de que el juguete era desaforada y mórbidamente placentero, dejó caer un poco más de su peso sobre la circunferencia que compartían ambos clítoris, y, porque su cadera ya no era suya, se deleitó con un lento frote contra la esfera de silicón.

            Sophia le enterró los dedos en la cadera para sujetarse de ella, pues, de lo contrario, estallaría en un orgasmo mortal, digno de coma clínico, y no aguantaría el poco tiempo que sabía que le era posible aguantar. Nunca la había visto tan enajenada, tan inmersa en la satisfacción de su propio placer; le parecía curioso el hecho de que le sentara tan bien. Los gemidos le secaron la boca; le dolió la cara a causa de sus muecas como intentos compensatorios para mitigar la inclemencia del juguete; los dedos se le entumecieron debido a la fuerza con la que se aferraba a una Emma que, lejos de quejarse, los apreciaba porque la mantenían cimentada al allí y al entonces, porque no la dejaban flotar, porque no la dejaban ceder a la locura irremediable; sus ojos estaban irritados y adoloridos por la insistencia de permanecer abiertos para apreciar una de esas imágenes dignas de ser almacenadas en lo que ella llamaba un pen drive; su abdomen creía haber flexionado mil desacostumbradas y abominables abdominales, y su clítoris estaba al borde de desprenderse de su cuerpo para reclamarle, con un tajante dedo índice, que había sobrepasado los niveles de lo que se consideraba inumanamente stupido. Nunca había sentido su anatomía sexual tan inflamada, tan dispuesta a explotar, y nunca encontraría las palabras para describir la sensibilidad que su clítoris había alcanzado. Le clavó las uñas, gruñó tan fuerte y desgarradoramente como pudo, y, con un estridente grito que se escuchó en toda la isla, se le oscureció la existencia a medida que su cuerpo entraba en un estado de quietud y paz espiritual.

            Creyó haber muerto, pero fue la interrupción de la vibración que ya no sentía la que la trajo de vuelta al mundo que se había pintado de los colores más vivos y brillantes. Quiso tumbarla para colocarle el juguete en ese lugar que tanto parecía gustarle, para exigirle que no se detuviera por ella, para sugerirle que probara la potencia máxima para que sufriera de un orgasmo tan atómico como el suyo; para que pudieran carcajearse juntas, para que pudieran comparar notas, para que pudieran pasar minutos viendo al vacío mientras intentaban descifrar qué carajo había pasado. Quiso acompañar la tenaz vibración con una de esas penetraciones a dos dedos que tanto le gustaban, o, si la esperaba, ir en busca del dildo con el que había llevado a cabo aquel ritual onanístico —a petición suya— en abril del año anterior. Pero, las piernas no le respondieron. Creyó haber quedado vegetal, lo cual era mejor que un coma clínico, mas supuso que los vegetales no eran capaces de sentir hormigueos y agarrotamientos. Parálisis orgásmica, eso era alcanzar el verdadero Nirvana.

            Emma arrojó el vibrador a ciegas y se reacomodó, siempre sobre ella, de tal modo que su muslo quedó entre sus piernas. Sabía que lo que seguía iba a ser confín a la necrofilia, porque lo veía en el par de ojos fuera de órbita, pero le valió de nada, pues se dejó caer sobre su piel, acomodó sus manos —una sobre la cama y la otra aferrándose a su seno derecho—, y dio inicio a un sprint de tribadismo en la que concluiría lo que el juguete había iniciado. Cerró los ojos, aún a sabiendas de que Sophia haría el esfuerzo por enfocarse y acosarla, y se dejó ir. Se le había olvidado lo bien que se sentía la tersidad de su piel contra su clítoris, particularmente cuando sabía que todo aquello estaba hinchado, tenso y rígido. Dibujó una ligera sonrisa que le duró hasta la expulsión de su primer gemido.

            Logró concentrarse hasta enfocar las diferentes profundidades visuales y la acosó con sus cinco sentidos. La escuchaba gemir con cada vaivén, con cada empujón y con cada presión que ejercía contra su clítoris; veía cómo su pecho, sus hombros y su cuello se habían coloreado de rojo, cómo su rostro apenas se ruborizaba por la creciente temperatura y cómo el sudor se manifestaba conforme se mecía sobre ella; contemplaba el movimiento natural de las hormonas que habían inflamado sus senos y que habían encogido sus areolas y endurecido sus pezones; alcanzaba a olfatear el aroma que delataba la inundación dentro del insistente ir y venir de sus caderas; creía poder saborear los rastros de humedad entre la aridez de su boca; y era capaz de sentir su clítoris tan rígido y erecto como si gritara que, lejos de necesitar fricción, precisaba de una buena succión, de un par de lengüetazos y, quizá, de un par de aquellos golpecitos postorgásmicos que tanto la enloquecían.

            Más temprano que tarde, Emma sollozó, sacudiéndose y alzándose en el aire mientras sus piernas sufrían de un verdadero terremoto nervioso. Se dejó caer de bruces al lado de Sophia, acezando como si no fuera capaz de inhalar el oxígeno que tenía a su disposición, intentando empuñar el tenso edredón que tanto odió en ese momento. Agradeció el gesto piadoso de la rubia, quien la volcó sobre su espalda para que se llenara los pulmones de todo el aire que necesitara. Se quedaron así, lado a lado, cada homeostasis por su cuenta; entregándose al óptimo funcionamiento de la hematosis y de la termorregulación.

            Antes de dejarse seducir por Morfeo, porque tenía responsabilidades más grandes y más importantes que su propio descanso, Emma se volcó sobre su costado y encaró a una Sophia que dibujaba una sonrisa de alivio y satisfacción que declaraban que el agravio sexual podía constituirse, por ahora, con el prefijo (des-). Apenas se le marcaban los hoyuelos de siempre, sus párpados se habían caído a raíz del cansancio, tal y como si se prepararan para cerrarse por completo hasta el día siguiente «o hasta el lunes», y sus ojos, aun escondidos tras la derrengadura, brillaban con mayor profundidad y padecían de una mínima trepidación que reflejaba una especie de neurosis silenciosa. Se colocó una vez más, una última vez, sobre ella. Dejó que su lengua y sus labios hicieran lo suyo, porque ya no tenía mayor dominio sobre ellos, y, a ojos cerrados y mientras comunicaba sus agradecimientos y disculpas por el salvajismo que había sudado, tiró del juguete del que Sophia se había olvidado a causa de su estado semivegetativo. Recibió un intento fallido de gemido, pues ya ni eso le quedaba a la rubia, y, habiendo arrojado aquel objeto tan a ciegas como el vibrador, la trajo sobre sí para que pudiera descansar sobre su pecho.

            Sophia, agradecida por el medio abrazo en el que la dejaba enrollarse, y la alcahuetería y la indulgencia que significaban ofrecerle su pecho para que no fuera en la exhausta búsqueda de una almohada, la escuchó tararear una de aquellas melodías que había aprendido a escuchar y a apreciar. Había reconocido la simpleza con la que alargaba los distintos tonos planos y secos, casi carrasposos, propios de un cuarteto de cuerdas, «quizás», de más si se quería alcanzar eso que Emma misma llamaba intén-so. Fueron aproximadamente seis minutos de una dulzura dramática que, a ratos, tendía a lo tenebroso, aproximadamente seis minutos en los que sus dedos utilizaron su antebrazo y su espalda como si fuesen el teclado del Steinway.

“Cuando dos personas se besan, hay un intercambio entre diez millones y un billón de bacterias” —leyó lentamente mientras se bajaba del MINI.

            —“Y el día internacional de Nutella es el cinco de febrero” —respondió Alex rápidamente.

            —“¿Qué?”

            —“Pensé que intercambiábamos datos curiosos sobre lo que nos quita el sueño” «grinning face Emoji».

            —“Cosa?” «confounded face Emoji». “¿A qué punto tienes que llegar en la vida como para que un frasco de crema de avellana sea lo que te quite el sueño?”

            —“Avellana y chocolate, no menosprecies” «tongue-out Emoji»—. “No tenía Nutella, creo que lo mencioné”.

            —“Terminaste yendo al cajero de Via dei Cestari”.

            —“Pero solo porque me quedaba en el camino”«grinning face Emoji»—. “Vine por petróleo a Tribunali y, en estos momentos, estoy por cruzar el umbral del Carrefour 24/7 de Monte Brianzo” —le explicó Alex antes de que su primer enunciado se prestara a cualquier interpretación—. “Seguramente salgo con cosas que no venía a comprar”.

            —“No lo dudo” —rio Irene para sí en la oscuridad y el silencio de su habitación—. “¿Qué escuchas?”.

            —“COOL, Le Youth” —contestó luego de darle una fugaz ojeada a su lista de música—. “¿Por qué te han quitado el sueño las bacterias?” —preguntó, sabiendo que, mientras tanto, Irene buscaría la canción en YouTube.

            —“Fatalismo” —respondió al cabo de unos segundos, y comenzó a elaborar lo que presentía ser una amplia explicación; sin embargo, no había ni escrito tres palabras cuando la música y el video se detuvieron por una pantalla azulada que mostraba una fotografía circular que mostraba los distintivos Clubmaster marrones, interrumpidos por el recto y delgado tabique blanco.

            La llamada le aceleró la frecuencia cardíaca, nadie supo por qué, y, porque todavía no se acostumbraba a los cambios que habían hecho en iOS 7.1, presionó el botón rojo en lugar del verde, porque antes era justo en ese lugar en donde comenzaba el espacio para deslizar la pantalla y contestar. Chascó la lengua, masculló una profanidad menor y le devolvió la llamada.

            —Lo siento —la saludó.

            —Yo sé que te pongo nerviosa, Nene —resopló Alex al otro lado del teléfono.

            —Ehm… —rio nasalmente—. Oye, ¿esa canción te gustó por la canción o por el video?

            —Por la canción —rio guturalmente—. Aunque reconozco que el video, aunque la mujer no es precisamente hermosa, es sugestivo.

            —¿Tus más perversas fantasías incluyen el cuero o lo que sea que eso era?

            —Uno: mis fantasías no son perversas, y dos: prefiero come mamma m’ha fatto —sonrió—. Pero no te desvíes del tema, que estabas escribiendo una soflama acerca de tu fatalismo —dijo con aire despectivo.

            —Estaba haciendo cálculos: necesito que el promedio me quede, como mínimo, en veintinueve para compensar el hecho de que me faltarían doce créditos para cambiarme a Medicina, eso contando con que entraría en segundo semestre y no en tercero.

            —¿Veintinueve? —resopló—. Yo me conformo con diecinueve. El punto es que consigas los créditos.

            —Caso extraordinario —dijo, optando por no discutir los parámetros de su ego e intelecto.

            —Bueno, ¿qué te hace pensar que no vas a mantener el treinta que asumo que tienes?

            —La mayor calificación de microbiología ha sido veintiséis.

            —Hasta ahora —le dijo Alex reconfortantemente.

            —No necesito que me digas lo que crees que quiero escuchar —suspiró.

            —Entonces, ¿qué quieres que te diga? —le preguntó mientras dejaba caer un kilo de pasta en la canasta que había tomado a la entrada del local.

            —Siempre eres brutalmente cruda, honesta, y no tienes vergüenza.

            —Puedo ser hipócrita también —rio—. Me gustaría seguir acostándome contigo.

            —No me voy a enojar —resopló—. El papel de animadora académica es de mi mamá, el cual creo que está más fundamentado en la emoción que en la razón. Necesito que alguien me diga, quizás, algo diferente.

            —Creo que es un error que quieras migrar a Medicina —dijo rápidamente.

            —Ah, ¿sí?

            —Error ga-rra-fal, Nene. Que digo garrafal, garrafalísimo —asintió, dejando caer un frasco de pesto rojo en la canasta—. Lo tuyo es la química, la reacción, la experimentación y todo eso, no eso de sanar a las personas. Creo que crees que quieres estudiar Medicina, tal y como creíste que querías estudiar Economía. Qué sé yo, tal vez sea el nombre, el renombre, el peso del título, algo de ego y no de satisfacción, de felicidad, de tranquilidad.

            —Me lo dice alguien que estudia management e diritto d’impresa —repuso Irene—. No sé qué es más probable, si que termines trabajando con tu papá o con Guido, y, sea como sea, no empezarías ganando ochocientos euros… así sea que, lo único que sepas, es limpiarte el culo con los informes que tengas que hacer.

            —Preferiría trabajar con mi papá, Guido tiene cara de ser un jefe muy mierda.

            —Eso es un tanto irrelevante. El punto es que tú tienes un prospecto inicial de no empezar desde abajo, sino en un escaño jerárquico medio, alto incluso.

            —Solo porque un médico tiene un título más pomposo que un paramédico y que un enfermero no significa, necesariamente, que sabe más o que sabe mejor —se encogió entre hombros frente al anaquel en donde Carrefour ofrecía tres tamaños de Nutella—. No digo que lo seas, o que vayas a serlo, pero hay médicos muy mierdas también.

            —Como en toda profesión —bostezó.

            —Mi papá dice que, una vez, un hombre le dijo que la vocación y la profesión eran sinónimos y que, sin embargo, la vocación no era más que una ilusión para los perdedores. Mi papá piensa que son cosas distintas, porque puedes estudiar Robótica y ser un escritor, porque puedes estudiar Economía y ser un filósofo, porque puedes estudiar Literatura y ejercer la política con criterio y mesura, pero también piensa que puedes estudiar tu vocación, porque para ser exitoso se necesita lo innato, llámale talento si quieres, y disciplina, tanto en un sentido de la adquisición de conocimiento como en el sentido ético y moral. Siempre he pensado que lo tuyo es eso, la química, y una inexplicable curiosidad por los fármacos, las cosas naturales, las cosas biológicas y las cosas sintéticas. Y siempre te he imaginado en un laboratorio y que tu placer secreto sea arrojar bloques de sodio a una piscina. Nunca te he visto como a alguien a quien le gusta pasearse por los pasillos de un hospital con un estetoscopio al cuello, tampoco como a alguien a quien le apasiona ver mocos, flemas y entrañas, mucho menos como a alguien que esté dispuesta a ser portadora de malas noticias, cuando las haya, porque te acabas —dijo y, sin engañar a nadie, tomó dos frascos de los más grandes y se encaminó hacia los refrigeradores—. Pienso que está bien si quieres intentarlo con Medicina. Tienes tiempo. Pero también pienso que no pasa nada si no lo intentas, o si no te admiten, o si lo intentas y no te gusta. Creo que lo malo es la terquedad.

            —¿Qué harías tú en mi lugar?

            —Nene —rio nasalmente, y arrojó un frasco de crema, una bolsa de mozzarella rallado y un paquete de mozzarella di bufala—. Yo terminaría el semestre lo mejor que se pueda y luego me tomaría un semestre sabático.

            —No me puedo dar ese lujo.

            —Lujo sería terminar una carrera que no te gusta, que no te haga sentir bien. Lujo sería estudiar algo por necedad.

            —¿No sería al revés? —rio—. ¿No sería un lujo terminar la carrera que te gusta, la que te haga sentir bien? ¿No sería un lujo estudiar lo que quieres?

            —No, Nene, porque cuando no haces lo que quieres, cuando no haces lo que te gusta, es como estar quemando el dinero y el tiempo, es como estar viendo la vida pasar frente a tus ojos y sin saber disfrutarla.

            —Tengo como ganas de que me saques el aire —rio Irene, provocando una ligera carcajada en Alex—. ¡Con un abrazo! —Especificó rápidamente—. Sucia.

            —¿Sucia? —Saboreó la palabra entre sus dientes—. No tengo problema con hacer suciedades contigo, y eso incluye desde intercambiar entre diez millones y un billón de bacterias hasta conocerte la fauna y la flora vaginal.

            —¿Fauna vaginal? —rio—. En la vagina no hay perros.

            —Ah, pero es ahí en donde se atascan todos los demonios —sonrió—. Y los demonios normalmente tienen una representación animal —dijo mientras giraba a su derecha para caminar, hacia la caja, por el pasillo de higiene personal.

            —Gracias, supongo —dijo Irene.

            —¿Por qué?

            —Por aclararme que estoy poseída por algún demonio.

            —Yo no dije eso —rio—, pero, si de eso se trata… puedo sacarlo con muchísimo latín y sacrificio personal —bromeó—. ¿Cómo te gustan: suaves, medios o duros?

            —¡¿Qué?! —se carcajeó Irene.

            —Sé que eso te gusta duro, Nene. Pero, para propósitos de esta conversación, hablo de los cepillos para dientes.

            —Ah —se sonrojó, dándole gracias a Zeus por no estar frente a frente—. Medio está bien.

            —¿Cuál marca usas?

            —GUM.

            —Hay rosado, verde, azul y morado, y hay de dos colores: verde con amarillo y rojo con azul. ¿Cuál quieres?

            —¿No se supone que lo llevaría yo?

            —Me he dado cuenta de que, cuando quiero que las cosas pasen, las tengo que hacer yo —contestó—. ¿Cuál quieres?

            —El que sea más barato.

            —Todos valen lo mismo.

            —Escoge tú.

            —¿Le dijiste a tu mamá que sales mañana conmigo? —Se encogió entre hombros y, canalizando a una Emma que todavía no conocía, dejó ir uno de cada color porque no sabía cuál querría utilizar.

            —Sí, y me preguntó si vendría a dormir.

            —¿La miraste con ganas de matarla? —rio, acercándose a la pila de botellas que habían armado a un costado de la caja.

            —Le dije que no. —Alex la sintió sonreír—. No sé a qué hora voy a venir, no voy a dejar que me traigas de regreso, tampoco quiero que los vecinos se enteren de que salí o de con quién salí… no les incumba.

            —¿Entonces?

            —¿Vas a hacer que te pregunte? —rezongó.

            —Prefiero que me lo digas.

            —Qué bueno que estés en Carrefour, comprando un cepillo para mí… porque mañana lo usaré. Me quedaré en tu apartamento.

            —¿Tienes práctica de tenis el sábado?

            —Mierda. Sí —suspiró con desgana.

            —Es evidente que te emociona —rio.

            —No sabes cuánto —repuso Irene.

            —Almorzaré en casa de mi mamá y cenaré con mi papá en la ciudad. Supongo que mañana utilizaré mis horas para inventarme buenas razones para que decidas no ir al Gianicolo, para que decidas venir conmigo a almorzar y a cenar.

            —El tenis necesita menos razones que lo demás —comentó un tanto nerviosa.

            —No hablaba de razones para tu mamá, Nene, porque lo que tú le das son excusas, no razones —dijo y tomó una caja con doce latas de Coca Cola para luego encaminarse a la caja.

            —No me critiques —refunfuñó—, que yo no soy tan abierta como tú.

            —Ah, pero sí que te abres —bromeó y le sonrió a la joven somnolienta que no sabía si amar u odiar el turno nocturno.

            —No me busques, Alex —pareció negar desaprobatoriamente con la voz—, que, entre tú y yo, la que tiene más ganas de coger eres tú.

            —¿“Más ganas”? Eso significa que tú también tienes ganas, solo que en menor cantidad.

            —¡Déjame en paz! —rio—. Aguántate las ganas hasta mañana, hasta el sábado por la mañana, porque, si tu ciclo menstrual te lo permite, dejo que me… —Escuchó un gruñido al otro lado de la línea—. Esperaré tu mensaje mañana por la mañana.

            —¿Ya te duermes?

            —Alex, no todos tenemos una vacación de seis meses —rio, asintiendo—. Además, la faena vespertina me cansó —confesó mientras escuchaba cómo la cajera le decía el monto a pagar, y se imaginó a una Alex extendiendo dos billetes de veinte euros—. Y veo que ya regresas, nada de hablar por teléfono mientras vas al volante.

            —La invención de los audífonos con micrófono son una maravilla en estos días —resopló, guardándose el cambio en el bolsillo del jeans y guardando los comprados en la bolsa de tela que llevaba consigo.

            —Te acompaño en el regreso, hasta donde aguante.

            De pronto, justamente cuando Emma la creyó profundamente dormida, Sophia rodó intempestivamente a lo ancho de la cama y cayó al suelo, produciendo un sonido similar al de un costal de cemento, un sonido corpulento y moroso de peso altamente muerto. Rápidamente, Emma se arrastró por el mismo camino que ella y, sin arrojarse al suelo, la miró confundida, consternada.

            —¿Todo bien ahí abajo? —preguntó con su ceño abismalmente fruncido.

            Sophia desató una carcajada estrepitosa, de esas que delataban la gravedad de su regocijo. Yacía muerta sobre su costado izquierdo, su mano se enterraba entre las finas y pequeñas fibras de la alfombra (le acordaba a la estructura del intestino delgado), y sus ojos, ahora cerrados, parecían haber estado a la disposición de buscar cualquier pelusa inexistente bajo la cama. Emma se preguntó si estaría perdiendo la razón, si era una de esas carcajadas que constituían el inevitable antecedente de un llanto hipeado a causa del estrés, de la ansiedad, de las hormonas, o de sabía ella qué. Al mismo tiempo, siendo menos fatalista —porque la otra alternativa implicaba desempolvar su ineptitud para consolar un mal emocional—, se dijo a sí misma que era la segunda vez en el día que Sophia reía sola; debía ser una maldad muy buena de la que se acordaba.

            Las lágrimas comenzaron a correrle por las sienes, el rostro se le pintó de rojo a raíz del esfuerzo de su mecanismo de equilibrio emocional, se sostuvo por el abdomen y, en cuanto se tornó casi doloroso, comenzó a calmarse. Se limpió el rostro y la miró con la resaca gutural de la risa.

            —¿Me quieres decir qué haces allá abajo y qué es lo que te da tanta risa? —espetó.

            Los ojos celestes se ensancharon y fueron el reflejo del recuerdo de una Sophia que reaccionaba a los ocasionales regaños de Camilla. Su quijada se tensó y se mordió las palabras que conformaban las más inverosímiles excusas. Decidió decirle la verdad, porque, a estas alturas del día y de su relación, no valdría de nada mentirle, mucho menos de mentir en su defensa.

            —Tu Ego —murmuró en una voz frágil y pequeña.

            Sus ojos verdes, la mayor parte del tiempo turbulentos, tacharon su explicación como una sin valor alguno, por lo que le exhortaron más detalles. Aquí, Sophia terminó de transformarse en aquella naturaleza bufona que la dominó hasta que Irene ya no fue objeto de sus payasadas: infló las mejillas al compás de sus manos, y, tras haber observado una expresión de medio recelo y ternura, se hundió en una risita débil de mejillas ruborizadas.

            —O vienes a la cama o voy al suelo —le dijo Emma en un tono más suave que severo, y le extendió la mano.

            —En tu cama no cabemos los tres —bromeó.

            —¿Perdón? —Frunció su ceño.

            —Se supone que el sexo… —pujó, levantándose para tumbarse a su lado—, te deja de buen humor.

            —Se supone que el sexo te da sueño —repuso ella, envolviéndola en un abrazo con sabor a llave para que no se dejara ir al suelo otra vez.

            —Acéptalo, tu Ego no cabe —susurró.

            —Mi Ego y tu irreverencia pueden irse juntos al carajo —dijo a su oído mientras la apretujaba, Sophia rio nasalmente—. Estuvo…

            —Nada. Yo sé cómo estuvo —la calló con un apretujón un tanto más fuerte.

            —Ah, ¿sí? —La retó.

            —Mjm.

            —Ilumíname.

            —Propio del rompimiento de una maldición de Circe: convertidas en animales —sonrió contra su nuca—. Adecuado para una ninfomanía subyugada y su respectiva intensa y urgente liberación.

            —Eres un cúmulo de conocimiento —resopló cínicamente Sophia.

            —¿Lo quieres más pedestre? Fue salvaje, aliviador y divertido —gruñó divertida, desatando una risotada concordante en ella—. Ahora que ya aclaramos esto, ¿debo cantarte una canción de cuna para que duermas una siesta?

            —¿Cuál es la gana de insistir? —Se quejó—. Si la primera vez no funcionó, ¿qué te hace pensar que esta sí?

            —¿De qué hablas, mi amor? —Alzó un poco la cabeza para mirarla a los ojos.

            —Eso que tarareaste antes —se encogió entre hombros.

            —Sí, se supone que debía ayudarte a dormir —repuso Emma.

            —Eso no era Brahms —rio nasalmente y sin fuerzas.

            —Esos orgasmos me robaron parte de la melodía de los intermezzi —negó ligeramente—. Dicen que los compuso para Clara, la esposa de Robert —sonrió como si le pareciera gracioso.

            —¿Y ellos son…?

            —¿Schumann? —Enarcó la ceja derecha.

            —¡Amigos míos! —Enrolló Sophia los ojos, haciendo que Emma riera—. Qué descarado tu amigo Brahms —comentó, sintiéndose tal y como había hecho sentir a Lucas hacía tantas horas.

            —Eso de componerle música al amor de tu vida debe ser… —se encogió Emma entre hombros.

            —La opinión de la sociedad promedio diría que es un gesto romántico —dijo como si intentara completar su opinión.

            —¿Sería romántico si me inspirara en ti para construir un edificio como Brahms le compuso los Intermezzi a Clara?

            —Sería una manifestación muy clara del tamaño de tu Ego, no de tu capacidad de romance —disintió y se volvió sobre sí para encararla.

            —He ahí mi punto —sonrió.

            —No veo cómo una canción de cuna puede ser un gesto romántico —comentó Sophia a la ligera.

            —Nah —resopló desdeñosamente—, quizás lo sería una sinfonía completa —sonrió—. Los intermezzi no son la canción de cuna de la que hablas, porque con la que tú dices nos han criado a todos.

            —Era demasiado raro para ser cierto —se rio de sí misma y de su ignorancia—. ¿Qué era?

            —Crisantemi, de Puccini.

            —¿Eran cuerdas?

            —Tres violas y un cello, si la memoria no me falla. —Sophia sonrió, pues tan mal no había estado—. Pensé que querrías dormir.

            —Y pensaste bien —asintió—. Es solo que sé que, si me duermo, nuestros planes, nuestra “negociación”, será pospuesta hasta mañana o hasta que se te dé la gana abordar el tema… y, a decir verdad, siento que la curiosidad me carcome la existencia.

            —Sophie… —resopló enternecida.

            —Estoy a la expectativa —confesó sonrojada, más por la vocalización de su apodo que por su curiosidad.

            —No esperaba menos —se encogió entre hombros—. ¿Qué quieres cenar?

            —Son como las cinco y media, no pretendes comer ya, ¿o sí? —Frunció su ceño.

            El cuerpo de Emma se encargó de responderle: sus tripas chillaron y ella dibujó una sonrisa que imploraba clemencia.

            —¿Qué almorzaste? ¿Aire?

            —Podría decirse —asintió—. Una ensalada con anciennes, hinojo, tomates secos y rúcula… y tres míseras vieiras.

            —¿Debe asustarme el hecho de que comas ensalada en días consecutivos? —resopló Sophia.

            —Quepo en mi vestido —negó con una mueca—. Sabes que no me gusta ese lugar.

            —¿Qué se te antoja cenar, entonces?

            —¿Tú qué comiste? —Omitió su pregunta.

            —Comí en Fogo. —Emma agachó la cabeza hasta posarla sobre su hombro, sabía lo que eso significaba—. ¿Qué quieres cenar?

            —Yo dije que te invitaba a cenar, tú escoges si quieres un tenedor de Per Se o si quieres untarte las manos de grasa con una porción de pizza de algún changarro de por ahí —alzó la mirada.

            —Pero yo tengo el talento de poder comer de cualquier lugar, así sea de Per Se o de algún changarro de pizza.

            —¿Se te antoja Per Se?

            —No creo que la comida de Per Se sea el par perfecto para la negociación de los parámetros de nuestros futuros arranques sexuales —le lanzó una mirada concupiscente.

            —Creo que dejan de ser arranques si tienes parámetros.

            —Em, concéntrate en lo importante —entrecerró la mirada—. Pedimos de donde quieras; la que tiene hambre eres tú y la complicada para comer… pues, eres tú también.

            —¿Pedir? —rio burlescamente—. Nada de eso, Licenciada Rialto, vamos a salir a respirar aire “puro” —sonrió ampliamente.

            —¿Pretendes que camine no-sé-cuántas cuadras después de que estuviste a un orgasmo de dejarme parapléjica? —Ensanchó la mirada.

            —La cantidad de cuadras dependerá de lo que quieras comer —dijo con tono afirmativo mientras se encogía entre hombros.

            —Dime, ¿por qué quieres salir?

            —Podría decirte que es porque esto huele a guerra genital, pero no me molesta. Podría decirte que es porque no quiero lavar platos, ni siquiera cargar la lavadora, pero podríamos comer en los desechables en los que traen la comida. Podría decirte…

            —Al grano, Arquitecta Pavlovic, que luego usted se me va por la tangente y al final ya no me dice lo que quiero saber —entrecerró la mirada.

            —Porque quiero tomarte de la mano en público porque sí —sonrió—. Y porque quiero ir a Barnes & Noble de la Quinta.

            —Ahí, por un momento, me explotó el corazón de puro romance y cursilería.

            —Sabes que cien por ciento romance no es mi estilo —arqueó la ceja con arrogancia, estiró el cuello, la besó rápidamente en los labios y se puso de pie—. No quieres dormir —le dijo, mirándola por la esquina de su ojo, por encima de su hombro, mientras caminaba hacia el closet—, no voy a cocinar porque no tengo ganas, y tampoco voy a dejar que tú cocines. Lo mismo da si salimos a cenar.

            Sophia gruñó un tanto enojada por las circunstancias bajo las cuales se veía obligada a actuar, y, a pesar de que sabía que Emma tenía razón —en cierta medida y a su modo—, sabía que, si debía ceder, negociaría una potencial ganancia.

            —Estas son mis condiciones —murmuró impasiblemente, llamando la atención de una Emma que se había detenido bajo el marco de la puerta del closet.

            —¿Me vas a poner condiciones para invitarte a cenar? —resopló incrédula.

            —Tomato, tomato —se encogió entre hombros—. Tú pones condiciones para coger, no te quejes —Sonrió irreverentemente.

            —Touché —rio—. Soy toda oídos.

            —Número uno —se volcó sobre la cama y se puso de pie—: tú escoges en donde cenar, me da lo mismo si es Per Se o McDonald’s, o bien, pizza de algún changarro sin sillas. Número dos: me acompañas en la ducha. —Emma alzó la mano, el dedo índice en realidad, como quien pide la palabra en un aula de clases—. ¿Sí?

            —¿La quieres ya? —inquirió y, ante el titubeo de Sophia, añadió—: Te metes a la ducha y ya no salimos —advirtió.

            —Número tres: me vas a exfoliar la espalda —dijo con aire conciliatorio y la observó sonreír—. Número cuatro: me vas a dar un masaje, uno bueno, uno como los que dan at The Peninsula, uno como tu Dios manda. Y, número cinco, este de carácter no fijo porque depende de los números uno, dos, tres y cuatro —continuó diciendo a medida que caminaba hacia ella—, y de si el cuerpo se me resuelve en las próximas horas… —susurró, alzándose en puntillas y pasándole los brazos al cuello.

            —Es un plan extraordinario —opinó con una sonrisa a pesar de la interrupción, le dio un beso y la dejó ir—. Quédate aquí.

            Sophia se cruzó de brazos y se apoyó del marco. Mientras la observaba ir y venir por los estantes y las gavetas de ropa, pensó en cómo sus condiciones también le beneficiaban a ella por tener los gustos al revés: le gustaba que le pidiera que la acompañara en la ducha; le gustaba exfoliarse las manos, la espalda no tanto; le gustaba que le pidiera masajes y que no insistiera en dárselos; y enloquecía silenciosamente cuando le pedía, peor cuando le insinuaba, que la pulverizara nuevamente en el más tentativo-pero-factual futuro.

            Emma se acercó con un algo que había sido inspirado en una sandía —elásticos verdes, fondo rojo y puntos negros— y le indicó que, tal y como había sucedido en la mañana, pretendía devolverle el favor pero sin erotismos de por medio. Luego, sin tanta ceremonia y sin tanto éxtasis, porque siempre pensó y pensaría que mostrar devoción por los pies era algo exageradamente peculiar, le enfundó el par de calcetines grises. Sabía lo mucho que Sophia las detestaba, porque ella nunca necesitó de ellas para calmar sus complejos aun cuando dormía, pero le importó poco y le abrochó las copas B menos incómodas que pudo encontrar. Ahí, por un momento, mientras engarzaba la segunda hilera de ganchos a su espalda, se dijo a sí misma que ella no era un adolescente calenturiento cuyas urgencias se reducían al arte de “meterle (la) mano” en el momento que apenas se le comenzara a antojar, además, ella no quería compartir los efectos de la más mínima brisa fría con nadie.

            —Eres una descarada —la sentenció Sophia mientras le ofrecía unos jeans de tipo cualquiera.

            —¿Esta vez por qué? —rio nasalmente como si eso le enorgulleciera.

            —Me vas a llevar por la Quinta Avenida oliendo a sexo.

            Emma suspiró con seriedad y, tras haberle hecho llegar el pantalón a la cadera, alzó la mirada mientras lo abotonaba a ciegas.

            —Tú no hueles a sexo, hueles a mí —murmuró impasiblemente—. De cualquier modo, ese es el punto.

            —Sí, porque marcar territorio como los perros es demasiado corriente —entrecerró la mirada.

            —Solo diré que las lluvias doradas no te dejan caminando como que tienes algo atascado en el ya-tú-sabes —rio Emma y le dio un beso demasiado breve para la profundidad que había alcanzado.

            —Al menos deja que me lave los dientes —susurró a ras de sus labios.

            —Como gustes —se encogió entre hombros y alzó la cabeza en dirección al baño.

            Ella se quedó atrás, acosándole los pasos mientras se arrojaba encima un conjunto de ropa similar. Recogió las prendas que habían quedado abandonadas en el suelo, las separó en los respectivos cestos y bolsas de tintorería y la encontró, a través del espejo, frotándose los párpados con un algodón. A su inversa, ella prefería salir de su limpieza dental cuanto antes porque prefería lidiar con el acné y no con su propio aliento.

            Cruzaron miradas un par de veces en el reflejo, alguna sonrisa cómplice, complaciente, incluso juguetona, y, cuando se supieron listas, se incorporaron en la habitación. Sophia se sentó en la cama y paseó sus manos por la tensión de la cachemira que habían marcado con las secreciones que solamente podían evidenciar un arrebato sexual. Rio para sí misma, Emma no preguntó nada y simplemente se dejó caer al suelo sobre una rodilla.

            —¿Qué crees que haces? —espetó Sophia.

            —Lo de siempre —contestó indiferentemente y le enfundó los pies en los Converse de siempre.

            —Precisamente, porque siempre haces lo que se te da la gana, es que me desconciertan este tipo de cosas —se encogió entre hombros.

            —El negocio está cerrado —repuso Emma—. Nunca hubo ni ha habido necesidad de que abuse de la galantería que se describe en el manual de comportamiento masculino del siglo veintiuno —sonrió, entrecruzando los cordones de su Converse izquierdo.

            —“Ne-go-cio” —susurró para sí misma—. Suena no sé… frío.

            —Y matrimonio suena trillado y ordinario —dibujó una sonrisa socarrona.

            —Sí, porque a las cosas no hay por qué llamarlas por su nombre —suspiró—. ¿Qué seré? ¿Tu mujer, tu vieja, tu reina, tu Julieta…? —Entrecerró la mirada.

            Emma se carcajeó.

            —Sabrás tú y tu Dios qué perversiones se te han ocurrido —chascó la lengua.

            —Te contestaré el teléfono con hot stuff, sexy, beautiful, baby, o bien, con Sophie —le dijo, colocándose el pie derecho sobre la rodilla para atarle los cordones—. Te presentaré, con los conservadores, como mi esposa; con los envidiosos, como my better half; con los esotéricos, como mi alma gemela; con los incultos, como my euphemism; y me referiré a ti, con Phillip, como mi Beyoncé; y, con el resto de mis amigos, como the missus cuando me des órdenes.

            —Has pensado en todo —resopló.

            —Hasta en los orgasmos psicológicos que tendré cuando enfatice en que eres mía —asintió—. También en los orgasmos visuales cuando vea que escribes tu nombre con mi apellido, da lo mismo si es con un guion de por medio, y en los orgasmos auditivos cuando te escuche pronunciarlo.

            Dejó ir su pie y se irguió. Con una breve mirada le preguntó cuál de las dos camisas quería: la gris o la colorida. Sophia escogió la gris, le dejaría la otra simple y sencillamente porque le acordaba a las pinturas de de Kooning y eso le gustaba. Emma se calzó los Samba marrones y la tomó de la mano. Antes de salir, mientras Sophia se arrojaba un cárdigan de cachemira, hizo una breve escala en la habitación del piano para recoger la carpeta marrón y un bolígrafo, se arrojó una chaqueta encima, se guardó el teléfono en el bolsillo derecho y una tarjeta de crédito, su identificación y un poco de efectivo en el izquierdo.

            —I’m gonna call you “my wife” —le dijo Sophia, enganchando su brazo en el suyo y recostando su sien sobre su hombro—. Y te presentaré, con los conservadores, como mi esposa; con los envidiosos, como mi esposa; con los esotéricos, como mi esposa; con los incultos, como mi esposa; con los profesionales y los del gremio, como “mi esposa, la Arquitecta Pavlovic”; con mis amigos, como mi esposa —dijo, callando ante la parada en el tercer piso y la invasión de una madre y dos irrelevantes criaturas—. Le voy a llamar “matrimonio” y me da igual si estás de acuerdo o no. Es la palabra correcta. Esto sería usus.

            —Cuánta sabiduría —rio Emma, clavándole la mirada al niño que la miraba con curiosidad—. Pero nunca se ha tratado de derecho romano, mucho menos del canónico —arqueó su ceja derecha, intimidando al niño que decidió hundir el rostro en el costado de su madre para esconderse.

            —Me niego a llamarle “negocio” —masculló.

            —Puedes llamarle amalgamación —se encogió entre hombros, obligándola, con delicadeza, a erguirse para salir del ascensor.

            —Suena a odontología —negó calladamente.

            —¿Qué tal consorcio?

            —Suena a negocio —negó nuevamente, observando una ligera sonrisa en su rostro por la esquina de su ojo izquierdo.

            —¿Conyugalidad?

            —Demasiado frígido.

            —¿Connubio?

            —Religioso —resopló Sophia.

            —¿Alianza?

            —Político.

            —¿Asociación? —preguntó Emma un tanto exasperada, pues le empezaban a quedar pocos sinónimos por mencionar.

            —De nuevo, negocios.

            —¿Monogamia?

            —Eso es un hecho —Se encogió entre hombros.

            —¿Unificación? —Gruñó.

            —Consecuencia de la caída del Muro de Berlín —negó con una sonrisa sardónica.

            —¿Desposorio? —Tiró de su mano para que la encarara—. ¿Casamiento? ¿Mutualidad? ¿Interrelación? ¿Unión?

            —¿Ya se te acabaron? —preguntó Sophia ante su mutismo.

            —Hace rato —frunció su ceño.

            —Bien —sonrió firmemente y se volvió sobre sí para continuar caminando hacia la salida sobre 61st Street—. Deja de mirarme así —le advirtió, pues podía sentir cómo el par de ojos verdes se tragaban un fulminante reclamo—. Consorcio será —la miró de reojo—. Está justo en el medio, supongo —se encogió entre hombros y saludó a Józef a su salida.

            —Lo llamaré “matrimonio” —le dijo Emma.

            —Eres la persona más exasperante que he conocido en mi vida —gruñó entre una risa gutural.

            Emma tiró nuevamente de su mano, esta vez para acortar esa fastidiosa distancia de un paso, y atrapó su cintura con su brazo.

            —Es el hecho, no el nombre —murmuró con tono serio y tajante—. No me importa cuál sinónimo utilices, sea correcto o incorrecto por algo tan arcaico como su filología o etimología, lo único que me importa es que no sea ni degradante ni menospreciativo.

            —No lo llames “negocio”, entonces —le dijo a ras de sus labios.

            —Como digas —asintió, despegándose de ella, afianzando su mano y caminando en dirección a Central Park.

            Caminaron en silencio hasta que se incorporaron a la Quinta Avenida, y ahí, mientras esperaban a que el semáforo peatonal diera luz verde, Sophia la miró como siempre: incapaz de saber qué pensaba.

            —¿Estás enojada? —Resolvió preguntar.

            —¿Debería estarlo? —La miró brevemente por la esquina de su ojo derecho.

            —No lo sé —se encogió entre hombros—. Por eso pregunto.

            Emma disintió entre un suspiro que pareció liberarla de lo que sea que podía haberla poseído por esos ciento veinte metros que ahora dejaban atrás.

            —Definitivamente no vamos a Per Se —le dijo Sophia en cuanto superaron 59th Street.

            —Creí que la ropa lo había delatado —negó.

            —No sé, a veces tus descaros van más allá de tu imagen y reputación —resopló.

            —Sí, supongo que soy capaz de sentarme a cenar el menú del Chef mientras huelo a placer y pecado y visto una camiseta de quince dólares —concedió—. Pero, no.

            —¿A dónde me llevas?

            —Tengo antojo de fried chicken —dijo, como si su paladar no fuese lo suficientemente pedante y quisquilloso como para que se le antojara algo tan corriente.

            Mentalmente, Sophia trazó la ruta que posiblemente caminarían y resaltó los posibles lugares en donde Emma podría tener una pechuga empanada gourmet, delicatessen, o como fuera que el adjetivo debía ser en esa ocasión, y resaltó las tres opciones de mayor probabilidad; sin embargo, cuando se encontró al pie de St. Patrick’s Cathedral, supo que siempre se le haría imposible predecir las decisiones gastronómicas de su en-quince-días-esposa. Supuso, entonces, que terminarían en Brasserie Ruhlmann, porque el especial de los jueves era Wiener Schnitzel de ternera para los connoisseurs y de pollo para los ignorantes. Pero se equivocó de nuevo en cuanto la dejaron atrás, en cuanto, inclusive, dejaron atrás al Radio City y se dispusieron a cruzar la Sexta Avenida. Allá, al final, avistó TGI Friday’s, un lugar lo suficientemente pedestre y casual como para no rebajarlo al nivel de algún changarro en Hell’s Kitchen.

            —Cuando dijiste que tenías antojo de fried chicken no me imaginé que fueras capaz de sentir antojo de Kentucky Fried Chicken —resopló atónita frente al escaparate del local.

            —No sé qué decir en mi defensa —se encogió entre hombros—. Podemos ir a otro lugar.

            —¡No! —rio—. Aquí estará perfecto.

            La seriedad con la que había andado se le esfumó, afloró la cortesía y abrió la puerta para que pasara ella primero. Sophia se lo agradeció con una sonrisa.

            El lugar estaba vacío, había apenas una mesa con tres adolescentes que se disponían a engullir una cubeta de pollo en receta extra crujiente. Se asomaron al mostrador, en donde un puberal jovencito las saludó con una alegría que solo podía nacer del aburrimiento y la ebriedad del aroma a grasa que densificaba el aire.

            —What can I get you? —preguntó, maltratando la pantalla táctil de su monitor.

            —Tenders and wedges for two, barbecue and sweet n’ tangy sauces, two extra tenders, and a medium drink —dijo Emma sin quitarle la mirada de encima a los enormes afiches que se publicitaban frente a ella—. You? —Se volvió hacia una Sophia que esperaba que confesara que se trataba de una broma; sin embargo, ante la perforación que insinuaban sus ojos, se aclaró la garganta.

            —I’ll have a number three with cheese, no pickles, no mayo, please —intentó no tartamudear—. And a honey mustard sauce.

            —It’s ninety-nine cents for each additional sauce and forty cents for each slice of cheese —declamó el joven.

            —That’s fine —lo sulfuró Emma con la mirada.

            —Twenty-eight thirty-four —alargó la mano para que le entregara el presumible efectivo; sin embargo, se frustró al notar que pagaría con tarjeta.

            —Ni siquiera voy a preguntar —comentó Sophia mientras Emma omitía la mano del joven y se disponía a empalar el cobrador electrónico con la tarjeta.

            —La inanición y las hormonas no se llevan bien —se encogió entre hombros y digitó la contraseña para autorizar el pago.

            Emma se sirvió un poco de limonada diluida en agua mineral, de lo contrario le dolerían los cóndilos, y le sirvió Dr. Pepper a la única persona que había conocido, además de Phillip, que le gustaba; pensaba que el gusto por dicha bebida debía ser algo genético, congénito, o bien degenerativo, a ambos lados del Mississippi. Tomaron asiento en una de las mesas más retiradas de los mostradores de las tres franquicias que invadían aquel pequeño lugar de dos pisos. Era desconcertante el hecho de que KFC se acompañara de Taco Bell y Pizza Hut bajo un mismo techo.

            —¿Cómo te fue en la reunión? —le preguntó Sophia mientras la observaba abrir y colocar los recipientes de salsas, anal y ordenadamente, a un costado de la caja en la que habían forzado ocho pechugas empanadas de pollo.

            —¿Por ahí es por donde quieres empezar? —Enarcó Emma la ceja derecha, absorta en la organización de su cena.

            —Se llama foreplaysmall talk, en este caso —sonrió angelicalmente.

            —No es que no estén conformes con mi trabajo —dijo con la resaca de una risa nasal—, es solo que no entienden por qué no se parece en nada al estilo del resto de la flota.

            —Con una cátedra magnífica lo entenderían —opinó reconfortantemente.

            —Están dispuestos a aprobar el diseño a ciegas —se encogió entre hombros y mordió una papa—. Pero, primero, quieren que viaje con ellos para estar segura de que eso es lo que les estoy proponiendo —dijo, sumergiendo la punta cercenada en la salsa barbacoa.

            —Elabora, por favor.

            —Me han dado dos fechas, en julio, para que haga un viaje Miami-Cuba o Miami-Bahamas; siete días en altamar para que curiosee hasta el último recoveco de la nave, para que tenga la experiencia, etc. —Sophia la miró como si supiese que no le estaba diciendo todo—. Presenté a Parsons como mi asistente, tiro que me salió por la culata…

            —Porque… —suspiró con la mirada cansada.

            —Porque, si me hubieses acompañado, habría sido tu nombre en el acuerdo que firmamos, no el suyo.

            —Se supone que es trabajo, no vacación —rio.

            —Lo estás tomando sorprendentemente bien —ensanchó Emma la mirada.

            —Come —alzó la cabeza y se devolvió a su cena para untarle un poco de aquella salsa de mostaza al pan inferior—. La que sufrirá la compañía de Parsons serás tú, no yo, lo cual me deja muy, pero muy tranquila —sonrió.

            —No se lo merece —opinó Emma.

            —En eso estamos de acuerdo, Parsons no se merece tu compañía —asintió—. Pero, en fin, ¿cuándo te vas? Digo, tengo que prepararme mentalmente.

            —La primera semana de julio es rumbo a las Bahamas, la tercera a Cuba. Opino que la tercera nos conviene más y mejor —le dijo y disfrutó del primer mordisco de pollo frito embadurnado de salsa barbacoa—. Después de todo, son nuestros días. No es como que estuviéramos interrumpiendo un ciclo sexual por la distancia, sino por condiciones más… naturales.

            —¿Qué te parece si hablamos de esos detalles luego? —Arqueó Sophia sus cejas.

            —Como quieras —resopló.

            Sophia le robó un enorme mordisco a su sándwich. A veces se asombraba de su talento para comer incluso cuando no tenía hambre. Le rezó a Dionisio para que le evitase una indigestión.

            —Antes de que negociemos lo que te interesa —le dijo Emma, deslizando la carpeta a través de la mesa—. Necesito que leas lo que hay dentro y que me digas si estás de acuerdo.

            Sophia asintió, no pedía mucho, pues, ¿qué tanto podía demorarse en leer siete páginas con el membrete de Citi y seis con el de American Express? Mientras lo hacía entre esporádicos mordiscos a su sándwich, Emma engulló cinco piezas en silencio. Aquello no había sido el circo que la licenciada había esperado, pues, a pesar de que la arquitecta había tenido un antojo ordinario y la había llevado a un recinto aún más ordinario, aquella cena no resultó tan silvestre como la porción lo había sugerido: fue devorada con el decoro de los cubiertos de plástico y de las servilletas de papel.

            —So… —suspiró Sophia en cuanto terminó de leer hasta las notas en la letra más pequeña habida y por haber—. Let me get this straight

            —Son simples tarjetas adicionales de mis cuentas —dijo antes de que Sophia pudiera sacarlo todo de proporción.

            —¿Con qué propósito?

            —Puntos, millas, premios y demás —sonrió.

            —Negocio —susurró para sí misma.

            —Y comodidad —asintió—. No es para controlar tus gastos, sino para no tener que hacer más transferencias de las usuales. Lo que es mío, es tuyo.

            —A excepción de tu almohada —apuntó Sophia.

            —Puedes usar tus tarjetas nuevas para comprar una almohada como la mía —sonrió arrogantemente—. En diciembre iremos a que saques una firma autorizada y una tarjeta de débito de la Mediolanum, así tendrás acceso a mis millones —rio como si ironizara su caudal.

            —¿No te da miedo que te desfalque? —vomitó antes de siquiera darse cuenta de lo que estaba preguntando.

            —Que será, será —sonrió.

            —Está bien —repuso—. Solo dime qué tengo que hacer.

            —El lunes llegará alguien de Citi para que firmes unos papeles. El de American Express llegará el martes.

            —Si ya lo tienes resuelto, ¿para qué me preguntas? —resopló.

            —Protocolo, supongo —repuso Emma.

            —¿Eso significa que ya podemos hablar de lo que me interesa? —Emma asintió y se llevó la limonada a los labios—. Empieza.

            —No sé qué tipo de artefactos existen, en la actualidad, para hacerte lo que quieres que te haga —le dijo—. Pero sé que tengo condiciones para hacerte eso que quieres que te haga.

            —Y yo tengo condiciones para tus condiciones —espetó inconscientemente, siendo víctima de la irracionalidad, pues, hasta ese momento, ni siquiera había pensado en antagonizarla con una serie de condiciones sacadas de la manga.

            —¿Cuáles? —rio, echándose contra el respaldo de la silla.

            Sophia se atragantó, no esperaba que su disposición fuese tan flexible, tan abierta; esperaba alguna burla, algún comentario ocurrente y sagaz. Enmudeció por algunos minutos para pensar con qué condiciones quería torcerle el brazo a la Arquitecta, porque no sabía qué condiciones tendría ella, pero, conociéndola, oscilarían entre banalidades, como la obligación de desayunar, y barbaridades, como comportamientos que no se podían repetir, como la fotografía de hacía un par de horas.

            —¿Y bien? —Arqueó Emma su ceja derecha—. Soy toda oídos —dijo, acercándose a la mesa para continuar comiendo.

            —Lo quiero a pesar de las situaciones hormonales correspondientes —dijo rápidamente, casi sin aliento y con el corazón en las sienes.

            —Siempre habrá hormonas de por medio, Sophie —rio nasalmente—. ¿Podrías ser más específica?

            —Tú… no me tientes —le advirtió en el mismo tono en el que ella solía decirle exactamente lo mismo.

            —Si no, ¿qué? —rio, esta vez más fuerte.

            —Como dije: eres la persona más exasperante que he conocido en mi vida —suspiró y le arrancó un mordisco a su sándwich.

            —Tu exasperación existe únicamente porque el día de hoy, específicamente hoy, tu cerebro ha conocido las tangentes y las redundancias —le dijo.

            —Quiero que me cojas aun cuando estoy en mis días —repuso un tanto ofendida—. Quiero cogerte aun cuando estás en tus días. Quiero que cojamos aun en nuestros días. —Emma rio—. ¿Te parece gracioso?

            —¿Cómo sugieres que te coja si eres la primera persona en huirme durante esos días? —Ladeó su cabeza hacia el lado derecho—. ¿Cómo sugieres que cojamos si a ti eso de la sangre te espanta?

            —Es solo sangre —contestó.

            —Eso mismo digo yo —asintió, irguiéndose con tenedor y cuchillo en mano para cercenarle un trozo a la última pechuga de pollo que le quedaba—. La pregunta, sin embargo, ha quedado sin responder.

            —Pues, no sé —se encogió entre hombros—. Arréglatelas.

            —¿Eso quiere decir que si mañana por la mañana, antes de ducharme, se me antoja meterte mano, o comerte, no vas a cerrar las piernas ni vas a poner excusas?

            —Como no me cojas mañana por la mañana, antes de ducharte… —la amedrentó.

            —Yo, como ya lo he dicho antes, no tengo ningún problema con cogerte —sonrió desvergonzadamente.

            —Cierto, es que el problema nunca ha sido que tú me quieres meter mano durante esos días. El problema es que a ti no te gusta que yo lo haga.

            —La masturbación está bien si, y solo si, yo te digo que lo hagas —enserió la mirada—. Ya sea para mi placer audiovisual o para tu placer físico, siempre a costillas del placer de mis sentidos. Solo tiene validez si es aprobado.

            —No me digas… —refunfuñó, sabiendo demasiado bien que, aunque no se había referido a eso, Emma no perdería la oportunidad para dejarle claro que había estado mal—. El día que yo te encuentre en esas…

            —¿Qué? —resopló, retándola—. Sabes que no sucederá, porque para eso te tengo a ti.

            —Me reduces a un juguete sexual, Emma Marie —entrecerró la mirada.

            —Corrección: a mi placer sexual, y, como todo tiene que ver con el placer sexual, te reduzco a mi todo.

            Sophia se carcajeó para enmascarar su rubor.

            —Seguramente Freud se retuerce en su tumba. El Psicoanálisis no se hizo para ser romántico.

            —Es la ley de Lomonosóv-Lavoisier —sonrió Emma—. En fin, si algún día me encuentras en esas, dándome placer en tu ausencia, dejo que me pongas en cuatro y me cojas como más te guste, por donde más te guste.

            —Pero, como sabemos que eso nunca va a suceder… —suspiró, intentando no prestarle mucha atención al calor que reconocía que empezaba a hervir en sus entrañas, ni a la mirada retadora que dibujaba el Ego de su contraparte—. Pero no me refería a eso, me refería a que a ti no te gusta que yo te meta mano cuando estás en tus días. Tú puedes conmigo, pero yo no contigo.

            —¿Y tu punto es…?

            —Que esa es mi primera condición —le dijo—. Que sea equitativo.

            —Bien, ¿qué más? —asintió Emma una tan sola vez y, sobre una servilleta, escribió aquella condición, mordiéndose los labios para no entrar en detalles sobre cómo, quizás, había querido referirse al término “igualitario” y no “equitativo”.

            —Quiero poder tomarte por la espalda —aprovechó.

            —Eso ya lo puedes hacer —repuso Emma.

            —Eso no es del todo cierto —disintió.

            Emma respiró profundamente y bebió un sorbo de limonada. Pensó, más que en lo que Sophia planteaba, que su cuerpo le pedía eso que para ella era un indicio de la adultez, o más bien de la vejez: el antojo de algo dulce, de un postre para concluir una velada gastronómica ordinaria con las parafernalias de la honorabilidad de una cena de alto garbo y decoro, de una cena como la que habría comido en Per Se.

            —¿Cuál es la fijación del ser humano con poseer la espalda del otro? —se preguntó en voz alta.

            —No lo sé, no puedo hablar por los demás, pero, en mi caso, es que me gusta contar tus pecas, una a una, para perder la cuenta y empezar de nuevo, y canalizar la versión más moderada del salvajismo y morderlas.

            —Nada que no hayas hecho antes —se encogió entre hombros y la miró, pensativa—. Debe ser natural oponer resistencia, es el punto ciego más grande del cuerpo.

            —Pido acceso, no dominio —repuso Sophia.

            —¿Cómo me dijiste? —preguntó con aire retórico—. ¿“Arréglatelas”? —Sophia ensanchó la mirada, pues lo tomó como una contundente e irrefutable negación—. Si es lo que quieres, sabrás arreglártelas para hacerlo.

            —Para que quede claro, ¿me estás diciendo que sí?

            —Lo que quiera, Licenciada Rialto —asintió, escribiendo la segunda concesión—. ¿Qué más?

            —I’d like you to ride my face —confesó anhelantemente.

            —No veo cómo eso puede ser una condición —frunció Emma su ceño.

            —¿Por qué?

            —Porque ya lo he hecho.

            —Tres veces, pero ¿quién está llevando la cuenta, cierto? —resopló un tanto frustrada.

            —A beautiful face like yours shouldn’t be fucked —le dijo.

            —No me jodas, Em —rio—. Ambas sabemos que no se trata de belleza.

            Emma se limpió los labios con la última servilleta limpia que tenían. Rio nasalmente un par de veces, tal y como si se encontrara en la encrucijada del escándalo y del escudriñamiento.

            —¿Quieres postre? —preguntó la arquitecta.

            —Quiero complacencia —contestó rápidamente.

            —No sé por qué se me antoja una french cruller de Dunkin’ Donuts —rio como si no hubiese escuchado sus deseos.

            —Podría comer una glaseada —se encogió conciliatoriamente entre hombros, intentando no caer en su juego de tangentes y evasivas.

            Emma sonrió y le importó poco que Sophia no se hubiese terminado el segundo sándwich, pues sabía que su hambre se debía más a la ansiedad y a las hormonas que al estómago mismo. Dibujó algunos garabatos a media tinta en la servilleta sobre la que había accedido a las dos condiciones anteriores y guardó aquella suerte de lista en la misma carpeta en la que Sophia había leído todo sobre las cláusulas que ella debía firmar para autorizarle acceso a sus cuentas bancarias, le ofreció la mano y salieron del lugar tal y como habían llegado: en silencio.

            —No es belleza, es control, ¿verdad? —inquirió la rubia mientras cruzaban 50th Street sobre la Séptima—. O, mejor dicho, la potencial pérdida de, ¿no? —Emma simplemente tiró de sus labios por el lado derecho para dibujar un intento de sonrisa afirmativa.

            —But I also think that beauty should not be fucked with —dijo al cabo de unos momentos en tono defensivo y justificativo.

            —Si pensaras eso no me cogerías en lo absoluto. —Emma la miró de reojo—. Te pasas los días diciéndome que soy la donna più bella del mondo —dijo y, por un momento, temió que su respuesta fuera la que menos quería, una que fuera por la línea de la simple contemplación estética.

            —No pretendas que no viste lo que ocurrió hoy —disintió.

            —¿Qué de todo? —Frunció Sophia su ceño—. Pasaron demasiadas cosas que todavía estoy procesando.

            —Tú sabes de lo que estoy hablando.

            —¿Qué quieres que te diga? —Emma se encogió entre hombros—. Me gusta cuando eres un poco agresiva —dijo, pudiendo notar cierto regocijo secreto en la expresión facial de la arquitecta—. Me gusta cuando me entierras en la cama, cuando me restringes con los brazos, cuando te importa poco detenerte —le dijo—. Y, desde luego, me gusta que pierdas el control… prefiero que sea bajo esas circunstancias y conmigo, a que sea uno de esos ataques irracionales en los que simplemente crees haberlo perdido todo. Prefiero eso a que lo hagas sola.

            —Sexo y enojo no son lo mismo, ni se manifiestan del mismo modo ni de la misma manera.

            —Comparo el sexo con la expresión del enojo… como una forma de catarsis —aclaró Sophia.

            —Lo dicho: tu cerebro ha descubierto la redundancia.

            —Lo dicho: soy tu eufemismo —contraatacó la rubia con una risita burlona.

            —Touché —estuvo Emma de acuerdo.

            —Entonces, ¿puedo hablar libremente?

            —¿Cuándo ha sido eso un problema?

            —Únicamente cuando decides aferrarte a la semántica como si tu vida dependiese de ello —respondió su irreverencia, Emma se limitó a reír nasalmente—. Prefiero que tengas un orgasmo violento a que andes creyendo que estás a un grito de convertirte en tu papá.

            —¡Sin pelos en la lengua, Licenciada Rialto! —se carcajeó con una pizca de nerviosismo—. Se aprecia la honestidad.

            —¿Lo considerarás?

            —Accedí hace rato —guiñó su ojo—. Aunque puede ser que me lleve un par de intentos.

            —Soy una niña grande —se encogió entre hombros—. Y nuestra safeword es apples —sonrió.

            —Sí ves la ironía en todo esto, ¿verdad? —resopló.

            —Hablar con la boca llena es un talento que me permitirá salvaguardar mi existencia en el caso de que no le responda ni la última neurona a tu Ego —se defendió satisfactoriamente.

            —¿Tienes más condiciones? —Sophia asintió—. Dios, ¿cuántas más tienes?

            —Las que se me ocurran —se encogió entre hombros—. Lo hago sobre la marcha.

            —No has escuchado las mías —dijo con tono de advertencia.

            —Por alguna razón creo que mis condiciones serán ganancia para ambas. En cambio, las tuyas no.

            —¿Por quién me tienes? —rio un tanto ofendida.

            —Te conozco. Nunca la dejas fácil, y, a medida consientes mis condiciones… más me da la impresión de que las tuyas son del tipo que requieren de mucho lo-que-sea.

            —¿Qué te hace pensar eso?

            —Ir en contra de tus principios tiene que tener un precio —opinó Sophia.

            —Como todo en esta vida. En fin —se detuvieron frente al semáforo para cruzar 48th Street—, ¿qué más?

            —Si estás considerando un artefacto de tipo penetrativo para realizar mis más depravadas fantasías, creo que sería justo que sea tan equitativo como la primera condición lo sugiere.

            —Eso ya lo has hecho —le dijo Emma.

            —Y dejé de hacerlo porque ya no quisiste.

            —No me dijiste que todavía querías.

            —¿Cuál es el punto de que yo quiera si tú no quieres? —Frunció su ceño y emprendió marcha sobre la calle.

            —Si se trata de perder el control, ¿por qué no? —Suspiró resignada.

            —No, así no —negó Sophia por lo bajo.

            —¿Qué quieres? —preguntó confundida.

            —¿Cuál es el punto de que yo quiera si tú no quieres? —Reiteró—. Difícilmente lo voy a disfrutar si tú no lo disfrutas.

            —Sabes que sí lo disfruté —repuso—. Y también sabes que no me sentí cien por ciento cómoda con eso.

            —¿Es por la situación del control?

            Emma se detuvo frente al local de donas y le ofreció una larga e intensa mirada que estuvo a pocos segundos de debilitarle las rodillas. Lentamente, con la impasibilidad que caracteriza a los sociópatas de Wall Street, se acercó a su oreja y le dio un beso en el cuello tras haber inhalado aquel perfume al que ya había aprendido a echar de menos. Le confesó, a través de un susurro y con una perceptible sonrisa, que era porque quizás lo había disfrutado demasiado.

            Indiferente a su piel erizada, la guio al interior del local que olía a café y a grasa dulce. Pidió la antojada french cruller y un té de manzanilla para ella; una dona glaseada y una botella con agua para Sophia.

            —Sabe bien —comentó Sophia a través de una risa nasal tras haberla visto dar el primer ansioso mordisco.

            —¿Cómo lo sabes? —rio, curiosa.

            —Tu cara hizo exactamente lo mismo que cuando estás entre mis piernas —le dijo con una mirada provocativa.

            —Ten cuidado con lo que dices —arqueó su ceja derecha—. Estaré muy molesta si no puedo pasar por Barnes porque hemos tenido que regresar a casa para mimetizar actos de procreación.

            —Me siento optimista. Estoy dispuesta a encontrar un término medio con la condición que hemos dejado a medias.

            —Ah, ¿sí?

            —Lo haremos únicamente cuando se te antoje —dijo Sophia con tono conciliatorio.

            —¿Qué hay de eso que tú llamas “equitativo”? ¿No se supone que implica que lo tendríamos que hacer cuando a ti se te antoje también? —Ladeó su cabeza hacia la derecha y le arrebató un sorbo a su té.

            —Podría plantearte la idea cuando se me antoje —asintió.

            Emma, entonces, abrió la carpeta, tomó el bolígrafo y escribió una cuarta línea de jeroglíficos.

            —Creo que es importante añadir la condición de la agresividad —le dijo Sophia.

            —¿Cuál?

            —Que está bien que seas un poco agresiva si la ocasión se presta —se encogió entre hombros—. Eso debe incluir bondage, uno que no dure cinco minutos —resopló—. Sí, confieso que lo disfruté.

            —¿Algo más? —suspiró, escribiendo su concesión y llevándose aquel pecado de glucosa a la boca.

            —No te puedes enojar por lo que te regalaré de bodas, ni de cumpleaños, ni de navidad —asintió—. Esto va con una nota al pie que reza: “forever”.

            —¿Qué más? —resopló con el bolígrafo en la mano y disponiéndose a continuar escribiendo.

            Sophia supo, en ese momento, que sus primeras cinco condiciones eran aceptables, razonables, incluso racionales, y que en ningún momento le exigirían a Emma tanto como lo había sido la que recién imponía. Desconocía sus condiciones, tanto el contenido como el número, pero estaba segura de que esa última condición sería contrarrestada con alguna incomodidad proporcional, sino mayor, a la que ella se vería sometida tres veces al año, forever.

            Por una parte, no logró descifrar por qué, sino hasta ese momento, había decidido hablarle con una franqueza tan insolente. Siempre supo, desde que su mamá había intentado darle la charla, que conversar sobre sexo se le dificultaría tanto como nada en el mundo, pero nunca imaginó que era un tema que se debía abordar, con cierta frecuencia, con su pareja. Se preguntó si era común, si era normal que dos individuos sentimentalmente involucrados tuviesen que hablarlo una y otra vez, independientemente de si tenía que ver con la rutina, con la incapacidad, con el morbo o con lo que fuera. Se preguntó si eran un caso aislado, porque eso nunca lo había visto en las películas ni era algo sobre lo que el resto de la gente hablaba abiertamente. No tenía nada de malo, no; malo sería si nunca lo hablaran. Por otra parte, tuvo el desliz de preguntarse si su vida era tan insípida como para que el único tema de conversación interesante fuese el sexo, o lo que sea que tuviese que ver con sexo, porque, en ese momento, no logró encontrar otro tema para el que se tuvieran que tomar el tiempo para esclarecer y escrutar de manera minuciosa.

            Pensó en cuáles podrían ser esos otros temas que merecieran la misma cantidad de atención, quizás una mayor, pero en nada se habían estancado.

            El tema de la familia, uno que a cualquier persona, ajena a la relación, podía escandalizar, había sido abordado de manera abrupta y prematura: se habían utilizado palabras mayores, como “estirpe”, y no había presentado dificultad alguna por el simple hecho de que ambas estaban en la misma página a pesar de que sus motivos fuesen completamente distintos. Ahora el tema les servía para reírse. Además, si de la familia preexistente se trataba, ambas estaban al tanto de cuán grande era el rol de cada uno de sus parientes y de cuánta influencia tenían sobre las decisiones que tomaban.

            El tema del dinero había sido un tanto más complicado porque, por una parte, Emma siempre consideró y consideraría que los billetes no compraban la felicidad, pero que, sin embargo, compraban la tranquilidad de la carencia de deudas, un buen seguro médico-hospitalario y de vida, la comodidad de un espacio al que podía llamar “hogar” y la adquisición de educación y cultura, y, por otra parte, Sophia, así como Irene, había crecido con la hipocresía del capital: avergonzada por la fuente de un patrimonio que nunca le pertenecería, pero, al mismo tiempo, aliviada de saber que había podido asistir a la universidad que quiso, que viajó a uno que otro país y que al principio trabajaba por hobby y no por necesidad. Todo aquello cambió en cuanto Sophia accedió a que Emma pagara la multa del apartamento en el que había pretendido vivir en Chelsea y en cuanto Emma accedió a que Sophia se hiciera cargo de la última cuota del apartamento en el 680. Ahora, la rubia ya no se alteraba por cada gesto que tuviera la otra con ella, ni la otra se empeñaba en pagarlo todo, todo el tiempo, y ambas habían hecho las paces con sus respectivas posturas en cuanto al dinero: Sophia accedería a que Emma le entregara todas las tarjetas de crédito o débito adicionales de las cuentas bancarias que le vinieran en gana, y las usaría con discreción y moderación, y Emma aceptaría —a pesar de las malas caras— la necedad por pagar algunas cosas, como los servicios de entretenimiento audiovisual que requirieran de un televisor o de un AppleTV.

            El tema de la muerte había sido más caótico cuando Emma lo había traído a colación, porque ella siempre estuvo y estaría segura de que su sentencia sería el cáncer. Le había mostrado su testamento, porque era costumbre familiar tener uno a partir de los veinticinco, y le había mostrado todos los incisos, especialmente el que hablaba sobre la repartición del dinero y de las propiedades que estaban a su nombre, y el de los beneficiarios correspondientes de cada seguro de vida que había tomado también desde los veinticinco. Asimismo, le informó que quería ser cremada, nunca enterrada; que sus cenizas podían ser esparcidas como le pareciera conveniente y en donde le pareciera apropiado; que todos sus órganos útiles, a excepción de sus corneas, debían ser donados; que, en su velorio, debía ofrecerse Grey Goose en las rocas y Martinis limpios, y ravioli de ricota y langosta; y que su parte del estudio quedaría a su nombre. Sim embargo, al final, Sophia había murmurado un okay con el que le había informado que estaba de acuerdo… si es que eso era lo que debía hacer.

            En las posturas políticas estaban claras: no se debía confundir el capitalismo con la democracia —porque ése era un error en el que caía el ignorante promedio—, y que el bienestar mundial se encontraba entre el modelo de economía capitalista y el socialista; un sistema mixto o intermedio. Del mismo modo, estaban de acuerdo en que la única verdad yacía en la anaciclosis; concordaban en que el sufragio no era un derecho, sino un deber; en que no había política sin agenda o sin conflicto de intereses; y en que Gobierno y Estado debían ser seculares, por tanto, la educación académica debía ser laica. No obstante, había subtemas, controversiales por naturaleza, en los que estaban de acuerdo con estar en desacuerdo.

            Por último, si de religión se trataba, Sophia no desacreditaba los milagros de la Santa Trinidad a la que Emma acudía con algún Padre Nuestro o Ave María, con el Credo o los golpes en el pecho que se daba cada año el diez de marzo, veintidós de agosto, nueve de septiembre, y, cuando tenía tiempo, el siete de noviembre. Emma, del mismo modo, respetaba las hecatombes que ofrecía Sophia a las deidades del Olimpo y agradecía su voluntariedad para acompañarla en alguna de las fechas previamente mencionadas.

            —¿Puedo preguntarte algo? —Se aclaró la garganta.

            Emma asintió en silencio mientras contemplaba el último mordisco de cruller que le quedaba. Quería otra.

            —¿Por qué es esto tan importante? —Frunció su ceño.

            —¿A qué te refieres?

            —Lo discutimos con frecuencia.

            —¿El sexo? —Arqueó Emma su ceja izquierda.

            —Y lo que sea que tenga que ver con sexo —asintió.

            —¿Quieres otra dona? —sonrió, Sophia disintió—. Porque digo todo lo que quiero decir cuando me faltan las palabras —le dijo y se puso de pie para ir al mostrador a pedir un cruller y una dona.

            La respuesta le pareció tan sencilla y evidente que le dio risa. La culpa la tenía su fatalismo y la cinegética idea de su propia insipidez.

            —Y también porque cambian los gustos y nacen las fantasías —añadió Emma en cuanto tomó asiento frente a ella, sacándola de su breve ensimismamiento—. ¿Estás segura de que no quieres otra dona? —Insistió, porque le pareció extraño que la rubia no compartiera su deleite.

            —Siento como que he ido al gimnasio; me duelen las piernas —comentó y, sin más, tomó la dona del papel encerado en el que Emma había llevado la segunda ronda a pesar de haber escuchado una negación.

            Le dio el primer mordisco, notando una creciente sonrisa de satisfacción en la cara de la arquitecta, y masticó en silencio. Se dio cuenta de que no tenía más condiciones, que, con las que había planteado, estaba más que conforme, pero, porque disfrutaba de las pocas veces que podía jugar con Emma, decidió que se iría al extremo de los extremos para contemplar su reacción. Pensó que sería una broma que debía compensar el hecho de que la había obligado a caminar después de tal rigurosa sesión de sexo.

            —Quiero un video porno —dijo Sophia impávidamente.

            —¿Casero o profesional? —resopló Emma.

            —Preferiblemente casero.

            —¿Sobre qué quieres que trate? —preguntó con un aire aparentemente inocente.

            —¿Sobre… sexo? —Frunció su ceño.

            —Sí, sí, eso lo sé —rio nasalmente—. Me refiero a la categoría, supongo —se encogió entre hombros.

            —¿Qué? —masculló confundida.

            —Como lo oyes —asintió Emma—. Hombre con hombre, hombre con mujer, mujer con mujer, masturbación, pelirroja, rubia, morena, árabe, latino, bbw, gonzo, tríos, orgías, maduros…

            Sophia se carcajeó con el mismo regocijo de cuando se había lanzado de la cama al suelo.

            —Ahora soy yo quien pregunta: ¿qué? —Inquirió la arquitecta.

            —Dos preguntas: ¿cómo carajo sabes tantas categorías? Yo no sabría mencionar cinco —Hizo una pausa para reír un poco—. ¿Y qué te hace pensar que hablo de ese tipo de porno?

            Emma, sin saber cómo, logró mantenerse aparentemente indiferente a dicha barbarie. Arqueó la ceja derecha. No supo si meterse el cruller entero a la boca, si echarse el té caliente encima, si descomponerse y accidentarse en lo que pertenecía dignamente en un retrete, si entrar en pánico, si reírse tal y como Sophia lo hacía en esos momentos, si cuestionar su sanidad mental.

            —Ah, hablas de protagonizar uno—se aclaró la garganta, pero Sophia fue incapaz de contestarle porque la risa se apoderó completamente de ella—. No es gracioso —dijo seriamente—. Dime.

            —¿Tú qué crees? —Se cruzó de brazos, se llevó la dona a la boca y la masticó con picardía—. Tu cara me dice que entendiste.

            Emma sintió cómo una corriente de enojo le recorrió el cuerpo, cómo le taladró hasta la médula; Sophia había logrado hacerla pecar de inocente con una maestría que no había dominado ni Marco, su hermano, en sus mejores días de hostigamiento. Era ofensivo que le viera la cara, que le lanzara esas bolas curvas a lo Koufax, que bromeara con tanta grosería, pues, ¿en dónde quedaba el respeto? No podía perder, no podía costeárselo por segunda vez en el día, su Ego no se lo perdonaría y la castigaría con algún recuerdo que se filtraría por las fibras de un sueño cansado e inquieto. Si de bromas pesadas se trataba, ella se pondría a la altura.

            —¿Qué tipo de cámara crees que se necesita para eso? —le preguntó, interrumpiendo su carcajada.

            —¿Qué? —Ensanchó Sophia la mirada.

            —¿Qué tipo de cámara crees que se necesita para eso? —Repitió con tono severo—. ¿Se necesitará trípode, iluminación artificial, reflectores?

            —No sé.

            —Bueno, sería algo muy amateur, supongo —se encogió entre hombros y escribió, con la caligrafía más clara, la última condición—. El sábado que estemos en SoHo podemos ir a Best Buy a ver opciones.

            —No lo estás considerando en serio, ¿o sí? —Frunció su ceño.

            —¿Por qué no? —Arqueó la ceja derecha—. Te regalé una cámara para que pudieras inmortalizar los momentos que se te dieran la gana, ¿cuál es la diferencia entre una fotografía y un video? —Se encogió nuevamente entre hombros—. Sobra decir que es para nuestro entretenimiento privado, no para que Pornhub sepa cuánto te gusta el sexo anal —comentó con la mirada fija en la suya y sonrió tras notar un intenso rubor en la totalidad de su rostro—. ¿Tienes alguna otra condición?

            —No lo estás considerando en serio, ¿o sí? —Repitió anonadada.

            —¿Acaso estamos jugando? —murmuró impasible y macabramente—. Porque esto no es un juego para mí, mi amor —le dijo, enrollando las erres con cinismo—. Si video porno es lo que quieres, video porno tendrás.

            —Pero, pero… —rio nerviosamente.

            —Pero ¿qué? —Llevó el cruller a su boca y le dio un parsimonioso mordisco que a Sophia le provocó un hormigueo bajo el sostén.

            —Está bien, no es un juego —estuvo de acuerdo, reprendiéndose a sí misma por su improperio—. Pero, era como una broma.

            —¿“Como una broma”? —resopló Emma, ladeando su cabeza hacia el lado derecho—. ¿Debo pensar que todas tus condiciones han sido una broma? —Sophia negó rápidamente—. Entonces, Licenciada Rialto, ¿cuándo va a aprender a no provocarme, a no retarme? —susurró concupiscentemente, notando cómo Sophia tenía dificultades para tragar saliva—. ¿Tienes, acaso, alguna otra broma que deba tomarme en serio o alguna condición adicional? —Sophia negó nuevamente—. Bien, y menos mal, porque esas eran peticiones, no condiciones —sonrió—. Mi turno, entonces —amplificó la sonrisa y, volteando la servilleta, le alcanzó el bolígrafo—. Primero las que me interesan a mí. Número uno: te queda estrictamente prohibido no desayunar.

            —Eso no es justo —entrecerró Sophia la mirada, frustrándose por haber estado en lo cierto desde el principio.

            —Para coger salvajemente necesitas energía —anuló su opinión con un autoritario disentimiento—. Si tú no comes los tres tiempos reglamentarios, no hay sexo. ¿Está claro?

            —No puedes estar hablando en serio —refunfuñó—. La comida no tiene nada que ver con el sexo. Y cuidado y me sales con alguna mierda del psicoanálisis —le advirtió en cuanto notó que estaba por pulverizar sus enunciados con un argumento contundente.

            —Dime, ¿qué tiene que ver mi aversión hacia los regalos con el sexo? —Arqueó Emma su ceja derecha y dibujó una sonrisa victoriosa—. En absolutamente nada —contestó por ella—. No puedes odiarme por tener buenas intenciones: buen sexo y buena salud alimenticia. Anota —señaló la servilleta con la mirada.

            —Creí que esto era una negociación —disintió indignada.

            —Tu salud no es negociable —repuso.

            —Mira, Madre Teresa, no justifiques tus necedades en el bien ajeno.

            —Aquí la única necia eres tú —le dijo.

            —No, es que esto es un abuso —renegó—. Luego me dirás que quieres que me meta al gimnasio —se cruzó de brazos.

            —Tendrás tu dosis de cardio si te tragas el desayuno —resopló con un tono de no-me-des-ideas—. No tienes que desayunar conmigo, aunque me encantaría, pero sé que quince minutos de sueño son importantes para ti —le dijo—. Puedes desayunar en la oficina si quieres, y puede ser desde una manzana hasta un desayuno americano de porciones y proporciones tejanas. Lo que me interesa es que no te tires la mañana entera solo con cafeína.

            —Fine —suspiró y escribió la primera condición en una legible caligrafía cursiva.

            Emma tenía razón, lo suyo no habían sido condiciones, sino peticiones: habían carecido de creatividad y firmeza, pero, sobre todo, del elemento de condición.

            —¿Qué más?

            —Número dos: te queda estrictamente prohibido masturbarte en mi ausencia.

            —Oh, come on! —Protestó—. Fue solo una vez, esta vez.

            —Han sido dos —alzó Emma sus dedos.

            —¡Dos! ¿Te escandalizas por dos malditas veces? —suspiró—. ¿Qué va a pasar cuando tú estés de viaje y me den ganas? ¿Qué se supone que debo hacer entonces? El hecho de que tú tengas control absoluto sobre tus necesidades sexuales no significa que yo también; a veces me dan ganas, muchas ganas, como hoy… tantas que, por un momento, creí que iba a llorar. —Emma respiró profundamente para meditar al respecto—. ¿O es que quieres que te pida permiso para hacerlo?

            —Es una solución —asintió con inflexión de ves-cómo-sí-estoy-dispuesta-a-negociar.

            —¿Solución? —resopló—. ¿Para que me digas que no?

            —¿En verdad crees que te voy a decir que no? —rio.

            —Entonces, ¿para qué carajo me lo prohíbes?

            —Porque quiero, porque puedo —se encogió sonrientemente entre hombros—. Respóndeme, ¿en verdad crees que te voy a decir que no?

            —No —contestó Sophia en una voz muy pequeña—. Solo quieres que te pida permiso.

            —Aunque sepas que lo tienes —asintió una tan sola vez—. ¿Estamos de acuerdo?

            —Sí —susurró, empuñando el bolígrafo para escribir, con una sonrisita, aquella condición.

            —Número tres: el treinta de mayo estarás, por lo menos, quince minutos antes. De lo contrario, perderé la cabeza y no sé cuánto me tardaré en recuperarla para poder cogerte como quieres que te coja.

            —Debes detestar mi impuntualidad —comentó mientras escribía la tercera condición.

            —Has mejorado muchísimo —pareció felicitarla—, pero, de todos los días en los que puedes llegar tarde, ese no puede ser uno, ¿está claro?

            —Como el agua —asintió.

            —Número cuatro: el sábado, antes de ir a Babeland, me acompañarás a comprar zapatos.

            —¿Zapatos? —Frunció su ceño.

            —Me di cuenta de que solo tengo estos —le dijo Emma, alzando el Samba derecho que sobresalía por un costado de la mesa.

            —¡No! —rio Sophia, hundiendo su rostro entre sus manos.

            —Sip —asintió Emma.

            —¿Sabes lo tedioso que fue acompañarte toda una tarde para que salieras con esos?

            —Lo recuerdo —asintió de nuevo—. Pero esta vez ya sé lo que quiero, por lo tanto, no debes preocuparte tanto por eso. Prometo que iremos a Babeland, que no es mi manera de esquivarlo.

            —¿Qué más?

            —A partir de junio quiero que cambiemos lados en la cama —se aclaró la garganta tras un sorbo de té—. No me refiero a roles de dominación-sumisión, sino al sentido más literal: quiero dormir en el lado en el que tú duermes.

            —¿Siendo su razón y su fin…?

            —Razón: yo duermo sobre mi costado izquierdo, tú duermes sobre el derecho. Finalidad: que no me des la espalda, que pueda acosarte mientras duermes, y todas esas cosas que ya sabes.

            —Sí entiendes que esto iría en contra de la preferencia que has expresado sobre verme y escucharme por tu lado derecho, así como también de la comodidad de que me recueste en tu pecho por el lado derecho, ¿verdad?

            Emma se mordisqueó la comisura interior de sus labios y reflexionó al respecto. Sophia tenía razón, eso no se atrevería ni a discutirlo ni a refutarlo, y aquel era un aspecto que no había considerado en lo absoluto. Se preguntó cómo había sido posible haber pasado por alto un conflicto como tal, en qué había estado pensando cuando lo había concebido, cómo no había sido capaz de sopesar sus rituales y sus anhelos. Consideró ambas conductas y se preguntó qué le molestaba más: ver y escuchar por el lado izquierdo o que Sophia la privara de una contemplación estética al darle la espalda. No se oponía a hacer uso de su hemisferio izquierdo, tampoco a acosar su espalda, pero pensaba que, aunque pareciese imposible, le gustaría tenerlo todo.

            —No puedes hacer mitosis —rio Sophia nasalmente al cabo de unos minutos.

            —Toda una desgracia —suspiró—. Mantengo firme mi posición: quiero tu lado de la cama. También puedo abrazarte con el brazo derecho.

            —Podemos hacer algunos días de prueba —repuso Sophia—. Si te gusta, te lo quedas. Si no te gusta, regresamos a como estaba antes.

            —Suena bien —sonrió Emma.

            —No creo que sea una condición que deba tallar en piedra. No creo que sea una condición, sino una petición, como tú dices. —Emma se encogió entre hombros—. ¿Qué más?

            —Yo pagaré la cantidad de juguetes que compremos.

            —No esperaba menos —rio Sophia.

            —No quiero que te limites a “artefactos de tipo penetrativos” —trazó las comillas aéreas con sus dedos—. Pero, dentro de esos artefactos, tú escogerás los que quieras usar conmigo y yo los que quiera usar contigo.

            —No sé por qué o para qué, pero está bien —se encogió entre hombros y escribió.

            —Y la última, y para esta sí necesito que me prestes mucha atención —Sophia alzó la mirada—. Te voy a coger una vez, de la cual dependerá si te cojo dieciocho veces más; ni una más, ni una menos, y las repartiré como a mí se me dé la gana: pueden ser dieciocho días consecutivos, una vez por semana, una vez al mes, o cuando lo crea apropiado —«o no me aguante las ganas».

            —¿De qué dependerá?

            —De si en verdad te gusta, de si en verdad me gusta. De si en verdad es lo que quieres.

            —¿Por qué dieciocho veces? —preguntó extrañada por el número que parecía haber sido seleccionado al azar.

            —You’ll get what you truly want by the twentieth time —susurró lascivamente y la observó anotarlo a toda velocidad—. Mientras eso sucede, y porque no te quiero partir en dos, porque pretendo que me dures un par de décadas, tendrás que conformarte con graduarte del arsenal de buttplugs. A decir verdad, creo que es imperativo que te gradúes para que yo pueda hacer eso que quieres que te haga.

            —Soy una persona muy paciente —rio ansiosa—. Y una alumna ciertamente aplicada y disciplinada.

            —Esas son mis condiciones, Sophie —sonrió.

            —¿Qué pasa si una de las dos viola una de estas condiciones? —preguntó.

            —¿Qué debería pasar? —Sophia se encogió entre hombros—. ¿Qué te parece un comodín?

            —Ilumíname.

            —Si yo violo una de tus condiciones, puedes pedirme lo que sea y no podré negarme.

            —¿Estrictamente en el sentido sexual? —Emma se encogió entre hombros para indicarle que eso le daba igual—. ¿Tienen fecha de expiración?

            —No es un cartón de leche —rio Emma.

            —Arquitecta Pavlovic, reitero mi opinión sobre sus negociaciones: son una mierda —resopló, alcanzándole la mano sobre la mesa—. Pero no decepciona.

            —Another happy customer —sonrió Emma y, en lugar de estrecharle la mano, se la tomó con la única intención de colocarle un beso sobre los nudillos—. ¿Quisieras agregar algo?

            —Lo del video porno era broma.

            —Pero, ¿era una broma o era una broma seria?

            —Una broma —negó con la cabeza—. Soy demasiado pudorosa como para verme en una pantalla, sería un fiasco.

            —¿Qué hay de tu atrevimiento fotográfico? —Ladeó la cabeza hacia la derecha y dejó ir su mano para beber de su té.

            —No sé qué me poseyó —se sonrojó.

            —Claro que sabes —rio Emma.

            —Estaba enojada —supuso, encogiéndose entre hombros—. No sé si contigo, conmigo, o con el mundo entero.

            —¿Qué vamos a hacer con las hormonas? —suspiró pensativa.

            —Solo podemos lidiar con ellas —se encogió nuevamente entre hombros.

            Emma le lanzó una ligera sonrisa, la cual, seguramente, tuvo algún tipo de risa nasal de por medio.

            Sophia la observó beber del vaso desechable del que pendía la corriente etiqueta del recinto en el que se encontraban; algunos tragos parecían resultarle dificultosos, pero no supo si se debía a la falta de miel de abejas o a la calidad del té mismo. Revisó la lista de condiciones, primero las impuestas sobre ella y admitió que eso del desayuno nunca resultaría a su favor, pues, entre la pereza y la falta de hambre a esas horas, era evidente que el comodín terminaría en manos de la arquitecta en algún momento de la siguiente semana «sino mañana», y supuso que, probablemente, lo utilizaría para revocar o anular su deseo de tomarla por la espalda. Luego quiso revisar las que le había impuesto a Emma, pero fue inútil: sus garabatos parecían propias del sumerio o de alguna lengua cuya escritura fuera cuneiforme.

            —Estenografía —la escuchó decir tras haber colocado el vaso vacío sobre la mesa—. Es el sistema de Gregg.

            —¿No es taquigrafía?

            —Lo mismo —asintió Emma—. No es ortográficamente acertado porque no es un sistema alfabético, sino uno fonético.

            —¿Y tú cómo sabes de esto?

            —En segundo y tercer grado teníamos un área formativa a la que llamaban metodi e sistemi, en donde te enseñaban caligrafía italiana, estenografía y mecanografía.

            Sophia se preguntó si alguna vez había prestado atención a la metodología con la que apretaba las teclas de su iMac. No supo si la agilidad venía del aprendizaje escolar o de algún sistema híbrido que había inventado para su propia comodidad a partir de alguna rebeldía que se había presentado durante la primera década de vida.

            —A partir de entonces, no sé si como educación continua o por pereza, mi mamá me dejaba notas escritas así —se encogió Emma entre hombros—. Tú sabes, de esas que residen en las puertas de los refrigeradores con algún imán cursi.

            —¿Qué clase de educación recibiste? —rio, no sabiendo si se reía de ella o de sí misma, pues, por muy Moraitis que hubiese sido la suya, ella era una ignorante en cuanto a la taquigrafía y la mecanografía se refería, además, el alfabeto griego raras veces se prestaba para ser sometido a alguna caligrafía como la que sabía que Emma podía dibujar cuando tenía ganas.

            —Una muy versátil —le contestó con una sonrisa—. Mis papás, los dos, siempre creyeron en que, independientemente de lo que quisieras hacer en la vida, así quisieras formar parte de un convento o de un seminario; pintar o esculpir; ejercer la ley o dedicar tu vida a la conjetura de protección de cronología o a la paradoja de Fermi, tienes que saberte llevar en todo sentido… creo que lo llamaron, conjuntamente, “humano integral”, en tanto a que cualquier conocimiento es ganancia.

            —A mi mamá le interesaba que comiera de todo y a mi papá hacerme políglota, pero él, como todo político, no resultó ser muy consecuente que digamos —resopló con un halo de pena en la mirada.

            —Hablas griego, italiano e inglés, ¿qué más quisieras hablar? —Frunció Emma su ceño.

            —Mi hermana habla francés —se encogió entre hombros.

            —¿Y tú por qué no?

            —Porque escogí inglés como segunda lengua e italiano como tercera —se encogió nuevamente entre hombros—. En ningún momento se me ocurrió que, en lugar de tomar italiano en la escuela, podía aprender un cuarto idioma.

            —¿Te gustaría aprender a hablar francés?

            —Soy la única, entre Phillip, Natasha y tú, que no habla francés.

            —Eso no responde mi pregunta —resopló Emma.

            —No lo entiendes porque puedes insultar en cinco idiomas, en siete si somos generosas —negó con la cabeza.

            —Me gustaría aprender a hablar alemán y holandés —repuso.

            —¿Por qué no lo has hecho?

            —Planeo comenzar luego de entregar Oceania —sonrió—. Quiero sodomizar el alemán antes de los treinta y cinco.

            —“Sodomizar” —resopló Sophia—. No puedes decir, no sé, ¿“dominar”?

            —No, because I’ll make it my bitch —sonrió arrogantemente.

            —Veo… —rio nasalmente.

            —Todavía no respondes mi pregunta.

            —Sí, ¿por qué no? —Se encogió entre hombros.

            —Duly noted —sonrió—. ¿Terminaste?

            Sophia asintió en silencio, preguntándose qué implicaría la nota que había clavado la arquitecta en su lóbulo temporal. Una vez más, tras haber observado cómo Emma empuñaba las servilletas grasientas y los papeles encerados —aquellos en los que le habían entregado las dos rondas de polisacáridos— para introducirlos en el vaso vacío, le tomó la mano al mismo tiempo que tomaba la basura en su mano libre, pues sería Emma quien llevaría la carpeta, la cual había ganado inmensurable valor a partir de la taquigrafía, como si se tratase de las tablas de piedra que le fueron dadas a Moisés en el Monte Sinaí y no a ellas en lugares tan bajos como KFC y Dunkin’ Donuts. Habiéndose desecho de la basura en su lugar, y encaminándose a lo largo de 43rd Street, permanecieron en el mismo silencio, este mucho más relajado que los dos anteriores y ciertamente menos incómodo.

            Mientras se disponían a caminar a lo largo de la Quinta Avenida hasta el Barnes sobre 46th Street, Sophia, lejos de preguntarse qué quería Emma en aquel lugar al que se dirigían, se dispuso a adelantar su trabajo en lo que a los juguetes del sábado se refería. Pensó en las formas, en los tamaños y en los colores, en las texturas y en el peso, nunca en el precio. Lejos de eso, Emma pensaba en qué tipo de curso podrían tomar las dos, y en dónde, para que ella pudiese aprender alemán y Sophia francés. Se planteó un escenario hipotético que le permitiese verlo todo con mayor claridad: debía ser un curso en una institución cuyo renombre respaldara su reputación educativa, cuyo renombre, además de exigir una matrícula neoyorquinamente absurda, les proveyera programas y maestros de calidad, un horario accesible a pesar de ser constante y de muy probablemente tener que sacrificar algunas horas de los sábados. Aquello a ella no le importaba, no necesitaba practicar y mucho menos respetar el Sabbath. Se preguntó, de paso, por qué no estudiar la misma lengua, pero se detuvo en cuanto se dio cuenta de que, uno: ya habían llegado a Barnes & Noble, y dos: no siempre tenían que hacer lo mismo.

            Se dirigieron al segundo piso, justo a aquel lugar que era para todos, por todas las razones habidas y por haber. Emma se preguntó en qué momento una librería de tanto prestigio había cedido el espacio, que se le podía dar a un ejemplar de lujo de Homero o de Molière, para mezclar los libros de ocio y de autoayuda con aquellos artículos que asquerosamente llamaban “Surprising & Delightful Gifts”. Bueno, no podía quejarse, no iba en busca de la horrenda prosa de Kostova, no, iba en busca de aquello que carecía su hogar.

            —¿Cuál prefieres? —inquirió tras algunos segundos de silencio.

            En ese momento se sintió vieja, ciertamente resistente a alguna noción de cambio, de evolución, de revolución.

            —Eres una criatura de hábito —resopló Sophia, mirándola por la esquina de su ojo izquierdo—. Lo clásico estará bien —se encogió entre hombros y, habiendo estirado el brazo, le alcanzó la caja de Monopoly tradicional—. I’ll leave you to it —dijo, sabiendo, a partir de la conversación que habían tenido por la mañana, que ese juego no sería el único que tenía en mente—. Mientras estás en eso iré por ahí, no estorbando —sonrió y le dio un ligero beso en la sien derecha—. Quizás encuentras algún rompecabezas que podamos armar juntas. Avísame en qué caja estarás.

            La dejó a merced del área con la vasta cantidad de juegos de mesa. Entretanto, tal y como lo había expresado, fue por ahí sin estorbar a nadie, ni siquiera a sí misma. Se paseó por entre la muralla de libros, apenas repasando los lomos con la hipermetropía que no ocasionaba mayores dificultades. Se detuvo a hojear alguno que otro libro que, por algún motivo, atrapó su atención: porque le dio risa, uno sobre los peligros de la masturbación para los jóvenes entre los quince y diecisiete años; porque le dio aún más risa, un manual sobre cómo ser la esposa perfecta a través de las tareas domésticas, la espiritualidad y la devoción por los hijos y el esposo; porque no supo si reír más, un ejemplar que trataba la nueva vejez a través del aforismo “Thirties are the new twenties”, lo cual sonaban tan mal y tan tonto como “black is the new black”,porque el negro nunca dejó de ser negro y porque, ¿quién carajo quería regresar a la segunda década de ignorancia e ingenuidad?; por melancolía, uno que presentaba las mejores recetas del Mediterráneo y que le provocaba antojo de todo: un Gyro, un Döner, una porción de Baklava, Štrukli, ensalada de pulpo, y, en ese momento, se le antojó hasta la infame Taramasalata; por las ansias de crítica, una guía sobre cómo diseñar y manufacturar muebles originales y personalizados; por reírse de nuevo, uno de los volúmenes que Emma aborrecía porque era lo que citaban sus más difíciles clientes residenciales para hacerle saber que ellos, con tan solo haber hojeado los incisos de interés de entre las casi seiscientas páginas, sabían más y mejor que ella; un libro sobre los ciento dos libros que hay que leer antes de morir, entre los cuales se encontraba el más famoso e inútil de cierto novelista carioca; y se confundió ante aquella secuencia que le presentó la Biblia, al menos seis formas de leerla y tres de interpretarla, y una serie de obras de autoficción.

            —¿Algo que te interese? —preguntó Emma a su oído, provocándole un accidental sobresalto.

            —No ­—disintió—. ¿Terminaste?

            —De ocho mil piezas solamente hay uno: Giuditta I; de cinco mil piezas hay dos: un mapa de mil setecientos ocho y un atardecer en el Mediterráneo; y de tres mil hay varios: Westminster Bridge, La Guernica, un atardecer de Nueva York de los cincuenta…

            —Es Klimt contra el Mediterráneo —la interrumpió Sophia—. Muéstramelos.

***

            Daba sorbos cortos, pausados, llenos de júbilo sosegado, con la mano derecha enterrada en el bolsillo del pantalón. Contemplaba el panorama, se ocupaba en descubrir que los arquitectos y los ingenieros trazaban líneas ecuánimes y perfectas cuando bailaban, como si tuvieran la ecuación matemática para cada contoneo, giro, empujón y tirón, como si supieran los cálculos de energía, velocidad y demás. Lo encontró tan absurdo como si él se dejase llevar por las tendencias del mercado. Rio para sí mismo a ras del vaso y se humedeció los labios y la lengua con el enorme hielo bañado en whisky.

            Ella se plantó a su lado izquierdo con pies ligeros; ya le comenzaban a doler. No estaba acostumbrada a lidiar con las elevaciones, con los tacones, porque era fiel a todo tipo de calzado que la mantuviera lo más anclada a la tierra posible. Amaba los calcetines, las suelas de goma, los cordones de colores desafiantes. Sentía que flotaba, no sabía si por el alcohol que había decidido dejar de ingerir, o por las agujas de diez centímetros sobre las que caminaba, sobre las que intentaba balancearse y distribuir su peso.

            Así, lado a lado, mudos, siendo los únicos espectadores en el salón —porque Sara y Bruno sostenían una conversación sobre el Cortile del Belvedere, únicamente interesante para ellos— intercambiaron una breve mirada de reojo y una sonrisa casi cómplice. Ella, siempre menos alta que él, aún pese a las agujas de cuatro pulgadas, lograba llegar a sus sienes; sin embargo, su menudencia, a comparación de su corpulencia, la hacía ver como si la altura fuese también un factor altamente contrastante. Él de negro y piel blanca, ella de blanco y piel bronceada, ambos presenciando el éxtasis que una versión popular de ABBA podía hacer en el americano promedio y en la generación que había vivido la década de los setenta para contarla.

            —Diría que Winnie the Pooh tiene más ritmo que tu pareja de baile —le dijo Phillip.

            —Mi mamá siempre lo describió como una persona especial —se cruzó de brazos—. No sabía, hasta hoy, a qué se refería con exactitud —resopló.

            —¡Qué cosa! —Enarcó él las cejas y bebió un sorbo.

            —No soy lo que se conoce como una experta en moda, porque esto que ves aquí es una recomendación de mi mamá con el aporte de mi cuñada —se miró los pies—. Pero veo a todos los hombres aquí presentes… y todavía no me explico en dónde está la convención de gigolós.

            —Y tú, Irene, ¿cómo sabes cómo se viste un acompañante? —La miró burlescamente.

            —Por eliminación. Sé cómo se viste un caballero.

            —Sí, claro —rio.

            —¿Acaso tengo cara de alquilar cuerpos? —Frunció su ceño.

            —Cara no sé —se volvió hacia ella—. Pero tienes lo que yo llamo “la mirada Rialto” —sonrió.

            —¿Cuál es esa?

            —Es algo muy sutil, muy, muy, mu-úy sutil —le dijo y se acercó a su oído—. Miran con añoranza.

            —¿Qué? —se carcajeó Irene.

            —No soy ningún Freud, pero creería que es algo inconsciente… especialmente porque son distintos tipos. No sé, es difícil explicarlo.

            —Entreténteme. Anda.

            —Tal vez son capas de añoranza —se encogió ligeramente entre hombros—. Por ejemplo: cuando tu hermana no está con Emma, mira con otros ojos; cuando está con ella, cuando al fin está con ella, se levanta ese “velo”, si así le quieres llamar, y queda otro tipo de añoranza: el de que alguien la salude en griego, el de tener enfrente el famoso plato de Fettuccine alla panna, el de que alguien la hostigue con que, dentro de todas las mujeres que le podían gustar, le gustó la más rara. Tu mamá, por el otro lado y sin la intención de ofender a nadie, padece de la que en este preciso instante no padece porque tiene a tres personas que constituyen dos de sus añoranzas más grandes: una rubia, como ella, y otra sin cabello, y, sin embargo, le queda una que veo en mi propia esposa: lo que pudo ser y hacer, lo que podría ser y hacer, lo que quiso ser y hacer, lo que cree que quiere ser y hacer, lo que no es y no hace.

            —¿Te parece que mi mamá tiene una crisis existencial? —Frunció su ceño.

            —¿Acaso no la tenemos todos? —Sonrió reconfortantemente.

            —¿Cuál es la tuya?

            —Tener el capricho de tener un hijo, o muchos, a pesar de que todos los días me pregunto a qué clase de mundo los estaría trayendo —se sinceró—. Eso y temer arruinarlos, quebrarlos, por necedad.

            —Complicado —opinó—. Eso de las crisis existenciales deben venir con la edad.

            —La crisis comienza cuando no quieres aceptarlo —le dijo Phillip—. Se intensifica cuando lo aceptas.

            —Qué alentador —rio.

            —Desde mi punto de vista, no toda intensidad es mala —negó lentamente—. Me cuesta creer que no hicieras uso de tu plus one, me cuesta creer, aún más, que no tienes uno en lo absoluto —le dijo, Irene lo miró contrariada—. Ahí —señaló sus ojos con su dedo índice izquierdo—. Justo ahí, con eso que dije, te cambió la mirada.

            —¿Cómo no me va a cambiar si ni siquiera sé qué me estás diciendo? —rio falsamente.

            —Siempre he creído que una persona a la que extrañas no merece ser escondida, mucho menos negada. —Irene se sonrojó—. Además, eso solo se siente una vez.

            —¿Qué te ha dicho Emma? —refunfuñó.

            —Absolutamente nada —rio Phillip—. Mi éxito en los negocios y en las inversiones, y mi certeza con las asesorías que doy y las consultorías que hago, no dependen de algo tan absurdo como el azar. Nunca me he jactado de lo excelente que soy en la cama, porque eso es cuestión de gusto y de percepción, pero sí me jacto de saber exactamente qué es lo que alguien necesita, cómo lo necesita, y cuánto de eso necesita.

            —Y según tú, ¿qué es lo que necesito?

            —No es un qué, es un quién —sonrió.

            Su sonrisa se amplió más en cuanto sintió un par de brazos que se enredaban alrededor de su cintura. Posó su mano derecha sobre las suyas, las sintió frías y a pocos segundos de secarse. Alzó el vaso corto sobre su hombro y esperó a que lo tomara.

            —No, gracias —la escuchó decir mientras se escabullía por entre su brazo derecho para alinearse.

            —¿Quieres ir a bailar? —le preguntó, dedicándole una mirada de reojo.

            —No, no por ahora —disintió ligeramente.

            —¿Y tú? —Se dirigió a Irene, y, al notarla titubeante, le dijo—: ¿Acaso quieres seguir siendo víctima de Winnie the Pooh?

            —Nunca más —sacudió Irene la cabeza.

            Natasha tomó el vaso de Phillip y lo dejó llevar de la mano a la menor de las Rialto. Observó el panorama, no pudiendo evitar notar la libertad y la emoción con la que los arquitectos e ingenieros se movían al compás de la transición de ABBA a Donna Summer, porque la última nunca fallaba. Se preguntó si ella, o sus alguna-vez-compañeros-de-trabajo habrían sentido tanta emoción en una fiesta, pero no tardó en darse cuenta de que en algún momento, hacía demasiado tiempo, el gusto por tales ambientes se les había perdido entre las responsabilidades laborales. Qué mierda, se dijo, riendo, bebió los dos sorbos de whisky que quedaban en el vaso y caminó hacia donde estaban sus mejores amigas, una por esencia y la otra como extensión de la primera.

            —¡Nate! —exclamó Emma entre la risa que le había dejado la cucharada de gelato—. ¡Siéntate con nosotras!

            —Eso pretendía —rio ella, halando la silla en donde Sophia se había sentado en un principio.

            —¿Quieres? —Le ofreció la del vestido negro la cucharada que la del vestido azul sostenía entre sus dedos—. Está rico.

            —Oh, why the hell not? —Se encogió entre hombros y dejó que la rubia le aterrizara el gelato en la boca—. Sabe a perfección —suspiró.

            Emma dibujó un “I know, right?” con los labios y procedió a enterrarse en la clavícula de Sophia con una sonrisa.

            Natasha la miró complacida y enternecida, pensó en cómo le habría gustado tener un algo, no sabía qué, para inmortalizar la esencia del momento. No era la primera vez que lo veía, tampoco sería la última; sin embargo, el hecho de que Sophia reaccionara con un beso en su cabeza, le aflojó todas aquellas emociones que había sentido entrada la mañana. Antes de ceder a las hormonas que le constreñían la garganta, alzó la mano para llamar la atención de quien le tuviera misericordia más rápido.

            —¿Ustedes? —preguntó tras haber pedido una copa de champán para ella.

            —No para mí, ¿y tú? —dijo Sophia, hablándole a la mujer que parecía estar lista para dormir.

            —¿Puede ser un té frío? —Alzó una risueña mirada que, de no ser por tener la justa dosis de alcohol, habría revelado a la niña que llevaba dentro y que se tomaba la molestia de pedir permiso.

            —It can be whatever you want —resopló Natasha.

            —¿No prefieres un Martini o un vodka en las rocas? —le preguntó Sophia.

            —Mnm —disintió ligeramente—. Quiero acordarme de la monumental cogida que me vas a dar —rio contra su piel y le importó poco que sus expectativas fueran escuchadas por alguien totalmente ajeno a su vida.

            —Un té frío, por favor —sonrió Sophia ruborizada.

            —¿Negro, verde o de ruibarbo? —Inquirió el joven muchacho, disimulando lo escuchado.

            —El que sea que tenga limón —repuso la rubia y observó la corta reverencia que recibía a cambio de una orden que no había podido culminar con un por favor.

            —Eres una descarada —la increpó Natasha.

            —No es como que nadie está al tanto de las parafernalias de una boda —rio Emma.

            —No, pero tampoco es necesario que las menciones —repuso su mejor amiga—. Te faltó poco para darle detalles sobre cómo planea ponerte hasta de cabeza.

            —Se los habría dado si los supiera —bromeó.

            —Ustedes dirán cuándo se termina esto —les dijo Natasha—. Digo, después de todo, todos estamos al tanto de las parafernalias de una boda —la remedó—. Que no valga humano que las prive del placer —sonrió.

            Emma miró a Sophia de un modo que Natasha nunca le había visto y que nunca le vería de nuevo; no sabía si le preguntaba, no sabía qué le preguntaba en específico, y tampoco sabía si le comunicaba ganas o la falta de.

            Sophia se acercó a su oído y le susurró algunas palabras que le dibujaron una sonrisa, más que de anticipación, de entretenimiento.

            Aquel hombre al que Irene Papazoglakis había tachado de gigoló, y al que Phillip había comparado con Winnie the Pooh por su inhabilidad para moverse, entró al salón, todavía saboreando la amargura del evento por sobre la que el cigarrillo le había bañado la lengua. Contempló el mismo panorama que sus jueces habían contemplado hacía unos momentos, y se dijo que, por más que lo intentara, no pertenecía a aquel ambiente en el que resultaba siendo el más pretencioso y ajeno de todos. Se preguntó en qué momento el amor de su vida había accedido a hacer algo tan tradicional y trillado como una boda, pero que era al mismo tiempo tan vanguardista por haberlo hecho con una mujer; en qué momento se había inclinado por la música disco y no por la música de discoteca, como aquella que bailaban en las fiestas de la facultad de arquitectura, ¿en dónde había quedado Darude, Bob Sinclair, Tiësto y Daft Punk?; en qué momento había olvidado y superado a aquel hijo de puta de Ferrazzano; en qué momento se había sentido con tanta libertad como para dejar que la rubia se sentara en sus piernas y que le tocara la espalda con propiedad, aquel área por el que recordaba haber escuchado profanidades salir de su boca cuando había osado a tocarla. Nunca lo diría y, así como Volterra, se arrepentiría muchos años después, pero deseó que Ferrazzano hubiese sido más hijueputa, que la hubiese dañado aún más para haberla podido disfrutar él.

            Así, con las manos enterradas en los bolsillos del pantalón, supo que no pertenecía a aquel ambiente, ni a aquel lugar, que Emma nunca se rebajaría a las bromas y a las ocurrencias de hacía tantos años, y que nunca se rebajaría a alguien como él. Odió al mundo: a su papá, por ser el arquitecto, el gran arquitecto que siempre arrojaría una sombra densa sobre él, por ser el hombre que había enviado lejos a Emma, por ser el hombre que le había robado el tiempo con Emma; a su mamá, por ser la persona que le aconsejó que interpusiera distancia terminal entre ellos; a Emma, por haberse ido sin haberle dado suficiente tiempo para recopilar todas las fuerzas y todo el valor que nunca tendría, por haber dejado que Ferrazzano la dañara tanto, por haber caído en los brazos de la mujer que claramente la poseía, por haberse ido tan lejos y por haber cambiado, por haberse convertido en alguien que le gustaba aún más que antes; a Volterra, porque no había dejado que Emma regresara y porque la había hecho mejor que él; a Camilla, por no haber abortado a su primogénita; a sí mismo, por ser el pendejo más grande que conocería jamás.

            Así, con las manos enterradas en los bolsillos del pantalón, se dio la vuelta y salió tal y como había entrado la primera vez: sin que nadie lo viera, sin que nadie le preguntara nada, y dispuesto a embriagarse en el bar o en el club de entretenimiento adulto que le recomendaría el taxista de ocasión.

            —Creí que no te irías sin despedirte —le dijo Emma a su espalda, haciendo que se volviera sobre sí para encararla—. Lo prometiste —añadió, cruzándose de brazos para protegerse de la brisa que se le escurría a Central Park.

            —No sería la primera promesa que rompo —se encogió entre hombros.

            —Vaya consuelo —enarcó la ceja derecha.

            —Te la estabas pasando bien —se justificó—. Además, no es como que en realidad te importa.

            —No soy buena manteniendo amistades —suspiró.

            —Parece que tienes varias allí dentro —sonrió él.

            —Ellos me buscan cuando yo no los busco —repuso Emma—. Supongo que así es como funciona una amistad.

            —¿Qué quieres que te diga? —Negó por lo bajo—. ¿Quieres que me disculpe por no haberte buscado antes? —resopló—. ¿Tú crees que un e-mail de vez en cuando, una tarjeta para mi cumpleaños, o un like en Facebook es un reflejo de cómo me has buscado? Vine por ti, solo por ti —disintió—. Tú has estado varias veces en Roma y no me has visitado.

            —Al menos puedo decir que he hecho más que tú —resopló.

            —¿Qué quieres que te diga? —repitió—. En mi cabeza, tu invitación no era solo eso, era un llamado para que hiciera algo al respecto, porque quién, en su sano juicio, insiste de esta forma. Podrían haber pasado los años, así como sucedió, y podrías haberte casado con Del Piero sin sentirte obligada a invitarme, sin siquiera pensar en que sería un evento al que, a mí, particularmente a mí, me gustaría asistir. La crisis de pánico que tuve fue tal que ni siquiera fui capaz de ver que se trataba de una mujer y no de una versión mil veces mejor que la que te pude ofrecer, fue tal que no le dije a nadie que venía, porque, en mi cabeza, venía a llevarte de regreso a casa, a tu ciudad, a tu comida, a tu ropa, a tu idioma. Lo sé, quizás tuve una sobredosis de Shakespeare o del patetismo de alguna de las comedias delatinas que tanto te gustan, pero venía listo para oponerme, para protestar justo en el momento en el que algún decrépito abogado pronunciara las palabras del impedimento matrimoniale, robarte y qué sé yo, ser felices por siempre.

            Emma no pestañeó, apretó la mandíbula. Comenzaba a suspirar cuando una terrible carcajada la interrumpió. Luca la miró ofendido, insultado.

            —Si no hubieses venido, habría desistido para siempre. Y ese es el único “siempre” que podría haber entre tú y yo —le dijo con la resaca de su risa—. Lo patético no son las comedias griegas o latinas, sino la idea de que me crees algún tipo de damisela en peligro, o de que, de entre todas las personas, eres tú, el que menos me conoce, quien me va a salvar.

            —¿Acaso no crees que sé lo estúpido que todo esto se escucha? ¿Por qué crees que me voy?

            —¿Por qué haces lo que haces? —Se encogió Emma entre hombros—. Nunca lo supe, no lo sé, y nunca lo sabré, Luca.

            Él le sonrió con desgana, con cansancio. Se aflojó la corbata, soltó el primer botón de su camisa, se paseó las manos por el cabello hasta desordenárselo, y se inclinó sobre ella. Buscó su boca, eso fue evidente, pero supo que nunca, desde aquel beso que había querido arrebatarle hacía tantos años, sería bienvenido. Apoyó su frente contra la suya y cerró los ojos como si quisiera guardar el momento para los días que superaran la eternidad.

            Emma no temió que ultrajara sus labios, ni por su integridad ni por el respeto que le debía a la mujer que le había insistido junto a Natasha que fuera tras él; una en búsqueda de la preservación de una amistad que creía necesaria para su otra mitad, la otra para que no dejara la relación sin un cierre adecuado. Posó sus manos sobre las rígidas hombreras que le otorgaban un marco rectilíneo, suspiró, y se desvió hasta su cuello para darle una de aquellas caricias que sabía que bastarían, una de aquellas caricias que había aprendido con Ferrazzano y que nunca practicaría con Sophia —porque eso sería deshonrarla—, y dejó que sus dedos se escurrieran por sus pómulos y detrás de sus orejas.

            —Visítame algún día —le dijo él.

            Emma recibió, en su frente, un beso suave, pausado y seco, y, tras algunos segundos, lo sintió despegarse y alejarse de ella. Cuando abrió los ojos, lo avistó de espaldas, caminando en dirección a la calle. «God, I really need to pee».

***

            Escogió el atardecer del Mediterráneo por simple nostalgia, y, aunque no podía decir con certeza si se trataba de Italia, Grecia, Croacia o de la Riviera Francesa, o si se trataba de una fotografía o de una pintura realista, era un paisaje de postal; de rompecabezas. Por la compra de ése les ofrecieron un segundo, éste de mil quinientas piezas. Escogieron, conjuntamente, uno que retrataba un atardecer sobre algún canal de Venecia.

            —¿Qué tanto esperamos? —refunfuñó Sophia, ansiosa por llegar a casa para tirarse en la cama y que Emma le hiciera aquello que habían acordado.

            —Dijo que iba a la bodega a recoger el otro rompecabezas —se encogió Emma entre hombros—. No sé dónde queda la bodega.

            Sophia, intentando no ver la pila de juegos de mesa que Emma estaba por comprar, se volvió sobre sí para curiosear la columna de libros que se había ido erigiendo a un costado de la caja. Eran libros de ocio y pasatiempos que terminaban siendo demasiado caros y que eran rechazados y olvidados, socavados por algún best-seller. Había uno sobre aviones de papel, otros sobre caligrafía, jardinería, costura, cocina y fotografía.

            Emma repasó la lista mental de juegos para cerciorarse de que no tendría que regresar sino hasta que hubiesen armado ambos rompecabezas. Los tenía todos. Se apoyó en el mostrador como si fuese la persona más paciente del mundo y, en lugar de dibujarse una sonrisa falsa, decidió ver hacia donde encontraría una genuina. La observó forcejear para liberar un libro de pasta gris. No dijo nada, simplemente se limitó a contemplarla. La notó curiosa, interesada en lo que fuera que el ejemplar proponía entre las páginas que escaneaba con rapidez, como si le diera vergüenza mostrarse atraída por su contenido.

            —¿Te gusta? —le preguntó Emma en cuanto llegó a lo que creyó ser la última página que hojearía.

            —¿Qué? —Se sonrojó, cerrando el libro de golpe y colocándolo sobre la pila del que lo había sacado.

            —¿De qué trata? —sonrió.

            —De nada en especial —sacudió la cabeza rápidamente y se apoyó del mostrador junto a ella.

            —¿Te lo quieres llevar? —La miró cariñosamente, deseosa por escuchar una afirmación que le permitiera decir que ella lo pagaría.

            —¿Qué tanto llevas ahí? —La ignoró.

            —De lo que quería, lo que había —se encogió entre hombros.

            —Ilumíname —sonrió Sophia.

            —Rummikub, para las noches con los Noltenius; Ajedrez y Backgammon, para enseñarte a jugar o para jugar sola; Trivial Pursuit, para demostrar mi vasto conocimiento en cosas que no sirven para nada más que para el juego; un Poker set: baraja inglesa y fichas para apostar, para las veladas en las que quieras apostarme una moneda ficticia o tu ropa, ya sea con Blackjack, Póker, War, o lo que sea; Scrabble, porque es un must, igual que las damas y las damas chinas; Dominós; Monopoly; Uno; un Bop It, para acabar con nuestra paciencia y activar nuestra frustración; y un Jenga.

            —Sí te das cuenta de que prefieres pegarte a un libro que ponerte a jugar, ¿verdad? —resopló Sophia.

            —Para los días en los que no tenga nada bueno que leer —asintió Emma—. ¿De qué trata? —Señaló el libro con la mirada.

            Sophia rio nasalmente y se hundió en pigmentos rosas y rojos que le calentaron hasta las orejas.

            —¿Por qué no lo hojeas tú? —dijo al fin.

            —Porque prefiero que me lo digas —murmuró Emma.

            —¿Por qué? —La miró por la esquina de su ojo.

            —Porque te incomoda —rio.

            Sophia frunció su ceño, pero se relajó en cuanto la escuchó reír. No le estaba diciendo nada nuevo; eso, para ella, estaba más gastado que el Salmo 23 y que su ceja derecha por los cielos.

            —No entiendo cómo puede darte vergüenza si hace un par de horas te encontré con alma exhibicionista, tendida en la cama, torturándote el túnel carpiano —resopló Emma—. Y no te queda bien presumir de tanto pudor luego de que no dejas de insistir en comunicarme tus ganas de que te rompa el…

            —¡Es sobre fotografía de desnudos! —siseó en voz baja y entre dientes, interrumpiéndola, lanzándole una mirada de exasperación—. Es una guía —suspiró.

            —¿Sí? —Arqueó su ceja derecha.

            —Sobre el cultivo y la transformación del sex-appeal que puedes capturar con una cámara —asintió, citando, de cierto modo, algunas de las palabras que le habían quedado grabadas en la memoria.

            —¿Es curiosidad o es necesidad? —Ladeó su cabeza hacia el lado derecho.

            —Un poco de ambas, supongo —se encogió entre hombros.

            —¿Erotismo o sensualidad?

            —¿Por qué no ambas? —rio nasalmente—. Mira —dijo, alcanzando el libro para mostrárselo—. No es pornografía —sonrió.

            —¿Te interesa? —le preguntó Emma mientras pasaba las páginas con relativa indiferencia, y sintió cómo apenas asintió a su lado—. ¿Por qué?

            —Porque no es pornografía —contestó.

            —Lo deduje por el término: boudoir —repuso Emma con acento francés—. ¿Sabes qué significa? —Sophia disintió—. Nuestro amigo, el Marqués de Sade, escribió “La philosophie dans le boudoir” a finales del dieciocho. Algunos piensan que es una obra pornográfica; otros, una representación sociopolítica en forma dramática. Te presenta a Eugénie, una niña de unos quince o dieciséis años, no recuerdo bien, que es tan ignorante como ingenua en cuanto al sexo; virgen obediente de buenos modales, decente, modesta, que tiene por madre a una mujer extremadamente santurrona. No te estropearé el final, pero, básicamente trata sobre cómo sumergen a Eugénie en el hedonismo más extremo. Pero, en fin, no te aburriré más. El punto es que, en cierto momento, Madame de Saint-Ange lleva a Eugénie a su boudoir para que puedan conversar a gusto, a ese lugar en el que a nadie se le ocurrirá interrumpirlas. Se refiere a un espacio privado, propio de una mujer. Considéralo un santuario.

            —¿Nuestro closet cuenta como un boudoir? —Frunció su ceño.

            —Sí —supuso, sopesando el término ante la perspectiva—, especialmente el tocador —dijo, preguntándose si aquello no era, en realidad, la traducción literal.

            —Raras veces te he visto ahí —le dijo Sophia.

            Era cierto, habían sido muy pocas veces las que había tenido el extraño placer de contemplarla sentada a la mesa consola de la vanidad, apenas en tanga y sostén, mirándose al espejo. Muy pocas veces había sido testigo de su ritual de belleza, de la aplicación de la ridícula cantidad de maquillaje con la que se rehusaba a transformarse; sin embargo, guardaba en su memoria, como uno de sus más preciados tesoros, aquellos inmortales segundos en los que la había acosado mientras se delineaba y difuminaba los párpados con aquel crayón Guerlain para adultos, y luego tratarse las pestañas con el rizador y la mascara Lancôme; sin grumos y sin excesos, con prudencia.

            —Si te despertaras más temprano… —suspiró y calló ante la llegada del dependiente que llegaba con el segundo rompecabezas entre las manos.

            —¿Por qué no lo negociaste? —Entrecerró la mirada.

            —Eso de interrumpirte el sueño no sería honorable de mi parte —negó, sonriendo ante los bips que emitía el lector de códigos de barra.

            Sophia sonrió, más para sí que para ella. Enganchó su brazo en el suyo izquierdo y recostó su sien sobre su hombro. Observó, semipresentemente, cómo Emma fiscalizó todo el proceso: la suma mental de los precios, el cobro, la cantidad y posición exacta de cada una de las cajas dentro de las cuatro enormes bolsas plásticas que habían resultado como la más perfecta de las matemáticas: una para cada mano. Tuvo que reconocer la caballerosidad o el sexismo neutralizado de Emma, pues lo había calculado todo con anterioridad: no existía tal cosa como dejarla llevar las bolsas más livianas; el peso, aunque con un mínimo margen de error, era el justo. Odió tener que desengancharse, separarse de ella, así fuese por la corta cantidad de tiempo que les tomaría en salir a la calle y tomar el siguiente taxi que se aproximara.

            El regreso se les hizo corto, una canción de Robbie Williams, una de Keith Urban y otra de algún DJ que ninguna supo reconocer.

            Pagó con uno de los dos Jacksons que llevaba en el bolsillo —propina incluida— y, justo cuando se disponían a cruzar el vestíbulo, Józef saltó de su silla y fue en busca de las bolsas que cargaban, y, aunque Emma le dijo dos veces que no era necesario, él le acordó, con una sonrisa complaciente, que aquello era parte de su descripción laboral y que, por favor, le permitiera cumplir con sus obligaciones.

            El viaje en ascensor fue un tanto incómodo, pues, por una parte, el conserje sabía todo lo que ocurría en aquel espacio confinado —tanto entre ellas como entre el resto de inquilinos—, y el silencio fue únicamente interrumpido por un felino bostezo que Sophia falló en esconder y disimular. El propósito del segundo Jackson se concretó en el mismo fundamento premonitorio de la arquitecta: sabía que aquel hombre insistiría, independientemente si por caballerosidad, por algún tipo de sexismo o porque así lo dictaba su trabajo; fue ganancia redonda, es decir, libre de impuestos.

            —Te traje de regreso a las ocho y doce —sonrió Emma mientras caminaban por el pasillo.

            —No me he quejado —resopló Sophia, siguiéndola hacia el interior de la habitación del piano para dejar las bolsas allí y olvidarse de ellas hasta que alguna de las dos se atreviera a entrar nuevamente a dicho lugar.

            —¿Ya pensaste en cuál exfoliante quieres que use? —inquirió, mirándola por la esquina de su ojo derecho.

            —Me interesa más el fin que el medio —se encogió entre hombros—. El que esté abierto, supongo —dijo, deteniéndose de golpe bajo el umbral de la puerta del dormitorio que compartían.

            La cama, a pesar de la insistente tensión con la que había sido ordenada, delataba los vuelcos y revuelcos de hacía un par de horas. Las manchas húmedas se habían fusionado con la tela y se habían vuelto casi imperceptibles. Los juguetes, sin embargo, y si es que así se les podía llamar, habían quedado en las mismas coordenadas en las que Emma los había arrojado a ciegas.

            Sophia se sonrojó.

            —Yo los lavaré —le dijo Emma.

            —No, yo lo haré —negó lentamente—. Mientras… no sé, prepara la ducha, o lo que sea —se encogió entre hombros.

            Emma la miró consternada.

            —Si tú lo haces, me alcanzarás en la ducha —suspiró—. Probablemente no te guste la temperatura del agua, ni la cantidad, mucho menos el hecho de que no me quitarás la ropa.

            —Tú y tus golpes bajos —renegó Emma.

            —Llenos de razón —disintió, cerrando la puerta tras ella y yendo en busca del par de artefactos de placer—. No me pelees.

            —Todo tiene su orden —sacudió su cabeza y la tomó de la mano para guiarla al closet.

            Le arrebató aquello de las manos y lo colocó sobre lo que ella consideraba ser lo más cercano a un boudoir en su apartamento, haciendo de la acción algo casi tan poético como descarado.

            No lo esperó, no lo vio venir; las hormonas debieron castigarla con algún tipo de ceguera sensorial. No opuso resistencia al repentino movimiento con el que Emma la hizo aterrizar entre sus brazos y entre sus labios, ni a la osadía con la que la comenzó a besar tal y como si se tratara de un foreplay que duraría lo mismo que una tortura. Ahí, entre sus labios, empezó a cuestionar si las condiciones, aquellas que había impuesto para salir a cenar, realmente valían la pena, si realmente tenían más propósito que el de ser pisoteadas por los efectos a corto, mediano y largo plazo de un beso que era todo menos simple, rutinario, compensatorio e inocente, pues era un tanto menos que violento, justo entre benigno y agresivo; brusco, sí; castigador, a manera de regaño, de corrección, de amonestación… mas no salvaje.

            La privó de oxígeno entre la insolente y beligerante posesión de su labio inferior, entre los brazos que la apretujaron contra sí, y le quitó la ropa tal y como lo habría hecho si hubiese sabido esperar quince malditos minutos más. Pudo sentir su cólera, propia del berrinche aquileo; su indignación y su enfado, contenidos con un inconcebible control y hermetismo. Fue firme.

            Cesó el beso abruptamente, la dejó esperando, no supo si más de lo mismo o simplemente mayor intensidad. La miró a los ojos de tal modo que su primer instinto fue rehuirle, mas no por miedo o arrepentimiento, sino porque supo que la torturaría, que le abrumaría los sentidos hasta llevarla al borde de una súplica. Le sacó la camiseta sin quitarle los ojos a los suyos de encima, dejándola así únicamente en el sostén que desabrochó con la perversión que se puede encontrar únicamente en la violencia y en la parsimonia. La contempló al fin desnuda, cínica e incisivamente, como si estuviese a punto de mandar al carajo lo que habían acordado para saciar su gula de ella, pero aquello, igual que interrumpirle el sueño, sería faltar a sus principios de honor y palabra… aunque valiera poco en esos dorados tiempos.

            Con el dorso de su índice derecho recorrió desde su vientre hasta su ombligo, en donde trazó un garabato que se convirtió en una caricia de palma completa que se deslizó por su costado izquierdo hasta ahuecarle el seno siniestro, y, justo cuando la rubia se sacudió en un ligero escalofrío que le erizó la piel, regresó la mirada a la suya y gruñó su deseo sexual mientras le sonreía con aparente displicencia. Ordenó el rebelde flequillo tras su oreja.

            —A sight for sore eyes… —suspiró Emma como si no pretendiese que aquello saliera de su boca, haciendo que la rubia se sonrojara irremediablemente—. Si bajo, abajo me quedo —le dijo, recomponiéndose mental y físicamente—. Quítate todo eso —señaló sus pies.

            Sophia calló la criticona voz de su tía Dilara, aquella que siempre le acordaría que era una sumisa por excelencia, e hizo justo lo que Emma le había exhortado, con inflexión de por favor, a pesar de que su primer instinto fue decirle que mandara todo al carajo, que sus condiciones eran tan tontas que ya ni ella quería respetarlas, que bajara, que la hiciera tomar asiento en el diván que estaba a dos pasos o en alguna de las sillas frente al tocador, que se arrodillara y que se nutriera el alma y se inflara el Ego con la posesión que ejercería sobre ella. Sin embargo, quizás por la misma aceleración cardiaca que le provocaba la anticipación, no fue capaz de exteriorizar su antojo.

            —¿Ahora qué? —le preguntó Sophia.

            —Desvísteme —sonrió complacientemente.

            —¿Cómo? —susurró.

            —Como quieras —rio nasalmente mientras se encogía entre hombros.

            Habría preferido una camisa formal, una de botones para tomarse el tiempo de soltar todos y cada uno de ellos, porque ése era un estilo de camisa que le iba mejor a una intención de beso ininterrumpido, pero, si la besaba, contaría como plagio. Deslizó la chaqueta hacia afuera, dejándose experimentar cierta dosis de placer al hacerla caer al suelo y no tener que agacharse para recogerla y colgarla inmediatamente de algún gancho. La disyuntiva se le presentó en el siguiente paso, en la siguiente prenda que debía remover: «shirt or jeans, that is the question», y fue por sentido de autopreservación que se decidió por la segunda opción. Soltó la hebilla del cinturón, desabrochó el botón del jeans y, como por economía, lo bajó, llevándose de encuentro la presumible tanga negra. Ella, a diferencia de la arquitecta, sí se agachó y le quitó los zapatos y los calcetines; sabía perfectamente bien que ella no cedería a que permaneciese de rodillas para propiciarle algún o todo tipo de placer, y se flageló por no haberlo negociado. Ella no se atrevió a pasear sus manos por su piel, no quería perder la poca cordura que le quedaba en un trayecto que podía posponer algunos minutos, quizá una hora, y cuyo aplazamiento podía ser de gran beneficio, en términos de vehemencia, para las dos. Apenas se armó de valor para escurrirse entre lo ligeramente holgado de su camisa y su espalda para liberar las ganzúas de un sostén que no tenía intenciones de ver, y las sacó deprisa para retirarlo junto con la camisa.

            —Deja eso —murmuró Emma, haciendo que Sophia soltara la camisa de entre sus manos.

            —¿Qué me vas a hacer? —balbuceó, no sabiendo explicarse el porqué.

            —Lo que me dijiste que te hiciera —sonrió—. ¿O es que se te ha antojado otra cosa?

            —No —contestó rápidamente y a pesar de que la realidad de su respuesta era todo lo contrario.

            —¿Aunque? —resopló, pues sabía muy bien cuando su otra mitad titubeaba o enmascaraba sus enunciados.

            —There’s something really wrong with me —suspiró.

            —¿Por qué lo dices? —rio nasalmente y se acercó a ella hasta invadirle su espacio íntimo—. Creo haberte dicho que podías hablar libremente —dijo a ras de sus labios.

            —No se trata de decir algo —repuso Sophia y llevó sus manos a las copas C de ipso facto.

            Flamígeros, abrasadores y tersos y pesados. «So fucking hot!», se relamió mientras los apretujaba. Emma le clavó la mirada en la suya, aquello le pareció tan corriente que no mereció ni un vistazo condescendiente. Ella simplemente le sonrió en respuesta, le daba igual lo que pensara o dejara de pensar sobre lo que hacían sus manos.

            —Mientras más tiempo te tomes… —susurró Emma lascivamente.

            —Ducha. Tú. Ya —asintió, concediéndole razón.

            Se volvió sobre sí pese a la sed de profanar el closet como aquella vez en la que habían hecho trizas una que otra repisa, tomó los juguetes y se encaminó hacia el baño, y, contrario a lo que esperaba, sintió la persecución de la arquitecta a la corta distancia de un paso o menos.

            Se encontraron lado a lado, Sophia a la derecha y Emma a la izquierda. Se sonrieron, una con ansiedad y la otra con picardía, y, mientras la primera lavaba los artefactos con agua tibia, un cepillo de cerdas suaves y la espuma antibacterial que mantenían para situaciones como esas, la segunda se lavaba los dientes.

            Sophia la siguió con la mirada a través del espejo y, en lugar de incomodarse, le pareció gracioso el hecho de que la arquitecta tuviera necesidades tan básicas como evacuar la vejiga. Supo, en ese preciso instante, que eso de demasiada confianza resultaba grato y que habían dado un paso más hacia un compañerismo sin precedentes. Se cepillaba los dientes cuando Emma desapareció en la ducha, y, aunque quiso ir tras ella para ahorrarse el tiempo y las acciones que se interponían entre ese momento y el que parecía anhelar como si no hubiese tenido ya una catarsis, supo que debía llenar el dispensador con el jabón de aroma correcto.

            Se tardó tres minutos, lo suficiente como para que Emma ya hubiese encontrado la mezcla justa y perfecta entre la temperatura, el flujo y la presión del agua, y como para encontrársela con una capa de espuma débil que dejaba el estropajo sobre las porciones de piel sobre las cuales lo paseaba sin ceremonia ni decoro, sino más bien como un acto básico, adusto e intrascendente.

            Pensó dos veces en qué haría, porque, por alguna razón, le pareció que hacer que la segunda condición entrara en vigor era abusar de lo abrupto, mas se dijo una y otra vez que era impotente frente a su obsesión con las pecas que plagaban la espalda que Emma restregaba sin menos ni más.

            Emma se percató de su presencia en cuanto sintió una ligera corriente de aire, que no por frío, se escabulló entre los vidrios y las paredes. La miró por encima de su hombro izquierdo, ojos flemáticos y sin rastro de una sonrisa o de algún puchero que delatara la desgana que cualquiera podría haber intuido.

            Se acercó con la cautela que se le debía solo a las fieras y a las bombas nucleares, Emma no se opuso a la distancia que lentamente acortaba, y, aunque no expresó una invitación verbal, le ofreció el estropajo.

            Emma suspiró, fallando en distraerse de ese segundo en el que Sophia le rascaría la espalda con la luffa que había tomado de su mano, y, mientras la rubia lo hacía delicada aunque concupiscentemente, pensó en cómo faltaba música, porque no había ducha sin música; no para ella, pero las duchas compartidas eran distintas a las que tomaba por las mañanas y no necesariamente por ser estas últimas a solas, sino porque el día adquiría propósito de manera progresiva: primero, despertarse al lado de un cuerpo ajeno al cual, aunque no se hubiese movido en lo absoluto, se le alborotaba la rubia melena; segundo, encontrar la pericia y el cuidado con el que le daba el primer beso del día, cuya reacción era siempre un suspiro y un intento de articulación que era sesgado por la modorra; tercero, sentir las baldosas del baño , frías y sólidas, bajo sus pies; cuarto, la desintoxicación renal; quinto, la música que amenizaría sus quince minutos de afusión a punto de ebullición —como hoy por la mañana, un triduo de Nina Simone—; sexto, el desayuno; y así hasta llegar al momento en el que posaba su cabeza nuevamente en la almohada. Se le antojaba tararear:

Keep trying for you

Keep crying for you

Keep flying for you

Keep falling for you, I’m falling

I’m falling

            Aquí, tal y como a Emma se le presentó en cuanto la había encontrado hacía tantas horas, Sophia supo que su futuro más cercano era digno de ser considerado mediante todas las variantes posibles, las habidas y las por haber. Mientras le restregaba las pecas de los hombros y la espalda alta, se planteó los siguientes escenarios:

1. Si la volteaba para que la encarase, podía estregarle el pecho y valerse de cualquier excusa para pasearle las manos por el torso;

            A. podía detenerse ahí, con tan solo eso;

                        m) y podía proseguir con la exfoliación y el masaje que habían acordado, o bien;

            B. podía mandarlo todo al carajo, lo cual presentaba tres opciones:

                        3. podía arrinconarla contra la pared, o bien;

                        4. podía deslizar su mano entre sus piernas, con o sin excusa de algo, o bien;

                        5. podía referirse a lo que se ha presentado anteriormente (cf. §1,A,m).

            Mas ambos apartados (1 y 2) contaban con tres proyecciones posibles:

                        a) podía hacer que se corriera;

                        b) podía no dejar que se corriera, algo propio del arte del orgasm denial que sabía que le gustaría, o bien;

                        c) podía simple y sencillamente limitarse a besarla.

            Dichas proyecciones permitían únicamente dos opciones (quizá dos y media):

                        m) (cf. §1,A,m);

                        n) proseguir con la exfoliación, mas no con el masaje, puesto que implicaba regresar (cf. §1,A) y seguir con d);

                        d) podía sacarla de la ducha.

            O bien, podía irse por la segunda opción que ofrecía su dilema inicial.

                        2. Podía no voltearla, podía abstenerse a restregarle el pecho, mas esto solo llevaría a C;

            C. podía tomarla por la espalda, honrando así la condición número dos; sin embargo, esta llevaba a los mismos componentes que B (cf. §1, B; 1 y 2), y a un tercer componente que remitía directamente a lo que se ha planteado como m, n y d. ¿El fin? Tutte le strade portano a Roma, es decir: todos los caminos conducen a la cama (x).

            Le enjuagaba la espalda cuando se planteó las seis ecuaciones:

            1. x= 2C+4bm

            2. x=(1)(B)+3cnB+5d

            3. x=(1)(B)+4a+m

            4. x=2+4b+n+Am

            5. x=2C+4b+d

            6. x=2C+4c+d

            Escogió la quinta. Le importó poco si su ecuación era poco o nada representativa, si su lógica no se presentaba con ecuaciones simples, o si, en lugar de x, debía tratarse de f(x), o bien, de una derivada, una integral, un cálculo diferencial o algún caso de factorización; todo eso le daba exactamente lo mismo; sin embargo, el método era el adecuado para llevarlo a cabo con una persona que se amparaba a las ciencias exactas aun cuando no parecían tener mayor aplicabilidad con aquello que no lo era. Sabía que una cosa llevaba a la otra, que implicaba la siguiente.

            Envolvió sus hombros con sus manos y se aferró a ellos mientras le trazaba una hilera de besos que no llegaba a dar, de besos que, más que una caricia, terminaban siendo la impotencia de mantener la neurastenia carnal bajo control. Apenas supo clavarle los dientes en el hombro derecho, y de ahí todo le resultó más fácil: sus manos se escurrieron por su cintura hasta aprisionarla, de modo que sus brazos se transformaron en la camisa de fuerza de mayor concupiscencia; se abrió camino con los besos que se había proyectado en un principio hasta llegar al axis, en donde brevemente se detuvo para fingir un mordisco que le erizaría la piel, y luego continuó hasta aquel lunar en su hombro izquierdo, ese que se camuflaba entre las pecas.

            Apretó la mandíbula tan fuerte que se le marcaron los cóndilos y su respuesta fue tan autónoma que no supo cómo refrenarse. Su mano derecha fue al encuentro de la nuca de la mujer que la besaba y la presionó contra sí hasta que sus dientes se clavaron nuevamente en ella, esta vez con mayor vehemencia, esta vez en ese punto en el que se fundía su cuello y su trapecio derecho. Gruñó, y gruñó de nuevo en cuanto Sophia apretujó sus senos con firmeza. Lo sintió justo en el límite en el que coincidían lo doloroso y lo placentero. Las hormonas se le alborotaron. Colocó sus manos sobre las suyas y le sugirió una lasciva repetición, incluso le insinuó que acortara la distancia entre su espalda y su pecho; que honrara la cláusula como se debía, porque para eso se había traído a colación y porque para eso había accedido, incluso pese a toda reticencia que viniera al caso.

            Supo, por la manera en la que la Sophia le respiraba en la nuca, que aquella sucesión de acciones había sido concebida metódica y racionalmente, casi como lo que se conoce to a T, aunque dejando un minúsculo margen de “error” que servía para que se acomodara a lo que pasaba y a lo que ignoraba que estaba por pasar. La sintió en su cuello, justo en ese punto que había mordisqueado hacían algunos segundos, y decidió, a ojos cerrados, averiguar hacia dónde la llevaría. Ahora era ella quien estaba a la expectativa.

            Su diestra no padeció de la redundancia de la que Emma acusaba a su razón, al menos no en el sentido del tiempo, pues se deslizó por su abdomen hasta ahuecar aquella delta con cuatro de sus cinco dedos. Disimuló la sonrisa que le provocó el hecho de que la arquitecta dejara caer su cabeza hasta hacerla reposar sobre su hombro, porque eso significaba que, más que poder continuar, debía hacerlo. Tenazmente, se adueñó de su zona pélvica con aquel dedo que sobraba y que ejercía presión en algún punto perpendicular de su fosa iliaca, la trajo hacia sí, obligando a que su postura se adecuara a la suya, de modo que aquella sentadera ajena, de la que mentalmente tanto se pavoneaba, encajara con la concavidad de su pelvis. Si con eso se había referido a “quiero poder tomarte por la espalda”, lo consentiría sin mayor titubeo, quizás hasta sería capaz de alentarlo.

            Las piernas de Emma cedieron, mas no se abrieron de par en par, en cuanto escurrió su dedo más largo entre su más íntimo resquicio. La sintió constreñirse de cuerpo entero, tensarse, y su reflejo fue el mismo que el de la mano que mantenía anclada a la suya, a la que se aferraba a su seno derecho; ahora parecía resguardar su diestra con su siniestra, o quizás solo era el manifiesto de las no-ganas de abandono o desistimiento.

            —I love it when you get so fucking wet —susurró entre dientes justo antes de tirar de las susceptibilidades de su cuello con los dientes.

            Emma nunca lo diría, al menos no en un estado en el que la ebriedad erótica superara la sobriedad etílica, pero esas nueve palabras serían las que colocaría en lo más alto del altar de las cosas más sensuales que le dijo y le diría jamás. Se tomó un segundo que fue capaz de estirar como los impuntuales la noción del tiempo: se dijo que la prudencia, la moderación, el decoro y la potestad se habían ido al carajo hacía diez horas; que había puesto su soberanía en manos de la rubia hacía demasiado tiempo, tanto que ya ni era capaz de recordarlo; que aquella urgencia, aquella necesidad que tenía de ella, la miseria silenciosa que su propia supresión no dejaba que fuese proferida con desvergüenza y honestidad, era más fuerte que la miseria y que el silencio per se; que todo esto, aquello y el resto, además de revelar la naturaleza de la libido humana con la que Sigmund tanto se había obsesionado y la compostura que sugería el epicureísmo bajo el que se regía su hedonismo, dejaba en evidencia la falta de dominio que tenía sobre sí misma y que, sin embargo, hoy podía achacárselo al declive de estrógeno y progesterona. Se dijo que su silencio, frente a su entrega y dejadez, era más grande que si por fin decidía confesar sus más grandes y urgentes necesidades emocionales y sexuales a su plenipotenciara.

            Se mordió la lengua para no restarle fuerza a su silencio, para no arruinar el momento con un gesto aparentemente egocentrista, porque lo aceptaba tal y como lo había aceptado en secreto: Sophia le había ganado la guerra psicológica de su propia sexualidad y ejercía un dominio verdadero y sin dimensiones que triunfaba sobre la idealización de las posesiones que las que ella ejercía sobre la rubia. Gimió, más para sí que para el deleite auditivo de la mujer que se lo había provocado, pues la intención era que se diera cuenta de que no haría nada por complacerla porque sí, sino porque se lo había ganado.

            Sophia perdió los escrúpulos, mas no el respeto, y se las arregló para, entre el tortuoso apremio de su clítoris, ofrecerle una presión que nacía en la reducción de su espacio. La arrinconó contra la pared lateral y no se permitió perder su espalda. La abandonó, pese a la insistencia de su piel y al suspiro de su frustración, con el único motivo de recrear aquello que su subconsciente decidió acordarle en ese momento. Evocó el mes de febrero del año anterior, ya no recordaba la fecha con exactitud, pues no sabía si había sido el ocho o el nueve por la hora exacta y porque el recuerdo en sí era impreciso debido a la ingesta de alcohol con el que habían celebrado el trigésimo primer cumpleaños de Phillip, pero tenía claros esos efímeros segundos en los que, mientras esperaba a que Emma abriera la puerta de la entrada, había levantado su vestido y había recogido el de ella, la había tomado por la cadera y había dejado que su pubis fuera al encuentro de su trasero. Recordaba haberlo disfrutado tanto como Emma, pues, si la memoria no le fallaba, había expresado el espontáneo deseo que le hiciera eso toda la noche.

            Envolvió su cadera con ambas manos mientras dejaba que su mirada viajara a lo largo de su espina dorsal. Sonrió ante las múltiples gotas que se adherían a la piel de su retaguardia y las que se deslizaban de ambas convexidades. Lo hizo una tan sola vez, de tal modo que Emma buscó aferrarse de la pared, porque, dentro de los grados de yugo y opresión que se permitía, era imperativo que su rostro quedara siempre a distancia —por muy minúscula que fuera— de cualquier superficie; era su manera de manifestar su oposición. Se le antojó una nalgada, una de aquellas que la tomaban por sorpresa y que terminaban en una feroz y famélica compresión del glúteo, pero supo contenerse las ganas, supo canalizarlas de modo que la fusionó aún más con su pelvis, la tomó con firmeza, como lo había hecho hacía algunos segundos, y reanudó el asedio clitoriano. La tocó como recordaba haberse tocado horas atrás, con la misma parsimonia y burla sobre sí misma, y, mientras lo hacía, se dedicó a perder la cordura entre el manjar de efélides.

            Odiaba que la hiciera gemir así, especialmente dentro de los ecos de la ducha, porque evidenciaba la impotencia que tenía ante lo que sabían hacer sus dedos medio y anular en ella, porque no podía pensar si simulaba un movimiento pélvico contra su trasero, pues le evocaba todo eso que iba en contra de su aparente naturaleza dominante. Su Ego, magnánimo y arrogante por igual, la hizo recurrir a las útiles respiraciones que había aprendido en el yoga para que practicase la asfixia sin llevarse las manos al cuello. Eran respiraciones profundas que involucraban el diafragma y el estómago por igual: cuatro segundos de inhalación, cinco de retención y tres de exhalación. La pared fue testigo de cómo el rostro y el pecho se le colorearon de rojo debido al esfuerzo y a la dedicación respiratoria.

            Sophia la escuchó gruñir. Supo que era el último gruñido en el repertorio de la arquitecta: el de frustración, el de optar por no decir nada, el de deseo gastronómico, el de deseo sexual, el de excitación sexual, el de frustración sexual y el del orgasmo inevitable. Su clítoris se sentía rígido, tanto que apenas cedía ante las manipulaciones al que lo intentaba someter, sus labios menores tensos y sus mayores inflamados, y sus dedos se habían ungido en sus propias causas y consecuencias. De un momento a otro, notó cómo sus pies buscaron mayor soporte sobre el suelo y cómo sus omóplatos se marcaron debido al encrespamiento de su espina dorsal, y escuchó el brutal esfuerzo con el que buscaba comprimir y retener una inhalación de mayor duración. Dejó de frotarla. Escuchó un gruñido número seis al que le sucedió una risita de diversión y conformidad. Le susurró la palabra clave y dejó que se volviera sobre sí para que la encarase.

            Su primer instinto fue agradecerle el gesto de comprensión, pues no supo si habría aguantado mucho más cediendo su dorso como si lo disfrutara tanto como lo que le había hecho con los dedos, pero fue interrumpida en toda obra e intención. Fue tomada por las piernas, alzada y cargada a horcajadas a la altura de su cadera, prensada contra las baldosas y atacada sin clemencia alguna. Le robó el aliento y la razón en menos de un segundo, ni siquiera pudo luchar por el derecho fundamental de su labio inferior, y no le quedó más remedio que rendirse ante las engañosas arremetidas que debían producir un efecto igual o similar de lo que había hecho algunos segundos atrás. De un momento a otro, así como parecía hacerlo todo —arrebatada pero calculadamente— la dejó esperando el cortejo de sus dientes y la seducción de su lengua, así como también las soberbias embestidas.

            La miró fijamente y le sonrió al par de ojos verdes que delataban las ansias de un segundo ataque. Dejó que le trazara la caricia de siempre, una que no sabía si nacía de la contemplación estética o de la ternura, y se dejó ahuecar brevemente la mejilla izquierda.

            —Put me down —murmuró Emma con el tono firme de la poca compostura que le quedaba.

            La dejó caer con la delicadeza que no caracterizaba a su fórmula matemática; sin embargo, antes de que Emma pudiera siquiera pensar en tomar las riendas de la situación y sacar una maldita función derivada de su elemental ecuación, la encarceló entre sus brazos y hundió los labios entre las Cs para besar aquel maldito lunar que sublimaba al escote de la arquitecta. La escuchó ronronear y expulsar una risa nasal de satisfacción mientras amenazaba su existencia con privarla de oxígeno con sus senos. Logró escaparse, más que por la falta de aire, por la determinación de devorar sus pezones.

            Pocas cosas hacían a Emma verdaderamente feliz, y la boca de Sophia era quizás la que más y mejor lo hacía; era la que había sido diseñada para saciar sus antojos y caprichos. Se abandonó a las succiones que mimetizaban el trato que le daba a su labio inferior cuando ganaba, a las caricias de su lengua y a los mordiscos que servían únicamente para tirar de sus areolas hasta hacerle creer que estaba a punto de llevarse sus pezones consigo, y del mismo modo se abandonó al par de dedos que la victimizarían con la cruel promesa de no concederle la respectiva apoteosis fisiológica.

            Cesó el frote del mismo modo, abrupto, y lo coronó con una sofocante succión en su pezón izquierdo que la hizo sollozar. Tragó la poca saliva que le quedaba e intentó recuperar el aliento que se le escapaba pese a su intento de mantenerlo bajo control. La miró de nuevo y no supo qué seguía: ¿iba a seguir jugando con ella y con los sentimientos de su fábrica de placer, o iba a pedirle que hiciera aquello que habían acordado hacer en la ducha?

            Con expresión de no padecer de ninguna perturbación, se llevó los dedos a los labios y los succionó a sabiendas de que Emma la miraba penetrantemente, y le sonrió como pudo, mas Emma solo supo apretar la quijada.

            —No entiendo si no me dices —le dijo Sophia, pero Emma no pareció inmutarse—. Tienes que decirme si quieres probarte.

            Emma tampoco reaccionó ante lo dicho. Alzó su mano derecha y, contrario a lo que ella esperaba, posó las yemas de sus dedos sobre sus labios. Quiso preguntarle si quería que callara, pero le quedó claro que Emma no pretendía silenciarla, que solo buscaba acariciarle las minúsculas cisuras.

            —Solo lo diré una vez, esta vez —susurró Emma para Sophia, deslizando sus dedos hacia abajo para despegar su labio inferior del superior—. Tienes una boca tan… eficaz —dibujó una ligera sonrisa que se tiró de su comisura derecha—, y bonita, sí… pero tan malditamente eficaz —rio nasalmente.

            —¿Gracias? —balbuceó Sophia.

             Emma negó lenta y macabramente con la cabeza y devolvió sus dedos a sus labios. Los presionó, provocando una mirada celeste que pedía una disculpa por haberla interrumpido, pues no había pretendido halagarla, no con eso, sino con lo que dijo luego:

            —Quiero correrme en ella —le dijo con la ceja derecha por lo alto—. Quiero correrme en tu boca. —Sophia hizo cortocircuito—. Y quiero hacerlo ya —dijo, acercándose a su rostro para darle un beso adverso e impropio de lo que decía; suave, moroso y cordial.

***

            No le gustaba ir al baño, no por algo tan tonto como alguna noción freudiana, sino porque, en su estado, hacerle una visita al excusado era darle rienda suelta a que sus riñones secretaran cantidades industriales de las pócimas que en ese preciso instante maldecía con los nombres de los componentes etílicos que había ingerido en las últimas tres horas.

            Se quedó ahí, sentada, reposando los codos en sus rodillas para cargar con su cabeza mientras se masajeaba la nuca. Pensaba en las canciones de Prince que más le gustaban, incluso vocalizó let’s look for the purple banana y sonrió. Descargó una segunda vez. Pensó en por qué diantres había un descorchador en las navajas Victorinox, como si el inexistente ejército suizo precisara de una copa en plena guerra; por qué carajo Sabrina tenía un gato llamado Salem, lo cual era tan enfermo como que un ucraniano llamara a su gato Holodomor; o qué tan grandes debían ser las pelotas de Luca como para decirle que lo visitara. «Screw him», suspiró mientras descargaba una tercera vez. Miró sus stilettos y reflexionó cómo sería aquello de conservar el vestido de novia, ¿sería, en su caso, conservar los Lipsinka? Se preguntó si Sara había conservado el Yves Saint Laurent con el que se había casado o si había celebrado el divorcio con las cenizas del mismo. Se dio cuenta de que no tenía sentido, de que ni sus stilettos ni su vestido estaban destinados a ser herencia, porque las hijas hipotéticas de Natasha tendrían un intemporal Vera Wang y los Manolos azules que Mike Wilkinson había profanado en el rito nupcial de los Cullen, porque las hijas hipotéticas de Laura tendrían que conseguirlo todo, porque las plumas que vestía esa noche eran tan negras como especiales, porque las agujas metálicas sobre las que caminaba no eran nada sino dignas de una dominatriz corporativa. Rio, soltó una carcajada tan sabrosa que se vio obligada a evacuar una cuarta vez, y terminó llorando.

            Pensó en lo que Franco habría pensado si hubiese tenido los cojones del mismo tamaño de los de Luca, si le hubiese dicho que había decidido, por gusto y gana, que pasaría el resto de sus décadas al lado de una mujer, que se dedicaría a complacerla y a cumplirle sus más arrebatados sueños y sus más dementes fantasías: solfearía canciones populares, en piano, de Drake, Jamiroquai y Justin Timberlake; comería Döners y Shawarmas de la calle; dejaría que interrumpiera las lecturas y relecturas de sus novelas policiacas, las sesiones de Rossini y Mozart, sus películas favoritas y la obligación esporádica de mantener cierta salud sobre la banda sin fin; permitiría que comiera de su plato y de su mismo tenedor, que bebiera de su mismo vaso y de su misma copa. No estaría feliz, quizá nunca lo habría estado, porque se había encargado de criarla para que aceptara a un hombre que fuera como él como si se tratara del más ortodoxo complejo de Electra, que se encargara de ponerla en un pedestal, que dejara de vivir su propia vida para vivirla a través de ella. Se imaginó la sulfúrica mirada que le habría lanzado, se limpió las dos lágrimas que había derramado, aflojó el nudo de su garganta, y le comunicó que no se aguantaba las ganas por cogerse a Sophia y por dejar que ella se la cogiera, en cada superficie y recoveco de aquella atesorada propiedad que había heredado a orillas del Lago Como.

            Descargó una última vez, calculó sesenta centímetros de papel, se limpió con la ligereza de los actos rutinarios, se deshizo del papel, se puso de pie mientras hacía llegar la tanga negra a su cadera, respiró profundamente y dejó que el agua se fuera por su cuenta. Tiró de la manija de la puerta, se miró a los ojos a través del enorme espejo que había por pared. Gruñó, pues era principio básico, de conocimiento de principiantes, reservar los espejos para el área de los lavamanos y de las secciones en las que se podían costear los de cuerpo entero. Se restregó las manos por ciento setenta y ocho segundos, lo que duraba I Would Die 4 U, porque la cantó y la bailó, no como Prince, pero la bailó. Se enjuagó las manos, las secó con la cantidad automática que salía del dispensador electrónico, arrojó la bola húmeda de papel al cesto y salió con las malditas ganas de regresar al trono para evacuar de nuevo, pero se resistió como la fiel delegada de la fase anal freudiana que era.

            Entró al salón justo cuando comenzaban a cantar el éxito de Candi Staton y se le alegraron las tripas. Se encontró con la mirada de Sara. Le ofreció una sonrisa compungida a la que intentó restarle importancia con un encogimiento entre hombros. Rehuyó los ojos de su mamá y se dirigió hacia donde Natasha y Sophia compartían una carcajada.

            —Took you long enough —la molestó Natasha.

            —Had to pee like fifty times —se encogió Emma entre hombros.

            —¿Todo bien? —inquirió Sophia mientras se incorporaba para que Emma pudiera tomar asiento y ella en Emma.

            —Estupendamente —suspiró, dejándose caer en la silla para recibir a Sophia sobre su regazo.

            Enterró su rostro en el costado de la rubia, obligándola a envolverla en un abrazo incidental.

            —Los bailes en grupo, en círculo, son lo más parecido a una orgía —comentó Thomas a manera de saludo y de disculpa por estar interrumpiendo lo que parecía ser un momento privado—. No que yo sepa cómo es una.

            Emma lo miró por la esquina de su ojo derecho y se volvió a esconder en el chifón que Elie Saab había drapeado sobre la clavícula de Sophia.

            Natasha le ofreció su mano para que le entregara la corbata con la que tanto había luchado por quitarse.

            —¿Te duelen los pies? —le preguntó a Natasha.

            —¿Te sudan las manos? —resopló ella, pues qué clase de pregunta era esa.

            —De todo lo que puede sudarme, las manos no lo hacen —sonrió Thomas.

            —Y, de todo lo que puede dolerme, mis pies no lo hacen —repuso Natasha.

            —¿Bailas conmigo? —le alcanzó la mano.

            —Tú como que no tuvieras vida social suficiente, Tommy —enrolló ella los ojos.

            —Baila conmigo. Te pondré el mundo de cabeza.

            Natasha negó por lo bajo con una sonrisa divertida mientras terminaba de enrollar la corbata, vació la copa de champán entre sus labios y dejó que Thomas la arrastrara a la pista.

            —¿Veremos a tu amigo en diciembre? —preguntó Sophia sin mayor interés.

            —“Amigo” es una palabra muy fuerte —alzó Emma la mirada—. Y no, no creo que lo veamos.

            —¿Lo verás tú?

            —Ni obligada —disintió, estirando su brazo para alcanzar el vaso con té frío que habían dejado para ella—. ¿Qué quieres?

            —¿Qué quiero de qué, Em?

            —De lo que sea. ¿Tienes todo lo que quieres? ¿Tienes todo lo que necesitas?

            —Tengo una duda —se encogió entre hombros—. ¿Me vas a coger hoy?

            Emma rio y miró su reloj.

            —No creo —le dijo—. Así como van las cosas será a tempranas horas de la madrugada del día de mañana —sonrió.

            —No me refería a eso —intentó no perder los estribos—. ¿Me vas a coger-coger?

            —La paciencia es una virtud, un rasgo de personalidad madura —contestó Emma.

            —Y el sexo es un vicio.

            —Amén —sonrió y la apretujó entre sus brazos.

            —Respóndeme, ¿quieres?

            —Tengo algo distinto que ofrecerte —disintió—. Además, estuviste de acuerdo en que lo haría cuando a mí se me antoje.

            —La pregunta subliminal era si tenías ganas —rio.

            —Siempre —dijo en un tono tan indiferente que supo matarla—. Pero hoy tengo algo distinto que ofrecerte.

***

            Cayó de golpe en la cama, soltando un gruñido salvaje porque, aunque se lo había pedido, probablemente nunca se acostumbraría a ese tipo de bestialidades; Emma la había tomado por la cintura y la había alzado, la había arrojado por el aire hasta que aterrizó desplomada sobre las almohadas. Se le embotó todo tipo de motricidad, pues fue incapaz de moverse cuando la vio trepar la cama con tajante agilidad, cuando se colocó a horcajadas a la altura de su pecho y la miró penetrante e impasiblemente a los ojos mientras le mostraba la osadía con la que apenas acariciaba su clítoris. Notó cierta renuencia, como si en ese preciso instante su aparato psíquico hubiese entrado en un conflicto de índole apocalíptico. La observó cerrar los ojos y respirar profundamente, en tres segundos meditar dialécticamente lo que habría durado una vida entera, volver en sí con una mirada que claramente reflejaba su id.

            «Tutte le strade portano a Roma», se dijo a medida que contemplaba la entrepierna de Emma desde una perspectiva pocas veces experimentada. Acomodó sus brazos alrededor de sus muslos y tiró de ellos para obligarla a aterrizar sobre aquello que quería profanar, y al mismo tiempo santificar, sin igual apostasía. Jadeó al contacto de sus labios mayores, pues su linfa se deslizó sobre su lengua y hacia su garganta, y, aunque la arquitecta logró contener su disnea, proclamó suyo el hecho de que su cuerpo se tensara de tal manera que opusiera cierta resistencia. Tiró nuevamente de ella hasta que dos tercios de su peso dominaran y aprisionaran sus labios. Tragó tres veces antes de poder respirar por la nariz y reestablecer un anhelado contacto visual que sabía que le provocaría un pequeño orgasmo psicológico con el cual podría enfrentarse a los vaivenes que Emma dictaminara necesarios.

            El par de ojos verdes le sonrieron, desde arriba, con un pintarrajo de incomodidad, como si estuviese a punto de retractarse y de pedirle una enorme disculpa que no nacía en la retracción misma, sino en el hecho de haberla subyugado de esa manera. Le acarició la cabeza de tal modo que sus dedos se deslizaron por su sien, como siempre lo hacía, y, en vista de que no podía peinar su flequillo tras su oreja, desistió, enterrando sus dedos entre la melena que con el paso del tiempo se había aflojado y alborotado. Despegó los labios, y, si alguien le hubiese preguntado, habría jurado por Hera que estaba por vomitar apples.

            —As I said, a sight for sore eyes —susurró mientras le acariciaba el cabello—. You’ve never looked as good as you do right now between my legs —sonrió y, tomándola delicadamente por la cabeza, la fundió con su sexo para que recibiera el primer corto y pausado vaivén.

            A Sophia ni siquiera le dio tiempo para terminar el regodeo mental que incluía un «what an Ego!», y alguna nota mental sobre su narcisismo y arrogancia, porque era un cumplido tan retorcido que había sonado tan erótico y sensual como cuando le había dicho que quería correrse en su boca. Eso, precisamente ese pensamiento, acompañado del vaivén y de la abundante secreción que se escurría en su boca, la hizo gemir.

            Emma tembló sobre ella, la exhalación que había acompañado su gemido le había hecho cosquillas en su monte de Venus. Se meció una segunda vez, procurando no variar ni la lentitud ni la brevedad para no alterar la rigidez de la lengua que se atormentaba por no saber cómo ir al encuentro de la topografía que tan bien conocía en aquella otra y más habitual posición. Se le ocurrió succionar fuertemente, a modo de compensar su torpeza, justo en el momento en el que su clítoris se restregó contra su lengua. La hizo gemir, esta vez con el salvaje toque inconsciente de sus dedos apenas tirándola del cabello. Desafiantemente, la miró a los ojos y arremetió de nuevo.

            No supo cómo ni en qué momento, pero su lengua encontró el ritmo y la transformación perfecta como para que rozara su vagina al inicio y su clítoris al final, y su boca, por consiguiente, encontró la misma lógica que había tras el número de brazadas en el estilo libre de la natación; se enterraba, cada tres vaivenes, en esa detestable fisura en la que se fusionaban sus labios mayores y menores; se cerraba como si fuese a pronunciar, o más bien a profetizar, la O que reflejaría y describía el orgasmo que aterrizaría en ella; succionaba con vehemencia, mas no con violencia; y dejaba que el mismo trayecto de sus caderas tirara de su complexión para provocarle ahogos o arrancarle jadeos y gemidos. Sus manos dejaron de residir alrededor de sus muslos, tomaron posesión de sus inflamadas protuberancias aun a pesar de las piruetas de brazos que había en juego.

            Se meció contra su lengua y sus labios una y otra vez, buscando siempre el ángulo y la presión ideal contra la cual frotarse, y, custodiando siempre la idea inicial de depositar su declive climatérico y su explosión hormonal, decidió ni siquiera contemplar la posibilidad de acelerar su vaivén tal y como Sophia solía hacerlo en su posición. Fue todo lo contrario: se meció con mayor tranquilidad, una vez por cada etapa de la respiración que había retomado; se sentía estúpidamente intenso cuando, manteniendo su respiración, se frotaba contra la planicie de su lengua. Tembló sobre ella, la tomó firmemente por la cabeza, la enterró aún más entre sus labios menores y, quedándose estática, sollozó.

            Sophia saboreó las palpitaciones que padecía su clítoris, paseó su lengua con la misma parsimonia con la que Emma se había mecido y, succionando con ligereza —más una caricia que un coqueteo—, se conformó con los inestables jadeos que salían de su garganta. La tomó estoicamente por los muslos y, con un ligero impulso, la tumbó sobre la cama. Miró su complexión como si nunca la hubiese visto antes, como si fuese incapaz de reconocer los recovecos por los que se había paseado su lengua hacía tan solo unos segundos; se había comenzado a desinflamar; el rosa encandecido, que plagaba la zona en momentos como esos, se estaba ajustando lentamente al pálido matiz del resto de su zona pélvica. Limpió los restos de excitación con su lengua, como si no quisiera desperdiciar ni una tan sola gota de eso que le había provocado y que, por tanto, le pertenecía. Se limpió los labios, porque comer de Emma era casi siempre tan placentero y tan caótico como comer alitas o costillas en salsa barbacoa, y escaló su torso para asegurarse de que todavía respiraba.

            La acogió con verdadero y profundo agradecimiento, porque hasta ese momento no había sabido que eso, en aquella posición, era algo que se le había antojado desde nunca y que se le antojaría para siempre. Le agradeció, más que el orgasmo, el hecho de haber expuesto la gratificación que conllevaba una actividad como aquella, tanto a nivel físico como a nivel emocional y casi espiritual. Se degustó a sí misma a través de los labios de su única e inigualable, de la adoración que debía reflejar el enorgullecimiento de la eficacia y utilidad de su boca. Le acomodó la cabellera, pues se había acostumbrado a ordenar lo que ella misma había desordenado, y aprovechó para mimarle los ángulos que componían su fisonomía.

            —Creí que no —susurró Sophia a ras de sus labios.

            —Yo también, pero sí —sonrió Emma.

            —¿Rico?

            —Mucho —asintió ligeramente.

            —Comparto el sentimiento —presionó la punta de su nariz con la suya y le dio un beso corto y liviano que le sirvió a Emma, como distracción perfecta, para volcarla y colocarse sobre ella—. ¿Qué me vas a hacer? —resopló.

            —¿Qué se te antoja? —susurró, decantándose por su cuello.

            —Que me toques —sonrió sonrojada.

            Emma rio nasalmente a ras de su cuello, erizándole la piel como la más excelsa consecuencia; la envolvió entre sus brazos; la apretujó para acordarle de que esa cintura era suya y de nadie más, ni siquiera de ella; la embistió como ya lo dictaban los caprichos del ritual carnal; y esta vez, en lugar de privarla de las manos y anclarla a la cama, tal y como la misma costumbre lo dictaba, dejó que sus manos se posaran en su nuca para dirigir la serie de besos que intercambiarían mientras ella se dedicaba precisamente a eso que se le había antojado a la rubia: tocarla.

            Sophia lo supo desde el momento en el que, a ciegas, acarició su vientre con algunas pinceladas de reproche y corrección. Supo que no había sido capaz de desprenderse del fastidio que le había provocado hacía tantas horas, que una parte de sí había preferido aferrarse al ultraje cometido y que era por eso por lo que, quizás, la idea le complacería más a Emma que a ella misma: la tocaría bien, como merecía ser tocada, como debía ser tocada, con la delicadeza y la vehemencia que el placer sexual exigía. Era una manera más de mostrarle que ella nunca sería capaz de inducirse la misma calidad de placer que ella le propinaba. Cuando llegó a su entrepierna fue cruel, desalmada, pues se limitó a tocar todo aquello que, aunque provocaba placer, no era suficiente. Ronceó sus ingles con las yemas de sus dedos y el borde externo de sus uñas, y coqueteó con el borde de sus labios mayores, justo en la frontera en la que los menores ya reclamaban protagonismo, y con esas pequeñas porciones posteriores que alcanzaban a asomarse por entre la cama.

            Emma la sintió retorcerse bajo ella y sintió cómo, por consecuencia, le clavaba los dedos en la nuca. Le hizo creer que acabaría con su tortura, mas solo la intensificó, pues sus dedos, los de siempre, se escabulleron en su vulva para simplemente posarse en su perineo. Residió ahí por algunos segundos, dejando que la abundante viscosidad se dejara manipular por la gravedad para marcar el edredón por segunda vez en las últimas cuatro horas, y, cuando decidió que había sido suficiente, más por ella que por Sophia, marcó el trayecto hacia la cúspide que ambas sabían que debía ser tocada. Se detuvo justo antes de llegar, justo en esa minúscula fracción de piel que comenzaba a alzarse para desembocar en aquello.

            El par de ojos celestes se abrieron con estupor, se encontraron con una ceja enarcada que no supieron descifrar; ¿qué quería?, ¡¿qué carajo quería?! ¿Quería que la mirara?, la miraba. ¿Quería que le suplicara?, le suplicaba. ¿Quería que le insistiera?, le insistía. La miró a los ojos, expresó frustración y desesperación con sus cejas y alzó sus caderas como si quisiera que el movimiento mismo sugiriera lo que las palabras ya no podían. El labio inferior de Emma fue aprisionado por sus dientes a pesar de que se le logró escapar la sombra de una sonrisa. Alzó de nuevo su cadera, porque si de insistir se trataba… la dignidad y la vergüenza no tenían nada que ver.

            Creyó que iba a besarla, lo cual le alegró la existencia, pues no había mejor indicio de algo que un beso que jugara en la etapa previa más inmediata, pero Emma se limitó a restregar su nariz contra la suya, como si buscara, a través de su aliento, alcanzar un nivel suprahumano de sincronía mental, física y emocional; mientras tanto, sus dedos iban y venían a lo largo del tramo que unía ambos puntos de placer. Estuvo a punto de preguntarle qué haría, si finalmente aceptaría que la mejor opción era frotar su clítoris o si iba a invadirla a un dedo o a dos, pero Emma se le adelantó, no con el beso, sino con escurrir su dedo del medio en su interior. Jadeó a ras de sus labios, ella rio nasalmente y se escondió en su cuello.

            —Te amo, Sophie —susurró.

            La dueña de aquel sobrenombre no supo por qué había escogido un momento tan carnal como ese para profesar sus sentimientos hacia ella, tampoco supo por qué había escogido susurrárselo y no decírselo de frente. El enunciado le supo a una justificación casi ruin, pues, inmediatamente después de haber terminado de acentuar la última sílaba de su apodo, sacó su dedo para llevarlo a su clítoris. Se sintió upset —odió el hecho de que esa sensación no existiera en ninguno de los idiomas que ella dominaba—, porque no sabía que la necesitaba en su interior hasta en ese preciso momento, porque no fue hasta en ese preciso momento en el que se dio cuenta de que hacía demasiado tiempo que no penetraba su vagina ni con sus dedos ni con algún artefacto de plástico o silicón. Se sintió de este modo por un par de segundos; el placer que nacía de su clítoris le ofuscó los procesos mentales y quiso pensar que había accedido a tocarla —como ella se lo había pedido— como un acto de contrición. La trajo hacia sí hasta que pudiera complementar su placer sur con el inigualable e indiscutible placer que suscitaba la sempiterna disputa por el labio inferior.

            Emma comenzó a arremeter contra ella, un subproducto de la misma excitación y del proceso mismo. Quiso decirle que a ella también le fascinaba cuánto se mojaba; cuando su humor se salía de control y se convertía en inundación; cuando tenía que dominar y controlar el uso de sus dedos para vencer a los coeficientes de fricción estática y dinámica, para no trazar círculos muy angostos o demasiado anchos, para no trazar rectas que fueran más allá de sus propios puntos flacos. Ella, sin embargo, se guardaría lo profano “fucking” para otras circunstancias.

            Emma, entonces, dejó que su lengua se apoderada de la de la boca a la que claramente, «y una vez más», le había ganado del derecho del labio inferior. Hizo de aquello un beso hijueputamente profundo y concupiscente. Supo reconocer ese segundo en el que Sophia estaba por dejarse ir, porque siempre hacía lo mismo: exhalaba intempestivamente, fruncía el ceño y tensaba hasta el cabello. Se detuvo y, antes de que Sophia pudiera reclamarle, le dio un celestial golpecito en ese punto en el que podía violentar su clítoris y sus labios mayores y menores al mismo tiempo. Sintió cómo sus pezones se endurecieron bajo ella; dejó caer una cuarta más de su peso y continuó frotando.

            —I’m gonna come —jadeó Sophia.

            Esperó otro azote, incluso llegó a prepararse mentalmente, pero supo sorprenderse con la misma bola curva a lo Koufax que ella le había lanzado hacía rato; Emma separó sus dedos y pellizcó su clítoris por los flancos. Tuvo éxito en retrasarle el orgasmo, le desencadenó una estampida de hormigas que Sophia no supo si era dolorosa, placentera, dolorosamente placentera o placenteramente dolorosa, y supo que la rubia odió la socarrona sonrisa que se había dibujado en sus labios, que verdaderamente la odió y, al mismo tiempo, la amó por arrogante.

            Sintió cómo todos sus vasos capilares se dilataban a medida que Emma posaba nuevamente sus dedos sobre su clítoris, sintió su propia rigidez ante la blandura de sus huellas dactilares. Creyó haber sido testigo de cómo el mundo se abría frente a sus ojos, cómo todo lo que había sentido reducirse a un nervio ahora se reducía a una tan sola neurona, de tipo kamikaze, que estaba dispuesta a que el pericarion siguiera los pasos de un terrorista suicida para hacerla vivir un orgasmo que valiera más que solo la pena. Sollozó en la garganta de la arquitecta, encrespó la espina dorsal, y se dijo que se correría sí o sí; no importaba si Emma se detenía de nuevo, no importaba si aceleraba el frote como si quisiera insistiera, en nombre el nombre de Dios, en exorcizarla.

            Pero falló, pues no supo anticiparse ante una tercera opción que suspendería el placer actual para sustituirlo por otro, éste menos intenso o de intensidad distinta. La invadió nuevamente con su dedo del medio. Lo sintió tan bien, tan correcto, tan cómodo y tan profundo que no quiso ni quejarse ni lamentarse. Tres segundos después, Emma ya no estaba en su vagina. Quiso matarla, pero lo único que logró fue ganarle el labio inferior por un efímero segundo. Le arrebató un sollozo que se convirtió en grito y que la privó de abandonarse a la continuidad de los besos. Creyó que haría lo mismo que las otras veces, que se detendría justamente en el segundo decisivo, y, entre la cólera y el berrinche, la tumbó para colocarse sobre ella y entre ella, en ese ángulo que solo ella sabía encontrar a costillas de posiciones cómodas.

            «Fuck it…», suspiró Sophia, alzando la pierna de Emma por lo alto y acuclillándose sobre su entrepierna para dejarse caer y poder restregarse según le diera la regalada gana.

            Emma la miró con el rastro de la nefasta sonrisa socarrona que había llevado consigo en la tarea de negarle tres veces el orgasmo. Se recargó un poco sobre su costado para ofrecerle un ángulo más cómodo, se aferró a sus rodillas y se entregó a una furia similar bajo la que ella había sometido a Sophia hacía un par de semanas; sin embargo, por más que la rubia se restregara contra ella, más se alejaba de propiciarse su propio orgasmo; había estado más cerca con Emma, incluso a pesar del necio control que había ejercido.

            —You know it’s not going to happen —le dijo Emma en un tono tan seco y tan cuerdo que Sophia tuvo que detenerse.

            Las ganas le habían entorpecido la paciencia, la serenidad y la inteligencia espacial. Permitió que Emma las acomodara, porque no había nada más sencillo que recurrir al tribadismo de siempre, pues por algo era el que resultaba más eficiente y efectivo, y así, frente a frente y tras un gesto conciliatorio, comenzó a mecerse contra la entrepierna de Emma.

            Era el orden de siempre: sus labios menores entre los mayores de ella y un contacto directo entre ambos clítoris, esto siempre y cuando se meciera lenta y profundamente de atrás hacia adelante, con un trayecto bastante corto. Le comunicó su placer con un jadeo y con los ojos fijos en los suyos. Emma pareció asentir entre la mímesis gutural; nunca iba a poder negar que, además de gustarle el roce, le parecía una de las cosas más eróticas y lascivas —y no por eso causa de orgasmo— que podían hacer juntas y mutuamente.

            Emma se irguió un poco más, haciendo que Sophia se acomodara a su rectitud para no desajustar ni un milímetro del frote. La tomó por el cuello, apenas una caricia, un ahuecamiento que involucraba su nuca y quijada por el lado derecho, algo de lo que se desprendiera la posibilidad de colocar su pulgar sobre sus labios y tirar de ellos a medida que se deslizaba hacia abajo para posar su mano sobre esa porción de pecho, bajo la cual se aceleraba su frecuencia cardíaca, y la vulgar acción de tomar su seno izquierdo y apretujarlo. Contempló el glorioso segundo en el que el cuerpo de Sophia se preparaba para desplomarse; no obstante, notó la frustración que se imponía de inmediato y que contaminaba los segundos por venir. Supo que estaba por decirle que no podía, que se le había escapado y que no veía modo, forma o manera de recuperarlo, que su excitación era proporcional a su capacidad y desempeño y que, por lo tanto, iba en declive. Pronosticó que luego, gracias a las malditas hormonas, rompería en un llanto que no sabría consolar, pues eso se habría podido evitar si ella no hubiera decidido jugar con los límites de su satisfacción.

            Así como le arrebató la estabilidad orgásmica con su propia necedad, así la distrajo con las bruscas acrobacias que evitaron el brote de kryptonita (el llanto). Sí, sí, al fin y al cabo, todo era para su propio beneficio. Terminaron en una posición bastante cómoda y definitivamente sugestiva. Emma, hincada, detuvo el proceso momentáneamente para propinarle una fuerte y sonora nalgada que la exorcizó de todos aquellos eventuales demonios de la frustración que le constreñirían la garganta y que le aguarían los ojos; la mirada se le descorchó, se tragó su propio quejido y se templó hasta el tuétano. Bastó un azote para refrescarle el semblante —un verdadero y confiable y desesperado f5—, un tan solo azote para reiniciarle el talante; fue como si hubiese desenchufado, esperado diez segundos, y vuelto a enchufar el cable negro al router; como si hubiese bajado y subido los fusibles; como si hubiese soplado el cassette de Sega o Supernintendo; como si hubiese seleccionado una hora y una fecha específica para que el sistema operativo se restaurara; como si le hubiese gritado a la pantalla congelada de la iMac de la oficina. Así, tensa, como si se tratara de rigor mortis, la manipuló hasta hacerla encajar con su vientre para que acomodara su convexidad a su concavidad y la abrazó de tal modo que le hizo saber, sin articular palabra alguna, que ella se encargaría del resto. Se dedicó a reciprocar los besos y las caricias que había recibido de su parte en la ducha, a lo largo de sus hombros y su cuello, mientras que, con sus manos, consagraba cada milímetro de su torso.

            Respiró profunda y tranquilamente en cuanto se supo entre sus brazos. Se aferró a la parte posterior de sus muslos, como si su única intención fuera anclarse a Emma y no a la cama, cerró los ojos y renunció a la autonomía de su ser y a la soberanía de su esencia. Sintió sus manos recorrer su abdomen con atropellada vehemencia, como si fuera de espíritu antropófago y quisiera arrancarle la piel que estrujaba para apropiarse de ella, y fue entonces cuando le acordó, a ras de su oreja, que era suya y de nadie más. Le dijo que sí con un suspiro de eterna gratitud e infinita satisfacción, le dijo que sí con sus manos, encaprichándose en ceñir sus muslos para que su cuerpo encajara tan perfectamente como parecían serlo sus ethos y sus respectivas pasiones. Le repitió que sí entre el quejido que le produjo el estrujamiento tenaz de ambos senos. 

            Se le debilitaron las rodillas aun estando reposando sobre ellas, se le nubló la existencia y se le abrieron los sentidos. Le confesó, con un ahogo, cuánto le gustaba que se aprovechara de ella y de la irreverente estructura de su entrepierna, cuánto disfrutaba de ese único momento en el que se atrevía a usar tres dedos con ella: su dedo índice y anular tiranizando las fallas geográficas en las que tenían lugar las más grandes paradojas de la anatomía sexual femenina, las fisuras que simultáneamente unían y separaban sus labios mayores de los menores, y el dedo el medio aherrojaba aquello que ambos pares de labios resguardaban.

            Recorrió el conjunto de adelante hacia atrás, o bien, de arriba hacia abajo, burlando tanto el vestíbulo como al único botón que a Sophia le gustaba que le presionaran adrede. Hizo esto por algunos minutos hasta que pudo notar la ligera y prematura erección de su clítoris. Luego, porque conocía su cuerpo mejor que el suyo, redujo a cero los esporádicos y pausados besos en sus hombros y cuello, le ofreció cierto soporte a su cabeza contra la suya y se concentró en coquetear únicamente con su sensibilidad clitoriana. Sintió cómo Sophia aflojaba sus manos, cómo dejaba de anclarle las uñas, cómo dejaba de tatuarle los muslos con sus dedos. Supo que estaba cerca, y esta vez no iba a jugar a nada, mucho menos con los niveles de frustración.

            Por un segundo, Sophia creyó que aquello era ya parte de lo imposible, que tanto ella como Emma serían incapaces de reconstruir una excitación que produjera tanto placer y satisfacción como la de antes, o incluso una mayor, pero se maravilló, y sonrió y gimió, y frunció su ceño y tensó el cuerpo, y quiso decirle que no se detuviera por nada en el mundo, y quiso exhortarle que lo hiciera más rápido, pero esto último no fue necesario. Se fue de bruces, porque ese último clímax de la noche sería el más intenso, y por eso el más perfecto, y se llevó a Emma en la misma proyección del movimiento. La intencionalidad y la causalidad eran de poca importancia.

            Fue todavía menos importante, para la arquitecta, el hecho de que su rubia favorita estuviera a un jadeo de sufrir una embolia pulmonar. La manipuló del mismo modo que antes, esta vez con la facilidad que presentaba la situación adversa al rigor mortis, y se colocó sobre ella para adueñarse de todos y cada uno de los intentos por recuperar la completa capacidad de sus bronquios y bronquiolos.

            La resistencia que Sophia opuso fue menos que la mínima, fue cero, por lo que disfrutó de la correlación de besos y caricias que la mimaron hasta que recuperó la mayor parte de cada uno de sus cinco sentidos básicos. Cuando abrió los ojos, no supo si se sintió como si hubiese despertado del mejor sueño —en el que más y mejor había descansado— o como si hubiese adquirido la facultad visual del mismo modo en el que la adquiría un neonato.

            Miró el par de ojos verdes que sostenían la sardónica y arrogante compañía de su sonrisa predilecta, le correspondió la mueca con una de relajación y de casi completa saciedad. Se acercó a su rostro y le dio un beso corto, haciendo verdadero énfasis en lo mucho que le gustaba su labio inferior, incluso cuando estaba inerte y era incapaz de reaccionar a sus afectos. La tumbó sobre la cama, justo al borde del que a partir de hoy sería el lado en el que dormiría ella, y se fue escabullendo entre ella y sobre ella, de manera que terminó, sin tanto rodeo, en aquel ápice que tenía el explosivo olor y sabor a ambas.

            Ronroneó un «mmm…» que a Emma le sonó a ese tipo de arrogancia sintética, la cual era producto de la idea erótica de que su sabor solamente sabía potencializar el suyo, mas también estaba ese matiz que involucraba lo mucho que la rubia disfrutaba de ahí, porque ella tenía razón: si bien Sophia se veía mejor que nunca entre sus piernas, Emma, para Sophia, no tenía una mejor posición y postura, y tampoco podía proveer un mejor paisaje, que cuando la miraba desde ese punto en el que sacaba su lengua para enterrarla entre sus labios menores y recorrerla desde su vagina a su clítoris; amaba ver la instantánea erección de sus pezones.

            Así como había osado, con los permisos respectivos, a hablar libremente, así continuaría actuando, al menos por lo que restaba de la noche. Sin rodeos, empaló a Emma con sus dedos. La hizo gemir casi tan exquisito como lo había hecho bajo los hechizos del potente vibrador del que la arquitecta ya no se acordaba y del que la licenciada no quería acordarse por ahora. La penetró como si la castigara por no haberla penetrado así como ella lo hacía en ese momento, con la rudeza que describía lo que Emma misma llamaba outstanding fucks, con la profundidad y la rapidez que la hacían implorar piedad clitoriana.

            Sophia lo vio, porque la mano de las cutículas siempre perfectas tenía tanto control sobre sí como el ethos sobre su dueña: vio cómo estuvo a punto de dirigir sus dedos a aquel botón que había violentado en ella tras haberla sorprendido hacía tantas horas, y vio cómo se refrenó aun a pesar de que ninguna cláusula le prohibía tocarse en su presencia y/o compañía.

            —Show me —susurró Sophia, cesando las penetraciones—. Let me see it.

            Ni lenta ni perezosa, los dedos de Emma tiraron del rosado atuendo que cubría las ocho mil terminaciones nerviosas más valiosas de su cuerpo. Sophia gruñó, porque algo tan pequeño y tan perfecto y tan rico no le provocaba ternura, sino una maldita e intensa ansiedad oral. Se lo llevó a la boca y lo acarició con algo que no terminaba de ser beso y que tampoco comenzaba a ser succión. Emma se estremeció, sus dedos sufrieron un efímero espasmo que resultó en la liberación del praeputium. Se preparó para exponer su clítoris de nuevo, pues sabía que Sophia no había pedido verlo para que su exhibición durara tan solo algunos segundos, pero sus intenciones se entorpecieron entre la breve asfixia que le provocó; sintió cómo su lengua se escabullía con maestría dentro de los límites del capuchón, cómo se escabullía para quedarse. Posó sus manos sobre la cabeza de ella; una se encargaba de vigilar que el flequillo no se saliera de los confines del moño y de la oreja, la otra le sugería detalles de su ingesta. Eso, a la rubia, le gustaba.

            Sobraron las palabras y todas las manifestaciones guturales, por tanto, no fueron exteriorizadas. Sophia le hizo saber, con un cambio en la manera en cómo la penetraba, que aquel deseo de «querer correrse en mi boca» sería llevado hacia el fatigante y peligrosamente sobrado extremo de la eyaculación. Emma estuvo de acuerdo, porque había pocas cosas más eróticas que ver a Sophia luchar con su sexo, que verla perseguir las incontrolables expulsiones mientras se maravillaba a causa del fenómeno y de los efectos. Entonces, Sophia le acordó que siempre era buena idea intentar sincronizar la eyaculación con el orgasmo, porque uno no era sinónimo del otro y tampoco sucedían necesariamente al mismo tiempo. La italiana no pudo estar en desacuerdo.

            La sintió relajarse alrededor de sus dedos y contra su lengua, un claro dictamen de su columna vertebral, y, a sabiendas de que acosaba su boca entre sus labios por morbo y alguna especie de autoprovocación, rehuyó su mirada con el único propósito de concentrarse en la tarea de aniquilarla para poder entregarse a Hipnos en lugar de Morfeo.

            Contrario a las representaciones dramáticas y exageradas de siempre, cuando sucedió, Emma, habiendo logrado mantenerse tan inmóvil como nunca, la tomó por el occipucio con la izquierda y por el cuerpo maxilar inferior con la derecha para adherirla a esa parte que tanto buscaría. Le exhortó con la mirada que agitara la lengua tan rápido como pudiese y que no se detuviera sino hasta que le ordenara lo contrario, y, en cuanto supo que las instrucciones habían quedado claras, se dejó llevar por la soberbia manía de coordinar dos descontroles a la vez. Ni siquiera se estremeció, al menos no en una manifestación cinética, pues dejó escapar un gruñido extenso y feroz que duró las nueve contracciones de su clímax.

            Sophia tragó lo que pudo bajo la necesidad vital de la respiración y la exigencia impuesta sobre su lengua, pero no pudo negar que saboreó cada perversa gota del brebaje confeccionado en las partes más rijosas de las entrañas de la mujer que podría haber jurado que el control, que había ejercitado en esos dieciséis segundos de esplendor sexual, había simplemente incrementado su placer. Cuando la dejó ir, que sus manos cayeron inertes sobre la cama, se relamió los labios mientras se limpiaba el mentón y subió con la clara intención de echarse sobre su pecho para escuchar cómo su ritmo cardíaco se esforzaba por regularse, para escuchar su hematosis y lo que fuese de su homeostasis, pero Emma, como si no hubiese sufrido un síncope, tomó posesión de sus hombros para tumbarla sobre la cama y plantarle un beso que le supo a que aquello todavía no terminaba.

            Pensó en preguntarle un atónito «¡¿Más?!» que, esperanzadoramente, esperaba que contestara con una negativa, porque ya ninguno de sus labios podría soportar otra ronda; ni roce, ni lengüetazo, ni mordisco, ni beso, porque a estas alturas de la noche ya solo quería enrollarse contra ella entre las sábanas; esperar cinco o diez minutos de algún episodio cualquiera de cualquier serie, o de cualquier película, y rendirse por las siguientes nueve horas útiles de sueño que tenía por delante, pero no hubo necesidad. Sonrió a medida que el cuerpo de su italiana-compañeradetrabajo-novia-compañeradepiso-jefa-prometida cayó a su lado en la pose más petulante y seductora del manual postcoital.

            ¿Había sido suficiente? ¿Había sido todo lo que esperaba? ¿Estaba satisfecha con su propio desempeño y complacida con el suyo? ¿Qué estaría pensando? ¿Haría un recuento marcial, nombraría lista a todas y a cada una de sus neuronas así como: “‘Saetta! – Qui!’, ‘Ballerino! – Qui!’, ‘Schianto! – Qui!’, ‘Guizzo! – Qui!’, ‘Cometa! – Qui!’, ‘Cupido! – Qui!’, ‘Tuono! – Qui!’, ‘Lampo! – Qui!’, ‘Rodolfo! – Presente, figlio di puttana!’, y anda que todos presentes, que aquí no pasó nada, que esta rubia no mató a ninguno”? ¿Pensaría en eso o en los suyos, con los nombres Bélos, Orchestrís, Akrobátes, Panoúplos, Kométes, ´Eros, Bronté, ´Astrapé, Rodólphos? ¿Pensaría en eso o en algo completamente distinto, como en un potencial y hormonal antojo de media noche, que bien podía ser un poco del Ben & Jerry’s de cookie dough o un Martini bien cargado, «ni que se tratara de un café», o bien, de algo tan imperecedero e inmaterial como las últimas páginas del libro de Donna Tart, media hora sobre la banda sin fin para darle la bienvenida a las intervenciones tarantineanas de su situación hormonal y/o para no sentirse tan culpable por la exagerada hartada que se había atrevido a llamar “cena”, algún documental narrado por Sir David Attenborough, algún arranque de comenzar a armar algún rompecabezas? ¿Pensaría en algo así o en algo más banal como en por qué Sabrina tenía un gato llamado Salem (porque eso lo haría días después, sentada al trono mientras vaciaba su vejiga)? ¿O estaría preparando algún cumplido, algún adjetivo tan parco y preciso como lo había sido “eficaz” para describir a su boca, alguna confesión sexual? ¿O preparaba, acaso, alguna anécdota o comentario para darle inicio a la bien ganada pillowtalk? Estuvo a punto de preguntarle, a punto de decirle aquello de “penny for your thoughts”, pero Emma se adelantó y simplemente estiró su cuello para darle un beso privado de sexualidad.

            —¿Has tenido suficiente? —murmuró Emma en el mismo tono de hacía tantas horas; sin embargo, su sonrisa parecía esperar una respuesta igual o similar, porque solo entonces podría acusarla, entre bromas, de ninfómana.

            —Difícilmente —respondió, rehuyéndole la mirada para esconder su rubor—, pero, por hoy, sí —asintió ligeramente y se enrolló, en un intento de posición fetal, contra su pecho.

            —Hey… —susurró, ahuecándole la mejilla para gentilmente forzar contacto visual—. Sophie… —suspiró, acariciándole la sien como última insistencia, y le funcionó, pues la dueña de aquel apodo asió el coraje suficiente para mirarla a los ojos—. Tienes unos ojos tan bonitos —rio nasalmente, casi como si se burlara de aquel vómito que había salido de los labios de la rubia cuando recién se conocían, y se inclinó para darle el más tierno y pausado beso en la frente—. Sabes que te amo, ¿cierto?

            —Sí, pero nunca está de más que me lo acuerdes —asintió con el rastro de una sonrisa complacida y victoriosa, y la siguió con la mirada mientras volvía a la seductora posición de antes.

            Sophia quiso reciprocarle el sentimiento, porque sentía que había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que se lo había dicho; ya ni siquiera recordaba cuándo había sido y eso significaba un problema grande no solo de memoria, sino también de apertura y disponibilidad emocional. Pero, quizás por porque sus neuronas todavía estaban dispersas y no lograban recuperarse en la red de siempre —porque su idiosincrasia no funcionaba con los marciales nombramientos de listas—, se detuvo a pensar antes de hablar.

            La amaba, sí, pero es que eso no era lo que debía pensar, porque así era, porque eso sentía. La cuestión era más complicada, una en la que probablemente no debía enredarse, pues, al fin y al cabo, ella sabía muy poco sobre lingüística, etimologías o lo que fuera que se encontrara detrás del valor semántico de las palabras que había querido vocalizar. Se lo podría haber dicho en cuanto idioma sabía decirlo, porque aquello era tan universal que resultaba siendo trillado: podía decir un simple “I love you, too”, un “kai egó s’agapó”, “ti amo anch’io”, un “yo también te amo”, un “eu também te amo”, o bien, “moi aussi, je t’aime”, mas todas estas podían prescindir del constituyente inferido y reducirse a me too, kai egó, anch’io, yo también, eu também y moi aussi.

            —¿Se dice moi aussi? —inquirió Sophia en este punto, quería estar segura a pesar de no saber por qué o para qué.

            Emma asintió en silencio y se dedicó a jugar con su cabello, a mimarle la cabeza de ese modo que podía adormecerla.

            Sophia supo, entonces, que el idioma era absoluta e irrefutablemente irrelevante, pues de igual manera todos se reducían a una contestación que carecía de poder de independencia, a una contestación que se valía, cual parásito, de una idea preexistente; un “yo también” no le exigía nada, ni siquiera lo máximo de la obligación ni lo mínimo del libre albedrío; un “yo también” no era nada sino una reacción, una locución que carecía de esencia, de carácter; un “yo también” simplemente seguía la idea de que la arquitecta la amaba, se extendía de esta y se alimentaba del poder y portento de un sentimiento sacrosanto; un “yo también” era, por defecto, decir “yo igual”, ¡y eso estaba mal en tantos niveles! Sacaba la emoción de proporción en un sentido exclusivamente negativo, pues apuntaba hacia la indiferencia, la infravaloración del sentimiento del que se desprendía.

            Sabía perfectamente bien que el sujeto de tal insípida oración se había derivado del latín ego o del griego egó; daba igual cuál había dado origen a cuál porque, en ambos casos, era exactamente lo mismo. El yo, como ego o egó, se atribuía las características filosóficas de sujeto humano y las psicológicas de la consciencia a través de la cual el ser humano adquiere identidad, introversión y extraversión. Sin embargo, ego per se, en el idioma que fuera, a pesar de significar yo, la traía al vasto y nefasto mundo freudiano en el cual actuaba como mediador entre los instintos del id, los ideales del superego y la realidad del mundo exterior, y que, al mismo tiempo, comparecía en el significado más vasto de la arrogancia. ¿Quién era ella para adueñarse, entonces, del poder que imperaba en la declaración de amor que escuchaba únicamente cuando sabía que a Emma le nacía decirlo?

            También, como tal, era difuso y ambiguo, pues podía significar conformidad —pero ella no estaba conforme con reciprocarlo con un insípido “yo también (te amo)”—, semejanza —pero ella sabía que las cantidades de amor eran inestimables porque cada una amaba a la otra a su modo— e igualdad —pero ella estaba consciente de que cada una amaba a la otra a su manera—, y ella estaba consciente que era como decir, respectivo a cada caso, “qué bueno”, “como tú, yo a ti” y un “igual” que podía interpretarse como indiferencia o como todo lo anterior. Decir “yo también” era rutinario, y era nada más y nada menos que una contestación que se moldeaba en el narcisismo y en el egocentrismo, era decir “yo también me amo”.

            Se irguió, vacilante, insegura, indecisa, no sabiendo si mirarla a los ojos o si simplemente pronunciar la conclusión a la que había llegado, el relevo que había encontrado para los tediosos “yo también (te amo)”. Emma le ahuecó la mejilla izquierda con tal suavidad que podría haberla derretido, le sonrió y esperó a que las palabras, que tenía aglutinadas en la garganta, se deslizaran por la suavidad de su lengua. Miró el par de ojos verdes de pupilas semidilatadas y amó cómo la penumbra les daba cierta textura sedosa. Se puso de pie, reconociendo el ligero entumecimiento de sus piernas, y desapareció tras las puertas del armario. No supo por qué, pero su instinto fue huir. Debió ser la impotencia, el hecho de no poder exteriorizar aquellas palabras.

            Emma le dijo que regresara a la cama, que dejara el desorden para luego, para mañana, pero Sophia pareció no hacerle caso. Se encogió entre hombros para sí misma, respiró profundamente y, en lugar de ir tras la rubia, se incorporó al baño. Cerró la puerta tras ella, encendió la luz, se aferró a la estructura de mármol que acogía los lavamanos, se miró al espejo, aflojó su cuello hacia un lado y hacia el otro, encendió el chorro, recogió agua entre sus manos, presionó el surtidor de jabón, se restregó los dedos y debajo de las uñas, enjuagó sus manos, repitió el proceso, enjuagó su rostro, lo enjuagó de nuevo, se quitó el exceso de agua, se secó con la toalla más cercana, aspiró la ligera congestión nasal, se sentó en el excusado, se rascó la nuca, evacuó lo poco que tenía en la vejiga, se preguntó si tenía tiempo y ganas para il number deux, se preguntó por qué Natasha no había llamado para gritarle las cataratas de emociones que vivía en vista de la adquisición de un Carajito propio, se limpió, dejó ir la cadena, sacó el jabón inodoro, se sentó al bidet, se asustó en cuanto el agua fría hizo contacto con su hipersensibilidad, se limpió la zona de principio a fin, se enjuagó, se quitó de encima, giró la llave del agua caliente, enjuagó la porcelana, se aseguró de que quedara limpia, se lavó nuevamente las manos, se lavó los dientes, se enjuagó la boca con Listerine, se aseguró de que el lavamanos quedara limpio, tomó dos envoltorios amarillos, abrió la puerta, se encontró con una Sophia sentada al borde de la cama, le sonrió, los ojos celestes se aguaron, odió las hormonas, cayó de rodillas, la tomó por las mejillas y le preguntó qué ocurría con la mirada.

            Sophia disintió. Cuando escuchó que la puerta del baño se cerró, se asomó, vio la cama vacía y se sintió jodidamente mal, pues, por alguna razón, creyó que aquel portazo imaginario se debía a que no había sabido contestar la pregunta con un “yo también”, sino con lo que había respondido, a que no había sabido reciprocar eso que sabía que Emma decía cuando le ardían las vísceras y no encontraba más alivio que confesarlo. Pero ahora que la veía actuar como si nada hubiese pasado, como si el temporal refugio en el baño se hubiera debido a la limpieza de cada cavidad, se había sentido como una completa idiota y las hormonas no habían sabido ayudar. Respiró hondo para tragarse el nudo de la garganta y le susurró el relevo que le había encontrado a la reciprocidad, la conclusión a la que había llegado:

            —I’m yours.

            —Estoy dispuesta a compartirte contigo si es eso lo que te tiene así —repuso Emma en el tono más dulce y reconfortante jamás.

            —Pensé que te habías enojado por no escuchar un “yo también” —negó por lo bajo.

            —Sophie… —rio enternecida, pero su rostro se tornó altivo—. Sé perfectamente bien lo que te hago sentir —arqueó la ceja derecha, haciéndola reír nasalmente por el tamaño de su desvergüenza—. Me dijiste que me amabas ayer por la noche, antes de quedarte dormida, y mi Ego no permite que piense que, en menos de veinticuatro horas, eso haya cambiado —le dijo—. Soy yo quien no lo dice lo suficiente, quien lo dice en momentos poco apropiados —se encogió entre hombros.

***

            Sara y Bruno se pusieron de pie, Emma los vio desde donde serenateaba a Sophia con Your Personal Touch; parecía que iban hacia la pista, pero, mano en mano, se acercaron a ellas. Reconoció la influencia, o bien, la subliminal imposición de su progenitora en lo que hizo el arqueólogo de confianza de la Soprintendenza dei Beni Culturali e del Restauro del Vaticano: primero se disculpó por interrumpir lo que Sophia tanto parecía gozar, posteriormente confesó sus ganas por departir un poco con la otra novia y le extendió la mano a manera de invitación para bailar. Sophia supo lo que estaba pasando, porque se acordaba de cómo sus abuelas manejaban a sus abuelos, se disculpó con Emma con una dosis de formalidad y aceptó la mano de su pseudosuegrastro. «Is that even a thing?». Emma acosó su espalda, el ajustado trasero que se escondía bajo el vestido, las piernas que sabía que acariciaría y besaría si, y solo si, su organismo lograba procesar la mitad del alcohol que reconocía que lentamente tomaba posesión de ella.

            Sara tomó asiento en la silla que había usado Sophia y luego Natasha, cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, capituló la rigidez de su espalda, se dejó abrazar por el respaldo de la silla y se apoyó del borde de la mesa. Miró a la mayor de sus hijas y, sabiendo lo que acosaba con una devoción casi enferma, se preguntó, debido a la similitud que había entre ellas dos, si era un reflejo de cómo veía ella a Bruno. Le dio risa su propia ocurrencia porque, aunque le traía hambre al toscano, no era de la misma magnitud ni con la misma insistencia. Pensó en bromear con cómo parecía haber redescubierto el sexo, pero sabía que Emma se incomodaría de tal manera que podía llegar a tener una convulsión de puro estrés… y eso no las llevaría a ninguna parte, y pensó en preguntarle si pensaba continuar bebiendo, porque, aunque no estaba tan ebria como la vez en la que se había tragado ocho botellas de champán en Navidad del dos mil cuatro, no aprobaba tales comportamientos; no podía dejar de ser madre. Le hablaría sobre lo que en verdad le preocupaba, sobre la mirada que le había dedicado hacía un par de minutos desde la puerta, pues la noche, esa en específico, no era una como para dejar que un hombre la arruinara.

            —¿Piensas insistir? —Atacó Sara.

            —¿En qué? —La miró Emma a los ojos y frunció su ceño.

            —En esa amistad —contestó con un gesto despectivo.

            —¿Con Luca? —Sara asintió—. … faccia da culo —masculló.

            Sara enarcó la ceja derecha tan alto como pudo, mostrando, como pocas veces, la versión prototípica de la que Emma había sacado dicha mueca altiva. Aunque no pudo escuchar el principio, la ceja debía reprenderla por tal vulgar profanidad, pero se deshizo en una carcajada al saber que el alcohol provocaba tales expresiones en la más educada de sus hijos; nunca la había escuchado decir que alguien tenía cara de culo. Siempre le pareció que era un insulto gracioso.

            —No, no es guapo —concedió Sara.

            —Todavía no decido si es un camarón o una medusa —se encogió Emma nuevamente entre hombros.

            —Cosa? —rio Sara.

            —Sí, como lo oyes —suspiró—. No sé si es que tiene mierda en la cabeza o si es que habla por el mismo orificio por el que caga y que, por tanto, cada palabra que sale de su boca es una mierda tras la siguiente. —Sara intentó seguir su tren de pensamiento y los fundamentos de su metáfora, y, aunque no quiso, imaginó qué podría haber ocurrido como para que Emma lo estuviera comparando con animales de baja complejidad—. Intentó besarme hace un siglo y no sé por qué cree que aquel no, con los años, se convirtió en un —suspiró.

            —¿Te besó? —preguntó, intentando no escandalizarse más de lo natural.

            —Le habría rajado el escroto —dijo por toda respuesta y notó cómo su mamá fallaba en disimular el alivio con el que había suspirado—. Me despedí de él —se encogió entre hombros.

            —¿Y esa despedida te tiene así? —Se acercó a ella y le acarició la mano por sobre la mesa.

            —¿“Así” cómo? —La miró penetrantemente a los ojos como si desafiara su instinto materno, como si con tal desafío pretendiese distraerla de todo lo demás.

            —Possiamo sempre ballare un tango —se encogió entre hombros.

            —Me preguntaba qué pensaría papá —repuso Emma con la más falsa de las indiferencias.

            —¿Por qué te pondrías a pensar en eso? —Ladeó Sara su cabeza.

            —Masoquismo.

            —¿Qué crees que pensaría?

            —Seguramente sus cenizas se retuercen —se encogió entre hombros.

            —Qué pensamiento tan morboso —rio Sara nasalmente, pero Emma simplemente repitió su gesto—. En realidad, no importa —le dijo—. Para Franco nadie te habría merecido, hombre o mujer resultaría, por tanto, irrelevante. Además, en ningún momento se ha tratado de que lo que tú hagas gire alrededor de su felicidad, o de la mía, sino única y unívocamente de la tuya.

            —Lo sé, es solo que no pude evitar pensar en eso.

            —Siempre te has alimentado el alma de cosas que de sobra sabes que Franco no aprobaría, ¿por qué no debería esta ser la excepción? —resopló.

            —Es natural sentir que lo defraudé, ¿no?

            —Defraudar es el extremo opuesto a enorgullecer, cada uno tiene su espectro y el espectro es subjetivo —disintió—. Nunca has sido complaciente, ¿por qué empezar ahora?

            Sara alzó la mano para llamar la atención del mesero más cercano y le pidió dos copas de champán.

            —¿Piensas que te has equivocado? —le preguntó.

            —¿Con esto? —resopló, Sara asintió—. No, y no creo que lo haga —sonrió—. Es raro que nadie me cuestione este tipo de cosas.

            —¿Qué crees que diría?

            —Que estoy loca —resopló Emma.

            —No suena a algo que él diría —negó lentamente.

            —¿Qué diría sino? —Frunció su ceño—. Si no aprobó un noviazgo, mucho menos un… —suspiró.

            —Matrimonio —le dijo Sara—. A las cosas por su nombre —sonrió—. Creo que es el único término que puede ser utilizado bajo cualquier doctrina religiosa, legal y social.

            —¿Crees que la Nonna habría aprobado?

            —Insisto: ¿por qué, de repente, parece que necesitas aprobación de todos? —Ladeó su cabeza hacia el lado derecho.

            Emma se mordió los labios y respiró profundamente. Estuvo a punto de responder alguna memez sin precedentes, pero el mesero se asomó para colocar ambas flautas de cristal sobre la mesa.

            —No te voy a decir que la Nonna te está mirando desde el cielo y blah-blah-blah —enrolló los ojos—. Creo que la Nonna se habría opuesto a Marco y a Alfredo, creo que me habría reprendido por haberte dejado estar con ambos, porque en el fondo siempre supe que ninguno de ellos eran lo tuyo, que ninguno de los dos era para ti —«especialmente el último»—. Creo que la Nonna estaría conforme con cómo has resultado, con lo que has escogido hacer, con lo que te has dejado querer. Creo que il Nonnuccio habría tenido una condición para que hicieras lo que quisieras: que bailaras A Sunday Kind of Love con él —dijo, haciendo que Emma sonriera con una nostalgia que parecía haber olvidado—. Habrían preguntado acerca de tu descendencia, pero habrían entendido las razones, cualesquiera que estas fueran; habrían preguntado acerca de la mecánica doméstica, porque el funcionamiento del hogar cambia de acuerdo a tiempo y espacio, tú sabes: roles socioeconómicos y todo lo referente a las políticas de inferencia carnal; habrían escudriñado a Sophia y a su familia, por curiosidad y por el deber de proteger a su misma sangre —se encogió entre hombros y sonrió débilmente; los eufemismos le parecían extenuantes—. El resto no lo sabremos —rio nasalmente—. Ahora, no celebro tu estado de ebriedad —le dijo y, sin embargo, le acercó una de las flautas—, pero no hemos brindado por esto —sonrió—. Creo que esto es más importante que la resaca de mañana.

            Emma rio nasalmente. Mantuvo la mirada de su mamá en la suya, un efímero pero intenso segundo de incertidumbre y tensión; verde y verde se encontraron para saberse ultimadamente en armonía. Alzó la copa a media altura y la inclinó para, con un “Cin, cin” de por medio, apenas rozar el borde de la otra. Se guardó un segundo adicional para meditar por qué brindaba en realidad, pero, a decir verdad, en ningún momento necesitó de excusas, por lo que bebió dos sorbos; uno por el brindis, otro porque sí, y abandonó la copa frente al nefasto aderezo de aceitunas negras que, aparentemente, había sido el éxito del antipasti.

            —¿Te gustó la comida? —preguntó la del cabello recogido.

            —¿En verdad vamos a hablar sobre la comida? —resopló Sara.

            —¿Por qué no? —se encogió entre hombros.

            —Porque no la escogiste tú —repuso con tono socarrón—. ¿Qué te parece Bruno?

            —No lo escogí yo —contestó Emma con la ceja derecha por lo alto—. Es todo lo contrario a tu ex esposo —se encogió entre hombros.

            —¿Es eso algo malo?

            —Una mera observación —negó por lo bajo y se llevó el té frío a los labios—. Me cayó bien —sonrió ligeramente—, supongo que decidiste presentarlo en sociedad porque ya tiene su lugar dentro de la familia, ¿no es así?

            —Yo solo puedo sugerir, no puedo hacer que tú y tu hermana lo acepten solo porque a mí me gusta —se encogió Sara entre hombros.

            —“Te gusta” … —suspiró Emma, saboreando esas palabras con una sonrisa infantil—. No es obligación, eso lo sé —estuvo de acuerdo—, pero, si tú estuviste dispuesta a aceptar esto con Sophia, lo menos que te debo es consideración, ¿no crees?

            —No es lo mismo —disintió con una risita nasal de por medio—. Eso lo sabes.

            —¿Devoción de madre, celos de hija?

            —Lo suficientemente cerca —asintió—. ¿Estás contenta?

            —Bastante —asintió Emma.

            —¿Eres feliz?

            —Como pocas veces —asintió de nuevo—. Hace diez días, podría haber jurado que esto se iba a ir al carajo —suspiró, atragantándose con el nudo que repentinamente le constreñía la garganta.

            —Con la dosis de fatalismo que sueles agregarle a todo lo que tiene que ver con Sophia…

            —El miedo se apodera de mí, ¿qué quieres que haga?

            —Que hables con la boca, no con la cartera —rio Sara—. No todo el mundo habla tu mismo idioma.

            —Volterra tampoco ayudó —se justificó.

            —A cuál más inútil, entonces —se carcajeó.

            Emma simplemente se carcajeó, concediéndole la razón. Aceptó, en ese momento de lúcida embriaguez, que, estúpidamente, había dejado que su vida personal se viera invadida por las raíces ponzoñosas de un negocio con el que nunca había estado completamente de acuerdo, pero con el que había decidido dejarse llevar por la corriente por algo tan atroz como la comodidad. Nunca más, se dijo, y, con una determinación que debía infundir miedo en cualquiera, se puso de pie y caminó hacia la pista de baile. Tocó el hombro de Bruno y, sin decirle absolutamente nada, le hizo entender que quería bailar con Sophia. Él se hizo a un lado, en donde Sara fue a su encuentro para no dejarlo solo.

***

            Emma regresó con dos culottes, uno azul y uno negro, y con dos camisetas desmangadas. Se disculpó, no por la rareza del momento o la excentricidad de la acción, sino por nunca haber tenido ese tipo de detalles con ella. Se acuclilló a sus pies y le enfundó el azul hasta media pantorrilla, tomó el envoltorio amarillo y lo abrió hasta descubrir una toalla de absorción regular y de longitud más larga de lo normal, adhirió la toalla con la maestría que conservaba para esos días del mes desde que tenía doce, y terminó de enfundarle el culotte. Le ofreció alguna de las camisetas, pero Sophia se negó con inocencia. Emma le sonrió con un ligero asentimiento de por medio. Se metió en el negro con la mitad de la delicadeza con la que lo había hecho con Sophia, se adueñó de su toalla, odiándola como siempre, y respiró profundamente para intentar acostumbrarse al roce del algodón contra su sensibilidad. Se enojó por un microsegundo: «¿por qué carajo, si existen preservativos que incrementan las sensaciones alrededor del pene, no existen tampones que no duelan cuando se sacan secos?», porque odiaba las toallas, las detestaba, pero detestaba más la sensación de desgarramiento vaginal.

            Se decidió por el lado izquierdo de la cama, aquel en el que Sophia solía dormir, y, aunque le tomó algunos minutos acostumbrarse al hecho de que la rubia se había enrollado en el costado contra el que pocas veces se enrollaba, se sintió bien.

            —¿Cuándo quieres tu exfoliación y tu masaje? —resopló Emma, optando por algún episodio de House M.D. que ya habían visto.

            —Mañana —se encogió entre hombros un tanto indiferente, pues alguna red social la había atrapado sin más—. O el sábado.

            —Cuando me digas —supuso.

            —¿Viste la fotografía que puso mi hermana en Instagram? —La miró Sophia por la esquina de su ojo derecho.

            —No, no he tenido tiempo para nada —disintió y, acordándose de que debía enviar un correo, estiró el brazo para alcanzar su teléfono, pero no lo encontró—. ¿Me pasas mi teléfono, por favor?

            Sophia refunfuñó, pues sabía que se le dificultaría encontrar nuevamente la posición en la que estaba, pero, de igual modo, se lo alcanzó.

            —Sweet fuck! —la escuchó balbucear.

            —¿Qué pasa?

            —Son demasiadas notificaciones —rio.

            —Pues, a ello, Arquitecta Pavlovic —repuso Sophia—. Los correos no se contestan solos.

            —Kind of wish they could —suspiró—. Antes de que comience, enséñame lo que puso tu hermana, ¿sí?

            Sophia supo lo que eso significaba: Emma estaba a punto de ensimismarse por un lapso indeterminado de tiempo. Le mostró la fotografía de aquella niña a la que ninguna de las dos conocía en persona, Emma solo de nombre.

            —¿Y ella es…? —preguntó la arquitecta un segundo antes de devolverse a su teléfono.

            —No sé —se encogió entre hombros.

            —She’s cute —supuso.

            —No sé si son amigas o amigas.

            —¿Siendo la diferencia…?

            —Buddies or fuckbuddies —rio, y Emma la miró por la esquina de su ojo izquierdo—. ¿Qué? ¿Acaso no es eso plausible?

            —Todo es plausible —asintió—. Lo que no entiendo es por qué piensas que pueden ser fuckbuddies.

            —No importa la etiqueta, lo que importa es que a mi hermana o le gusta comer melocotones o le gusta que una mujer le coma el suyo. —Emma lanzó una carcajada demasiado sabrosa—. ¿Qué?

            —Ni a mí ni a ti nos sabe a melocotones en almíbar —contestó con una risa.

            —¿A qué me sabe? —Apretó la mandíbula, como si eso amortiguara una respuesta que no le gustaría escuchar.

            —A rico —le obsequió una arrogante y burlona sonrisa—. Los melocotones en almíbar me empalagan, tú no. Y, en lo que a tu hermana respecta, ¿qué tendría de malo si le gusta comer melocotones en almíbar, o que una mujer le coma el suyo, como tú dices?

            —Nada —respondió sonrojada—. Es solo que hay personas que somos capaces de sufrir en silencio… y mi hermana no es una de esas personas.

            —Sufrir en público tampoco es ganancia —le dijo.

            —Nadie en la familia desaprobaría si eso es, en efecto, lo que le gusta —frunció su ceño.

            —Nadie en la familia tiene por qué sacarla del clóset —se encogió entre hombros—. Si eso es lo que le gusta, y si eso que le gusta es con la mujer de esa fotografía, pues, todo a su tiempo.

            —Tú algo sabes —refunfuñó Sophia.

            —Yo lo sé todo —sonrió arrogantemente.

            —Sabes a qué me refiero.

            —¿Crees que tu hermana vendría a mí para contarme sus intimidades? —La miró de reojo—. Si te tiene a ti, ¿por qué venir a mí?

            —Puede ser que tengas razón —supuso, aunque no le creyó por completo.

            —De todas maneras, hipotéticamente hablando, si yo supiese algo sobre tu hermana, algo que no es de vida o muerte que lo sepas tú o que lo sepa tu mamá, no tendría por qué contártelo.

            —Ni que fuera crimen de confesionario o juramento hipocrático —resopló Sophia.

            —Cada quién es dueño de su privacidad, Licenciada Rialto, y cada quién la maneja como mejor le conviene —sonrió reconfortantemente—. Hipotéticamente hablando, si yo supiese algo de tu hermana, no solo respetaría el contenido de la información, sino también a tu hermana. Los secretos de la familia Papazoglakis y Rialto no tienen un Pavlovic de por medio.

            —Tú sabes algo.

            —Yo lo sé todo —reiteró como hacía pocos segundos, mas, esta vez, su sonrisa se vio interrumpida en cuanto leyó aquel nefasto mensaje que lo arruinaría todo—. Si llego a saber algo grave, te lo diré, de lo contrario… espera a que tu hermana te cuente —le dijo y, sin palabras de cortesía de por medio, se puso de pie mientras llamaba a sabía solo ella quién.

            Sophia no supo cómo sentirse al respecto, porque una parte de ella le daba la razón a la arquitecta, pero la otra parte de ella quería reclamarle por no compartir los secretos que sabía sobre una familia a la que no siempre había pertenecido; creía que tenía derecho a saber todo lo que ocurría en la vida de Camilla e Irene. Se enojó, pero su enojo radicó más en el hecho de que Emma necesitara privacidad para hacer aquella misteriosa llamada. Odió el hecho de que necesitara el pasillo y susurros para comunicarse con la otra persona.

            —Van a venir John y Volterra —dijo impasiblemente al entrar de nuevo a la habitación, mientras se abría paso hacia el vestidor.

            Sophia alcanzó a observar la manera en la que sus pulgares iban jugado con las cutículas del resto de sus uñas, cómo sus puños intentaban amasar su propia carne, y pudo jurar que, tras haberle informado que aquellos dos individuos llegarían, masculló alguna profanidad en lo que pudo haber sido la lengua del diablo mismo. Se puso de pie tan rápido como reaccionaron sus piernas y, evitando correr para no intensificar el momento, se detuvo bajo el umbral de la puerta. La encontró sentada en el diván, con el teléfono entre las manos y mirando un punto muerto y vacío en la vastedad de la monotonía del piso de sauce. Por un momento, no supo si permanecer quieta para no perturbar la poca estabilidad nerviosa que existía en aquel espacio, pero ella les tenía pánico a las cucarachas, no al temperamento de su novia. Pasó de largo y, al cabo de unos segundos, no más de un minuto, se sentó a su lado con el jeans y el sostén que recién se quitaba, unas medias y un suéter de cachemira gris. Esperó unos segundos a que Emma se acostumbrara a su invasiva presencia, esperó unos segundos más, y habló:

            —¿John, el abogado? —Emma asintió—. ¿Es personal o del trabajo?

            —De cualquier modo, nuestros traseros están en juego —suspiró.

            —¿Tiene solución?

            —Odio tener este tipo de razón —dijo por toda respuesta.

            —¿Me quieres ahí o quieres que me quede aquí?

            —Vendré por ti si te necesito, pero, mientras vienen, ¿te quedarías conmigo? —la miró por la esquina de su ojo derecho.

            —¿Está todo bien? —le preguntó la dulce voz—. Estás pálido.

            —Todo está bien —se aclaró él la garganta y apuró el vaso con agua—. Tengo que irme —le dijo.

            —No has comido, Alessandro —lo miró angustiada.

            —No pasa nada —disintió, poniéndose de pie y empujando la silla hacia atrás con sus piernas—. Lamento dejarte con todo servido.

            —No te preocupes —sonrió, incorporándose para acompañarlo a la salida—. Solo espera a que llame a Ray para que se despida de ti, ¿de acuerdo?

            Volterra asintió y, mientras se arrojaba la chaqueta encima, sintió cómo la sangre y los nervios alcanzaban el punto de ebullición que tanto había anticipado. Masticó una menta y se limpió el sudor de la frente con el pañuelo que llevaba consigo en el bolsillo trasero derecho. Le pidió a Pensabene que lo iluminara, que le trajera paz mental para poder pensar en cómo salir de ese agujero en el que él había metido al estudio, incluso pese a los cuestionamientos de su socia. Sintió que se iba a morir, porque, tal y como dicen, una película pasó frente a sus ojos; no obstante, se trataba la vida de la reputación del estudio, no de la suya. Maldita fuera la hora en la que había osado a ser ambicioso, maldito el momento en el que había decidido ser sordo y ciego. Creyó que estaba a punto de tener un infarto al miocardio, incluso llegó a tomarse del brazo izquierdo, pero ni el alma de Pensabene lo iba a dejar morir así, ni el poder de la autosugestión fue lo suficientemente fuerte, por lo que supo que, sí o sí, tendría que enfrentarse a aquel demonio por el que sabía que iba a tener que responder. Se recompuso como pudo ante los pasos que bajaban por las escaleras del brownstone.

            Era imposible, eso lo sabía, porque la genética de Pensabene no había tenido nada que ver en aquel hombre en potencia que lo miraba extrañado, como si lo juzgara por Pearl Harbor o por ser el principal causante de que los Jets ni siquiera clasificaran a los playoffs. Había heredado la nariz de Martha, un profundo alivio para la vanidad de su difunto mejor amigo, las entradas prematuras y eternas de su padre biológico, pero la mirada del hombre del cual llevaba su apellido. Por un momento, creyó estar viendo directamente a los castaños ojos de Pensabene.

            —Si en verdad te interesa la arquitectura —le ofreció la mano derecha, porque ya no era un niño al que se le revolvía el cabello y se le condescendía, sino un hombre al que se le rendía respeto con la más solemne marca caballeresca—, a ver qué día pasas por el estudio.

            —Gracias —repuso él a medida que sostenía su mano durante dos tiempos.

            Volterra le sonrió, esta vez con nostalgia, pues su timbre de voz era demasiado parecido al que recordaba en Pensabene. Se volvió hacia Martha y le extendió los brazos para envolverla en un abrazo amigable y febril.

            —Lamento dejarte con todo cocinado y servido —reiteró Volterra mientras caminaban hacia la salida.

            —No te preocupes —sonrió—. Antes de que te vayas, no me dejes en el aire con lo que me estabas diciendo.

            —¿Qué te estaba diciendo?

            —Hablabas sobre Camilla —sonrió.

            —Viene la otra semana —asintió—. Me gustaría que se conocieran.

            —¿Porque Flavio fue mi esposo o porque soy un sustituto de Flavio? —rio calladamente.

            —Ambas —se sonrojó.

            —Yo, encantada —le dedicó una sonrisa reconfortante y se alzó en puntillas para recibir un beso en cada mejilla—. Alessandro —lo detuvo antes de que se encaminara escaleras abajo—. Yo también extraño su osadía —le dijo—, pero ni tú ni yo tenemos por qué ser así —le acordó.

            Volterra asintió pensativo, como si entendiera lo que hacía tres años no había sido capaz de entender. Le guiñó el ojo derecho y continuó escaleras abajo para incorporarse a Madison. Ocho calles le servirían para calmar los nervios, para despejar la nubosidad mental que la llamada de Emma le había dejado, para berrear silenciosamente todos los porqués. Caminó a paso apretado, algo que no habría podido hacer si hubiera decidido ir por la Quinta Avenida, y, ocho minutos más tarde, se encontró frente a los andamios que obstaculizaban la mitad de los andenes colindantes al 680.

            Fue interceptado por el conserje de turno, un hombre de mediana edad que se tomaba su trabajo con demasiada seriedad, y Volterra estuvo a punto de revelarle todos los secretos de la humanidad, pero el teléfono de recepción sonó para informar que, en efecto, esperaban la “compañía” de Alessandro Volterra y John Rogers. Viajó hasta el onceavo piso a solas y en silencio, con espasmos en las yemas de los dedos, indeciso, con el teléfono entre las manos, sobre si buscar refugio en Camilla, pero, antes de que pudiera siquiera abrir el contacto en WhatsApp, las puertas del ascensor se abrieron de par en par y no le quedó más remedio que ir al encuentro de la puerta blanca. Llamó dos veces y esperó.

            —Vine en cuanto pude —se excusó en cuanto Emma le abrió la puerta.

            —John viene en camino. Pasa. —Se hizo hacia un lado y cerró la puerta tras él.

            Volterra recordó todas las veces que había estado en aquel apartamento, la mayoría databan antes de que Sophia y Emma se involucraran sentimentalmente; desde entonces, había ido dos veces: la primera, luego de que Sophia renunciara; la segunda, cuando lo de Oceania. Miró la mesa del comedor, prístina y brillante, como si nunca fuese utilizada con propósito, y recordó todas las noches que habían dejado él y Emma sobre planos varios. Se volvió hacia su derecha y observó cómo la rubia cabellera se acercaba a él con la intención de saludarlo.

            Emma miraba hacia el exterior, hacia esa porción de Central Park paupérrimamente iluminada. Bebía, a sorbos cortos, un Martini recién hecho. Sus dedos índice y medio de la mano derecha anhelaban un Marlboro rojo.

            —¿Quieres algo de beber? —le preguntó Sophia ante la ineptitud hospitalaria de Emma.

            —No, gracias, todavía no ceno —sonrió agradecido.

            —Son las nueve y media —repuso su descendiente—, ¿a qué hora piensas comer?

            Volterra rio nasalmente; el tono de la pesquisa le acordaba a Camilla.

            —Ven, te preparo algo rápido —sonrió Sophia, tomándolo por el brazo y guiándolo hacia la cocina.

            —No, no te preocupes, ya comeré algo luego.

            —Nada de eso —disintió, bordeando la barra desayunadora—. No te ofrezco nada muy gourmet —le advirtió—. Un grilled cheese como mucho.

            —Perfetto —sonrió él y tomó asiento a la barra.

            Al cabo de unos segundos, mientras Volterra acosaba el ir y venir de Sophia, Emma se sentó a su lado y se aclaró la garganta; solo ella podía acosarla con tanto descaro, y le era indiferente si él lo hacía porque se sentía con el derecho paternal de hacerlo, y le era incluso más indiferente si lo hacía porque le acordaba a Camilla.

            —Sé lo que estás pensando —murmuró él.

            —No me digas —masculló Emma y le dio el último sorbo a su Martini.

            —Este es el momento para que me digas todos los “yo te lo dije”, “yo te lo advertí”, etc. —asintió.

            —Mírame —le dijo con tono reacio y, en cuanto la miró, alzó la mano derecha a la altura de su propio hombro—. Aquí está lo importante —señaló su mano con el índice izquierdo—, aquí está lo importante —insistió—. Necesito que nuestra conversación se eleve a esto —señaló de nuevo—. Todo lo que está aquí abajo —removió el aire a la altura de su muñeca—: quién tiene la razón, quién dijo qué, quién hizo qué, da igual. No me interesa que me des la razón, me interesa estar preparada para cualquier mierda que nos pueda caer, ¿está claro?

            —Come l’orzata di cipero —asintió.

            —Aquí —le acordó con su mano, y él asintió—. Ahora, ¿qué quieres de beber? Porque traes una cara de los mil demonios. ¿Te ofrezco un whisky, un vodka, una copa de vino?

            —¿Tienes tinto? —Emma asintió—. Tinto, por favor.

            Emma se retiró, bordeó la barra y pasó detrás de una Sophia que engrasaba una sartén con mantequilla sin sal. Acosó su ajustado derrièrre con descaro y sin reparo, como si quisiese hacerle saber a su socio que aquel cuerpo y aquella melena era suya y de nadie más, como si le acordase al calvo que, mientras su rubia (Sophia) le hacía la cena, la suya (Camilla) dormía plácidamente en el último piso del 156 de la Via Cavour. Le susurró algo al oído, a lo que Sophia respondió con un asentimiento y un nervioso encogimiento de hombros que le puso la piel de gallina. Colocó una copa frente a su socio y vertió del Pomerol que Sophia había accedido a compartirle. Emma se sirvió un Collins con hielo y Grey Goose.

            Unos minutos más tarde, un plato con dos grilled cheese aterrizó frente al Arquitecto. El de la derecha era como a Emma le gustaban: pesto rojo, münster, cheddar blanco y mozzarella; el izquierdo era como a Sophia le gustaban: pesto verde, pancetta, mozzarella, provolone y suizo.

            Conversaron un poco sobre vanidades y banalidades para disipar un poco la tensión que emanaban los arquitectos allí presentes, como si el estudio y la paternidad no fueran los elefantes rosados en el ahí y en el entonces. Volterra felicitó a Sophia por la manera en la que había logrado encontrar el punto perfecto de tostado y crujiente del pan y confesó que no sabía cuál de los dos había sido el mejor, si el de pesto rojo o el de pesto verde, pero él no se opondría a ninguno si en algún momento decidían invitarlo. Fue ahí, en esa conversación, que surgió la idea de una cena previa a la boda, una en la que se reuniera toda la familia, una a la que él estaba cordialmente invitado.

            John llegó faltando diecisiete minutos para las diez, hora a la que Sophia, con una disculpa de por medio, se retiró con la intención de entregarse al Sueño.

            Tiempo antes, mientras Volterra caminaba por Madison Avenue en dirección al 680, Emma, le explicó a Sophia un poco sobre lo que le preocupaba. Era complicado, o, al menos, así sonaba… especialmente porque era algo que no estaba sucediendo en ese momento, sino que sucedería en un futuro de tipo tentativo, para el cual debían estar preparados los tres socios del estudio. Ella escuchó atentamente a cada detalle que Emma decidía compartirle, porque sabía que había cosas de las que no podía hablar, y eso lo entendía, incluso intentó seguirla a través del fugaz viaje por la copia del contrato que el estudio tenía con TO. Preguntó una tan sola cosa: “¿qué es lo peor que puede pasar?”, a lo que Emma respondió: “prefiero tener que pagar hasta el último céntimo, así sea que deje al estudio en la quiebra y tenga que azotar de mi bolsillo, a que arrastren mi nombre y la reputación de todos por todo el territorio nacional”. Se guardó el resto de las preguntas, aquellas que indagaban sobre los porqués de aquel contrato y sobre el tercer socio, pues eso, a ella, no le incumbía.

            Puso la cabeza sobre la almohada, bostezó y fingió quedarse dormida. Se enrolló contra las almohadas como si fueran un sustituto real de Emma, clavó la nariz en su almohada para sentirse arrullada por el aroma de su cabello, dio giros, vueltas y piruetas, pero no logró dormirse. Se le hizo eterno, el tiempo se estiró de tal modo que, en una hora, pensó que estaría a pocos minutos de amanecer. Puso una película en Netflix, algo para que la acompañara mientras intentaba dormir entre los bostezos de evidente cansancio; comenzó a leer March Violets desde el teléfono, llegó al séptimo capítulo sin quedarse dormida.

            «‘A man’s vanity gets in the way of serving the needs of another male…’», leyó mentalmente y se detuvo en cuanto escuchó cómo Emma, en la distancia, le acordaba a Volterra que debía mantener la conversación al nivel que señalaba la palma de su mano. Llegó al nivel 815 de Candy Crush cuando el reloj apenas señalaba dos minutos sobre la medianoche. Odió el hecho de que en seis horas tenía que despertarse. Empaló el teléfono con el cable, lo hizo a un lado, y se dedicó a ver a Smith en el catorceavo episodio de la cuarta temporada de House M.D. «Vaya chabacanería…», fue lo último que pensó. No supo si lo soñó o si estaba más en el aquí que en el allá, no estaba cien por ciento consciente, pero escuchó más sobre el tercer socio, sobre la ausencia de este, sobre dicha ausencia siendo un problema tan grande como las implicaciones legales y financieras que querían combatir en el futuro.

            Abandonó Netflix, o más bien a la idea más pedante de Sherlock Holmes con la que se había encontrado y se encontraría jamás, y navegó por el contenido cinematográfico de iTunes del que era dueña simple y sencillamente por ser un parásito de la cuenta de Emma. Ojeó la lista de películas que Emma había considerado útil poseerlas para no depender de Netflix o de cualquier otro servicio de online streaming o cable. «Shawshank… Green Mile… Philadelphia… Bridges of Madison… Kramer… Brokovich… Death Becomes Her… Harry Potter… Harry Potter… Harry Potter… friggin’ Harry Potter… Forrest Gump… Gone With the Wind… Titanic… Breakfast at Tiffany’s… Casablanca… Billy Elliot… King’s Speech… Pixar, Pixar, Pixar… Met Opera, Met, Met, Met… Schindler’s… Goodfellas… Silence of the Lambs… Amelie… The Pianist… Artist… Slumdog… Keyser Soze… Strangers on a Train… Steel Magnolias… Sleeping Beauty… Hocus… Hercules… Fantasia… Toy’story… Seven… Last Tango… ‘Bout Eve… Met Opera again… Clueless… Harry Potter… Future Sex Love Show». No sonrió sino hasta el último; se había olvidado por completo de él, de cuando Emma había decidido alimentar su fanatismo por él, y se odió por nunca haberlo sabido aprovechar.

            Recordaba haberlo visto en HBO a finales de noviembre de aquel año, y revivió aquella sensación que había vivido en febrero de ese mismo año. Le dio risa saberse igual que su prometida, una fanática, una fiel seguidora, pues, en aquel entonces, y gracias a que había sido sabia con sus regalos de cumpleaños del año anterior, había ahorrado lo suficiente para comprar un pase a la pista del Philips Arena para derrochar cada una de sus hormonas heterosexuales, de las hormonas que gritarían el deseo de un hijo suyo, pero que, sin embargo, se conformarían con una sonrisa perdida, un efímero contacto visual, una mano, una gota de sudor.

            Se le erizó la piel con el clamor estrogénico que había supurado el Madison Square Garden, el mismo, pero a mayor escala, que el que había colmado aquel lugar al que ella había asistido con tres compañeras de la licenciatura, dos de las cuales ya no recordaba ni sus nombres ni sus caras. En aquel entonces, la luz roja le pareció, y le seguía pareciendo, tan erótica como osada, digna de acompañar la canción con la que había abierto el concierto. Era su himno sexual, era lo que su cabeza reproducía cuando sabía que Emma jugaba a seducirla con sus arranques altivos y descarados.

            Recordó, reconfirmó y reafirmó su gusto por Like I Love You y quiso ponerse de pie y aplaudir y gritar en su solo de baile; seguir gritando con el interludio de My Love; matar a Cameron Díaz con la parte acústica, pero saber apreciarlo si lo aplicaba a la mujer que le acordaba a Volterra que debían mantener la conversación a cierto nivel; corear el “now drop that shit right now” para acceder a la melodía orquestal original. Amó el segundo solo de baile, el que le había hecho saber que no había nada más sensual que un hombre vanidoso, vestido de traje, que supiera bailar. Y luego empezó a hablar de cuán agradecido estaba con fulano y mengano, por lo cual su nivel de adrenalina se fue al carajo y no llegó a escuchar Señorita. No supo si soñó con Until The End of Time, porque pudo haber sido la interpretación del concierto que había abandonado en el televisor, tampoco supo si había sido con o sin Beyoncé.

            De repente, recobró la suficiente cantidad de conciencia como para saberse a oscuras y en silencio, y, al no escuchar voces graves y carrasposas de acentos americanos a lo lejos, buscó a Emma en el lado en el que solía buscarla siempre. Se acordó, así fuese vagamente, que habían decidido intercambiar lados. La buscó al otro lado de la cama y tampoco la encontró. Respiró profundamente, ahogando así el minúsculo enojo que le daba el saberse sola. Bostezó.

            Se puso de pie con los tambaleos propios de la ebriedad etílica y somnífera, se restregó el rostro con ambas manos, se estiró en puntillas y salió de la habitación. En efecto, las luces de la sala ya estaban apagadas. No supo por qué, pero su primer instinto fue buscarla en el dormitorio de huéspedes, como si tuviese la mínima sospecha o esperanza de encontrarla sobre la banda sin fin o dormida en aquella cama. Esto último la enojaría demasiado. Suspiró, aliviada, en cuanto encontró la habitación vacía y a oscuras.

            Bastó con que colocara la palma de su mano contra la puerta que daba a la habitación del piano para sentir las vibraciones que se contenían entre las cuatro paredes que resguardaba. Asomó la mirada por entre el resquicio que había logrado abrir sin alarmarle la espalda y la miró y la escuchó tocar las últimas notas de aquella pieza de Rachmaninoff que, aunque le gustaba, le asustaba. La observó llevarse el Collins a los labios. Fue como sumar dos más dos: Emma estaba preocupada.

            Después del sorbo, colocó el vaso junto a la pata izquierda frontal del banquillo y se devolvió al teclado. Apretó algunas teclas, algunos acordes que desconocía, que nunca había escuchado, que, como podían ser de Chopin, podían ser de Shostakovich. Le gustó cómo la melodía se fue intensificando poco a poco, tanto en términos de fuerza y velocidad como de violencia contra el teclado; siempre la mano izquierda iba y venía más rápido que la derecha, siempre sus dedos izquierdos parecían ser más ágiles que los derechos. Se le aceleró el corazón, nunca le dejaría de asombrar lo fácil que lo hacía ver, lo bien que le quedaba lo clásico y lo popular por igual, lo rápido y lo lento, lo intenso y lo relajado, lo izquierdo y lo derecho; y nunca se cansaría de ver cómo, con recato, se mecía su espalda encorvada y cómo, con la cabeza, parecía decir no una y otra vez para luego decir una y otra vez. Reconoció eso tan característico de las piezas clásicas, esa cualidad cíclica que poseían, en la cual retomaban el inicio como parte del final. Terminó explosivamente, cuando menos lo esperaba a pesar de haberlo estado esperando desde hacía rato, y la notó cansada, tan jadeante como la dejaba la banda sin fin.

            Emma se volvió apenas sobre su hombro derecho, abusando, más que nada, de su visión periférica mientras cerraba el teclado. Se puso de pie, llevándose consigo el vaso que no pretendía dejar en el suelo y, antes de beber el contenido, balbuceó un claro y tajante na zdravie. Dejó el vaso en la mesa de café y encaró a una Sophia que ya había abierto la puerta; la esperaba con toda la intención de preguntarle si todo estaba bien; sin embargo, antes de que pudiera siquiera hacer vibrar sus cuerdas vocales, la tomó por la cintura y le clavó un beso cuyo único propósito era dejarla en estado de estupefacción.

            —What are you doing up so late? —siseó a ras de sus labios.

            No dejó que le contestara, porque no era necesario, porque sabía la respuesta, porque había fallado en honrar aquel acuerdo al que habían llegado hacía un año: si quería salirse de la cama, tenía que despertarla y decirle; no era nada complicado. La besó de nuevo.

            Sus labios le supieron a hielo, a lima y a ese mezquino sabor que dejaba el vodka tanto en la lengua como en la nariz. No estaba ebria, eso lo supo por cómo supo apagar la luz de la habitación de la que no había terminado de salir y por cómo, a oscuras, la forzó a horcajadas a la altura de su cadera y la cargó hasta la cama. Su subconsciente recordó la amenaza de hacía horas, aquella que iba por la línea de «como no me metas mano…», mas su cansancio y sus eternas ganas de dormir preferían saber la hora para estar al tanto de cuántas horas de placer onírico le quedaban y, sin embargo, sus labios prefirieron dejarse llevar por lo que fuera que los de la arquitecta dictaran.

            No supo qué pasó, o cómo, pero, de un momento a otro, se supo acostada sobre su costado izquierdo, encarando la pared que había encarado aquella primera mañana que había amanecido en esa cama. La respiración de Emma le aterrizaba en la nuca y en el hombro derecho, y su mano empuñaba su camiseta.

            —¿Está todo bien? —musitó Sophia, esperando una afirmación para poder dormir tranquila.

            —Ahora no —susurró ella, constriñéndola con su brazo para enterrar su pecho en su espalda—. Hablaremos sobre el desayuno.

            —Odio esa condición —balbuceó con un pie en el allá y con otro en el más allá.

            —Es una invitación a Penelope —sonrió contra su nuca—. O a donde quieras.

            —Todo abre a las ocho —logró decir antes de caer nuevamente inconsciente.

            —Duerme hasta las siete —le dijo, sabiendo perfectamente bien que era lo último que escucharía.

            —Bene…

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