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Antecedentes y Sucesiones - 22

en Lésbicos

«Taza y media de harina, cucharada y media de azúcar, cucharadita y media de baking powder, tres cuartos de cucharadita de baking soda, un cuarto de cucharadita de sal», dijo mentalmente mientras vertía los mencionados ingredientes con cuidado y con dudas, pues sabía el riesgo que había en simplemente cortar una receta por la mitad: había demasiado margen para cometer errores estúpidos por las absurdas medidas que resultaban. «Ahora, ¿en dónde mierda hay un frullino en esta cocina?», frunció su ceño, y llevó sus dedos a sus labios para darle esos pensativos golpes suaves mientras veía las cuatro posibles gavetas. Entrecerró la mirada al tener ya sólo dos opciones, y, como no sabía exactamente qué la había poseído ese día, abrió las dos gavetas de golpe con un «¡já!» de por medio, como si quisiera asustar a algo, pero sólo dio cuenta de que el frullino no estaba en ninguna de esas gavetas sino en la gaveta en la que sólo había frullini y spatole. «Oh, so stupid». Definitivamente esa cocina ya no era suya. Y se rio. Había siete frullini distintos. Estaba el genérico en cuatro tamaños distintos. Había uno demasiado parecido al genérico pero éste era más cuadrado de los alambres, y los alambres eran más largos y le daban una forma más angosta. Había un frullino que parecía haber sufrido un accidente, pues era como el genérico pero aplastado. Había uno que parecía haber sido víctima de la locura, con un alambre enrollado alrededor del otro. Estaba otro que parecía de aquellos artefactos que masajeaban la cabeza, sólo que éste carecía de curvaturas en los alambres. Había uno que iba en forma de espiral, y, el último, era como una inception; era un frullino genérico que tenía, en el interior, una bola de alambre con una bola metálica adentro, parecía estar enjaulado. ¡Y espátulas! “N” cantidad de espátulas de “n” tamaños, de “n” distintos materiales, y en “n” cantidad de formas.

                Tomó el frullino genérico, porque la lógica le dijo que hacer hot cakes debía ser a prueba de estúpidos y para todo aquel que careciera de aquellos frullini que sabían sólo «Martha Stewart», Dios, y Sophia para qué servían.

Mezcló los ingredientes secos rápidamente, hizo un agujero en el centro de aquellos polvos, y dejó ir «taza y media de buttermilk, un cuarto de taza de leche, un huevo enorme porque eran tres huevos para la receta completa y no existen medios huevos, quizás sólo en mi hermano, y un tercio de la barra de mantequilla ya derretida». Se tomó un momento para pensar bien su siguiente movida, porque hacer hot cakes podía ser a prueba de estúpidos, pero su maña y su truco debían tener, y se acordó de cuando Sophia le había hablado sobre cómo se debía tratar un agente leudante en una mezcla. «Dijo que era para que produjera dióxido de carbono porque eso iba a hacer que se “levantara”», y era por lo mismo que no se podía batir demasiado la mezcla, que el movimiento debía ser más de incorporar y envolver que de batir.

                Y luego vino la pregunta del millón: ¿los mantenía clásicos o les agregaba algo más? Tenía moras azules, frambuesas, y fresas, y tenía las chispas de chocolate semidulces, de aquellas que Sophia había utilizado hacía dos o tres semanas para hacerle galletas a Phillip. Ah, pero, como ella iba a comer lo mismo, prefirió no agregarle nada. Egoísta, ella lo sabía, pero le importaba muy poco, o quizás sólo era porque inconscientemente sabía que Sophia no era entusiasta de un carbohidrato que tuviera un trozo de fruta en medio. Lo mismo aplicaba para las chispas de chocolate, o así pensaba su cerebro para esa ocasión específica. Y no se equivocaba.

                Se aseguró de que la sartén estuviera caliente para colocar aquellos moldes que servían para no atentar contra su OCD, pues, si el hot cake no era circular, le costaba demasiado comérselo. Y, con un rezo de «please, don’t let me fuck this up», tuvo la paciencia y la sabiduría necesaria como para esperar a que a aquella masa se le materializaran diminutas burbujas en el lado crudo, lo cual significaba que era momento para retirar el molde y darle la vuelta a los hot cakes con demasiado cuidado para no estropear la perfecta circunferencia.

                Escuchó cuando el agua de la ducha dejó de correr, «justo a tiempo», y escuchó el distante suspiro que siempre salía de Sophia, la leve congestión nasal, y un silencio que significaba que estaba por terminar de secarse dentro de la ducha.

Mientras Sophia hacía el torpe ritual acelerado de humectar su piel, Emma se encargaba de sacar los dos platos blancos de orilla roja para repartir los cuatro pequeños hot cakes en dos torres para que mantuvieran el calor mientras se encargaba de hacer cuatro más, y arrojó un par de fresas, un par de frambuesas, y una que otra mora azul para que no se viera tan vacío, y espolvoreó ambos platos con un poco de azúcar glas.

Calculó el momento en el que la rubia se metería en las primeras prendas de ropa, y sólo fue hasta entonces que decidió empezar a hacer aquel Latte al que muy probablemente le haría una rosetta por motivos de facilidad y de rapidez.

                Sophia escuchó el sonido de cuando la leche fría entraba en contacto con el vaporizador, y, con su mano a los botones de la manga izquierda de su blusa gris carbón, sonrió por saber que Emma no se había ido sin despedirse una segunda vez, en especial porque le hacía un Latte, que no era que ella no supiera cómo hacerse uno, era sólo que no sabían igual; sabía a simple café con leche y necesitaba azúcar, pero, cuando era Emma quien se lo hacía, no sabía por qué era que no necesitaba nada para endulzarlo.

Se apresuró a meterse en su falda lápiz negra, a maquillarse ligeramente, sólo para darse un poco de vida porque ella no recurría al engañoso arte del “contouring”, y se subió a su Pigalle Spikes negros para completar su look.

— Todavía estás aquí —le dijo con una sonrisa mientras peinaba su melena con sus dedos y taconeaba hasta la cocina.

     — Aquí es en donde tengo que estar —asintió, colocando el segundo plato sobre la barra.

     — Hiciste desayuno —ensanchó la mirada por asombro.

     — Cuando te vistes así… —asintió de nuevo, y colocó el Latte al lado de uno de los platos y un vaso con agua al lado del otro—, todo el edificio sabe que tienes una reunión importante.

     — ¿Y qué tiene que ver eso con que hiciste desayuno? —rio nasalmente, llegando por fin a la barra para tomar asiento en el puesto que estaba el Latte.

     — Dos cosas, y digo dos puntos —le dijo, bordeando la barra para tomar asiento junto a ella—: la primera es que parece que las faldas están estrictamente reservadas para las reuniones con ellos —rio—, y la segunda es que nunca hay un tiempo estimado para la duración de una de esas reuniones —sonrió, «si es que se le puede llamar así a lo que vas hoy»—. Así que, básicamente, me estoy cerciorando de que te vas con el estómago lleno… porque quién sabe si vas a almorzar.

     — Qué poca confianza me tienes —resopló.

     — No es falta de confianza —sacudió su cabeza mientras colocaba la servilleta de papel sobre su regazo y tomaba el cuchillo y el tenedor entre sus manos—, es sólo que soy realista… y te conozco.

     — Ay… —rio guturalmente, y se acercó a Emma con esa sonrisa inocente—. Gracias por mi desayuno —susurró con la resaca de la pequeña risa.

     — Buen provecho —repuso, y le dio un beso en su cabeza.

     — Buen provecho para ti también —reciprocó los deseos, y, como siempre, recostó su sien sobre el hombro de Emma—. Te crecieron bastante —sonrió, tomando la jarra de miel de maple para verter un poco sobre aquella torre.

     — Lo sé, y hoy no estoy aparentando ser una copa más pequeña —dijo seriamente, pero ella sabía que se refería a los hot cakes.

     — Así veo —rio, desviando su mirada hacia el busto de Emma, y, en cuanto colocó la jarra de miel sobre la barra, llevó su mano a su seno izquierdo para apreciar el tamaño de aquella mañana—. ¿Tienes que ir a sacar algún permiso? —preguntó, apretujando un poco.

     — No —rio nasalmente, viendo cómo, después del apretujón, empezaba una circular caricia—. Segrate no va a estar en la oficina, y la blusa me deja —le explicó, tirando un poco de su blusa para que notara que era un tanto floja a pesar de ser de su talla.

     — Polka dots —dijo, presionando suavemente uno que otro punto azul oscuro entre aquel mar blanco—, me gustan.

     — Creo que es lo único que tengo con puntos —le dijo como comentario al azar.

     — ¿Necesitas más con puntos?

     — Soy más de manchas y rayas —sacudió su cabeza, y le tomó la mano para llevarla a sus labios—, ocasionalmente de cuadros.

     — No, tú eres más de sólidos —sonrió ante los besos que aterrizaban en sus nudillos.

     — Mmm… —elevó su ceja derecha—, muy cierto, Licenciada Rialto.

     — ¿Te puedo preguntar algo? —susurró, viendo a Emma besar el último nudillo mientras asentía—. Are you wearing panties?

     — Ah, lo preguntas por la falda —rio suavemente, pues su falda era color crema, que era de esos colores que podían ser muy, poco, o nada transparentes.

     — Claro, necesito saber si debo acosarte cuando te levantes —asintió.

     — Sí —respondió la pregunta inicial, devolviéndole su mano—. Ahora, cómete tu desayuno, por favor —le dijo, señalándole su plato—, ¿o tengo que alimentarte?

     — Eso sólo puede llegar a ser aceptable cuando estoy enferma —repuso, irguiéndose rápidamente para cortar el primer trozo de aquella torre—. ¿Alguna idea de lo que quieres cenar?

     — ¿Qué te parece si me dejas la cena a mí? —dijo, vertiendo miel de maple sobre su torre de hot cakes.

     — Mmm… —musitó, intentando masticar para poder tragar más rápido.

     — ¿”Mmm” qué?

     — Estoy intentando encontrar una razón para entender por qué quieres hacer eso.

     — ¿De qué hablas?

     — Tú cocinas en ocasiones especiales; mi cumpleaños, cuatro de julio, black friday

     — Ay —dibujó una expresión de vergonzoso dolor—, tú sabes que yo prefiero conservar mi dignidad a pagar menos por algo… black friday no es una ocasión especial —«I’m not a sales-whore».

     — Por lo mismo —resopló—, es el día en el que ni loca sales de la casa.

     — Pero ni a la esquina —estuvo de acuerdo.

     — Pero porque en la esquina está Barneys —rio.

     — Touché.

     — Entonces, ¿cuál es la ocasión? ¿Qué celebramos?

     — Nada —sacudió su cabeza, y atacó nuevamente el tenedor—. Es sólo que sé cómo son ese tipo de reuniones —se encogió entre hombros, y empezó a masticar—. Son del tipo de personas que prefieren invertir diez horas en un día a invertir dos horas por cinco días.

     — Entonces sí sabes que va para largo —murmuró.

     — Lo supe desde que ellos te llevan desde TT —asintió—, no es lo mismo que tú llegues a Teterboro, o a que tomes un vuelo comercial, a que si ellos te llevan de TT a Teterboro en helicóptero para luego llevarte a D.C. en jet privado…

     — Es bastante —le dijo Sophia como si no hubiera escuchado nada de lo anterior—, es un lugar muy grande.

     — Pero acuérdate de que la mitad ya está hecha, tú sólo tienes que completarlo, y yo voy a estar para ayudarte.

     — Tú tienes lo de Oceania.

     — Te diré lo que vamos a hacer —sonrió—. Cuando tú te aburras de trabajar en la Old Post Office, o que sientas que se te ha empezado a freír el cerebro, yo lo tomaré… y tú harás lo mismo por mí.

     — Suena a que es un muy buen plan —asintió—, pero lo de la Old Post Office lo quieren para esta semana, ¿recuerdas?

     — Cierto.

     — ¿Tú avanzaste ayer con lo de Oceania?

     — Sí, terminé los renderings de la Owner’s Suite, y ya con eso tengo tres opciones completas de paleta de colores y de organización posible de todas las habitaciones —asintió.

     — ¿Y las áreas de comida?

     — Ya tengo ideas para los nueve espacios más grandes, ya comencé a trabajar en el comedor principal, y el Spa que tengo el concepto a medias. El vestíbulo, los bares, el gimnasio, la biblioteca, el Internet Center, y el Culinary Center, ya están listos y aprobados…

     — Eso ya debe ser la mitad o más de la mitad, ¿no crees? —dijo un tanto sorprendida, pues le parecía que era bastante para el poco tiempo que tenía de estar trabajando en eso, y que la información le había llegado por partes.

     — Sí, creo que sí —asintió—. Lo que atrasa es lo de los materiales… tengo que encontrar el imposible “bueno, bonito, y barato” —rio.

     — A veces es más fácil descubrir la alquimia —estuvo de acuerdo.

     — Creo que por eso es que me gusta mucho trabajar con TO —se encogió entre hombros, y llevó el tenedor nuevamente a su boca—; hasta el espacio más barato tiene que gritar lujo, elegancia, pulcritud, y comodidad…

     — Creí que Oceania era una de las líneas más lujosas —rio.

     — No me malinterpretes —sacudió su cabeza—, quizás no es de las diez más lujosas porque las más lujosas tienden a ser yates y no cruceros —rio—, pero sí lo son…

     — ¿Entonces?

     — Si yo digo “sábanas Frette en todas las habitaciones”, es noventa y nueve por ciento seguro que se mueren de risa y después me mandan al carajo —sonrió.

     — ¿Frette en todas las habitaciones? —resopló retóricamente la rubia—. No creo que exista alguien tan loco como para decirte que sí.

     — Supongo que tendremos que hospedarnos en TIHT para que veas que hay alguien tan loco como para decirme que sí —sonrió—. Anyway, el tema era la cena.

     — Cierto —balbuceó contra el borde de su taza.

     — Tomando en cuenta que no sé si vas a almorzar, ya sea porque se te olvidó, o porque no te dio hambre, o porque no te dio tiempo, y que no creo que vengas antes de las cinco… no me parece justo que tengas que venir a cocinar cena —sonrió.

     — No tienes que cocinar, podemos pedir algo…

     — No voy a quemar el edificio, si es que eso es lo que temes —elevó su ceja derecha.

     — Pizza —repuso—, tengo días de estar queriendo comer pizza.

     — Pizza… —sonrió, «no es langosta termidor, eso es bueno».

     — Ya que sabes abusar de los agentes leudantes —suspiró—, una pizza de masa alta no estaría nada mal.

     — ¿Ingredientes?

     — Necesitas harina, sal, azúcar, agua… —dijo, y Emma sólo colocó su dedo índice sobre sus labios.

     — Me refería a los ingredientes que quieres encima de la capa de queso —susurró con una sonrisa.

     — Vegetariana, sin aceitunas —susurró alrededor de su dedo, conteniéndose las ganas de abrir sus labios para poder succionarlo con lascivia—; red onions, green peppers, mushrooms, and small tomato chunks.

     — Así será —sonrió, retirando su dedo de sus labios para compensarle la interrupción con un beso.

     — ¿Estás emocionada? —le preguntó, devolviéndose a su desayuno.

     — Un día entero sin ti… no veo cómo eso puede emocionarme —sacudió su cabeza mientras empalaba una fresa y una frambuesa con su tenedor. «That’s just painful».

     — Me refería a las entrevistas con tus potenciales internos —sonrió sonrojada.

     — Ah, eso —frunció sus labios—. ¿Debería emocionarme?

     — Es cuando la esclavitud es legal y no necesariamente racial —asintió.

     — ¿Tú crees que esclavizo a Gaby?

     — ¿Eso a qué viene? —frunció su ceño, y se volvió hacia Emma con la mirada.

     — Es sólo una pregunta.

     — Creo que nunca he sabido de un esclavo al que su jefa lo manda de vacaciones pagadas a Hawái, o que, si va a pedir almuerzo, le dice que se compre algo también, o que, de cumpleaños y navidad, le regale una gift card de quinientos dólares en Neiman Marcus —rio—. Y tampoco creo que sea de un “esclavo” ganar más que el Paisajista del estudio.

     — Bueno, si lo pones así… —rio nasalmente luego de haber tragado el sorbo de agua.

     — Es como tú dices: Gaby es más que una secretaria.

     — Hace más que sólo contestar teléfonos y tomar recados —asintió.

     — Nunca me has dicho cómo o por qué la contrataste —le dijo, intentando alargar el arte del “small talk”.

     — Hubo una época en la que tenía bastante trabajo, y, una vez, me pasó que me confundí de reuniones y llegué con el material que no era —se encogió entre hombros—. Volterra fue quien me dijo que teníamos dinero suficiente para contratar a alguien que me ayudara, y así fue… entrevisté como a quince antes de que Gaby llegara.

     — ¿Y por qué la contrataste?

     — La contraté porque fue con la única persona con la que tuve una conversación banal, quizás porque ya estaba aburrida de escuchar lo mismo —«de cuántas palabras por minuto podían escribir, si podían trabajar sólo con Office o si también con iWork, de sus ilustres referencias»—, y pensé que sería bueno contratar a alguien joven y sin experiencia porque no tenía muchas mañas, sino era porque no tenía ninguna, y era más fácil que hiciera las cosas a mi modo y no a su modo —sonrió—. Ahora Gaby me lleva cien metros de ventaja, piensa hasta en lo que yo no pienso…

     — Sí, así como que no debe haber lirios, o rosas, o margaritas en la habitación del hotel en el que te hospedes —rio—, y dos toallas grandes y una pequeña.

     — Y que las almohadas sean rectangulares y no cuadradas —asintió.

     — Eres una consentida —bromeó.

     — Si no me consiento yo, ¿quién me va a consentir? —elevó su ceja derecha.

     — Yo —sonrió ampliamente, provocándole una sonrisa de labios comprimidos por no querer delatar el regocijo que su risueña mirada no podía disimular.

     — Eat —dijo suavemente y como si se tratara de un punto final a la discusión.

Y fue un punto final real, pues, en silencio, las dos terminaron su desayuno, la rubia con mayor dificultad por no tener hambre en realidad, pero conocía las consecuencias de dejar una única frambuesa burlada en su plato, en especial porque Emma había terminado antes que ella y se había dedicado, de pierna cruzada y brazos entrelazados, a acosar su ingestión con una extraña sonrisa de satisfacción. Quizás no era tanta la satisfacción como la fascinación por ver cómo el cuchillo no existía para Sophia, y que el tenedor era lo que cortaba, empalaba, y recogía por igual.

Le gustaba ver cómo sus manos y sus dedos manipulaban la vajilla en general, cómo jugaba con el tenedor para pasar de cortar a recoger, de cortar a empalar, o de simplemente empalar para deslizar por aquella minúscula laguna de miel de maple, y le daba cierta risa cuando suspiraba su cansancio de masticar un desayuno que, a pesar de tener buenas intenciones, tenía el aire de ser a la fuerza.

Probablemente su fascinación nacía en la delicadeza de la estética de sus manos, la cual quizás tenía que ver con el anillo, con el reloj, con la pulsera y la banda elástica negra, o quizás sólo tenía que ver con que no había nada que indicara que Sophia había pasado alguna tarde en el taller, «cutículas intactas».

Something funny? —le preguntó Sophia en cuanto la escuchó reír nasalmente.

     — Not precisely —sacudió la cabeza—, just curious.

     — What’s curious?

     — You stopped using the red nail polish —se encogió entre hombros.

     — ¿Y hasta hoy te das cuenta? —rio, llevando la taza a sus labios para beber el último sorbo de cafeína.

     — No, hasta hoy me doy cuenta de que no sé por qué es eso —sonrió.

     — Se me acabó “the thrill of Brazil”.

     — Si esa es una metáfora… no la entendí —se sonrojó ante su incompetencia y su ignorancia.

     — Así se llamaba la laca —rio, logrando un rubor aún más intenso en Emma, pues su ignorancia era clara—. ¿Extrañas mi laca roja?

     — No, no realmente —sacudió suavemente su cabeza.

     — Yo tampoco —sonrió, viéndola ponerse de pie para tomar ambos platos en sus manos, pues de ninguna manera los dejaría sucios, además, el hecho de comprar el paquete de etiqueta “Mega Value” ejercía cierta presión; doscientas setenta pastillas de detergente tenían que acabarse en algún momento para poder comprar otro paquete de las mismas dimensiones.

     — ¿Quieres un Latte to go? —le preguntó mientras enjuagaba los platos simplemente con agua, porque qué asco encontrarse con comida en su lavadora para platos, y eso que ella no era quien la limpiaba.

     — Ya terminé de despertarme, gracias —sacudió suavemente su cabeza, y, decidiendo hacerse útil, tomó la taza y el vaso para que Emma los enjuagara y ella poder meter todo a la lavadora—. Entonces… —suspiró al ver que Emma se encogía entre hombros—, ¿cómo se ve tu día?

     — Mmm… —«noioso, molto noioso»—, es de saber aprovecharlo al máximo —sonrió sobre su hombro, y sonrió con orgullo ante tal astuta y evasiva respuesta—. ¿Por qué no me dejas esto a mí y vas a arreglar tus cosas?

Sophia asintió en silencio, pensando en lo bueno que eso era a pesar de ser un “no hablemos de eso”; necesitaba asegurarse de que su bolso tuviera lo necesario luego de haberlo cambiado la noche anterior, sólo para cerciorarse, pues no podía faltar el indispensable cargador para su teléfono, y debía asegurarse de que, en su porte documents llevara suficiente papel, las dos carteras de treinta y seis Copic, «porque nunca se puede estar demasiado preparada», y todo lo necesario que fuera desde un simple lápiz hasta una calculadora.

                Escuchó a Emma pasearse por aquí y por acá con un aire pensativo mientras cepillaba sus dientes, y, en cuanto estuvo lista para imitarla, se acercó al clóset, en donde la vio dudar, con claro mudo dilema, entre dos stilettos que no tenían nada que ver con los que en ese momento dejaba de calzar. Aparentemente se iba a inclinar por unos rojos, fueran los Manolos de gamuza roja oscura, casi granate, o los Louboutin rojo-vibrante-y-de-piel-de-algo.

Fue como si no lo hubiera pensado más, o como si se hubiera dado por vencida, pero en realidad lo había decidido desde antes de siquiera considerarlo, y tomó los Manolos, aquellos que se habían tardado doce semanas en poder ser realmente suyos porque sólo los hacían por pedido. Sí, supongo que era un no-brainer, en especial porque los Charlotte Olympia en gamuza negra no hacían nada sino opacarla con totalidad; necesitaba un poco de color, un poco de contraste y que no sólo se tratara de los puntos azul marino sobre lo blanco y contra lo crema. Claro, Sophia sí podía llevar sus Olympia, y Emma no objetaba.

                La vio desaparecer de nuevo en el baño, quizás sólo para deshacerse de la espuma y para terminar con un poco del Listerine azul porque el verde era de Sophia.

Y entonces, después de ella hacer lo mismo, y de respirar profundamente para empezar a considerar cómo comenzar el día y qué esperar de él, tomó su bolso y su porte documents, y se encontró con una Emma que, con cárdigan azul marino y bolso al hombro, veía hacia abajo mientras rezaba que a su mascota no se le ocurriera marcar territorio sobre su gamuza nueva. Si lo hacía no lo mataría a él porque eso era estar a un paso de ser una psicópata verdadera, simplemente todos tendrían un mal día en la oficina. Si lo hacía, qué lástima que Segrate no estaría y qué bueno que Sophia no estaría.

— Me tomé el atrevimiento de sacarte un blazer —le dijo sin siquiera darle una rápida mirada, pues intentaba mantener la advertencia con el diminuto can, y le señaló el respaldo del sillón que estaba tras ella—, es sólo por si acaso; vi la temperatura de todo el día y en la tarde-noche hará un poco de frío… y es sólo por si no regresas por la tarde sino por la noche —sonrió aliviada, pues el Carajito ya había ido en busca de los pies de Sophia, y la vio a los ojos.

     — How thoughtful —sonrió, viendo a Emma tomar la chaqueta para ofrecerse a ponérsela al torso, y ella que dejó caer sus cosas al suelo para enfundar sus brazos—. ¿Qué hora es?

     — Siete y media, ¿vas bien o vas tarde?

     — Voy bien, ¿y tú? —«tú vas tarde».

     — Voy bien también —respondió, logrando esconder la incomodidad de la conexión entre la hora y el hecho de no estar en su oficina, pero eso pesaba más; le pesaba demasiado más—. ¿De dónde es que sales?

     — ¿Cómo que “de dónde”?

     — ¿TT o TIHT? —rio nasalmente, no pudiendo contenerse a clavar su nariz en aquella ondulada melena rubia.

     — TT —sonrió ante el “brain fart” de Emma, y sintió manos ajenas invadirle la cintura con un escurridizo desliz—. Are you gonna walk me to work? —susurró, colocando sus manos sobre las de Emma por motivos de la costumbre.

     — Sólo porque me queda en el camino —rio calladamente contra su oreja, y la apretujó entre sus brazos.

     — Cuidado, todavía no empiezo a digerir, lo tengo a medio esófago —le dijo para que no la apretujara tanto, pues eso de comer sin hambre no era lo suyo, pero las buenas intenciones alimenticias de Emma eran eso: buenas intenciones. Además, tenía razón, quién sabía a qué hora comería en realidad.

     — Está bien, está bien —dibujó un falso puchero y la soltó un poco mientras posaba su frente sobre su hombro.

     — Look on the bright side —susurró.

     — What could possibly be the bright side?

     — Hoy es el día en el que contratas a un mini-you —sonrió.

     — Sí… —resopló, no sabiendo cómo podía ser eso un lado de bueno de lo que fuera—. Qué emocionante —dijo su sarcasmo con una risa neutral en el fondo.

     — Yo sé que los lunes son la consecuencia de los pecados del fin de semana, pero, anímate, ¿sí? —se volvió hacia ella entre sus brazos.

     — No tengo ningún problema con los lunes, o con el lunes, es este lunes; con hoy —suspiró—. Digo, ¿con quién voy a almorzar?

     — Dudo que Natasha pueda querer cualquier excusa para huir de su suegra —rio.

     — Almuerzo con Romeo —sacudió su cabeza.

     — Con Belinda, quizás.

     — Quizás —asintió.

     — O con Gaby.

     — O con Gaby —asintió de nuevo—. Como sea, ¿nos vamos? —sonrió, soltándola de sus brazos pero no de su mano izquierda.

Sophia asintió en silencio, no sabía qué decirle porque no sabía qué era lo que exactamente le molestaba, no sabía si era su ausencia o si era una manifestación de estrés por Oceania, o quizás era una mezcla de ambas, pero así, en el silencio que astutamente guardaba, salió de su hogar pero de la mano de la mujer que sabía que estaba batallando la sensación de no tener audífonos puestos a pesar de que le sonreía tras el mantra de “si me acostumbré, puedo desacostumbrarme también”.

                Emma, sabiendo que tenía seis calles nada más, se encontró en la encrucijada de las decisiones: podía aprovechar las seis calles, unos probables seis o siete minutos, para entablar una conversación amenamente banal, ¿pero qué era banal? ¿El clima, la gente, el tránsito/el tráfico? ¿O debía inventarse algo en el proceso? No, la imaginación no le estaba sirviendo en ese momento. La creatividad tampoco. Y la otra opción era quedarse callada para entregarle el poder y el control de la conversación, o de la falta de, a la rubia que sabía y podía permanecer o no en silencio.

Apropiadamente, y quizás simultáneamente de forma desagradable, el iPod mental la atacó con “Time Flies” porque su subconsciente era cruel y le gustaba bofetearla con las ironías de la vida y del momento. «Sí, sí, el tiempo vuela», y la primera calle, en especial a lo largo de la Quinta Avenida, también voló. Y la segunda calle también. Y la tercera fue cosa del pasado.

Y entonces cierto pánico empezó a sudar fríamente en sus entrañas. El silencio, algo que nunca le había incomodado porque era algo realmente hermoso, le incomodó al punto de molestarle en su existencia, de llevarla al borde de una crisis de ansiedad histórica.

— ¿Ya sabes qué les vas a preguntar? —murmuró la rubia mientras esperaban a poder pasar a una calle menos, y pudo jurar cómo exhalaba con alivio, como si se hubiera estado aguantando la respiración por las cuatro calles anteriores.

     — ¿Qué? —balbuceó, intentando regresar al momento, al allí y al entonces, a la calle número cincuenta y ocho.

     — Que si ya sabes qué les vas a preguntar —rio internamente.

     — ¿A quiénes?

     — A tus prospectos —sonrió.

     — Ah… —respiró profundamente—. No, no tengo idea —rio—, nunca he entrevistado a nadie... ni cuando buscaba una Gaby; ellas se encargaban de hacer un monólogo sobre cuántas palabras escribían por minuto, y esas cosas.  

     — Pero sí te han entrevistado —repuso, notando cómo Emma quería asentir a pesar de estar sacudiendo su cabeza con honestidad—. ¿Volterra no te entrevistó al principio?

     — Alessio le aseguró lo que era y lo que no era —sacudió nuevamente su cabeza.

     — ¿Y qué les quieres preguntar?

     — Realmente no sé qué preguntarles —se encogió entre hombros—. ¿A ti que te preguntaron en tus entrevistas?

     — Mmm… —frunció su ceño, «buena pregunta»—. Me preguntaron sobre mi portfolio: que cuál era la pieza o el diseño más “especial” y por qué, lo que aprendí de tal o tal proyecto, o cuál de todos mis proyectos demostraba la mayor parte de mis capacidades técnicas, o por qué incluí tal proyecto en mi portfolio… y también me preguntaron sobre mi proceso de diseño.

     — Bastante enfocado a lo técnico —comentó como para sí misma.

     — Así como puedes hablar de lo técnico, supongo que puedes hablar de algún aspecto más social, más qué-sé-yo —rio, dando un paso hacia adelante para continuar caminando.

     — ¿A qué te refieres?

     — Cuando preguntas como… —tambaleó su cabeza para hacer que las ideas se ordenaran con suficiente coherencia—. Cuando preguntas cosas como que si te gusta trabajar en equipo, que si tienes problema con seguir órdenes, que si tienes material de líder, que cómo tratas la típica situación en la que no se logra hacer todo a tiempo, que por qué no se logró hacer todo a tiempo —dijo, y Emma, tras un segundo de poker face, estalló en una carcajada—. Comparte.

     — Odio trabajar en equipo, tengo serios problemas con las figuras de autoridad, no sé si tengo material de líder porque no trabajo en equipo, y yo todo lo logro hacer a tiempo —sonrieron ella y su Ego.

     — That’s just a ridiculous amount of misplaced bullshit —se carcajeó Sophia.

     — Y pensar que estaba siendo honesta —se indignó su Ego.

     — Tienes serios problemas con las figuras de autoridad porque eres una figura de autoridad —rio—, Volterra tiene suerte de que todavía lo respetas y de que todavía le das el lugar que le das, porque, aun siendo dueña del setenta y cinco por ciento de su culo, lo tratas de “jefe” y demás adjetivos calificativos que le regalan autoridad… además, él no es precisamente una figura de autoridad; es permisivo, la-mayor-parte-del-tiempo-torpe, y tiende a ser consentidor.

     — Quizás es por eso que me cae bien —elevó su ceja derecha.

     — No es un “quizás”, es que es “por eso” —repuso un tanto divertida.

     — Pero no por eso lo respeto.

     — Pregunta: ¿por qué lo respetas?

     — ¿Qué clase de pregunta es esa? —«es una pregunta demasiado comprometedora».

     — Mmm… ¿cómo era la palabra? —mordisqueó el interior de su labio inferior—. “Zvedavost” —dijo, haciendo que Emma sonriera un tanto orgullosa.

     — Lo respeto porque es un buen arquitecto, y es un arquitecto con el coraje de decir que no le gusta reproducir sino crear, un arquitecto que se rehúsa a realizar el diseño de alguien más pero que alardea de cuando otros tienen que realizar algo suyo, respeta a otros arquitectos, respeta a los ingenieros, respeta a los paisajistas, y respeta a los ambientadores —«y, en parte, lo respeto porque es tu papá».

     — Esperaba honestidad, no diplomacia.

     — ¿Qué te hace pensar que no es una respuesta honesta? —frunció su ceño.

     — Sé que hay aspectos de él que no respetas.

     — Él, como persona, no es igual a cómo es como arquitecto —señaló la diferencia que para ella era demasiado clara—. Él, como arquitecto, tiene las herramientas necesarias; todo puede ser cuantificado y enumerado, todo puede ser medido, pesado, y calculado, y tiene leyes fijas con las que no puede jugar, y tiene demasiados años de experiencia como para que su consejo de siempre sea “no cometas el mismo error dos veces”. Lo que no le respeto es la inhabilidad y la incapacidad para reconocer que es… tú sabes —resopló, pero Sophia sacudió su cabeza—. No reconoce que es papá.

     — Oh…

     — Pero en eso intento no meterme, y no puedo criticarlo ni juzgarlo porque no sé ni cómo es ni cómo se siente —dijo en su defensa y en la de Volterra.

     — Eso significa que, automáticamente, no me respetas a mí por el hecho de no reconocer que es mi papá —murmuró un tanto pensativa, y presionó sus labios entre sí al mismo tiempo que fruncía su ceño.

     — Sí te das cuenta de que en esa oración ya reconociste que es tu papá, ¿verdad? —resopló.

     — ¿Lo dices para hacerme sentir bien?

     — Esa situación es tan complicada, y tan densa, que no sé en realidad a quién le pertenece el derecho y el deber de saber y de comunicar —sacudió su cabeza.

     — Smart answer —rio.

     — What can I say? I’m a smart person —guiñó su ojo.

     — En el caso que sea, Ego —bromeó—, ¿ya tienes una idea de qué preguntar?

     — Cierto, en eso empezamos —asintió, y no porque respondía a la pregunta con un “sí”, sino porque se había acordado del punto inicial—. Pienso que cualquiera puede fingir tener people skills, pienso que el aspecto social se puede alterar dependiendo del ambiente laboral, que es algo que nosotros tenemos para ofrecer y ellos para absorber… creo que me inclino más por las tecnicidades.

     — ¿Pero?

     — Creo que las respuestas serían un suicido, una diarrea filosófica.

     — Pero la diarrea profunda, la diarrea filosófica, eso puede suceder con cualquier tipo de pregunta… pero, sí, veo cómo puede ser un problema.

     — “Me ayudó a crecer como persona”, “me hizo considerar ampliar mi alcance”, “me hizo inclinarme por otros estilos”, y todo eso se resume a “yada, yada, yada” —rio, haciendo aquel típico gesto con su mano, ese que representaba una boca que hablaba demasiado.

     — Bueno, puedes irte por la línea más incómoda: cuáles son tus objetivos, en dónde te ves en cinco años, cómo sería el ambiente laboral perfecto, cómo sería el trabajo perfecto, cuánto crees que te tardarías en contribuir significativamente al estudio…

     — No sé responder a la mitad —se carcajeó.

     — Yo tampoco, pero es lo que suelen preguntar —rio por reflejo y por contagio.

     — ¿En dónde crees que estarás en cinco años?

     — Durmiendo —asumió ridículamente—. Y, si yo estoy dormida, tú estás viéndome dormir.

     — Profeta —susurró vituperablemente, aunque, claro, sólo bromeaba.

     — Probablemente estamos dormidas las dos, o quizás nos estamos despertando para tomar una ducha porque Phillip y Natasha nos esperan a las nueve y media, o diez, para beber mimosas —sonrió.

     — ¿Y laboralmente? —sonrió Emma también, apretujándole la mano ante la imposibilidad de un abrazo o de otra caricia que estuviera de acuerdo.

     — No sé, probablemente esté en el mismo lugar en el que estoy ahorita, y eso está bien conmigo —se encogió entre hombros—. Sólo espero que no sea que estoy a punto de ir a Washington para ambientar una monstruosidad.

     — ¿En el mismo lugar? —frunció su ceño, y Sophia asintió—. ¿No quieres seguir subiendo?

     — ¿Cómo voy a seguir subiendo?

     — No lo sé.

     — Más arriba de ti y de Volterra, ¿qué hay?

     — Todo un mundo, ¿no crees?

     — Algunas personas son ambiciosas en el sentido de querer apoderarse del mundo entero, o al menos de querer ser quienes tengan el monopolio de algo, pero tienden a ser el tipo de personas que siempre quieren más y que nada nunca es ni será suficiente… yo prefiero tomar mi ambición e invertirla en algo más pequeño pero que me gusta más; en un proyecto, ya sea ambientar o un mueble —se encogió entre hombros—. Estoy contenta con lo que hago ahorita, estoy contenta en donde estoy ahorita, no creo que quiera o que necesite más, y creo que ese es el punto fundamental, ¿no? —dijo, pero Emma no supo ni qué ni cómo responder a eso—. No sé si soy conformista, o si no soy ambiciosa, sólo estoy satisfecha… y no sé si eso es malo.

     — ¿Por qué debería ser malo? —ladeó su cabeza con una sonrisa comprimida.

     — No sé, la forma en la que me ves… me hace pensar que lo es.

     — No —rio, sacudiendo su cabeza—, es sólo que es raro escuchar que alguien está satisfecho, que está contento.

     — ¿Estás tú satisfecha? —repuso, deteniéndose frente a Tiffany para encararla por completo—. ¿Estás tú contenta?

     — Satisfecha sí —asintió—. Contenta… no —rio—, al menos no hoy, no ahorita.

     — ¿Algo que pueda hacer para contentarte? —sonrió inocentemente y al borde de la ridiculez, hasta se hundió entre sus hombros para acortar su cuello, y a Emma no le dio risa, al menos no risa externa, sino sólo la hizo elevar su ceja derecha.

     — Por favor no sonrías así —sacudió su cabeza y batió su mano en el aire.

     — ¿Por qué no? —sacó más su cabeza y se hundió todavía más entre sus hombros, algo que era todavía más ajenamente vergonzoso pero que era, al mismo tiempo, demasiado gracioso.

     — Because it’s funny —resopló, cediendo a la risa y a la sonrisa por igual y haciendo que Sophia se irguiera.

     — It’s funny because it’s childish —le dijo con la todavía-sonrisa-que-a-Emma-tanto-le-gustaba-y-que-le-provocaba-fruncir-la-nariz-junto-con-los-labios—. Pero, dime, ¿qué puedo hacer para contentarte que no sea ridiculizarme en público?

     — No me preguntes eso —dijo, acercándose a ella con un tan solo paso.

     — ¿Por qué no?

     — Porque la respuesta es… —suspiró—. Sólo no.

     — ¿”No” qué?

     — La respuesta no me gusta —«¿por qué no te gusta?», le preguntó Sophia con la mirada, que escogió no verbalizarla por el simple hecho de saber que no debía preguntarlo—. Realmente no hay nada que puedas hacer para hacerme el momento más fácil, más ameno.

     — No puedo ser tan inútil —murmuró.

     — No, no lo eres —estuvo de acuerdo—. No eres inútil, para nada —le dijo con una mirada penetrante que pretendía regañarla, y Sophia se sonrojó—. È… —suspiró, tomándole la mano de nuevo para llevar sus nudillos a sus labios—. È difficile non vederti in tutto il giorno… —se encogió entre hombros—, è difficile, duro, noioso… sgradevole, spiacevole, brutto —dijo, sabiendo que todos esos adjetivos eran básicamente sinónimos, pero era el nivel y la escala en la que los sentía.

     — Arquitecta, me siento halagada —rio suavemente, viendo a Emma besar uno de sus nudillos.

     — Y así debería sentirse, Licenciada Rialto —sonrió contra su segundo nudillo—. ¿Qué dices si dejamos de postergar lo impostergable?

     — Sale a las ocho, todavía tenemos tiempo —dijo, dándole dos suaves golpes a su reloj con su dedo índice.

     — Caminaremos despacio —sacudió su cabeza, pues sabía que debía estar por lo menos cinco minutos antes, aunque, claro, estaban a menos de veinte metros de las puertas de TT, y, de ahí a su partida, era sólo un viaje en ascensor—. Entonces, ¿qué has pensado decirles?

     — ¿De la paleta de colores? —Emma asintió—. La paleta de colores no está mal, o sea, no puedes ser más patriótico con azul, rojo, y blanco… —suspiró ante la chocante combinación—, es sólo que pienso que el color primario no debería ser el azul sino el blanco; el rojo está bien de terciario.

     — ¿Hablamos de 6:3:1 o de 7:2:1?

     — El rojo no llega ni a uno, es más para cojines, alfombrado, decoración floral, el fondo de una librera —dijo, haciéndole saber que se inclinaba más por la primera opción—. Tiene que ser lo justo como para darle realce al blanco y al azul.

     — Es una decisión inteligente —rio su Ego, pues por eso había decidido cambiarse aquellos stilettos negros por los Manolos rojos.

     — Lo sé —sonrió, sabiendo exactamente lo que pensaban ella y su Ego.

     — ¿Alguna otra decisión inteligente?

     — ¿Black Marquina sobre cocoa Brown?

     — ¿En qué proporción? —tambaleó su cabeza, pues nunca era su primera opción unir el negro con el marrón. 

     — Pisos en bianco super, mueble en cocoa Brown, superficie en black Marquina.

     — ¿Esmalte?

     — Dorado.

     — Si no te funciona, prueba con bianco Ibiza y con calacatta gold —sonrió con un asentimiento, deteniéndose frente a las puertas de aquel edificio al que se habían tardado demasiado en llegar.

     — ¿Pero te parece coherente?

     — Bastante —asintió.

     — So… —suspiró.

     — So…

     — This is me.

     — I know —asintió Emma un tanto cabizbaja—. Sólo escríbeme cuando llegues a D.C., por favor.

     — Y te escribiré cuando salga, también —asintió, y recibió un beso pausado en su frente.

     — Gracias —sonrió, posando su frente contra la suya—. Have fun —balbuceó su nervioso Ego, delatando su carencia de habilidades sociales cuando Emma no estaba funcionando ni medianamente bien.

     — Tú también —rio nasalmente, quizás enternecida, quizás con media burla—, pero no mucha, no sin mí. —Emma asintió en silencio, simbólicamente cabizbaja, y, en cuanto Sophia pretendió retirarse, ella simplemente no la soltó, sino la apretujó de la mano—. Em —rio, «y “auch”», pero notó esa mirada confusa que tensaba dientes y temblaba de labios por no saber cómo pedirle lo imposible.

     — You forgot your kiss —murmuró tan bajo que Sophia no le escuchó, «gracias tráfico», pero supo leer e interpretar la última palabra, por lo que no supo esperar a que fuera Emma quien lo iniciara.

Pretendió hacerlo rápido por dos simples razones: porque tenía al tiempo encima, y Emma también, y porque algo así de incómodo era más fácil hacerlo rápido, o quizás sólo era para hacerlo menos incómodo. Pero Emma apretujó su mano para que no abusara de la rapidez, y la haló firmemente hacia abajo, así como si le dijera un “quédate” o un “no tan rápido”, y ahí, frente a todas esas personas que turisteaban, laboraban, y que recorrían la fusión de la avenida más importante y más cara de la ciudad, y que todas iban en su mundo por la calidad del estrés que la ciudad demandaba como si se tratara de un requisito a llenar junto con el permiso concedido de residencia, de labor, o de turismo, algo la poseyó, eso mismo que había poseído a su otra mano, la mano libre, pues la tomó por la mejilla hasta que sus dedos alcanzaran su nuca, e hizo del beso algo más despacio, algo más satisfactorio y que la saciara más, al menos para que le durara unas cuantas horas, o quizás sólo el esfuerzo que haría al tener el valor de soltar su mano para dejarla ir a aquel lugar en el que no tenía la autoridad necesaria para decir “no” tras la justificación de “porque no quiero”, «y punto, fin de la discusión». Una justificación tan válida como el “porque yo digo”.

— Te amo —dibujó contra sus labios, y Emma sonrió para luego atrapar aquella minúscula cúspide de su propio labio superior entre sus dientes, pues sólo intentaba guardarse el impulso irracional de hablar y de besar, y, ante la inhabilidad y la incapacidad de poder reciprocar esas dos palabras, no porque no las sintiera, sólo supo sonreír y soltar su mano y su mejilla—. Te veo luego —sonrió, porque no le podía decir “te veo en la noche”, «eso suena a que hay demasiado tiempo de por medio».

Emma asintió con aparente serenidad, y, en silencio, vio cómo la rubia se dirigía hacia las puertas doradas para ir directamente al piso número veintiséis, escala que se interponía entre el estar y el no estar en la ciudad.

                Suspiró en cuanto dejó de ver la melena rubia que no había visto hacia atrás, algo que no sabía si reprocharle o si agradecerle, pero, como cuerpo inerte que estorbaba en la Quinta Avenida, aflojó su cuello, y, tras el ejemplo de Sophia, no vio hacia atrás en cuanto por fin su subconsciente decidió poner en movimiento sus piernas.

Quiso un cigarrillo a pesar de no saber exactamente por qué, sólo tuvo el antojo, pero, en cuanto descifró que no era nada grave sino un arranque de ansiedad, sumergió su mano en su bolso para pescar las dos presas: goma de mascar, que quizás dos o tres piezas serían suficientes para calmar la ansiedad en los minutos que caminaría hasta el estudio, y su teléfono, porque el silencio le estorbaba más que hacía unos estresantes momentos, cuando no sabía qué decir mientras caminaban del 680 al 725.

                Así como Sophia había empalado repetidas veces los trozos de hot cakes, así pretendió empalarse las orejas y los oídos con sus audífonos para cancelar todo tipo de sonido exterior. «Birds flying high, you know how I feel. Sun in the sky, you know how I feel. Breeze driftin’ on by, you know how I feel. It’s a new dawn. It’s a new day. It’s a new life for me», exhaló el picante y fresco aliento que la goma de mascar le proveía, «and I’m feeling… good». Y, al compás del inicio instrumental, dio el primer paso hacia el tedio que pronosticaba su día.

                Michael Bublé, a quien Natasha le aplicaba el prefijo de “fucking”, porque para ella se llamaba “Fucking-Michael-Bublé”, la acompañó hasta que tuvo que esperar por el semáforo en blanco para poder dejar de estar del otro lado de Saint Thomas Church, y fue entonces que Alessandra Amoroso decidió acompañarla con “Starò Meglio”, «troppo appropriato», rio sarcásticamente mientras cruzaba la avenida por motivos de la estrategia que evitaba el turismo de vitrinas y la repentina necesidad de tener que entrar a Ferragamo, o a Versace, o a Cartier, todo aunque abrieran hasta las diez; prefería pasar por Zara, y por Hollister, y por H&M, pues no poder entrar ante una necesidad como esas, consideraba ella que era como el término de “blue balls” para un hombre, asumiendo que sería “blue wallet” o “blue urge”, y era por eso que tampoco caminaba por el otro lado de la avenida desde el principio, pues no podía pasar por Bergdorf’s. No con esa ansiedad con la que intentaban acabar sus dientes.

                Aferrada con ambas manos a los agarraderos que colgaban de su hombro derecho, continuó caminando entre pasos erguidos, tanto de frente en alto como cabizbajos, y no era que estuviera triste, no precisamente, era tan simple como que estaba con algo que sólo se le conoce como “desgana”.

Su curiosidad se concentró en el porqué de la desgana, pues los tres componentes de su razón no lograban concebir que la ausencia de Sophia era la raíz, quizás lo era en un cincuenta por ciento, «pero no más».

                Justo antes de entrar al edificio, se deshizo de la goma de mascar, y fue víctima de la hora; tuvo que compartir el ascensor con cinco personas más. La muerte.

Tras ella, exactamente tras ella, mientras sus oídos sólo podían escuchar la armónica de aquella canción que significaba que hasta su música confabulaba en su contra, tanto para alimentar las teorías de la conspiración, estaba el hombre que debía ser un delito con piernas: traje mal tallado, de saco abierto, en un color que no sabía si era más friar Brown o si era más rustic Brown, camisa apricot tan, corbata frost gray de patrón geométrico y con su respectivo clip dorado, y los zapatos, «¡oh, his shoes!», eran unos Dockers marrones con borlas. ¿Por qué? ¡¿Por qué?!

No criticaba el físico de las personas porque no era algo que podían manipular, eso era genético, pero sí se asustaba por la ropa, pues era lo que podía contrarrestar o potencializar las crueldades y los regalos de la genética. Pero con él había algo que simplemente no estaba bien, y eso iba más allá del traje y de la combinación. Quizás era que, para sus calculables treinta y cinco años, los rizos le empezaban a media cabeza, su semblante inquieto era realmente incómodo, y Emma sólo podía pensar, por los ojos rojos y la abundante colonia, la cual parecía ser noventa por ciento alcohol y diez por ciento un intento fallido de aroma, que el hombre simplemente estaba mal, un shock luego de haber salido de la máquina del tiempo o de un abuso de marihuana.

Luego estaba un hombre ya mayor, de canas y entradas, de afeitarse con navaja y quizás por un barbero, con traje gris perfectamente tallado, con chaleco, camisa blanca, y corbata violeta a diminutos puntos blancos, de Ferragamos negros. El absoluto contraste.

Y estaba la señora del bastón con la mirada llena de aburrimiento y hastío, alguien a quien Emma comprendía sin saber sus razones, y estaba el insolente hombre al que no le importaba nadie más que él, pues iba hablando por teléfono casi a gritos. Emma lo podía escuchar en un segundo plano, y agitaba sus manos ante lo que parecía ser una anécdota de fin de semana, y estaba la mujer que cubría su vaso de Starbucks de las irreverentes manos de aquel entusiasta.

                «You want to make her Suicide Blonde. Love devastation. Suicide Blonde», logró escaparse del ascensor, de la mezcla de olores y de actitudes, y sintió como si hubiera escapado de paredes que se cerraban.

Siguió caminando, todavía con la rubia en la mente mientras seguía el cable de los audífonos para encontrar su teléfono, y, junto con su presa en la mano, empujó la puerta de vidrio que la separaba del mundo y de su ambiente laboral. «Sólo Dios sabe qué preguntas haré… », suspiró con una sonrisa para Caroline, la recepcionista, quien era la única, de todo el cuerpo de logística (las secretarias/asistentes), que prefería el auricular de diadema, y que era la única que podía marcar en el teléfono con la goma de borrar de un lápiz, la que se sentaba bajo aquellas enormes letras rojas que declaraban el nombre de la propiedad “Volterra-Pavlovic Architecture & Engineering PLLC”; la que saludaba a todos mentalmente con un “Volterra-Pavlovic” y un “buenos días” o “buenas tardes”, algo como esto: “Volterra-Pavlovic, good morning. This is Caroline speaking, how may I help you today?”.

— Vienes tarde —la saludó «ay, Alessandro», con sus manos enterradas en los bolsillos de un gracias-a-Dios-bien-tallado-jeans-oscuro.

     — ¿Tarde? —resopló Emma, viendo rápidamente su reloj—. No son ni las ocho.

     — Eso es tarde —asintió, no escuchando el suspiro de Emma.

     — El estudio no abre hasta las ocho y media. Creo que, en realidad, vengo temprano —repuso, desconectando los audífonos del teléfono para empezar a enrollarlos—. ¿Te malacostumbré a estar demasiado temprano?

     — Tienes a dos personas esperándote afuera de tu oficina —sacudió su cabeza.

     — Entonces tienes un caso de invasión —rio, pues, como no eran horas hábiles, no se explicaba qué hacían dos personas ahí.

     — Creo que son tus candidatos —susurró, viendo a Emma ensanchar la mirada.

     — La primera entrevista la tengo hasta las nueve —murmuró para sí misma, «what the f…».

     — ¿Desesperación o entusiasmo? —saboreó las dos alternativas que describían a los candidatos.

     — Simple “puntualidad” —dijo para quitarle la burlona sonrisa, porque cómo le estaba costando lidiar con su sonrisa en ese momento—. Quizás empiezo antes con las entrevistas, entonces —añadió, empezando a caminar para intentar sacudírselo de encima.

     — Dime una cosa… —dijo, caminando a su lado con pasos que parecían ser y estar contentos, y Emma respondió: «una cosa»—, escuché por ahí que tienes una candidata que se graduó de Parsons.

     — Oh, daddy, you’re always keeping tabs —resopló, notando que Volterra no llevaba sus típicos sneakers sino unos oxford negros, lo cual le pareció raro. «Debe tener una reunión importante».

     — That’s what a father does for his children —rio, sabiendo que Emma sólo lo llamaba así cuando actuaba como un insoportable papá que invadía la privacidad de un hijo—. Anyhow… escuché también que es transicionalista.

     — Nunca deja de asombrarme la calidad de tus fuentes —dijo, doblando hacia la izquierda para incorporarse al pasillo que llevaba hasta su oficina—, así como tampoco deja de asombrarme lo mucho que me cuesta saber los motivos que se esconden detrás de tales comentarios.

     — ¿Por qué crees que hay motivos escondidos?

     — Porque no sé cuánto tiempo esperaste en la entrada para poder decirme eso, alguna intención debes tener —estableció lo que era más que sólo “obvio” para ella—, no creo que quieras sólo informarme algo que ya sé o que te dé un premio por estar al tanto.

     — Pero no estoy al tanto —sonrió con esa inocencia que claramente había sido transmitida genéticamente a la rubia que probablemente ya iba en camino a D.C.—, sé que dormida no estabas… pero no sé en dónde estabas que viniste tan tarde.

     — ¿Y quieres saber en dónde estaba y/o qué estaba haciendo? —rio nasalmente.

     — El chisme nunca me ha molestado.

     — Me desperté a la hora de siempre, hice el ritual de siempre, pero, como la curiosidad es lo que te pica, chismoso, preparé desayuno no sólo para mí sino para Sophia también porque no sé si va a comer en todo el día; me encargué de que se fuera con el estómago lleno… porque sí sabes que va a la Old Post Office, ¿verdad?

     — Sí, lo sé —rio—, pero no sé qué esperas que te diga.

     — No espero que un “gracias por alimentar a mi hija” salga de tu boca —resopló burlonamente, e hizo silencio en cuanto estuvo cerca de aquellas dos personas que sufrirían de su inexperiencia en cuanto a las entrevistas se refería—. Buenos días —sonrió para ambos, y pasó de largo hasta su oficina, indicándole a Gaby, con su dedo índice, que esperara a que Volterra la dejara en paz—. Como sea —dijo, cerrando la puerta tras Volterra—, ¿qué quieres?

     — Ugh, così fredda! —criticó ridiculizantemente su cortante humor.

     — Estoy teniendo un día de mujer —explotó con su ceño fruncido, y Volterra frunció el suyo.

     — ¿Un “día de mujer”? ¿Qué se supone que significa eso?

     — Hormonas, Alessandro, hor-mo-nas —supuso, «yo que sé, es la excusa que escucho de Nicole cada vez que está enojada», y agitó sus manos en el aire con cierta intensidad.

     — ¿No estás como que muy joven para la menopausia?

     — Ay, hombres… —llevó su mano a sus ojos para mostrar su decepción con un disentimiento—. Estoy segura de que la clave de la igualdad de géneros está en el “imagínate si sangraras todos los meses de…” —desvió su despectiva pero burlona mirada hacia la entrepierna del macho que parecía no entender absolutamente nada.

     — ¿De?

     — Il pisello —susurró con falsa vergüenza, sabiendo la perfecta ironía que ponía en el término, pues la vergüenza y el término del argot siciliano no iban de la mano sino para su propio deleite.   

     — Oh… —se ahogó ante la vulgaridad que Emma recién vomitaba, y si tan sólo supiera que era adolescentemente vulgar—. ¡Oh! —exclamó, por fin entendiendo lo que Emma hablaba a pesar de no ser esa la razón real de su frialdad, pues él no sabía que Emma nunca se pondría ninguna falda, ni ningún pantalón blanco, o beige, o color crema en esos días.

     — Sí, “oh” —lo remedó—. Ahora que ya establecimos que mi vagina sangra, ¿qué quieres?

     — Sólo quería saber cómo ibas a proceder.

     — ¿A proceder con qué?

     — Con las entrevistas, con la contratación, etc.

     — Tengo unas semanas bastante ajetreadas, Sophia también, creo que hoy mismo contrataré a alguien… si es que se puede —dijo, sabiendo que era lo correcto, lo sensato, y lo que quería escuchar Volterra—. Legal ya preparó un contrato para pasantía, y un NDA, y Jason ya me dio la cifra que puedo ofrecer.

     — Parece que todo lo tienes bajo control.

     — Y eso ya lo sabías —se cruzó de brazos—, ¿a qué viniste?

     — A hurgar tu cerebro —se encogió entre hombros, y Emma dibujó un signo de interrogación en su mirada—. Tengo entendido que tienes planeado contratar a Parsons —dijo, refiriéndose a la candidata que se había graduado del mencionado lugar—, y sólo quiero decirte que intentes ser imparcial…

     — ¿Me estás diciendo que no la contrate?

     — No, te estoy diciendo que tomes en cuenta al otro candidato, o a los otros, porque no sé cuántos candidatos más tienes… digo, por respeto, porque han venido, y no es justo que sólo sirvan para encubrir un proceso innecesario; no se trata de perder tu tiempo ni el de ellos.

     — Mírate, todo un as de la ética profesional —rio burlonamente.

     — Sólo digo: Parsons parece ser un clon tuyo… —elevó sus cejas—. Yo sé lo que es lidiar contigo, pero, ¿lo sabes tú?

     — Sí, sí, yo sé que soy insoportable —asintió.

     — Quizás no insoportable, pero sí intolerante… y, realmente, no sé cómo te vaya con alguien con quien choques por ser tan parecido a ti —le dijo, «y en eso tiene razón»—. Como pueden ser almas gemelas y se lean los pensamientos, y se hagan felices, puede ser que choquen —«¿”almas gemelas”? Mary Poppins es más posible»—.Confío en que vas a contratar a quien te parezca que esté más preparado para lo que se viene, alguien a quien puedas dejar a cargo por los siete meses que ni tú ni Sophia van a estar aquí.

     — Está bien —sonrió agradecida—. ¿Algún otro consejo?

     — No, ¿tú tienes alguna pregunta?

     — Sí, ¿cómo o por qué contratas a alguien tú?

     — Porque lo necesito de alguna forma, porque me sirve para algo; ya sea para reforzar un área, o para expandirme —sonrió casi paternalmente, lo cual incomodó a Emma de sobremanera, porque ella no podía compartir papá con su novia—. Tú sabes que el ambiente laboral es sano porque ninguna de mis arquitectas tiene el mismo estilo, tampoco tienen el mismo proceso… no se concentran en competir entre ustedes sino en hacer un buen trabajo, y eso que todas tienen hormonas; tienen que lidiar con las suyas y con las de las demás —guiñó su ojo.

     — Ya, ya —rio, abriéndole la puerta.

     — Arquitecta, buena suerte —susurró—, y que tenga buen día.

     — Usted también, Arquitecto —sonrió Emma, viendo de reojo a los dos nerviosos, anticipantes, y sabiamente ausentes candidatos en las butacas que estaban frente al escritorio de Gaby—. Buenos días, Gaby —dijo por fin para la mujercita que se había puesto de pie como un resorte al ver que la puerta se había abierto.

     — Buenos días, Arquitecta —repuso, bordeando el escritorio con bolígrafo y libreta en una mano, y los recados en la otra, y desapareció tras la puerta de aquella oficina a la que ambos quisieron ver.

     — ¿Qué tal tu fin de semana? —suspiró, quitándose su cárdigan mientras caminaba hacia su escritorio, en donde ya la esperaba una iMac encendida, «gracias, Gaby»—. ¿Descansaste?

     — Sí, Arquitecta, ¿y usted?

     — Sí, gracias —sonrió, y se ahorró el «trabajé en lo de Oceania mientras Sophia terminaba de parir el concepto»—. ¿Qué me tienes?

     — La Señora Mayweather escribió ayer por la tarde, con un forward del e-mail del Arquitecto Goldstein, diciendo que la construcción se va a atrasar por lo menos cuatro semanas —«oh, God Bless you, Goldstein!», exhaló aliviada, pues eso significaba que el proyecto de Newport no era prioridad, pero, al hacer el cálculo, frunció sus labios—. Hice el cálculo del tiempo, y le pregunté a la Señora Mayweather si había problema con que usted entrara la segunda semana de junio… pues, me imaginé que quería por lo menos una semana libre después de su boda… como aquí va a estar su familia —sonrió, notando cómo Emma elevaba sus cejas con cierto orgullo, porque vaya creación la suya, y supo cómo Gaby estallaba en un «mommy is pleased» interno, pues sabía que Gaby así se refería a ella en ese tipo de ocasiones, todo porque se referían a ella y a Volterra como “mommy and daddy”, no por parentesco, ni por relación, sino porque eran las figuras de autoridad, y eso se prestaba a expresiones como “mommy and daddy are fighting” o “mommy and daddy are in a meeting”, y eso iba desde el personal de logística (las secretarias/asistentes) hasta las demás arquitectas, hasta Emma misma—. Me respondió que ellos estarán de viaje hasta el doce de agosto.

     — ¿Puede Dios ser más generoso? —rio.

     — Creo que no, Arquitecta —rio por contagio.

     — Primera vez que me beneficio de las cagadas de Goldstein —comentó su inconsciencia en voz alta, y Emma vio cómo Gaby se asombraba por semejante palabrota—. Pregúntale a la Señora Mayweather si no le gustaría llegar a una casa ya habitable, que podemos coordinar con Goldstein para tener llaves por dos o tres días, máximo cuatro, y así las llaves se quedan en Newport y yo termino con eso—dijo, haciendo que a Gaby se le olvidara la palabrota por estar anotando rápidamente en su libreta—. ¿Qué más?

     — Temas de participación para Elle: “maneras simples para hacer que un dormitorio se vea caro”, “pasos/elementos para un baño estilizado”, “elementos ‘a-prueba-de-tontos’ para hacer un estilo playero exitoso”, “errores comunes sobre la iluminación” y “tendencias que permanecerán”.

“Maneras simples para hacer que un dormitorio se vea caro”: «atiborrar cojines, porque hay algo con sabor a “lujoso” en lo afelpado, inflado, y apretado, y eso sólo hace que el dormitorio pase de ser un lugar para dormir a un lugar con sensación de retiro de buena fe; como un hotel. Hanging lights or a chandelier. Reorganizar la mesa de noche; quitar el vaso medio lleno y el libro a medias leer, esconder el humectante para las manos, y ordenar los cables pertinentes. “Statement pieces”. La pieza central de la habitación tiene que ser evidente; la cabecera de la cama, o el chandelier. Nunca cansar el espacio con demasiados muebles. ¡El piso! El piso debe estar limpio y libre, libre de ropa, de cables, de vasos y botellas, de lo que sea. “Hardware”, entiéndase las repisas, las lámparas, las cortinas; un pequeño retoque no es caro. Mmm… aunque supongo que se tiene que tener buen ojo, buen gusto, y mucha paciencia para encontrar eso que es de buena calidad, bonito, y barato. Reorganizar los elementos de la vanidad; si el clóset es en realidad un armario empotrado, o un ropero, ordenar maquillaje, etc. Mmm… ¿qué más? ¡Plantas! No importa si es un helecho común y corriente, o una serie de cactus correctamente mantenidos, o lo que sea, las plantas son un paso trascendental entre lo ordinario y lo lujoso».

“Elementos para un baño estilizado”: «El uso del negro nunca está de más; el negro es el nuevo negro, y es chic sí o sí y sin forzarlo, y puede crear la ilusión de un espacio más grande. ILUSIÓN, aclaro. La mezcla de texturas; mezclar acabados suaves con los toscos, como el lavamanos de porcelana con el piso de azulejo. Personalmente me inclino por NO tener muebles, pero nunca matan si se tiene el espacio, como un sofá o un chaise lounge porque no considero que el baño sea un lugar al que se invite a pasar un rato ameno; para eso está la sala de estar. Claro, si hay una chimenea, por alguna razón loca de la vida, no veo por qué no. Y un banquillo nunca mata, o una silla, o un ottoman. Piezas de arte tienden a subirlo de nivel pero sólo para las personas que piensan que el baño es un lugar en el que se puede meditar y reflexionar. Me gusta algo que cubra las paredes para que no se vea tan vacío, pero tiene que ser algo que se pueda exponer al vapor, a la luz, a la reflexión de la luz, etc. Again: plants. Espejos, y buena iluminación».

“Errores sobre la iluminación”: «interesante tema. Nunca tener sólo una fuente de luz; la clave para una buena iluminación es construirla en capas (a diferentes alturas), por lo tanto se combinan lámparas de mesa, de pedestal, y de techo. La luz no debe ser ni muy amarilla ni muy blanca, no debe sentirse como reflectores en un escenario ni como un servicio eléctrico de mala calidad. Tener un solo vataje es una ridiculez: no se puede cenar con setenta y cinco pero sí con sesenta, para leer se necesitan setenta y cinco o cien. Personalmente abuso de los reguladores, porque puedo poner el “mood” que se me da la gana, pero, si eso resulta demasiado caro o elaborado, no es mala estrategia tener setenta y cinco sobre la cabeza y sesenta a los lados… al menos en el baño. La mejor iluminación es la que está a nivel del ojo, no la que está sobre la cabeza porque crea sombras. ¡Downlight es peligrosa! Dejan el techo como queso suizo, y, por si eso no fuera suficiente, la iluminación es demasiado tosca y plana para un área comúnmente habitada. Creo que lo peor es el interruptor, o la posición de él, porque normalmente se coloca entre noventa y noventa y cinco centímetros sobre el suelo, y a cuatro o cinco centímetros del marco de la puerta, máximo a diez; se trata de no interrumpir lo que se puede colocar en las paredes. En el clóset sí se necesita downlight para poder diferenciar este pantalón negro de aquel otro; no se puede desatender el clóset. No Señor».

“Tendencias que no planean desaparecer”: «good grief… las maderas claras; hacen que el espacio se vea más grande, más brillante, y mucho más acogedor. El mármol, porque, ¿quién no quiere tener una cocina completamente de mármol? Pista: yo. “Reclaimed Wood” isn’t going away… y cocinas negras».

— Lo del estilo playero… —suspiró Emma al cabo de dos segundos, los dos segundos que le había tomado pensar todo lo anterior—. Ése no —sacudió la cabeza, y Gaby asintió—. El resto… los tendré listos para el miércoles a más tardar…

     — ¿Necesita recordatorio?

     — Si no te los he entregado mañana antes del mediodía, sí —asintió una tan sola vez—. ¿Qué más?

     — ¿Té?

     — Me leíste la mente —sonrió, llevando su mano izquierda a su manga derecha para desabotonarla, pues, por alguna razón, le incomodaba la manga larga, y no era nada que no se solucionara con un par de vueltas y dobleces hasta acortarla a tres cuartos o hasta por arriba de sus codos. Ya vería su inconsciencia hasta dónde—, pero que sea de manzanilla —dijo, y pudo sentir cómo Gaby estaba a punto de entrar en una crisis existencial.

     — ¿De manzanilla? —tuvo que preguntar para estar cien por ciento segura de que había escuchado bien, quizás había sido un lapso de incoherencia el que se había escapado de su jefa.

     — Sí, pero que sea del de Belinda… ese del paquete verde, no me traigas del que le damos a los clientes —dijo entre una risa un tanto despectiva, pues cómo odiaba Twinings; era demasiado ácido, pero, aparentemente, todos preferían dicha marca.

     — ¿Mentas? —Emma asintió—. ¿Dos? —Emma asintió de nuevo—. Altoids, ¿verdad?

     — De las azules —rio nasalmente mientras se concentraba en doblar su manga con perfección, porque ella no era descendiente del delito de hombre del ascensor, y Gaby, ante la confusión del momento, sólo asintió y se dio la vuelta para preparar aquel té que no podía ser posible, pues, desde que trabajaba para, «¡con!», Emma, no había servido un té que no fuera de vainilla y durazno—. Gaby… —la llamó, puesto que no había terminado con el comienzo del día—, me faltaron dos cosas —dijo, interrumpiendo la tarea de la manga para erguir un dos con sus dedos.

     — Dígame —sacudió su cabeza como su quisiera despertarse o como si quisiera regresar al mundo real del ahí y el entonces.

     — Mete la mano en mi bolso y saca la caja, por favor — dijo, devolviéndose a su manga, y Gaby, acostumbrada a meter la mano en el bolso de la ocasión, ahora en una Bottega Veneta, sacó una pesada caja de madera oscura pero brillante, y que lo único que delataba o no la proveniencia era aquel logotipo dorado—. Suite cuatrocientos uno en el cuarenta y cinco —elevó la mirada mientras llevaba su mano derecha a su manga izquierda, en donde, al desabotonarla, reveló lo que también confundiría a Gaby, pues el reloj de brazalete marrón no estaba en su muñeca; llevaba el reloj que parecía ser pequeño a pesar de ser de mediano tamaño, plateado de brazalete, con pequeños diamantes en la circunferencia y diamantes más grandes pero aun pequeños en lugar de números, y la cara era blanca, no tenía cronómetro de ningún tipo, y era simplemente aburrido, algo que Emma sabía—, se le acabó la batería a mi reloj… y necesito que le cambien el brazalete también —sonrió—, usa la tarjeta de crédito porque no sé cuánto va a costar eso.

     — ¿Mismo color y mismo material de brazalete?

     — Sólo que sea del mismo color, por favor —respondió un tanto indiferente, porque sabía que el material era prácticamente el mismo para todos los modelos que no habían sido diseñados para llevar brazalete metálico—. Ah, y que le den mantenimiento.

     — Está bien, ¿algo más?

     — ¿Por qué tengo a dos personas ahí afuera? —rio como si estuviera realmente divertida, pero, en realidad, estaba un tanto molesta, pues, aunque ella lo hubiera tachado de “puntualidad”, no era nada sino incómodo; un abuso de la puntualidad en realidad.

     — No se preocupe, ellos entienden que la entrevista no es a esta hora —sonrió, pero Emma levantó una mirada de «eso no fue lo que pregunté»—. El Arquitecto Volterra me dijo que los hiciera pasar, estaban desde las siete y media afuera… no quería que hubiera un estorbo afuera —se encogió entre hombros—. Realmente no sé por qué vinieron tan temprano.

     — Ah… —elevó ambas cejas—. ¿Y cómo se llaman? —«sí, sí, yo sé que me enviaste sus portfolios y sus hojas de vida, pero no los vi».

     — Lucas Meyers, graduado de SCAD, veintiséis años. Toni Bench, graduada de Parsons, veinticinco años.

     — Lucas Meyers… Toni Bench —susurró para sí misma, intentando memorizarse los nombres con un asentimiento—. Lucas Meyers y Toni Bench… —repitió—. Got it —sonrió—. ¿Puedes ofrecerles algo de beber, por favor?

     — Ya lo hice —sonrió—. ¿Algo más?

     — Eso es todo —sacudió su cabeza, terminando de doblar su manga para llevar su mano directamente al teléfono fijo—, gracias —susurró, y presionó el último botón de la columna de accesos rápidos para esperar un tono, dos, tres, cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, su pie se agitó de arriba hacia abajo, cuatro tonos.

     — Hullo! —canturreó infantil y alegremente una Natasha que parecía estar en una severa crisis de azúcar; como niña pequeña de chocolates y coca cola en una sala de espera de aeropuerto entre una escala de cuatro eternas horas.

     — Hello yourself —rio Emma—, ¿por qué tan contenta?

     — Aparentemente hay un problema en Corpus Christi —sonrió genuinamente y sin remordimientos—, qué mal que se trata de un incendio en una de las plataformas, pero qué bueno que mi suegra está pensando en irse hoy mismo.

     — No sé si alegrarme por ti o si encender la empatía para decir “damn” —frunció sus labios.

     — No hay muertos, sólo tres que están en cuidados intermedios… y todo está bajo control, y tienen un buen seguro… alégrate por mí.

     — Me alegro por ti, Nate —rio nasalmente.

     — ¿Tú qué tal? —le agradeció el apoyo moral—. ¿Cómo estuvo el fin de semana?

     — Con trabajo —se encogió entre hombros, girando sobre su silla para encarar la ventana.

     — Sí, Phillip mencionó algo de la Old Post Office y Sophia.

     — Sí, hoy va a estar en D.C. —frunció sus labios con disgusto.

     — Bueno, al menos sé que está viva —rio.

     — ¿Por qué no lo estaría?

     — O sea, sobrevivió a tu ataque de celos —dijo, intentando no reírse ni con ni sin burla.

     — No estaba celosa —repuso a la defensiva—, I just wanted to fuck her brains out.

     — And… did you?

     — That’s none of your business —rio.

     — Ah, eso significa que te salió el tiro por la culata y la violada fuiste tú, no ella.

     — Fue justo —repuso en su defensa y con su dedo índice derecho en lo alto—, y recíproco.

     — Qué rico —dejó caer sus hombros ante el suspiro de envidia—, espero que entre hoy y mañana deje de vivir mi sexualidad a través de ti y de Sophia —rio—, que, por cierto, si mi suegra se va hoy, y yo no doy señales de vida en las próximas veinticuatro horas… por favor ven a ver qué fue de nosotros.

     — There’s no such thing as “death by sex” —rio.

     — Yet! —recalcó.

     — Está bien, está bien —asintió—, me encargaré de eso personalmente.

     — Gracias.

     — Cuando quieras —repuso—. ¿Cuáles son tus planes para hoy?

     — “Operación bikini” a las nueve y media —«gimnasio»—, almuerzo con mi papá a la una, y luego tengo que ir a la Lego Store que Phillip me ha hecho una lista de no-sé-cuántas páginas de piezas que quiere que le compre, ¿y tú?

     — Entrevistas —dijo nada más, sabiendo muy bien cuántas piezas Phillip le estaba pidiendo y para qué a pesar de Natasha no tener ninguna idea—, y tengo preguntas al respecto.

     — ¿Preguntas sobre cómo entrevistar a alguien? —resopló, pues para ella eso se hacía sin pensarlo; le salía natural, pero era por la experiencia que su trabajo anterior demandaba.

     — Mjm.

     — ¿Cuáles son los criterios que tienes para contratar?

     — No sé, sólo quiero a alguien inteligente y útil… y no quiero all that bullshit de si puede trabajar en equipo, o de en dónde se ve en cinco años, etc., etc., etc.

     — Bueno, realmente no hay una forma exacta de cómo hacer una entrevista, no es una ciencia… no se trata de un examen de preguntas y respuestas, así sea de opción múltiple o de respuesta elaborada. Tienes que preguntar las cosas que necesites saber para evaluar si esa persona vale la pena por capacidad o porque no te va a hacer la vida más complicada; si quieres un genio difícil o si quieres un trabajador promedio —le explicó—. Claro, para eso puedes hacer preguntas técnicas sobre el trabajo en sí, que en tu caso me imagino que se trata de los componentes del espacio, o del proceso del diseño, o de lo que sea…

     — Es que no quiero preguntar algo que me dé una mierda por respuesta, como si hubieran ensayado todas las posibles preguntas… no sé si me explico.

     — Bueno, uhm… —suspiró, dejándose caer en su cama de golpe—. Creo que preguntar sobre la interacción entre el diseñador y el arquitecto es una buena opción, porque, al fin y al cabo, ustedes son un estudio de arquitectos e ingenieros, no son una fracción de diseñadores de interiores, tampoco es eso lo que toman como prioridad, y, de trabajar en el estudio, tienes que saber si ellos entienden cómo es el trato entre las dos partes, o no sé… realmente no sé cómo funciona en tu campo —rio suavemente—. ¿Por qué no tomas de guía a Sophia?

     — ¿Cómo?

     — Cuando te dijeron que Sophia era diseñadora de interiores, tu primer comentario fue: “she won’t fit in” —le dijo con ese tono de “¿te acuerdas?”—, y tu explicación fue precisamente de que era un estudio de arquitectos e ingenieros. ¿Te acuerdas lo que te pregunté?

     — “¿Por qué ella no puede encajar y tú sí?”

     — “Porque soy Arquitecta antes de ser Diseñadora de Interiores… y conozco cómo mediar y ejercer ambas partes” —repuso Natasha—. Tú sabes cómo ven los arquitectos a los diseñadores, y tú sabes cómo ven los diseñadores a los arquitectos —rio, acordándose de cómo Emma, en alguna de sus ebriedades, había confesado que su lado de Arquitecta menospreciaba a los diseñadores de interiores porque normalmente carecían de conocimientos técnicos y materiales, pero que su lado de Diseñadora de Interiores odiaba a los Arquitectos porque creían que eran dioses del buen gusto y que las sabían todas y en todo momento—. No sé qué te parece… es sólo una idea.

     — Interesante… —se lo reconoció con honestidad.

     — ¿A qué hora tienes las entrevistas? Digo, tal vez puedo pensar bien qué tipo de preguntas puedes hacerles.

     — Las tengo casi que ya —rio.

     — Bueno, en ese caso sólo puedo acordarte de que tú vas a trabajar con esa persona… evalúa si quieres a un asshole con experiencia, como David, o si quieres a un idiota profundo que no se mueve si tú no lo mueves, que no es excepcional en lo que hace pero que logra hacer las cosas, como Tim —«Selvidge también es difícil, pero en un sentido distinto al de David»—. Creo que sólo tienes que empezar a hablar y evaluar la actitud del candidato, si está nervioso o emocionado, si está desesperado, si lo que dice no es nada sino lo que él cree que quieres escuchar… además, es un pasante, le puedes dar un tiempo de prueba y ya.

     — Cierto, muy cierto —asintió—. ¿Por qué no te llamé a ti antes?

     — Porque te gusta complicarte la vida —bromeó.

     — Cierto —rio, y, sin saber cómo o por qué, un silencio se interpuso entre ellas, un silencio como esos tan incómodos que ya había experimentado dos veces ese día, lo cual era hasta demasiado.

     — Em… —susurró al cabo de unos eternos segundos—. Tú sabes que te quiero… y mucho, ¿verdad? —dijo, y escuchó a Emma respirar profundamente.

     — ¿Pero? —musitó en una voz que parecía estar un tanto quebrada.

     — Pero nada —sonrió, sabiendo exactamente qué era lo que estaba pasando por esa parte emocional que Emma nunca se había logrado explicar—, sólo quería decírtelo —dijo, escuchando el relativo alivio en su respiración, alivio que anulaba la capacidad de poder reciprocar el sentimiento verbalmente a pesar de que emocionalmente sí lo reciprocaba—. Entonces, ¿ya sabes qué preguntar? —rio, cambiando el tono de su voz para relajarla por completo.

     — Sí, sí —asintió mientras se aclaraba la garganta para deshacerse del quiebre—, gracias por el curso intensivo.

     — No sé si se le puede llamar así, pero… cuando quieras —rio.

     — ¿Me vas a decir si tu suegra se va hoy?

     — Serás la primera en saberlo.

     — Gracias por el honor.

     — Oh-my-goodness-gracious… —suspiró Natasha con desgana—. Tengo que irme, creo que mi suegra va a acabar con la puerta del baño…

     — Si el conserje no arregla esa puerta, envío a alguien a que te la arregle.

     — Espero no tener que llegar a ese punto —pujó por intentar ponerse de pie de un tan solo movimiento que no incluía manos—, pero gracias.

     — Hablamos luego.

     — Yup.

Emma colgó el teléfono, y, con el mismo impulso, se devolvió a la enorme pantalla para, rápidamente, saber si las creaciones de aquellos únicos dos candidatos eran dignos de recibir un “tiene potencial”.

                Para su fortuna, o para su desgracia, ambos tenían una hoja de vida que iba más allá del “muy bueno”, no sólo en la información que proveían sino en la forma en la que la presentaban, pero, si debía escoger a juzgar por la hoja de vida, debía ser Lucas por ser más sobrio, más directo, y había logrado sintetizarlo todo en una tan sola página y no en dos.

Buen manejo de Revit y AutoCAD, «cien puntos a favor», InDesign, y Office/iWork, y un manejo más que aceptable de Photoshop e Illustrator. Ah, y un excelente manejo de las redes sociales, cosa que Emma no sabía para qué le serviría pero supuso que nunca estaba de más, o quizás sólo era un poco de sarcasmo de su parte. Inglés al cien por ciento, mandarín al calculable setenta y cinco por ciento, y francés al calculable sesenta por ciento. Tenía gráficas que representaban aquello, pero no tenían unidades que marcaran el eje ‘Y’.

Por el otro lado, Toni tenía la misma idea de las gráficas, y había etiquetado ambos ejes, pero, en el eje ‘Y’, las etiquetas, o las unidades, eran “impressive”, “pretty awesome”, “quickly improving”, “slow & steady”; algo que sólo hacía que Emma no tomara tan en serio la situación. Y tenía algo que sólo le acordaba a la hoja de vida de Gaby; lo que se llamaba “my life in a bubble”, un diagrama sencillo que dividía la burbuja principal en “work” y “play”, y en “work” mencionaba planificar espacios, liderazgo, dedicación, “team player” y “hands-on”, y en “play” mencionaba la jardinería, el turismo, la comida, la cocina, y todo lo literario que no fuera ficción. ¿Y qué había hecho con Poggenpohl? «Shelving system, bathroom solutions, and interior organisation».

¿Y Lucas qué había hecho en Huniford? Había sido el project manager para la ambientación de un apartamento en West Village, había asistido con la ambientación de una casa en Sagaponack, y había colaborado en la ambientación de un apartamento modelo en New Jersey.

                Ah, y las preguntas empezaron a surgir, y parecía que no querían dejar de caer ni de profundizarse, en especial cuando se había detenido a ver los portfolios de cada uno. Los dos se ganaron un digno “tiene potencial”, y, lo mejor, o lo peor de todo, es que, si juzgaba lo que veía, podía trabajar con ambas creatividades a pesar de considerar que tenían un largo camino por recorrer y experiencia que ganar. Pero sabía que la experiencia no se materializaba de la nada, por lo tanto no podía ser tan exigente con eso (ella también había tenido que aprender), y, si debía jugar la inexperiencia a su favor, aplicaba el mismo pensamiento estratégico que con Gaby. Y qué bien había resultado Gaby.

«Oh, shit… I’m screwed». ¿Por qué no podía ser tan fácil como decir “contrato a Parsons” o “contrato a SCAD”?

— Su té —sonrió Gaby, mostrándole la taza transparente con aquel líquido que parecía haber sido coloreado con los cabellos más claros que manipulaba Emma en ese momento para ordenarlos en una trenza que saliera de su flequillo y que terminara en un posible alto y relativamente flojo moño. Aunque era tercera vez que intentaba ordenarse el cabello, y, ante la interrupción, tiró demasiado de él, cosa que terminó por desganarla porque no le gustaba el cabello apretado al ser la principal razón de crear un cabello liso en ella, «über-straight hair isn’t flattering»—, ¿necesita algo más?

     — ¿A quién tenía programado primero? —preguntó, soltando el cabello de entre sus dedos para aflojarlo rápidamente, y Gaby le lanzó una mirada confundida—. ¿A Parsons o a SCAD?

     — A Parsons.

     — Está bien —suspiró, llevando la taza de humeante té a sus labios para beber un sorbo que no sufriría por la temperatura, y se puso de pie—, quiero que no me pases llamadas mientras esté con ellos.

     — ¿Banco, Señora Noltenius, Licenciada Rialto, Arquitecto Volterra? —preguntó, siguiéndola con la mirada, pues había bordeado el escritorio para llegar a su bolso; tenía que silenciar su teléfono.

     — De nadie —sacudió su cabeza, y, en cuanto irguió la mirada, vio a los dos candidatos sentados en las butacas; Parsons hojeaba la edición mensual de Architectural Digest, y SCAD tocaba alguna canción en su mente, la cual marcaba con sus dedos sobre su reloj, un probable Michael Kors o Shinola, pero, definitivamente, la mezcla de la cara azul con el brazalete marrón le sentaba bien—. Entonces… —suspiró Emma, asomándose por entre la puerta entreabierta—, como que vinieron un poco temprano —sonrió con cierta amabilidad sintética, pero no era que no estaba siendo amable, simplemente estaba siendo cordial, en especial porque sabía que había nervios entre los dedos de SCAD y entre el pasar de las páginas de Parsons, «cuidado y me arranca una página»—. Supongo que no les importaría empezar antes —dijo, y ambas cabeza se sacudieron mientras soltaban un nervioso y aireado “no” por balbuceo—. Quindi, Licenciada Bench —sonrió, invitándola a pasar a su oficina mientras Gaby se escabullía por entre ella y el marco de la puerta.

Aquella mujer se puso de pie como si hubiera tenido un nervioso resorte en el trasero, y, en silencio, le sonrió a su contrincante, quien respiraba con cierto justificado alivio por no ser la primera víctima.

Jeans de rodillas gastadas, camisa negra muy ligera, quizás desmangada, y una chaqueta negra sin cuello y de dobladillo color crema, con las mangas simplemente recogidas y no dobladas, con dos collares distintos que aterrizaban a la altura de su epigastrio y que no opacaban la cruz que pendía de la cadena dorada que se alojaba a la altura de su esternón. Reloj Movado de cara negra y de brazalete metálico, y slingback stilettos color piel de punta afilada que dejaban que se viera un tatuaje de una diminuta estrella.

Cabello marrón oscuro, liso y corto, hasta medio cuello, y facciones finas que parecían tener un potencial problema con las sonrisas. Maquillaje ligero, múltiples aretes en su oreja izquierda, que era la que se veía al tener el cabello ordenado tras ella, y proporciones escasas en todo sentido. Flaca. Flaquísima. Tan flaca que Gaby pensó en servirle un Pediasure y no el vaso con agua que le había pedido.

— Emma Pavlovic —le dijo, ofreciéndole la mano para una introducción más formal.

     — Toni… Toni Bench —repuso, estrechándole la mano un tanto fuerte, culpa del nerviosismo.

     — Toni, ¿Toni de “Toni” o Toni de “Antonia”? —preguntó, ofreciéndole, con un gesto, cualquiera de las dos butacas que se encontraban al lado contrario de su silla tras el escritorio.

     — De “Antonia” —sonrió—, pero todos me llaman “Toni”.

     — Muy bien —murmuró Emma, tomando asiento en su cómoda silla de cuero—, ¿necesita algo antes de empezar? ¿Algo de beber, quizás? —«¿el Pediasure que asumo que Gaby le quiso servir, quizás?».

     — No, no, así estoy bien, gracias —sacudió su cabeza.

     — Está bien —sonrió—. Sólo para estar segura, sí está al tanto de que es una entrevista para una plaza de pasantía, ¿verdad?

     — Sí.

     — Bene, quindi… cuénteme sobre usted —sonrió, echando su espalda contra el respaldo de la silla para adquirir una posición más cómoda.

     — Bueno, uhm… —suspiró con su ceño fruncido, algo que parecía hacer más que sonreír, «al menos tiene expresión de algo»—. Bueno, me gradué de Parsons en la primavera del dos mil doce —comenzó diciendo, y Emma, ya sabiendo exactamente cómo sería de aburrido el hecho de que le declamara su hoja de vida, decidió intervenir.

     — ¿Por qué Parsons? —preguntó con una sonrisa antes de que le pudiera decir sobre los seis meses con Poggenpohl.

     — Es una buena escuela, y soy local… no quería irme de la ciudad, y en NYU no ofrecen ni grado ni posgrado, sólo una certificación que no profundiza en todo lo que Parsons sí.

     — Entiendo, pero Pratt no es una escuela que deba pasarse por alto.  

     — Comparé los programas, y me gustó más el de Parsons; ofrecen más material que tiene que ver con arquitectura —«eso lo sé»—. Sentí que Pratt era más una “decoración de interiores” que un “diseño de interiores” —«¡al fin alguien que concuerda conmigo!»—. Y el máster en realidad no tuve que pensarlo dos veces, en especial porque tenían un double major en Diseño de Interiores y en Diseño de Iluminación.

     — ¿Y absolvió Diseño de Iluminación?

     — Sí —asintió con una sonrisa de orgullo, «al menos sonríe y no da miedo».

     — Debería incluirlo en su hoja de vida —sonrió Emma—, un “Master of Fine Arts” no explica que hizo un major en Diseño de Iluminación también —dijo, y vio cómo la mujer se convertía en su víctima ante el enorme “ups” que probablemente delataba su falta de experiencia, no laboral sino profesional, o de cómo hacer una hoja de vida—. Como sea… Poggenpohl, ¿cómo le fue trabajando en un estudio que no es precisamente de diseño de interiores sino de diseño de muebles, en especial de cocinas?

     — Fue interesante —respondió rápidamente.

     — ¿En qué sentido?

     — Mientras estuve en Parsons, hice mis pasantías en de la Cruz, y aprendí mucho sobre cómo un diseñador tiene la obligación de hacer que el espacio funcione, no importa si el espacio está arquitectónicamente mal diseñado, el diseñador tiene la obligación de hacer que el espacio funcione —repitió, tal y como si quisiera hacer énfasis en la importancia de su área de práctica—. Y aprendí que puede haber un sistema, un paradigma, y que no funciona en todos los espacios, a veces ni reajustándolo; por eso él hace todo justamente para la ocasión y no le gusta lo genérico… y en Poggenpohl aprendí lo contrario, que sí puede haber un paradigma, un grupo de muebles, y que todo puede ser reajustado para el espacio que sea.

     — ¿Y usted qué prefiere? —dijo con una expresión facial que era difícil de descifrar, pues no se sabía si estaba aburrida o si estaba interesada.

     — Uso todas las herramientas de las que puedo disponer; si algo funciona, pues funciona… no se puede forzar —se encogió entre hombros—. Pienso que los espacios pueden ser completamente personalizados si se tienen los recursos creativos y financieros, pero tampoco me molesta tener que trabajar con algo prefabricado, o genérico… porque hasta lo genérico puede hacer la diferencia de distintas maneras.

     — ¿Cuánto tiempo estuvo con de la Cruz?

     — Un año en total.

     — ¿Le gustó trabajar con James? —preguntó, y se castigó por haberlo llamado por su primer nombre, pues eso quizás delataría la confianza que tenía con el mencionado: se conocían personalmente, al nivel de un par de copas sociales y esporádicas, de consultas que iban y venían de ambos lados, y de llamadas a teléfonos personales para los cumpleaños, una botella de Tanqueray y una de Dolin de regalo para toda ocasión (cumpleaños, cuatro de julio, navidad, el primer lunes de cada octubre), o de algo más grande si se trataba de una publicación importante, y de los múltiples pares de zapatos que Emma le había regalado a lo largo de los siete años que tenía de conocerlo, porque no había un hombre, que ella conociera, que tuviera más zapatos que él.

     — Claro, fue una muy buena experiencia… fue en donde aprendí a manejar mis dos estilos.

     — Mid-century modern y transicional, ¿cierto? —ella asintió—. ¿Y cómo se siente con el resto de estilos?

     — Me siento muy cómoda con el clásico, el tradicional, y el moderno —sonrió, «claro, si maneja el transicional tiene que saber manejar esos tres»—. Y el rústico también.

     — ¿Minimalismo?

     — No es mi favorito, pero puedo manejarlo también —asintió, y notó cómo su respuesta complacía a Emma en cierta forma.

     — ¿Contemporáneo y costero?

     — Sé trabajar con ellos a un nivel aceptable, pero no son mi fuerte —dijo, viendo a Emma erguirse entre un suspiro que sólo supo interpretar como decepción—, pero siempre estoy dispuesta a aprender… todo lo que se pueda —dijo apresuradamente.

     — Bueno saberlo —sonrió Emma un tanto incómoda, pues no comprendió por qué había agregado lo último—. Quisiera preguntarle algunas cosas quizás más técnicas, si no hay ningún problema —le dijo, tomando su taza de té para llevarla a sus labios.

     — No, por favor.

     — ¿Ha trabajado con espacios pequeños?

     — En algunas ocasiones, sí —asintió.

     — ¿Cómo los hizo ver más amplios o más grandes?

     — Usé dos gradaciones distintas del mismo color para crear profundidad con ayuda de la iluminación natural —dijo, acordándose de aquella miniatura de dormitorio que había tenido que ambientar precisamente con de la Cruz—. Como se trata de un dormitorio, la cama era la mitad del tamaño que podía caber con un poco de espacio… las repisas las anclé a las paredes para aprovechar el espacio del suelo y para crear espacio vertical, un espejo que tenía más un fin decorativo que útil para ampliar el espacio a través del reflejo, y repartí la iluminación estética en ochenta por ciento de techo y veinte por ciento a altura estándar para difuminar los límites.

     — ¿Tiene alguna corriente en especial que le gusta aplicar a la hora de diseñar?

     — Tomé cursos que se enfocaban más en la mercadotecnia del espacio y en el diseño de sets.

     — Interesante —asintió suavemente—, ¿Feng Shui?

     — Lo básico.

     — Perfecto —sonrió—. Bueno, como usted sabe, nosotros somos un estudio de arquitectos e ingenieros, normalmente ambientamos el espacio que se diseña aquí mismo, aunque también tenemos casos en los que ambientamos espacios que no hemos diseñado nosotros —dijo, y llevó la taza a sus labios para beber dos o tres sorbos de aquel té que la había relajado más que su té de todas las mañanas, pero no por eso descartaría aquella fusión de aromas y sabores—. Supongo que mi pregunta es si ya ha trabajado con un arquitecto.

     — No, nunca —dijo con desgana.

     — Oh —se asombró de buena forma—, entonces supongo que mi pregunta puede ser más puntual: si el cliente va a empezar desde cero, ¿con quién cree usted que es mejor empezar?

     — Mmm… —suspiró, entrelazando sus manos sobre su regazo para hacer que sus dedos crujieran.

     — No hay respuestas equivocadas —le dijo Emma para apaciguar sus nervios.

     — Realmente no lo sé —se encogió entre hombros—. Como dije antes, creo que la obligación un diseñador de interiores es hacer que el espacio funcione sin importar el diseño del arquitecto… claro, creo que si se puede hacer algunas modificaciones a un diseño para beneficiar al espacio, y al final al cliente, no veo por qué no… realmente no tengo experiencia con clientes que empiezan desde cero, con de la Cruz siempre trabajé en los espacios que alguien más había diseñado y que no siempre se podían modificar por la razón que fuera.

     — En cuanto a eso… —frunció su ceño Emma—, ¿por qué hay un vacío entre Poggenpohl y hoy?

     — Cuando terminó mi contrato con Poggenpohl, busqué trabajo… pero me di cuenta de que, para conseguir un trabajo serio y más estable, mis habilidades todavía necesitaban ciertos ajustes, y me dediqué a dominar bien los programas, y a mejorar mis renderings manuales y digitales… y, sinceramente, he escuchado buenas cosas de este estudio —«Leccaculo!»—; las publicaciones que han tenido son muy buenas, el trabajo en el Ritz y en el Plaza son demasiado buenos, y… y, si debo ser sincera, usted trabajó con alguien que conozco —dijo, usando el “con” y no el “para” por cuestiones de protección; no quería herir el Ego de Emma.

     — ¿Con quién? —frunció su ceño.

     — Con los tíos de mi mejor amiga, con los der Bosse —sonrió—. Victoria sólo tiene halagos y elogios cuando habla de usted.

     — Sí, Victoria der Bosse —suspiró con una sonrisa, «creí que ya la habíamos superado para siempre»—, me acuerdo muy bien de ella; recién terminamos de trabajar para ella —comentó, empleando el “para” y no el “con” porque literalmente había trabajado para ella y sólo para ella, y eso era algo que hasta su Ego debía admitir.

     — Sí… entonces, cuando vi la oferta en la bolsa… no había nada que pensar —rio nasalmente mientras sacudía su cabeza.

     — ¿Copic o Prismacolor? —preguntó para asesinar todo lo que tuviera que ver con der Bosse, porque su vida había continuado y había estado bien sin ella.

     — Promarker —sacudió su cabeza, y Emma elevó su ceja derecha ante la sorpresa, la cual no sabía si era grata o no—, pero puedo trabajar con Copic también —dijo apresuradamente ante la expresión de Emma.

     — Promarker… —asintió todavía sorprendida—. ¿Cuántos marcadores tiene el set completo? —preguntó su ignorancia, pues jamás, «nunca», había considerado Promarker una opción.

     — Ciento cincuenta —«esos son doscientos ocho colores que no tienes».

     — Habría creído que eran más —comentó con una falsedad de la que su víctima no se pudo percatar—. Bene... quindi, ¿tiene preguntas para mí? —la vio penetrantemente a los ojos—. Sobre el tiempo de la pasantía, sobre la paga, sobre cómo se hacen las cosas aquí… —se encogió entre hombros mientras su mano derecha agitaba sus dedos en lo alto para simbolizar un “qué sé yo”.

     — Ah, ¿es pasantía pagada? —ensanchó la mirada.

     — Sí, y, si todo sale bien, supongo que podemos hablar de números —sonrió, haciéndola sonreír, que, cuando vio la amplia sonrisa, comprendió que prácticamente le había dicho que la plaza era suya, y, «oh, fuck»—, así que, ¿alguna pregunta?

     — No, ¿usted?

     — No tanto como una pregunta —sacudió su cabeza—, ¿puedo pedirle que haga un rendering?

     — ¿Ahorita? —ensanchó su mirada todavía más, pero no fue al máximo hasta que Emma asintió—. ¿Un… un rendering de qué? —balbuceó, viendo a Emma ponerse de pie para dirigirse a su mesa de diseño.

     — Del break room —dijo, sacando un par de hojas de una de las gavetas de la mesa mientras seleccionaba los Prismacolor que sabía que definían al espacio que quería, y, porque no había nada más travieso, arrojó uno que otro marcador que no tenía nada que ver.

     — Yo… yo no he visto el break room… ¿o es un break room imaginario?

     — No, no es imaginario, es del break room de aquí —dijo, tomando un lápiz y un borrador para terminar de alcanzarle el material que necesitaría.

     — ¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó luego de unos momentos de desconcierto total.  

     — Lo que pueda hacer en diez minutos —sonrió, y caminó hacia la puerta para abrirla—. Gaby, ¿le podrías mostrar el break room a la Licenciada Bench, por favor? —Gaby se puso de pie junto con un asentimiento—. Cuando termine, espere aquí, por favor —le dijo a Parsons mientras le pasaba a un lado para dejarse guiar por Gaby, y Parsons asintió—. Licenciado Meyers —sonrió para el hombre que estaba contrariado por no saber qué estaba sucediendo—, pase adelante, por favor.

El altísimo hombre se puso de pie. Si Emma calculaba bien, medía pocos centímetros menos de los dos metros.

Era un rubio opaco, definitivamente su cabello se llevaba mucho fijador o el producto de su elección, pues parecía no moverse con nada, ni con un tornado. Tenía una leve barba que parecía mantener con demasiado cuidado, y quizás, sin la barba, tenía cara de adolescente. Quizás por eso dejaba ver su perfecta barba; la lucía. Parecía no tener cejas de lo rubias y escasas que eran, o quizás sólo era que sus penetrantes ojos turquesas hacían todo el trabajo carismático por él. O quizás eran los anteojos.

Vestido en camisa blanca de cuello inglés, se había anudado con supremacía una corbata marrón a puntos blancos, se había abotonado un chaleco celeste grisáceo a líneas horizontales y verticales marrones, un chaleco double-breasted de botones marrones, y se había enfundado en una chaqueta gris que era más formal que casual y que tenía el detalle del pañuelo verde manzana. De jeans azul oscuro y de evidentes botas marrones.

— Emma Pavlovic —dijo, y, tal y como lo había hecho con Parsons, le ofreció la mano.

     — Lucas Meyers —sonrió con un gentil apretón de manos.

     — Por favor, tome asiento —le ofreció cualquiera de las dos butacas frente a su escritorio.

     — After you, ma’am —sonrió con el mismo gesto de mano, y Emma, no sabiendo si considerarlo un “leccaculo” o un caballero, tomó asiento primero—. Me gusta mucho su oficina, Arquitecta Pavlovic —le dijo al aire, pues veía a su alrededor como si quisiera asimilarlo todo antes de sentarse a algo más serio, a lo que había llegado.

     — Gracias —murmuró desde su silla—, por favor, tome asiento.

     — Por favor, tutéeme —le dijo amigablemente mientras halaba un poco la butaca de la izquierda hacia atrás, pues, de no halarla, no cabrían sus piernas entre el espacio que raras veces existía entre la butaca y el escritorio.

     — Está bien… ¿necesitas algo antes de empezar?

     — No, estoy muy bien, gracias —sacudió una única vez su cabeza, y, cruzando su pierna derecha sobre la izquierda, entrelazó sus manos sobre su regazo.

     — ¿Qué me puedes decir sobre ti? —preguntó, esperando que su respuesta no empezara con un “me gradué de SCAD”.

     — Bueno, vengo de una familia de arquitectos; mi bisabuelo y mi abuelo eran arquitectos, mi papá y mi mamá son arquitectos, mi hermano mayor es arquitecto y mi hermana está estudiando arquitectura —sonrió, inmediatamente capturando la absoluta atención de Emma—. Empecé a estudiar arquitectura en Georgia Tech, no me gustó tanto como creí que me iba a gustar, y me inscribí en el pre-college summer program en Savannah; me inscribí para Diseño Gráfico, Diseño de Muebles, Diseño Industrial, y para Diseño de Interiores. Al final no sabía si decidirme por Diseño de Muebles o por Diseño de Interiores, pero, a decir verdad, me gusta más jugar con los espacios con lo que sea que tenga a la mano.

     — Interesante —sonrió—. ¿Y qué haces en Nueva York?

     — Recién graduado de SCAD, Huniford me ofreció una pasantía de cinco meses… y la ciudad me gustó, por eso decidí quedarme.

     — ¿Ya has estado en todos los distritos?

     — En la mayoría —sacudió su cabeza con una sonrisa.

     — ¿Alguno que te haya gustado más?

     — Todavía no sé si me gusta más Greenwich Village o SoHo —rio carismáticamente—. Me fascina el High Line… creo que es mi lugar favorito de toda la ciudad, y el Flatiron y el Brooklyn Bridge.

     — El Flatiron —asintió—, ¿alguna vez has entrado?

     — No, ma’am, never.

     — Los baños están divididos; los de hombres están en los pisos pares, y los de mujeres en los pisos impares. Y, para llegar al vigésimo primer piso, tienes que tomar un segundo ascensor en el vigésimo piso —dijo como dato al azar.

     — Deben haber sido cosas de la época —rio, empujando sus anteojos de regreso a la posición correcta en su tabique.

     — Probablemente —sonrió—. Pero, bueno, a lo que viniste —rio nasalmente—, ¿cómo fue tu experiencia en Huniford?

     — Creo que no pude haber pedido un mejor lugar para empezar a hacer cosas que ya no eran tan pequeñas como cuando tenía que hacer mis prácticas durante la universidad —sonrió—. El trato directo con el cliente debería ser considerado una ciencia.

     — Ah, trataste directamente con el cliente.

     — Sí, en especial para cuando estuve a cargo del proyecto —asintió.

     — ¿Te gusta más tratar directamente con el cliente o estar más en la segunda línea?

     — Me siento cómodo trabajando en las dos posiciones… claro, me gusta tratar con el cliente para poder tener una idea más clara de lo que espera como resultado final, y creo que no hay ningún problema cuando se trabaja en la segunda línea si hay una buena comunicación con el encargado del proyecto y si el encargado del proyecto incluye o no al de la segunda línea.

     — ¿Qué estilo era el que utilizaste en tu proyecto?

     — Transicional.

     — ¿Y tus estilos son tradicional y tropical, cierto?

     — Yes, ma’am —asintió.

     — ¿Qué otros estilos dominas?

     — Loft, industrial, y minimalista… y los adyacentes de tradicional y tropical —sonrió.

     — ¿Qué me dices del contemporáneo?

     — No he tenido la oportunidad para aplicarlo con pureza —se encogió entre hombros—. Sé las bases y los requisitos, pero nunca lo he puesto en práctica.

     — ¿Y cómo eres en cuanto a la presión?

     — Veo cómo me las arreglo —sonrió—. Siempre tuve un trabajo mientras estudiaba, quizás no relevante para mi área de estudio, pero quitaba tiempo y energías.

     — ¿En qué trabajaste? —preguntó, pues en su hoja de vida sólo estaba el tiempo en Huniford y sus prácticas universitarias en alguna fracción de diseño de interiores en Savannah.

     — Uy —resopló—. Primero trabajé en Popeye’s friendo cualquier cosa que se le ocurra, luego trabajé en un lugar que se llama Leoci’s, un lugar de comida italiana, y luego como recepcionista en el Hilton Desoto, y por último impartiendo clases de inglés a un grupo de señoras en Hong Kong…

     — Eso te quería preguntar —sonrió ante la pausa que él había hecho—, ¿hiciste un semestre o dos en Hong Kong?

     — Sólo uno; el último del Bachelor, pero me quedé seis meses más para aprender un poco más sobre la cultura y el idioma —sonrió.

     — ¿Te cambió mucho el programa?

     — No, sólo las electivas eran un poco distintas, pero escogí las que más me podían servir.

     — ¿Qué electivas llevaste?

     — Rendering para el interior y el exterior, Ilustración del interior y del exterior, iluminación del interior, preparación de portfolio, paisajismo y botánica, mercadotecnia, y diseño especializado en cocinas. E hice todos los talleres que ofrecieron sobre forma, orden, y espacio, y los que ofrecieron sobre funcionalidad y accesibilidad en establecimientos públicos y comerciales.

     — Interesante, muy interesante —«can I hire you right now?»—. ¿Tienes alguna corriente en especial que te gusta aplicar a la hora de diseñar?

     — Feng Shui —asintió—, creo que es algo que todo diseñador debe tomar en cuenta en cierta medida; la medida la determina el cliente y de qué tanto se presta el espacio para eso —sonrió—. Y sé una que otra cosa sobre Vastu Shastra, pero por curiosidad… no porque no la aplico.

     — ¿Qué me dices de mi oficina? —le preguntó con traviesa intención, pues quería saber si respondería honestamente o no y si sabía en realidad de lo que hablaba.

     — Tiene un problema de diseño —dijo un tanto inseguro y como si se avergonzara de la honestidad de su respuesta.

     — Por favor, elabora.

     — Bueno —suspiró, y se irguió para ver a su alrededor—. La puerta y la ventana quedan en la misma línea, tiene tres secciones de ventanas consecutivas y es difícil que eso no entre en conflicto, pero eso es un error de diseño arquitectónico… no de planificación de espacio —dijo, y se tomó un segundo más para ver con mayor detenimiento aquello que no se le plantaba con ambos pies frente a él con tanta evidencia—. Su escritorio está en una buena posición, no interfiere con la puerta, y dicta su posición dentro del espacio; usted está al mando —sonrió—, y este escritorio —se volvió al vacío escritorio de Sophia—, también tiene una buena posición… pero creo que no me equivocaría al asumir que no siempre estuvo aquí… creo que ha hecho lo que se puede con el espacio y con las circunstancias, yo no cambiaría nada… ni siquiera el orden que tiene su escritorio —le dijo, encontrándose con una mirada llena de satisfacción y no por cuestiones de Ego o de haber sido halagada o elogiada, sino porque realmente sabía—. Me gusta lo que ha hecho con esto —añadió, golpeando suavemente el borde del recipiente de vidrio que contenía arena blanca y un pequeño notocactus, aquel jardín zen en el que Sophia solía dibujar cuando estaba aburrida, o cuando estaba apoyada del escritorio de Emma y pretendía coquetearle con jerga técnica, o cuando se cansaba de ver el mismo dibujo sobre la arena—, es bastante inteligente.

     — Un buen regalo —asintió—. ¿Por qué no colocarías mi escritorio ahí? —dijo, señalándole el espacio en el que había colocado aquel sofá de dos asientos, los dos sillones, y la mesa de café.

     — Pensé en que podría colocarse ahí, pero tiene material que necesita el menor contacto posible y no quiere que el punto focal sea el almacenamiento de planos y de revistas; por eso ha puesto el sofá contra esa sección y a una distancia relativamente corta, una distancia en la que puede sacar lo que necesite sin dañarlo pero que no tiene mayor contacto el resto del tiempo… y, de poner el escritorio ahí, las butacas estarían en la línea de la puerta, lo cual es una interferencia.

     — Dijiste que todos en tu familia son arquitectos —le dijo con la misma sonrisa de satisfacción—, tu abstracción de un arquitecto debe ser bastante especial.

     — No sé si es especial —se encogió entre hombros—, pero me dieron una idea de cómo piensan los arquitectos y de cómo es la interacción entre ellos y nosotros.

     — ¿Y cómo interpretas la diferencia entre los arquitectos y los diseñadores de interiores?

     — En realidad debería haber muy poca diferencia entre los dos porque venimos del mismo campo del diseño y tenemos las mismas obligaciones en cuanto al proyecto —se encogió entre hombros—. Los dos deberíamos buscar el mismo resultado final, pero sé que ciertamente el diseñador depende en gran medida de lo que el arquitecto diseñe, y por eso creo que la conexión entre ambas partes debería ser muy estrecha. En realidad creo que todo se reduce a que el diseño de interiores es una disciplina relativamente nueva, muchísimo más nueva que la arquitectura, y por eso existe esa fricción entre ambas partes; por una falta de comprensión de la parte contraria que en realidad no es contraria sino complementaria… supongo que realmente todo se reduce a las personalidades.

     — Al ego del arquitecto —rio Emma nasalmente, viendo cómo él asentía un tanto incómodo—, puedes decir que es el ego del arquitecto.

     — Bueno, todo se reduce al ego del arquitecto —dijo pequeñamente, pues sabía que Emma era arquitecta.

     — ¿Has trabajado con algún arquitecto?

     — Durante mis prácticas del Máster —asintió.

     — ¿Y cómo te fue con eso?

     — Bueno, fue con mi papá… no sé si eso dice algo —respondió un tanto avergonzado.

     — No, no me dice nada —rio nasalmente mientras sacudía su cabeza.

     — Estaba trabajando con uno de mis profesores, estaba en segunda línea, y de casualidad resultó que mi papá era el arquitecto del proyecto —dijo con un aire de excusa, o quizás de explicación, pero era innecesario—. No sé si es porque se trataba de mi papá trabajando conmigo que no tuvimos mayor roce a la hora de trabajar; él estaba muy abierto a nuestras revisiones y a nuestras propuestas.

     — Ah, el cliente contrató primero al arquitecto —comentó para sí misma.

     — Sí.

     — ¿Crees que es bueno contratar primero al arquitecto?

     — ¿Sinceramente? —entrecerró la mirada ante la encrucijada.

     — No hay respuesta equivocada —ladeó su cabeza hacia el lado derecho.

     — Creo que es un error contratar al arquitecto primero —asintió—, pero también creo que es un error contratar al diseñador de interiores primero.

     — Explícate, por favor.

     — Teniéndole el debido respeto al cliente, creo que la inexperiencia y la ignorancia pesan mucho —se encogió entre hombros—. Creo que si se contrata primero al arquitecto, y se espera a que el diseño esté terminado para contratar al diseñador de interiores, sólo se presta para un mayor gasto porque es cien por ciento seguro que el diseñador va a presentar modificaciones, revisiones, y nuevas propuestas —«en eso estamos de acuerdo»—. Creo que es importante tener al diseñador de interiores desde el principio para que trabaje todo el proceso con el arquitecto; el diseñador propone un espacio de acuerdo a la funcionalidad, de acuerdo a qué muebles van en dónde, de acuerdo a cómo se puede aprovechar la iluminación natural, etc., que es algo que ayuda a prevenir el gasto extra de las revisiones que tiene el arquitecto o el ingeniero estructural sobre las revisiones que puede tener el diseñador de interiores… claro, pienso que el diseñador también tiene que respetar el alcance y el impacto que pueda tener algo en la estructura.

     — ¿Cómo es tu proceso con el cliente?

     — Básicamente se reduce a cinco aspectos que creo que se deben preguntar —dijo, elevando su dedo índice izquierdo para empezar a enumerar—: sobre si ha trabajado antes con un diseñador de interiores, sobre el presupuesto y el marco de tiempo, sobre el estilo del diseño, sobre la toma de decisiones, y sobre cómo espera él que se deba abordar el proceso del diseño —dijo con su mano extendida—. Cada cliente tiene un trato distinto, en especial porque creo que hay clientes que, al no saber exactamente qué es lo que quieren o qué es lo que esperan, deciden escuchar a lo que otras personas dicen.

     — ¿Y cómo lidias con eso?

     — Puedo tratar de hacerle ver los pros y los contras de la idea, puedo tratar de cambiar su opinión, pero, en realidad, si el cliente no quiere ceder, no me queda más que aceptarlo y esperar que luego no piense que fue un error y que le cueste más dinero en la forma que sea; ya sea en tiempo con el arquitecto, o en atrasos de permisos, o en nuevas emisiones de permisos, un atraso de la construcción si se trata de una construcción, o en materiales innecesarios si sólo se trata de una ambientación —dijo, colocando sus manos sobre el escritorio de Emma, y las deslizó suavemente por sobre la superficie con su ceño fruncido—. Debe haber sido un nogal enorme —murmuró asombrado, «so that’s what’s wrong with him… he has the attention span of a squirrel»—, habría apostado, por el tamaño, a que era cerezo.

     — Nogal —sacudió su cabeza.

     — Es de mis maderas favoritas —susurró, totalmente invertido en sus manos sobre el escritorio, y, en cuanto sintió cómo Emma lo veía penetrantemente con su ceja derecha hacia arriba, se dio cuenta de lo raro que eso parecía ser, y se recompuso.

     — ¿Con qué maderas sueles trabajar?

     — Depende de si se trata de algo formal o de algo casual —dijo, irguiéndose con una sonrisa avergonzada—. Para lo formal me gusta el roble, el cerezo, el cedro, y el nogal… y para lo casual me gusta el bambú, el pino, y el arce.

     — Bene… —suspiró mientras asentía—. Sólo para tenerlo claro, ¿sabes que lo que ofrezco es una pasantía de seis meses, verdad?

     — Con posibilidad de plaza fija —asintió, haciendo a Emma sonreír.

     — Y sabes que es pasantía pagada, ¿verdad?

     — Yes, ma’am.

     — ¿Cuánto esperas ganar?

     — Sinceramente no sé cómo funciona el sistema de paga aquí —se encogió entre hombros—, no sé si se gana por proyecto, como una comisión, o si se gana un salario fijo.

     — Independientemente de cómo funcione —rio nasalmente—, ¿cuánto esperas ganar?

     — Mmm… —respiró profundamente mientras hacía los respectivos cálculos—. Supongo que, por lo menos, lo mismo que ganaba en Huniford al mes —dijo, pero Emma sabía que allí se pagaba por proyecto, no por mes—; mil seiscientos —concluyó, y Emma rio nasalmente a pesar de estarse carcajeando en sus adentros.

     — ¿Y qué tipo de marcadores usas?

     — Puedo trabajar con Prismacolor o con Copic, personalmente prefiero Copic y es lo que tengo —sonrió.

     — ¿Cuántos colores tienes?

     — Doscientos veintiséis —dijo con orgullo, pues se los había comprado poco a poco y con su dinero—, es una colección en proceso.

     — ¿Tienes tu propio material más-o-menos completo?

     — Tengo el portable guide studio y el capsure, una colección de muestras de textiles, cámara digital… lo básico está completo, el resto está en proceso de completarse —resumió su conteo, pues se dio cuenta de que Emma esperaba un simple “sí” o “no” por respuesta.

     — Bueno, ¿tienes alguna pregunta para mí?

     — ¿Ya se acabó la entrevista? —ensanchó la mirada, y Emma asintió con su ceño fruncido.

     — ¿Algún problema?

     — No, es sólo que a las otras entrevistas a las que he ido… no sé, se tardan más… y vi que a Toni le dio material para algo, asumo que para un rendering —se encogió entre hombros.

     — Ah, ¿la conoces?

     — Recién la conocí hoy —sonrió carismáticamente.

     — Cuando la Licenciada Bench termine, tú puedes hacer el rendering del break room también —sonrió, poniéndose de pie.

     — ¿Cuánto tiempo tengo?

     — Lo que puedas hacer en diez minutos —sonrió, y caminó hacia la puerta.

     — ¿Con qué perspectiva? —dijo, poniéndose de pie y acomodando la butaca a la posición inicial.

     — Lo que puedas hacer en diez minutos —repitió, abriendo la puerta para encontrarse a una Gaby que aniquilaba su primera taza de café del día—, y luego puedes esperar sentado unos momentos.

Aquel hombre salió de aquella oficina un tanto confundido, pero, tal y como Emma lo había descubierto en cierto momento de la entrevista, su confusión se le olvidó al ver que Parsons salía del break room con expresión de descontento por no creer haber hecho lo suficiente.

— Aquí tiene —le dijo Parsons a Emma, alcanzándole aquella hoja que tenía trazos que delataban una perspectiva de ojo.

     — Gracias —sonrió—, por favor, espere un momento —dijo, señalándole una de aquellas butacas, y se volvió hacia Gaby—. Voy a ir a donde Jason un momento —murmuró, juntando aquella hoja por las esquinas pero sin doblarla en definitiva y tomando un bolígrafo de su escritorio.

Esas palabras: “voy a ir a donde Jason un momento”. Ay, esas palabras. Gaby no les tenía miedo, no, en lo absoluto, en especial porque Jason no era una persona a la que se le podía tener miedo por actitud, aunque todos odiaban ir al clóset al que él llamaba “oficina”. Le habían ofrecido un espacio más grande en múltiples ocasiones, pero a él le gustaba el clóset.

“El clóset” no era un clóset en realidad, simplemente era la oficina más pequeña de todas: tenía una tan sola ventana, el escritorio contra la pared, un pizarrón de corcho al que no le cabía ni una tachuela más, “n” cantidad de papeles apilados, un basurero que recibía sólo envoltorios de Laffy Taffy de banano, aquella calculadora que era más cara que los stilettos a la medida con los que Emma se acercaba en ese momento, y la taza blanca que nunca había estado a menos de la mitad de café.

¿Por qué Gaby pensaba que esas palabras eran tan especiales? Simple: porque Emma nunca iba al clóset a menos de que fuera algo que necesitara un poco del tipo de persuasión que más le avergonzaba.

                Emma se detuvo justo a tres metros de aquella puerta que nunca se cerraba, y, con una respiración profunda, «please, don’t make me feel so bad about this».

— Arquitecta —sonrió Jason ante el llamado que había hecho Emma contra el marco de la puerta.

     — Buenos días, Jason —sonrió Emma un tanto incómoda, pues, la mirada de Jason era más un acoso que una sonrisa de grata sorpresa—. ¿Qué tal el fin de semana?

     — Bien —balbuceó, girándose completamente sobre su silla para encarar a Emma, y, como siempre, jugaba con un bolígrafo con ambas manos para intentar disipar el nerviosismo que ella le provocaba.

     — ¿Qué hiciste? —se cruzó de brazos, recostándose con su antebrazo del marco y llevando aquel bolígrafo, juguetonamente, a su labio inferior para darle suaves golpes traviesos.

     — Nada en especial, ¿y usted? —dijo, y, ante un segundo de sonrisa, se puso de pie—. Qué maleducado, por favor, siéntese —le ofreció la silla, la única silla.

     — No, no, Jason —sacudió el bolígrafo lentamente de lado a lado—, estoy bien así —sonrió—. Me espera un día con el trasero pegado a la silla.

     — ¿Le ofrezco un café, agua, té? —dijo, aplanando su camisa blanca de manga corta, a la cual le hacía la atrocidad de decorarla con una corbata roja bastante clásica; corbata que se ponía solamente para estar en la oficina.

     — No, no, gracias —murmuró con un tono bastante amigable, y llevó su mano izquierda a rascar su nuca.

     — ¿Cómo estuvo su fin de semana? —balbuceó, dejándose caer en su silla.

     — No muy interesante, estuvo bastante aburrido en realidad —dijo, y no mentía, pues trabajar en un fin de semana desde hacía demasiado tiempo que había dejado de divertirle—. Como sea… —sacudió su cabeza, y se irguió por los escalofríos que su propia mano le habían provocado—. Sólo venía a preguntarte cuál había sido la cifra que me habías dicho que podía ofrecer para el pasante.

     — Cuatro mil quinientos —respondió rápidamente, porque no había cifra que se le pudiera olvidar o escapar.

     — ¿Eso es lo más que puedo ofrecer? —preguntó con un tono que Sophia reconocía que era persuasivo por ser seductor, y era lo que podía utilizar con el consentimiento de la rubia y sin faltarle en ningún sentido.

     — Es lo que me aprobó el Arquitecto —asintió.

     — Ay, Jason —suspiró en el mismo tono de antes, y apoyó su frente contra el marco de la puerta—. Es que tengo a dos candidatos excelentes… no puedo sólo contratar a uno —«dime cinco mil quinientos al menos para dividirlo entre los dos»—. ¿Estás seguro de que es lo más que puedo ofrecer? —sonrió de reojo, sabiendo perfectamente bien de que eso funcionaba con cualquiera—. ¿No tendrás por ahí mil quinientos más?

     — Mil quinientos sí tengo —asintió entre dificultosos tragos cortados de su propia saliva al ver cómo Emma mordisqueaba suavemente aquel bolígrafo—, pero no tengo nueve mil.

     — Vamos… yo sé que sí los tienes en alguna parte —rio suavemente con el bolígrafo contra sus labios.

     — Usted sabe que sí hay dinero, y sabe en dónde hay dinero —le dijo, no sabiendo exactamente qué le decía ni por qué—, sólo tiene que conseguir la segunda firma…

     — Y según tú, ¿cuánto es lo más que puedo ofrecer? Digo, para no hacer mucho desorden —sonrió, apoyándose ahora con ambos codos del archivero de mediana altura que se encontraba contra la pared.

     — Lo más que puede ofrecer, por esos seis meses, es seis mil… y eso ya se notaría.

     — No me lo estoy robando, Jason —rio falsamente—, estoy generando empleo —dijo, sacando toda aquella «bullshit» que había aprendido de su papá, y de todos los amigos de su papá—. Este país necesita reducir la tasa de desempleo.

     — Tiene razón, Arquitecta —asintió con los ojos llenos de fascinación.

     — Jason, te he dicho mil veces que me llames “Emma” —sonrió.

     — Emma… —rio ridículamente, como si decir el nombre le hiciera cosquillas—. Yo creo que puede ofrecer seis mil por la pasantía, tres mil en el caso que decida dividirlo entre los dos candidatos… o como sea la repartición que tenga pensado —sonrió—. Pero, si le entendí bien, al final de los seis meses puede o no contratar, ¿cierto?

     — Esa es la idea —asintió.

     — En ese caso, no puedo ofrecerle un salario más alto de lo que sabe que puedo ofrecerle… no puedo ofrecer dos salarios por ese monto, y sabe que es lo que tengo que ofrecerle a todo “Class C”.

     — Lo sé, lo sé —murmuró—. Por el momento sólo me interesa lo de la pasantía, porque no sé si voy a contratarlos a los dos o sólo a uno; para eso es la pasantía —sonrió—. ¿Nos podemos preocupar por eso luego?

     — Claro —asintió él—. Sólo necesito la segunda firma y que me diga cómo quiere repartirlo… y hago todo el papeleo con el abogado.

     — Perfecto —se irguió con una sonrisa genuina—. Una pregunta, ¿tú crees que puedo tener los contratos hoy mismo?

     — Si están todos los datos en orden… no veo por qué no —sonrió.

     — Jason, eres mi salvavidas —dijo, colocando fugazmente su mano sobre su hombro.

     — Le pediré la firma al Arquitecto en cuanto tenga todo listo, ¿de acuerdo?

     — De acuerdo —asintió.

     — ¿Necesita algo más? —se aclaró la garganta mientras arreglaba el nudo de su corbata.

     — No, pero muchas gracias Jason… de verdad que eres lo mejor —sonrió, y, antes de que el momento incómodo invadiera aquel clóset, logró escaparse de aquel clóset que realmente olía a Laffy Taffy.

Jason era el hombre que tenía la desdicha de tener dos amores platónicos en el lugar de trabajo: Emma, que sabía que estaba fuera de su alcance, y Gaby. Quizás era que un poco de la personalidad de Emma había logrado esparcirse como un virus en Gaby, o quizás sólo era que Gaby, de entre el cuerpo de logística (secretarias/asistentes), era la única que realmente era amable con él, la que a veces almorzaba con él, la que le había insistido en que debía dejar de utilizar lentes de contacto porque se veía más guapo con los anteojos.

Y era guapo, bueno, era “guapito”, pero tenía cierto nivel de descuido personal que no podía rescatar su guapura por completo. Tenía cara bonita, tenía ojos muy bonitos y muy sinceros, pero, por alguna razón, parecía que su mamá era quien lo vestía. Pantalones caquis, camiseta blanca por debajo de la camisa, a veces las camisas no se sabía si eran blancas o si se habían teñido de la desgracia del amarillo, o si era ése el color verdadero, las corbatas eran de gusto chistoso pero no tanto como las de los pediatras o las de los dentistas infantiles, y su almuerzo lo llevaba en la bolsa de papel; una manzana, dos sándwiches de cualquier cosa menos de ensalada de huevo, sándwiches a los que les quitaba los contornos, un Welch’s de diez onzas, y un pudín de chocolate o de vainilla.

Ganaba bien, ganaba más de lo que los pasantes estaban por ganar si Emma repartía los salarios equitativamente, pero vivía con cierta austeridad porque se había concentrado en terminar de pagar la hipoteca de la casa de sus papás, y estaba a cinco meses de lograrlo. Y, en efecto, todavía vivía con sus papás.

Era bueno, bondadoso, amable, y definitivamente el mejor contador que Volterra había visto, pues su experiencia con los dos contadores anteriores se podía describir como “terminó en la corte”.

— ¡Emma! —se asustó Volterra en cuanto casi derrama el café sobre ella al encontrársela saliendo de su oficina.

     — Sweet Jesus! —rio Emma, llevando su mano a su pecho ante el sobresalto, y quizás ante el alivio de que el café no había aterrizado en ella—. Te encontré —se carcajeó.

     — Effettivamente —rio—. ¿Qué se te perdió? —le preguntó, refiriéndose al qué hacía ahí.

     — Ja, já… muy gracioso —entrecerró la mirada—. Vine a… —suspiró, «¿vine a “decirle” o a “preguntarle”?»—. Vine a decirte que he decidido contratar a los dos —sonrió muy orgullosa de su decisión.

     — ¿A los dos? —ensanchó la mirada.

     — A los dos —asintió—. Los dos son lo que necesito.

     — No sé si a los dos podamos ofrecerles una plaza fija —dijo un tanto confundido.

     — Y no sé si a los dos se las voy a ofrecer —le dijo con su dedo índice en lo alto.

     — Está bien —rio—. Entonces, ¿a qué viniste?

     — Le llamo “cortesía” —sonrió—. Jason vendrá en algún momento a pedirte la segunda firma.

     — ¿Para qué?

     — Porque no considero que mi conocimiento y mi experiencia sea suficiente ganancia para ellos —rio, y, antes de que le pudiera decir algo, se valió de la presencia de otra de las arquitectas para huir—. Sólo firma —le dijo, y se apresuró a alcanzar a Hayek.

     — ¿Y tú? —rio Belinda en cuanto Emma la alcanzó para caminar a su lado.

     — Sólo sigue caminando —sonrió—, le estoy huyendo a Alec.

     — ¿Qué te hizo? —dijo entre los sorbos de su caramel macchiato de Starbucks.

     — Nada —resopló—. ¿Qué tal tu fin de semana?

     — La familia política visitó —dijo, señalando sus ojeras—: worst weekend ever… yo sabía que la familia era extensa, pero nunca la había visto toda reunida y aglomerada en un apartamento de cinco habitaciones; la lista de Schindler tenía menos personas —sacudió su cabeza—. Eso de dormir en un colchón inflable no es para mí.

     — Oye, para la próxima… puedes dormir en la habitación de huéspedes de mi apartamento —le dijo, asombrándose por cómo le había nacido de buena fe.

     — Gracias —sonrió asombrada por la misma razón, pues nunca había estado en el apartamento de Emma—, pero, para la próxima, dormiré en el Plaza —rio—. Y, aunque me gusta el Plaza, espero que no haya una próxima vez en lo que resta del año… —le dio un sorbo a su vaso hermético, y resopló.

     — ¿Qué?

     — Supongo que tu fin de semana estuvo demasiado aburrido —rio, y, ante los signos de interrogación que revoloteaban por la cabeza de Emma, le explicó—: hacer renderings del break room… eso requiere de un nuevo nivel de aburrimiento —sonrió, y le señaló la hoja que Emma llevaba en su mano y que había ignorado por completo.

     — Ah, no, esto no es mío —frunció su ceño, y, hasta en ese momento, le prestó atención a lo que estaba plasmado en el papel.

     — It sure does look like one of yours —susurró asombrada, pero, al analizarlo con mayor destrucción y crueldad, supo que era imposible que hubiera salido de Emma por tener trazos que eran tan arrastrados como apresurados—. Tiene los trazos bastante inconsistentes. ¿Prismacolor?

     — Sí.

     — Asumo que no usa Prismacolor, entonces —rio, deteniéndose frente a su oficina—. ¿Promarker?

     — ¿Cómo sabías?

     — Porque así eran mis trazos al principio —sonrió, y, de reojo, vio que, al final del pasillo, se sentaba una nerviosa Parsons—. ¿Quién es esa vocera de la desnutrición? —rio.

     — Mi nueva pasante.

     — Se ve emocionadísima de tener buenas noticias —rio sarcásticamente.

     — Todavía no se las he dado —guiñó su ojo, y, en ese momento, Belinda ensanchó la mirada.

     — ¿Y ese quién es? —suspiró.

     — Mi otro pasante.

     — ¿Dos pasantes? —mordisqueó su labio inferior.

     — Me siento generosa —asintió.

     — ¿Es gay?

     — ¿Por qué sabría yo eso? —rio.

     — No sé, ¿no se supone que ustedes pueden ubicar en su radar a los de su misma especie?

     — No sé si lo encuentro ofensivo o gracioso —resopló Emma—. Pero mi radar no funciona para eso… mi radar sólo funciona para los assholes —sonrió.

     — Te ha de matar cuando Segrate anda por aquí.

     — Ni te imaginas…

     — He’s cute —dijo, y mordisqueó su labio inferior de nuevo.

     — Tiene veintiséis, y tú no eres una cougar.

     — Says who? —rio, y se adentró a su oficina.

Belinda Hayek, la mujer que se había rehusado a la conversión al Judaísmo por su actual esposo y que por eso sólo se habían casado por lo civil, era la clara de expresión de mujer que llevaba los pantalones y no sólo de forma literal. Si ella decía “A”, Joshua, su esposo, decía “mén”. A-mén. Si ella decía “salta”, Joshua preguntaba “¿de dónde?”. Quizás era porque, a pesar de que ambos llevaran pan a la mesa, Belinda era quien llevaba la mantequilla, la coca cola, los steaks, las papas gratinadas, y el helado.

Habiendo obtenido su título de Arquitecta en Cornell, y habiendo reforzado su educación en nada-más-y-nada-menos-que-Harvard, también en arquitectura, decidió ampliar sus conocimientos en “Historical and Sustainable Architecture” porque la simple arquitectura no le bastaba, y el embarazo, el trabajo, y el matrimonio tampoco.

Si bien era cierto, era la mujer que comía años como si se tratara de un deporte; tenía unas cuantas arrugas, las necesarias para hacerla ver natural, pero tenía un cutis impecable, y carecía de cualquier maltrato solar a pesar de pasar la mayoría de sus vacaciones en la suite Michaels del hotel Eden Rock en Saint Barthélemy mientras sus hijos eran enviados, en el verano, al “Catalina Island Camps” en California o al “KenMont and KenWood Camps” en Connecticut, o al campamento de su elección. Cualquiera diría que tenía treinta y dos si se exageraba.

Pues esos treinta y dos años, o treinta y siete en realidad, no se le escondían a nadie, era como si estuviera orgullosa de verse tan bien para su edad. Y esa edad sólo servía para que entrara en la categoría de “MILF” entre los compañeros precoces de su hijo mayor, y entre Segrate y Selvidge (los hijos inmaduros de Volterra). Conservaba una envidiable talla seis a pesar de estar empezando a sufrir de las primeras olas de calor que la hacían adorar el invierno o abrir el refrigerador sin razón alguna. Ávida bebedora de whisky, con una famosa aversión al yoga, a la meditación, a los pilates, y a toda disciplina parecida, adyacente, derivada, etc., con un récord del cien por ciento de asistencias a los juegos de futbol de su hijo mayor, a los recitales de ballet y violín de sus dos hijas, y madre voluntaria para “career day” durante la primaria y la secundaria. Placer pecaminoso: Taco Bell. Ropa Diane von Fürstenberg, Michael Kors, y Nanette Lepore, la ocasional Tory Burch, calzado Jimmy Choo y Tory Burch, reloj Cartier de brazalete rojo y bisel de oro. Sin afiliaciones políticas porque le parecía una aberración que existiera el bipartidismo y el bicameralismo en pleno Siglo XXI, por lo que siempre ejercía el sufragio con independencia y a favor del mejor candidato. Actor favorito: Jack Nicholson. Actriz favorita: “the Dames” (Dame Judi Dench, Dame Helen Mirren, Dame Julie Andrews). Películas favoritas: “Pulp Fiction”, “Se7en”, y “Million Dollar Baby”. Cantantes favoritos: Rod Stewart, Michael Bublé, y Diana Krall. Canción favorita: “Fly me to the moon”. Prefería Blackberry sobre iPhone. Color favorito: blanco. Tema morboso favorito: el nazismo. Lo que le disgustaba: la música de Michael Jackson, Candy Crush, y cuando le decían que sólo se podía pagar con efectivo. Lo que le gustaba: que sus hijos le dieran un beso de despedida todas las mañanas y uno antes de dormirse, Carlos Bocanegra, y todo lo que tuviera que ver con la Bauhaus, en especial cuando se trataba de Kandinsky y de Moholy-Nagy.

Y le importaban pocas cosas, por eso era que tenía las agallas sonrientes de poder insinuar que SCAD, o sea Lucas, estaba “fuckable”. Claro, no era quien para serle infiel al judío narizón que ejercía el monopolio de la ortodoncia tanto en el Upper East Side como en el Upper West Side. Pero según ella tener pensamientos impuros no estaba mal. Estar próxima a los cuarenta no significaba que su vagina había muerto, y era estúpido pensar que sólo los hombres tenían instintos que se generaban en la entrepierna.  

— ¿De qué consta su equipo personal? —le preguntó Emma a la nerviosa mujer que volvía a tener frente a ella en la privacidad de su oficina.

     — Tengo todo lo necesario —se aclaró la garganta, y ante la explicación que exigía la mirada de Emma, añadió—: Reference library de Pantone y el capsure, todos los marcadores de la colección, el set completo de Faber-Castell, cinta métrica… cámara…

     — Lo tiene todo —sonrió, y le deslizó el rendering por el escritorio—. Es bueno, y creo que hizo bastante para la cantidad de tiempo que tenía —le dijo, viendo cómo lo tomaba para avergonzarse de lo que consideraba ella que era un patético esfuerzo; le echó la culpa a los nervios.  

     — Puedo hacerlo mejor —le dijo casi sin poder articular bien las palabras.

     — Lo sé —asintió—. Me gustaría que se lo llevara, quizás para que lo tome como una guía o para que lo termine… y me gustaría ver el resultado mañana —sonrió, y Parsons frunció el ceño—. Mi oferta es la siguiente —se aclaró la garganta—: seis meses de pasantía, o llámele tiempo de prueba, con posibilidad de plaza fija al concluir el contrato inicial —dijo, no sabiendo si la noticia era buena o mala para ese par de ojos que parecía que iban a estallar en algo que no sabía describir—. Puedo ofrecer tres mil dólares al mes, proyectos que creo que dejan buenas experiencias, libertad de trabajar en proyectos de su interés…

     — ¿Tres mil? —ensanchó la mirada.

     — Sólo tengo una condición —asintió.

     — ¿Cuál?

     — Tiene que firmar un NDA —dijo, y hubo silencio—. Usted sabe, protección de propiedad de intelectual.

     — Firmaré lo que sea que me ponga enfrente —rio aliviada con su mano sobre sus labios, un típico «shut the fuck up!»—. ¿Cuándo empiezo?

     — ¿Cuándo quiere empezar? —sonrió.

     — Yo empiezo hoy si quiere.

     — Y hoy está bien conmigo —rio nasalmente—. Sólo necesito que le dé sus datos a mi asistente —dijo, no logrando no retorcerse por dentro al haber llamado “asistente” a Gaby—; social security number, número de cuenta bancaria, etc. —sonrió, y se puso de pie.

     — Claro, lo que sea —se reflejó inmediatamente, y estrechó la mano que Emma le ofrecía.

     — Bienvenida —sonrió, bordeando el escritorio para abrirle la puerta.

     — Gracias, muchas gracias —sonrió genuinamente agradecida, y, ante eso, SCAD sólo se hundió entre hombros, pues, para él, eso sólo significaba otra entrevista que se había ido por el retrete.

     — Lucas —lo llamó con una sonrisa—, por favor.

La pesadez de SCAD era inhumana, parecía que se arrastraba hacia otra desgracia, hacia otro atropellador “no”, y, con la misma desgana, le alcanzó el rendering a Emma, quien agradeció el hecho de que fuera en vista aérea y con trazos más suaves y más precisos.

— ¿Cómo crees que te fue? —le preguntó Emma, tomando asiento antes que él y su caballerosidad lo hicieran.

     — Creí que me había ido demasiado bien —dijo, estando todavía en estado de absoluta incredulidad.

     — Y así fue —estuvo de acuerdo—, y esto —le deslizó el rendering a través del escritorio—, esto es demasiado bueno —lo felicitó con la mirada y con la sonrisa, logrando ponerle una sonrisa a pesar de la desgana—: es astuto.

     — Gracias.

     — ¿Puedo saber si tienes otras entrevistas programadas? —le preguntó con su ceño fruncido.

     — Por el momento esta era la única —sacudió su cabeza—, pero todavía estoy esperando respuesta de Sawyer & Breson.

     — ¿Para qué posición?

     — Asistente ejecutivo —«euphemism for “errand boy”»—, una plaza permanente.

     — ¿Te conformas con ese puesto?

     — Por el momento no hay mucha oferta de trabajo —se encogió entre hombros—, y necesito comer —sonrió.

     — Dijiste que esperabas ganar lo que ganabas en Huniford, ¿cierto?

     — Mil doscientos —asintió el altísimo hombre que, por no haber movido la butaca, parecía que las rodillas le llegaban al mentón cuando asentía.

     — Te ofrezco tres mil —repuso con sencillez.

     — ¿Tres mil por toda la pasantía?

     — Eso sería absurdo —rio—. Tres mil al mes.

     — ¿Es en serio? —ensanchó la mirada.

     — La pasantía es tuya si la quieres —asintió—, si quieres tómate el resto del día para pensarlo, quizás el día de mañana también, y me dices si quieres firmar el contrato.

     — No, no —sacudió rápidamente su cabeza—, lo firmo hoy mismo si lo tiene listo… y le traigo el café de paso, si quiere —sonrió.

     — Vamos despacio —rio Emma, diciéndole con sus manos que se calmara—. Hay un NDA que tienes que firmar, y necesito que le des tus datos a mi asistente —dijo, retorciéndose de nuevo por haberla llamado así, y vio cómo él materializaba una hoja con sus datos, los que Gaby le pediría, del bolso mensajero que Emma había pasado por alto.

     — Siempre estoy preparado —sonrió con la hoja en alto—, y el NDA… no sería el primero que firmo.

     — Bueno saberlo —reciprocó la sonrisa, y se puso de pie, que él, por la misma caballerosa naturaleza, se puso de pie también—. ¿Puedes empezar hoy?

     — En este preciso instante puedo empezar —asintió.

     — Bene —rio Emma nasalmente, y abrió la puerta para alcanzarle aquella hoja a Gaby, quien ya había terminado de tomar nota de Parsons—. Gaby, necesito los NDAs cuanto antes, por favor… y si pudieran tener los contratos al mismo tiempo, mejor —dijo, mostrándole un tres con sus dedos para indicarle que cada contrato debía ser por tres mil dólares al mes.

     — Yo me encargo —asintió, e, inmediatamente, digitó aquel teléfono que sabía de memoria.

     — Me gustaría discutir algunas cosas antes de que otra cosa suceda —les dijo Emma a ambas nuevas adquisiciones, y Parsons asintió y se adentró a la oficina—. Hay cosas que probablemente van a estar en el contrato, pero, por si acaso —sonrió, ofreciéndoles nuevamente asiento a ambos, y SCAD que no se sentó hasta que ambas féminas se hubieron sentado—, si tienen alguna pregunta, por favor… —dijo, y, ante el silencio de ambos, que SCAD había sacado su teléfono para tomar nota, se dispuso a empezar con aquello—. Yo trabajo de la mano —«literalmente de la mano»—, con la Licenciada Rialto —señaló el escritorio de Sophia—. Ella es Diseñadora de Interiores también, y es Diseñadora de Muebles… graduada de Savannah, por cierto —le dijo a SCAD, quien sonrió por saber que habría un poco de familiaridad con alguien, por lo menos para criticar la fatalidad de la comida que servían en la cafetería del lugar que los había formado académicamente hablando—. Ella es de estilo contemporáneo y loft, y maneja el art deco y el shaker también, y cualquier pregunta que tengan estoy segura de que ella estará en la disposición de responderla… así como el resto del estudio, que ya en unos momentos les daré un tour —sonrió—. Ustedes pueden acudir a todos, y todos vamos a ayudarles, pero ustedes son mi responsabilidad.

     — Usted es la jefa —dijo SCAD.

     — Por lo tanto, cualquier problema serio que tengan, cualquier obstáculo complicado con el que se encuentren —«y cualquier cagada que hagan»—, por favor acuden a mí —y ambos asintieron—. Ustedes recibirán su pago mensual como lo mencioné, eso es un salario seguro, pero, si ustedes quieren traer un proyecto al estudio, pueden traerlo y pueden encargarse de él bajo mi supervisión… porque, sí o no, ustedes están afiliados a este estudio y no puedo poner en riesgo la reputación que hasta le fecha tenemos, ¿de acuerdo? —ambos asintieron de nuevo—. Si ustedes traen el proyecto, ustedes cobrarán la comisión respectiva porque es lo justo… pero quiero dejar muy claro de que no importa quién traiga más proyectos, porque no es eso en lo que me voy a basar para ofrecer la plaza al final de los seis meses —les advirtió con tono severo—. Este estudio tiene un ambiente laboral muy sano, y de eso se darán cuenta, aquí nadie compite contra nadie; ni entre arquitectos, ni entre ingenieros, ni entre diseñadores… y quiero que así permanezca: los problemas que puedan surgir entre ustedes dos, en caso de que hagan de esto una competencia, por favor los dejan en las puertas de sus casas. Los dos tienen habilidades y capacidades muy bien desarrolladas, los dos tienen una que otra cosa por aprender, pero de nada me sirve tener al diseñador con el mejor gusto y con las mejores técnicas si no puedo confiarle la reputación de mi estudio —«con que así es como se debe sentir Volterra… interesante. Me gusta»—. ¿Alguna pregunta? —ambos sacudieron la cabeza con la mirada un tanto ancha, pues sentían como si estaban en la oficina del director de la escuela luego de haber cometido alguna estupidez de proporciones aún más estúpidas—. Va bene —sonrió—. El horario de trabajo —suspiró, y notó cómo entonces Parsons sí sacaba su teléfono para tomar nota—. Es tiempo completo, y espero que la mayor parte de su trabajo lo hagan aquí —dijo, dándole dos golpecitos a su escritorio con su mano, que lo que sonó fue la banda de oro blanco de su anillo en su dedo anular—, pueden llevarse trabajo incompleto a casa, prefiero que sea material a digital, pero, de no haber otra opción, se hará una excepción… y, hablando de tiempo completo: yo vengo a la oficina entre siete y siete y cuarto de la mañana, y a las siete y media mi cerebro ya empieza a funcionar correctamente y es cuando empiezo a trabajar… la oficina no abre hasta las ocho y media —les dijo para remarcar el abuso de puntualidad que ambos habían tenido.

     — Entonces… —habló Parsons—, ¿tenemos que estar a las siete, a las siete y cuarto, o a las ocho y media?

     — Eso depende de ustedes —sonrió—. Yo empiezo a trabajar a las siete y media, y a ustedes no les voy a pagar más por un día de doce horas, pero, tal y como lo estoy yo, sí espero que estén un mínimo de ocho horas… como estoy segura de que dice el contrato.

     — ¿Tenemos tiempo para almorzar? —elevó SCAD su mirada.

     — No tenemos una hora fija para almorzar, lo hacemos cuando es apropiado —dijo, tomando dos de sus tarjetas de presentación—. Normalmente tomamos una hora, o una hora y media si no hay mucho trabajo —murmuró lentamente mientras escribía rápidamente en el reverso una serie de números que luego repetiría en la otra tarjeta—. No hay código de vestimenta, sólo, por favor, no vengan en pijama o en ropa desteñida o desgastada —dijo sin acordarse de que Parsons llevaba sus rodillas inaceptables, por lo que ella, disimuladamente, cubrió sus rodillas con ambas manos—. Aquí está el número de teléfono de mi casa por si no contesto mi celular —deslizó ambas tarjetas por el escritorio—; mi correo electrónico, mi teléfono de la oficina, toda la información que pueden necesitar para localizarme…

     — ¿Hay alguna hora límite para localizarla? —preguntó SCAD.

     — No, pero manténganlo razonable; nada de llamarme a las tres de la mañana, a menos de que sea de vida o muerte —respondió, viendo a ambos digitar rápidamente la información de la tarjeta en sus teléfonos—. También, referente al tiempo, yo estoy cien por ciento a favor de la puntualidad y cien por ciento en contra de la impuntualidad; no me gusta llegar tarde a ningún lugar. Si ustedes van a acompañarme a alguna reunión tienen que estar a tiempo en el lugar de la reunión o aquí para salir juntos, si llegan tarde no pueden entrar a la reunión, y no importa si llegan tarde por un minuto o por quince. Si ustedes me dicen a las cinco de la mañana, yo estaré a las cinco de la mañana. Si ustedes me dicen que me entregarán algo en diez minutos, en diez minutos me lo entregarán, no en más —dijo tajantemente, porque eso del tiempo sí era una fuente de enojo supremo—. Prefiero que me digan que me lo entregarán en veinte minutos y que me lo entreguen antes a que me lo entreguen tarde, pero tampoco abusen y sean lo más honestos que se pueda, ¿de acuerdo? —ambos asintieron—. Ahora lo importante: el trabajo en sí —aclaró su garganta, y, ante la incomodidad, pidió un momento con su dedo índice para presionar el botón del intercomunicador.

     — Dígame, Arquitecta.

     — ¿Me podrías traer agua, por favor?

     — ¿Algo más? —dijo Gaby, y Emma se volvió hacia ambos.

     — Sí, agua estaría bien también —asintió Parsons

     — ¿Con gas o sin gas? —le preguntó Emma.

     — Sin gas, por favor.

     — ¿Y tú? —se volvió hacia SCAD.

     — Agua con gas estaría bien —dijo un tanto avergonzado, pues había sentido cierta presión de grupo.

     — ¿Algo más? —preguntó Gaby de nuevo.

     — No, Gaby, gracias —sonrió Emma, y soltó el botón—. Entonces, el trabajo en sí —se aclaró nuevamente la garganta—. Por el momento tenemos dos proyectos muy grandes en cuanto a diseño de interiores, la Licenciada Rialto está a cargo de uno y yo estoy a cargo del otro, somos segundas entre nosotras, y tenemos las primeras fechas límites encima… puede ser que nos encarguemos de sacar lo más urgente primero, que es el proyecto de la Licenciada Rialto, y luego trabajaremos en el mío, o puede ser que llevemos los dos de manera simultánea y cada uno de ustedes asista en un proyecto.

     — Y, en ese caso, ¿quién asistiría en qué proyecto? —preguntó SCAD.

     — Todavía no lo sé —se encogió entre hombros—. Como pueden ver… la Licenciada Rialto no está —suspiró con sus labios fruncidos mientras veía esa silla vacía, «focus, Emma, focus», y se devolvió hacia las personas a las que pensaría siempre como “SCAD” y “Parsons” a pesar de que los llamaría por su nombre, y ojalá no se le saliera el apodo. «Gracias, Volterra», pues él había comenzado con eso—. Ella está en locación por el día de hoy, pero mañana podremos ver qué es lo mejor para todos… después de que firmen el NDA puedo darles detalles sobre los dos proyectos para que estén familiarizados —sonrió—. ¿Alguna pregunta?

     — Sí —asintió SCAD—. ¿En dónde trabajaremos? —«oh, fuck»—. ¿Trabajaremos aquí, en su oficina, o nos asignará otro espacio?

     — Por el momento aquí —«supongo»—. Pero, por favor, manténganla lo más ordenada que se pueda; no quiero ver cosas tiradas en el suelo, ni prendas de ropa sobre los respaldos… —dijo, dejando que se le saliera un poco el OCD que tenía con su oficina, pero era el OCD del que prácticamente todo diseñador de Interiores sufría, y señaló el perchero, porque para eso existía.

     — No se preocupe, Arquitecta —sonrió SCAD, quien se llevó un sobresalto ante la entrada de Gaby con el agua; llevaba tres botellas, dos de medio litro para los hijos de Emma, y una botella de un litro para Emma, y, encajado en cada botella, iba el vaso de vidrio, forma que estaba bien porque no se trataba de un cliente y eso Gaby lo sabía.

     — Arquitecta —murmuró Gaby, mostrándole que, pegado a su vaso, había un post-it amarillo, un post-it que hizo a Emma sonreír como pocas cosas la hacían sonreír, una sonrisa tan genuina y amplia que asombró a sus hijos.

     — ¿Estas son tus palabas? —preguntó su escepticismo.

     — No, así me lo dijo —sacudió su cabeza con una sonrisa, y, con sigilo, se retiró de aquella oficina.

«Ya llegué a D.C., mi amor», leyó nuevamente aquel post-it, y no supo qué era exactamente lo que le ponía la sonrisa; quizás era el “mi amor” sin vergüenza que le había dicho a Gaby para que se lo dijera a ella, o quizás sólo era el hecho de saber que había llegado con bien. Pero era todo. Ah, la rubia que se había adueñado de sus sonrisas más estúpidas.

                Y sus hijos la observaban leer y releer aquellas seis palabras en tinta negra sobre el amarillo, y no sabían por qué era tan incómodo el silencio sonriente y la lentitud con la que ella, sin ver, abría la botella de Pellegrino y vertía un poco en su vaso.

Quindi… dove eravamo? —suspiró al cabo de unos momentos, y llevó su agua a sus labios junto con las mentas que habían quedado en el paquete que Gaby le colocaba junto a su té.

     — Stavamo parlando di mantenere l’ufficio in ordine —respondió Parsons, logrando dos miradas anchas.

     — Inglés —sonrió Emma, mitad agradecida por ella saber hablar italiano, pues eso sólo significaba que podía lanzar algún término en italiano y sería entendida, y mitad preocupada, pues eso sólo significaba que no podía hablar con Sophia en italiano de algo delicado y/o personal cuando ella estuviera cerca—, que Lucas no habla italiano.

     — Gracias —sonrió SCAD en clara desventaja.

     — Una última cosa —se acordó a tiempo, pues en ese momento era pertinente, luego ya no lo sería—: ustedes pueden disponer de todo el material que les sirva; muestras de textiles, pinturas, papel, utensilios de escritura y para cortar, ediciones de cualquier revista que tengamos… pueden disponer de todo menos de mis Copic y de mis plumas fuente —sonrió con penetrante advertencia, porque consideraba que los marcadores eran objetos tan personales, y tan íntimos, como un tenedor, y sólo el dueño de dichos marcadores sabía cómo los había tratado y qué trazos podía alcanzar con ellos; el trato de varias personas podía resultar en algo parecido a cuando varias personas utilizaban el mismo auto: catástrofe segura, y las plumas fuente, por tener cada una un distinto color, no debían ser utilizadas por nadie más para evitar la mezcla del rojo, azul, y negro—, pueden usar los Prismacolor hasta para hacerse tatuajes cuando estén aburridos —dijo, y los hizo reír un poco, pero ya se había establecido lo que estaba fuera de alcance—. Ahora, ¿qué tal si les doy un tour por el estudio? —dijo, poniéndose de pie, y, sin saber cómo, SCAD le ganó en estrechar sus piernas de dos metros—. Pueden traer sus bebidas si quieren —se encogió entre hombros, y ambos se aferraron a sus vasos—. A Gaby ya la conocen —dijo al abrir la puerta y ver que Gaby hablaba por el auricular, «ojalá y sea con el abogado», y pasó de largo—. Aquí es la oficina del Licenciado Selvidge, Tim Selvidge —dijo, señalando a su lado derecho la oficina vacía, aquella que perteneció a Sophia por corto tiempo, «tarde, como siempre»—, es el Paisajista —sacudió su cabeza con desaprobación—. A este lado está el break room —se adentró al mencionado lugar—. Úsenlo para todo menos para dormir, igual que mi sofá —les dijo, y abrió las puertas del Ultra, aquel refrigerador ultra-grande—. Todos pueden meter comida aquí —señaló el lado derecho—, lo de aquí es de consumo común —señaló el lado izquierdo—. El freezer —abrió aquella puerta—, consumo libre para el desayuno, el almuerzo, la ocasional cena, el postre, y quizás un levantamiento hormonal —señaló el Häagen de chocolate de entre la amplia selección—, bebidas, la Cimbali —colocó su mano suavemente sobre aquel tesoro que hacía el Latte diario para Sophia—. La Cimbali no es una cafetera, aquí no se bebe “agua sucia” —les advirtió, y, ante la mirada confusa de ambos, tuvo que preguntar para luego aclarar—: ¿beben café? —ambos asintieron—. Pues aquí no hay café americano, no hay agua sucia, si ustedes quieren un café americano cómprenlo en el camino… o pónganle más agua al espresso que les saque y sean el hazmerreír de todos —sonrió.

     — Emma —resopló Volterra con un tono de medio regaño—, no les metas miedo —rio, y colocó su mano sobre la mortal cafetera—, que también tenemos una cafetera normal para los que bebemos “agua sucia” —dibujó las comillas aéreas.

     — Les presento al Arquitecto Volterra —sonrió, viendo a SCAD estrecharle la mano con firmeza y con un “es un placer” de por medio—. ¿Me estabas esperando para emboscarme? —rio.

     — No, eso nunca —le dijo sarcásticamente mientras estrechaba la mano de Parsons—, vine por “agua sucia” —sonrió, tomando la cafetera mortal para llenar la taza que llevaba en su mano izquierda—. Pero háganle caso, no le echen más agua al espresso de la Cimbali… sino tendrán problemas —dijo, con una mirada un tanto asesina para Emma, pues no le había creído cuando le había dicho que había contratado a los dos—. Como sea, ¿sus nombres?

     — Toni Bench —dijo Parsons ante el caballeroso silencio que guardaba SCAD, porque las damas iban siempre primero.

     — Lucas Meyers —sonrió él.

     — Bienvenidos —repuso con una sonrisa—, estoy ansioso por trabajar con ustedes —dijo, y se volvió hacia Emma—. Ya firmé lo que querías que firmara.

     — Gracias.

     — Bueno, sigan con su tour —les dijo a los tres, pero fue él quien se retiró.

     — Ése es mi jefe —dijo Emma—, por lo tanto es su jefe y el que tiene el nombre en la puerta.

     — Se ve amable —comentó Parsons.

     — Y lo es —asintió, «pero sé que ahorita tiene ganas de matarme»—. En los gabinetes están la vajilla, los vasos, las tazas, las galletas… si quieren tener su propia taza, la colocan en la parte inferior del segundo gabinete —lo señaló, porque era el gabinete que compartía con Sophia—, y, si usan la vajilla, por favor lávenla —dijo, y empezó a caminar nuevamente por el pasillo—. Oficina de la Arquitecta Ross, Nicole Ross, Arquitectura Comercial —señaló la oficina vacía—, ella está de baja por maternidad —dijo como dato adicional, y, en ese momento, se acordó de que tenía que comprar algo para Michelle, la todavía-no-nata, pues, hasta ese minuto, Nicole todavía seguía en trabajo de parto—. Y aquí —se acercó a la oficina que estaba habitada por la única persona por la que Volterra podría haber titubeado deshacerse de Emma en algún momento, y llamó a la puerta—. Arquitecta Belinda Hayek —sonrió, y Belinda, como si se tratara de una copa, levantó su vaso de Starbucks—. Arquitectura Sustentable e Histórica, y Arquitectura Residencial. Belinda, ellos son la Licenciada Bench y el Licenciado Meyers.

     — Sólo Lucas —murmuró el dueño de aquel nombre.

     — “Sólo Lucas” y Licenciada Bench —dijo Belinda para sí misma.

     — Después puedes enfermarles la cabeza con historias de terror sobre mí —elevó su ceja derecha, y, con un gesto, hizo que el tour continuara—. La oficina de la Arquitecta Rebecca Fox —señaló a su lado derecho, y se abstuvo de entrar a la oficina al ver que la mencionada estaba al teléfono—. Arquitectura Urbana y Residencial —dijo, y siguió caminando.

     — Arquitecta —la llamó SCAD con ciertas reservas.

     — Dime.

     — ¿Cuál es su especialidad?

     — Arquitectura Residencial y de la Hospitalidad —sonrió.

     — ¿Y el Arquitecto Volterra? —preguntó Parsons.

     — Arquitectura Residencial y Comercial, y es el encargado de las restauraciones.

     — ¿Sólo ustedes dos son italianos? —preguntó la curiosidad de SCAD.

     — No —sacudió la cabeza—. La Licenciada Rialto y el Ingeniero Segrate también son italianos, pero sólo el Arquitecto Volterra, la Licenciada Rialto, la Arquitecta Hayek, y yo hablamos italiano —sonrió—, y la Licenciada Bench —la señaló con un gesto amable.

     — Toni —le dijo Parsons—. “Licenciada Bench” es muy largo, “Toni” está bien —y Emma sonrió, «Toni, Parsons, Bench, lo que sea menos “Licenciada Bench”; gracias».

     — Continuemos —suspiró, y abrió la puerta de la enorme oficina de los ingenieros—. Ingeniero Clark Windham, Ingeniero Electricista y Estructural —señaló el escritorio vacío—. Ingeniero Robert Pennington, Ingeniero Estructural y de la Edificación —señaló a Pennington, quien estaba demasiado concentrado en su monitor, tan concentrado que no se había dado cuenta de que tenía visitas—. Y el Ingeniero David Segrate, Ingeniero Estructural —resopló—: tiene obligaciones cívicas —«y por eso amo no ser ciudadana».

“Obligaciones cívicas” significaba nada más y nada menos que “jury duty”, algo que era la máxima expresión de lo que una relación amor-odio era.

Mientras algunas personas consideraban que era más justo ser juzgado por un jurado y no por un juez, y que era lo más importante del sistema de justicia estadounidense, y había jurados que, al terminar su deber cívico, salían con una abstracción más positiva del sistema de justicia que cuando habían tenido que entrar por las puertas de la corte. Claro, mientras se restauraba la fe en el proceso y en el sistema, estaba el odio por ser una obligación que llegaba como la suegra abrumadora e invasiva: sin avisar.

Siendo precisamente una de las razones por las cuales no optaba por la ciudadanía, porque le parecía extremadamente tedioso ausentarse de su trabajo y de su vida para departir unos cuantos días con personas desconocidas que podían o no tener buen juicio, entendía la importancia del «blah, blah, blah, hablemos de Segrate mejor».

Bueno. Un jurado puede recibir hasta cincuenta dólares en paga luego de diez días de juicio, a eso se le agrega que se les reembolsa el gasto de transporte y los costos de estacionamiento, y cubren las comidas y el alojamiento si se tienen que quedar la noche entera. Claro, está en el empleador si le paga o no esos días ausentes a la persona que tiene dicha obligación, no es ilegal no pagar esos días, y por eso es que la mayoría de personas detesta tener que atender a ese tipo de eventos cívicos.

Pues Segrate había llegado al límite del tiempo que Volterra lo había necesitado como “consultor particular” al haber entregado ya el proyecto en el que había estado trabajando con él, lo que significaba que estaba a punto de firmar contrato de plaza fija a tiempo completo, pero, entre un contrato y otro, había llegado su obligación cívica como por castigo financiero, y eso sólo significaba una interrupción salarial de casi mil dólares. Eso no era vacación. Y quizás no era que le fascinaba su trabajo, pero el apartamento en Chelsea no se pagaba solo y era lo que iba a ocasionar un sudor por estrés al estarse atrasando quién-sabía-cuántos-días en el proyecto que lo sacaría de las deudas de tarjetas de crédito.

— Y aquí —señaló él con sus dedos índices; un dedo sobre cada contrato—. Y eso es todo —sonrió para Emma, a quien no tenía que alcanzarle ningún bolígrafo, pues ella firmaría con su propia tinta bajo la firma de Volterra y contrario a la firma de cada uno de sus hijos.

     — Gracias por hacerlo tan rápido, John —le agradeció Emma mientras dibujaba en tinta azul, porque jamás se debía firmar un documento legal en tinta negra.

     — Para eso me pagas —rio, viendo a Emma cerrar ambos contratos para alcanzárselos a Gaby, quien había permanecido invisible hasta ese momento, y, a cambio de los contratos y de los NDAs, le alcanzó las dos carpetas que le había pedido—. Por favor, saluda a Sophia de mi parte —dijo, abotonando su perfecto saco gris.

     — Lo haré —sonrió—, saluda a Molly de mi parte —reciprocó el gesto por simple educación.

     — Si te menciono empezará a insistir en que te contrate —sacudió su cabeza con cierto pánico.

     — Yo no me quejo —frunció su ceño al no verle nada de malo.

     — Ahorita eres tú o los siete meses que restan de vitaminas, y ginecólogo, y yoga —sacudió su cabeza junto a sus manos.

     — No sabía que ibas a ser papá —sonrió con sincera alegría—. Felicitaciones —«porque por lo visto los abogados también pueden».

     — Gracias —asintió con una sonrisa—, sólo no le digas nada a Molly, que se supone que es un secreto —«tampoco es como que iba a llamarla».

     — Prometo que no lo haré —repuso rápidamente.

     — Bueno, creo que es mi hora para almorzar —dijo, al ver que ya era la una de la tarde y que eso sólo significaba una hora de atraso en su hamburguesa de todos los lunes, la cual comía en compañía de su Shannon, la mujer que estaba detrás de su éxito, o sea su secretaria y demás.

     — Te acompaño a la puerta, entonces —le ofreció el paso con un gesto de mano.

     — No te preocupes, yo conozco el camino —guiñó su ojo, y, ante lo que Emma no iba a insistir, le ofreció la mano, pues nunca se habían saludado ni despedido con un diplomático beso.

Emma le estrechó la mano frente a los tres presentes, y la intensidad entre ellos era demasiado evidente, algo que dos de ellos asumieron que había algún tipo de historia entre ellos, y Gaby que sabía que era porque a Emma simplemente no le simpatizaba más allá que por sus habilidades para ejercer la ley que le interesaba que ejerciera.  

— Hora de almorzar —sonrió Emma para Gaby, quien rápidamente fabricaba la libreta y el bolígrafo—, ¿alguna idea?

     — ¿Italiano? —propuso Gaby, sabiendo de que eso significaba que era ella quien decidiría el tipo de comida y Emma el lugar.

     — Cenaré pizza —sacudió su cabeza. Y, bueno, tal vez Emma también decidía el tipo de comida también, pero Gaby tendría buen almuerzo y sería auspiciado por Emma.

     — ¿Japonés?

     — Eso cené ayer.

     — ¿Qué tal algo un poco más local?

     — Eamonn’s —asintió.

     — Buena elección.

     — Un steak sandwich con cheddar.

     — Sin tomate, sin pepinillos en ninguna parte, y sin aioli, ¿verdad? —preguntó, pues, debido a la elección de té de manzanilla, debía estar cien por ciento segura, y Emma asintió—. ¿Irish home made Apple pie a la mode de postre?

     — No, sólo el sándwich, por favor —sonrió, y se volvió hacia las dos personas que recién entraban a la planilla del estudio—, ¿y ustedes? —preguntó, pero, al obtener balbuceos y titubeos, y tartamudeos, aclaró—: “almuerzo” —rio—, es lo que se come a la mitad del día —ambos asintieron—. ¿Qué quieren almorzar?

     — Lo mismo que la Arquitecta —dijo SCAD, pues, en vista de no saber qué era Eamonn’s, o qué servían en dicho lugar, le pareció que era la opción más segura y más básica para una respuesta rápida.

     — ¿Sin tomate y sin pepinillos? —murmuró Gaby mientras escribía un “x2” al lado de aquella específica orden.

     — Con, por favor —sacudió suavemente su cabeza.

     — ¿Y tú? —le preguntó Emma a Parsons.

     — Un sándwich de pechuga de pollo a la parrilla —sonrió, obteniendo un par de cejas hacia arriba de parte de Emma, pues le pareció curioso que supiera que eso existía en el menú a pesar de no haberlo visto, y eso no era más que una movida relativamente astuta de Emma—, sin pepinillos, por favor.

     — ¿Postre para alguno? —sonrió Emma.

     — No, gracias —murmuró Parsons, «pues claro, con las cincuenta libras que pesa… dudo que coma algo por lo que valga la pena engordar», pensaron Emma y Gaby al mismo tiempo.

     — ¿Y tú? —se volvió hacia SCAD, quien tenía demasiadas ganas de pedir el pie de manzana que Gaby había mencionado—. Gaby, creo que Lucas querrá probar el Apple pie —dijo ante la asustadiza mirada del mencionado, además, ella sabía que dos metros debían alimentarse en una razón matemática de bocado:centímetro

     — ¿Algo más?

     — Pide algo para ti, por favor —sacudió la cabeza, y Gaby, con un mudo asentimiento, se retiró para hacer aquella llamada—. Ahora, antes de mostrarles esto —dijo, colocando las dos carpetas sobre la mesa, las que Gaby le había entregado hacía unos momentos—, sólo quiero que sepan que no suelo trabajar bajo incertidumbre o ignorancia… no espero que sepan todo ni que tengan todas las respuestas, y prefiero escuchar un “no sé” a correr un riesgo innecesario, ¿de acuerdo?

     — Yes, ma’am —repuso SCAD, sabiendo perfectamente de que ese comentario había sido con él, aunque Emma lo decía por ambos; para reprender y para advertir, pero Parsons no se dio exactamente por aludida.

     — Alright, then —sonrió, deslizando las carpetas por encima de su escritorio—. Estos son los dos proyectos por los cuales prácticamente firmaron el NDA —dijo, y se dejó caer sobre su silla de nuevo—. Estúdienlos —suspiró, viendo cómo, rápidamente, Parsons tomaba la primera carpeta para que SCAD se tuviera que conformar con la segunda—, y, si tienen preguntas… por favor pregunten —dijo, volviéndose a su monitor para hacer lo que nadie esperaba.

     — Oh… my… God… —resopló SCAD—, ustedes están a cargo de la Old Post Office.

     — Nah, that can’t be —rio Parsons con cierto aire despectivo, tanto para el estudio como para SCAD, algo a lo que la ceja derecha de Emma reaccionó con profunda ofensa, «ese “nah”, so dismissive».

     — ¿Por qué no puede ser? —preguntó esa ceja tan hacia arriba de Emma.

     — Trump trabaja con HBA —se encogió entre hombros sin ver cómo Emma quería colocarle las manos al cuello.

     — ¿Y qué te hace pensar que no puede trabajar con nosotros?

     — No le veo sentido a trabajar con dos grupos de diseñadores de interiores— le explicó, levantando la mirada.

     — HBA está trabajando con nosotros, pero ellos son consultores externos —sonrió—; nosotros planteamos el concepto general, el concepto bruto, luego lo compartimos con HBA, y nosotros nos encargamos de las habitaciones y de las áreas de comida y bebida, ellos se encargan del resto.

     — Creí que Trump tenía convenio con HBA —frunció Parsons su ceño.

     — Y lo tienen —asintió—, nosotros nos encargamos de sus proyectos a un nivel de Tri State Area —sonrió—; Nueva York, Nueva Jersey, y Connecticut, pero eso no nos limita a expandirnos a toda la costa este… en especial cuando HBA no tiene oficinas de este lado.

     — Entonces sí son ustedes los que están ambientando la Old Post Office —exhaló Parsons.

     — Sólo las áreas que mencioné —asintió Emma—, y no es tanto “nosotros” sino la Licenciada Rialto —dijo, señalando aquel escritorio vacío, y esperó que, así como ella, estuviera a punto de almorzar, o por lo menos que estuviera a punto de comerse algo tan sustancial como una galleta o un trozo de goma de mascar—. Como sea, esas carpetas no van a salir de esta oficina… así que véanlas, estúdienlas, memorícenselas, y hagan lo que sea que se necesite para no tener más atrasos de los que son inevitables.

Ella se devolvió hacia el monitor con el vaso de Pellegrino en su mano derecha, y, a sorbos, jugó con los clics y con las teclas hasta poder escribir, con la mano izquierda, un «espero que ya hayas comido, o que estés comiendo, o que estés por comer» que le tomó cuarenta segundos exactos, y, sin esperar respuesta, porque se imaginaba que su rubia favorita estaba ocupada, digitó un “thick pizza crust recipe” en Google.

Buscó entre las mil y una recetas que eran tan pertinentes como impertinentes, y sacó la famosa receta de salsa de tomate de la única mujer a la que le tenía pánico: su mamá.

«Levadura, porque no sé si tenemos levadura en casa. Seguramente tenemos, pero no sé en dónde. Leche en polvo, porque tampoco sé si tenemos de eso. Tenemos agua, azúcar, sal, aceite de oliva por supuesto, pero, ¿extra virgen o no? De igual forma tenemos de las dos. Y mantequilla también tenemos. Queso mozzarella: bastante. Y la salsa son… tres ajos que no sé si tenemos, una cebolla que no sé si tenemos y que, mierda, me va a tocar a mí cortarla y picarla. Media taza de caldo de pollo, crushed can tomatoes, una cucharada de pasta de tomate, y diez hojas de albahaca. Orégano sí tenemos. Cómo no. Y champiñones, pimiento verde, y cebolla morada», y escribió lo que no tenía y lo que no sabía si tenía en un mensaje para Gaby, porque no tenía ganas de hacer escala en ningún lugar, pues eso sólo significaba que la levadura tendría menos tiempo para hacer su reacción.

De repente, justo en cuanto abría lo que había logrado avanzar durante el fin de semana, le llegó la inesperada respuesta de la rubia de nombre y apellido perfecto. “Te pediría uno sin berenjena ;)”, y era una fotografía que cabía bajo la categoría de “food porn” que no era sugestiva en ningún sentido; tres pinchos de verduras a la parrilla, que, en lugar de palillos, habían utilizado tallos de romero para empalar un tomate, una lasca de zucchini enrollada y una lasca de berenjena enrollada, y una pechuga de pollo al limón y a la mantequilla a la plancha. Y, “bon appétit” con alivio, porque la rubia se alimentaba por obra y gracia de que los jefes tenían que comer a una hora que todavía podía considerarse almuerzo.

                La noticia, porque eso lo consideraba, la relajó de la misma forma que el último beso; era algo temporal, era como el efecto adormecedor del alcohol, como una Advil. Y, entre el steak sandwich que sabía exactamente al recuerdo de la primera mañana que Sophia había amanecido en su cama con actitud postcoital y con ganas de más, que quizás había sido por eso que la idea del steak sandwich le había parecido tan lógica; al menos algo con sabor a Sophia tendría, y el ataque de inspiración que había tenido, cometió el delito de trabajar y comer al mismo tiempo, porque odiaba ensuciar el teclado a pesar de que la tecla del espacio, la “O”, la “N”, el “alt”, y la manzana, eran las que más sufrían sin importar la calidad de la limpieza o de la falta de, y, en esa ocasión de que la ciabatta tenía harina espolvoreada, sabía que no importaba cuánto se limpiara y se sacudiera las manos y los dedos, algo quedaría en las teclas y entre ellas, pero no podía costearse un malgasto de inspiración.

                Entre pausas cortas que tenía que tomarse para dejar que el programa hiciera sus maravillas (que guardara todo), porque no iba a dejar que se perdiera algo tan orgánico, se dispuso a observar a ambos prospectos desde un punto de vista muy suyo, muy personal, no como Arquitecta Pavlovic sino como Emma, como la persona que no gozaba de los prejuicios ni de los juicios apresurados a pesar de no estar exenta de su uso o de su abuso. Quizás era porque creía que las primeras impresiones eran precisamente eso: génesis de juicios apresurados, pues los prejuicios habían nacido en las respectivas hojas de vida. Pero tampoco descartaba la esencia y la función de ellos; daban una idea, errónea o no, sobre alguien. Por algo existían los estereotipos; algo verdadero debían tener.

                Lucas era como una versión actualizada de Phillip: alto, con la masa muscular justa para no ser un enclenque y para tampoco ser un modelo de portada de Men’s Fitness, sureño y con acento relativamente estandarizado pero con expresiones muy propias de la región, como si pudiera decir “alright, alright, alright” como Matthew McConaughey, no como Phillip. Él era más auténtico, y tenía ese “yes, ma’am” y ese “no, ma’am”, lo que significaba que probablemente decía “y’all”, “my momma”, “dayum”, “bless his/her heart”, y la más temida: “sugar” como en “come here and give me some sugar”. Algo que Phillip jamás diría. Y era quizás por eso que a Emma le parecía que era «sweet», además de que tenía un aire muy ligero en él como si su mantra se resumiera en caballerosidad, lo contrario a problemático, y la terrible costumbre de escuchar la palabra “no”, que era por eso que se asustaba cuando escuchaba un “sí”. Claramente tenía su ego, algo que todavía no se podía ver si era con mayúscula o con minúscula, y definitivamente tenía una gran seguridad en sí mismo al vestir lo que vestía, cosa que sólo delataba la calidad de su self-marketing con pinceladas Hipster, lo cual estaba bien al ser joven; sólo evidenciaba que se mantenía al tanto. Preguntaba para saber, para alimentar su curiosidad, para entender, para tener una idea, y para aprender. Preguntaba sobre materiales, sobre estética, y sobre tecnicismos. Preguntaba sobre la relación de peso posible y peso ideal, pues sabía que, cuando de transporte marítimo se trataba, el peso era un factor muy importante, y preguntaba sobre el presupuesto, sobre el proceso de diseño, sobre el trato con el cliente, sobre el cliente en sí en vista de que no tenía idea del mundo de los cruceros. Tenía una curiosidad que era importante, que era vital para el crecimiento y la maduración de la pericia, y, junto a eso, debían ser sumados su talento para la ilustración y sus habilidades interpersonales. Faltaba evaluar la calidad del supuesto “buen gusto” y la habilidad para la planificación espacial; dos cosas que Emma consideraba que eran esenciales para el sano ejercicio de la profesión, pues eran las únicas dos cosas que no podían enseñarse, era para lo que debía tenerse vocación. El resto de cosas se podían enseñar: la ilustración, las mil y una formas de mimarle el trasero al cliente para hacerlo sentir único y especial, las mil y una formas de sigilosa persuasión porque el cliente no siempre tenía la razón, los parámetros de un estilo en especial, la organización, y el proceso de diseño.

                Por otro lado, Parsons no era necesariamente lo contrario a Lucas, no eran antónimos, pero estaban a pocas características de serlo.

Graduada de escuela privada, y que Parsons costaba cuarenta mil dólares al año; era una inversión de casi doscientos cincuenta mil dólares en ser vocera de Pediasure y de una vitalicia campaña contra la desnutrición, pero que caminaba en Christian Louboutin y que cubría sus flacas y frágiles piernas en un Balmain de casi mil dólares.

Dejando a un lado su precaria condición física, de alguna manera le acordaba a sí misma, sólo que ella nunca tuvo ni vestiría un jeans como el que ella vestía sin importarle que fuera Balmain o Levi’s; prefería un jeans de una talla equivocada sobre un jeans roto.

A ella se le notaba el ego, un Ego con mayúscula, quizás correctamente fundamentado o quizás no, pero aparentaba saber todo sobre todo, o al menos eso creía Emma al no escuchar ni una tan sola pregunta de ella. Aunque también tuvo que considerar la opción de no querer quedar como una ignorante.

Había comido su almuerzo en silencio y sin tocar la carpeta del proyecto de Oceania, porque SCAD había tenido la suerte de tomar el de la Old Post Office, y ella no quería ensuciar los renderings así fueran sólo fotocopias. Y había comido despacio, como si hubiera estado luchando con su sándwich de pollo y con las papas fritas, pero luego se había ensimismado en lo que parecía ser un análisis a fondo de lo que Emma le había explicado que era la mitad que ni siquiera era la oficial porque Sophia estaba intentando hacer que los clientes cambiaran de parecer: las mil y una formas de persuasión.

Supuso que la diferencia en personalidades, en carácter, y en habilidades, haría de la experiencia para ellos, y para ella misma, algo más interesante a pesar de no necesariamente ser más enriquecedora, pues, de haber sido por ella, no dejaría a nadie encargado del departamento que tanto atesoraba porque era lo que tenía en común con Sophia y era lo que había funcionado entre ellas antes que todo lo demás.

— Pronto —contestó Emma el teléfono de su oficina, sintiendo cómo ambas miradas se clavaban en ella por reflejo a pesar de no querer curiosear. O quizás sí.

     — ¿Se te arruinó tu teléfono? —gruñó Natasha—. Porque es la única excusa que acepto.

     — ¿De qué hablas? —frunció su ceño, tomando su iPhone del escritorio para ver la pantalla.

     — Te he llamado nueve veces.

     — Trece —la corrigió al hacer la suma entre teléfono y FaceTime, y decidió no sumar las dobles cifras que estaban en su Whatsapp y en sus mensajes—. Lo tenía en silencio, ¿qué pasó?

     — ¿Sabes por qué quería almorzar mi papá conmigo? —ladró agitadamente para luego gritar “Taxi!” con la mano arriba.

     — ¿Porque eres su única hija y quería verte? —se encogió entre hombros.

     — ¡Para ofrecerme trabajo! —refunfuñó, y pareció que pataleaba a media calle por revivir el momento en su cabeza y porque ningún taxi se detenía frente a ella—. ¡Era un almuerzo de negocios!

     — Hey, hey, slow down… and breathe for heaven’s sake —murmuró con su ceño fruncido, y escuchó cómo Natasha se tomaba un segundo para respirar profundamente—. What happened?

     — La mujer de recursos humanos quiere despedir al Gerente de Risk Management and Workplace Safety —suspiró, volviendo a levantar su mano en lo alto para, con un grito de “Taxi!”, fallar de nuevo—. Why the fuck is it so hard to get a cab in this city?! —rezongó, o quizás sólo le preguntaba a Emma un indirecto y disimulado “¿cómo consigues un taxi?”.

     — ¿Para qué quieres un taxi? —preguntó un tanto extrañada.

     — Necesito terapia —dijo, sonriendo ante el taxi que se detenía frente a ella.

     — ¿Y en dónde está Hugh?

     — Comprándole las mierdas a Phillip —espetó, y estuvo a punto de estallar en furia porque un irrespetuoso cristiano, que definitivamente no era buen cristiano, le había robado el taxi justo frente a sus narices—. Odio. Al. Mundo —gruñó.

     — Respira de nuevo, por favor —intentó calmarla sin la carcajada que la estaba atacando por dentro—. ¿En dónde estás?

     — Jean Georges.

     — It’s a fifteen-minute walk to Bergdorf’s… —sonrió—. Walk it off.

     — In Louboutin —resopló—. You’re nuts.

     — It wasn’t a request —repuso tajantemente—. And the sooner you start to walk, the sooner you’ll get there.

     — Fine —respondió tal y como le había respondido a su mamá en numerosas ocasiones cuando era pequeña.

     — Ahora, ¿qué pasó con el almuerzo?

     — Que mi papá me dijo que la mujer de recursos humanos quiere despedir al Gerente de Risk Management and Workplace Safety —repitió.

     — ¿Y… y eso qué tiene que ver contigo?

     — ¡¿Verdad?! —elevó sus manos en lo alto, haciendo que una que otra persona le clavara la mirada por la calidad de su efervescencia.

     — Dijiste que te ofreció trabajo —rio nasalmente—, ¿te ofreció el trabajo del hombre al que quieren despedir?

     — You don’t miss much, do you?

     — Estás insoportable —sacudió su cabeza.

     — Se me juntó el PMS con esto —se excusó.

     — Lo que no entiendo es por qué te enoja que te lo haya ofrecido —frunció su ceño.

     — Él piensa que tengo demasiado tiempo entre las manos —«¿desde cuándo es eso malo?»—, que por tener tanto tiempo sin hacer nada es que me he obsesionado con mi suegra.

     — Eso no suena a tu papá —resolvió decir, pues supuso que no era momento para decirle que Romeo tenía “quizás” un poco de razón.

     — Ah, pero lo dijo —agradeció la falsa empatía que se escondía tras el comentario—. El problema no es que tengo demasiado tiempo entre las manos, el problema es mi suegra.

     — Cierto, es una persona difícil —dijo, escogiendo decir la verdad como por media evasiva.

     — Él no le resta la dificultad que presenta el carácter de mi suegra, es sólo que piensa que convivo demasiado tiempo con ella porque no tengo nada que hacer —«”nada que hacer”… auch, that’s harsh»—. ¡Y me lo dice cuando la mujer ya se va a ir!

     — Entonces, ¿qué es lo que te molesta? —frunció su ceño—. ¿Lo que te dijo, cómo te lo dijo, o que no te lo dijo antes?

     — No soy un proyecto de caridad.

     — Clearly —repuso su inconsciente con cierto cinismo de por medio—. No creo que esa sea la forma en la que debas tomarlo.

     — ¿Y cómo lo voy a tomar?

     — Como que cree que puedes hacer el trabajo —se encogió entre hombros, viendo de reojo que ambos prospectos habían decidido regresar a las carpetas.

     — ¿Sí sabes que su nombre está en la puerta, verdad?

     — Sí, y también sé que el nepotismo no es algo que tu papá ejerce —dijo el inmenso respeto que le tenía a esa inmaculada figura paterna.

     — Bueno… —repuso en su pequeñita voz—, no me ofreció la plaza directamente… me dijo que le enviara mis documentos al Gerente de Recruitment & Selection, and Employee Relations.  

     — ¿Y le vas a enviar los documentos al fulano ese? —preguntó, ahorrándose el nombre de su departamento.

     — ¿Tú qué crees?

     — ¿Que no?

     — Si no los envío tendré que escucharlo de nuevo.

     — Supongo que la pregunta real es si quieres trabajar allí, no si tu papá va a estar complacido —le dijo, porque sabía que Romeo no era del tipo de persona que buscara ser complacido de esa forma, mucho menos cuando se trataba de su hija—. Además, tú no eres una people-pleaser.

     — Las hormonas me van a terminar matando un día de estos —rio relajadamente.

     — Dímelo a mí.

     — ¿Cómo va tu día sin Sophia? —le preguntó con buenas intenciones.

     — Exasperante —suspiró—, pero encontré la forma de distraerme.

     — Ah, con tu cagadita de Parsons, ¿verdad? —rio.

     — Y uno más —asintió, aunque tuvo que detenerse a considerar si realmente Parsons era una versión más joven de ella, y estalló en una carcajada interna, «NO».

     — Ah, ¿tu cagadita tiene competencia? —Emma sólo rio en omisión de una respuesta verdadera—. ¿Y los contrataste a los dos o sólo es que lo estás considerando?

     — Sí —respondió, sabiendo muy bien que no era una respuesta de “sí” o “no”.

     — Los tienes a los dos en tu oficina —elevó ambas cejas.

     — En la cara —asintió.

     — ¡Estás ocupada! —exclamó, dándose cuenta de que Emma estaba trabajando y que era quizás por eso que no le había contestado a sus absurdos llamados de emergencia.

     — No exactamente —frunció su ceño, escuchando cómo a Natasha le vibraba el teléfono en la oreja.

     — Espera un segundo —dijo para poder ver quién se atrevía a interrumpir aquella conversación tan profunda, y no era nadie molesto sino Phillip con un “Tengo tres llamadas perdidas. Estaba en una reunión. Te he llamado tres veces y no contestas. ¿Estás bien?”—. Es Phillip —rio.

     — That’s my cue! —repuso Emma con una risa nasal.

     — Sí, pero, antes de que me cuelgues, ¿a qué hora sales de la oficina?

     — No antes de las cinco, ¿por qué? —frunció su ceño ante la pregunta que tenía demasiado tiempo de no escucharle.

     — ¿Y Sophia a qué hora regresa?

     — No tengo idea, ¿por qué? —hizo énfasis en su interrogante.

     — Curiosidad —rio como niña adolescente.

     — Sólo alértame si lo haces —sacudió Emma su cabeza, sabiendo perfectamente bien por dónde iba con esas preguntas.

     — Ni en tu cama, ni en el piano, ¿cierto? —«Mjm»—. Bueno, ha sido un gusto haberte interrumpido —rio—. Dejaré trabajar a los que trabajan —dijo como si estuviera burlándose, en parte, de sí misma por no tener un trabajo, motivo primordial de la llamada.

     — Sólo avísame, ¿de acuerdo?

     — Will do —y colgó sin despedirse, pues las probabilidades de que la vería luego sólo crecían con los segundos, y llamó al hombre que tomaba más de una llamada perdida como una situación muy grave porque su costumbre era devolver todas sus llamadas.

Pero sólo sonaba, y sonaba, y sonaba, y él no contestaba. Lo cual simplemente significaba que había regresado a una reunión o que simplemente no podía contestar por A o por B motivo, porque hasta cuando estaba en el baño contestaba. Al menos a ella le contestaba.

                Arrojó el teléfono en la profundidad de su bolso y continuó caminando con la cabeza agachada pero no por estar derrotada, o avergonzada por la ridiculez de su molestia con Romeo, aunque debía aceptar que lo había sacado de proporción, y quizás sólo había necesitado que le dijeran que no era caridad paternal, que no era caridad en lo absoluto; veía hacia abajo porque quería asegurarse de que sus Kashou Louboutin no pisaran ninguna desgracia, o que se rozaran con otra, peor si se trataba de sus dedos.

La pregunta central era prácticamente la que Emma le había planteado: ¿quería ella trabajar allí? Definitivamente la idea de estar al frente de la Gerencia de Risk Management and Workplace Safety no sonaba nada mal, en especial porque era lo que sabía hacer, que sabía más de eso que de cualquier tipo de comunicación organizacional, y de contrataciones, y de políticas corporativas. Claro, esa Gerencia no estaba precisamente en lo que se entendía por Recursos Humanos sino en Políticas Corporativas y Operaciones Administrativas, pero caía bajo el imperial régimen del Gerente Ejecutivo de Recursos Humanos. Si se hablaba de la pirámide jerárquica del Departamento de Recursos Humanos, ella estaría en el tercer escaño de cinco. Si se hablaba de la pirámide jerárquica de la firma en general, ella estaría en… ni siquiera quería pensarlo. Era estar realmente abajo, cosa que no le molestaba porque su ego laboral no era excepcionalmente grande.

El “pero” que le encontraba a la situación, que quizás era el más grande, era que se trataba de una firma que se encargaba de darles trabajo a mil doscientas personas, y que se trataba de una rigurosa práctica de leyes, y ella de leyes sabía lo poco que alguna vez había aprendido de Romeo mismo pero que se limitaba a “Corporate Law” y a una que otra cosa de “Immigration Law” desde que conocía a Emma. De lo demás no sabía nada, y por lógica una firma de leyes funcionaba distinto a un canal de televisión, o a un programa de televisión, o a una compañía de Relaciones Públicas.

Aunque, en realidad, la pregunta real era si quería trabajar o no en lo absoluto.

                El solo pensamiento la hizo sacudirse en un escalofrío, pues le daba vergüenza considerar que el “no” tenía peso significativo, y tampoco encontraba mucho confort en el hecho de que no era un “couch potato” por el simple hecho de que iba al gimnasio. Pero, por alguna razón, encontraba cierta satisfacción en lo que Emma le había enseñado como “dolce far niente”. Ah, el arte y el placer de hacer nada. Tenía tiempo para almuerzos con su papá, para salir a media mañana con su mamá, para ir al gimnasio y no dejar que la monumental hartada del food truck tuviera la intención de manifestarse alrededor de su cintura o de sus caderas, y para leer cuanto Tolstoy y cuanto Kafka se le diera la gana. Hasta le gustaba que tenía tiempo para soportar a su suegra, cosa que parecía contradecir su aversión hacia ella. Y le gustaba que, en el verano, tendría tiempo para atacar el Yankee Stadium, y en el otoño Flushing Meadows, quizás y en invierno el MetLife Stadium también (única razón por la que iría a New Jersey).

Jesus Christ! —se asustó ante el repentino bloqueo humano contra el que había chocado por ir ensimismada viendo hacia abajo, pero, antes de ver a su agresor, o a su víctima, a los ojos, frunció su ceño ante los zapatos—. To say that you scared the shit out of me would be the understatement of the year —le dijo al par de Ralph Lauren negros que se plantaban justamente frente a sus Louboutin pero sin rozarlos.

     — Lo siento —sonrió, encontrándose con la mirada de ojos cafés—. Acabo de comprobar la precisión de este app —rio, mostrándole el mapa que estaba en su teléfono y que, en una burbuja, mostraba la fotografía asignada para ella—. Extraordinario.

     — Eso explica el cómo me encontraste —asintió un tanto divertida por las habilidades de stalker que tenía su esposo—, pero no explica el por qué me buscaste.

     — Me dejaste tres llamadas perdidas; algo tenía que estar triplemente mal —dijo como si eso no fuera evidente—. Y no contestaste mi mensaje…

     — Te llamé, pero tú no contestaste —frunció su ceño, y Phillip, con una sonrisa, llevó su pulgar a su frente para relajar su ceño.

     — Venía por la esquina —se encogió entre hombros—. Supuse que no había necesidad de contestar —dijo, haciéndola sonreír—. ¿Estás bien? —ladeó su cabeza hacia un lado, y Natasha decidió asentir en silencio en vista de la vergüenza que le daba explicar el porqué de las tres llamadas perdidas—. ¿Por qué llamaste tres veces?

     — No fue nada —se sonrojó.

     — Debe haber sido algo —«algo muy grave»—. Sabes que puedes decirme.

     — Emma no contestaba —susurró inaudiblemente.

     — Habla más fuerte que no te escuché —sonrió, tomándola de las manos.

     — Necesitaba hablar con alguien y Emma no contestaba —se sonrojó todavía más.

     — ¿Cómo se atreve a no contestarte? —dijo un tanto enternecido—. Emma mala —rio, y llevó sus manos a sus labios para besarla—. Entonces, ¿estás bien?

     — Sí, es sólo que tuve una reacción desproporcionada… pero ya racionalicé un poco —asintió.

     — Qué bueno —optó por no preguntar, pues sabía que en algún momento le diría algo al respecto, o quizás no.

     — ¿Qué haces aquí?

     — Ya te lo dije —rio, escogiendo su mano derecha para tomarla con su mano izquierda y empezar a caminar en la dirección en la que ella caminaba antes de haber sido interceptada.

     — Sí, sí, pero, ¿qué haces en Midtown? —frunció su ceño—. ¿Qué haces en Midtown con frontera a Central Park?

     — Estaba en un almuerzo con unos clientes —sonrió—; en Kingside.

     — ¿Qué comiste?

     — Entraña a la parrilla —respondió rápidamente—, sabes que es lo único que puedo comer allí.

     — Kingside no suena al restaurante al que llevar a comer a un cliente —comentó al azar.

     — ¿Qué te puedo decir? —se encogió entre hombros, y llevó su mano libre a arreglar el nudo de su corbata azul grisáceo dentro de su traje gris oscuro—. Al cliente le fascina la bolognese con conejo.

     — Jesus… —suspiró ante la confusa elección—. Yo no he vuelto a ir desde que mi mamá les dio una mala review —rio, que había sido por los cavatelli bolognese con conejo que se la habían ganado.

     — No te pierdes de nada —sonrió—. ¿Qué comiste tú?

     — Beef tenderloin con una crepe de gruyere y espinaca.

     — ¿Y de postre?

     — Torta de chocolate con helado de vainilla —sonrió ampliamente.

     — ¿Rico? —preguntó, pero, antes de que Natasha pudiera responderle, dijo—: Es Jean Georges, claro que estaba rico —y ella asintió—. ¿Hacia dónde caminamos?

     — No lo sé —rio—, ¿hacia dónde caminas tú?

     — Hacia donde camines tú —se encogió entre hombros, y soltó una carcajada mientras desabotonaba su saco y pasaba su brazo por los hombros de Natasha.

     — ¿A qué hora tienes que estar de regreso en la oficina? —lo vio un tanto hacia arriba por la minúscula diferencia de estaturas.

     — ¿A qué hora quieres que regrese a la oficina? —sonrió con tanta perfección que Natasha casi da un paso en falso por la debilidad de sus piernas—. Sabes, creo que mi mamá salió a almorzar.

     — Qué comentario tan… “sugestivo” —rio, «porque a eso es a lo que hemos llegado: a que la ausencia de su mamá sea una provocación sexual».  

     — Would you rather have me saying that I want to fuck you? —ladeó su cabeza hacia la derecha, y Natasha ensanchó la mirada mientras se coloreaba de rojo e intentaba no ahogarse con su propia saliva y el oxígeno en sus pulmones—. No suena muy bonito, ¿verdad?

     — No sé si “bonito” sea el término correcto —balbuceó.

     — Te estás desviando de lo importante —rio—. ¿Quieres que me tome la tarde libre o no?

     — ¿Exclusivamente porque tu mamá no está?

     — Sólo estoy preguntando si quieres que me tome la tarde libre —se encogió entre hombros.

     — Si te digo que sí, ¿qué haríamos? —elevó ambas cejas—. ¿Lo insinuado?

     — Podríamos hacer eso, sí —asintió—, o podríamos jugar un poco de Dance Central… quizás te gano en “Funky Town” o quizás me ganas en “Commander”.

     — Tú, bailando “Commander”… —suspiró.

     — Paso por homosexualísimo, ¿no crees? —se carcajeó.

     — Al punto que me asusta —asintió—. Con esa y con “On The Floor”.

     — ¿Qué te puedo decir? “Jenny from the Block” me saca eso que asusta a cualquiera… además, yo no me quejo cuando sacas a tu Ciara interna.

     — Está bien, está bien —rio un tanto avergonzada, porque con su “Ciara interna” era que lograba un noventa y uno por ciento en “Get Low” en el nivel más difícil—. ¿Cuánto tiempo tenemos de no jugar eso?

     — No sé —le dijo, dándole un beso en su sien—, y eso te debe dar una idea de cuánto tiempo tenemos de no jugarlo.

     — ¿Cuánto tiempo tenemos de que la ausencia de tu mamá sea algo sugestivo?

     — Lo suficiente —rio un tanto avergonzado.

     — “Y eso te debe dar una idea de cuánto tiempo tenemos de no jugarlo” —lo remedó.

     — Buen punto —asintió—. Pero mírale el lado bueno…

     — ¿Hay un lado bueno? —dejó caer un poco su quijada en asombro.

     — Se va hoy… o, si no se va hoy, se va el miércoles.

     — Sí… —«porque si he esperado una eternidad para que eso suceda, “¿cómo no puedo esperar dos días más?”. Eso es pedirme simplemente demasiado».

     — Entonces, ¿debo decirle a mi secretaria que no regresaré a la oficina? —interrumpió su refunfuño mental.

     — La ausencia de tu mamá, por muy sugerente que sea… supongo que también puede esperar hasta la noche… —sonrió—. Pues, porque soy optimista y creo que hoy en la noche se va —se encogió entre hombros, pero su optimismo no era más que una de las mentiras más grandes.

     — Entonces cancelaré mi tarde en la oficina.

     — ¿Por qué?

     — Porque quiero asegurarme personalmente que se suba al avión —sonrió para el gusto de su esposa, porque él entendía lo abrumadora que podía ser su mamá; hasta él la encontraba un tanto-demasiado insoportable todo el tiempo, o quizás sólo era que no estaba acostumbrado a convivir con ella—, y porque me dieron ganas de pasar la tarde contigo… a menos de que me quieras en la oficina porque tienes algo mejor que hacer —elevó ambas cejas.

     — No, no tengo nada que hacer —sacudió su cabeza, no pudiendo evitar que su subconsciente le gritara la tergiversación de las palabras de su papá.

     — Perfecto —sonrió, materializando su teléfono para cancelar su tarde—. Ahora, cuéntame algo.

Realmente no había mucho para contar, quizás no había nada para contar ni para decir porque, tal y como su subconsciente se lo había acordado hacía pocos segundos, ella no tenía nada que hacer; ni “que”, ni “para”, ni “por” hacer. «Quite sad, actually». Ella dormía, comía, bebía, lidiaba con sus necesidades fisiológicas, pasaba tres horas en el gimnasio entre ese tipo de Zumba que el instructor, el puertorriqueño, llamaba “Tumbao” porque podía ser más bien una clase de baile urbano latino que iba por la línea del “fitness”, clase que tomaba porque a esa hora sólo la tomaban hombres y su autoestima se elevaba hasta el cielo porque, en comparación a los hombres, sus caderas se movían como nadie y como nunca, y luego el “Brazilian Buttlift Workout”, y los cuarenta y cinco minutos con Zack, el máster del spinning y sus playlists al día y con el castigo de “Work B*tch” o “Awake and Alive” cuando más de tres personas bajaban el ritmo. Casi la vida de neonato.

Pero, dejando eso a un lado, decidió contarle lo que la había hecho reaccionar de tal desproporcionada manera; el verdadero porqué de las tres llamadas perdidas.

                Phillip escuchó en silencio el planteamiento de la situación, y, en el mismo silencio, escuchó el filosófico y razonable monólogo que lograba pasar por análisis.

Pensaba como Emma, que Romeo había tenido las mejores intenciones, en especial cuando no le había ofrecido la plaza sino que simplemente le había informado de que la plaza se abriría en algún momento, y le hizo saber su posición con honestidad porque de nada le servía ser condescendiente o estar de acuerdo ciegamente con ella en ese tipo de situaciones; le servía más un punto de vista quizás no más imparcial, pero sí más objetivo, pero eso no significaba que la dejara de defender por principio matrimonial o por principio de caballerosidad.

Al final, su conclusión fue más bien un consejo de tipo “nadie te puede obligar a hacer algo que no quieres hacer”, y eso significaba que, de decidirse por A o por B, habría consecuencias. Las consecuencias serían distintas, pero tenía que escoger con qué consecuencias prefería vivir. Además, si decidía hacer caso omiso a la oferta de Romeo, no podía aferrarse al pensamiento destructivo de que no hacía nada. Si era por dinero, pues para eso se había esforzado él en llegar al punto en el que estaba, un punto que le pagaba ocho cifras al año como base, más las bonificaciones, y que le daba el título de “Senior Partner”. Y, si quería regresar a trabajar, no tenía que ser obligatoriamente a lo que Romeo ofrecía; el mercado laboral era lo suficientemente grande, y él también conocía a gente que conocía a gente. Pero la decisión sólo era suya, y lo que fuera que decidiera, él lo aceptaría y lo apoyaría por el simple hecho de que a él no le molestaba la versión de Natasha trabajando y definitivamente tampoco le molestaba la versión de Natasha no trabajando. Punto final.

— ¿Algo de beber? —le preguntó Phillip mientras estaban a pocos pisos de llegar a su hogar, dulce hogar—. ¿Un Martini, quizás?

     — Es demasiado temprano para un Martini —sacudió su cabeza—, un vaso con agua estaría bien.

     — ¿Con gas o sin gas? —murmuró asombrado, pues nunca era demasiado tarde o demasiado temprano para un Martini.

     — Sin gas, con hielo —sonrió.

     — ¿Y qué quieres hacer? —«porque no es normal eso que pides».

     — Quiero ir al baño, y quiero estar descalza.

     — Suena a que es un buen lugar para comenzar —se encogió entre hombros.

     — Lo es —asintió—. ¿Sigue en pie lo de Dance Central?

     — Claro que sí —rio nasalmente, y, por fin, se abrieron las puertas del ascensor—. Yo voy por las bebidas, tú haces lo tuyo, y te espero con todo listo —sonrió, aflojando su corbata mientras se desviaba hacia la cocina.

Natasha sólo sonrió en agradecimiento, tanto por el gesto de las bebidas como por el hecho de tener porcelana cerca en la que pudiera sacar los líquidos residuales de las copas de vino del almuerzo y del litro de agua previo al almuerzo.

                Phillip sacó un vaso alto, le dejó ir aquel mediano cilindro de hielo que había sacado del molde de silicón, y vertió agua de la jarra que se mantenía dentro del refrigerador. Para él nada de beber.

Notó la ausencia de Agnieszka, por lo que supuso que estaría en el supermercado o doblando ropa en el cuarto de lavandería, o quizás sólo estaría limpiando por ahí. Y pasó por la vacía e iluminada sala de estar sin poder sentir el rastro del perfume de su mamá, algo que era demasiado bueno porque le sabía a una pequeña victoria de tiempo a solas con Natasha, y pasó por el área del comedor y por su cuarto de gimnasio, y, cuando estuvo frente a la habitación que en algún momento Natasha quiso que se mantuviera bajo llave, escuchó cómo, al otro lado del pasillo, parecía que estaban por desarmar el antiquísimo escritorio que Margaret le había regalado a Natasha para su cumpleaños hacía no se acordaba cuántos años, y abrió la puerta de golpe con la intención de asustar a Natasha, pues ante su conclusión de que no podía ser Agnieszka y que su mamá estaba fuera, sólo podía ser ella.

— ¡Phillip Charles! —brincó su mamá, una reacción demasiado memorable y graciosa—. ¿Intentas darme un ataque al corazón? —dijo temblorosamente con sus manos al pecho.

     — Mother —resopló, pero, en cuestión de un segundo, desapareció su sonrisa y su ceño se frunció—. ¿No se supone que tenías un almuerzo?

     — Tuve que cancelar, los abogados me están bombardeando el teléfono cada diez minutos con noticias, y preguntas, y qué sé yo qué más —alzó sus manos al aire.

     — ¿Buscas algo en especial? —preguntó como si no hubiera escuchado nada de lo anterior, pues ese ágil y riguroso registro lo había logrado confundir desde el principio.

     — Mi pasaporte —asintió—, no me acuerdo en dónde lo guardé —dijo, regresando a su desesperado registro en las gavetas.

     — Lo debes haber guardado demasiado bien —se burló—. Pero, por favor, no me arruines el escritorio… con más cariño.

     — Sí sabes que tengo un vuelo programado para las cinco y veinticinco, ¿verdad? —le clavó una regañona mirada.

     — No lo sabía —dijo, porque no sabía la hora, colocando el vaso sobre uno de los estantes de las libreras—, pero tenemos que encontrar ese pasaporte —sonrió, y caminó hacia el escritorio para ayudarle, porque dos podían cubrir más terreno más rápido.

     — Yo busco aquí, tú busca ahí —le señaló la serie de compuertas que formaban la base de las libreras.

     — Yes, ma’am —murmuró, condenando su tono mandón y volviéndose hacia las primeras compuertas—. ¿Qué te hace pensar que aquí está tu pasaporte?

     — Porque suelo guardar mi pasaporte en la biblioteca —dijo, como si eso no fuera evidente—, pues, en mi casa.

     — ¿Qué buscas? —se asomó Natasha a aquella habitación, que, por lo entreabierto de la puerta, sólo había visto a Phillip.

     — Ayudo a mamá a buscar su pasaporte —repuso, haciendo que, hasta en ese momento, se diera cuenta de que Katherine estaba presente.

     — ¿Necesitan ayuda? —«Dios mío, es más desesperante que tener ganas de ir al baño».

     — Toda la que se pueda —asintió Phillip—, no queremos que mamá pierda su vuelo de las cinco —le dijo con una sonrisa.

     — Agnieszka está buscando entre la ropa que estaba lavando —agregó Katherine mientras sacaba una serie de carpetas genéricas de una de las gavetas, pues, de paso, registraría todo lo que no había podido registrar mientras había tenido suficiente tiempo a solas. Cosas de no pensar estratégicamente bien.

     — Busquemos, entonces —suspiró Natasha, arrodillándose al lado contrario de Phillip para buscar en las compuertas respectivas.

Era de sacar, registrar, y meter cosas, de darse cuenta de qué era lo que tenía y de qué era lo que no tenía, de “¿y por qué tengo esto?”, pero, a pesar de que la probabilidad de que el pasaporte estuviera ahí era tan pequeña que podía ser nula, buscó, y buscó, y buscaron, porque esa mujer se iba esa noche sí o sí, así fuera en avión o en carreta. La ansiedad era demasiada, y la desesperación se estaba saliendo de proporción tanto en Natasha como en Phillip.

— ¿Qué es esto? —frunció Katherine su ceño, y ambas cabezas se volvieron hacia ella para clavarle la mirada a la caja rosado-blanco-celeste que sostenía en su mano izquierda.

     — No sé —dijo Phillip un tanto indiferente, porque, al no ser suyo, no sabía qué era, pero, en cuanto se volvió hacia Natasha, sólo vio cómo el color se le bajaba del rostro hasta dejarla pálida, pálida, y más pálida.

     — Pregnancy tests —murmuró Katherine al poder enfocar la pequeña letra con su mirada entrecerrada, y Phillip sólo ensanchó la mirada. «Se me olvidaron por completo», se castigó Natasha con una que otra bofetada mental para sí misma.

     — Mother —balbuceó Phillip—, guarda eso que no es tuyo.

     — No, yo me saqué todo eso con tu hermana —sacudió su cabeza con una risa que reflejaba el alivio de tener sólo dos hijos, los cuáles eran a veces hasta demasiados para ella a pesar de no estar tan presente en sus vidas—. ¿Hay algo que deba saber antes de que me vaya? —se volvió hacia Natasha, quien estaba sin palabras—. Dice que tiene cinco unidades, pero yo sólo cuento dos… —La mirada de Phillip sólo se ensanchó más, pues, ¿cómo no había sabido de tres pruebas ya utilizadas?

     — No —se aclaró Natasha la garganta—, nada relevante —dijo, y Katherine se encogió entre hombros con una mirada de absoluta decepción.

     — Pregnancy tests son, para las mujeres, como los condones para los hombres, mamá —le dijo Phillip—. Guarda eso en donde lo encontraste —sonrió reconfortantemente para Natasha, quien quería que se la tragara la tierra porque no quería darle explicaciones al hombre que la había salvado por tercera vez en el día.

     — Está bien, está bien —suspiró un tanto ofendida.

     — Mother —frunció Phillip su ceño, y se puso de pie rápidamente—, ¿no viajaste con tu Passport card? —entrecerró la mirada.

     — ¡Con razón no encuentro el pasaporte! —rio a carcajadas, algo que Natasha prefería que no hiciera porque le acordaba a Ed, una de las hienas del clan de Scar.

     — Supongo que tienes que buscar en tu cartera, no en mis gavetas —se encogió entre hombros, y le tendió la mano a Natasha para ayudarla a ponerse de pie—. Será mejor que tomes esa llamada —le dijo ante el sonido que salía de su teléfono—, seguramente son los abogados —sonrió, y salió de aquella habitación con Natasha de la mano, directamente a cruzar el pasillo en silencio para encerrarse en la habitación que Natasha había querido cerrar bajo llave.

     — ¿Estás enojado? —preguntó en su pequeñita voz de vergüenza.

     — Confundido —sacudió su cabeza—. ¿De cuándo son esas pruebas? —susurró, pero Natasha no pudo responder—. ¿Son recientes? —ella asintió—. ¿Qué tan recientes son?

     — Me hice una el viernes por la mañana.

     — ¿Por qué? —hundió sus manos en los bolsillos de su pantalón para no lanzarlas por el aire.

     — Porque voy tarde —se encogió entre hombros.

     — ¿Qué tan tarde?

     — Tres semanas.

     — ¿Eso es bastante? —preguntó su lado ignorante, porque tanto sobre mujeres no sabía.

     — Para mí sí, en especial cuando ya se me estaba regulando el ciclo —asintió.

     — ¿Tres semanas? —susurró con tono retórico, pero, a pesar de serlo, Natasha asintió en silencio—. ¿Por qué no dijiste nada?

     — Porque no estaba segura, y no quería decirte nada a menos de que fuera algo concreto… te habría estresado tres veces en estas tres semanas; una vez por cada prueba.

     — Pero, ¿tres semanas? —siseó—. Creí que eso ya lo habíamos hablado —suspiró, «¿que ya habíamos hablado qué?», frunció Natasha su ceño—. Se supone que no me tienes que tener desinformado —frunció su ceño—, independientemente de si es o no es.

     — Lo siento —susurró cabizbaja.

     — Confieso que me afecta —dijo, sacando su mano izquierda de su bolsillo para tomar la mano de Natasha y ponerla sobre su acelerado pecho, algo para mostrarle que hasta la conversación de ese momento tenía el potencial poder de aflojarle los esfínteres y de acelerarle el corazón—, pero tampoco es justo que te afecte a ti sola… esos cinco minutos de no saber… lo podríamos hacer juntos, y eso lo sabes.

     — Tener un pedazo de plástico al que le ha llovido, y esperar en pareja, no es lo más romántico.

     — Romántico o no, yo quiero saber.

     — Lo siento —repitió con un susurro.

     — No importa, sólo mantenme informado… que las sorpresas no son mi fuerte —dijo, soltándole la mano para poder él guardar su mano en su bolsillo de nuevo, y ella asintió, aunque no pudo resistirse a encontrar la ironía entre el tedio por las sorpresas y las fluctuaciones de la bolsa—. Ahora, infórmame.

     — No hay nada que informar, lo que debías saber ya lo sabes —se encogió entre hombros.

     — ¿Qué hay de tu retraso?

     — ¿Qué con eso? —«sé que quiso decir “atraso”».

     — ¿Es algo grave, es algo que debemos tratar con un doctor, es algo natural?

     — No creo que haya necesidad de un doctor —respondió, pero a Phillip eso no le bastó—. Sé que estoy a pocos días de que suceda.

     — ¿Y eso cómo lo sabes?

     — PMS.

     — ¿Estás segura?

     — ¿Qué es lo que quieres escuchar? —resopló—. That my breasts are swollen and that my nipples are tender? That I have an annoying headache and an even more annoying backache? Or that I have hormonal mood swings? —elevó un poco su voz, ya con una cara de enojo evidente.

     — Claramente es PMS —rio, sacando ambas manos de sus bolsillos, y la abrazó.

     — Además, es categoría tres… potencial categoría cuatro —susurró contra su pecho.

     — Eso suena a huracán —rio.

     — Eso es lo que es; cuando llega a categoría cuatro… se hace categoría cinco-mil-millones.

     — Care to elaborate?

     — Soy un monstruo sexual en proceso —susurró—, de orgasmos pornográficamente explosivos.

     — ¿Y qué carajos estamos esperando? —la tomó por los hombros para alejarla un poco y clavarle la mirada—. ¡Podemos recrear algún documental de Animal Planet si quieres!

     — Pequeño detalle que juega en que mi proceso se culmine a tiempo: tu mamá —dijo, pero, en ese momento, se acordó de las preguntas que le había hecho a Emma, y pareció que el bombillo se le encendió de nuevo.

     — Esa mirada la conozco —susurró—, pero no sé qué estás pensando.

     — Emma no regresa hasta como en tres horas, y Sophia está en D.C. —susurró tan bajo como pudo, como si no quisiera que nadie escuchara—. Las condiciones son simples: no en su cama, y tampoco en el piano.

     — Ve a traer tus zapatos, te espero frente al ascensor —le dijo, y Natasha, con una sonrisa de humor bipolar, pasó de largo para meterse en lo que fuera, así fuera en sus inexistentes Crocs, pero hasta en eso estaba dispuesta a meterse—. ¡Mamá! —gritó al salir de la habitación y ver que no estaba en la biblioteca—. ¡Mamá!

     — ¿Desde cuándo gritas tú, Phillip Charles? —se asomó Katherine desde la cocina.

     — Something’s come up —dijo, caminando hacia ella—. Natasha y yo tenemos que salir, y no sé a qué hora regresaremos —le informó—. Intentaré regresar a tiempo para llevarte al aeropuerto, si no lo logro, por favor discúlpame.

     — Yo puedo llegar sola al aeropuerto, Phillip Charles, soy todo menos inútil —entrecerró la mirada.

     — Que tengas buen viaje —suspiró, omitiendo el comentario anterior, y le dio un beso en la frente—, y por favor avísame cuando estés por salir y cuando llegues a Corpus.

     — ¿Algo más? —le mostró el teléfono para mostrarle que estaba en medio de una llamada.

     — No, regresa a tu llamada —sacudió su cabeza, y, sin más ni menos, se sacudió en un escalofrío mientras caminaba hacia el ascensor, que, en un momento, escuchó un “buen viaje” apresurado, con dos besos al aire, que Natasha le deseaba con sincera alegría al saberla ya casi fuera de su hogar—. ¿Lista? —le ofreció la mano luego de haber presionado el botón.

     — Si tan solo pudiera teletransportarme…

 

***

 

Cuando Sophia entró sólo fue acosada visualmente por su mamá, que se había dedicado a contar los segundos-vueltos-minutos que había presumido que la conversación de «ay, Alessandro» con Sophia había durado. ¿«Ay, Alessandro» le había mencionado su táctica para callarlo? La molestia en la rubia era notoria a pesar de no haber hecho una entrada que la delatara, pero toda madre conocía a lo que la había mantenido despierta por “n” cantidad de horas para luego sólo pujar, pujar, y seguir pujando mientras le trituraba la mano al bronceado griego que sólo había sabido decir “respira, Camilla, respira” para recibir un elocuentísimo “sto respirando!” junto con un insulto que no puedo repetir ni en esta vida ni en la siguiente. Pero, en cuanto Sophia no le lanzó ni la más mínima mirada por estar empezando a sonreír hacia la pista de baile, desechó la paranoia y se devolvió hacia lo que ella veía.

                Era Phillip contra Natasha, un duelo de egos de disco que se remontaba al único videojuego que Natasha podía jugar, porque a ella nada de Call of Duty con tantos botones y tantas palancas. Era un duelo de perfectos y sincronizados club monsters para luego tick, tick, tick, tick, tock con la cadera, el paso que definía todo lo disco, y una imitación de los dedos índices de John Travolta en “Saturday Night Fever”. Que no dictara el juego, porque Phillip siempre perdía, que dictara la mesa de los adultos responsables. O quizás sólo lo hacían porque la canción era la adecuada y porque era la única forma en la que podían bailar relativamente igual con un poco de improvisación.

Emma había caído en el gracioso tedio del baile grupal con Thomas, Irene, y Luca, porque entre Thomas y ella intentaban enseñarles los básicos y genéricos pasos que todo disco debía tener, pero, en cuanto vio a Sophia acercarse con una expresión de alivio urinario, se desligó del grupo para ofrecerse con ambas manos.

— Lo que sea menos bailar eso —rio la rubia, pasando sus muñecas por la nuca de Emma mientras era tomada por la cintura.

     — Won’t you take me to Funky Town? —cantó ridículamente—. Won’t you take me to Funky Town? —dibujó un gracioso puchero.

Sophia dio un paso hacia atrás, porque esa canción pertenecía a algo que no sabía explicar más que con un grupo de mujeres que por alguna razón parecían ser de dos metros de altura y que vestían mallas, leotardos, vuelos, flecos, lazos, y sabían ellas qué más, y que bailaban entre lapsos de contemporáneo esoterismo, con un poco de disco, y de pop, y de lo que fuera. Por alguna razón sólo podía imaginarse a su mamá, y a las otras rubias amigas de su mamá, bailando eso y de la misma forma y manera. El pensamiento le dio risa, porque su mamá debía ser la imitación al cien por ciento, de todo manos, brazos, piernas, y rodillas, y cabello corto, porque en sus teenage years así era como prefería llevarlo por misericordia de su papá.

Y se volvió hacia su mamá por culpa de su desvarío mental, y notó cómo evidentemente tenía ella la razón absoluta, pues podía bailar hasta sentada, y «ay, Alessandro», quien entraba con cara de “no me pasa nada” mientras se rascaba la quijada e iba directamente hacia ella para, con un ofrecimiento de mano, invitarla a bailar.

Supuso que si mamá bailaba, ella también podía bailar. Pues, bailar eso. Quizás no con tanto “funk”, quizás no con tanta excelencia, pero podía bailarlo.

                Se dejó llevar por lo que Emma sabía que no era ni disco, ni “funky”, sólo se trataba de no quedarse inerte, porque estar de pie, y sin moverse, sólo hacía que sus pies gritaran el comienzo de la incomodidad, y trataría de no perder el porte y el decoro.

                En algún momento no había nadie sentado, nadie sabía quién había ganado; si Phillip o Natasha, pero la música se tuvo que calmar porque no se podía exigir una nota alta eterna por la salud y la gracia de los pulmones de los cantantes.

¿La hora? Las diez-y-algo, casi las once. Hora a la que Romeo y Margaret, independientemente por aburrimiento o por cansancio, decidieron despedirse porque sabían que en algún momento los invitados tenían que empezar a irse para dejar que eso empezara a funcionar con lo más tradicional y conservador del matrimonio. Claro, tampoco esperaban que se expusiera la medieval sábana con sangre. No, eso no.

Se despidieron de un beso en cada mejilla, y de un febril abrazo mientras susurraban nuevamente un “felicitaciones” al oído de cada una, y de las progenitoras de quienes no se habían molestado en preguntar o cuestionar el porqué de su partida. Nada estaba diseñado para ser algo relativo o parecido a la boda de Phillip y Natasha; ni en seriedad, ni en número de invitados, ni en alargue, ni en alcance. Pero era exactamente lo que la Señora Noltenius habría querido, y con eso se refería a la ausencia de su familia política también, (de su suegra en realidad). Qué risa.

                Sophia regresó a los brazos de Emma, a caer contra su cuello mientras sonaba aquella canción que le sabía mucho a ella misma en cuanto a Emma.

Cerró sus ojos, inhaló la insolencia de su cuello, y se dedicó a abrazarla por su nuca con ambas manos mientras se dejaba llevar suavemente por un paso hacia aquí y hacia acá que realmente no se despegaba del suelo sino que era más culpa de la cadera y de la flexibilidad horizontal de las rodillas. Emma envolviéndole la cintura con un brazo para poder abrazarla por el hombro, con rostro erguido de mejilla contra la sien de Sophia, con lentitud y con una sonrisa que podía ser idílica y/o etílica.

                Emma analizó su alrededor como si se tratara de un pasatiempo al que no podía resistirse, «un impuslo».

Julie y James bailaban cerca pero con distancia, con el nerviosismo y las sudorosas manos de una prom night, pero no hablaban, sólo se veían esporádicamente a los ojos, y esperaban a que esa canción se terminara porque ellos no podían funcionar con algo así de tranquilo. Bueno, si practicaban la hipoxifilia, y habían intercambiado infidelidades para arreglar la relación de manera sorprendente (borrón y cuenta nueva real y como ningún otro), y compartían el gusto por los mosh pits o el ambiente de los juegos de los Giants, o de los Knicks, o de los Rangers… no veía cómo una canción relativamente lenta les servía de algo.

                Thomas había decidido que era momento de ir al baño, y había sido por eso que había dejado a Irene en manos de Luca, quien carecía de todo tipo de don para bailar lento o rápido, con o sin ritmo. Parecía que tenía dos ladrillos en los pies, y que Barney, aquel dinosaurio de voz tóxica y de sonrisa permanente, tenía más ritmo que él. ¿En qué momento Luca había dejado de bailar bien? Emma se acordaba de que, en los dorados tiempos de universidad, o sea hacía una década y menos años, era él quien insistía en bailar porque sabía que podía hacerlo, y era ella quien insistía en no hacerlo porque sabía que no era buena haciéndolo. En realidad, hasta donde Emma sabía, había sido Luca quien le había terminado de enseñar a bailar con relativa soltura, porque con Franco había aprendido a bailar lo convencional; el vals y una que otra cosa de tango. Quizás y eso nunca había sucedido en realidad, quizás Luca nunca había sido un talentoso bailarín o bailador, pero definitivamente daba risa ver que bailaba como si Elaine, o sea Julie Louis-Dreyfus en “Seinfeld”, le hubiera enseñado a bailar al compás de “Shining Star” de Earth, Wind & Fire. Pulgares hacia arriba y patadas con quiebres de tobillo. «Oh, Dio!». Quizás era el hecho de no estar ebrio, porque ebrio probablemente bailaba mejor.

Irene no era particularmente mala, tampoco era una especie de Julianne Hough, pero quizás era el tiempo en el que vivía, porque no había que mentir: en estos tiempos todos habían sido genéticamente alterados de alguna forma para ser hermosos y con habilidades envidiables. Ella sólo intentaba calmar los alocados movimientos del italiano que parecía gozar del bronceado que Kennedy había adquirido gracias a lo que Irene misma presumía que había sido un síntoma de la enfermedad de Addison, y que gozaba de la ligereza de pies y de manos que lo tomaban para evitar los pulgares hacia arriba. No era una canción para bailar así. Era de “relájate”, «que es una fusión bastante buena entre reggae, pop, y soul». Debía ser la parte del reggae la que le sabía a pies descalzos y entre la arena, a brisa de marea alta, al amanecer después de una buena dosis de alcohol y de diversión, a estar bailando con la persona de interés con demasiada cercanía como si se tratara de un coqueteo, algo que fácilmente podía imaginar si cerraba sus ojos y olvidaba que en lugar de rascacielos había parches de pasto playero, que en lugar de contaminación acústica había olas. ¿Por qué no se podían casar en una de esas bahías privadas en Varkiza, o en algún lugar en Sabaudia? De haberlo hecho del otro lado del mundo ella habría podido usar su derecho de hermana y cuñada para pedir un “plus one” y no habría terminado bailando con esa aberración de descoordinación. Aunque, pensándolo bien, mejor no. No habría tenido el coraje para llevar a su “plus one”, no en esa ocasión, y quizás en ninguna otra. Al menos no por el momento. No había necesidad. No había prisa.

                Phillip y Natasha bailaban con la misma cercanía con la que ella y Sophia pretendían bailar, sólo que, en lugar de estar abrazados con descaro, mantenían la pose tradicional pero más relajada y más casual; la mano de Natasha no se posaba sobre su hombro sino que pasaba alrededor de su nuca, el brazo de Phillip la abrazaba por la espalda hasta tomarla por la cintura, y se tomaban de la mano sin entrelazar dedos, la mano de Phillip sirviendo de soporte.

Tenían una amena plática que no era constante porque respetaban la etiqueta del baile en general, a veces Phillip reía suavemente y dejaba que su frente se posara contra la de Natasha como si estuvieran bromeando o compartiendo un chiste interno o contextual, como si jugaran inofensiva e inocentemente.

Él ya se había desabotonado los botones del cuello y había aflojado un poco su corbata, eso era lo único que había cambiado.

                Nicole y Marcel bailaban como si hubieran salido ese viernes por la noche a un “Dive Bar” en donde realmente no había una pista de baile. Un par de cervezas, música en vivo, ropas casuales, manos a la nuca y a la cintura; toda una cita informal y jovial. Sabía Dios cuánto tiempo tenían de no salir de su casa por la noche, al menos para algo que no se tratara de pañales, fórmula, o Dr. Smith’s.

                Belinda y su esposo parecían incómodos con el tipo de música, pues a él le gustaba el Jazz. Ritmo trabado. Pero bailaban. Porque también tenían bastante tiempo de no salir sin sus hijos para estar en un ambiente adulto, cómodo, y con clase.

                Rebecca y Pennington bromeaban pasos de baile que no venían ni al caso, porque se trata de diversión y de aprovecharse del título de “solteros” en la fiesta, o quizás sólo los “solteros” del estudio, pues hasta el Arquitecto Volterra tenía con quién bailar con mayor proximidad sin que fuera incómodo.

                Sí, Emma tenía que analizar eso que estaba sucediendo entre sus suegros. Porque sorprendentemente se sentía muy cómoda con el término “suegros”, aunque debía cuidarse de no vomitarle un “suegro” a «ay, Alessandro» porque no conocía las consecuencias y quizás tampoco quería conocerlas, no hasta que fuera algo oficial y no sólo real.

Estaban mudos, y Camilla, a veces, sólo le señalaba sus ojos para que dejara de velarle los labios; qué irrespetuoso y qué incómodo, en realidad lo regañaba por estarle pidiendo algo que sólo debía utilizarse en caso de emergencia. Porque «ay, Alessandro» aburría cuando hablaba demasiado y demasiadas tonterías. Ella sólo iba al paso que él le marcaba, pero existía distancia entre la cercanía que aparentaban, completamente lo contrario a lo que sucedía entre Sara y Bruno, que bailaban con cierta distancia pero que dejaban la cercanía en juego y sin importar que en ese momento desligaban manos para retirarse de la pista y del salón, porque Sara, como todo ser humano, debía visitar el baño de cuando en vez, y Bruno no era quién para no acompañarla. Un simple gesto de cortesía.

                Y Emma se sacudió en un ligero escalofrío que había erizado su piel por causa del felino bostezo que Sophia no dejaba que saliera de sus labios sino que lo liberaba por su nariz; exhalación aterrizando en cuello.

— Estás cansada —sonrió Emma, deslizando su mano de su cintura hacia su mejilla para hacer que se irguiera—. ¿Te quieres ir a dormir ya? —le preguntó, viéndola a los ojos para evitarse un “no” que debía ser un “sí”.

     — No, no quiero —sonrió con ojos vidriosos por el disimulado bostezo—. Debe ser la baja de alcohol.

     — ¿O de azúcar? —dijo como sinónimo de “cafeína” y “energía”.

     — ¿Sabes que si comes algo dulce en cantidades más de lo normal, y estás bebiendo, te emborrachas más rápido? —sonrió evasivamente.

     — En la escuela teníamos algo que llamábamos “succo di frutti” —repuso como si no tuviera sentido o referencia a lo que Sophia recién comentaba—. Era vodka del más barato, de ese que ponen en el anaquel más bajo en la licorería y que no pasa de los cinco euros por litro, y tenía tequila blanco, también del más barato… me acuerdo que la botella tenía una etiqueta roja, y que, en la tapadera, tenía un sombrero mexicano rojo… entonces, era un litro de vodka, un litro de tequila, una botella de medio litro de sirope de granadina, un litro de jugo de naranja, y Sprite o 7-Up al gusto; lo que estuviera en rebaja —rio—. No sabía a alcohol, pero hacía el efecto deseado.

     — Trashy —se burló.

     — Nunca dije que estaba orgullosa de eso —elevó su ceja derecha para defenderse—. El punto es que sí sé que ingerir azúcar, mientras bebes, te manda directo y sin escalas a la mierda.

     — Y la resaca —asintió.

     — Y la resaca —la imitó—. Vamos a sentarnos un momento —dijo, tomándola de ambas manos para besarle los nudillos—, ¿sí?

     — Suena a “buena idea” —asintió, y se dejó guiar por Emma hasta una de las mesas para escoger una silla al azar.

     — ¿Algo de beber o de comer? —sonrió Emma con su rostro ladeado, analizando la floja manera en la que Sophia literalmente se dejaba caer sobre la silla a su lado.

     — Comida —murmuró, sabiendo muy bien que hacía hora y media, o quizás ya dos, había comido el aperitivo y la mitad del plato fuerte, y que había jugado con el postre porque se había llenado, y que era por eso que quizás tenía un poco de hambre, o quizás era la visita a McDonald’s.

     — ¿Y qué te gustaría comer?

     — No lo sé —se encogió entre hombros un tanto cabizbaja, que, por estar así, sólo vio y sintió cuando las manos de Emma se posaban sobre su regazo para ofrecerle sus palmas, y ella colocó sus manos en las suyas para luego ser halada hasta quedar sentada sobre ella.

     — Más cómoda que la silla —bromeó.

     — Me alegra —sonrió, y le dio un beso en su hombro desnudo—. ¿Qué quisieras comer?

     — ¿Tú vas a comer también?

     — I’m not particularly hungry —frunció sus labios—, pero eso no significa que no puedes pedir una hamburguesa de seis libras… Phillip seguramente se la termina —dijo, haciéndola reír—. Si piensas que puedes necesitar ayuda, sólo no pidas crudités.

     — No se me antoja algo tan saludable —frunció su ceño.

     — ¿Una sopa?

     — Líquido —sacudió su cabeza.

     — Y una ensalada es “tan saludable” —dijo como para sí misma—. ¿Quieres una hamburguesa? ¿Un cheesesteak? ¿Quizás postre?

     — ¿Es raro que quiera gelato? —preguntó un tanto avergonzada de sí misma, quizás por la hora, quizás por el antojo en sí.

     — Eres italiana, eso tiene que ser canasta básica —ladeó su cabeza. Y tenía razón—. ¿De qué quieres gelato?

     — No sé de qué tienen —se encogió entre hombros, y Emma, rápidamente, levantó su mano para llamar la atención de quien tuviera piedad del antojo de su ya-esposa.

     — Do you have ice cream? —preguntó Emma.

     — Ice cream and sorbet —asintió el mesero que le había llevado la botella de Tequila hacía lo que parecía ser demasiado tiempo—. Vanilla, chocolate, and strawberry ice cream… and strawberry, lemon, raspberry, and mango sorbet —sonrió, viendo a Emma volverse hacia Sophia para que escogiera—. Choice of three —añadió son la misma servicial y gentil sonrisa.

     — Could I have strawberry and lemon sorbet in one “thing”, and vanilla ice cream in another one? —le preguntó Sophia.

     — Yes, of course —asintió él—. Anything else?

     — Water, please —dijo Emma ante el disentimiento de Sophia, y él asintió de nuevo para luego retirarse—. Care to elaborate?

     — ¿Sobre qué?

     — Tu elección de sabores y tu instrucción de separar el sorbete del helado.

     — Sé que siempre pides tu gelato con una bola de limón y otra de fresa —sonrió—, eso es por si tienes ganas de quitarme un poco. Y sé que, por haber limón involucrado, no puedo mezclar los lácteos del helado de vainilla con él.

     — You enable me —entrecerró la mirada.

     — Respeto tu OCD, nada más —se encogió sonrientemente entre hombros.

     — Gracias —dijo contra su hombro.

     — No hay de qué —sonrió, tomando su mano, la que estaba en su regazo, sobre la suya—. ¿Te puedo confesar algo?

     — Claro.

     — ¿Te acuerdas de cuando nos burlamos de Natasha por haber desistido de sus stilettos el día de su boda?

     — ¿Porque podía correr el maratón de Nueva York en stilettos pero ese día no los aguantó ni dos horas? —asintió—. Claro que me acuerdo.

     — Creo que es karma —rio—. Me están empezando a doler los pies.

     — Quítate los zapatos —repuso, escogiendo no llamarles “stilettos” para no estimular el potencial dolor que le causaban los suyos; no dolían pero estaban en estado de molestia. Llamarlos por su nombre sólo sería llamarlos “agujas”.

     — Si me los quito no me los puedo poner de nuevo —le dijo con esa mirada de «y eso lo sabes».

     — Y no te los tienes que poner de nuevo —sonrió—. Puedes recurrir a los TOMS que te tiene Natasha si quieres —dijo, y, sin haber terminado de hablar, escuchó cómo Sophia dejaba caer sus Jimmy Choo al suelo para estirar sus dedos y relajar sus tobillos—. ¿Mejor? —ella asintió—. Ahora, ¿qué ocurre?

     — ¿Qué ocurre de qué?

     — ¿Quieres que le diga a Alec que se vaya?

     — ¿Por qué querría yo eso?

     — Porque no sé por qué pienso que él tiene algo que ver con el noventa por ciento de las molestias de la noche —se encogió entre hombros.

     — ¿Y el diez por ciento restante?

     — Uno por ciento se lo atribuyo a tus pies, y el nueve restante a Luca —sonrió, y Sophia entrecerró la mirada—. ¿Qué?

     — Por favor, salte de mi cabeza —murmuró con una sonrisa.

     — ¿Qué fue lo que te dijo?

     — Él a mí nada —rio—, yo le dije algo a él.

     — ¿Algo de lo que quieras hablar? —ella frunció sus labios y sacudió su cabeza—. ¿Algo de lo que necesites hablar?

     — Tal vez no hoy —dijo nada más, y pasó su brazo derecho por los hombros de Emma para abrazarla y ser abrazada con mayor comodidad.

     — No hoy —sonrió comprensivamente, y vio cómo las dos copas aterrizaban en la mesa, frente a ella, para ser llenadas con agua y un poco de hielo—. Thank you —sonrió para el mesero, quien se retiraría por un breve momento solamente para ir a recoger lo que Sophia había pedido por antojo—. Bebe, por favor —le alcanzó una de las copas.

     — No tengo sed.

     — No es por sed… es para tratar la resaca desde hoy —sonrió, y le acercó un poco más la copa, que Sophia la tomó y le dio un sorbo relativamente grande para luego apartarla, y, al volverse hacia Emma, vio cómo Emma tragaba el agua con el aborrecimiento por los hielos; estorbaban sus sorbos y su intención de terminarse todo el líquido de una buena vez.

     — La que tenía sed eras tú —rio, tomando la copa vacía de la mano de Emma para hacerla desaparecer.

     — No tanto sed, es sólo para tratar la resaca desde hoy —le dijo con una sonrisa de media-ebriedad, porque sí estaba un poco ebria, pero había aprendido, durante su época de la escuela y de la universidad, a poner cara de sobria para Sara; lo hacía bastante bien, y hasta podía tener conversaciones coherentes y racionales. Vaya entrenamiento. Autodidacta. Mis respetos.

     — Party don’t stop when you’re around, little girl making a whole lotta sound. Just let go and lose control tonight. Surely you’ll try to find the better way the record spins and we’ll be okay, dancing free just you and me tonight —canturreó a su oído las últimas palabras de la lenta canción.

     — ¿Hago mucho ruido? —repuso a su oído.

     — No sé si “mucho”, pero, cuando haces ruido… es un ruido muy rico —sonrió, y le dio un beso en la mejilla, que Emma, por impulso y por reacción, sólo la apretujó entre sus brazos para crear un abrazo de oso; imposibilitando movimiento, casi de lucha libre, pero todo para «snuggle-snuggle-snuggle» que sabía que terminaría no sólo en risa sino en carcajada.

 

***

 

Justo cuando las puertas del ascensor se abrieron de par en par, la memoria la bofeteó con el gracioso recuerdo que la canción le traía. “Rockafeller Skank”, que era imposible no asociarla con Usher como DJ, y con Freddie Prinze Jr. y Rachael Leigh Cook, en “She’s All That”. La película que había abusado de sus catorce años, aunque “Clueless” ya había abusado de sus diez años anteriormente. Extrañamente se acordaba más de “Clueless” que de “She’s All That”, porque de la segunda sólo se acordaba de esa escena de baile por ser algo innecesario pero que le había gustado.

                Con bolsa de papel empaque colgando de su mano izquierda, porque Moses le había hecho el favor de ir a recoger lo que Gaby había ordenado al supermercado, su bolso de su hombro derecho, en perfecto balance, jugó con la llave hasta lograr tenerla en esa posición y a esa altura en la que, sin apuntar de más, y sin mayor pérdida de tiempo, podía abrir la puerta de su casa con la precaución necesaria, pues no quería atentar contra el Carajito una segunda vez. Ella estaba loca, pero no era una psicópata.

Y abrió la puerta con cautela, ya no por el Carajito, sino porque sabía que Natasha estaría en alguna parte del apartamento, quizás con Phillip o quizás sin él.

Hi, Little Fucker! —susurró cariñosamente con una sonrisa, agachándose para recoger al can que la saludaba con un olfateo de pies, y abusó de la ausencia de Sophia para llamarlo así—. Pero tú sabes que es con cariño, ¿verdad? —sonrió, y lo puso nuevamente sobre el suelo para poder terminar de llegar.

Colocó su bolso sobre el sillón que le daba la espalda a la puerta, como era costumbre, y se quitó los stilettos para relajar sus pies, que, contrario a lo que la costumbre dictaba, no los dejaría al pie del sillón porque corrían el riesgo, en su cabeza, de que el Carajito los bañaría por algún motivo, razón, o circunstancia, y fue por eso que, ante la protección de sus Manolos, se dirigió a su clóset para guardarlos y quizás cambiarse de ropa. No, no “quizás”, eso era un hecho, pues no apostaría ni St. John ni Piazza Sempione por segunda vez en el día; ya había hecho desayuno con éxito, y no pensaba tratar otra mezcla, mucho menos una salsa de tomate, con ropa que tuviera que ver directamente con los colores que rondaran al blanco. 

                Se deslizó en un simple skinny jeans azul, que como podía ser Levi’s podía ser Gucci o Armani, y una de esas camisetas grises que parecían haber sufrido de un estiramiento de algún tipo y que prácticamente ni se sentían de lo ligeras que eran. Y ella estuvo a punto de obviar los zapatos, porque a ella también le gustaba estar descalza, en especial si no tenía ningún tipo de media o calcetín puesto, pero se acordó de las sabias palabras de su mamá: “siempre usar zapatos en la cocina”. “Le cose cadono. Le cose gocciolano. Tutto è caldo… bolente!”. Entonces optó por calcetines negros al tobillo, porque no tenía ningún par blanco, ni siquiera para cuando decidía trotar, y sus Samba marrones.

                Salió de la habitación para encontrarse con que el Carajito la esperaba al borde de la puerta, «good boy. Good boy», y se encontró con que la puerta de la habitación de huéspedes estaba abierta, algo que había omitido por completo al entrar.

Los Louboutin de Natasha estaban a la distancia perfecta de que en dos pasos simplemente habían dejado de estar en sus pies, el saco de Phillip parecía haber sido víctima de múltiples pisadas apresuradas, porque la clara evidencia era que uno de los zapatos de Phillip estaba sobre él, y el resto de ropa sólo había sabido caer con desesperación en algún lugar de la habitación. Lo más «classy» era cómo el bóxer de Phillip colgaba de la esquina superior derecha del televisor que estaba sobre el mueble.

La cama era la que más había sufrido, eso no era tema de discusión, porque el cubrecama estaba metafóricamente vomitado en el suelo, algunas almohadas también, y sólo la sábana cubría parcialmente aquellos dos cuerpos inertes. Phillip encima de Natasha, con la cabeza sobre su pecho, su brazo completamente aferrado a su cintura, y una de sus piernas la enganchaba para no dejar que se moviera.

Ciento ochenta y un libras, que probablemente podrían haber sido ciento noventa también, aplastaban con descaro y con mortalidad. Emma se acordó de aquella vacación en la que Phillip se le había arrojado encima para que se duchara primero (porque la primera ducha era la fría y a Emma era a la única a la que no le molestaba), y era pesado, y en peso muerto, definitivamente debía pesar más a pesar de que su masa corporal no variara. Cuestiones de sensibilidad. Su cabeza abarcaba un seno y medio de Natasha, y su brazo a la cintura parecía que podía darle dos o tres vueltas por la pequeñez y la delgadez de ella, y Emma no quería ni imaginarse lo que los vellos de sus muslos hacían contra la entrepierna de su mejor amiga. A ella le habría dado cosquillas al punto de tener un escalofrío constante. ¿Cómo podía Natasha dormir con esa tonelada encima? Bueno, al menos no roncaba.

                Cerró la puerta para darles privacidad, porque parecía que ahí no habían necesitado viagra ni nada para tener, por lo menos, tres rondas completas. Tres ya era algo impresionante.

— Sólo preparo la masa y te saco —le dijo, ahorrándose el “¿de acuerdo?”, porque el Carajito no tenía ninguna otra alternativa.

Tazas medidoras, cucharas medidoras, y recipientes. Los ingredientes los agrupó en “masa” y en “salsa”, y, dentro de las agrupaciones, los alineó en sólidos y en líquidos para reducir el riesgo de decidir tomar un ingrediente seco sólo porque así era el orden en la lista. «Un cuarto de taza de leche en polvo, media cucharadita de sal, una cucharada de azúcar, un cuarto de onza de levadura», todo a un recipiente grande para luego, con termómetro en mano, verterle agua a cuarenta punto cinco grados Celsius (ciento cinco Fahrenheit), y a mezclar con una risa infantil pero gutural por tener la sensación de estarlo haciendo bien, o quizás sólo era por el tamaño del frullino miniatura, como si fuera parte de un set de juguete de aquellas cocinitas que vendía Fisher Price cuando era pequeña, de esas que siempre quiso tener porque parecían ser divertidas, pero que, cuando tuvo una, se decepcionó al ver que no había agua que saliera del grifo plástico, ni calor que saliera del horno que tenía una lasagna pintada de por vida. «Si quería cocinar algo más, como un qué-me-importa, siempre se veía la lasagna». Bueno, no se podía esperar mucho de un juguete de los ochentas. Pero ni para sentirse útil y/o capaz.

Colocó el recipiente a un lado para dejar que se hiciera la reacción inicial, porque así había visto que Sophia lo había hecho cuando había horneado pan hacía no-se-acordaba-cuánto-tiempo. Mientras tanto, abrió las dos latas de tomates, y se dedicó a picar, con guantes de látex, y no miento, una cebolla blanca y diez hojas de albahaca fresca. Se tardó lo que ella creyó haber sido una eternidad, porque ella no tenía la destreza para manejar el cuchillo de esa forma que era tan rápida y que frotaba la parte plana de los dedos para tomarlo como referencia. Y, al final, decidió que no iba a picar los ajos, sino que los iba a poner «en esa cosa que se mete y se aprieta». Sí, en la prensa de ajo. «Eso».

Un poco de aceite de oliva en una sartén grande, dos cucharadas de aceite vegetal a la mezcla de levadura y demás para mezclarlo de nuevo mientras esperaba a que se calentara la sartén, y luego arrojar la cebolla y el ajo para empezar la salsa.

«Cuatro tazas de harina» a la mezcla de levadura y demás, y empezó a mezclar, y nada de masaje y frotación, sólo para que los ingredientes se mezclaran entre sí. Lo hizo con la mano, pero con el guante puesto, porque ella no se iba a llenar de eso. No Señor. Cubrió el recipiente con una manta y lo guardó en el gabinete inferior que estaba al lado contrario de la cocina.

Y a la salsa de nuevo. Agregó una taza de caldo de pollo, empezó a deglaze la sartén, y esperó a que el líquido se redujera por la mitad para verter las dos latas de tomates, una pizca de azúcar, sal y pimienta al gusto, orégano, y una cucharadita de pasta de tomate. Mezcló, y dejó que se redujera a fuego bajo.

Come on, Little Fucker, we have twenty minutes for you to do your business —suspiró, enganchándole la correa al collar para luego colocarse los audífonos en los oídos y dejar que Daft Punk, pre “Get Lucky”, «pre abuso de lo mainstream», le inundara la concentración. De las mejores canciones de principios de Siglo.

“Departing D.C. See you in an hour and a half or so :)”, leyó, y sonrió con cincuenta por ciento de alivio.

                Llevó al Carajito al árbol que siempre lo llevaba ella, porque ella no era Phillip para llevarlo por aquí y por acá; sabía que ese Carajito tenía que ejercitarse pero que tampoco debía excederse. La complexión física no era la de un Weimaraner.

Recogió lo que tenía que recoger, no porque fuera ilegal no hacerlo sino porque odiaba cuando veía esos regalos intestinales que podían atentar con el calzado de la humanidad, y, sin mucho tiempo para llevarlo por aquí y por acá, regresó al apartamento con la promesa de uno de los pasteles de carne que Sophia le había hecho el día anterior.

                «Darken the city, night is a wire. Steam in the subway, earth is a fire. Do do do do do do do dodo dododo dodo», cantó calladamente con Simon Le Bon mientras le servía el pastel al Carajito, que se lo iba a comer con demasiadas ganas y Emma no lo juzgaba, pues, si le gustaran los pasteles de carne, seguramente ella se los comería con las mismas ganas, y se enfundó par de guantes para rebanar la cebolla morada, el pimiento verde, dos tomates, y la cajita de champiñones. No le gustaba que las manos le olieran a comida, mucho menos a cebolla.

— Buenos días, Nathaniel —resopló burlonamente mientras quitaba la salsa del fuego al estar satisfecha con la consistencia y con el sabor.

     — Buenos días —se aclaró la garganta para deshacerse de su voz amodorrada.

     — No sé si preguntar si cogiste o si dormiste bien —rio, y sintió cómo Natasha sólo se acercaba para darle un beso en la mejilla—. ¿Quién ganó?

     — ¿Quién ganó qué, amor?

     — La guerra genital, ¿qué más? —se burló, y recibió un latigazo con la mirada—. Espero no haberte despertado.

     — No, Phillip se movió y sentí frío —se encogió entre hombros.

     — ¿Sigue dormido?

     — Sorprendentemente —asintió.

     — ¿Quieres algo de beber? —preguntó, pero, al verla pensativa, sólo dijo—: Te sirvo lo que quiera.  

     — ¿Qué haces escuchando Duran Duran? —agradeció con una sonrisa mientras hundía su dedo meñique en la salsa para probarla.

     — Tengo el iPod en shuffle —se encogió entre hombros, y se quitó los guantes para arrojarlos al basurero, lavarse rápidamente las manos, y caminar al bar—. ¿Se fue?

     — Hugh la llevó a Newark —asintió.

     — ¿Y cómo te sientes?

     — Bien —sonrió minúsculamente, viendo a Emma verter un poco de Pomerol en dos copas que había sacado—. Pero no pudo resistirse a irse sin un “bang”.

     — ¿Por qué lo dices?

     — Me tropecé con Phillip luego de colgar contigo, él se tomó la tarde libre —«I can see that»—. En un principio, sabiendo que su mamá no iba a estar, íbamos a hacer lo que vinimos a hacer aquí…

     — ¿Pero?

     — Pero me asustó el hecho de que ella no estuviera por ahí era una insinuación sexual.

     — Mmm… —suspiró, y le alcanzó una copa a Natasha para que la imitara con un sorbo—. No sé qué tan “sugestivo” sea eso, pero al menos era establecer que era un ambiente “seguro” —se encogió entre hombros—. Toda especie busca su autopreservación.

     — Realmente no importa si era o no sugestivo —sacudió su cabeza, y dio bebió un poco más—, porque al final íbamos a jugar en el Kinect —dijo al pensar que necesitaba explicarse—. La cosa es que llegamos, y mi suegra estaba buscando su pasaporte en la biblioteca… que supuestamente lo había perdido.

     — ¿”Supuestamente”?

     — ¿Cómo no te acuerdas si viajas con pasaporte o con una Passport card?

     — No soy la mejor persona para que le preguntes eso —rio—, necesito el pasaporte hasta para viajar en taxi —dijeron su sarcasmo y su exageración.

     — A los cincuenta y seis es difícil tener early onset Alzheimer’s —repuso, pues no sabía si Emma estaba defendiendo a su suegra o no—. Y no es como que vino hace diez años… aunque así es como se siente.

     — La pregunta real supongo que es: ¿por qué te molesta que haya perdido el pasaporte si igual se fue?

     — No es que lo haya perdido, es que estaba buscando en la biblioteca —sacudió su cabeza—, y encontró mis pregnancy tests.

     — Oh… —elevó ambas cejas, «¿usados o sin usar?».

     — She practically asked me if I was pregnant because there were only two tests left… —susurró indignada—. Y me lo preguntó con Phillip enfrente.

     — Y Phillip no sabía —murmuró para sí misma.

     — Claro que no sabía —frunció su ceño—. Las únicas que sabían eran Sophia y tú.

     — Lo que no entiendo es por qué tienes pregnancy tests, mejor conocidos como “pee sticks”, en la biblioteca —resopló—, ¿no deberías tenerlo en el baño?

     — I don’t shit where I eat —sacudió la cabeza—. Y, para ser muy franca, se me olvidó que los tenía en esa gaveta… y ni que estuvieran para que cualquiera los encontrara.

     — ¿Qué te dijo Phillip? —preguntó un tanto indiferente, porque si de “don’t shit where I eat” se trataba, ¿por qué los tenía en su casa para empezar?

     — He was kinda upset —se encogió entre hombros—. Sólo me dijo que lo mantuviera informado…

     — ¿Y lo harás?

     — Le dije que sí, pero todavía no tengo nada que informarle…

     — Tú sabes lo que pienso al respecto, ¿verdad? —elevó su ceja derecha, pues sabía que eso último significaba que era un probable “no”.

     — No siempre.

     — No es un one night stand, no es un caso de abuso… él pone el cincuenta por ciento que tú de tan buena gana aceptas —sonrió—. No es que él tenga derecho a tener esa responsabilidad, es que tiene la obligación de tenerla… de lo contrario, que se ponga aunque sea una bolsa plástica.

     — Eres una asquerosa —rio ante la imagen mental del miembro de Phillip cubierto por una bolsa de Walgreens.

     — Prefiero el término “precavida”, y sabes que tengo razón —guiñó su ojo.

     — Como sea —canturreó—, ¿cómo te fue con tus pasantes?

     — Creo que uno tiene lo que al otro le falta —suspiró—, creo que lo que le falta a uno se puede enseñar… y creo que lo que le falta al otro puede mejorar pero necesita una constante segunda opinión.

     — Ah, es el típico caso de que no necesariamente eres bueno haciendo lo que te gusta.

     — Exactamente —asintió—. Pero es muy temprano para saber si es corregible y/o mejorable o no… porque me da la impresión de que aprende rápido.

     — ¿Les ves potencial?

     — ¿Como para dejarlos solos por siete meses? —Natasha asintió—. Demasiado temprano para saber —repitió.

     — ¿Y cómo se siente ser jefa de verdad? —resopló.

     — A mi Ego le fascina ser amo, dueño, y señor de sus culos —sonrió—. A mí sólo me estorba la idea de que, si la cagan, es como que yo la cague también… —dijo, y se volvió hacia el suelo, en donde el Carajito luchaba por comerse lo que le quedaba del pastel de carne—, así como me pasa con él —lo señaló.

     — ¿Necio?

     — Ayer me puso a prueba —suspiró—, se puso a jugar con una de las patas del piano.

     — Creí que nunca lo ibas a dejar entrar a esa habitación —frunció su ceño.

     — La intención es que no se meta con los muebles, y con eso me refiero a las patas de los sofás, sillones, y sillas, y a todo lo que tenga que ver con tapicería… y que no se meta con el piano.

     — Hasta en este momento entiendo que amas el piano.

     — Si fuera un Yamaha, de esos pianitos eléctricos… por mí que lo destruya si quiere, pero es un Steinway… y tú sabes cuánto cuesta un Steinway —sacudió su dedo índice en lo alto.

     — No tengo idea de cuánto cuesta el pianito eléctrico, mucho menos de cuánto cuesta un Steinway.

     — El eléctrico no cuesta más de trescientos dólares, el Steinway cuesta más de cuarenta mil —sonrió.

     — ¿Cómo puede un piano costar tanto? —ensanchó la mirada.

     — Creí que sabías ese tipo de cosas por tu papá.

     — Mi papá es un aficionado.

     — ¿Qué te hace pensar que yo no lo soy?

     — Tú sabes que no lo eres —sonrió, y el Ego de Emma asintió—. En fin, ¿por qué lo dejas entrar si no quieres que arruine las patas del piano?

     — Porque si no lo dejo entrar nunca, el día que entre… nadie va a saber qué pasó; va a enloquecer.

     — Buen punto —asintió, y llevó su copa a sus labios—. ¿Qué cocinas?

     — Pizza casera… de masa alta. ¿Probaste la salsa?

     — Yup.

     — ¿Le falta algo?

     — Mmm… —frunció su ceño, y sumergió nuevamente su dedo meñique en el mar rojo—. Creo que un poco de sal nada más…

     — Sal —sonrió para sí misma, y sumergió los dedos en el recipiente de madera de olivo para agregarle lo que pudiera agarrar con tres dedos, «una “pizca”, una medida incierta»—. ¿Algo más? —le preguntó luego de revolverla hasta asegurarse de haber incorporado los sabores.

     — No, no le falta ni amor —rio.

     — Oye, ¿verdad que tú te encargabas de los talleres para el personal?

     — En los dos trabajos —asintió—, de los talleres y de los seminarios.

     — ¿No es lo mismo?

     — Sí y no —hizo tambalear su cabeza, bebió un sorbo de vino, y colocó la copa casi vacía sobre la encimera—. En teoría los dos tienen el mismo fin pero el proceso y la experiencia es distinta.

     — ¿Qué?

     — Yo veo el seminario como algo más informativo —se encogió entre hombros—; tienes a una persona, o a varias, que te hablan sobre un tema… y hablan, y hablan, y hablan. El seminario tiende a tratar temas “ligeros” o que no necesitan de mucha profundización; nuevas regulaciones, nuevas leyes, nuevas tendencias, etc… y dura poco. El taller es más participativo, la audiencia no sólo está pensando en qué carajos hace allí cuando podría estar en algún lugar mejor —rio—. Siempre está la persona que te guía, y que te enseña, pero te involucra no sólo para que le des una opinión, o un ejemplo… son más para cuando estás por hacer un cambio relativamente grande en algo; sea en software, en hardware, en administración, etc.

     — Veo… —murmuró, pensando en cómo ella, en la universidad, tenía “seminarios” que, tras la definición de Natasha, eran más bien “talleres”, y viceversa.

     — ¿Por qué lo preguntas?

     — No estoy segura… sólo estoy buscando maneras de conocer a los pasantes.

     — ¿En qué sentido?

     — Había un Arquitecto que daba clases en la Universidad de Bratislava, que también tenía su estudio, y, por lo que me acuerdo, tenía bastante peso y no sólo en Eslovaquia, sino también en Ucrania, en Rumania, en Hungría, y en Croacia. La cosa es que él, en la primera clase, te hacía un examen de diez preguntas, y, si respondías bien, te ofrecía un puesto en un programa que él tenía; seis meses de “pasantía” con él, desde para calificarle exámenes de otros alumnos hasta para trabajar en los proyectos que tenía en el momento.

     — ¿A cuántos reclutó el semestre que estuviste tú? —la interrumpió sin ánimos de ofenderla.

     — A diecinueve de ciento cuarenta-y-algo.

     — ¿Te reclutó a ti?

     — Yo no tenía derecho a hacer ese examen porque no era estudiante permanente de la Universidad de Bratislava, pero sí conocí a tres que estaban en eso —sacudió su cabeza—. La cosa es que él los iba eliminando cada cierto tiempo, que no era un intervalo constante, sino dependía de distintas cosas… a uno lo eliminó porque utilizó un programa que él no utilizaba, a otro lo eliminó porque no pudo abrir el archivo que le había enviado; por el formato.

     — ¿Y cuál es tu punto?

     — No sé, que quizás puedo hacer eso con esos dos —dijo, refiriéndose a sus pasantes.

     — Eso no se llama “taller”, tampoco se llama “seminario” —rio—. Eso se llama “Reality TV” —bromeó—. “Survivor”, pero en lugar de apagarte la antorcha te rompe los planos, y, en lugar de que el premio sea un millón de dólares, es…

     — Era un contrato por un año prorrogable… sujeto a buen rendimiento —rio.

     — Es una forma bastante efectiva para encontrar nuevos talentos, si así les quieres llamar… pero también es una forma bastante imparcial de hacerlo porque no creo que haya tenido los mismos criterios para evaluarlos a todos todo el tiempo, y no importa cuánto tiempo tuviera de estar haciendo lo mismo; hay cagadas de cagadas, y porque no pudiste abrir un archivo porque no tenías el formato, o porque hiciste algo en otro programa, no me parece que sea una cagada monumental como cuando te equivocas en un cálculo o como cuando no tienes buen gusto, etc. Entre alguno de esos que eliminó, por prácticamente nada, debe haber estado uno, o varios, con más potencial que los que sí continuaron.

     — Buen punto —asintió.

     — Es como tú dices: hay cosas que se pueden enseñar, otras que se pueden corregir, y hay cosas con las que simplemente es imposible lidiar —sonrió—. Además, ese Arquitecto suena a que es un asshole digno de señalarlo en la historia.

     — No lo conocí ni personal ni laboralmente, pero sí escuchaba que tenía tendencias despóticas… en especial con las mujeres.

     — De paso misógino… —elevó ambas cejas, porque estaba en lo mejor de emitir un juicio con desprecio—. Como sea, ¿quieres “Survivor”, “The Bachelor” que en tu caso sería “The Bachelorette”, o quieres algo como “American Idol” y que el público vote? —rio.

     — Ninguno —sacudió su cabeza con una risa—. Como te digo, sólo estoy buscando una forma efectiva de ver qué tanto potencial tienen… o qué tanto saben…

     — Creo que hay dos formas de hacerlo, y una es ponerlos a competir entre sí y la otra es ponerlos a competir contra sí mismos.

     — ¿Cómo?

     — Tú no vas a ser como ese asshole que eliminaba al siguiente que la cagara sin importar el tamaño de la cagada, eso sobre mi cadáver; no es ético —dijo con tono de advertencia—. Creo que, en todo caso, tienes que darles las mismas oportunidades y las mismas obligaciones… no sólo en contenido sino en relevancia también, porque de nada te sirve a alguien que tenga buen gusto, y que sepa utilizar todos los programas, y que tenga conocimientos técnicos y estéticos, si no es organizado y llega tarde, o si irrespeta a los clientes con el tamaño de su ego, o qué sé yo.

     — Volterra dice que nosotros no competimos entre nosotros.

     — Sounds about right, cada quien tiene su área de especialidad, y sus tipos de clientes, y sus gustos y disgustos —sonrió.

     — Sería un poco estúpido si los pusiera a competir entre ellos cuando nosotros no tenemos ese tipo de competencia, ¿no crees?

     — Es un tipo de presión que realmente te enseña la personalidad y el carácter de una persona —sacudió su cabeza—. Te demuestra qué es lo que está dispuesto a hacer, o lo que no está dispuesto a hacer…

     — Eso sólo tiene un final catastrófico —rio—, sólo veo cómo puede sacar lo peor de alguien.

     — Y es por eso que lo haces —sonrió—. No creo que quieras lidiar con alguien que es crónicamente imposible.

     — “Crónicamente imposible” —rio ante el término—. Suena a mi peor pesadilla.

     — Y debería serlo —asintió—, pero es tu decisión cómo lo haces porque tú tienes que tragártelos día con día.

     — ¿Qué harías tú en mi posición? ¿Cómo lo harías?

     — Mmm… —suspiró, frunció su ceño, y, ante la contemplación de ambas preguntas, terminó su copa de vino—. Diseñaría casos prácticos.

     — ¿Cómo?

     — Hay veces en las que una pasantía requiere no sólo de un jefe sino de un mentor, por así decirlo —se encogió entre hombros—. Hay que saber separar las dos cosas; eres jefe en todo lo que tiene que ver con el estudio directamente, como en los proyectos en los que tú trabajas, los proyectos en los que eres tú quien da la cara. Ellos pueden trabajar contigo, pueden ayudarte, pueden hacer parte del trabajo, pueden opinar, pero no pueden asumir el control del proyecto; la toma de decisiones es tuya: el qué, el cómo, y el cuándo son tuyos.

     — ¿Pero?

     — Creo que en tu caso es bueno ver cómo se desenvuelven por sí mismos, como tú dices —sonrió—. Dejas que asuman la responsabilidad de estar al frente de un proyecto que básicamente no existe… de ese modo no atropellas a ningún cliente, no inviertes al vacío, y simplemente los evalúas con tales y tales criterios por igual.

     — Me estás diciendo que me invente clientes, ¿no?

     — Y estamos en la misma página —asintió—. Así ves cómo es todo el proceso, y puedes hacer observaciones más puntuales para ver si las toman en cuenta o no, si se hacen responsables tanto de lo que salió bien como de lo que salió mal, etc.

     — Suena a otro tipo de “Reality TV”.

     — Con la diferencia de que sólo son dos participantes, y tienes más “retos” que sólo los que se necesitan para eliminar a uno o a dos por semana —asintió—. Ves cómo reaccionan ante un proyecto nuevo, ves cómo desarrollan las ideas, ves cómo trabajan con los clientes, etc.

     — ¿Y cómo sugieres que materialice a mis clientes si son inventados?

     — Para eso tienes amigos —rio—, para que te sirvan de embudo y/o filtro.

     — No sé por qué creía que servían para otra cosa —entrecerró la mirada.

     — Sirven para todo —sonrió, y llevó su puño a sus labios para disimular su bostezo.

     — Tenía demasiado tiempo de no verte así —resopló, y llevó su copa a sus labios.

     — No sé qué tienen las camisas de Phillip que me gustan tanto —se encogió entre hombros mientras se abrazaba a sí misma por encima de la pálida camisa celeste a rayas blancas.

     — No me refería a eso —sonrió—, me refería a… “tranquila”, supongo que ése sería el término.

     — Lo estoy —rio un tanto avergonzada mientras peinaba su flequillo tras su oreja derecha—. Tengo una cosa menos en qué pensar… o que soportar —rio calladamente—. Oye, ¿puedo preguntarte algo?

     — Claro —asintió, sabiendo que, cuando preguntaba si podía preguntar algo, era porque tendía a ir por la línea de lo personal; de lo que no solía hablar.

     — ¿Cómo eran tus abuelos?

     — ¿Maternos o paternos? —elevó ambas cejas ante lo extraño de la pregunta, pues, ¿de dónde había nacido?

     — Los dos —se encogió entre hombros—. Bueno, los cuatro.

     — ¿Puedo saber por qué quieres saber eso?

     — El fin de semana voy a Connecticut a celebrar el cumpleaños de mi nana… y, no sé, supongo que me di cuenta de que no sé nada de tus abuelos. Quiero curiosear —se encogió entre hombros de nuevo, «porque tampoco es como que sé mucho sobre tu familia más allá de tu mamá y de tus hermanos».

     — ¿Cuántos cumple? —sonrió Emma con cierta dosis de falsedad, porque había algo envidiable en el hecho de que la abuela de Natasha estuviera viva todavía.

     — Ochenta y cinco. Pero no te me desvíes del tema.

     — No, era curiosidad instantánea… nada más —sacudió su cabeza, y dio un pequeño sorbo a su copa—. De mi abuelo paterno no me acuerdo mucho. Tengo un vago recuerdo de cómo era físicamente, de lo alto que era, de cómo siempre que me cargaba yo jugaba con su nariz y él intentaba morderme los dedos, de cómo me arrojaba al aire para atraparme de nuevo… me acuerdo de que hacía trucos de magia con el dinero que me daba para que comprara lo que quisiera; con billetes y con monedas por igual, y que siempre me decía “gástalo todo en el mismo lugar” en lugar de decirme “no lo gastes todo en el mismo lugar”. No sé si darme dinero era lo correcto para la edad que tenía, pero me trataba de la misma forma que trataba a mi hermano; los dos recibíamos lo mismo —rio con un poco de nostalgia, aunque, más que la nostalgia, era el hecho de acordarse de algo que nunca se tomaba la molestia de recodar con tanto detalle. ¿Acaso no era relevante esa parte de su vida? ¿Acaso lo asociaba con algo malo y su omisión funcionaba como mecanismo de defensa? ¿O era simplemente el típico caso de “fue hace demasiado tiempo” que ya no conocía la magnitud del lazo emocional?—. Me llamaba “Ptichka”… significa “Pajarito” en ruso —sonrió.

     — “Pajarito” —rio nasalmente.

     — Me enseñó a silbar, y a chasquear los dedos de ambas manos.

     — Espera, ¿ruso? ¿No era eslovaco?

     — Nacido en Rusia, de papás rusos que luego emigraron a Checoslovaquia… a la región en donde hoy es Eslovaquia —le explicó—. Hablaba ruso, eslovaco, y polaco.

     — ¿Y cómo te entendías con él si tú no hablas ninguno de esos tres?

     — No sólo no hablaba ninguno de los tres idiomas que él hablaba, simplemente no hablaba —rio—. Cuando empecé a hablar —«más bien cuando se me dio la gana de empezar a hablar»—, no sé cómo le entendía… supongo que no hay mucha ciencia lingüística en un juego.

     — ¿Y qué hay de tu abuela?

     — Le mostré una fotografía a Sophia, y dice que es como una adaptación de Lady Tremaine, pero de la Cenicienta de mil novecientos cincuenta —rio—. Dice que tiene las cejas, la quijada, la nariz, los ojos… el peinado.

     — ¿Si le pones maquillaje se hace Maléfica? —bromeó, porque para ella así era, en especial porque Maléfica había salido nueve años después de Lady Tremaine, aunque ella sabía cómo se veía ella físicamente porque Emma en algún momento se la había mostrado.

     — Maléfica es demasiado cool —se sacudió en un escalofrío—. She has this matronly vibe to her… it’s quite disturbing, actually.

     — ¿”Sabina”, cierto?

     — “Sabina Di Pace” —asintió—. Pues, ése es su apellido de soltera.

     — Asumo que lo que menos te inspira es paz —rio.

     — Son de las más grandes antítesis de la vida —se encogió entre hombros.

     — Is she really that “devilish”?

     — No diría que es diabólica —se carcajeó monosílabamente—. Algún encanto debe tener como para haberse casado de nuevo, ¿no crees?

     — Oye, yo no sé —rio—. Creo que si mi suegra se casa de nuevo, por la razón que sea, es porque psicópata llama a psicópata.

     — Tu suegra no es psicópata, sólo tiene serios problemas intestinales —murmuró con travesura—. Claramente le viene atravesado.

     — No le puede venir atravesado… porque ahí lo tiene todo así —dijo, haciendo un puño muy fuerte y cerrado—. Si le metes un trozo de carbón, en una semana tienes un diamante —suspiró con la mirada ancha mientras sacudía la cabeza, y Emma que sólo supo carcajearse—. ¿Así es tu abuela?

     — Ella tiene mejor gusto —susurró, sabiendo que era algo que mataría a Natasha—. Su clóset sólo tenía Dolce y Armani, y asumo que sólo eso sigue teniendo… porque, pues, de las fotografías que veo que a veces ponen mis primos… se ve igual, se viste igual, y está igual.

     — Es triste saber que tu abuela es más chic y más hip que mi suegra —susurró.

     — No dije que tenía buen gusto —levantó su dedo índice—, dije que tenía mejor gusto —hizo la aclaración semántica—. No puedes tener un estilo tan matronal y ser chic y hip al mismo tiempo… sólo no se puede.

     — Cierto —estuvo de acuerdo con un asentimiento—. Pero no te desvíes del tema, ¿qué con ella?

     — Ella combate todo tipo de estereotipo de abuela, tanto italiana como no italiana —se encogió entre hombros—. Y, realmente, si tengo que describir mi relación con ella… —frunció su ceño y sus labios, y se rascó el triángulo de pecho desnudo por simple maña que se le activaba cuando no tenía una respuesta rápida o muy honesta en mente—. Tengo más relación con tu abuela que con la mía —se encogió entre hombros.

     — Pero sólo la has visto como cinco veces desde que nos conocemos.

     — Y eso debe darte una idea de cómo es con mi abuela —asintió.

     — Eres una exagerada…

     — Al ella no tener una buena relación con mi papá, tampoco es como que la tenía con nosotros… con el divorcio vino un poco más de distancia, al menos conmigo, y ni yo la busqué ni ella me buscó; la he visto porque “ni modo, es mi abuela”. Pero el interés simplemente no lo tenemos, supongo.

     — ¿Sabe que te casas?

     — Creo que mi hermano le dijo... y, a decir verdad, no creo que esté muy contenta ni porque es con una mujer, ni porque está contenta conmigo.

     — ¿Por qué no?

     — Porque no llegué al entierro de mi papá —sonrió con una pizca de culpa que al mismo tiempo se leía como una pizca de alivio.

     — Tú pagaste por todo —frunció su ceño.

     — Yeah… I even paid for the friggin’ mahogany casket —asintió—. Independientemente de eso, mi obligación era estar allá, viendo cómo lo soterraban…

     — ¿Tu obligación? —ladeó su cabeza.

     — No me digas que no es obligación ir al entierro de tu papá —entrecerró la mirada.

     — No, yo entiendo la obligación social de eso… lo que no entiendo es por qué era obligación tuya —enfatizó en el pronombre posesivo, pero Emma dibujó confusión en su rostro—. Digo, ¿a qué ibas a ir?

     — ¿A enterrarlo?

     — Sabes que no me refiero a eso.

     — No quería ir, no tenía ganas de ir… —se encogió entre hombros—. Tampoco quería saber en dónde lo iban a enterrar… porque, de haber sido mi decisión, lo habría incinerado.

     — ¿Y qué habrías hecho con las cenizas? —preguntó Natasha con una sonrisa interna, porque ella sabía que Emma no estaba precisamente en contra del entierro o a favor de la incineración, era que simplemente pensaba que a su papá había que hacerlo cenizas porque sí.

     — Habría comprado un piano de pared como en el que aprendí a tocar piano, un Yamaha marrón, habría tocado todas las piezas de Tchaikovsky que sé y que no sé, me habría equivocado a propósito, habría esparcido las cenizas en la caja… y habría destruido el piano con un mazo de dieciséis libras —sonrió angelicalmente, pero, ante la ancha mirada de Natasha, suspiró para decirle la verdad—. Hablando en serio, no lo sé, no sé qué habría hecho con las cenizas… y tampoco lo sabía en ese momento, quizás por eso dejé que mis hermanos hicieran todo como ellos querían. Sólo sé que yo ya no quería verlo de nuevo, y que él tampoco quería verme de nuevo.

     — ¿Por qué piensas que no te quería ver de nuevo?

     — Me lo dijo.

     — ¿Y piensas que lo decía en serio? —Emma asintió—. ¿Escogiste creer que lo decía en serio o lo sabías?

     — No encuentro nada que me conforte en eso de “creer” que lo decía en serio —«porque eso sólo significaría que tenía esperanzas de que no era así»—. Quizás hice las cosas mal, pero no hice nada malo —repuso un tanto molesta y sin saber realmente por qué—. Sé que lo decía en serio, y tampoco me dolió que me lo dijera…

     — Supongo que nunca sabremos si lo decía o no en serio —suspiró.

     — Te digo que sí lo decía en serio —sacudió su cabeza.

     — ¿Cómo puedes estar tan segura?

     — Porque sé que le dio vergüenza que lo viera así de débil, de inútil —se encogió entre hombros—. Él escogió no verme, y yo también… y sé que escogimos eso por la misma razón a pesar de que no nos pusimos de acuerdo.

Natasha ladeó su cabeza, y vio a Emma darle un sorbo a su copa de vino para calmar la clara ráfaga de pensamientos que la atacaban sin necesariamente hacerle daño; eran las cosas en las que era imposible no pensar.

Pensó en cómo no lograba entender ese sabor a desprecio que tenía todo lo que Emma decía sobre su papá, pero que, en el fondo, y quizás ni tan en el fondo, estaban esas muestras de respeto que confundían a cualquiera. A ella definitivamente la confundían, no la dejaban entender. Pero no era para que ella o el resto del mundo entendiera, quizás ni Emma misma entendía y tampoco quería entender por no querer explorar eso que ya había dejado en el pasado y sepultado en algún cementerio de Roma. «Ignorance is bliss». Ni quería ni necesitaba saber.

— ¿Y tus abuelos maternos? —preguntó Natasha al cabo de unos segundos que habían parecido eternos.

     — Los mejores —sonrió, haciéndola sonreír a ella también—. Mi abuelo vivía por y para el futbol, todo lo que tuviera que ver con futbol… eso era lo suyo —rio nasalmente—. Me acuerdo que, estando yo muy pequeña, me llevó a un juego de la Roma contra la Juventus, y me acuerdo del gol de cabeza que metió Desideri, y de cuando me llevó a un juego de la Roma contra el Udinese, que Rizzitelli metió un gol en el tiempo de reposición… y que Giannini llegaba a cenar a la casa… a Giannini que yo le decía “Eppe” porque no podía decir “Giuseppe” —rio.

     — Me hablas como en chino.

     — Mi abuelo era de esas personas que es imposible que sean tan amables… y no era así sólo conmigo, o con mi mamá y mis hermanos, así era con todos. Era un aficionado del futbol, de las películas de James Bond, y de los Rolling Stones. Se enojaba si osabas a decir que los Beatles eran mejores que los Stones. Era de los que iba a trabajar en traje con corbatín y tirantes, y de los que iniciaba una tarde de nietos con gelato. Decía que nunca era suficiente queso, que nunca era suficiente vino, que nunca era suficiente cariño, y que nunca era suficiente risa… y tocaba el cello.

     — ¿Y tu abuela?

     — Mi abuela era distinta a pesar de sufrir del mal del estereotipo de abuela —rio—. No le decíamos “Nona” porque sonaba demasiado fuerte, le decíamos “Nonina”… con cariño, y la tuteábamos.

     — Confianzudos —bromeó.

     — Creo que la hacíamos sentir más joven con el tuteo —se encogió entre hombros—. Era la que me iba a ver a todos los juegos de tenis, y que realmente llegaba a ver el juego… no llegaba con un libro o con una revista.

     — That must have been nice.

     — It was —asintió—. Y era con quien practicaba el francés… y quien me enseñó a recitar las tablas del uno al veinte, a dividir esas cifras que Dios-me-ayude-mejor-uso-la-calculadora, y quien me regaló mi primer Walkman y mi primer cassette de Laura Pausini, y quien me compraba la edición mensual de Vogue USA porque mi mamá me compraba la edición mensual de Vogue Italia… y nos daba regalos entretenidos para las ocasiones pertinentes —rio, como si eso fuera lo más importante—. Ah, y para mi cumpleaños, porque cumplo un día después que ella, casi siempre nos íbamos de viaje las dos… que a Trieste, o a Zagreb, a Vienna, a Budapest, a Zurich…

     — No sabía que cumplías un día después que ella —comentó, porque le había encontrado las remotas probabilidades a eso.

     — Y para mi doceavo cumpleaños me regaló entradas para el primer concierto de Laura Pausini al que fui… que supuestamente iba a ir con ella y ya no se pudo.

     — Entonces a ella le debo agradecer esa fijación que tienes con esa mujer, ¿cierto? —susurró llena de intenciones de molestar.

     — ¿Fijación? —elevó su ceja izquierda.

     — No me digas que no estás enamorada de esa mujer… porque no te voy a creer.

     — ¡Ay! —frunció sus labios, y su nariz, para luego reírse—. ¿Qué te puedo decir? Las mujeres italianas se me hacen un poco irresistibles —exageró el sentimiento que tenía hacia las mujeres de dicha nacionalidad, o hacia las mujeres en general.

     — ¿Y las griegas?

     — Sophia es italiana —corrigió su insinuación—. Que la hayan contaminado con costumbres griegas es otra cosa… pero es italiana.

     — Cie-erto —canturreó—. Se me olvida que Sophia es la mitad de Volterra.

     — ¿Por qué me haces eso? —llevó sus manos a su rostro para cubrirlo.

     — ¿Qué hice? —rio, y Emma sólo sacudió su cabeza—. No me digas que te perturba saber lo que Volterra puede hacer con su pene.

     — ‘Ffanculo… —se hundió más entre sus manos—. ¿Por qué me dices esas cosas? ¿Acaso no me quieres?

     — Oye, todos tenemos una mitad que vino de un pene… —se carcajeó ante la incomodidad de su mejor amiga.

     — Ya, ya… —la detuvo con una mano en lo alto.

     — Sí te quiero… es sólo que me das risa cuando te incomodas.

     — Payaso personal, entonces —suspiró.

     — Ocasional, sí —asintió con una sonrisa sin vergüenza—. Entonces, Laura Pausini.

     — She gives me chills and goosebumps when she sings… —se encogió entre hombros, porque para ella eso era obvio—. Escuchar que canta en vivo, que no necesita de “n” cantidad de bailarines para entretenerte, ni de ella bailar, que sólo necesita tener un micrófono… y que si ella deja de cantar escuchas a todo San Siro cantando… —suspiró, y se sacudió en un escalofrío al acordarse de “Ascolta Il Tuo Cuore” con todo el estadio en coro, que para medio concierto había empezado a llover y no había importado porque si Laura Pausini se mojaba ella también sin importar el mes de resfriado que sufriría luego.

     — Asumo que San Siro no es Roma.

     — El Giuseppe Meazza —sacudió su cabeza—. Estadio del Milan y del Inter.

     — ¿No la veías en Roma?

     — Sí, pero esa vez la vi en San Siro porque fue la primera mujer que cantó en el estadio y que, de paso, rompió récord de tiempo en sold-out; setenta mil personas.

     — De las cuales una de ellas eras tú.

     — Y con orgullo —asintió—. Imagínate a setenta mil personas cantando… es casi irreal. Ni a Madonna le corearon así en el Confessions Tour en Roma, y no porque eran diez mil personas menos… ni a U2 en el San Siro aunque eran casi el doble de personas.

     — Debe ser algo patriótico —se encogió entre hombros, y Emma le preguntó un «¿qué debe ser patriótico?» con la mirada—. El amor por Laura Pausini.

     — En mi caso no tiene nada que ver que sea italiana. Además, no creo que tenga mucho que ver porque ha cruzado varias fronteras, no es como Giorgia —repuso, y dio un sorbo a su copa—. En lo personal prefiero sus canciones en italiano por sobre las que son en español… las que son en inglés no las soporto aunque sean las mismas que canta en italiano.

     — ¿Por qué?

     — Porque no la siento orgánica a pesar de que no tiene el típico acento que un italiano suele tener, siento que no tiene la misma fuerza que tiene en italiano.

     — ¿Fuerza? —resopló—. La mitad del tiempo está gritando.

     — El italiano es bastante fuerte, no sólo en intensidad sino también en volumen… a mí me suena normal.

     — Supongo que tus oídos están acostumbrados a esos decibeles —sacó su lengua.

     — Pues sí —rio.

     — ¿Entonces te gusta que te grite? —bromeó con ese tono que implicaba algo más sexual—. ¿O es la letra?

     — A mí me puedes cantar sobre penes y vaginas o sobre el amor más puro y más cursi, pero si la melodía y el ritmo no me hacen nada… —se encogió entre hombros—. Ella simplemente tiene la mala maña de tener melodías que de alguna forma se me quedan grabadas; si no son memorables no valen la pena —sonrió—. Aunque no niego que sí hay letras que me gustan, pero las he descubierto a partir de que me gusta la melodía… todavía no encuentro una canción que me guste sólo por la letra.

     — Sea por lo que sea, te gusta.

     — Sí, pero no de esa forma —rio—. Puedo ir a dormirme con ella, puedo despertarme con ella… pero no me molesta si otra persona la escucha; no me molesta compartirla.

     — Possessive much? —se carcajeó.

     — ¿Te gustaría que Phillip se compartiera con alguien más? —elevó su ceja derecha.

     — Buen punto —sacudió su cabeza—. Entonces no deberías decir que las mujeres italianas son irresistibles para ti.

     — Sólo considero irresistibles a cuatro mujeres italianas, no a todas.

     — ¿A Sophia, a Laura Pausini, y a quiénes más?

     — Monica Bellucci y Claudia Cardinale.

     — Tú tienes algún mommy issue —rio, y Emma frunció su ceño—. Monica Bellucci ya va por los cincuenta, y Claudia Cardinale va por los setenta si no es que ya va por los ochenta.

     — Evidentemente me refiero a Claudia Cardinale en aquella época —entrecerró la mirada.

     — Ajá, ¿y Monica Bellucci?

     — Es como el Pomerol —se encogió entre hombros, y Natasha soltó una estrepitosa carcajada—. No es un mommy issue, es sólo que soy honesta y admito que Monica Bellucci está muy guapa.

     — “Guapa”.

     — Pues sí, porque “bonita” no es.

     — ¿Laura Pausini es bonita o es guapa?

     — Tendencia a guapa, pero no diría que lo es… simplemente es —frunció su ceño—. I’m not in the “I wanna fuck Laura Pausini club”.

     — ¿Estás en el de Monica Bellucci? —continuó molestándola.

     — She’s my celebrity fuck list.

     — ¿Ella es tu lista completa? —Emma asintió—. ¿Y Sophia lo sabe?

     — Sophia comparte mi opinión.

     — No sé si encontrarlo chistoso o raro que estén de acuerdo en eso —rio.

     — Pura casualidad —resopló.

     — Monica Bellucci… —murmuró para sí misma—. Sé quién es por ser vocera de Domenico y Stefano, pero creo que no he visto ninguna película con ella.

     — Creo que aquí la conocieron por Malèna, y después que hizo el papel de Persephone en “The Matrix”… y, si no me equivoco, hizo de María Magdalena en “The Passion of the Christ”.

     — No he visto ninguna de las tres —frunció su ceño—. Y tampoco sé cómo es que tú sí las has visto…

     — Tú sabes que veo de todo un poco, hasta “Movie 43” y las de los Pitufos.

     — Tú lo que buscas es otra razón para odiar a los Pitufos.

     — No los odio —entrecerró su mirada—. Son como Plaza Sésamo, y los Muppets; no les encuentro nada interesante, entretenido, y/o gracioso.

     — ¿Escuchas eso? —llevó su mano a su oreja.

     — ¿El qué? —frunció su ceño.

     — Es el sonido de toda América retorciéndose —susurró risiblemente—. Decir eso es peor que insultar a tu mamá.

     — Si con “América” te refieres a este país —rio—, cuestiono dos cosas, y digo dos puntos: el sentido del humor, porque todavía no entiendo qué tiene de gracioso “Superbad” o “Dumb and Dumber”, y la importancia, el respeto, y el amor por la figura materna.

     — Bueno, de matriarcado tenemos poco… pero no creo que tengamos un mal sentido del humor.

     — No dije que fuera malo, sólo dije que no entendía qué tenía de gracioso —enfatizó en la diferencia—. I’m not into an IQ decrease.

     — Es que las películas que escoges para denominarlas “comedias” no dan risa —rio suavemente.

     — Yo no las denomino así, ése es el género con el que llegan a la pantalla grande.

     — Buen punto —estuvo de acuerdo, y vio a Emma cerrar los ojos con un suspiro para luego ladear su cabeza; algo que tenía que ver con lo que sonaba en ese momento—. ¿Buenos recuerdos?

     — Eso es en San Siro —señaló hacia arriba—, fue el año que me vine a vivir aquí.

     — No sabía que podía no gritar —bromeó—. ¿Con quién fuiste a ese concierto?

     — Con unas amigas de la universidad.

     — ¿Tenías amigas en la universidad? —ensanchó la mirada, porque quería aparentar la seriedad de la pregunta, pero, ante la entrecerrada mirada de Emma, sólo pudo carcajearse—. ¿Eran amigas de ocasión o amigas de verdad?

     — Mmm… —suspiró—, eran mis compañeras de mesa en Diseño.

     — ¿Diseño de Interiores o Diseño?

     — Diseño —dijo calladamente.

     — No te escuché.

     — Diseño —repitió un tanto incómoda.

     — ¿Por qué no te gusta hablar de eso?

     — Porque no tiene sentido —se encogió entre hombros, y llevó su copa a sus labios para terminarse su dosis de Pomerol—. ¿Qué se te ha metido que quieres saber cualquier cantidad de cosas sobre mi pasado? —preguntó, teniéndole asco a eso de “mi pasado” porque sonaba demasiado poético, demasiado dramático, demasiado mal—. Entre tú y Sophia… es como que quieren escribir una biografía sobre mí.

     — Oye, lo que hables o no con Sophia, no tiene nada que ver conmigo —levantó sus manos y sacudió su cabeza—. Es sólo que hay curiosidad… tú sabes todo sobre mí; de mis días en St. Bernadette’s, de mis días en Brown, y de mis días en NYU, de mis días en Sparks, de mis días en Lifetime… —se encogió entre hombros—. When I look at you, it’s not that I don’t know who you are because I do know who you are and what you are…

     — So, why do you want to know?

     — Because I’m curious.

     — “Curious”?

     — Yes, just curious —asintió con una sonrisa casi infantil—. And my curiosity comes and goes.

     — Curiosity killed the cat —susurró.

     — And satisfaction brought it back —repuso rápidamente.

     — ¿Qué quieres saber? —suspiró ante la eminente derrota argumentativa.

     — Lo que sea que me quieras contar… algo para matar el tiempo mientras Phillip se despierta —se encogió entre hombros.

     — Así no es como funciono, y tú lo sabes.

     — Está bien —resopló—. ¿Por qué llevaste las dos al mismo tiempo?

     — Porque estaba aburrida —se encogió entre hombros, aunque eso no eran cien por ciento cierto; necesitaba distraerse con más—, necesitaba más cosas que hacer… y porque siempre me gustó la idea de meterme en ese mundo; uno era para complementar la arquitectura, el otro era para complacerme.

     — ¿Y qué hacías?

     — Como era el programa de un año, prácticamente sólo hice diseño puro; textiles, dibujo, patrones, diseño conceptual o avant-garde, diseño industrial o prêt-à-Porter, dibujo y diseño técnico, historia de couture, y diseño de lingerie and swimwear, womenswear, and menswear. De las últimas escogías dos porque eran una especialización.

     — ¿Cuál escogiste?

     — Womenswear y menswear. La lencería se la dejo a La Perla, y a Carine Gilson —sonrió.

     — Creí que cuando decías que no cosías era una broma —rio.

     — Sí sé coser —sacudió su cabeza—. Pasa que mi construcción, para algo tan intricado, no es buena… quizás, de haber hecho los cuatro años que se requerían para el grado, lo habría logrado. Pero no es lo mío.

     — Si no construías, o confeccionabas, ¿qué hacías entonces? ¿Sólo dibujar?

     — Trabajábamos junto con los de los talleres de construcción; nosotros diseñábamos y ellos construían —se encogió entre hombros—. Tengo un profundo amor por la ropa, por el calzado, por la moda en general… pero mi amor por la industria tampoco es tan grande, supongo que sólo quería entender un poco más de lo que me servía y lo que no. No hablo del tema porque no tiene nada de interesante —le dijo un tanto seria, porque realmente pensaba que no era nada sino aburrido.

     — Sí es interesante —frunció su ceño—. Bueno, sería interesante ver qué era lo que diseñabas.

     — Prêt-à-Porter —repuso, tomándola de la mano para obligarla a bajarse de la encimera y guiarla hasta la habitación del piano—. Tómalo como una exploración, una investigación del cómo quiero vestirme y del cómo quiero que se vistan… —dijo, buscando aquel libro rojo de pasta dura—. La educación existe en todo tipo de campo —sonrió, y le alcanzó el libro que había sacado de entre la sección de Harper’s Bazaar y Vogue—, incluyendo mi educación e incluyendo mi campo.

     — Es tu portfolio —murmuró al hojearlo.

     — No, no es mi portfolio —sacudió su cabeza—. O, bueno… supongo que sí —resopló, pues eran todos sus diseños, tanto los buenos como los malos, que había hecho durante aquel año—. It’s just a sketchbook.

     — High-end prêt-à-Porter —resopló al ver el contenido con mayor detenimiento.

     — Tú sabes que la clave está en que se vea caro, no en que sea caro.

     — Sí, yo sé que el costo de mi jeans no debe pasar de los cien dólares y aun así pago diez veces más —dijo, pasando las páginas con delicadeza mientras buscaba un asiento en el cual dejarse caer. Sus piernas no estaban muy fuertes después de esa campal batalla sexual—. Es como si Armani y St. John tuvieron un hijo, quizás con genes de Ralph Lauren, Etro, y Burberry.

     — Como dije, es la máxima expresión de prêt-à-Porter —se encogió entre hombros, no sabiendo si sentirse ofendida o halagada por la comparación—. Lo más comercial que se pueda.

     — ¿Comercial? —rio—. Ni tanto.

     — Yo pienso que sí.

     — La mujer promedio no tiene tus proporciones, y lo que tú diseñaste es para ti; para una mujer con tus exactas proporciones… y eso no es tan comercial. Llámale comercial si tratas con tallas de ocho hacia arriba, y con telas y formas de cuello que prácticamente cualquier mujer puede dominar. No cualquiera puede dominar un patrón de cebra o un escote tan profundo que los filósofos se tardarían años en discutir —dijo, haciendo a Emma reír con el último comentario—. Aunt Donna siempre dice que una diseñadora es su propio branding y su propio marketing; ella diseña de tal forma que refleja cómo se viste.

     — Eso pasa con los hombres que diseñan menswear también —estuvo completamente de acuerdo—. Si diseñas para el otro género es más un “cómo quiero que se vistan” o un “como me imagino que me vestiría si fuera del otro género”.

     — ¿Tienes menswear aquí?

     — Mjm —asintió, pasando las páginas hasta casi al final.

     — Obsesión con trajes —resopló al ver siete bosquejos de siete distintos trajes.

     — Un traje entallado es tan sexy, para una mujer, como lo es la lencería para un hombre —asintió.

     — Sophia en lencería —rio—, ése es tu caso.

     — Aprecio el gesto de la lencería sexy, pero eso no me detiene de querer quitársela.

     — Precisamente, te dan ganas de arrancársela para tú-sabes.

     — ¿Y el punto de eso es?

     — Tu inhabilidad de guardarte las manitas —bromeó, y vio, de reojo, cómo Emma sumergía sus manos en los bolsillos de su jeans; acción subconsciente para que viera que sí podía guardarse sus manos—. Quizás tú sólo admiras los trajes entallados, desde lejos… porque tu naturaleza no te da para arrancarlo.

     — Olvida al hombre en el traje, es el traje en sí, cuando es tallado y entallado, que es una obra de arte.

     —Y es por eso que se nota que no te gustan los hombres; prefieres ver al traje que ver al hombre.

     — Guilty as charged —rio con sus manos a la altura de sus hombros, y las guardó nuevamente en sus bolsillos.

     — Ni tanto —sacudió su cabeza—, sabes que es mentira que no te gustan los hombres.

     — Me gustan de lejos —se encogió entre hombros.

     — Ni tanto —repitió con el mismo movimiento de cabeza—. De lo contrario no tendrías antecedentes heterosexuales —le dijo, y, antes de que Emma pudiera decir cualquier cosa, que hasta inhaló esa justa cantidad de aire para refutar o comentar algo al respecto, sacudió nuevamente su cabeza—. Ni se te ocurra jugar la carta de “estaba confundida” o “estaba explorando mi sexualidad”… you’re so much better than that.

     — Iba a decir que quizás era pansexual.

     — ¿Excitación por los panes y los carbohidratos? —bromeó con su lengua entre sus dientes, pero sintió a Emma exhalar junto con una caída de hombros y una mirada entrecerrada—. “Pansexualidad” sugiere una atracción que no está ligada al género como tal, una preferencia por personalidad y carácter por sobre la estética.

     — Es la sexualidad del nuevo milenio —asintió.

     — Relájate, Samantha —rio por la referencia a “Sex & The City”, y tuvo que aceptar que, de entre todas las cosas que podían ser citadas de las seis temporadas, era de lo más rebuscado. Buena memoria. Buena memoria de ambas.

     — Es lo más cierto que puede existir —se encogió entre hombros.

     — Cierto no, puro sí —repuso, pasando la página para seguir viendo los bosquejos—. Al ser humano siempre le atrae lo estéticamente bonito, que los parámetros de belleza varían en tiempo y espacio es otra cosa, pero preferimos lo bonito a lo inteligente.

     — Sí, porque mis parámetros de “bonito” son los mismos tuyos —rio con un tono que podía confundir, porque no se sabía si era sarcasmo o no, por lo que Natasha reflejó su confusión en su mirada—. Nos gustan las mismas cosas.

     — I beg to differ —se carcajeó con regocijo—, I’m not into pussy.

     — ¿Sabes que eso era lo que yo me decía al principio? —susurró con ánimos de simplemente molestarla, pero eso no significaba que el contenido de su pregunta no fuera cierto o verdadero.

     — Si Sophia fuera hombre, ¿qué harías?

     — No puedes sólo cambiarle el empaque —rio—, sino terminaría siendo a woman’s best friend.

     — A gay friend —sonrió, y Emma asintió—. Bueno, imagínate que lo que te gusta de Sophia lo hubiera tenido Fred…

     — ¿Siendo tu punto?

     — ¿Te habrías quedado con Fred?

     — No sé ni siquiera si eso se puede responder —frunció su ceño.

     — ¿Por qué eras novia de Fred?

     — Eso es algo que me pregunto un par de veces al año —resopló—. No sé qué le veía.

     — Es lo que no le veías —sonrió, devolviendo su mirada a los bosquejos—. El hecho de que nunca aprobé esa relación al cien por ciento no significa que no acepte que Fred es una persona que, cuando quiere, puede ser una buena compañía; entretiene e interesa. Tenía mil mañas, malas costumbres, y excentricidades, pero quién no las tiene.

     — ¿Entonces?

     — La cama fue un daño colateral de la cotidianidad —se encogió entre hombros—. Así como creo que fue con tu relación con el hombre aquel —dijo, derramando todo su desprecio sobre esa persona que no conocía pero que había aprendido a detestar por principio de hermandad y por principio de femineidad.

     — ¿Con Marco?

     — Sí —se volvió hacia ella—. If he hadn’t turned into an asshole… you would’ve probably married the guy.

     — Repito: ¿siendo tu punto?

     — ¿Cómo sabes tú de la “pansexualidad” aparte de porque Samantha lo dice?

     — Porque me estresa no saber qué soy —suspiró—. Claramente no soy heterosexual, y claramente no soy homosexual.

     — Podrías ser bisexual —sugirió.

     — Eso significaría que mi atracción sexual es tanto por hombres como por mujeres, y ése no es el caso —sacudió su cabeza—. Hasta la fecha no he conocido un hombre con el que pueda pensar: “I want him to fuck me”. Lo que he tenido con un hombre prácticamente pasó, supongo que el cuerpo me lo pidió, pero sé que no me nace así como me nace con… tú sabes.

     — La sexualidad no sólo se basa en atracción sexual del tipo genital —repuso, no sabiendo si con esa terminología podía explicarse un poco mejor—. De lo contrario habría un tipo de atracción sexual por un genital que vibra… y eso todavía no pasa.

     — Buen punto.

     — No creo que seas una persona de “I wanna be fucked”, tú eres más de “I wanna fuck you” y de “I want you to want me to fuck you”… en otra vida, bajo otras circunstancias, tu obsesión con el control probablemente te llevaría a ser una dominatriz.

     — Auch.

     — No es para que te sientas insultada, o qué sé yo —rio suavemente—. Yo no tengo ningún problema con el ejercicio del control de todo, hasta del clima… a mí me gusta cuando todo me sale como yo quiero; es una satisfacción natural.

     — No me gustan las sorpresas —dijo como explicación a sus innatas ganas de querer controlarlo todo.

     — Por la razón que sea, así sea porque no te gustan las sorpresas o porque te sientes bien controlando todo y a todos… la satisfacción es normal.

     — Entonces, según tú… soy bisexual.

     — Yo no dije eso —sacudió su cabeza—. A decir verdad, creo que la bisexualidad sólo existe cuando una razón de tu gusto y/o atracción por una persona es su género situacional y que sólo se limita a hombres y mujeres… de lo contrario no creo en la bisexualidad. Para mí, el término “bisexualidad” es tan rígido, que no es más que una teoría bastante primitiva de la “pansexualidad”.

     — Me intriga la profundidad de tu razonamiento —dijo su sarcasmo.

     — Por definición: al heterosexual le gusta el género contrario, al homosexual le gusta su mismo género, y al bisexual le gusta tanto su mismo género como su género contrario.

     — ¿Entonces?

     — “Por definición” —enfatizó en lo que eso significaba—. Existen varios tipos de transgénero…

     — Entonces, ¿qué? ¿Soy bisexual o no? —rio un tanto desesperada.

     — ¿Sophia te gusta porque es mujer o porque es Sophia? —le preguntó con toda la intención de elevar ambas cejas y exhalar un “oh”—. No, no creo que seas bisexual.

     — Entonces sí soy pansexual.

     — Yo sólo puedo proponer preguntas porque respuestas no tengo —se encogió entre hombros—. ¿Te sientes cómoda con esa etiqueta?

     — ¿Por qué no me sentiría cómoda con eso?

     — Por eso mi pregunta.

     — El prefijo “pan” me estorba, de lo contrario satisface la mayoría de mis características sexuales.

     — “Pan” significa “todo”, no la abreviación del nombre del ex de Sophia —rio.

     — Me estorba por igual… por eso me he autroproclamado “Sophiesexual”.

     — Nice —rio—. Es bastante específico.

     — Cero Freud, cero Kinsey, cero asociaciones…

     — Etiqueta científica.

     — Al cien por ciento —asintió con una risa.

     — ¿Por qué te estorba tanto Pan? —tuvo que preguntar, porque su curiosidad era simplemente demasiada.

     — ¿Sinceramente? —resopló, y Natasha asintió—. No sé… —se encogió entre hombros—. El recuerdo me enoja, su cara me enoja, su voz me enoja… él me enoja.

     — Pero ni está en tu vida, no veo por qué tiene que enojarte.

     — No me digas que puedes lidiar civilizadamente con las ex novias de Phillip.

     — Olivia Palermo, alias “la tabla humana”, no constituye ese grupo de mujeres, así que no tengo ningún problema.

     — Ah, New York Royalty —bromeó Emma.

     — Es una persona que te hace reconsiderar la clase, o la falta de, de la sociedad neoyorquina. Es un ícono desarrollado por reality TV, nada bueno, o muy poco, puede salir de “The Hills” y de programas similares.

     — Tú trabajabas para reality TV —entrecerró la mirada.

     — Y a eso digo tres cosas y dos puntos: yo no era la protagonista, no me sirvió de catapulta para absolutamente nada, y yo no trabajaba para scripted reality TV; lo que veías en la pantalla era lo que realmente pasaba… al menos así era en mi tiempo.

     — Si he visto diez capítulos de distintas temporadas… es mucho.

     — Deberías verlo, es diferente. Al menos hasta la décima temporada, que es la última en la que estuve.

     — Lo consideraré —rio—. ¿Alguna temporada en especial?

     — Mmm… creo que la décima te puede gustar.

     — ¿La compro por Amazon, la veo en Netflix, en Hulu?

     — Hulu —rio—, si no eres fanática enferma no vale la pena comprarla.

     — Tercera serie que veré en Hulu.

     — Eres de las personas con las que ese tipo de servicios ganan —su burló—. Pagas ocho dólares al mes por Hulu, ocho dólares al mes por Netflix… y casi no los usas.

     — Es una estrategia complementaria; lo que no está en Netflix está en Hulu —se encogió entre hombros—. Y, de igual forma, todavía rento y compro películas en iTunes cuando no las encuentro ni en Netflix ni en Hulu, ni en Amazon.

     — Tú eres lo que todo e-commerce provider quiere en un cliente.

     — Compro lo que no puedo comprar con facilidad —frunció su ceño como si se estuviera defendiendo—. Aquí tengo Saks, Bergdorf’s, Barneys, y toda una ciudad para comprar lo que se me ocurra… pero hay cosas que no tengo aquí, como Nancy Meyer —sonrió.

     — Big deal, tienes La Perla, Kiki de Montparnasse, y Saks para eso.

     — Sabes que si puedo evitar probarme cualquier tipo de lencería y traje de baño, lo evito. Y prefiero lo que me viene empacado a lo que tomo del perchero… sabrá Dios cuántas personas se han probado el mismo sostén —dijo con una expresión de asco—. Y Amazon me sirve para comprar las canciones que no encuentro en iTunes, y lo que no puedo comprar en Food Emporium.

     — ¿Cosas como cuáles?

     — Cables, audífonos,  y cualquier cosa que sé que no voy a tener tiempo de ir a comprar a donde lo venden aquí, o porque sólo puedo comprarlo en New Jersey. Y ha sido utilizada para reemplazar los Converse de Sophia, porque sólo allí los encontramos, y para lo que sea que Irene quiera o necesite, o para lo que sea que Sophia quiera darle a Irene… o a Camilla.

     — Mírate, ya pagas lo de tu familia política —bromeó.

     — No, Sophia sólo usa mi cuenta; ella usa su tarjeta.

     — Mírate, ya compartes cuentas con Sophia —rio, empleando el mismo tono anterior.

     — Para todo lo que tenga que ver con e-commerce —asintió, y, de inmediato, soltó una risa nasal junto con una caída de cabeza para luego volverse hacia la puerta—. Buenos días —sonrió para Phillip, que vestía sus calcetines negros, que la banda elástica tè blu, «or teal», apenas sobresalía sobre el gris carbón que se ajustaba a su cadera con tanta perfección, y, en la mano izquierda, tenía al Carajito, pues en la mano derecha tenía la blusa de Natasha.

     — Buenas tardes… noches, Emma María —sonrió, colocando al Carajito sobre el suelo—. Hola —le sonrió a Natasha.

     — Hola —reciprocó ella, cerrando el libro de bosquejos de Emma para ponerse de pie e ir en busca de un saludo.

     — Encontré mi camisa —rio calladamente con una broma de por medio—. Emma María, ¿tú crees que me vería bien esta camisa? —elevó la blusa de Natasha, una composición de georgette color marfil con costuras negras, de cuello mandarín, manga larga con polsini y botón por mancuernilla, y de escote triangularmente agudo que tenía clase y vogue por su traslapada naturaleza.

     — “Blusa” —lo corrigió Emma, estirando su brazo para descolgar la seda de sus dedos—, y no creo que te veas bien en este color.

     — Lo sabía —rio, siendo atacado por las muñecas de Natasha a su cuello.

     — You took a shower —inhaló ella el desconocido aroma que se desprendía de su piel y de su cabello, el cual estaba más mojado que húmedo y sin ningún tipo de producto para moldearlo, por lo que en pocos minutos se le dibujarían sus anchos y flojos rizos que lo harían ver relativamente desordenado a pesar de sus talladas y entalladas ropas.

     — Muy observadora —sonrió, viéndola desde arriba, que parecía que veía sus labios y no sus ojos—. Emma María, tomé prestada una toalla del armario, y la ducha. Espero que eso no haya sido un abuso de confianza —dijo como si pidiera permiso y perdón al mismo tiempo.

     — No, está bien —rio nasalmente, viendo hacia abajo, pues el Carajito olfateaba la gamuza de sus Sambas.

     — Y recogí las sábanas —agregó—, las traeré el miércoles de regreso cuando venga a recoger al Carajito.

     — No tenías que hacer eso —frunció su ceño.

     — Oh, trust me… —se volvió Natasha sobre su hombro.

     — Yo sé lo que hicieron en esas sábanas —rio—, es sólo que se pueden lavar aquí… no es necesario meterlas en las bolsas de Hallak.

     — Entonces iré a meterlas a la lavadora —dijo Natasha, extendiendo su mano para que Emma le entregara su blusa.

     — Si quieres ducharte, puedes —le dijo Emma, omitiendo la respuesta inmediata que habría esperado Sara de ella, ese  “no te molestes, yo lo haré”, pero precisamente porque sabía lo que había sucedido entre esas hebras de algodón, no las tocaría.

     — ¿Eso es un “dúchate que hueles a sexo”?

     — Es un “si quieres ducharte, puedes” —sacudió su cabeza con una risa—. Phillip puede entretenerme.

     — Si es así, creo que sí tomaré una ducha —sonrió, llevando sus dedos a los botones de la camisa de Phillip para entregarle lo que debía cubrirle el torso, pues ella podía ir por el pasillo sin nada que la cubriera; a ella eso no le importaba porque ya todos los presentes le habían visto todo, y no lo consideraba una falta de respeto.

     — ¿Cómo estás, Emma María?

     — Eso debería preguntártelo yo a ti, Felipe Carlos —repuso Emma rápidamente—. ¿Te ofrezco algo de comer? —sonrió, y él sólo sonrió de regreso con cierta vergüenza—. ¿Quieres cenar o quieres llegar a la cena?

     — Quiero llegar a la cena, no quiero que me maten entre Natasha y Agnieszka por no tener hambre —susurró, y, mientras se abotonaba la camisa, siguió a Emma por el pasillo.

     — Te puedo ofrecer cheese sticks, para que parezca que estás atacando un tentempié nada más.

     — Sólo necesito comida —rio.

     — ¿Algo de beber también?

     — Eso estaría demasiado bien —asintió.

     — ¿Alcohol o no alcohol?

     — No alcohol de preferencia.

     — Mmm… —suspiró, viendo a través del vidrio del refrigerador lo que podía ofrecerle—. Tengo Dr. Pepper, pink lemonade, orange juice, Pellegrino, leche semidescremada, Ginger Ale, té verde, y agua fría o a temperatura de filtro —sonrió, y, ante la indecisión de aquel hombre que se asomaba tras ella, sobre su hombro, rio—. Agarra lo que quieras —se encogió entre hombros, y haló una de las gavetas para sacar aquel enorme paquete; tres libras «y un poquito más» de mozzarella sticks con un poco de salsa marinara.

     — Gracias —sonrió, y abrió la puerta para sacar la jarra de té verde—. ¿Qué tal te fue hoy? —le preguntó con cierta curiosidad y cordialidad—. ¿Ya tienes una víctima?

     — ¿Por qué todos hablan de víctima o esclavo? —frunció su ceño con una risa.

     — No sé cómo funcionan las pasantías en la madrepatria —dijo con ese gesto tan italiano de dedos unidos en un punto, y de muñequeo hacia adelante y hacia atrás, además, y a eso le había agregado el acento respectivo—, pero aquí sólo se aprende con tough love… que pocas veces hay amor de por medio.

     — Todo tipo de trabajo que tuve en “la madrepatria” fue bajo un hombre que me caía muy bien y que nunca abusó de mi intelecto como para que le trajera un café.

     — Yo llevé café, recogí tintorería, recogí hijos y nietos de la escuela, del aeropuerto, de prácticas de cualquier deporte, tuve que ir a un concierto de Britney Spears… hice cosas que cuestionaron mi integridad como persona, como hombre, como economista y como Ivy League student —dijo, siendo más doloroso lo primero, porque sabía que Princeton jamás se compararía con Harvard, y aceptaba el hecho de que él no había sido suficientemente inteligente y prodigioso como para asistir a tal universidad, pero Princeton había sido bondadoso y cariñoso con él, y ahora era jefe de un grupo de ineptos de Harvard, porque sus egos eran lo que más los obstaculizaba. Por eso daba gracias a su no-tan-inteligente-cerebro y a Princeton, porque él no empezaba el setenta y cinco por ciento de oraciones con “en Harvard”, o “I went to Harvard”, o “as a Harvard alumnus”, o cualquier cosa que tuviera que ver con dicha universidad. Pero su orgullo de Ivy League era como el de cualquier otra persona con corazón—. Tienes que estar dispuesto a todas esas cosas para demostrar que realmente estás comprometido con lo que quieres; el que renuncia por esas trivialidades, por esas pequeñeces, realmente no tiene madera para soportar lo que viene luego.

     — Qué profundo —rio.

     — Dime si no es cierto —repuso, viéndola por la esquina de su ojo mientras alcanzaba un vaso para servirse un poco de té—, si no puedes soportar llevar una taza de café, es muy poco probable que soportes ver cómo la bolsa se va al carajo —dijo, y ambos notaron como el Carajito, gracias a su última palabra, que en este caso no significaba “perro” sino “destino”, se ponía atento ante el asumido llamado.

     — Quizás no llevé café, ni recogí ropa en la tintorería, pero sí hice el menial work… y lo sigo haciendo —se carcajeó—. Dependo demasiado del menial work como para confiar en otra persona para que lo haga.

     — Tu campo es distinto, si lo más básico no está bien hecho… se te cae la casa; no todo es cemento y madera.

     — ¿Y tu campo no? —rio—. Si te equivocas en un número se te viene abajo todo.

     — Sí, es cierto, pero por eso meto la mano en todo; hasta en las presentaciones de Power Point. Y me encargo personalmente de todo lo que tenga que ver con IPOs, fusiones, adquisiciones, o asociaciones, pero de esas no tengo ninguna ahorita… sólo proyectos de corto y largo plazo. Pero, en fin, ¿qué tal te fue hoy?

     — Mejor de lo que pensé que me iba a ir —sonrió minúsculamente.

     — ¿Oh?

     — ¿Puedes creer que me estorbó el silencio?

     — No. Tú encuentras cierto placer casi-sexual en el silencio —sacudió su cabeza con incredulidad—. Lo que dices es un producto de tu imaginación.

     — Ay, cómo eres —rio con los ojos cerrados mientras aflojaba su cuello con lentitud para combatir a Freddie Mercury que cantaba “I Want To Break Free” y que no tenía consideración por los parlantes. Eso era lo que pasaba cuando no especificaba que quería su música, o quizás sólo no escuchar a Freddie Mercury, «a menos que se trate de “Bohemian Rhapsody”», porque no lograba digerirlo ni en su momento de mejor humor—. ¿Puedes hacerme el favor de cambiar esa canción? —murmuró—. Mi iPod está por ahí…

     — ¿Qué quieres que ponga?

     — Si quieres pásate a Spotify y pon tu música —«porque sé que a ti no te gusta Queen».

     — Te voy a poner lo que iba escuchando camino al trabajo —rio, y, en cuestión de segundos, Eve y Gwen Stefani inundaron los parlantes con aquel hit del dos mil uno.

     — ¡Se me había olvidado esa canción! —exhaló una nostálgica risa.

     — Y luego viene “Hot in Herre”, “Milkshake”, “Bootylicious”, “Gettin’ Jiggy Wit It”, “Get UR Freak On”, “One, Two Step”, “Yeah!”, “Trick Me”, y, last but not least, “Family Affair”.

     — Sólo éxitos —rio un poco más fuerte—. Me falta “I’m sorry Miss Jackson, I am for real, never meant make your daughter cry, I apologize a trillion times” —cantó, o rapeó, o lo que sea, pero con suficiente alma, porque la canción realmente le gustaba.

     — Emma María, no sabía que tenías ese gen en ti —asintió un tanto asombrado, y sacó su teléfono del bolsillo de su pantalón para agregar la canción en dicha playlist.

     — OutKast me gustaba un poco —sonrió—. En verdad me gustó por “The Way You Move”.

     — Buena canción también —rio, apresurándose con emoción para agregar las canciones—. ¿Qué más?

     — No sé, soy más de Alicia Keys, y Mary J. Blige, y John Legend… quizás Ne-Yo y Usher, pero esos son culpa de Sophia —se encogió entre hombros—. No me molesta escuchar ese tipo de música… I actually think that it can be sexy.

     — Ya somos dos.

     — Tres —levantó tres dedos, los cuales tenían uno que otro resto de lo empanizado de los palitos de mozzarella que colocaba sobre una bandeja para hornear—. Creo que es culpa de Sophia también… tiene una playlist que se llama “Sexy Beats” con nombres que en mi vida he escuchado.

     — ¿En Spotify?

     — No, en iTunes… búscala si quieres.

     — Ya me iba a ofender porque me había escondido una playlist de ese tipo —rio como para sí mismo, porque eran los que explotaban dicha plataforma con graciosas guerras de quién encontraba la mejor canción, con música que se recomendaban mutuamente y de buena fe; después de todo, les gustaba casi la misma música por no decir que les gustaba la misma.

     — Oye, te tengo una pregunta… o una consulta.

     — Dime.

     — ¿Más o menos por cuánto vamos con BRK?

     — Vamos por ciento noventa y tres, setecientos veinte. En eso cerró la bolsa hoy.

     — ¿En ganancia?

     — Mmm… —cerró sus ojos para hacer un cálculo rápido—. Ochocientos noventa y tres, cuatrocientos veinte —exhaló luego de su esfuerzo—. Nada mal, ¿no?

     — ¿Hablas de la Texas Instruments que tienes por cerebro o de la bolsa? —rio.

     — No es Texas Instruments, es Casio —bromeó—. Y claro que hablo de la bolsa.

     — Pues, sí —asintió, agachándose para abrir el horno y meter la lata.

     — Oye, yo conozco a muchas personas que matarían por tener veinte acciones de Berkshire Hathaway, en cuenta mis socios.

     — Pues que ni sepan que tú tienes más de veinte —sonrió—, que no quiero que mi mejor amiga sea viuda, y que mi novia se quede sin su Pipe… sin alguien con quien pueda compartir esa música que sólo ustedes entienden.

     — ¿Tú no me extrañarías? Digo, dejando a un lado a Natasha y a Sophia.

     — Of course I would —tosió para distraer a su cerebro de sonrojarse.

     — ¿Mucho?

     — Espero nunca saber cuánto —evadió la respuesta real, porque era «sí, mucho»—. Pero matemos el romance, ¿quieres?

     — Sí, se puso incómodo —rio.

     — Entonces, ¿qué música tiene Sophia? ¿Algo que te guste?

     — Tiene artistas conocidos y rebuscados —asintió—: Vivian Green, Leela James, Lalah Hathaway, Mary J. Blige, Tinashe… ¡tiene Ledisi!

     — ¿Eso es bueno? —tuvo que preguntar, porque no supo descifrar si esa mirada, y ese suspiro, era de estupefacción por burla o si era de estupefacción por ser denominador común.

     — Si Beyoncé no existiera, ella sería más grande de lo que ya es.

     — Nunca la había escuchado.

     — Porque Beyoncé existe —recalcó Phillip—. Pero tampoco puedo enojarme con Queen Bee.

     — Sí sabes que tus gustos musicales muchas veces son bastante…

     — ¿Gay? —rio, y Emma asintió—. I’m an R&B/Pop/Hip-Hop-Whore —dijo con un gesto de esos que Emma algunas veces lograba verle a Clark, uno de esos gestos que parecían estar instalados como un App en el noventa y nueve por ciento de los hombres homosexuales y que no tenía nada que ver con ser afeminado porque ni las féminas tenían ese tipo de gestos; era exclusivo del arcoíris masculino—. Pero sabes que también tengo mi música de macho.

     — Country no cuenta.

     — Eso viene en la sangre, no se quita ni con Manhattan —se excusó—. Pero hablo de Audioslave, Foo Fighters, The White Stripes, The Raconteurs, The Black Keys, The Strokes, Artic Monkeys…

     — ¿La música que le gusta a Sophia? —elevó su ceja derecha.

     — Si a tu mujer le gusta la música de macho no es mi culpa —bromeó, y Emma le dejó ir un suave golpe en el hombro—. Un segundo —levantó su dedo índice para pescar su teléfono de su bolsillo.

     — ¿Qué dice Sophia? —curioseó al ver la sonrisa que se materializaba en Emma.

     — Que ya está en Teterboro, que viene en quince minutos… máximo —balbuceó—. Qué rápido vino.

     — ¿Cuánto se tardó?

     — Menos de una hora.

     — Rápido —comentó para sí mismo, pero en realidad no sabía qué más decir.

     — ¡Em! —alzó la voz Natasha desde la habitación de huéspedes.

     — ¿Sí? —rio arrastradamente, porque estaba más concentrada en que sus pulgares escribieran un: «Ti aspetto in casa con un drink?», implícitamente le preguntaba si quería que la esperara en TT, quizás y justo en donde la había dejado.

     — ¿En dónde tienes el detergente? —se asomó con las sábanas abultadas entre sus brazos.

     — En el gabinete que está sobre la lavadora… si ya no hay, debe haber más en el armario. —Natasha se retiró, siendo obstaculizada por los juegos que sus pies descalzos hacían con la imaginación del Carajito.

     — ¿Le confías las sábanas a mi esposa? —susurró.

     — ¿Por qué no?

     — La última vez que sé que lavó ropa… todavía vivía en Kips Bay —rio—, y se tardó dos semanas en acordarse de que había dejado la ropa en la lavadora. —Emma estalló en una risa—. Sólo así te das cuenta de que al suéter Burberry le sale el mismo hongo que al suéter Old Navy.

     — ¡Ay! —alargó su risa—. ¿Y Agnieszka no sacó la ropa?

     — Como nunca lavaba ropa, porque hasta las toallas iban a la tintorería, jamás se le ocurrió abrir la lavadora…

     — Cómo quieres a tu esposa; mala publicidad le haces.

     — Oye, yo tampoco soy un experto en eso, yo sólo lavaba bóxers y calcetines… y más de alguna vez arruiné la lavadora porque metí el jabón en donde no era, o porque usé el tipo de jabón que no era —rio—. ¿Tú lavabas ropa?

     — Y sigo lavando —asintió—. Pero la mayoría de mi ropa es de tintorería —«así que no es como que tengo algo para lavar­»—. Hablando de Agnieszka —le dijo, sacando de nuevo su teléfono de su bolsillo para leer la respuesta de la rubia—, funciona bien, ¿no?

     — No sé de dónde se saca tantas maneras de poner un plato en la mesa —asintió.

     — Tomando en cuenta de que sólo comes dos veces al día en tu casa, y que ni tú ni Natasha son tacaños a la hora de invertir en ingredientes, ni que tienen un paladar tan quisquilloso… creo que Agnieszka lleva las de ganar.

     — Y le gusta cocinar, eso tiene que jugar a su favor también… y le gusta planchar —dijo como si eso le asombrara, porque él no podía planchar, y tampoco veía cómo eso podía ser algo tan satisfactorio.

     — Eso es imposible. Estás exagerando.

     — Plancha mis camisetas.

     — Eso es normal —resopló.

     — Y mis jeans.

     — También es normal.

     — Y mis calcetines.

     — Alright! I got it! —rio—. Le gusta planchar.

     — Te lo dije —sonrió como si hubiera conquistado algo más grande que sólo un argumento.

     — Bueno, sí, pero quizás sólo es porque no tiene mucho que hacer —opinó con una sonrisa de «sólo digo»—, con algo se debe entretener.

     — Limpia pisos y vidrios todos los días, lava los baños todos los días, hasta los que no se utilizan, limpia hasta las mancuernas de mis pesas…

     — Oye, así como tú tienes vocación de multiplícame-los-dólares, así tiene ella vocación para la limpieza… debe ser una clean freak.

     — Y order freak —asintió una Natasha que se unía a ambos con una sonrisa de una futura disculpa por quizás haber colocado el lavado en alguna temperatura inapropiada.

     — Dice tu esposo que le gusta planchar.

     — Si Agnieszka pudiera planchar las toallas y mis sostenes… lo haría —rio.

     — Valió la pena robársela a Pavillion, entonces.

     — Definitivamente —corearon ambos en absoluta sincronización.

     — Aunque creo que Pavillion me odia a mí y a toda mi familia —añadió Natasha—. Mis papás primero se robaron a Vika, a la hermana de Agnieszka, y a Hugh, y a Martin, y ahora yo me robé a Agnieszka.

     — Y como a mi esposa el odio de Pavillion es precisamente lo que le quita el sueño… —la molestó con un suave codazo, a lo que ella respondió con una risa minúsculamente avergonzada y un gesto que sólo podía ser percibido como un juguetón rechazo, y digo juguetón porque, al final, sólo supo aterrizar su sien contra el hombro de Phillip para que la abrazara—. ¿Estás pensando en recurrir a los servicios de Pavillion?

     — Creo que Ania es de Pavillion.

     — ¿Crees? —elevó Natasha su ceja izquierda lo más que pudo, pues, al estar parcialmente contra el pecho de Phillip y no tener la misma calidad de dominio sobre su lado izquierdo como lo tenía en el derecho, fue lo único que pudo lograr.

     — Yo no tengo contrato con ella, al menos no directamente. La administración facilita ese tipo de servicios para todo el edificio, por eso Ania no sólo se encarga de mi apartamento sino también del de al lado, y de uno en el tercer piso.

     — Y tú quieres una Agnieszka —rio Phillip.

     — No es pecado, ¿o sí? —preguntó un tanto asustada, pero, como ambos sacudieron sus cabezas, respiró con alivio—. Digo, no quiero una Agnieszka tal cual…

     — Entonces, ¿cómo la quieres?

     — Ideal.

     — ¡Uf! —rieron los dos.

     — Que haga lo que hace Ania, pero que cocine desayuno, quizás la cena también, que saque al Carajito a media mañana, que se encargue del supermercado…

     — ¿Cuántos años tiene Ania? —le preguntó Natasha.

     — Treinta-y-casi-cuarenta —supuso—, ¿por qué?

     — ¿Sabes si cocina?

     — Sé que los lunes, antes de venir a mi apartamento, cocina lo de la semana para el del tercer piso… y, no sé si es a él o al de al lado al que le cocina para las dinner parties.

     — ¿Polaca como Agnieszka y Vika?

     — Eslovena —sacudió la cabeza.

     — ¿Familia?

     — No sé si divorciada, viuda, o simplemente madre soltera —sacudió nuevamente su cabeza—. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si tiene hijos.

     — Yo ya me la habría robado —rio Natasha.

     — No creo que sea así de fácil.

     — Everybody’s got a price, darling —le acordó aquellas sabias palabras—. Agnieszka ganaba catorce dólares por la hora, tres de esos catorce dólares se los quedaba Pavillion, y trabajaba seis horas al día, tres veces por semana.

     — Mil ocho dólares al mes, que luego del filtro Pavillion, llámale “comisión”, se le hacían setecientos noventa y dos dólares —señaló Phillip.

     — Limpiaba dos apartamentos más; uno durante el fin de semana, y otro en los días que no llegaba a mi apartamento —agregó Natasha.

     — Son dos mil trecientos cincuenta y dos dólares al mes, aunque ella sólo recibía mil ochocientos cuarenta y ocho —dijo Phillip—. Talk about “decent income” for cleaning toilets.

     — Es un robo —frunció Emma su ceño.

     — Robo es el que te hace el IRS —sacudió Phillip su cabeza—. Roba menos que Pavillion, pero de igual forma tiene un libro entero de todas las formas en las que le pueden sacar dinero por esto o por lo otro al empleado y al empleador.

     — Pero, igual, aun después de que ganaba menos por la comisión de Pavillion, prácticamente la dejaban justo para pagar lo mínimo de impuestos; ella pagaba una mitad y ellos la otra.

     — ¿Cuánto te cobran a ti por Ania?

     — Dos mil.

     — Suena mejor que lo de Agnieszka —comentó Phillip para Natasha.

     — I don’t mean to pry, but… how much do you pay her? —murmuró Emma un tanto avergonzada por la pregunta.

     — Fourty-two hundred —dijo Phillip—. Le pagamos un poco más de lo “normal” para que mantenga su seguro… que es algo que no tienes que hacer.

     — Pero, así como me decían mis papás: “happy and healty housekeeper means no worries” —añadió Natasha—. Agnieszka tiene dos fines de semana libres al mes, puede salir para las cosas de la escuela de los hijos, puede almorzar con sus hijos si quiere…

     — Está asegurada, recibe regalo de cumpleaños, de navidad, y de día de las madres… y hace las mejores donas que he comido en toda mi vida —dijo Phillip, siendo lo último lo más importante.

     — Eso es Phillip para “cocina rico” —rio Natasha—. En fin, ¿por qué no te robas a Ania? 

     — Es una posibilidad —asintió Emma por fin—, pero no es para right now.

     — ¿No?

     — Pienso en el otro año —sacudió su cabeza—, no voy a estar aquí, y no puedo robármela ahorita ni “reservarla” para entonces.

     — Buen punto. Entonces, ¿qué?

     — Momento curioso número setecientos treinta y uno —se encogió Emma entre hombros, y rio por el número al azar—. ¿Quieres más vino?

     — No, gracias —sacudió su cabeza—, pero te acepto un poco de té —sonrió ampliamente.

     — ¿Con hielo?

     — Por favor —asintió.

     — Yo también quiero hielo —dijo Phillip con un gracioso puchero, porque él no concebía cómo había bebidas sin hielo, aunque podía tolerarlas si estaban frías.

     — ¿Y las palabras mágicas? —le dijo Natasha con un golpe regañón en su hombro.

     — Yo también quiero hielo, y lo quiero ya —dijo con seriedad y con una prepotencia que parecía ser genuina, e inmediatamente se descompuso en una risa que hacía eco en Emma.

     — Agarra todo el que quieras —rio Emma, halando la gaveta en la que sólo había cubos casi transparentes por la pureza con la que se hacían; nada de medias lunas o tubos turbios, que sólo estropeaban las bebidas con ese sabor tan característico que proveía un filtro, «¿no se supone que un filtro debe mantener el agua incolora, inodora, e insabora?». Vaya ironía. La cara de Phillip se iluminó tanto como su exageración se lo permitió, y tomó tres cubos para arrojarlos en su vaso con té—. Se te olvidaron estos —le dijo, metiéndole en el vaso lo que pudo agarrar con un puño, que el vaso estuvo a punto de sufrir de una inundación severa, y Natasha que rio.

     — Te faltó uno —se carcajeó Phillip, llevando el vaso a sus labios para evitar que el té se derramara sobre el suelo, pues entonces sí conocería la furia de Emma.

     — ¿A qué hora viene Sophia? —preguntó Natasha, dejando que Phillip le transfiriera un par de cubos de hielos.

     — Recién sale de Teterboro… en cinco minutos debería estar en TT —dijo como si se tratara de algo por lo que no se emocionaba, y se volvió hacia uno de los gabinetes inferiores para halarlo y sacar la sartén de hierro más grande; la de trece pulgadas de diámetro.

     — Sólo viene Sophia y nos vamos —le dijo Natasha a Phillip, porque pensaba que no podían invadir de esa forma, al menos no el mismo día en el que habían invadido la habitación de huéspedes para recrear algún documental de Animal Planet sobre la copulación del reino animalia.

     — Revisa lo del horno —murmuró Emma para los dos, o quizás sólo para Phillip, quien era el interesado.

     — ¿Qué haces? —le preguntó Natasha, pues había visto cómo había sacado el recipiente del otro gabinete para, sin pensarlo dos veces, dejar caer la masa sobre la encimera.

     — Pizza —se encogió entre hombros, no sabiendo si había sido a ella o a Phillip a quien ya se lo había dicho—, de masa alta.

     — ¿En una sartén? —tuvo que preguntar su escepticismo.

     — Oh, you people… it’s called “PAN Pizza” for a reason —rio, cortando la masa por la mitad con eso que siempre había querido usar; una rasqueta.

     — Jamás había pensado en eso —se carcajeó suavemente, y, en el fondo, escuchó a Phillip comer entre una lucha de quemaduras bucales que sólo se manifestaban por una constante exhalación—. ¿Y tú?

     — Cheese sticks, want some? —sonrió, ofreciéndole la mitad restante entre sus dedos.

     — ¿No planeas cenar?

     — Aperitivo —sonrió de nuevo, y agitó sus dedos para ofrecérselo sin realmente decírselo.

     — No, gracias —sacudió su cabeza.

     — Más para mí —se encogió entre hombros, y arrojó la humeante mitad a su boca para seguir exhalando la quemadura bucal.

     — Debe ser una cena demasiado buena como para que te niegues a queso empanizado —comentó Emma mientras, con dedos engrasados, estiraba la masa dentro de la sartén.

     — Raclette —repuso, y Emma se volvió sobre su hombro para ver cómo Phillip se sacudía en un escalofrío, y no era que no le gustara, porque sí le gustaba, pero era simplemente que le desesperaba el hecho de tener que esperar por pequeñas porciones de comida; no era humano. Pero era de las cosas que a Natasha más le gustaban porque se sentía como si realmente podía cocinar. Psicología pura

     — Nice —dijo con indiferencia, porque a ella no le fascinaba eso tampoco, pero lo prefería mil veces por sobre el fondue—. Pero no creo que no puedas rechazar un mozzarella stick —rio, viendo a Phillip sacar la lata del horno para poder empezar a engullir.

     — Ay —dejó caer sus hombros—, no se vale. ¿En dónde está la salsa? —preguntó, y ni había terminado de hablar cuando Phillip ya le estaba alcanzando el recipiente negro para que lo calentara en el microondas. Él podía comer sin salsa, ella no.

                Agradecía la comodidad del cuero que le daba soporte a su trasero y a su espalda, y agradecía el importante hecho de estar en un asiento individual y no en el asiento de enfrente, que eran tres asientos continuos y compartidos; claro, ella no gozaba de la pantalla en la que los tres hombres veían CNN.

Había apagado lo que Wolf Blitzer decía sobre el MH370 y sobre un equipo más sofisticado para los que se encargaban de la búsqueda, había dejado de escucharlo, y había dejado de escuchar la banal conversación que tenían los tres hombres; Don, Eric, y el papá. Ella no entendía, ¿si Emma era capaz de encontrarla con una aplicación de teléfono de lo más básica, cómo no podían encontrar un avión de semejantes proporciones? Y hasta ahí llegaba su pensamiento, porque era un desperdicio de energía buscarle una explicación; eso sólo era darle un punto de partida a las teorías de la conspiración. Y, realmente, qué pereza.

Se había concentrado en la ventana, y en respirar profundo, porque las náuseas y el dolor de cabeza sólo aumentaban con el paso de los segundos.

                Alguna vez juró que sería casi majestuoso ver la isla de Manhattan, de noche, desde esa altura y con esa vista; ver los edificios, y el grid en el que la ciudad había sido planificada, y las luces. Pero, en ese momento, entre el dolor que se le desplazaba hacia el cuello y hacia los hombros, y el tenebroso potencial reflejo de vomitar, la ciudad no le parecía ni bonita, ni sexy, ni ostentosa, ni cultural; sólo veía la exuberante cantidad de luces rojas estáticas: luces de cualquier tipo de vehículo (comercial, privado, colectivo, y público) que estaba a la espera de que la luz roja del semáforo se tornara verde. Y el vómito de luces en Times Square era eso: un vómito. Y era cegador.

                Cerró los ojos y llevó su mano a su rostro para masajear sus sienes con su pulgar y su dedo del medio. El dolor ya era tan molesto, pero tan molesto, que hacía que la rubia demandara la guillotina en señal de misericordia, porque definitivamente quitarse la cabeza era la solución más sensata. Pero de sensatez nada, no podía ni pensar con claridad. Cuando intentaba generar algún pensamiento minúsculamente racional era cuando sentía como si un picahielos le entraba lentamente por la sien derecha hasta salirle por la sien izquierda. Ni dos más dos, ni amarillo mezclado con azul, ni skatá ni cazzo: nada.

Lo único que le funcionó fue el piloto automático, que fue por eso que sus gafas aterrizaron ante sus ojos para asegurarse tras sus orejas. Abrió los ojos poco a poco, y sintió la dolorosa violación lumínica en sus ojos, por lo que, por primera vez, deseó haber tenido los vidrios sucios, pero no tuvo el valor para ensuciarlos ella misma en ese momento. Quiso recostar su cabeza contra la ventana. Si tan sólo pudiera. No se trataba de si le daba vergüenza o no, se trataba de que el asiento, a pesar de estar pegado a la ventana, no estaba a tal corta distancia para lo que lo hiciera, al menos no sin quebrarse el cuello en el proceso.

El dolor se le extendió hasta sus dedos, o así se sentía. La mezcla de dolor químico y dolor muscular era terrible.

                De repente reaccionó ante tres miradas que le sonreían de esa forma que sólo significaba “¿te apresuras, por favor?”, y desabrochó su cinturón de seguridad, con una sonrisa que pedía avergonzadas disculpas, para salir del Sikorsky negro con líneas rojas. Salió a paso cabizbajo y apresurado, como si su altura fuera tan larga que sería decapitada por las aspas del helicóptero, pero eso sólo había ocurrido en “E.R.” con Doctor Green. «Fue con Doctor Romano, y fue un brazo… no la cabeza», me regañó por mi falta de cultura general, aunque eso fue hace demasiado tiempo y duró demasiado tiempo más. Aunque, bueno, por lo visto, sí podía pensar.

                Rio calladamente, como para sí misma, porque se burlaba tanto de sí misma como de mí, cruzó sus brazos, abrazándose bajo la brisa que creaban las aspas, y odió más el alborote de su melena que el ruido del helicóptero. Sí, ella también tenía sus momentos de Diva con “D” mayúscula.

Estrechó muchas manos en el proceso, y bajó al vigésimo sexto piso para recoger unos papeles que le faltaban.

— ¡Detengan el elevador! —alcanzó a decir la voz más aguda de entre los hombres con los que había compartido el viaje de ida y de regreso—. Qué bueno que te alcancé —suspiró aliviado.

     — ¿En qué te puedo ayudar? —intentó sonreír la rubia para el rubio que se había distinguido ese día por no llevar corbata.

     — Sólo quería agradecerte de nuevo por habernos socorrido —sonrió, presionando el botón que los llevaría a ambos al Lobby.

     — Estoy siempre que me necesiten —repuso, sabiendo que no había tenido mucha alternativa de ninguna forma y de ningún modo—, además, ¿quién no querría trabajar en este proyecto? —resopló, que al hacerlo, sintió un latido en ambas sienes; tanto para no reírse.

     — ¿Verdad? —rio, y, ante el asentimiento mudo de Sophia, decidió aniquilar el previsto silencio incómodo—. No te lo dije antes, pero te debo una disculpa.

     — ¿Y eso por qué? —se volvió hacia él con su ceja izquierda un tanto hacia arriba.

     — Yo era quien le tenía que decir a alguien que te recogiera en tu casa hoy por la mañana, se suponía que no tenías que caminar hasta aquí.

     — Ni que estuviera tan lejos —rio calladamente, sintiendo nuevamente la punzada en sus sienes—. No te preocupes, no hizo falta —sonrió, ya intentando ni siquiera estirar tanto sus músculos faciales para no tirar de aquellas coordenadas que le dolían hasta superficialmente.

     — De igual forma, déjame invitarte a cenar para compensártelo —le dijo, sumergiendo sus manos en los bolsillos de su pantalón beige.

     — Lo siento, no puedo —repuso sin incomodidad alguna, porque sabía que era un gesto de cordialidad nada más; nada de meterse en sus pantalones o en su falda.

     — ¿Planes con Emma? —sonrió sin disgustarse, y rio nasalmente en cuanto Sophia asintió—. Entonces déjame llevarte de regreso a tu casa.

     — Eso me vendría demasiado bien ahorita —dijo por un “sí”.

     — Perfecto. Ahora, déjame ayudarte con eso —extendió ambas manos para alcanzar su porte documents y las carpetas que había recogido en el vigésimo sexto piso.

     — Gracias —murmuró, ahora sí un poco incómoda, pues estaba acostumbrada a cargar con sus cosas desde los orígenes del término “mujer independiente”, lo cual databa muchísimos años antes de que Destiny’s Child lo hicieran famoso.

Era el término que Phillip utilizaba para casi todo lo que tenía que ver con Sophia:

- “Trago de mujer independiente” significa “bebida alcohólica fuerte, quizás pura, quizás preferida por los machos, y que era bebida como la bebían los de dicha raza”, y aplica para el whisky en las rocas, para el vodka en las rocas, para el tequila, para el ron; todo lo que no es un cocktail de esos que Emma y Natasha condenan de “lipstick in a bottle”.

- “Comida de mujer independiente” significa “comidas que tienen no más de un vegetal, el cual se reduce a papa de cualquier tipo de cocción y/o corte”.

- “Acción de mujer independiente” significa “estando en un shopping spree, cuando Emma dice que irá con Natasha a comprar a x tienda y ella responde con un ‘está bien, yo aquí te espero’ o un ‘está bien, yo me quedo con Pipe’, y aplica también para cuando le dice a Emma que ya no quiere escuchar más música disco por lo que resta de la semana”.

- “Comentario de mujer independiente” es cuando Sophia canta aquellos versos de the Pussycat Dolls: “I don’t need a man to make it happen… I don’t need a man to make me feel good”. Porque realmente no necesitaba un hombre.

- “Himno de mujer independiente” cuando Sophia canta “Independent Women” y Phillip la acompaña con el coro, y se llevan el comentario de “you are both so gay” a lo que Sophia responde con una

- “Declaración de mujer independiente”: “I am gay”.

- “Trabajo de mujer independiente”, únicamente para referirse al diseño y a la construcción de muebles, pues no hay nada más “independiente” que cortar madera y que soldar, o que simplemente llevar un martillo a la cadera.

- “Actitud de mujer independiente” cuando gana la pequeña carpeta negra en los restaurantes y dice: “hoy pago yo, y se aguantan”

- “Ademán de mujer independiente”, sinónimo de cuando simplemente decide erguir su dedo del medio de la mano derecha, quizás con una sonrisa, o quizás con un susurro de “fuck you”.

- “Risa de mujer independiente”, un fonético “Já!”, o el sinónimo ortográfico en el idioma que sea, y es seguido por un “that ain’t funny”, o el sinónimo en el idioma que sea.

- “Apetito de mujer independiente”, gusto por la comida de la calle, por las cervezas, y por aceptar que no puede comerse sólo una papa frita, o sólo una potato chip, o sólo un cheeto Flamin’ Hot, o sólo un Dorito Salsa Verde, o sólo un Tostito con salsa verde o con chunky salsa mild or medium.

- “Autoestima de mujer independiente”. Sabe que no es supermodelo de lencería, sabe que no gana treinta millones al año por tener un escultural cuerpo y una cara que puede ir desde lo andrógino hasta lo espera-que-mi-quijada-rompió-el-suelo, pero también sabe que sonríe cada vez que se ve al espejo (no importa qué tan grande o larga es la sonrisa, pero sonríe). Bueno, sabe que puede verse al espejo. Se ve en el espejo. Y se ve en el espejo sin ropa también, y sigue sonriendo.

Mujer independiente.

— ¿Ya todo listo para la boda? —le preguntó luego de unírsele en el asiento trasero.

     — Sí —respondió Sophia, no sabiendo si su respuesta era cierta o no; ella no sabía nada sobre eso, no más que lo que decían los papeles y que la fecha, el lugar, y la hora—, ¿y tú?

     — Uy no —rio—. Yo sólo sé cuándo, cómo, y dónde. Todavía estamos en proceso de todo lo demás.

     — Al final sólo necesitas a dos testigos por persona.

     — Pero, sabes, tengo familia extensa.

     — Y no veo por qué no estarán presentes.

     — ¿Tu familia viene a tu boda?

     — Sí, mi mamá y mi hermana vienen —asintió, sintiendo cómo le corría una corriente por su nuca al bajar la cabeza.

     — ¿Y tu papá?

     — No, mi papá no viene —dijo sin revelar mayor sentimiento de por medio; no le enojaba, no le entristecía, y tampoco le alegraba o la aliviaba: le era indiferente.

     — Entonces, ¿quién te va a llevar al altar? —frunció su ceño, y Sophia sólo rio.

     — Nadie me está llevando a ningún altar —se encogió entre hombros, y otra corriente le corrió, pero ésta bajó de su cuello a sus hombros.

     — ¿Cómo? —ladeó su cabeza.

     — Es sólo legal… civil… nada religioso —le explicó con la mayor brevedad posible.

     — ¿Ni simbólico? —ella sacudió su cabeza—. ¿No practicas ninguna religión?

Buena pregunta. Realmente era una buena pregunta.

                Sophia no era como Emma, que había crecido bajo la influencia de la misa dominical, o del Vaticano, o de algo más que sólo fuera utilizado en la expresión “(Oh) Dios mío” en algún idioma y entre un suspiro, un jadeo, un grito, un refunfuño, un gemido, o una risa. O “Ay, Dios…”, o sólo “Dios…”.

Se acordó de las veces en las que había pasado más allá del umbral de las puertas de una iglesia católica, y, si era honesta conmigo y con ustedes, había sido con una cámara en las manos y quizás con un audífono en la oreja derecha mientras le hablaban a ella, y al resto del grupo de turistas, sobre la iglesia/catedral/basílica en cuestión. Y servía para sentarse en alguna de esas mil y una incómodas bancas de madera que tronaban y rechinaban con cada trasero que se sentaba y que se levantaba.

También se acordó de las veces en las que sí asistió a una misa, y, si las enumeraba con los dedos, sólo utilizaba su índice, su dedo del medio, y su dedo anular. Una vez para su bautizo, una vez para el bautizo de Irene, y una vez para la boda de Natasha. Ni siquiera tenía aretes, o pendientes, o un brazalete con una cruz. Quizás se debía al hecho de que su mamá era católica más-o-menos-practicante-pero-definitivamente-sí-creyente, y a que toda su familia paterna pertenecía a la Iglesia Ortodoxa Griega.

                Supuso que nunca había tenido que responderse si era o no creyente porque nunca se lo había preguntado; no le quitaba el sueño y tampoco afectaba sus prioridades. No le habían inculcado ni la costumbre ni el interés, y tampoco se había interesado por su cuenta. No lograba entender ni el tedio ni el fanatismo, no lograba entender el extremismo, y definitivamente tampoco lograba entender por qué se peleaban por cómo se llamaba el Creador, por cómo se llamaban los profetas, y por cómo se dieron las cosas. Pensaba que un texto tan antiguo, además de que el lenguaje que se había utilizado era realmente anticuado, se prestaba para “n” cantidad de interpretaciones personales y colectivas, y que, así como F. Scott Fitzgerald había hablado de la miel azul del Mediterráneo, seguramente así hablaban de una que otra cosa, o quizás de todas, o quizás de ninguna. Ah, había prestado atención cuando Emma le había leído “The Great Gatsby”. En fin, eran tantas páginas, pero tantas páginas, que se preguntaba por qué no habían agregado una página más en la que se aclarara cómo se debía leer, y cómo se debía interpretar. «Definitivamente “dominio mundial” no era lo que tenía en mente».

Ella, al final de todo lo que podía cuestionar o no, y de lo que podía opinar o no, sin ofender a nadie a pesar de que ella no sería ofendida, ella sabía que creía en el orden y en el proceso natural de las cosas; “Si se puede, se puede. Si debe ser, es. Si no debe ser, no es. Si se quiere, y debe ser: se puede. Si se quiere, y no debe ser: no se puede. Si se pudiera, se debería poder. Si debe ser, se debería poder. Si no es, no es”. Ella creía en la complejidad de su anatomía y de sus entrañas, ella se asombraba por la automaticidad con la que se movía y con la que pensaba, ella creía en el poder absoluto de poder razonar y de poder discernir. Y creía en que no había necesidad de complicar lo simple, ni de jugar a la perfección porque no existía. Definitivamente no creía en atentar contra el proceso natural de una concepción: creía en que todo debía nacer, crecer, quizás reproducirse, y morir. Creía en que la reproducción era una obligación social a pesar de que no era una obligación natural, «y ni siquiera por sobrepoblación mundial», creía en que eso de la reproducción era una responsabilidad que no servía para arreglar una relación, o para alimentar la cotidianidad; eso debía quererse. No creía en la selección de características, no creía en la autoproclamada suprema autoridad de poder descartar un error propio a costillas de alguien que no tenía la culpa, o en poder descartar a alguien que tenía esa mutación en ese gen. Y sólo entonces, sólo en ese caso, ella decía “one can’t play God”. Porque le debía poner un nombre para darse a entender.

                Como sea, al final, ella creía en todo eso con certeza, pero se quedaba sus creencias para sí misma porque había personas que no estaban dispuestas a tolerar una opinión tan cruda y “cuadrada” como esa a pesar de ella salirse del cuadrado. “Opinión de mujer independiente”.

Y creía en que la iglesia y el Estado debían estar separados. Quizás, ella sólo había caído, sin saberlo, en el secularismo. Hasta estaba de acuerdo con el aborto, pero no bajo todas las circunstancias posibles.

— Quisimos hacerlo legal nada más —evadió la pregunta—. Y “simbólico” creo que es lo legal… porque ni es legal en muchos estados ni en todo el mundo.

     — Mmm —se encogió entre hombros—, supongo que tienes razón —dijo, y notó cómo Sophia suspiraba con cierto alivio, pues, como si nada, ya se habían detenido frente al edificio.

     — Gracias por traerme —le dijo, no esperando a que él se bajara para abrirle la puerta, algo que ya había hecho antes.

     — Discúlpame por no haberte recogido por la mañana —sacudió la cabeza.

     — No te preocupes, no fue nada —sonrió, apresurándose a tomar sus cosas para salir rápidamente de ese auto.

     — ¿Vas a pensar en lo de la proporción de colores? —le preguntó antes de despedirse de ella.

     — Mañana mismo tendrán las dos propuestas para que decidan cuál es la que más les gusta —asintió, aunque ella no estaba de acuerdo con la proporción que habían acordado con el otro diseñador, «porque es horrenda», y por eso no había empleado el “para que decidan cuál es la más adecuada”.

     — Gracias —sonrió.

     — Gracias a ti —sacudió su cabeza, y apretó la mandíbula ante la corriente que la electrocutaba con cada movimiento de nuca o cuello—. Y, de nuevo, gracias por traerme.

     — Saludos a Emma… y buen provecho.

     — Buenas noches, Eric —sonrió, y cerró la puerta del auto.

No supo por qué, al menos no en ese momento, pero, en su cabeza, y junto al primer paso que dio para entrar al edificio, sonó Orff de tal forma que parecía que un coro, de numerosos miembros, le hacía un pasillo hasta el ascensor. Carmina Burana. O Fortuna.

                Estaba esperando por el ascensor, por algún ascensor, por el ascensor que la rescataría del coro que en ese momento la inundaba de pánico a pesar de que en otra ocasión le había provocado la picardía necesaria como para hacer uno que otro acto travieso en y con Emma, y fue sólo entonces que entendió.

“Sors salutis et virtutis michi nunc contraria, est affectus et deffectus, semper in angaria. Hac in hora sine mora corde pulsum tangite; quod per sortem sternit fortem, mecum omnes plangite!”. La piel se le erizó, y sacudió, con electrocutante dolor, sus hombros ante el escalofrío por su evidente demise. Decesso. Fallecimiento. La mort de Sophia Rialto!

Y, en efecto, Emma la iba a matar. 

                La fuente de su dolor de cabeza se debía a algo que probablemente era matemática simple. Sólo un vaso con agua en todo el día. Por haber desayunado sin hambre, había apenas jugado con lo que se había atrevido a catalogar como “almuerzo”, pues seis trozos de pollo no constituían ni la mitad de la pechuga servida, y la mitad de un pincho tampoco. Ése olor a cemento fresco, ése polvo que se levantaba en las áreas en las que estaban despintando las paredes con «that fucking PaintEating machine». Tener que lidiar con una proporción de colores patrióticos con los que no estaba de acuerdo. Y tenía que sumarle la altura y la presión. Quizás las hormonas también. Entonces: -agua-comida+polvo+olor+cliente difícil-psicología del color+presión+altura+hormonas= dolor de cabeza.

Debió haber bebido más agua, y debió haber comido aun sin hambre, debió haberse quitado su tanga para hacer una mascarilla contra el polvo y contra el olor, debió encontrar refugio en “el cliente siempre tiene la razón” a pesar de que no la tenía (aunque sólo uno de ellos sí la tenía), debió omitir la psicología del color, debió ir en auto, o debió correr, o debió ir a caballo o en carreta.

Bueno, pero era culpa de Emma por haberla llenado con el desayuno. No, simplemente buscaba quitarse un poco de culpa. La comida y la bebida eran su culpa, si hubiera ingerido comida y agua, probablemente no tendría ese molesto dolor de cabeza, el cual ya no era tan molesto por el nivel de pánico que le provocaba el imaginario regaño de Emma. «Well, she cares… that’s good».

                Abrió la puerta de su hogar, dulce hogar, que el coro la había acompañado hasta ahí y se había quedado en silencio para escuchar lo que pasaría a continuación; si Emma se enojaba, continuarían cantando. Pero, al abrir la puerta, tres miradas se clavaron en ella; una con una sonrisa, otra con un cachete inflado por el dedito de queso que masticaba, y otra con el vaso de té a ras de sus labios. Fue más hermoso que ver la luz al final del túnel. Fue como ya estar al final del túnel. Fue su salvación. ¿Debía agradecerle a Dios por la presencia de los Noltenius? «Well, I’m a believer! THANK YOU, YEZUZ! HALLELUJAH! PRAISE THE LORD!», sonrió con imaginarias manos en lo alto. Y el dolor de cabeza hasta fue menos intenso.

— Hola, familia —saludó Sophia mientras sacaba la llave del cerrojo y cerraba la puerta con su aguja de nueve centímetros. Natasha levantó el vaso por tener la boca llena de líquido, Phillip asintió en reciprocidad por tener la boca llena, y Emma empezó a caminar hacia ella para saludarla—. Sólo voy al baño —informó, y, con pasos cortos y apresurados, se perdió en el pasillo para ir al baño a pesar de no ir por motivos renales o intestinales.

Supuso que la presencia de los Noltenius, aparte de ser una bendición, o una señal para convertirla en creyente, era la oportunidad perfecta para que Emma se entretuviera con algo más que no fuera sólo ella; no necesitaba toda su atención porque sabía que se daría cuenta del dolor de cabeza y eso sólo llevaría a la discusión del cuánto había comido y cuánta agua había bebido. Al final sólo podía imaginarse una decepción, o una preocupación, o un enojo, todo con labios fruncidos y sin más comentario que “come, bébete dos vasos con agua, y, si no se te quita, te puedo ofrecer una Advil”. Advil. «Advil… ¡Advil!». ¡Eso era! A eso iba al baño. Iba en búsqueda de aquel frasco con capacidad para cien pastillas, las tomaría, quizás no las cien, y luego comería y bebería agua. Eso debía arreglarlo todo un poco.

Y buscó en todas las gavetas bajo los lavamanos. Se encontró con dieciséis discretos paquetes de Kleenex, con cuatro tubos de pasta dental, con dieciséis cepillos dentales, con curitas (transparentes, con antibiótico, a prueba de agua, flexibles, las de Bob Esponja que Emma había tenido que comprar de emergencia hacía sabía Dios cuánto tiempo, y las de nudillos y dedos que eran exclusivamente para ella cuando se accidentaba minúsculamente en el taller), se encontró con Neosporin (sólo antibiótico, antibiótico y analgésico, spray antiséptico), gotas para los ojos, el humectante vaginal que tenía desde navidad de estar ahí, jabón para manos, “n” cantidad de botellas de shampoo y acondicionador, “n” cantidad de botellas de jabón de ducha, una gaveta llena de tampones de etiqueta rosada, todo para tratar una quemadura de primer grado o de cocina, para tratar la comezón y las picaduras, “n” cantidad de desodorantes, algodones, hisopos, todo para quitarse el maquillaje, acetona, y encontró las pastillas. «Zyrtec… Alka-Seltzer… Dramamine». Y eso era todo. «Where the fuck does she keep her Advil?», gruñó mentalmente, y cerró de golpe la gaveta. ¿Cómo no tenían ni Midol?

— ¿Buscas algo? —le preguntó Emma, sabiendo que eso era evidente, recostada contra el marco de la puerta con su antebrazo izquierdo, cruzada de brazos, y con la ceja derecha hacia arriba.

     — Nada en especial —sacudió la cabeza, y Emma, con escepticismo de por medio, dio un paso hacia adelante—. Hola —susurró, y dio ella un paso hacia adelante para, con un minúsculo pero doloroso estiramiento de cuello, alcanzar sus labios y saludarla como cualquiera lo habría esperado.

     — Pizza’s in the oven —susurró a ras de sus labios, aunque quiso decir «I missed you so much… it’s not even fair», pero eso fue lo que su cerebro vomitó.

     — ¿Masa alta? —Emma asintió—. ¿Vegetariana? —asintió de nuevo—. ¿Sin aceitunas?

     — Sin —sacudió la cabeza—. Y ya tengo tu copa de vino lista —sonrió.

     — Gracias —susurró—, pero creo que primero un poco de agua.

     — Agua será —sonrió de nuevo, tomándola de la mano para arrastrarla hasta la cocina, en donde Phillip ya se colocaba su saco al torso y Natasha se subía a sus Louboutin.

     — Creí que se quedaban a cenar —frunció Sophia su ceño, «por favor no se vayan», y se volvieron a ver entre ellos, Phillip como si le pedía permiso a Natasha, y luego Natasha volvió a ver a Emma para pedirle permiso porque ella no podía negarse cuando su esposo hacía eso.

     — Hay suficiente para los cuatro —dijo Emma, haciendo a Phillip sonreír de oreja a oreja.

     — Hola, Pia —la aprisionó Phillip con agradecimiento entre sus brazos, la apretujó un poco, y le dio un beso en la mejilla derecha.

     — Hola —alcanzó a pujar entre la falta de aire, pero ni así soltó la mano de Emma.

     — Easy there, big guy —le dio Emma dos suaves palmadas en la espalda para que dejara de asfixiar a la rubia y que la rubia dejara de asfixiar su mano—. Pizza vegetariana es lo que hay de cenar —informó a los aires, algo que era totalmente innecesario porque Sophia ya lo sabía, y Natasha y Phillip habían sido testigos de cómo había creado la presencia de cada ingrediente en cada bocado, por porción, que cada boca probaría—, pero creo que hay un poco de pepperoni para la otra pizza. —Porque tenía que hacer otra pizza; con Phillip no se podía ser avaro, mucho menos cuando se trataba de algo tan sagrado como la pizza.

     — Sounds great —sonrió el macho—. ¿Algo en lo que pueda ayudarte? —terminó por soltar a Sophia.

     — Ya lo hiciste —sacudió su cabeza—. Creo que te dejaré saludar —resopló, pues tanto Natasha como el Carajito querían saludar a la rubia, una por educación y el otro por costumbre.

Sophia le soltó la mano a pesar de querer aplicarle exactamente la misma maniobra de “quédate aquí” que le había aplicado Emma por la mañana, y habría significado lo mismo aunque no tenía las mismas razones; una no quería saber si se sentiría culpable por el gusto por la soledad (cosa que no pasó y que sabía que no pasaría), y la otra porque necesitaba de algo que sólo se podía describir como “un apapacho”. Quizás tirarse en el sofá, o en la cama, comer pizza con la mano y corriendo el riesgo de que la maniobra de Heimlich se viera involucrada en algún momento, con Emma rascándole la cabeza, o haciéndole algo para que se le bajara ese tedioso dolor que parecía haber entrado en su apogeo con el inocente apretón de Phillip.

                Natasha la saludó con la suavidad que su esposo había carecido, porque con Phillip había que tener cuidado hasta con las cosquillas, o más bien Phillip debía tener cuidado; un beso semi-al-aire en cada mejilla, un abrazo flojo, y un “¿cómo estás?” susurrado y con sonrisa, y el Carajito, quizás por su altura, o quizás por podofilia, la saludó a su forma con un olfateo un tanto ruidoso por su complexión. Podofilia, no pedofilia. Eso sólo estaría mal en todo sentido.

Recogió al Carajito entre ambas manos, y lo llenó de caricias que incluían los verbos sobar, rascar, palmear, y hablarle como imbécil, idiota, y demás, para manifestar su cariño en voz alta.

                Emma, en el silencio que tan bien podía ejercer, se dedicó a armar la segunda pizza con menor inteligencia que la primera, pues su concentración se había tenido que dividir en tres: una parte la había dejado en el baño, en donde Sophia había registrado, casi con la misma impaciencia de Katherine, algo que ella no sabía pero que debía ser importante, la otra parte la utilizaba para armar esa pizza, y la última parte la utilizaba para acosar a Sophia en relación al episodio del baño.

                Hombros caídos, cuello rígido, mínimos movimientos de cabeza, esporádicos pestañeos prolongados con callados suspiros de por medio, disimulados masajes en una de sus sienes y no en ambas para no delatarse, sílabas y palabras arrastradas y con bastante aire de por medio, cortos sorbos a ojos cerrados a su vaso con agua, una sonrisa que era forzada a pesar de ser genuina, y la insistencia en no querer reír con tanta libertad a pesar de que Phillip hacía de las suyas y hacía algo imposible de eso de aguantarse la risa.

¿Día difícil? ¿Estaba enojada? ¿Cansada? ¿Las tres anteriores? Definitivamente “nada” no era lo que estaba pasando.

— Entonces, ¿qué te parece si nos cuentas cómo te fue? —sonrió Phillip, que se apoyaba con ambos codos de la barra mientras pisoteaba los modales.

     — No creo que Sophia quiera hablar de trabajo —intervino Natasha rápidamente, porque ella también había notado lo mismo que Emma, pero a ella le faltaba la información del baño.

     — No es nada —levantó Sophia la palma de su mano—, sólo es aburrido.

     — “Aburrido” es que yo te cuente cómo hoy por la mañana me tardé dos horas en explicarles la regla del ochenta-veinte a mi grupo de ineptos de Harvard —rio, y las miradas femeninas se tornaron un tanto confusas—. El ochenta por ciento de los efectos, o consecuencias, se derivan del veinte por ciento de las causas… ergo: el ochenta por ciento del trabajo se puede hacer en el veinte por ciento del tiempo.

     — Ajá, y eso te tomó diez segundos en explicarlo… ¿cómo te tardaste dos horas? —ladeó Emma su cabeza.

     — Con ellos es como hervir el mar —se encogió entre hombros—, están blindados.

     — ¿Blindados? —resopló Natasha, porque ése era su término para describir a los óvulos y a los ovarios de Emma. Prefería “blindados” a “bélicos”.

     — Sí, tú sabes… —asintió él—, les digo las cosas y es como que no les entrara en la cabeza; como que tuvieran los oídos blindados.

     — ¿Y por qué tienes a un pod tan inútil? —rio Emma.

     — Porque mi mundo empieza a funcionar después de Big-Three y Big-Four —se encogió entre hombros—. Big-Three, or “MBB”, es McKinsey, Bain, y BCG. Big-Four es Deloitte, Ernst & Young, KPMG, y PricewaterhouseCoopers —les explicó, porque tal vez era momento de darles una pequeña clase informativa sobre ese mundo.

     — ¿Y tu consultora en qué “Big” está? —elevó Emma su ceja derecha.

     — Vamos a dejar una cosa clara —le dijo con su dedo índice izquierdo erguido—, WatchGroup no es una consultora como tal; no es como McKinsey. Nosotros ofrecemos algo que se llama “profesional service network”; ofrecemos auditorías, consultorías, asesorías, y consejería, desde el punto de vista financiero y legal… pero supongo que ya nos estamos desviando a ser una consultora más con eso de que el setenta por ciento de nuestros clientes han dejado de ser bancos y se han convertido en cuentas más “pop” —se encogió entre hombros—. En fin, ése no es el punto —sacudió su dedo índice en el aire—, WatchGroup está en el Big-Twenty-Five con un puntaje de siete-punto-tres-seis-ocho, lo que nos posiciona por encima de KPMG… aunque tenemos una diferencia de ciento sesenta y un mil empleados, give or take, y una diferencia de aproximadamente veinte billones de dólares en ingresos…

     — Give or take —agregó Natasha.

     — Give or take —asintió Phillip—. Y el punto era que, después de que toda persona, que tiene las más estrafalarias ilusiones y aspiraciones de ser quien posará su trasero sobre el dominio de Big-Three y será dueño y señor del monopolio de las consultorías y de las auditoras… sólo después de que esos desfasados han aplicado a Big-Three y a Big-Four, sólo entonces aplican al resto de consultoras y de auditoras.

     — Y así es como llegan esas joyas a tu dominio —rio Emma.

     — Exactamente así es como llegan —asintió—. Te llega el remanente, del remanente, del remanente, del remanente… del remanente. Te llegan los que creen que, por haber estudiado en Harvard, y tener deudas millonarias en student loans, tú te debes a ellos y ellos saben más que tú a pesar de que tienes “n” cantidad de años en el negocio y ellos nada.

     — ¿Y tus socios tienen a personas así de incompetentes también? —preguntó Sophia, aunque ella ya sabía la respuesta.

     — No, cómo crees… la mayoría de ellos ya sólo tienen el mínimo de cuentas —sacudió su cabeza, y levantó tres dedos para hacerles saber el mínimo—, y son cuentas que prácticamente sólo generan dinero con trabajitos aquí y allá, o cuando sean necesitados. En fin —suspiró—, ése es un mundo aburrido… cuéntanos tú de tu día, de tu trabajo, de la Old Post Office —sonrió.

     — Es grande —se encogió dolorosamente entre hombros—, es muy grande, y es un proceso igualmente grande y complicado.

     — ¿Por?

     — La GSA tiene que aprobar los diseños porque es patrimonio —suspiró—, lo que significa que no puedes alterar más del veinticinco por ciento del espacio y tiene que ser reversible, tienes una paleta de colores limitada, una planificación espacial casi nula… y, entre otras cosas, la fecha límite para presentarle los diseños a la GSA es el miércoles de la otra semana, y para mí es el viernes.

     — ¿Qué te dijeron de la proporción? —le preguntó Emma, porque, chistes a un lado, a ella le interesaba saber y no sólo por curiosidad coloquial, sino por curiosidad y preocupación laboral.

     — ¿Qué proporción? —frunció Phillip su ceño, porque, para él, la única proporción que existía era la que tenía una mujer.

     — La paleta de colores es blanco, rojo, y azul —dijo Sophia.

     — Qué patriótico —rio Natasha.

     — Y precisamente porque es demasiado patriótico es que cuesta trabajar con esos colores —asintió Emma.

     — El rojo y al azul no son complementarios, el blanco en cualquier caso se toma como un color que debe armonizar esos dos colores —murmuró Sophia—. Entonces tienes que jugar con la proporción, la distribución, y la razón… no puede ser sólo azul, rojo, y blanco, y tampoco puede ser treinta y tres por ciento de cada color; eso iría en contra de la psicología del color.

     — Siempre he querido saber de eso —sonrió él, porque sabía de psicópatas y sociópatas, sabía de características para comportamientos básicos, y sabía de todo lo que revoloteaba alrededor de la mercadotecnia de todo tipo; gracias, Natasha.

     — ¿Sobre la psicología del color? —él asintió—. Básicamente es sobre cómo un color puede influenciar tu sentido del humor, tu comportamiento, tu actitud, etc.

     — Como por ejemplo… —susurró casi en secreto.

     — Hablemos de un lugar para comer: McDonald’s y Harry Cipriani —dijo “por ejemplo”—. McDonald’s es una cadena de “restaurantes” de comida rápida, término que se utiliza para toda aquella comida que se prepara y se sirve rápido, pero también tiene que ver con la cantidad de tiempo que estás en ese lugar. Tiendes a estar menos tiempo en McDonald’s que en Cipriani, ¿cierto? —él asintió—. La distribución del espacio en McDonald’s es para crear la sensación de privacidad, por eso lo dividen en secciones, así hay más fluidez en el área principal que es en donde están las cajas… por si las filas son inhumanamente largas. El ambiente es caótico, es rápido, es hasta cierto punto incómodo. Si tú te sientas a comer en McDonald’s, comes más rápido que de costumbre y no necesariamente porque comes con las manos, sino simplemente lo haces, y en eso tiene que ver desde la forma en la que empacan tu hamburguesa hasta el color de la pared. A McDonald’s no vas por un café, porque no está diseñado ni ambiental ni espacialmente para eso, es poco probable que te sientas cómodo, a gusto, y con ganas de una plática amena cuando tienes paredes rojas y amarillas por todos lados a los que veas, cuando tienes secuencias de impresiones que cortan la pared al punto exacto para que pase por decoración a pesar de que es una interrupción tan abrupta que te incomoda así no te des cuenta. Aunque te alimenten el marketing por todas las vías posibles, los colores también trabajan para la comida; el rojo tiende a estimularte, el amarillo tiende a hacerte sentir bien; de cierto modo es para que te dé hambre y que no te sientas mal por eso, y de paso puedas comerte todo en cinco minutos o menos. Por eso McCafé tiene otro diseño; tiene otros colores, otro tipo de muebles, otro tipo de distribución. Ahora, en el Cipriani te puedes sentar horas y horas a comer y a platicar, te sientes cómodo, te sientes bien, y es porque tienes muebles que funcionan en pro de la estética y en pro de la comodidad, porque tienes paredes que no están cargadas de un color tan fuerte, porque tienes manteles, porque no tienes una estación de radio por música, porque aunque esté lleno, en realidad no lo sientes lleno a pesar de que no tenga tantas secciones… y lo mismo pasa con un hotel —sonrió, un tanto exhausta por su explicación, o quizás divagación—. No puedes poner a un huésped, que ha pagado trecientos dólares por una noche, en una habitación en la que se sienta al borde de eso que no sabe qué es…

     — Eso se llama pared roja —sonrió Emma—, y es peor cuando es una pared roja al lado de una azul.

     — Claro, estamos hablando del rojo y azul bandera… porque, si cambias los tonos, puede ser que llegues a tener cierta comodidad.

     — Entonces no hay paredes rojas —dijo Phillip.

     — La proporción, la razón, y la distribución de colores es crucial en un ambiente de la hospitalidad; sea restaurante, hotel, hospital, spa, etc. —sacudió Emma su cabeza—. En un hospital no vas a ver sábanas amarillas, o scrubs amarillos… tampoco vas a ver paredes rojas, negras, o marrones. En un hotel no vas a ver mucho marrón, ni mucho rojo, ni mucho amarillo; vas a ver negro, blanco, azul, verde, violeta… todo depende de cómo quieres vender la comodidad junto con la imagen de lo que promueves.

     — Trump doesn’t sound like red-blue-and-white to me —frunció Phillip su ceño—, he’s more like golden.

     — Eso es porque sabes que su apartamento es una cagada dorada —rio Natasha.

     — Y ni tiene tanto dorado —sacudió Sophia su cabeza—, es el tipo de luz que usan la que lo hace ver todo como dorado.

     — Aunque sí tiene dorado —añadió Emma, pero estaba de acuerdo con la rubia a quien se le empezaban a caer un poco los párpados por el cansancio que ella asumía, aunque debía ser el dolor que desconocía también.

     — Anyway, la bandera es cuarenta y uno punto cinco por ciento roja, cuarenta punto nueve por ciento blanca, y diecisiete punto seis por ciento azul.

     — Pero, Pia, si sigues esa proporción, ¿no tendrías que tener mil paredes rojas? —frunció él su ceño.

     — Cuatro y media paredes de diez, sí —asintió—. Pero tú, ellos, y yo sabemos que eso no debe ser así, y lo sabía el diseñador anterior, por eso es que él propuso una razón de cincuenta por ciento azul, treinta por ciento blanco, y veinte por ciento rojo.

     — Y aun con veinte por ciento rojo es demasiado, ¿no? —apareció por fin Natasha.

     — Sí, pero es lo que habían discutido y aprobado antes de que yo me metiera en eso —dijo Sophia, tomándose un momento para beber un sorbo de agua—. A decir verdad, yo no soy partidaria del azul tampoco, al menos no con ese peso, por eso les propuse algo más ameno como sesenta por ciento blanco, treinta por ciento azul, y diez por ciento rojo.

     — ¿Y qué te dijeron? —preguntó Emma, porque tanto hablar para llegar al inicio había sido una tortura.

     — Salió a flote lo que tú y yo más tememos —murmuró, y Emma dibujó una expresión de dolor.

     — ¿Y eso qué es? —ensanchó Phillip la mirada.

     — El blanco es el color más barato si hablamos del costo de la pintura, pero es el más caro para mantener porque no importa lo que hagas, el blanco se mancha, se marca, se ensucia; no esconde esas cosas como el azul, o como el rojo.

     — Pero no se come la iluminación natural —murmuró Emma.

     — Y se los dije… pero tú sabes que sólo una persona de cuatro estuvo de acuerdo conmigo —frunció sus labios.

     — ¿Entonces?

     — Quieren ver la propuesta inicial, y quieren ver mi propuesta también… supongo que les debo haber argumentado bien como para que lo consideraran —resopló.

     — ¿Y del baño qué te dijeron?

     — Del baño sí estuvieron de acuerdo conmigo, me dijeron que descartara la propuesta anterior por completo.

     — Well, I guess I’m not the only one who wouldn’t like to take a shower in a mouldy-looking cabin —pensó en voz alta su risa burlona.

     — ¿Qué? —rio Natasha.

     — El diseño original era con baldosas de mármol blanco con strokes amarillentos, y grout negro —le explicó Sophia.

     — ¿El grout? —ladeó Phillip su cabeza—. ¿No se llama así la tree-looking thing de la película esa que tiene a Uhura pero en verde? 

     — Jamás te habría tomado por un trekkie —se carcajeó Emma, pero, en su media-burla, lo respetó con un saludo vulcano.

     — Me considero versátil —le reciprocó el gesto con su mano izquierda—, entiendo las maravillas de Star Trek y de Star Wars por igual —sonrió—. Y digo lo mismo, jamás te habría tomado por una trekkie.

     — Cultura general, Spock —se encogió entre hombros, porque, si debía ser sincera, ella era más del lado de Star Wars por mera costumbre; su hermano había tenido desde sábanas hasta platos de lo que sea de la franquicia, y era quizás por eso que el Carajito realmente se llamaba Darth Vader, «si fuera una trekkie, seguramente se habría llamado “Spock”, o “Captain Kirk” –quizás sin el “Captain”, Emma –, o quizás “Klingon” por tener sentido del humor».

     — Desgraciadamente no puedo emplear el cortés y educado término de “fuck you” porque, entre los Klingons, no existe… sólo te retan a una pelea a muerte —repuso él un tanto ofendido, y las miradas de Sophia y Natasha se ensancharon con absoluta sincronización y por absoluta sorpresa, ¿le había dicho “fuck you”?

     — Chod’ do riti —sonrió Emma ampliamente—. Significa “fuck you” en el idioma oficial de una nación… no de un programa de televisión de los sesentas.  

     — Ya, ya —intervino Natasha, porque, por alguna razón, no sabía si jugaban bruscamente o si sólo bromeaban—, relájense los dos.

     — I’m relaxed —rieron los dos al mismo tiempo.

     — En fin, no respondieron mi pregunta —dijo Phillip.

     — Creo que él se llama “Groot”, Felipe —sacudió Emma la cabeza.

     — Grout es eso que ves que separa las baldosas —agregó Sophia.

     — Ah, el cemento —elevó Phillip ambas cejas.

     — Sí —asintió Sophia a pesar de que sabía que no era cemento, era más fácil ir con esa idea tan primitiva, pero Emma sufrió de un fugaz y metafórico ataque cerebrovascular—. Pues, no es cemento… es grout —decidió corregirse ante la apoplejía en cuestión—. Emma te lo puede explicar mejor —dijo, y Phillip, con una sonrisa, llevó su puño a esa posición en la que pudo apoyar su mentón en él.

     — Para las baldosas no usas cemento, usas adhesivo o resina especial para pegarlas al piso, pero, cuando colocas las baldosas, dejas un espacio entre una y otra, y, en esos espacios, en esas ranuras, es que pones el grout después de haber terminado el piso, que es lo que ves entre una baldosa y otra, y puede llevar un color que no sea el color de la mezcla… que suele ser gris —le explicó Emma con las palabras más simples que pudo encontrar.

     — ¿Y el problema con que el groot sea negro es…? —canturreó.

     — El problema no es que el grout sea negro —murmuró Sophia—, el problema es que en una ducha eso se ve mal, en especial con el color de mármol que había sido propuesto… esa combinación sólo grita “moho”.

     — Además, por motivos de funcionalidad, el grout negro no te deja ver el moho cuando realmente está ahí… —asintió Emma—. Pero hay a personas a las que les gusta eso —se encogió entre hombros—, no puedo juzgar los gustos de alguien más —dijo su lado profesional.

     — Oh, come on —rio nasalmente Natasha—, deja ir la guillotina —le dijo, porque la consideraba precisamente el verdugo del mal gusto.

     — No es como que yo no lo use, porque a veces es útil, pero no para el baño… eso simplemente no se hace —rio Emma con un poco de contenido placer—, y, por favor, quita esa canción, Felipe —lo amenazó con la mirada.

     — ¿Cómo no te puede gustar “Blurred Lines”? —dejó que su quijada se cayera un poco.

     — Porque tiene el utmost respect por Motown —le dijo Natasha.

     — Así es —asintió ella—. No respeto un one hit Wonder, cuyo hit es una copia de principio a fin sin ser un cover.

     — ¿Y qué me dices de “Born This Way” y “Express Yourself”? —la cuestionó Phillip mientras cambiaba de canción.

     — Las tengo en la misma categoría en la que tengo “Ice Ice Baby” y “Under Pressure”, “Another One Bites The Dust” y “Good Times”, “Hot Stuff” y “Let’s Dance”, y “Stairway To Heaven” y “Taurus” —sonrió.

     — ¿”Creep” y “The Air That I Breathe”? —intentó salvar su argumento.

     — Me gusta más “Creep”, y, a decir verdad, no las escucho tan parecidas —sacudió su cabeza—. Pero está en la misma categoría.

     — Entonces, ¿qué? ¿Te gustan o no esos plagios?

     — Algunas, no todas, pero están en esa misma categoría; entiendo que son “plagios”, como tú dices —sonrió—. ¿Te gusta “Treasure” de Bruno Mars?

     — Good to dance to —se encogió entre hombros—. I suppose I do like it —asintió luego de una penetrante mirada.

     — Busca “Baby I’m Yours” de Breakbot —sonrió, y tomó la sartén para colocarla en la encimera del otro lado mientras revisaba la pizza del horno, «dos minutos más»—, está en iTunes —dijo, estirando sus brazos para sacar cuatro platos negros, y rio ante aquella antigua conversación con Sophia, sobre las posibles peleas que tendrían por los colores de los platos.

     — ¿Y los platos también tiene psicología? —preguntó él, dejando que su pulgar se posara sobre el título de aquella canción.

     — Claro que la tienen —le dijo Sophia.

     — Ah, de la comida hablen entre ustedes —se sacudió Emma las manos, tanto el tema como la participación.

     — Es más por percepción de proporción; en un plato grande ves más pequeña la porción, en un plato pequeño ves más grande la porción —le dijo Natasha.

     — Es la ilusión de Delboeuf —asintió Sophia—. Y también juega el color del plato.

     — El tamaño lo entiendo, el color no —dijo Phillip, frunciendo su ceño por la canción y por la información.

     — Cuando vas a un bufet los platos siempre son blancos porque así se logra que la porción se estandarice —le dijo la rubia—. Cuando la comida que te sirves tiene los mismos colores del plato, tiendes a servirte más que cuando hay un contraste más marcado, y toda la comida en plato blanco tiende a saberte mejor aunque no sea así.

     — Lo que Sophia quiere decir es, ¿por qué crees que McDonald’s te da todo en cajitas? —rio Natasha, porque realmente le daba risa cuando alguien utilizaba esa franquicia como ejemplo para cualquier cosa.

     — La hamburguesa se ve más grande —susurró para sí mismo.

     — Parece que ya lo entendiste, Felipe —se volvió Emma hacia todos con una pizza perfectamente dorada de los bordes, de queso con perfectas manchas derretidas y que se escondía bajo los pequeños trozos de tomate y pimiento verde, y que tendía a cubrir las cortas tiras de cebolla morada, «Domino’s-who?».

     — Dos cosas —dijo Phillip con sus dedos hacia arriba—: voy a asumir que te gusta más esa canción que la de Bruno Mars, y esa pizza se ve rica aunque sea de vegetales.

     — De alguna forma tengo que darle vegetales al niño —lo molestó Emma—, y, sí, me gusta más esa canción, pero eso no significa que no me gusta la otra también.

     — Pero son platos negros —murmuró, enfatizando disimuladamente de que en el plato blanco sabría tentativamente mejor.

     — Te puedo dar un plato blanco si quieres —se encogió Emma entre hombros—, para que te sepa mejor la pizza —dijo, nombrando la comida por la sencillez que eso implicaba, «porque es pizza. Pizza. Pi-zza. No es ninguna obra de arte, ni soufflé, ni langosta termidor ».

     — No, negro está bien —sonrió ante lo que sabía que era un látigo que lo regañaba desde donde estaba Natasha; cosas de la mirada—, me imagino que eso sólo funciona en un restaurante.

     — Una vez comí el “201” de Kandinsky en un plato —comentó Sophia—, era una ensalada loca.

     — ¿Estaba rica? —sonrió Emma.

     — Tenía demasiados componentes, de algunos muy poco, de otros demasiado… y, realmente, no era muy agradable para la vista.

     — ¿Me lo habría comido yo?

     — Jamás —sacudió lentamente su cabeza y con la mirada ancha—, tenía, por lo menos, seis aderezos ya servidos —dijo, siendo eso lo más crucial, «aparte de que, si no se tenía la referencia de Kandinsky, seguramente parecía un splat de vegetales y frutas, y tú no comes algo tan desordenado», pensó al ver el orden no sólo con el que había distribuido los ingredientes, sino también el meticuloso orden que tenía para cortar la pizza con perfectos ángulos de sesenta grados por porción—. A lo que voy es a que ni en plato blanco sabía bien —porque parecía el fondo de un basurero de restaurante al que se le había roto una de las bolsas.

     — Bueno, pero ya no hablemos de psicología —suspiró Natasha, ya empezando a salivar por el aroma que se desprendía de esa masa alta y notable y perfectamente crujiente.

     — ¿De qué quieres hablar? —preguntó la rubia que ya tomaba su copa de vino, porque quizás eso la relajaría y funcionaría como analgésico leve.

     — ¿Terminaron de ver “Breaking Bad”? —preguntó Phillip para las que residían en el 680.

     — Indeed —asintió Emma, escabullendo la espátula bajo la masa para sacar el primer glorioso y humeante pecado de exceso de queso del que nadie se quejaría.

     — ¿Y?

     — ¿Qué quieres primero? —resopló Sophia—. ¿Quieres escuchar la parte buena o la parte mala?

     — La buena, claro —se encogió entre hombros, porque él no podía concebir que hubiera algo malo con su serie favorita.

     — Entonces yo hablo primero —sonrió la rubia, creando un apretón de mandíbula en Natasha, porque cuando a Emma no le gustaba una serie, realmente no le gustaba, y eso sería motivo de acalorada discusión—. Es buena, es entretenida.

     — ¿Y qué más?

     — Pasa el test de Bechdel, tiene una buena trama, no hay cómo aburrirte —se encogió entre hombros.

     — ¿Qué fue lo que más te gustó?

     — ¿”Qué” o “quiénes”? —él se encogió entre hombros—. La parte de los pollos me gustó más que lo demás, y me gusta Hank, y Héctor.

     — Me gusta cómo piensas, Pia —sonrió.

     — Realmente no tengo quejas, es un buen programa —se encogió entre hombros, y sonrió al ver que ya había comida en su plato; un paso más cerca de arreglar su dolor de cabeza.

     — Ahora lo malo —rio Emma—. Walter White me quita las ganas de vivir… no sé cómo alguien puede soportar a un hombre con un complejo de inferioridad tan grande.

     — Es el antihéroe al que amas odiar —frunció Phillip su ceño.

     — Nunca quise que viviera —sacudió su cabeza—. Me enojaba la forma en la que se vestía, en la que hablaba, en la que se movía, en la que pensaba, y en la que hacía las cosas.

     — No te puede haber enojado más que fucking Skyler—rio Natasha.

     — El problema de Skyler es que la hicieron para estorbar, para ser manipulada, para ser hecha así y aquí en todo momento, porque no supe de ninguna decisión que tomó por sí misma; siempre era fucking Walter, y al final fue la hermana —rio—. El problema es que ese personaje no lo desarrollaron ni la mitad de bien como desarrollaron a Walter.

     — No entiendo, dices que te cae mal Walter pero dices que está bien desarrollado —murmuró él.

     — Un personaje bien hecho tiene las características justas para lograr una reacción constante; sea buena o sea mala —le explicó.

     — Reacción es reacción —completó Sophia la idea.

     — Exacto —asintió Emma—. Skyler a veces no te importa, hasta se te olvida que existe, y llegas a pensar que la serie puede seguir perfectamente sin ella y nada cambia.

     — Pero ella es quien lava el dinero, y quien se hace cargo de Walter Jr. y de Holly. Y, si no fuera por ella, Walter no se metería en el prestigioso negocio de las drogas —rio Phillip.

     — Saul puede lavar dinero, Hank y Marie se pueden hacer cargo de ellos, y fácilmente Walter podía ser viudo, o padre soltero —se encogió entre hombros, y dejó caer la porción de pizza en su plato, en el último, porque su mamá le había enseñado que, si servía, debía ser la última en servirse—. También podía haberlo sobrevivido sin Walter Jr.

     — Oye, es un discapacitado, no seas tan cruel —rio Natasha.

     — Con eso nació, eso no se lo juzgo —sacudió su cabeza, y, de la nada, materializó el pimentero para ofrecerle a Sophia un poco de pimienta negra recién molida —. The fact that he’s a spoiled little shit is… —resopló, haciendo a todos reír, porque era algo que jamás había dicho, al menos no así—. They are all annoying as fuck, and just when you thought they couldn’t get more annoying… they manage to surprise you.

     — Exageras —dibujó Phillip un puchero.

     — Todos van de mal en peor —repuso, «por eso entiendo lo de “Breaking Bad”»—. Walter con su complejo de inferioridad, que tiene la cabeza metida en su propio culo, que le gusta cook meth porque es lo único en lo que se siente superior, y que es un parásito que se aprovecha de los demás para él salir vivo —«fucking asshole, he should’ve died in the first episode»—. Hank con sus chistes malos y su actitud de macho. Marie que es cleptómana sólo cuando nadie le presta atención —«fucking attention-whore»—. Pinkman que lo único que sabe decir es “bitch”, y que pasa el noventa por ciento del tiempo llorando por una cosa o por otra —dijo, haciendo a Natasha y a Phillip vomitar una carcajada unísona que había nacido desde sus entrañas, y Sophia que había querido reír pero que no había podido porque tenía media porción de pizza en la boca y porque, si reía así se fuerte, probablemente sólo le explotaría la cabeza—. Lo mejor de ese programa es Saul y Mike.

     — Mike es su ídolo —enrolló Natasha sus ojos, y claramente se refería a Phillip.

     — Casi lloro cuando lo mató el imbécil de Walter —asintió él, sin la menor muestra de vergüenza, «porque el macho también llora»—. ¿Te gustó el final?

     — Claro, Walter se muere —sonrió—, y acepta que lo hizo porque su ego se lo pedía.

     — ¿Tú dejarías de hacer lo que haces? —le preguntó Phillip lleno curiosidad.

     — Dejemos algo claro —resopló—, yo no soy el Walter White de los arquitectos o de los diseñadores de interiores.

     — Pero eres buena —se encogió entre hombros.

     — Y también sé que mi estética no es precisamente “timeless”, que mi gusto está sujeto a tiempo y a espacio, igual que mis habilidades —sonrió—. Sé que en algún momento la tecnología me va a ganar; porque es demasiado nueva, demasiado avanzada, demasiado desconocida… hay varios momentos orgánicos en los que puedo optar por retirarme —le dijo con honestidad, porque ella realmente pensaba que así debía ser—. Puede ser el software, puede ser la rutina, puede ser el cansancio, puede ser el aburrimiento, puede ser la falta de mercado porque todos nacen con buen gusto… —suspiró, y dio un enorme mordisco a su pizza, o, bueno, lo había cortado antes con el tenedor y el cuchillo que sólo había sacado para ella; el resto de mortales eran eso: mortales, y podían comer con las manos porque no se morirían por ello.

     — ¿Tú dejarías de hacer lo que haces? —repitió Sophia la pregunta pero para Phillip.

     — No lo sé —se encogió entre hombros—. No soy el mejor en lo que hago, pero me gusta tanto lo que hago que no sé si sería capaz de dejar de hacerlo cuando empiecen las primeras señales orgánicas, ¿y tú?

     — A mí me gusta diseñar y construir los muebles; si el software me gana puedo seguir construyendo, pero… —suspiró la rubia—, con artritis, o con osteoporosis, o con vista torpe, o con motricidad fina no tan fina… —se encogió entre hombros—. Respeto mi integridad física, intelectual, y emocional… no planeo forzar nada. Nunca he forzado nada, y no planeo empezar hoy, ni mañana, ni en ese entonces que sabes que es “orgánico” —sonrió minúsculamente para Emma, quien le sonrió extrañamente de regreso, pero era sólo por el decaimiento de sus párpados, «she’s tired»—. Además, no planeo perderme el enamoramiento por París que tienen todos los adultos mayores de sesenta…

     — Eso es mutación genética repentina —estuvo Emma de acuerdo con ella—. A mi mamá ya le está empezando el amor por París, y nunca le ha gustado.

     — Quizás no es la edad sino Bruno —opinó Natasha, y vaya que tenía razón, pero Emma no podía darle la razón a pesar de saberlo—. ¿Por qué no le gusta París?

     — Dice que el café parisino sabe a mierda —sonrió—. Son sus palabras, no las mías —se excusó ante las anchas miradas—. Y que, por donde sea que camines, hay mierda de perro lista para atentar contra tu zapato —añadió—. Son sus palabras, no las mías —repitió.

     — ¿Y a ti por qué no te gusta? —le preguntó Sophia luego de darse cuenta de que no sabía el porqué, que sólo sabía que no le gustaba.

     — Yo creía que el ancianato público, en el que había hecho mi servicio social durante la escuela, olía a fuga renal constante y acumulada. Realmente le debo una disculpa al ancianato, porque París a eso es a lo que huele… a eso y a una gama de olores corporales que sólo allí existen. París no sólo se ve sucio: es sucio —rio—. Lo que dice mi mamá es cierto, hay “n” cantidad de regalos fecales por todas partes, y supongo que los parisinos no se quejan porque el turismo no se ve afectado ni por eso ni por nada. Los espacios son tan reducidos que creo que hay medida parisina para todo; las calles, las casas, la comida, los callejones, los baños… diseñado para volverte claustrofóbico.

     — Creí que ibas a decir que los parisinos eran groseros —murmuró Phillip.

     — He tenido todo tipo de experiencias —se encogió entre hombros—. Ah, pero más te vale, que si hablas francés, que lo hables como ellos.

     — Eso sí es cierto —dijo Natasha entre su lucha con lo que restaba de la porción que devoraba.

     — ¿Y qué me dices de que todo se tarda una eternidad? —dijo Sophia—. La eficiencia no va con la ciudad en ningún momento, hasta se tardan horas en comer.

     — No es como que en Italia se come rápido, pero sí se tardan horas en comer —rio Emma.

     — Tienes que ser honesta, Roma y París tienen similitudes.

     — Dog poo is always a problem, but it’s not that bad as it is in Paris —sacudió la cabeza—. Pero, claro, Roma también tiene sus cosas malas.

     — ¿Como cuáles? —le preguntó Phillip, estirándose por sobre la barra para servirse otra porción de lo que ya había devorado como si no hubiese comido nada hacía unos minutos.

     — Tienes el subterráneo, por ejemplo, que cada metro que cavan es otra mierda de Remo y Rómulo que encuentran… it’s taking forever —rio—. Si la comida no es realmente buena, es realmente mala… en especial en esos restaurantes para turistas; son unas estafas, a veces sirven hasta comida siciliana. Quizás se ve un poco viejo, y descuidado, quizás hasta desteñido, pero tiene actitud de calidez… a París ni Dios lo puede ayudar.

     — Eso es porque en Roma tienen al Papa de su lado —bromeó Phillip, elevando la palma derecha de su mano para recibir un suave high five de la rubia—. He must put a good word with Him.

     — Seguramente —se encogió Emma entre hombros.

     — Hablando de Roma y el Papa —se aclaró Natasha la garganta mientras se acercaba al refrigerador para alcanzar la jarra de té—, ¿qué tal está tu mamá?

     — Bien —sonrió Emma—. Ha andado de arriba abajo con Aristóteles y mi hermana, viendo en dónde van a vivir.

     — Ah, ¿se mudan definitivamente? —frunció ella su ceño, porque cómo no sabía eso.

     — Sí, Aristóteles va a dar clases nella Seconda Università —se encogió entre hombros.

     — ¿Clases de?

     — Filosofia Morale, y tutorías en Etica.

     — Al parecer sí se puede comer de la filosofía —resopló, porque sabía muy bien lo que Emma pensaba sobre alguien que había estudiado filosofía hasta el nivel de Doctorado, «he’s cray cray».

     — De la única forma en la que te puede dar de comer en estos dorados tiempos en los que nadie necesita pensar —sonrió su sarcasmo—. En fin, mi mamá anda viendo en dónde van a vivir —repitió.

     — ¿Está contenta con que tu hermana se va a vivir a Roma? —le preguntó Phillip.

     — Asumo que sí —rio—, a veces me dice unas cosas que no sé si realmente le alegra.

     — ¿Qué cosas?

     — Mi mamá no es muy fanática de Aristóteles… en realidad no le fascinan los hombres con cabello largo, algo que a mi hermana parece excitarle, y tampoco le hizo mucha gracia el comentario de Jesús.

     — ¿Cuál comentario? —resopló Natasha, esperando una verdadera cagada por comentario.

     — Que se había dejado crecer la barba para parecerse a Jesús —dijo, intentando no reírse, pero, al no lograrlo, desató una risa colectiva.

     — Is he even religious? —frunció Sophia de repente su ceño.

     — No, él dice que el filósofo tiene que conocer todas las religiones pero que debe abstenerse de practicarlas para una abstracción más objetiva y más profunda —sacudió su cabeza—. Además, la idea de que existe la vida en otros planetas, y en otras galaxias, y en otros tiempos, no lo deja creer en la creación de imagen y semejanza… o algo así dijo una vez —se encogió entre hombros.  

     — ¿Tú crees en los extraterrestres? —le preguntó Phillip para dejar de hablar de lo que él ya percibía ser un semejante de Pan «de mierda».

     — Pienso que es un poco arrogante, y egocéntrico, de parte del ser humano, pensar que es el único habitando algo tan extenso y complejo como lo es el universo… aun, dentro del planeta mismo, no habría más especies que sólo humanos —respondió, pero seis ojos le pidieron una respuesta que no fuera una evasiva—. Pienso que la visión del ser humano está limitada a lo que conoce… para nosotros si hay agua es que puede haber vida, pero creo que otro tipo de organismos, quizás con algo que no es ADN sino otra cosa que no podemos entender, puede existir en algo que no sea agua. Pienso que no lo hemos descubierto todo, y, a decir verdad, la insistencia por saberlo todo me molesta.

     — ¿Por?

     — Tú crees que quieres saber, y quizás así sea, pero, cuando lo sabes, es muy probable que quieras no haberlo sabido en un principio —sonrió—. Ignorance is bliss.

     — Cierto, pero, ¿no quieres saber tú las respuestas a todas esas preguntas?

     — Eso es como que me preguntes si quiero saber qué pasa en la vida de las celebridades —resopló—. Hay muy poco, o nada, que yo pueda hacer por cambiar algo que está fuera de mi alcance… ¿de qué me sirve saber que hay extraterrestres?

     — Oye, es el fin de toda religión basada en lo que se conoce como Dios —le dijo Natasha—, o en el idioma que sea, con la interpretación que sea.

     — Quizás sí y quizás no, porque, como tú dices, la interpretación varía de idioma en idioma, de región en región, y de religión en religión; ¿quién dice que no varía de planeta en planeta o de civilización en civilización? —dijo, y hubo un silencio de WTF entre los cuatro.

     — ¿No se supone que eres católica? —susurró Phillip.

     — Lo sea o no, no puedes creer en algo ciegamente, no en algo que parece haber sido un juego de teléfono descompuesto por un par de milenios, y desde el punto de vista de traducción, y desde el punto de vista de interpretación —rio—. Si no eres ni lo más mínimamente escéptico, creo que no lo has entendido; cuando algo es perfecto… es porque hay algo malo con eso.

     — Se supone que Dios es perfecto —le dijo Natasha.

     — He can also make mistakes… —sonrió—. The Apple, the snake, the discord, the envy… well, you get the picture.

     — Está bien, está bien —se irguió Natasha—, voy a jugar una carta quizás muy mala…

     — No, no creo que sea una equivocación el hecho de que yo no quiera tener hijos —le dijo, sabiendo perfectamente por dónde iba.

     — No es que no “quieras”, porque eso es cosa tuya, es el que no “puedes”.

     — El hecho de que tampoco “pueda” tenerlos es cosa mía también y no significa que sea una equivocación —sacudió su cabeza—. Pienso que todo tiene una razón de ser, independientemente de si es o no equivocación… quizás no tenga un propósito, pero tiene una razón —«a “mistake” is only in the eyes of the beholder».

     — Imagínate entonces que sí quieres —murmuró Phillip.

     — Pienso que todo tiene su tiempo también, que todo pasa cuando tiene que pasar —rio nasalmente—. Cuando la sociedad esté lista, cuando ya haya madurado, y cuando ya le hayan drenado la mierda de la cabeza, cuando la religión no se meta en la política, y viceversa, y cuando las poblaciones realmente respeten el término “civilización”, sólo entonces va a ser natural una concepción entre dos personas del mismo género —sonrió—. Entiendo que hay personas que quieren tener lo que los demás tienen, quizás porque es derecho, o quizás porque simplemente es un deseo, y entiendo que hay personas que lo quieren ya. A veces “ya” no es el momento adecuado, y eso cuesta entenderlo… things happen when they’re meant to happen, not when you want them to happen.

     — ¿Y tú? —se volvió Phillip hacia la rubia que, en silencio casi funesto, había escuchado lo que Emma había dicho.

     — Creo que lo forzado nunca sale bien —repuso, todavía con su mirada clavada en la de Emma—. Y es como París… o como el tocino; cuando dices que no te gusta, que no quieres, la gente se asusta… ¿cómo puede no gustarte París? ¿Cómo puede no gustarte el tocino? ¿Cómo no quieres tener hijos? —dijo, y se volvió hacia los Noltenius—. Te ven como la persona más egoísta del mundo —se encogió entre hombros, porque no podía entender esa reacción; ¿egoísta con quién? ¿Egoísta con algo que no existía? ¿Egoísta con el mundo por no darle una persona más? Ella no tenía la necesidad de procrearse, ni de parir genes para luego parir placenta, y definitivamente no creía en que se necesitaba una descendencia para que luego se hicieran cargo de ella. Eso no era una responsabilidad que sólo duraba dieciocho años, eso duraba toda la vida, y prefería disfrutar del desarrollo de un ser humano a través de alguien más; como tía, como la amiga de la mamá, como ese tipo de relaciones afectivas que carecían de consanguinidad—. Respeto que te guste París —le dijo a Natasha—, respeto que no te guste París —se volvió hacia Emma—, y respeto que nos guste el tocino —se refirió a los Noltenius y a ella—, y respeto que no te guste el tocino… ni el cerdo en general —le dijo a Emma—. Y así respeto a quienes quieren, a quienes necesitan, y a quienes no quieren tener hijos.

     — Aplós —susurró Emma con una sonrisa.

     — Aplós —asintió Sophia con la misma sonrisa, sintiendo cómo la mano de Emma se deslizaba por la barra, desde atrás de los gabinetes, para tomarle la suya.

     — ¿”Aplós”? —preguntaron los dos en coro.

     — Simple —murmuró Sophia.

     — Sencillo —dijo Emma al mismo tiempo.

     — ¿Y crees en los extraterrestres? —rio Phillip para Sophia.

     — Claro, creo que es tonto pensar que somos los dueños y señores del universo —resopló, y quiso aplicar el “quédate aquí” en la mano de Emma por segunda vez, pero dejó que se escapara para que pudiera terminar su primera porción de pizza—. Quizás los extraterrestres somos nosotros mismos “n” miles de años en el futuro, quizás son esos cuerpecitos grises, o azules, con ojos grandes, y con dedos largos —rio—. Pero sí, creo que sí hay vida en otros planetas, o en otras galaxias, o en otros universos… pero no sé si son hostiles, si son pacíficos, o si sólo son. ¿Y tú?

     — Algo tienen que tener en Area 51 —asintió.

     — Te diré lo que tienen allí —rio Emma—, el mejor sándwich del mundo —le dijo, y Phillip entrecerró la mirada.

     — Como sea… hablábamos de Aristóteles —balbuceó Phillip, llevando su porción de pizza a su boca para quitarle la mitad de lo que le quedaba—. ¿Cuántos años tiene?

     — Treinta y dos, y mi hermana tiene veintiséis —contestó a la siguiente pregunta también.

     — ¿Y cómo se conocieron?

     — Se conocieron mientras se hacían un tatuaje.

     — No sabía que tu hermana tenía un tatuaje —le dijo Sophia.

     — Lo tiene aquí —se señaló su costado izquierdo—, es una mandala en forma de flor de loto; sólo se la ves cuando está en bikini —«o en lo que sea que hace con Aristóteles, y cuando sea que lo hace»—. Y Aristóteles tiene un tribal que va de rojo a azul, o a negro, no me acuerdo —se señaló el antebrazo izquierdo—, y la firma de Aristóteles aquí —se señaló lo que para él sería el pectoral derecho.

     — Hombre apasionado —resopló Phillip, y Emma asintió entre hombros encogidos mientras masticaba y veía a Sophia tomar otra porción de pizza.

     — Me asombra que lo hayas analizado tanto —le dijo Sophia.

     — Alerta de celos —rio Natasha contra su vaso.

     — No, es sólo que me asombra —sacudió su cabeza, que, por ser demasiado brusca, sintió cómo la para-nada-extrañada corriente la electrocutaba de nuevo.

     — Cuando lo conocí, si lo vi con camisa puesta tres veces fue mucho —se encogió entre hombros—, y por algo le digo Aristóteles y no Sócrates… claro, en su cara lo llamo por su nombre real, que, si no, mi hermana se enoja —«”Stavros”… y no Niarchos»—. En fin, los detalles me los dijo mi hermana en su momento… creo que fue algo como que ella le hizo un comentario sobre su pecho, que si se lo iba a afeitar todo o que si iba a andar por la vida con sólo una parte afeitada, y él le dijo que en eso no había pensado, que si ella quería que lo podía afeitar.

     — Creepy! —corearon Phillip y Sophia, motivo de otro high five.

     — Tú, acosador, no hables —rio Natasha para su esposo, sólo para verlo sonrojarse.

     — El que persevera, alcanza, Nate —sonrió.

     — Dime que tu hermana no le afeitó el pecho —le dijo Natasha.

     — No, le dijo que era un abusivo, un asqueroso, y se fue.

     — ¿Y entonces?

     — Pasa que mi hermana era amiga del que la había tatuado —rio—, y él le dijo en dónde trabajaba.

     — Otro acosador —resopló quien había sido víctima de uno en su momento.

     — No sabía que tu hermana trabajaba —le dijo Phillip con la resaca de la risa que le había provocado su esposa con el comentario anterior.

     — En la recepción de un hotel en alguna playa —asintió—, y, por raro que suene, le gustaba.

     — Si a Agnieszka le gusta planchar, no veo por qué no le guste eso —sonrió Phillip.

     — ¿En dónde trabajaba?

     — Olunda… Elunda… —se encogió entre hombros.

     — Elounda —rio.

     — ¡Eso! En el Domes of Elounda —asintió—. Y el resto es historia —les dijo para concluir la historia de su hermana—. Si tienen preguntas de respuestas más elaboradas, le pueden preguntar directamente a ella en mes y medio.

     — We’ll put a pin on that —murmuró Natasha—, ¿y tu mamá y tu hermana? —le preguntó a Sophia.

     — Bien, las dos están bien. Creo que mi hermana tuvo un colapso nervioso y por eso se cortó el cabello, razón por la cual mi mamá casi tiene un colapso nervioso.

     — ¿Qué tan corto?

     — Mmm… corto —se encogió entre hombros.

     — ¿Anne-Hathaway-corto? —dejó que su quijada se cayera, porque esa melena marrón era pecado cortarla tanto. 

     —  Eso es largo —rio Emma, y le alcanzó su teléfono para que viera la foto que había enviado Irene el día anterior.

     — Gee! —rio Phillip—. Eso está como cuando tú me pasaste la afeitadora.

     — Tampoco, no exageres —le dijo Emma—. Es…

     — Es cortísimo —balbuceó Natasha—. ¿Por qué hizo eso?

     — Dijo que le estorbaba, que hasta quiso cortárselo ella con las tijeras de la cocina —rio—. Realmente no sé qué le pasó por la cabeza, pero mi mamá hasta se asustó cuando la vio.

     — No es para menos —sacudió su cabeza, y le devolvió el teléfono a Emma—. Cambiando el tema, me dijo mi mamá que te iba a llamar para saber si querías ir a comer comida turca la otra semana… I’m just giving you the heads up.

     — Siempre y cuando no se trate de fondue, yo voy encantada de la vida —asintió, pero Emma no pudo no notar la falta de emoción que el Kebab de la siguiente semana le habría provocado aún bajo las circunstancias del cansancio. «Cansada no está».

     — No, dijo algo de “TurKiss”.

     — ¿Ya ha comido en “Istanbul Kebab House”?

     — No tengo idea —rio, encogiéndose entre hombros—. Creo que esto es una aventura para la mujer que puede comer de Masa a toda hora, todos los días.

     — ¿A tu mamá le gustan el veneno?

     — Sure, she likes that kind of shit, aunque prefiere el champán —rio.

     — ¿”Veneno”? —resopló Phillip; primera vez que la escuchaba decir algo así.

     — Bebidas carbonatadas, Felipe —dijo Emma a medias tragar el último trozo de pizza para servirse una segunda porción vegetariana.

     — Qué dramáticas —enrolló los ojos.

     — Eso viene de mi papá —le dijo Sophia—. Yo tenía quizás cuatro o cinco, pero me acuerdo que llegó a la casa y me encontró con il biberon pieno di coca cola —resopló ante el recuerdo de la cara de Talos—. Me arrebató el biberón, y fue, enojado, a reclamarle a mi mamá que por qué me estaba dando veneno —«”Dilitirio!”, le alzó la voz, que fue como si le hubiera dicho “¡BENENO!”, con esa “b” que no pertenece por ser un horror ortográfico y en mayúsculas»—. Claro, mi papá no bebe café… pero bebe dos litros de coca cola todos los días.

     — “Veneno” —rio Phillip para sí mismo.

     — ¿Por qué preguntas si le gusta el veneno? —le preguntó Natasha.

     — Porque con cualquier cosa que comas, sea en TurKiss o en Istanbul Kebab House, o bebes Ayran o bebes Uludag Gazoz… o de la Uludag que tengan.

     — Ustedes se entenderán —se sacudió la responsabilidad con sus manos a la altura de sus hombros.

Los temas de conversación se dieron, tanto los banales como los no tanto, como los profundos, y, conforme el tiempo pasaba, Sophia parecía participar cada vez menos en términos de risa y de comentarios, aun cuando se trataba de responder alguna pregunta que se limitaba a un “sí” o a un “no”, a una respuesta de no más de cinco palabras que parecía que tenía que parirla con mayor esfuerzo que con el que se paría a un ser humano de manera natural.

                Vino la segunda pizza, porque ya la primera había sido cosa del pasado y porque ya era tiempo de sacarla del horno, y con ella vino una serie de “te acuerdas de la vez en la que…”, de “te acuerdas de cuando…”, y de “una vez, (inserte nombre aquí) y yo…”, una serie de risas, carcajadas, de expresiones soeces que significaban un “no puedo creerlo” a pesar de que sí lo creían, o de un “you didn’t” a pesar de saber, de hecho, que sí lo habían hecho. Pero Sophia, si lograba reír mudamente era hasta demasiado, así como sus hombros se notaban rígidos hasta su cuello, tan rígidos que parecía no poder mover los brazos.

Párpados como el talante: caídos. Lenguaje corporal que manifestaba incomodidad, quizás, y más que eso, molestia, pesadez, y perturbación. Totalmente desagradable.

                Cuando Phillip tuvo piedad de la última porción de pizza de pepperoni, y que tuvo misericordia al devorársela como si se tratara de muerte súbita, ya Emma había recogido los platos restantes para meterlos en la lavadora de platos junto a las sartenes utilizadas, y fue que Sophia tuvo su bostezo felino de verdadero cansancio, aunque el estiramiento de mandíbula le dolió más que cuando, patinando, de pequeña, había generado la razón por la cual parte su brazo izquierdo carecía de los transparentes y cortos vellos que sí tenía su brazo derecho. No había sido tanto el dolor del accidente, sino el hecho de no haber dicho nada, de haberse acostado sin limpiarse la herida, y de, al despertarse, encontrarse con que la sábana estaba literalmente pegada. Do-lor. Un dolor mayor no existía para ella, ni siquiera el de la torpe y alcoholizada pérdida de su virginidad.

                Claro, Natasha, habiéndose dado cuenta desde el principio que Sophia no estaba al cien por ciento de su presencia, y que quizás había sido por educación, y no por supervivencia, que habían sido invitados a quedarse a cenar, básicamente, con el último mordisco de pizza en la boca de Phillip, lo hizo despedirse de las mujeres que lo habían alimentado con más rapidez y cariño que Agnieszka y el raclette. No podía quejarse.

                Sophia intentó componer su lenguaje corporal para evitar que se fueran, porque eso sólo significaba que Emma le prestaría más atención de la que le había estado prestando, y eso era algo que no necesitaba en ese momento; prefería la vida fuera del centro de atención, en especial en esos casos. Pero Emma ya lo había descifrado todo para el tercer pedazo de pizza, y con el cuarto lo había corroborado: ella no había tenido hambre, había estado famélica. Y eso sólo significaba una pobre alimentación durante el día, y, aunque intentó razonarlo a favor de la rubia que, al cerrar la puerta tras los Noltenius, había sabido únicamente apoyar su frente para darle inicio a una serie de respiraciones profundas, no pudo evitar sentir esa pequeña ola de rojo que le corría a través de las venas y que no se refería a sangre ni que era bombeada por el segundo órgano más importante de su cuerpo; esa ola la bombeaba su cerebro, y la hacía apretar la mandíbula hasta que tuviera una manifestación notoria.

Non ora, ti prego… —susurró, sabiendo muy bien que Emma la veía penetrantemente entre esa respiración tan tranquila que era imposible que fuera otra cosa que no fuera un intento de guardar la calma.

     — Se non ora, quando? «después ya no va a tener sentido».

     — Mi applicherò a “mai” —pareció sonreír, pero es que simplemente ya no podía, y sentía que tampoco podía moverse; ni de la puerta para buscar su cama, ni en girar su cabeza en un ángulo de treinta grados (ángulo en el que sólo vería los pies de Emma), mucho menos en un ángulo de sesenta (ángulo en el que ya vería un poco más que sólo sus rodillas), y ni hablar de noventa grados, «eso ya es contorsionismo».

     — Mai? —entrecerró la mirada, «eso es pedirme demasiado».

     — Hasta donde yo sé, tengo años de no vivir con mi mamá —quiso asentir, y, en lugar de escuchar una respuesta, enojada o no, lo que obtuvo fue silencio.

Se irguió contra todo lo que podía causarle parálisis hasta el punto de llamarse “minusvalía”, y vio que Emma ya no estaba a su lado, ni al alcance de su vista. Quizás su comentario había logrado empujarla al borde del colapso temperamental y por eso había decidido desaparecerse. Se sintió como Atlas, como si el peso más grande se le hubiera posado sobre los hombros; así era su desgana y su pesadez.

                Empezó por lo más sencillo, por los stilettos, que apenas pudo quitárselos para, con arrastrados pasos, llevarlos entre sus manos, por las agujas, hasta el clóset. No había razón por la cual los dejaría por ahí, no quería lidiar con las consecuencias de eso. No ese día. Y quizás nunca. No tenía paciencia para eso, y en ese momento menos. «“Ómous pros ta káto, pigoúni to páno, pláti ísia, den pódia sýrsimo!”», le gritó la voz de su abuela paterna.

Aquella voz era ronca, rasposa, de una eterna vida de cigarrillos Karelia de caja blanca y etiqueta azul, “voz de Madame” como la describía Camilla, y era, en partes iguales, cariñosa, sensual, y tosca. Sí, era raro aceptar que su abuela tenía una voz sexy. Era casi enfermo. Quizás lo era. Pero era la voz que le había cantado, desde siempre, “My Funny Valentine” y “Cry Me A River” para que se durmiera. Y, hasta la fecha, ambas canciones le daban sueño. Giagiá había sido especial hasta el momento en el que Sophia había tenido el arranque de complicidad con su progenitora y se había arrancado el apellido. Giagiá, de nombre “Selene Tsartis”, luego “Papazoglakis” al contraer el sagrado matrimonio con Pappoús, o sea “Talos Artemus”.

«¡Hombros abajo, barbilla arriba, espalda recta, sin arrastrar los pies!», le repitió la voz de su subconsciente en un idioma que sabía que entendería, porque a veces, o al menos cuando Sophia era pequeña, escogía no escucharla cuando le hablaba en griego porque le había tomado curiosidad y cariño a eso que le hablaban su mamá y sus abuelos maternos, y, contra todo dolor, y toda minusvalía, y toda rebeldía, y todo cansancio, y todo alguien-por-favor-máteme, irguió su espalda, bajó los hombros, elevó la barbilla, y dejó de arrastrar sus pies.

No quería quedarse sin su porción de Baklava o de Galaktoboureko imaginaria y del pasado.

                Escuchó que el agua corría con demasiada fuerza como para tratarse del lavamanos, y el hecho de que Emma no estaba parada frente al lavamanos sólo lo confirmaba. Quizás ya estaba imaginando cosas.

                Se sacó la blusa de la falda bruscamente, porque hasta la motricidad fina le estaba fallando, y, en cuanto llegó al clóset, en donde quiso sentarse en el diván, se encontró con una Emma que guardaba sus Samba en el lugar en el que pertenecían, ya sin el jeans, el cual ya había doblado y esperaba a ser guardado de nuevo, y sin calcetines, porque era lo primero que se quitaba luego de quitarse un par de zapatos que fueran mínimamente deportivos.

Tan mal se habrá sentido que ni siquiera se detuvo a acosar a Emma y a su tanga negra, y tan mal se sentía que se sentó para, entre su torpeza, terminar de desvestirse. Era como ir al hospital en caso de emergencia: en el hospital todo empeoraba, todo dolía más. Estando a solas con Emma sólo lo había hecho peor.

                Emma se retiró sin dirigirle la palabra, «her loss… y doble trabajo», y ella prosiguió con el estiramiento de extremidades para lograr arrancarse la blusa.

— Del uno al diez, ¿qué tanto te duele? —le preguntó Emma, no logrando ocultar del todo el enojo en su voz.

     — Siete… ocho… no sé —quiso encogerse entre hombros, pero ya no podía ni eso.

     — Necesito que me digas con exactitud cuánto te duele… no te voy a dar algo que es para el dolor de cabeza cuando en realidad tienes migraña —le dijo en el mismo tajante tono.

     — No sé —susurró con sus ojos cerrados—. De verdad… no sé.

     — Está bien —murmuró con un tono completamente distinto, y se agachó frente a ella para intentar buscar algo más que sólo un par de ojos cerrados—. ¿Te duele toda la cabeza o sólo una parte?

     — Me duele hasta la espalda.

     — ¿Te duele detrás de los ojos o cerca del oído?

     — Supongo.

     — ¿Tienes náuseas, has vomitado, ves luces, manchas oscuras o brillantes?

     — What? —abrió su ojo izquierdo—. No estoy alucinando, sólo me duele la cabeza.

     — No dije que alucinabas —resopló.

     — Veo perfectamente bien —repuso rápida pero débilmente.

     — Aparte de la hipermetropía —le acordó, porque por algo utilizaba anteojos—. ¿Sensibilidad a la luz o al sonido?

     — Not really.

     — Experiencing pounding or throbbing?

     — No.

     — Bene —sonrió, como si eso fuera algo bueno, porque lo era—. Aquí tienes —le dijo, mostrándole que, en su mano, había una tableta verde—, y tómate todo el vaso, por favor —le alcanzó el corto vaso con agua.

     — ¿Sólo una?

     — Sólo una necesitas.

     — Pero tú te tomas dos.

     — Porque soy un poco tolerante, tú no —sonrió, y se ahorró el “la dosis máxima, por día, es de dos pastillas”—. Ahora, tómatela. —La vio arrojar el pequeño círculo verde a su boca para obligarlo a su estómago con las ocho onzas de agua que le habían ocasionado la misma sensación de cuando ya le quedaba poco aire en la profundidad de una piscina—. Bene —le sonrió de nuevo, y limpió su labio superior con su pulgar para quitarle los restos de agua—. Now, let’s get you undressed and into the bathtub.

     — Sólo quiero meterme en la cama.

     — This is not a request —susurró, intentando no sonar tan exhortativa como había sonado con Natasha hacía un par de horas—. No puedes recostarte por el momento.

Susurró un “okay” cabizbajo que a cualquiera le habría robado un poco de vida, y su lado sumiso se rio a burlonas carcajadas para luego acusarla de ser precisamente sumisa. «Sottomessa… », sacudía la cabeza con la mandíbula cerrada para crear ese sonido de absoluta desaprobación, «sottomessa di più… », continuaba acusándola con las burlas serias e indignantes mientras dejaba que Emma le quitara la ropa con matices que no eran para nada sexuales; se la quitaba así como habría tratado las muñecas de porcelana de su Nonnina si hubiera tenido al menos una.

Quizás era una sumisa en ese momento, porque sometida definitivamente no era; no se estaba oponiendo a nada. Aunque eso era porque no tenía fuerzas para hacerlo, ni fuerzas ni voluntad. «Mmm… », sí, probablemente jugaba un poco el sometimiento, porque ella sólo quería meterse a la cama y no era eso lo que estaba por hacer. En realidad, a quién le importaba si se trataba o no de sometimiento o de sumisión, ni siquiera a ella. Sólo a esa figura que se encargaba de burlarse de ella en momentos como esos, sólo esa figura que, si la veía bien, tenía la criticona y desplacida mirada de su tía Dilara, la mujer que estaba más orgullosa de sus hijas, Melania y Helena, quienes se ganarían la vida mientras tuvieran cara y cuerpo socialmente hermoso, porque, después de eso, ninguna cámara hacía milagros. Ella, Dilara, la esposa del hombre más sumiso que Sophia había conocido en toda su vida, hombre al que su abuelo Talos había pasado por alto por su carencia de carácter, «o su profesión como sumiso», y que era por eso que Talos había sido el elegido para continuar con el legado de la política, era la mujer que regañaba en turco por ser su lengua materna y que tenía tal complejo de macho Alfa que nunca había querido llevar un hijab, y era la mujer que, junto a su costumbre de parecer estar en la corte todo el tiempo, «miembro de la fiscalía», lograba encontrarle un “pero” hasta lo que no tenía. Juzgaba a todos menos a sus hijas, a quienes llamaba en público “las verdaderas Papazoglakis”, y era por eso que las hijas de Camilla siempre habían estado muy por debajo de las suyas. Las hijas de Camilla, a quien llamaba “la Barbie narizona”, no eran hermosas como las suyas, ni eran tan inteligentes, ni eran famosas, y definitivamente tampoco eran tan auténticas como sus hijas. «¿Turco + Griego? ¿Italiano + Griego?». Discriminaciones y racismos al lado, las dos opciones eran mezclas por igual. Y, pues sí, una resultó mejor que la otra. Quizás no con estándares de belleza que superaban a Doukissa Noumikou, ni tenían hombres en sus vidas que superaban a Nikos Papadakis, pero sí tenían cerebro y una carrera universitaria que las respaldara después de los treinta. Irene estaba en ese proceso. Y Sophia, al menos, era rubia y no de treinta y seis euros al mes y de tres horas desperdiciadas en el salón de belleza.

En fin, su subconsciente había decidido, con justa razón, utilizar a Dilara como su personificación para marcarle y acordarle de todo lo que iba en contra de lo que Phillip decía, en contra de todo lo que una “mujer independiente” debía ser. La sumisión no era una característica de una mujer independiente.

De repente, se imaginó una bota gigante, como las de las caricaturas, que aplastaba a Dilara, por lo que rio calladamente a ojos cerrados. Quizás sí estaba alucinando. Pero no, era su forma de callar a esa parte tan juiciosa sobre sí misma.

No estaba siendo sumisa, estaba reciprocándole el gesto de una forma no tan convencional.

— Con cuidado —le dijo, dejando que se aferrara a su mano con un agarre que no era precisamente para proveer cariño sino apoyo, y la vio entrar a la bañera un pie a la vez para luego aferrarse a los bordes y prácticamente dejar caer su trasero contra la porcelana—. ¿Así o más caliente?

     — Así está bien —sacudió suavemente su cabeza, dejando que sus brazos se sumergieran en el agua que tenía espuma con aroma a lavanda.

     — Good —sonrió, y se retiró.

     — ¿No te quedas? —le preguntó sin girar su cuello.

     — ¿Necesitas que me quede? —repuso, aunque su intención no era irse sino buscar una banda elástica para recoger la melena rubia.

     — ¿Y si me ahogo? —murmuró sin la risa que su propia pregunta le daba.

Emma sólo rio nasalmente, y regresó para sentarse sobre el borde de mármol para tomar la melena rubia en su mano derecha y retorcerla, suavemente, a una considerable altura para apenas asegurarla. Tirar del cabello bajo esas circunstancias nunca era buena idea.

— En ese examen creo que tuve siete —le dijo en cuanto soltó el flojo moño.

     — ¿Examen?

     — No sé si fue que tuve siete o si fue que estaba en séptimo grado cuando lo hice —sonrió, tomando la esponja para verterle un poco de jabón.

     — No sé de qué estás hablando —suspiró, recogiendo sus piernas entre sus brazos para apoyar su frente contra sus rodillas.

     — Antes habían más opciones de deportes en la escuela, creo que hoy se limita al futbol, al voleibol, al tenis, atletismo, wrestling, baloncesto, y cheerleading. Antes teníamos gimnasia, esgrima, natación, waterpolo, béisbol, sóftbol, y creo que teníamos equitación, además de todas las opciones que existen todavía —le dijo, y aprovechó la postura que había adoptado la rubia para pasarle la esponja por la espalda—. Una de las materias que tenías, antes de llegar a décimo, era deporte. Escogías entre atletismo, natación, gimnasia, y futbol, pero no podías escoger lo mismo después de dos años, entonces, prácticamente, pasabas por todas las opciones o te quedabas sólo con dos y las intercalabas.

     — ¿Y tú escogiste natación?

     — En sexto y séptimo grado, sí —asintió—. Porque, antes de sexto tenías de todo un poco… hasta head, shoulders, knees, and toes —rio—. Entonces en natación practicabas los cinco estilos, un poco de clavado, y un poco de rescate.

     — ¿Cinco estilos? —frunció su ceño.

     — Sí, tú sabes: libre, espalda, mariposa, pecho, y mierda-que-me-ahogo —rio, haciéndola reír también—. El examen final era el de rescate.

     — ¿Tu víctima llegó viva a la orilla?

     — La ahorqué un poco en el proceso, pero sí, llegó viva —rio.

     — Se trata de rescatar, no de ahorcar —bromeó.

     — En mi defensa, diré que lo habíamos practicado en una piscina y el examen final era en la vastedad del océano. Por lo tanto, no creo que un rescate en una bañera sea tan difícil, mucho menos cuando el agua te llega debajo de la cintura estando sentada —se acercó a su cabeza, y le dio un beso—. Si te ahogas, la que tiene el problema eres tú.

     — I know —resopló—. ¿Te vas a quedar afuera o vas a entrar?

     — No sé, ¿qué quieres que haga? —frunció ella su ceño, porque no tenía intenciones de invadirla así, no tanto, y Sophia, en respuesta, se deslizó hacia adelante—. Sus deseos son órdenes, Licenciada Rialto —rio nasalmente mientras asentía por entendimiento.

Colocó la esponja sobre el borde en el que todavía estaba sentada y la aplastó en una acción inconsciente de apoyarse para ponerse de pie. Sintió la espuma tibia que había exprimido de la esponja, la vio como si la estuviera condenando por haberle transferido tanto jabón en el proceso, pero no era nada sino su culpa. Y, con la mano llena de espuma que tenía una consistencia más parecida a leche vaporizada, a espuma para afeitar floja, se deshizo de la cachemira gris que escondía tres cuartas partes de su negra ropa interior, y se deshizo de lo negro también, arrojándolo en la misma pila sobre el suelo.

Primero pie derecho, luego el izquierdo, acuclillarse, dejar que su trasero hiciera contacto con la porcelana, y estirar sus piernas a los lados de las caderas de Sophia para luego halarla por la cintura y adoptar su compacta posición con su torso. Posó su sien izquierda contra su cuello, y la apretujó un poco.

Does this mean that you’re not mad at me anymore? —murmuró Sophia luego de unos segundos de silencio, y quizás no escuchó, pero sí sintió su callada risa nasal, la cual le aterrizaba en alguna parte de su omóplato—. Ni siquiera sé por qué te enojas…

     — Prefiero las preguntas concretas —«porque no sé si debo responder a eso».

     — ¿Por qué te enojas? —le preguntó, «porque más concreto no se puede».

     — I have a short fuse… —le dijo, apoyando su frente contra ese hueso que sobresalía de su nuca—, y siempre estoy al borde de un ataque de…

     — ¿De nervios? —la interrumpió, y ella asintió en silencio a pesar de no sufrir del síndrome puertorriqueño, ni de “nervios” en general, pero no había encontrado una palabra, un término, un lo-que-sea, para definir su enojo repentino—. Me suena a título de película.

     — Creo que lo es, no lo sé —le dio un beso en ese hueso en el que ya una que otra vez se había golpeado.

     — Deja de alimentarme con evasivas, tangentes, y todo tipo de distractores, ¿quieres?

     — Me enoja que te duela la cabeza.

     — No me digas —resopló.

     — No eres del tipo de persona que padece de los ocasionales dolores de cabeza, tampoco padeces de migrañas, ni de dolores que sean más graves que cuando te destrozas los dedos de alguna forma, o que te golpeas con la esquina de algo —se encogió entre hombros—. Un dolor de cabeza, de no ser por algo crónico o síntoma de otra cosa, es sólo por descuido…

     — Entonces, prácticamente  estás enojada conmigo porque no me he cuidado.

     — No “prácticamente”, es que eso es un hecho —la apretujó un poco más entre sus brazos—. Sólo puedo asumir que no has comido bien, y, a juzgar por cómo te tragaste tres vasos con agua, tampoco puedo descartar la suposición de que la hidratación no fue una de tus prioridades —«busted!», pensó Sophia ante su respuesta—. Pero eso se lo atribuyo a que no tuviste tiempo, a que uno de tus dones es precisamente olvidarte de comer —«porque a veces pienso que te alimentas del aire»—, y a que cometí el error más… —suspiró—. I shouldn’t have stuffed you in the morning, I’m sorry —se disculpó, no dándose cuenta de que la apretujaba más entre sus brazos.

     — I’m not a turkey… I don’t get “stuffed” —susurró su inconsciente, porque bajo esas circunstancias sí le molestaba la idea de que le había sonado precisamente a pavo relleno.

     — Es bueno saber que eso es lo que tomas de mis disculpas —arqueó su ceja derecha con una risita de por medio.

     — Don’t be so apologetic —sonrió—, que, de no haber sido por el desayuno, probablemente habría jugado de la misma forma con mi almuerzo.

     — Me enojo contigo porque no te nutriste y no te hidrataste —aflojó un poco sus brazos—, pero no puedo enojarme cuando veo que de verdad te duele.

     — Nada de lástima, es sólo un dolor de cabeza.

     — Nada de lástima —sacudió su cabeza, y posó sus labios contra su hombro—. Sólo no puedo evitar no enojarme cuando te sientes mal, cuando te duele algo… no puedo extraerlo para meterlo en un basurero. Y tampoco leo mentes como para saber, desde un principio, que no se trata sólo de cansancio… te habría dado una Excedrin en cuanto viniste y ya estarías bien.

     — No tenía ganas de escucharte decirme que debí haber comido, y todo eso.

     — Entiendo, no vives con tu mamá —resopló contra su hombro, y la trajo contra ella para que se recostara con ella contra el borde de la bañera—, yo no soluciono todos los dolores y los malestares con un vaso con agua —le dijo, porque así era como Camilla lidiaba con sus hijas desde siempre y para siempre al tener un “botiquín” que se reducía a Alka-Seltzer por considerarlo el non plus ultra para todo, desde para los esguinces hasta para la acidez estomacal; sin alcohol, sin curitas, sin nada—. Eso sólo lo practica tu mamá y la enfermera que teníamos en la escuela.

     — Eso es pensamiento criminal —las condenó a las dos, porque una fisura en el radio no se arreglaba con agua sino con una indeseable visita al ortopeda, y, mientras tanto, se solucionaba con un analgésico de tipo OTC «over the counter».

     — Después de que esa mujer me tuvo tragándome hasta el agua de los inodoros por dos bloques enteros… mi vida cambió y desde entonces siempre llevo conmigo pastillas para la migraña.

     — Eres una exagerada.

     — No, la mujer me tuvo tres horas y cinco minutos llenándome el vaso desechable; un vaso cada cinco minutos hasta que se me quitara.

     — ¿Y se te quitó?

     — No, para el tercer bloque ya había ido con Mrs. Mastrianni para que me firmara la excusa —sonrió contra su cabello mientras tomaba nuevamente la esponja.

     — ¿Cuántos años tenías?

     — Once.

     — ¿Cómo te acuerdas de eso? —rio nasalmente.

     — Me acuerdo de eso porque fue mi primera migraña —le dijo—. Y sé que tenía once porque estaba con Mrs. Mastrianni; fue dos días después de que mi abuela se muriera, que el día anterior mi mamá nos había sacado a mis hermanos y a mí de la casa en la noche para que fuéramos a dormir al Marriott que recién abrían… me acuerdo que no dormí nada, absolutamente nada, y era como séptima noche consecutiva que no dormía.

     — Sé que es un poco estúpido preguntarlo, pero…

     — Porque no sabía qué estaba pasando —respondió antes de siquiera preguntarlo—. A principios de enero, de ese año, operaron a mi abuela; treinta y cuatro cálculos biliares, y la vesícula. Me acuerdo del color de las paredes del hospital, me acuerdo de en qué piso y en qué habitación estaba… hasta me acuerdo de cómo era la distribución de la habitación.

     — Creí que había sido de cáncer… —frunció su ceño.

     — Pues, sí —asintió con su voz mientras le paseaba lentamente la esponja por su pecho—. No me preguntes por qué, pero a mi abuela la tenían internada en un hospital de ojos… en realidad creo que era porque mi abuela era amiga del dueño del hospital. Pero te cuento esto porque, estando en un hospital de ese tipo, y habiendo yo estado padeciendo de más de un dolor de cabeza a la semana, nada grave, a mi mamá se le ocurrió que me revisaran… lo que encontraron fue “nada” que tuviera que ver con anteojos; tenía una alergia que nada que ver con los dolores de cabeza, y unas gotas fue lo que me recetaron. Lo que me pasaba era el inevitable clavado en la pubertad —rio, porque había citado casi textualmente al Dottore Casciano, el doctor de esa vez—. Me acuerdo que se tardaron como una semana en sacarla, y, cuando la sacaron, se fue a vivir con nosotros; a la primera planta de la casa. Me acuerdo de que le costaba moverse, pero se le pasó y se regresó a su casa, a la casa del Valle San Lorenzo —«Belvedere», se corrigió por su mala maña de llamar a toda la región por un nombre equivocado—. De repente, entre la escuela, mis papás, y todo lo demás, no sé en qué momento la casa de mi abuela se había convertido en un hospital. Mi mamá nos recogía de la escuela, y nos quedábamos con ella hasta en la noche que nos regresábamos… me acuerdo de que la puerta de su habitación siempre estaba cerrada, y sólo alcanzaba a verla cuando abrían la puerta; yo no entraba —dijo, y se le quebró la voz un poco.

     — No tienes que contármelo, no tienes que hablar en lo absoluto —le dijo Sophia, evitando verla a los ojos porque no quería ni empujarla ni detenerla.

     — No pasa nada —sonrió—, es sólo que nunca se lo he dicho a nadie… es más, nunca lo he dicho en voz alta.

     — No tienes que hacerlo si no quieres —sacó su mano izquierda del agua, mano que estaba tomada de la de Emma, y le dio un beso—. Soy toda oídos para eso, para otra cosa, o para nada.

     — No pasa nada —repitió, pero no era más que era para convencerse a sí misma de que era un tema como cualquier otro, un tema como el de su abuelo paterno—. Eso que te cuento para mí fue eterno, juro que pasaron semanas, pero según mi mamá no fue más de una semana… y en esa semana vi todo tipo de sanadores, curadores, doctores, etc., entrar a esa habitación; un acupunturista, uno que practicaba reiki, cualquier tipo de sanación pránica que se te ocurra, su grupo de amigas que recitaban la biblia de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante… —dijo, e hizo una pausa necesaria—. Entré una vez, quizás por quince minutos, pero me acuerdo de la sensación: no supe qué decir, no supe cómo estar, tampoco supe qué hacer… sólo supe preguntar lo que más detesto, un “¿qué tal te sientes?”… y, con la mejor cara que pudo ponerme, me dijo que se sentía bien con una sonrisa que sé que le dolió poner —suspiró, y tragó sonoramente—. Me acuerdo de la alfombra, de la silla en la que me senté, del ruido que hacía la cama, del color de la habitación, del olor… me acuerdo de eso y no me acuerdo de cómo se sintió tomarla de la mano, algo que sé qué hice, porque fue lo único que supe hacer después de que me respondió… y después silencio. Al final, mi mamá entró a la habitación, y sé que me quiso decir algo pero no sé si no pudo porque mi mamá estaba enfrente, o porque físicamente no pudo, le di un beso, y me sacaron de allí. No vi hacia atrás, no pregunté cuándo iba a poder entrar otra vez… nada.

     — ¿Y eso fue? —se refirió a que si eso había sido el fin de todas las historias graciosas de la niñez de Emma.

     — No —sacudió su cabeza con la misma falsa sonrisa, con esa falsa sonrisa que había recibido aquel día—. Después de eso, mi mamá se fue a vivir con ella. Nosotros llegábamos por la tarde, quizás más por mi mamá que por mi abuela, y mi papá nos llevaba de regreso a la casa y él se encargaba de los tres… that was nice of him.

     — It was —estuvo de acuerdo.

     — La última vez que vi a mi abuela fue el ocho de marzo, y me acuerdo de la fecha porque Baggio hizo la asistencia para que Ravanelli hiciera que la Juventus le ganara a la Lazio en el partido de ida —«ir en contra de la Lazio, cuando no está la Roma, es lo que se debe hacer»—. Me acuerdo que estaba sentada en la sala haciendo tareas, y sacaron a mi abuela, caminando, con excruciating pain por cada paso que daba y sólo por el hecho de estar parada, la subieron a la camioneta de mi papá, y la llevaron al hospital a hacerse unos exámenes. Tía Carmen nos recogió de casa de mi abuela, nos llevó a cenar pizza Regina, y se quedó en mi casa hasta que llegó mi papá. Debió haber sido temprano, porque mi hermano estaba dándole pelotazos al muro del final del jardín, mi hermana estaba coloreando algo en el suelo mientras veía televisión, y yo estaba escuchando a Laura Pausini con audífonos puestos mientras leía “Wicked: The Life and Times of the Wicked Witch of the West” —dijo, y tragó, más fuerte que la vez anterior, con mayor dificultad, y respiró profundamente dos, tres, cuatro veces—. Hasta la fecha no sé qué pasó en esas cinco horas, y tampoco quiero saber, pero mi papá estaba furioso… furioso. Estaba tan furioso que entró gritando a la casa, que mi hermano dejara de jugar con la pelota, que mi hermana apagara el televisor, y que nos fuéramos a dormir… pasa que no le escuché por estar escuchando música.

     — Eso no necesitas decírmelo —«y no sé si quiero saberlo con detalles».

     — Fueron cinco, sólo cinco… prácticamente uno por cada hora de aburrimiento en el hospital —resopló, como si hubiese sido gracioso—. Estaba tan enojado… tan enojado… tan enojado —susurró para sí misma—, ni siquiera se quitó el anillo y el reloj. —Sophia no supo qué decir, porque no habían sido tantos detalles, pero había sido el hecho de tener el anillo puesto, anillo que había visto ya en una ocasión, y que no era una banda lisa y plana sino que tenía una trenza entre las franjas lisas—. Fue la única vez que le pedí que se detuviera, que si quería me los podía seguir dando al día siguiente, pero que ya no más —le dijo, y Sophia se volvió completamente hacia ella para verla a los ojos—. Es menos difícil si no me estás viendo —susurró, desviando su mirada hacia el lado izquierdo.

     — Es más fácil si me ves —le dijo con una sonrisa que parecía ya no padecer de los síntomas de aquel dolor de cabeza. San Excedrin. Y la tomó suavemente por la mejilla para que dejara de evadirla—. There —susurró con una sonrisa más reconfortante—, that’s better.

     — No pude dormir del dolor, en ninguna posición… me pasé la noche viendo el techo y repasando “Vocalise” en mi cabeza, y de alguna forma me sentí mejor. Fuimos al colegio, en la tarde mi papá nos llevó a casa de mi abuela, pero ni nos bajamos del auto porque mi mamá le dijo a mi papá que nos llevara a casa, que no era bueno que estuviéramos allí… y fue raro que mi abuela Sabina llegara y que nos cocinara la cena, creo que ha sido la única vez que he comido algo cocinado por ella. Y nos fuimos a dormir, todo estaba “bien”, pero el hecho de que mi abuela estuviera allí… me quitó el sueño. Me acuerdo que salí de mi habitación muy temprano, no eran ni las cinco, y me encontré con mi papá, que estaba sacando ropa de su clóset… me preguntó si me había despertado, le dije que no, y vi a mi abuela Sabina sacarle un vestido negro a mi mamá… and I just knew —le dijo, y Sophia vio cómo, de repente, había salido la Emma del noventa y cinco—. No me tuvieron que decir nada, pero, cuando me lo dijeron… —levantó sus manos y las tensó así como si se aferrara a algo imaginario, como si estrujara el aire—. No fue un dolor físico, lo que me dolía me dejó de doler, y sólo sentí como si la mandíbula se me estaba quemando… y me enojé con el mundo, con mi mamá, con mi abuela, conmigo misma, con las paredes, con Prokofiev; el Doberman Pinscher que teníamos… me enojé con todo y con todos. Y no lloré de tristeza, lloré de enojo —se ahogó, porque sintió ese mismo enojo invadirle el cuerpo—. No sentí un vacío en el pecho, y el estómago tampoco se me cayó… y tampoco me faltó el aire. Y me enojaba cuando me decían que a mi abuela no le hubiera gustado verme así, y me enojaba más cuando me decían que sólo se había ido en cuerpo… todo me sabía a mierda, y no puedo evitar sentir ese sabor cuando dicen algo así. What the fuck… she’s gone! —refunfuñó—. Siempre necesitas más tiempo, siempre quieres más tiempo, en especial cuando se trata de alguien así de indispensable, así de importante, así de cercano… I would’ve traded my father for her —susurró sin la más minúscula de las vergüenzas—. En fin, mi mamá no le dijo a nadie más que a los que les tenía que decir, la metió en un horno, y ya… —se encogió entre hombros—. Veníamos en el auto de regreso a casa, con mi abuela en una urna, cuando mi mamá le dijo a mi papá las tres palabras que más placer le han provocado: “quiero el divorcio” —pareció reír, así como aquella noche, así como su mamá en ese memorable momento—. Frenó de golpe, se le quedó viendo con cara de “tha fack…”, y mi mamá se lo repitió. Mi papá nos dejó en la casa, y se fue a emborrachar… tal habrá sido la borrachera que, cuando abrimos la puerta de la casa en la mañana, porque mi mamá se iba a reunir con el abogado, mi papá se había quedado dormido contra la puerta —rio—. Medio se movió cuando se fue de espaldas, mi mamá lo arrastró lo suficiente como para poder cerrar la puerta, y nos fuimos. En la tarde, mi papá intentó razonar con mi mamá, no pudo, y se fue de nuevo a meter otra borrachera… mi mamá, inteligentemente, esperó a que llegara borracho, llamó a la policía para tener los medios legales de poder sacarnos sin caer bajo la categoría de “secuestro”, y el resto es historia —sonrió—. Después de que la enfermera me metió agua hasta por las orejas, y que mi mamá me recogió de la escuela… sólo entonces pude dormir.

     — ¿Por qué no pudiste dormir la noche en la que se fueron de la casa?

     — Porque compartía cama con mi hermana, y mi hermana se movía demasiado… probé el sofá, y era demasiado incómodo, hasta probé el suelo… y nada —se encogió entre hombros.

     — Veo… —sonrió—. ¿Puedo preguntarte algo?

     — Ask away…

     — Dijiste que tú no sabías qué estaba pasando…

     — Ah —asintió antes de que pudiera formular la pregunta—. Eso que te cuento pasó en no más de dos semanas; mi abuela se murió el diez… claro que sabía que algo estaba mal, pero mi mamá no daba mucha información porque ella tampoco sabía mucho. Le diagnosticaron cáncer cuando ya lo tenía en el páncreas y en el estómago; era cuestión de tiempo de que dejara de funcionar —se encogió entre hombros.

     — Mi pregunta iba más por la línea de si tu enojo no era explícitamente con tu mamá —sonrió.

     — Pero eso no lo sabía en ese momento —asintió—. Y una vez se lo expresé claramente… la única vez que me he peleado con ella, pero sólo me ayudó a entender que no había nada que hacer más que esperar; yo no podía hacer nada, ella tampoco, y todo se trataba de minimizar el dolor… no era sano que nosotros la viéramos así de desmejorada, que era mejor que nos acordáramos de ella como es mejor acordarse de alguien… y, ¿sabes? Me acuerdo de todo, de los olores, de los colores, de lo que yo vestía, pero no me acuerdo de ella; me acuerdo de que me sonrió, pero no me acuerdo de la sonrisa, no me acuerdo de cómo se sentía su mano, ni de si sudaba o si estaba fría —se encogió entre hombros—. Y estaba enojada, porque es imposible no enojarse con algo, o con alguien, cuando te quitan a alguien tan de repente… te llenas de muchos “what ifs” que no tienen sentido, te llenas de dudas que nunca te van a aclarar, te llenas de preguntas que nunca te van a responder, y te reprochas esos últimos quince minutos en los que pudiste haber dicho algo significativo, algo importante, algo más que sólo un “¿qué tal te sientes?”, te reprochas los catorce minutos de silencio, y te castigas por todo eso y más.

     — ¿Pero?

     — No había nada que decir —sonrió entre hombros encogidos—. Esa necesidad por expresarle mi amor, o ella por expresarme el suyo… yo no necesité decírselo para ella saberlo, y ella no necesitó decírmelo para yo saberlo. Lo único que sé es que no se puede estar preparado para algo así… por eso nadie te puede decir cómo sentirte, porque para todos es distinto —suspiró, y sacudió su cabeza como para regresar a la tierra—. ¿Todavía te duele la cabeza?

     — No tanto —sonrió, y se reacomodó entre los brazos que Emma le ofrecía para que se recostara sobre su pecho.

     — Ya te ves mejor —le dijo a su oído.

     — You know, my grandparents… —suspiró, porque consideró que un poco de reciprocidad siempre era buena, además, era un tema que, al igual que Emma, no había tratado en voz alta—. En cuestión de un mes se murieron los dos.

     — I’m sorry to hear that —le dio un beso en su cabeza.

     — It’s okay —agradeció las condolencias y el beso—. Mis abuelos se enojaron con mi mamá porque no terminó la carrera, porque se embarazó, y porque se fue de Italia para casarse con un hombre que tenía la nariz en la política… las cosas se mejoraron cuando mi hermana nació, que mis abuelos empezaron a ir a Atenas, para estar más cerca de mi hermana y de mí, pero la diferencia de edades entre mi hermana y yo… pues, yo me vine a estudiar y sólo dos o tres veranos los vi... y cuando llegué a Milán, una vez los vi y como por dos días. Cuando mi abuelo se murió, yo no fui a Roma, ni porque mis papás y mi hermana iban a estar allí, ni por mi abuela; I didn’t really react —frunció su ceño—, I just drank cheap vodka because I didn’t find any ouzo —se encogió entre hombros—. Y, cuando mi abuela se murió, como a las tres semanas de que mi abuelo se murió, lo mismo.

     — ¿Sin reacción?

     — Sabes, siempre vi que, ante una muerte, las personas lloraban… y creí que era eso lo que tenía que pasarme, e intentaba e insistía tanto en llorar, porque era lo normal, lo “saludable” y lo “sano”, y no podía; estaba como seca. Y me acuerdo de que, cuando sabía que ya estaba borracha, me empezaba a autoacusar por no tener reacción normal, por ser indiferente… y la culpa era la que me hacía llorar. No sentí ningún vacío, ni física ni emocionalmente, y todavía no lo siento; es como si nunca hubiera sucedido.

     — Todos tenemos un proceso distinto —le dijo reconfortantemente—. Y todo depende de tu relación con esa persona…

     — Los adoraba a los dos.

     — I don’t love the same way you do —susurró.

     — Buen punto —«realmente buen punto».

     — ¿Cambiamos de tema?

     — Sería una buena idea —asintió.

     — ¿Y de qué quieres hablar?

     — Quiero saber cómo te fue hoy —sonrió—. ¿Cómo te fue en tus entrevistas?

     — Bien. Contraté a los dos.

     — Is that so? —rio nasalmente, y lo que escuchó fue un “mjm” gutural contra su oído—. ¿Por qué los dos?

     — Porque con los dos puedo trabajar.

     — Cuéntame de ellos.

     — Los conocerás mañana —le dio un beso en su cabello—, no quiero predisponerte en lo absoluto.

     — Nombres, al menos.

     — Toni Bench, de Parsons. Lucas Meyers, de SCAD.

     — ¿SCAD de Savannah? —y recibió otro “mjm” gutural.

     — ¿Cómo quieres lidiar con la Old Post Office? ¿Quieres que trabaje contigo de lleno o que sólo de feedback?

     — Para mañana sólo tengo que mostrarles tres áreas con las dos proporciones, eso lo puedo hacer yo sola… tú puedes seguir trabajando en Oceania.

     — Está bien —sonrió—, pero sabes que lo tuyo es prioridad, ¿verdad? —ella asintió—. ¿Qué te parece si uno de ellos te ayuda esta semana? Digo, lo más básico creo que sí pueden hacerlo.

     — Sure, that sounds great —asintió—. ¿Qué estilos tenían?

     — ¿Quieres estilos mid-century modern y transicionalista o quieres estilos tradicional y tropical?

     — Por motivos de química, me sirve más mid-century modern y transicionalista.

     — Está bien, te quedas con Parsons entonces.

     — Bene —susurró—. Entonces, tu día…

     — Tuve dos muy buenas distracciones, y aproveché para avanzar con lo de Oceania. Les di un tour por el estudio, les dejé claras las reglas, firmaron contratos, conocieron a todos… —se encogió entre hombros—. Les dejé claro que no es una competencia entre ellos, y que tampoco voy a contratar al que lleve más proyectos… les dije que me interesaba más alguien capaz y con buen gusto, pero que de alguna manera tenía que darme cuenta de lo que podían hacer y de lo que no.

     — Suenas a jefa —rio—. Y, ¿cómo va a funcionar?

     — Volterra sugirió que, si se iban a meter a sacar los proyectos de ahorita, que se quedaran en la oficina para que no tuvieran que caminar de aquí allá para preguntar algo —dijo, y no pudo ver cuando Sophia frunció sus labios ante la idea de «no kissing, no groping, no flirting, no sexy talks…»—. Me dijo que está pensando en pasar a Selvidge a la oficina más pequeña para que ellos dos pudieran trabajar en donde está Selvidge ahorita…

     — ¿Cuál oficina más pequeña?

     — La que está al lado de la de los Ingenieros —le dijo en voz baja—. Y ya hablamos con Moses y con Aaron de traer el escritorio doble, dos sillas, y dos iMacs de las viejas.

     — ¿Qué más?

     — ¿Qué sabes tú de los clientes fantasmas?

     — Mmm… no sé si es lo mismo que hice en la universidad.

     — ¿Me explicas?

     — Era una electiva que la dejaron de dar porque no había tanta demanda —resopló—. Eran tres créditos en total, y se dividían en cinco “tasks” cada semestre; a medio crédito por las primeras cuatro task, y un crédito por la task final.

     — Ajá.

     — Llevé cuatro semestres —dijo, porque eso significaba que había habido cuatro niveles para dicha materia/taller/seminario. Emma ya no sabía después de lo que Natasha le había dicho—. En el primer semestre hicimos sólo diseño conceptual: teníamos un espacio virtual que teníamos que diseñar sin modificar la distribución de ninguna forma. En las primeras cuatro tasks escogías cuatro áreas de una casa, y la quinta task, o sea el examen final, ambientabas la casa entera de acuerdo a tu mejor diseño entre las cuatro tasks anteriores. En el segundo semestre, con la misma distribución de créditos, nos concentramos en locales comerciales: una tienda de ropa, un consultorio médico, un bufete de abogados y un restaurante, y, en el local en el que habías tenido un puntaje más alto, en ese se basaba tu examen final. No en concepto sino en el tipo de local. Después, si querías hacer el tercer curso, o sea el tercer semestre, tenías que haber aprobado los dos semestres anteriores, y sólo diez tenían derecho a hacerlo porque había un presupuesto para eso. En el tercer semestre trabajamos con lo que tú llamas “cliente fantasma”, sólo que la ponderación de créditos había cambiado; eran tres tasks, o sea una task por crédito, lo que significa que no tenías examen final. Los clientes eran otros profesores, y te pedían cosas distintas; una sala, una cocina, y una habitación. Los diez teníamos el mismo espacio para trabajar, teníamos la misma distribución, los mismos muebles, etc., y teníamos un presupuesto fijo de trescientos dólares por task. Creo que para la cocina tenías la posibilidad de poner de tu dinero para incrementar tu presupuesto.Tú te encargabas del diseño, de acuerdo a lo que el cliente quería, y tú decidías si retapizabas el sofá, o de si cambiabas el respaldo de la cama, o de si cambiabas los bombillos —se encogió entre hombros.

     — ¿Tú lo construías?

     — Claro, tú sabes que, en el mundo real, tú tienes que saber conectar interruptores, tienes que saber poner gabinetes, tienes que saber poner pisos, tienes que saber lo básico de tapicería, tienes que saber pintar paredes —rio, y Emma también, porque en eso tenía razón.

     — ¿Y el cuarto semestre?

     — Básicamente la misma interacción con un cliente ficticio, muy hands on y do-it-yourself —se encogió entre hombros—. ¿Piensas ponerles clientes ficticios?

     — Es una idea que estoy considerando —asintió.

     — No es una mala idea, a mí me enseñó bastante.

     — ¿Sí?

     — Sí, porque sólo así te das cuenta de cuánto realmente te tardas en hacer tal cosa, o en poner tal otra, de cuánto tiempo se tarda en secar la pintura, de cuántas capas de pintura necesitas, de cómo tratar los materiales en general. ¿Tú no tuviste algo así?

     — No —sacudió su cabeza—. Mi primer proyecto real fue mi casa… con mi mamá de cliente.

     — And look how that turned out —resopló—, it’s gorgeous.

     — Tiene cosas que no me gustan, errores de principiante —confesó—, pero sí acepto que me quedó bien.

     — Eso es lo que quería escuchar —sonrió—. ¿Algo más que quieras saber sobre los clientes fantasmas?

     — No, sólo quisiera saber cómo sacarle el dinero a Volterra para algo práctico, para algo que no sea virtual.

     — En concreto, ¿en qué estás pensando?

     — Así como tú dices que tenías el mismo espacio, que tenía la misma distribución y los mismos muebles, tengo que ver cómo le saco ese dinero a Volterra —rio.

     — No es tan difícil —se volvió con su cuello hacia ella, y se alegró de no haber sido víctima de ninguna corriente ni de ningún espasmo muscular—. A nosotros nos construían esos espacios con plywood con una capa de cemento para simular la textura de la pared, y nos ponían cosas pequeñas —se encogió entre hombros—. Para la sala de estar quizás era un espacio de tres por cuatro, tres “paredes”, un sofá, una mesa de café, y una repisa… nada más.

     — Bueno, pero para eso tengo que ver de dónde saco para el sofá, y para la mesa de café, y para la repisa, ¿no crees?

     — Puedes sacar para los materiales, pero yo puedo llevármelos un día para que trabajen en eso conmigo, para que me ayuden a hacer un sofá sencillo, para que vean cómo se tapiza… para que corten un poco de madera, para que aprendan a lijar, a limar, a usar la pistola de clavos y de grapas…

     — No es mala idea —se lo reconoció honestamente—. Si me das un presupuesto de materiales, no hay problema —le dijo, porque mataría dos pájaros con la misma bala: le daría el placer de ir al taller, y se quitaría de encima la mano de obra porque todavía se acordaba de un escritorio de campaña que Sophia había hecho, de madera reciclada, y que no había costado más de cien dólares pero que se podía apreciar por mil quinientos como mínimo.

     — Tú me tienes que dar un cliente primero para saber qué es lo que quiere, ¿o no es así como funciona?

     — Sé cómo funciona un cliente real, pero no sé cómo funciona un cliente fantasma.

     — Funcionan igual, sólo que al cliente fantasma le tienes que dejar los parámetros de evaluación muy definidos para que sea lo más cercano a un cliente real, a un cliente que necesita lo que tú estás haciendo.

     — Tiene usted un muy buen punto, Licenciada Rialto —rio suavemente contra su cabeza—. La pregunta es qué haríamos después con lo que hagan en el taller, de cierta manera es dinero perdido.

     — Realmente no es tan caro, un sofá para dos personas, sin asientos y sin respaldos removibles, no cuesta más de cincuenta dólares. Setenta si quieres hacerlo súper elegante, tapizado con velvet o con chenille.

     — Pero entonces no sería real, porque tú no cobrarías mano de obra, cosa que sí pasa en la vida real —la apretujó un poco entre sus brazos—. ¿Cómo es que calculas la mano de obra en realidad?

     — Mmm… —suspiró, colocando sus manos sobre los brazos de Emma—. El cobro se hace de cierta forma para que no te quiten tanto por impuestos —rio, porque ese truco lo había aprendido en la universidad y no tenía nada de ilegal sino de inteligente—. Tienes dos formas de cobrar: en una cobras por materials and findings, cargos por nontaxable repair labor, y la mano de obra real, la cual tiene que ver con las dimensiones y con qué tan fácil o difícil es trabajar con los materiales, que es una tabla, pero de esa forma cobran impuestos sobre el ochenta por ciento, porque normalmente el veinte por ciento es el nontaxable repair labor. Y luego tienes la segunda forma: cobras los materiales y mano de obra por separado, así te quedas con el ochenta por ciento como nontaxable repair labor, y el veinte por ciento restante, por el que sí te cobran impuestos, es por fabrication labor and findings… pero eso sólo lo puedes hacer cuando hay tapizado o algún tipo de reparación de por medio; como separar un sofá en dos sillones, o como hacer cortinas o persianas, o como hacer una lámpara de un jarrón. It’s a pain in the ass, porque tienes que saber qué parte de la mano de obra es taxable y lo que es nontaxable.

     — Ah, pero te gusta —rozó su nariz contra su sien.  

     — Y bastante —se sacudió ante los escalofríos que esas cosquillas le habían dado.

     — ¿Te gustaría tener tu propia línea de muebles? —le preguntó suavemente al oído.

     — Los muebles no son como la ropa, mi amor —rio ligeramente.

     — Cierto, las líneas de muebles son para IKEA —se acordó de lo que una vez le había dicho la rubia melena a la que en ese momento le daba besos.

     — No es eso —se sacudió nuevamente—, es sólo que pienso que cada espacio se merece algo distinto, que cada cliente se merece algo distinto; tú y tu hermana no pueden tener el mismo mueble… son personalidades distintas, son gustos distintos, y estoy muy segura de que manejan el espacio de formas diferentes. El mueble es algo personal…

     — ¿Te gustaría cambiar algo del apartamento?

     — ¿Algo como qué?

     — Partiendo de lo que dices, los muebles que tengo son míos, son mi “personalidad” por así decirlo… ¿no te gustaría tener algo más tú, algo más de tu gusto?

     — ¿Me lo preguntas porque “matrimonio” sugiere casa nueva?

     — No, te lo pregunto porque nunca lo había pensado —se encogió entre hombros—. What do you want? —le preguntó, presionando gentilmente la punta de su nariz con su dedo para enfatizar en el “you”.

     — Siempre me he preguntado por qué, siendo tú tan transicionalista, ambientaste tu apartamento con elementos minimalistas y loft.

     — Porque lo primero que compré fue la cama —sonrió—, y no es una cama tradicional, ni clásico con toques contemporáneos; es muy loft. Y, para ser honesta, cuando ambienté este apartamento todavía no había descubierto las maravillas del transicionalismo —le sonrió de nuevo—. ¿Quieres que lo hagamos transicional?

     — ¿Quieres tú? —le preguntó, pero Emma sólo elevó su ceja derecha—. Te pregunto a ti porque es… well, it’s your home.

     — And it’s your home, too —le acordó—. Así que ese tipo de decisiones no las tomo yo sola.

     — ¿Puedo ser honesta?

     — Por favor, no espero menos.

     — No me agrada la idea de que si te digo que sí, que tú lo consientas porque yo lo quiero y no porque tú lo quieres.

     — Mmm… —frunció sus labios, porque era un punto válido tras el motto de “whatever you want”—. ¿Sabes tú lo difícil que soy como cliente?

     — Yup —rio—, you’re quite opinionated when it comes to taste, but you know what you want and what you don’t want, what you like and what you don’t like.

     — No planeo vivir con paredes rojas y con grout negro en la ducha, Licenciada Rialto… pero un cambio no me viene mal, no después de que no he cambiado nada nunca —sonrió.

     — Si tú quieres hacerlo, no veo por qué no; tú eres la que tiene más lazos sentimentales con cómo es el apartamento.

     — Yo sólo sé que quiero que se respeten ciertas cosas.

     — ¿Cuáles?

     — El walk-in-closet, y el piano, la bañera, y la escultura se quedan.

     — ¿La escultura de Natasha sin ropa? —rio con lo que parecían ser celos, y Emma asintió con una risa de verdadera diversión—. ¿Qué más?

     — Necesito tener espacio para mis libros, para mis revistas…

     — Estás hablando con alguien que te conoce —le acordó—, sé que no es un “Extreme Makeover: Home Edition” de lo que estamos hablando, sé que estamos hablando de cambiar el color de las paredes, de quizas reorganizar la habitación de huéspedes, de cambiar las alfombras… de comprar un respaldo de nogal con un aire más transicional pero del que todavía pueda amarrarte —dijo, y Emma empezó a reír, quizás no a carcajadas, pero sí para caer en la risa abdominal que era de larga duración.

     — I’m glad we’re on the same page —le dijo, todavía riéndose—. Pero es importante que me digas lo que quieres también.

     — Quiero… —suspiró. «What do I want?»—. Yo sólo quiero una cocina perfecta.

     — Funcional, accessible, y estéticamente increíble —susurró contra su mejilla.

     — Sí… —exhaló aireadamente ante el roce de la nariz de Emma por su piel, porque ya esperaba un beso.

     — ¿Qué te parece si tú te encargas de la habitación del piano y yo de la cocina?

     — ¿Y el resto que se haga solo?

     — Lo hacemos juntas —sonrió, y, sacando su mano del agua, ahuecó su mejilla derecha hasta apenas rozar sus labios con los suyos. De esos besos en crescendo, que primero son un roce, y luego algo corto y superficial, y luego se van alargando y ahondando—. Licenciada Rialto… —jadeó—, veo que se siente mejor.

Sophia no respondió con palabras, pues la volvió a besar mientras se volvía sobre sí entre los brazos de Emma para, todavía sentada entre sus piernas, poder besarla frente a frente, pues eso de los esguinces cervicales nunca le habían fascinado.

                Las manos de Emma se paseaban lentamente por su espalda, desde lo más alto hasta lo más bajo como si quisiera acercarla por completo a su torso a pesar de que ni la posición ni los límites de la Neptune Kara las dejarían, como si quisiera tenerla a horcajadas alrededor de su cadera, y eso fue lo que hizo; se deslizó hacia adelante, cargando ligeramente a la rubia talla dos, y la posó suavemente sobre sus piernas mientras Sophia la continuaba besando desde un poco más arriba y con sus manos una en su nuca y la otra en su mejilla.

— Sophie… —le dejó de besar abruptamente, la vio a los ojos, y simplemente la abrazó con más fuerza de la estándar.

     — Hey… everything alright? —susurró, dándole besos en su cabeza mientras acariciaba sus pecas.

     — Cuando te duela algo, por favor dímelo…  

     — Te preocupas demasiado por un dolor de cabeza —rio nasalmente para disipar el momento.

     — La penicilina existe para que no te mueras de una infección —la apretujó un poco más.

     — Lo sé, lo sé —asintió comprensiblemente—. ¿Me llevas a la cama? —le preguntó con doble sentido, porque necesitaba una descarga de endorfinas y un poco de descanso, «en ese orden».

Emma asintió, la dejó ponerse de pie, y, con ayuda de sus manos, se puso ella de pie para apagar la minúscula cascada que no había dejado de caer en el interior de la bañera, y dejó que el agua jabonosa se drenara. Ella salió primero, porque ella era todo sobre secarse fuera de la ducha y de la bañera y Sophia era todo sobre secarse dentro de la ducha y de la bañera, le alcanzó la toalla, y, sin dejar de acosarla, la vio secarse con completa consciencia de estar siendo acosada, por lo cual dibujaba una sonrisa que parecía nunca haber dejado de existir por un diabólico dolor de cabeza.

                En silencio, cada una se encargó de su propio maquillaje, de sus dientes, y de una sonrisa de ojos a través del espejo que compartían mientras cada una se enjuagaba con el Listerine de su elección, y, en cuanto llegó el momento del humectante, Sophia vertió tres pushes en la mano de Emma para ser consentida con un breve pero suave masaje de hombros y nuca para luego ser humectada de brazos y piernas, y que el remanente fuera limpiado en su abdomen. Emma no necesitaba humectante, más bien no le gustaba, al menos no en la noche, porque sólo podía sentirse pegajosa de una forma u otra.

— ¿Así? —elevó su ceja derecha al ver que Sophia, sin ropa, quitaba las almohadas para deshacerse del cubrecama y poder meterse bajo las sábanas.

     — Yo sí, no sé tú —se encogió entre hombros, y se arrojó sobre la cama para conectar su teléfono a la vida eléctrica.

     — Mmm… —rio nasalmente, entrando a la cama con sus rodillas, hasta colocarse tras ella para provocarle eso que los poros de sus brazos y sus piernas ya delataban—. Te invito a cenar mañana —susurró contra su cuello mientras detenía la acción de Sophia para, por debajo de sus brazos y por encima de sus manos, seleccionar la aplicación que en algún momento se valdría de la ilusión de Delboeuf para su propio marketing, «so in your face», y seleccionó “table for 2, tomorrow at 19:00” para luego escribir “10065”, porque sólo así encontraría algo cerca de donde vivían. Range: 10 miles. Cuisine: American, Mexican, Vietnamese; para tener un poco de todo y sin abusar de lo italiano. El precio no importaba, la exclusividad de la hora tampoco, «y, voilá!»—. ¿O quieres algo más como private dining?

     — Since you’re not gonna propose… me conformo con compartir el restaurante con más personas —resopló, porque sabía a lo que Emma se refería con eso, y sabía que le picaban las ganas de que algún día le dijera que sí; siempre había querido hacer eso, siempre había querido tener el restaurante para ella sola.

     — I can propose again, that shouldn’t be a problem —sonrió.

     — Cómo crees —rio, sacudiendo la cabeza mientras pasaba las opciones que la aplicación les daba—. ¿Ya hemos comido aquí? —señaló el restaurante mexicano que no quedaba tan lejos de donde se encontraban en ese momento.

     — No creo. ¿Quieres comer allí?

     — A ver qué tienen en el menu —dijo antes de asentir—. Mira, Chef Medina es el dueño…

     — ¿Eso me tiene que decir algo?

     — Es como un Lazaro Hernandez —respondió, suponiendo que era una comparación que no era tan correcta; era imposible comparar la ropa con la comida, al menos a ella se le hacía imposible.

     — Cásate conmigo ya —rio calladamente.

     — ¿Por qué? —se sacudió ante las cosquillas que la risa le provocó en su cuello.

     — Porque sabes quiénes son Proenza Schouler.

     — Algo se me tiene que quedar de todas tus revistas y de todas tus conversaciones con Natasha y con Margaret —sonrió—. ¿Estás viendo lo que está en el menú?

     — Tú me conoces —sacudió la cabeza—. ¿Me va a gustar?

     — Incuestionablemente —asintió.

     — ¿A las siete está bien? —preguntó, estando lista para hacer la reservación.

     — Sí, y por favor especifica que no quieres table sharing, para que no te pase lo de la otra vez —le acordó, porque cómo detestaba Emma compartir mesa con gente desconocida, en especial con gente que era un poco invasiva en todo sentido; en espacio en la mesa, en insistir en tener una conversación con ella, y en preguntar qué comería.

     — Listo. Mañana a las siete.

     — ¿Es una cita?

     — Si quieres que lo sea —rio contra su cuello para hacerle cosquillas.

     — ¿Ingeriremos CH3CH2OH?

     — Si venden, sí… la Margarita social, o los tequilas intensos y retadores.

     — ¿Y quién paga la cuenta?

     — Possiamo pagare alla romana… —elevó ambas cejas—. Dios no permita que te sientas con la obligación de que tienes que darme un beso al final de la cita —dijo con un tono cínico pero cariñoso.

     — Mmm… —rio guturalmente—. ¿Y me vas a acompañar a mi casa?

     — Es lo menos que puedo hacer después de una cena tan amena y tan entretenida —asintió.

     — ¿Vamos a tener ese momento incómodo?

     — ¿Ese en el que yo espero una invitación para subir, en el que tú quieres invitarme a subir pero no lo haces porque no quieres tener que hacerte responsable de tus actos?

     — Ese en el que tú esperas que te bese y en el que yo espero que me beses —asintió la rubia con una sonrisa que se debía a los labios de Emma en su cuello.

     — Exacto —susurró, y luego la mordisqueó, por lo que Sophia sufrió de un jadeo callado.

     — ¿Y me vas a besar?

     — ¿Que si te voy a besar? —resopló, aprovechando el momento para besarle esa esquina tras su oreja derecha—. I’ll kiss the fuck out of you —susurró entre dientes con un gruñido de por medio, un gruñido que tuvo eco en Sophia, y, con gentileza, le arrebató el teléfono para colocarlo sobre la mesa de noche—. Slowly and softly at first —dijo, llevando su mano al muslo derecho de la rubia, y, apenas con sus dedos índice y medio, rozó desde su rodilla, por el centro, un par de centímetros hacia arriba para luego, en un ángulo de cuarenta y cinco precisos grados, llegar al interior y continuar el trayecto hacia su entrepierna, la cual se iba haciendo más accesible porque la inconsciencia de la rubia hacía que su pierna izquierda se abriera—, teasing you, caressing you, arousing you —susurró, al fin llegando a su entrepierna—. And then… just a tad deeper, and a tad daring —Sophia jadeó a ojos cerrados, pues sintió sus dedos apenas recorrerle sus labios menores—. ¿Me vas a invitar a subir?

     — I don’t kiss nor fuck on the first date —susurró.

     — Y eso lo respeto —resopló, abandonando su entrepierna para tomarla por la cintura con ambas manos.

     — ¿Porque me acosté contigo antes de la primera cita? —rio como si estuviera dopada, o quizás sólo ronroneó.

     — That’s beside the point —la haló hacia el centro de la cama—, ésta no sería la primera cita.

     — Cierto.

     — Say “fuck” —sonrió.

     — Fuck —dijo con una cara de confusión.  

     — Sounds so naughty… and so sexy —se mordisqueó el labio inferior.

     — Fuck —repitió, provocando una risa abdominal en Emma—. Fuck me —susurró, y Emma que gruñó para luego soltar una carcajada—. Comparte el chiste, por favor.

     — Tú tienes que descansar… —gruñó.

     — No me digas que vamos a tener el famoso problema de los dolores de cabeza —frunció su ceño—. Ni siquiera nos hemos casado y un dolor de cabeza ya es excusa —despotricó antes de que Emma pudiera siquiera entender la referencia.

     — Sí sabes que el dolor de cabeza es un “no tengo ganas” o un “no me das ganas”, ¿verdad? —elevó su ceja derecha.

     — ¿No tienes ganas? —ensanchó la mirada.

     — Mi dieta incluye tu vagina como principal proteína. Es demasiado raro que no te tenga ganas —ahuecó su mejilla derecha, y dibujó una sonrisa de «y eso lo sabes».

     — Pero es más raro que el “no” venga del que tiene la cabeza sana.

     — ¿”Sana”? —rio.

     — Hablo de dolor de cabeza, no de locura —pareció patalear con desespero, «because, come on, eat me».

     — ¿Te acuerdas de cuando no quisiste porque yo tenía una migraña? —ella asintió—. ¿Te acuerdas de lo que te dije de la “retención orgásmica”?

     — Recuerdo que corregí tu término de “retención” —asintió—. Es “liberación” —susurró a un costado de su mano como si se tratara de un secreto.

     — ¿Te acuerdas de lo que te dije de la “liberación orgásmica”? —se corrigió, como si no se hubiera equivocado en la terminología.

     — Sí, y te dije que un orgasmo tenía propiedades opiáceas —asintió con una expresión que, detrás de la seriedad, había una risa que podía estallar en cualquier momento.

     — Qué buena memoria —la elogió.

     — Selectiva, como la tuya —agradeció con la mimada risa que gritaba ese «shut up and eat me already».

     — Entonces te acuerdas de que dijiste que íbamos a comprobar, empíricamente, si era eso cierto o no.

     — Sí te das cuenta de que eso juega a mi favor, ¿no? —entrecerró su mirada, como si no entendiera el punto de Emma—. Ya no me duele la cabeza… y no pido paz mundial, pido hacer uso de las propiedas opiáceas del orgasmo, nada más.

     — “Nada más” —rio divertida.

     — Sí, y, en tus palabras, yo tengo mil mini orgasmos… nunca tengo un orgasmo con actitud de terremoto; es prácticamente imposible que me explote la cabeza en el proceso.

     — Everything I say can and will be used against me —recitó la advertencia Miranda.

     — Si tengo que rogarte por sexo… creo que vamos por mal camino —asintió.

     — Mal camino es que me lo digas explícitamente y ni cuenta me dé —dijo en lugar de decir que no le tenía que rogar ni por eso, ni por otra cosa.

     — Dos puntos: “necesito sexo”. ¿Así o más explícito?

De un relativamente brusco movimiento, Emma tomó las muñecas de Sophia y las llevó, entre su mano izquierda, por sobre su cabeza; hundiéndolas entre las almohadas con esa fuerza que a veces se le olvidaba medir a pesar de que no lastimaba en el proceso. A decir verdad, Sophia hasta lo catalogaba como «hot», y se reía por nervios y por anticipación, porque eso sólo significaba que estaría en juego únicamente la mano derecha de Emma; la mano que trazaba líneas rectas sin regla, la mano que en esta ocasión no trazaba líneas rectas sino que parecía dibujar, a roces, alguna figura que había empezado en el labio inferior de la rubia, y que muy probablemente terminaría exactamente sobre su clítoris.

                La veía penetrantemente a los ojos, porque, por conocer tan bien el cuerpo de la rubia, no necesitaba ver por dónde iban y venían sus dedos, y, por si eso no fuera suficiente, encontraba incalculable placer en cómo los ojos celestes intentaban mantenerse abiertos. Quizás no era el día para perderse de cómo sus ojos también se perdían en un orgasmo, ni para perderse del más mudo jadeo.

                Ignoró sus pezones sin tener una buena razón, quizás su inconsciente pensó que, al estar ya rígidos, no había necesidad de perder tiempo por tener que llegar a su entrepierna; tenía el ETA encima.

                Al fin llegó, una eternidad después según Sophia, pero llegó. Sus dedos índice y medio presionaron su clítoris, y empezaron a moverse en círculos que no eran ni lentos ni rápidos porque la presión lo hacía todo. No tenía que hacer mucho; las condiciones clímaticas y geográficas eran óptimas, y las condiciones topográficas sólo terminarían de evolucionar con el tiempo y con la crónica estimulación.

No se detenía por nada, ni cuando las piernas de Sophia sufrían de un involuntario espasmo que pretendía dificultar el acceso, ni cuando su cadera se elevaba rápidamente para luego volver a aterrizar sobre la cama, que, con cada movimiento involuntario y voluntario de su cuerpo, presionaba su clítoris y la anclaba más a la cama por sus muñecas, como si le dijera que permaneciera quieta, y luego aflojaba las presiones para no lastimarla y para no asfixiar la inflamación de su clítoris, la cual sólo se agravaba entre cada jadeo de la rubia y entre cada mental «mmm…» placentero que se iluminaba en Emma.

                La Arquitecta sintió cómo el cuerpo de la rubia se hundió entre el colchón, algo que sabía que sólo ocurría en ese estado de relajación parcial que era característica de la etapa preorgásmica, le sonrió entre tierna y enternecida, recibió una sonrisa jadeante y una mirada de «I’m gonna cum» que la hizo presionar más sus muñecas contra las almohadas. Y, justo cuando Sophia cerró sus ojos, y que empezó a realmente dibujar esa “o” de “Orgasmo” con sus labios, Emma cesó abruptamente el frote.

Sophia tuvo un espasmo abdominal a causa de su más-o-menos-agitada respiración, abrió los ojos, e intentó erguirse para analizar la escena.

— ¿Por qué te detuviste? —preguntó el rubio desconcierto—. Estaba a punto de… —y ahogó un gruñido de eso que no había conocido antes, ni siquiera con sí misma.

     — ¿De correrte? —elevó Emma su ceja derecha, y, ante el silencio de la rubia, le dijo lo que más le asombraría en toda su existencia—: ¿por qué crees que me detuve?

     — For fuck’s sake, my head won’t blow up! —sollozó.

     — Lo sé —rio.

     — ¿Entonces? —dibujó un puchero que agujeraba el corazón de cualquiera.

     — Quería ver qué pasaba —pareció encogerse entre hombros, y reanudó el frote en su clítoris.

     — Please, don’t do it again —se ahogó en un suspiro de agradecimiento y placer instantáneo.

     — ¿Estás segura de que no quieres que lo haga de nuevo? —elevó nuevamente su ceja derecha.

Sophia quiso decir “sí”, pero, por alguna razón, titubeó. ¿Por qué diría que no? No era momento para buscarle una respuesta a esa pregunta, ella sólo sabía de placer en ese momento, y, al final, si de placer se trataba todo, no importaba. Sólo importaba lo malditamente rico que se sentía eso en ese momento.

Todo tenía que ver: era el inocente “quería ver qué pasaba” que no era inocente porque sabía exactamente lo que pasaría, era la pregunta que demolería el incorruptible “sí”, era la sensación y la duda de si siempre se sentía eso así de bien, era la picardía que se escondía tras todo eso.

                Gimió, queriendo llevar sus manos a que tocaran un poco de piel; no importaba si era la suya o si era la de Emma, sólo necesitaba aferrarse a algo tibio. Pero Emma la contuvo por las muñecas, realmente presionó, y aceleró el frote en su clítoris para no dejarle ni la más pequeña ventana de tiempo de quejarse, o de reclamarle la relativa rudeza.

Y gimió de nuevo, esta vez más agudo, sufrió de un fugaz espasmo en la cadera, pero logró controlarlo con demasiada maestría, pues, de dejar que se elevara como era costumbre, sólo entorpecería el frote que estaba a punto de llevarla al clímax.

— ¿Estás segura de que no quieres que me detenga? —le preguntó Emma en ese segundo demasiado tarde, pues ya sólo podía esperar un derrame orgásmico en lugar de obtener una respuesta que satisficiera los parámetros del admirable y respetable “no”, y del oh-well-ni-modo “sí”.

En menos de un segundo, Emma se dio cuenta de que ambas respuestas eran buenas debido a la confusa formulación de su pregunta. Si respondía que “no”, entonces existía un cincuenta por ciento de probabilidad en la opción de “no, detente”. Y, si respondía que “sí”, era un “sí, estoy segura de que no quiero que te detengas”. De cualquier modo, tenía las probabilidades a su favor. Y se detuvo.

— ¡Ah! —gruñó una Sophia que había sentido eso tan cerca, pero tan cerca, que se desplomó en una risa histérica que hablaba en nombre de su frustración—. ¡¿Por qué?! —se carcajeó.

     — Porque te está gustando —le dijo en ese sedoso tono de voz que calló la carcajada de Sophia—. ¿O no te gusta? —susurró, soltando sus muñecas para acariciarle la cabeza mientras lograba establecer contacto visual, y prácticamente le preguntó un «¿no te das cuenta de que te gusta?» en cuanto ladeó un poco su cabeza.

     — Oh. my. God! —ensanchó la mirada—. Eso es lo que tú te haces —vocalizó su epifanía con asombro, pero eso se vio interrumpido por la reanudación del frote de su clítoris. 

     — ¿Te gusta? —se acercó un poco a sus labios, no para besarlos, sólo para casi probar sus futuros gemidos, y, por haberle soltado las manos, esperar por, si ella quería, un beso, o dos, o tres, o uno muy largo. Y gimió—. Te gusta —sonrieron ella y su Ego, porque, por alguna razón, eso de “mini orgasmos” sólo había indignado a su Ego; su trabajo no era para “mini orgasmos”, era para orgasmos explosivos, «para exorcismos».

     — Sí… —jadeó, llevando, por reflejo, su mano izquierda a la mejilla de Emma para traerla completamente contra sí, para apoyar su frente contra la suya.

     — ¿Quieres que me siga deteniendo?

Sophia sólo asintió a ojos cerrados, y, aunque sabía que se estaba exigiendo demasiado al haber consentido una frustración tras otra, se dejó perder en eso que parecía ser lo único que le quitaba la Old Post Office de la cabeza.

En ese momento no tenía obligaciones de satisfacer a nadie, no tenía obligaciones de agachar la cabeza y darle la razón a alguien con quien no estaba de acuerdo en lo absoluto, no tenía que pensar en los tonos de los colores, ni en la proporción de ellos, ni en la distribución, ni en cómo optimizar la iluminación natural en las habitaciones a las que les daría el sol de la tarde, ni tenía que pensar en textiles, ni en cálculos de pintura, ni en la parte de la decoración: nada de flores ni floreros, nada de cojines, nada de espejos, nada de pinturas, ni fotografías, ni ilustraciones. No tenía ni que pensar en cómo hacer que la GSA aprobara todo sin ningún “pero”. No tenía que pensar en lo absoluto. Su mente simplemente se puso en blanco, o en negro, pero no había nada complejo ni complicado.

Sólo podía sentir, y lo que sentía le gustaba. Aparte de sus dedos, que era lo que más intenso se sentía, sentía el calor que despedía el cuerpo de Emma como por contagio, porque ella estaba literalmente ardiendo, y sentía cómo su eminencia tenar se posaba sobre su vientre para mayor precisión en el frote. Sentía la antítesis que Emma tenía por respiración, pues, a pesar de ser un poco agitada por excitada fascinación, era una clara y pacífica respiración nasal que apenas rozaba su mejilla derecha. Sentía los dedos de Emma enterrados en su melena, y cómo mordisqueaba su labio inferior ante sus jadeos de labios abiertos, porque no había nada más sensual que besar labios que gemían y jadeaban calladamente a pesar de estarse descontrolando conforme el tiempo pasaba. Y sentía cómo su mano derecha había decidido apretujar su seno izquierdo con la fuerza que se traducía a “no quiero correrme todavía”. Pero eso no era del todo cierto, y su cuerpo lo sabía. El piloto automático lo sabía. Era el típico caso de ella saber lo que más le convenía a su cuerpo a pesar de que el cuerpo le pidiera lo contrario.

                Apretó la mandíbula, empezó a jadear entre dientes, apretujó su seno un poco más, apretó los ojos, contuvo la respiración, y, estando al borde de explotar, Emma se detuvo.

Skatá… —balbuceó, abriendo los ojos ante lo increíble de la sensación—. My clit is officially twitching —resopló.

     — ¿Quieres que le dé un besito? —sonrió.

     — ¿Y si te necesito aquí arriba? —vaya dilema.

     — Aquí arriba me quedo —dijo, porque eso no había que pensarlo ni dos veces—, y te puedo besar aquí —rio suavemente, ladeando un poco su rostro para besar sus labios.

Sophia lo recibió y lo reciprocó con demasiado gusto, en especial porque había ganado el derecho del labio inferior y podía hacer con él lo que se le ocurriera y lo que no también, y, como Emma había cedido ese derecho «por el momento», reanudó el frote una vez más.

                Un gemido aterrizó directamente en su garganta, un gemido al que le podía sentir las vibraciones de las cuerdas vocales de la rubia que había perdido el control con tan solo sentir que sus dedos regresaban a ese exageradamente inflamado botoncito, que estaba tan inflamado y tan rígido, que se asomaba sin vergüenza alguna para ser abusado de la forma y manera que aquellos dos dedos decidieran.

No estaba húmeda. No estaba mojada. No estaba empapada. Desconozco la palabra para describir esa cantidad de lubricación, de inundación, de Océanos Pacífico, Atlántico, y Mediterráneo juntos. Emma simplemente se deslizaba sin fricción alguna, y eso le gustaba cuando se trataba de Sophia, porque esos sonidos que se creaban entre sus dedos y su clítoris, con el lubricante de por medio, sólo lograban darle placer sexual-auditivo, en especial cuando se fusionaban con los gemidos y los jadeos entrecortados.

Stop, stop, stop, stop, stop —dijo rápidamente entre una bocanada de aire, como si implorara clemencia, y Emma se detuvo—. Gee… —suspiró.

     — ¿Aguantas uno más o ya no?

     — Puedo intentarlo.

     — Oye, cuando ya no puedes es que ya no puedes… tampoco se trata de que pasemos horas en esto —le dio un beso en la punta de su nariz—. No te estoy castigando, no te estoy negando nada… sólo quiero que sientas por qué me gusta tanto el plateau —guiñó su ojo, y le sonrió tal y como sólo sabía sonreírle a ella; sin una pizca de falsedad.  

     — No, yo entiendo —resopló—. Do whatever you want with me —le dijo, ignorando el hecho de que la tía Dilara que había guardado en su mente se burlaría de la ceguedad de su entrega.

     — I want nothing but to please you —sacudió la cabeza, porque se trataba del cuerpo de Sophia y no del suyo; tampoco iba a empujarla a una frontera en la que ella sabía que podía dejar de ser plancetero porque se volvería doloroso y no necesariamente a nivel físico sino emocional y hormonal.

Sophia se sonrojó ante el gesto y ante el pícaro deseo de buena fe, y le dio el visto bueno para que continuara la estimulación.

Todavía no sabía si se dejaría ir o si se frenaría una vez más para darse la oportunidad de conocer lo que había después de otro corte que podía ser frustrante pero que tenía la capacidad de ser verdaderamente placentero. Emma tampoco sabía lo que haría; no sabía si ella tendría que concentrarse en saber cuándo Sophia estaría a punto de correrse, o si simplemente no se detendría para que ella y su Ego contemplaran las convulsiones en las que sabían que todo terminaría.

                La besó suavemente, así como era el roce en su clítoris, pero en su boca todo era despacio, con intenciones que carecían de toda travesura y picardía porque así debía tratarse la boca de la rubia; allá abajo se podía jugar un poco más rudo sin ser necesariamente agresivo o violento, aunque eso también lo podía soportar. De eso era testigo el sábado por la madrugada y su vagina misma.

                Las caderas de Sophia se empezaron a mover con lo que Emma conocía como sensualidad pura y al máximo, era como un vaivén que iba de adelante hacia atrás y de abajo hacia arriba sin ser un movimiento simultáneo; era corto pero excitado, como si, además del frote de Emma en ella, quisiera ella frotarse contra Emma.

Ojos cerrados, abdomen intranquilo pero tenso, pecho coloreado de rojo, y su pezón derecho fuertemente pellizcado entre sus dedos mientras su mano se aferraba con la misma fuerza a su copa B.

                Gimió con mayor frecuencia, con mayor agudeza, con mayor placer, y Emma tuvo que decidir porque sabía que Sophia no era dueña de sí misma en ese momento: «¿me detengo o no me detengo?».

Analizó la situación, y simplemente concluyó que un placer de esa magnitud, un estado así de excitado, no merecía ser arriesgado a lo que sabía que podía pasar y que no podía prever con certeza, por lo que, ante las abiertas piernas de la rubia que intentaba postergar el orgasmo lo más que podía, frotó de lado a lado lo más rápido que pudo con sus cuatro dedos disponibles, estimulando así no sólo su clítoris sino también sus labios menores y sus labios mayores.

                Le arrancó un gemido como pocos. Un gemido que temblaba por la inhabilidad de dejarse convulsionar, pues había logrado mantenerse relativamente inmóvil para que Emma le sacara hasta la última gota de orgasmo que hubiera acumulado en esa fase de plateau.

                La dejó de tocar cuando ya los espasmos postorgásmicos habían empezado, esos que atacaban sus piernas, sus caderas, su abdomen, y hasta sus hombros mientras terminaba de expulsar el entrecortado remanente del no poder dejar de gemir.

No la besó en los labios porque, como toda persona pronta a desmayarse, necesitaba aire, por lo que decidió hundirse en su cuello para darle un beso aquí y acá mientras su Ego la felicitaba con más que sólo un par de palmadas en la espalda. Le aplaudía. Le aplaudía de pie y con gritos que celebraban su hazaña.

— ¿Fue de la magnitud analgésica que esperabas? —balbuceó contra su cuello, y dejó que su peso cayera un poco sobre el cuerpo de la rubia que ya había encontrado la tranquilidad en sus pulmones a pesar de no haberla encontrado en su sistema circulatorio o muscular, y lo único que escuchó fue lo más parecido al primer sonido que existió jamás en el planeta tierra; un «mmm…» relajado, gutural, quizás amodorrado, pero definitivamente dopado.

Le dio risa el estado en el que había caído. Era el momento perfecto para acosarla sin incomodarla en lo más mínimo, y podía enmascarar la necesidad que tenía de ella con algo que era prácticamente reglamentario en el mundo postcoital; besos en su frente, dedos enterrados en su melena para rascarle la cabeza con suavidad, mano libre que podía ahuecar su mejilla, o que podía repasar sus hombros, o que simplemente podía usar para abrazarla mientras inhalaba el distante L’Air de su cuello, de su pecho, y de sus muñecas, entre roces de nariz y de labios, o lo que se le ocurriera en el momento.

You are so beautiful —susurró—, so, so beautiful —y recostó su cabeza sobre su pecho para escuchar cómo el organismo de la rubia se comportaba; la percusión de su pecho y la circulación de su aire.

Sophia acordó del oxígeno y del dióxido de carbono, del dibujo en aquel grueso libro de biología que había tenido en décimo. No se acordaba si era un dibujo de pulmones, o de bronquios, o de alvéolos, pero había un intercambio de gases por difusión, por diferencias de concentración, y se acordó de cómo el dióxido de carbono hacía que la sangre fuera más ácida. ¿Por qué se acordó de eso? No tengo idea. Y ella tampoco sabía, por lo que hizo que el oído de Emma retumbara por la risa que su desvarío le había provocado.

— Bienvenida a la Tierra —irguió Emma su cabeza con una sonrisa para encontrarse con un par de ojos abiertos que luego se cerrarían a causa de un felino bostezo que sólo provocaba ternura.

     — Perdón —resopló sonrojada, con una mano sobre sus labios, la cual había intentado disimular el bostezo.

     — Estás cansada —sacudió la cabeza, y estiró su brazo para apagar la luz de la habitación; siempre se preguntó por qué no era obligación legal del arquitecto poner interruptores al lado de la cama, así como en los hoteles, ¿para qué salirse de la cómoda y adormitada posición por apagar una luz? Bueno, ella no podía quejarse: ella sí tenía un interruptor al lado de la cama—. ¿Puedes descansar, por favor? —le preguntó ya con el ambiente a oscuras, y no pudo dejar de encontrar el asombro que había en eso de tener que pedirle que descansara, pues Sophia podía dormir todo el día si así era su voluntad.

     — ¿Y qué hay de ti? —bostezó, sintiendo un poco de frío en cuanto Emma se quitó de encima.

     — Yo no me voy a ningún lado —respondió, halando las sábanas para arroparse a ambas.

     — You must be turned on —musitó, encontrándose ya entre los brazos de Emma y en el lado de la cama en el que no solía dormir.

     — I’m mesmerized… spellbound… transfixed… utterly fascinated by you —susurró, apretujándola entre sus brazos y contra su pecho.

     — Me siento mal por no reciprocarte —bostezó de nuevo.

     — ¿Quieres darme placer? —rio nasalmente contra su cabello, y ella asintió—. Descansa, por favor —susurró.

Sintió cómo Sophia había querido decirle algo, pero el sueño le ganó; fue instantáneo. En una respiración profunda ya era peso muerto.

                Emma se quedó inerte, escuchándola respirar tranquilamente, sólo intentando quedarse con ese momento en el que ella era feliz, en el que su Ego estaba extremadamente satisfecho, y en el que Sophia estaba en su cama, con ella, relajada, sin dolor de cabeza, y que quedaba en ella cuidarla del cansancio.

Cerró sus ojos, su pie derecho empezó a moverse, y, con cada inhalación de la rubia melena, sólo se acercaba más a perder el conocimiento de la misma manera en la que un mortal sin preocupaciones lo perdía todas las noches.

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