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Antecedentes y Sucesiones - 26

en Lésbicos

Las puertas del ascensor se abrieron a las seis y cuarenta y uno en el piso veintidós, justo al compás del inicio de una ligera llovizna primaveral. Agradeció el hecho de no haber sido víctima del hormonal tiempo de la costa del noreste, pues no sabía si era por dejadez, o bien, por necedad, que había decidido no llevar nada que lo cubriera además de la típica chaqueta deportiva.

            Se guardó el iPhone en el bolsillo izquierdo mientras sacaba su cartera del bolsillo anterior derecho, una Bottega Veneta marrón, una muestra de compromiso moral, esta de felicitación por su cumpleaños número cincuenta y cuatro; debía ser por eso mismo que la llevaba consigo, porque había sido un regalo de su única hija; sin embargo, también la llevaba por tener ese apéndice plastificado en el que había podido guardar la última fotografía que había inmortalizado una mejor época.

            Miró ese momento en el que habían sido capturados cándidamente: los cuatro reían a carcajadas y celebraban el éxito con el que habían absuelto el octavo semestre de arquitectura. El quinto año se reservaba, en aquellos tiempos de antaño, para estudiar aquellas electivas que les proveerían el realce y la distinción que buscaban para proclamarse “expertos” en alguna rama de la materia; habían esperado demasiado tiempo por una noción más detallada de asignaturas como planificazione territoriale, costruzione in zona sismica, planificazione territoriale (la menciono dos veces porque era la asignatura más codiciada)y consolidamento degli edifici storici, y para tomar el temido essame di stato, el cual constaba de la prueba práctica, o proyecto final, de dos sufrimientos escritos y de una tortura oral en la que profundizaban en los aspectos legislativos y en la deontología de la profesión.

            De pronto se encontró en el interior de lo que recientemente había denominado hogar. Queda más que claro que debía investigar más sobre su significado; era imposible que su carácter nómada le permitiera llamar así a cada lugar en el que dormía.

            Se sacó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá más cercano, se enrolló las mangas de la camisa y se dispuso a servirse una copa de vino blanco para acompañar la ensalada con pollo y tocino que le habían dejado. Estaba tan cansado que sintió no tener fuerzas para rezongar por la dieta con la que el room service se había empecinado en imponerle; él no sufría de gota, mucho menos del corazón.

            Habiéndose sumergido en la ráfaga de malas noticias en el televisor, se fue a la cama a eso de las diez de la noche. Por alguna razón quiso compartir sus frustraciones y preocupaciones con alguien, pero, al no tener con quién, intentó dialogar con su subconsciente mientras pretendía caer en la vulnerabilidad del sueño.

            Alessandro Volterra, desde siempre conocido como simplemente Alec para diferenciarlo de su padre, fue alguna vez un joven de veinticinco prematuros años que se dejaba llevar por todas y cada una de las emociones que experimentaba: era un irracional adultolescente incapaz de reconocer su propia culpa en todo lo que le ocurría.

            Si bien era cierto, sabía que Camilla se había dejado enamorar por aquel espigado y bronceado griego que hablaba el francés de manera tan dégoûtant que hacía que Pepé Le Pew fuera un seductor eficiente frente a Penelope Kitty. Bueno, eso fue lo que él creyó por mucho tiempo hasta que se dio cuenta de que él, entre su obsesión por querer proveerle a Camilla un estilo de vida igual o superior al que siempre había tenido —digno de descendiente de la extinta nobleza italiana—, la había arrastrado a unos meses de tedio y tensión que habían terminado por cansarla y por buscar una conversación medianamente entretenida que no tratara acerca de deudas o de dinero general. Quizás Camilla ni se había ni enamorado del presuntuoso hijo de puta, quizás había sido simplemente que no había podido entender cómo había sido posible que Alec se olvidara de ella en un proceso en el que, aparentemente, tanto tenía que ver. Ante el suceso, la boca del aretino —naturalizado romano— se llenó de insultos de los que se arrepentiría décadas más tarde: la condenó de ramera hacia abajo y se decepcionó por el simple hecho de que ella, con el brillante futuro que lograba visualizar para sus habilidades, había decidido abandonarlo no solo a él sino también a la vocación, pues, en su caso, la arquitectura no era solo una profesión que ejercería los años por venir. Siempre la imaginó siendo alguien tan trascendental y revolucionaria como van der Rohe, la que concebiría la Neue Bauhaus con algo más inmortal y trascendental que la tipografía Bayer.

            Tres semanas después de la partida de Camilla, recibió su título en arquitectura y su especialización en restauración, una palmada en la espalda por parte del decano de la facultad y la primera orden de pago de su deuda estudiantil.

            Durante los siguientes cuatro meses logró conseguir trabajos irrelevantes y de pagas mediocres que solo le permitieron cubrir los intereses que le había impuesto la maldita Banca d’Italia.

            Al tercer mes, cuando quiso abonar a capital por primera vez, se llevó uno de los más grandes insultos de su vida: su deuda había sido saldada por completo. Sabía que había sido la mujer que le había robado el corazón, la misma que le había destrozado la razón, porque solo ella podía tener la consciencia tan turbada, y ahora dinero de sobra, como para saldar una deuda ajena. Odió aún más al hombre que había abierto su bolsillo para asistirlo como si se tratara de un caso de caridad, y lo odiaría por eso, y más, hasta el último de sus días. Quiso contactarla para vociferar su indignación, para hacer la debida catarsis que había necesitado desde la tarde en la que ella le había comunicado que lo suyo se había terminado para bien. A su pesar, no lo logró. Fue tan cobarde como siempre; no intentó lo suficiente.

            Frustrado y despechado, siendo dueño de un título que le había costado no solo la misma estúpida deuda de tres millones de liras sino también el amor de su vida, le dedicó veinte minutos por cobrar a su mejor amigo. Si debía ser honesto, Flavio Pensabene no era el arquitecto más hábil, mucho menos el más creativo o innovador (un plagiador lecorbusiano), pero era de esas personas astutas que, de ser necesario, lograban vender arena en el desierto; siempre creyó que su vocación eran los negocios, no la arquitectura. No necesitó que lo convenciera mucho, ya en Italia no tenía nada que perder ni nada a qué aspirar.

            Partió de Roma en el primer vuelo PA 110 para dejar atrás los recuerdos que Camilla Rialto había logrado construir en su memoria. Juró haberla sepultado incluso antes del despegue.

            Al principio fue difícil porque llegó a intentar ejecutar las fantasías y las exageraciones que Pensabene había declamado a sus clientes; lo había afamado como el descendiente directo de da Vinci y como el Korin de la restauración arquitectónica. Conforme el tiempo pasó, ambos supusieron que el éxito lo habían conseguido por el simple hecho de ser italianos.

            Fundaron “Volterra-Pensabene Architecture & Engineering PLLC” en noviembre del noventa y tres, tras haber logrado que Henry Bergman, un niño pudiente que se había graduado de Environmental Science & Engineering Track de Harvard, aportara con lo correspondiente al veinticuatro por ciento, lo justo como para ser importante pero no para ser lo suficientemente dominante. Utilizaron sus reputaciones y el nombre del estudio para ser considerados elegibles para ostentosos proyectos del mundo corporativo y para poder participar en el mundo de las licitaciones gubernamentales. Lograron asegurar un contrato municipal que duraría exactamente hasta el treinta y uno de diciembre del dos mil uno: se terminaría junto con el período de Giuliani.

            Los tres socios del estudio habrían seleccionado al candidato de ascendencia italiana si no hubiese sido que las leyes lo condenaban como inelegible por haber alcanzado el máximo de períodos servidos, y, a decir verdad, entre Green y Bloomberg, terminaron por inclinarse por aquel que poseía la rigidez y la capacidad suficiente como para que el aquel-entonces-alcalde lo avalara; sin embargo, tanto a Volterra como a Pensabene les pareció inhumano, algo propio del carácter crudo y natural de la política, que las pláticas de la restauración de Ground Zero comenzaron el mismo día en el que el magnate había tomado posesión del 253 en Broadway. Pensaban que las víctimas, y las familias de las víctimas, merecían mayor respeto y un prudencial tiempo para el duelo por el que atravesaba la ciudad; el país inclusive.

            Bergman, sin embargo, había estado en absoluto desacuerdo. Él creía que era la oportunidad perfecta para dar el siguiente paso: aparte de dejarles millones de por medio, los inmortalizaría en los libros de historia.

            Volterra lo recordaba como si hubiese sido ayer: el catorce de marzo del dos mil dos, Pensabene había irrumpido en la oficina de Bergman, con la frente llena de sudor y la corbata floja, y había ido directo a tomarlo por el cuello con la clara intención de matarlo. “Figlio di puttana!”, lo escuchó gritar, obligándolo a reaccionar para separar al italiano del americano. “Ti ucciderò, porco di merda!”, continuó gritando mientras era alejado del ingeniero. Sucedió que Bergman emitió una propuesta, bajo el nombre del estudio, para reconstruir Lower Manhattan. Pensabene, más que Volterra, estaba en absoluto desacuerdo, y así lo había pronunciado.

            Fueron muy claros con el ingeniero judío, porque ellos nunca más se verían envueltos en contratos municipales, mucho menos estatales o gubernamentales, o en la política en general, por su tan inhumano carácter; sin embargo, ya era demasiado tarde. Él los había acusado de hipócritas, de mojigatos. Afortunadamente, sintieron un grato alivio tras la primera ronda de votación pública, pues cancelaron todo diseño e intención que proviniera del estudio que habían fundado. Bergman insistió, especialmente porque se habían proyectado más de diez billones de dólares para reconstruir aquella zona, pero los italianos, una vez más, se negaron rotundamente; ahora se ganaban la vida a costillas de personas naturales y no de los impuestos que ellos mismos pagaban. Esto último no era negocio redondo. Además, Volterra había conocido a una simpática ilustradora, casi una década menor que él, que le había regresado las ganas de querer a alguien bajo la sombra y el estándar que Camilla había dejado en él hacía tantos años. Él no necesitaba un proyecto que implicara responsabilidades monstruosas y que lo distrajeran de su nuevo interés amoroso; él estaba cómodo con su desempeño como el arquitecto designado para gran parte de la realeza neoyorquina, de las esposas ornamentales de los banqueros, y de todo aquel magnate que hubiese decidido contratarlo tras el artículo de tres páginas que habían escrito sobre él en Architectural Digest.

            El catorce de noviembre del dos mil dos, Henry Bergman llegó, como todos los días, al condominio de Carnegie Hill en el que había vivido durante los últimos tres años con Martha, su esposa, y Ray, su hijo de catorce meses. Arrojó las llaves en la mesa consola de la entrada, le dio un rápido vistazo al rimero de facturas por pagar y se quitó la gabardina mojada. Sonrió ante el aroma que salía del horno de la cocina, un pollo con verduras, y subió a su habitación tanto para saludar a su esposa y a su hijo como para darse una ducha que le evitara un resfriado. Cuando abrió la puerta de su dormitorio, lo único que vio fue la complacida sonrisa de Pensabene. “Quid pro quo, porco di merda”, le dijo la mirada del arquitecto mientras sodomizaba a Martha. Pensabene, siendo el hijo de puta calculador que era, contaba con eso; lo había esperado con ansias. Era un salvaje.

            El lunes siguiente, Bergman le tiró en la cara los documentos que hacían constatar que él renunciaba al maldito veinticuatro por ciento y a ser parte del estudio en general. De paso, le informó que dejaría a Martha en la calle y que le quitaría al fucking asshole que se rehusaba a aceptar como hijo, y que todo sería su culpa. Pensabene se restregó todo aquello por las enormes bolas lampiñas que tenía y disfrutó, hasta su último respiro, saber que Bergman había fallado en todo, pues luego le colocó un anillo a Martha, le dio el apellido a Ray, y Bergman perdió ante Liebeskind no solo el diseño arquitectónico de lo que luego se conocería como la Freedom Tower, sino también todo aquello que lo había llevado a conocer la felicidad.

            Ahora, casi quince años después de que todo había salido casi como un tiro por la culata para todos, Alessandro Volterra sufría de insomnio. Había dado vueltas y vuelcos en la cama, había intentado contar ovejas y había intentado resolver la Conjetura de Hodge por enésima vez. Eventualmente se durmió; pero, a los catorce minutos exactos, la alarma lo despertó con un estrepitoso sonido no apto para cardíacos.

            Se miró al espejo y se negó a saberse cansado. Intentó convencerse de una fantasía en la que había dormido plácida y placenteramente durante siete horas para aprovecharse del poder de la autosugestión, pero bastó un bostezo para que todo se le viniera abajo. Se veía mal, como un bollo de mierda, pero su cara era algo con lo que solo un cirujano plástico podía lidiar. Él ya se había acostumbrado.  Últimamente se sentía como en un estado influenciado por la euforia de alguna droga que le agudizaba los sentidos hasta provocarle lo más parecido a la sinestesia, había caído en las parafernalias de la paranoia y sentía como si su cabeza hubiese duplicado su tamaño por algún tipo de cefalea o inflamación. Esto último se lo achacaba, en parte, al rumor que había escuchado de la boca de Segrate, alguien en quien podía solo creer la mitad gracias a la inmunda desconfianza que Emma le tenía desde que se había enterado de la razón de su despido del estudio de Bergman: había robado los planos de un proyecto que había costado asegurar y que costaría más ejecutar gracias a sus actos corruptos. (Pensabene, cuyo hijueputismo permanece vivo, ríe a carcajadas cada vez que eso se menciona en estos textos).

            El rumor había sido basado, o justificado, en algo que Segrate había escuchado en el bar en el que había celebrado el fin de su deber cívico que lo había privado de tres días de paga —porque Volterra era benévolo y generoso pero no tanto—, algo por las líneas de “I overheard someone telling the bartender that…”. Si tan solo el verbo “overheard” no fuera hermano de “eavesdrop”, algo ultimadamente de dudosa fuente fidedigna y que delataba lo ruin de su intromisión.

            Y la parte de sentirse bajo los efectos del ácido era que, tras el chisme de Segrate, había tenido que salir en busca de lo más parecido a un poco de aire fresco —una taza de café— para reinstalarse la cordura. En su camino hacia el break room, se había encontrado con Alexa, la hija menor de Belinda, que bailaba alguna de esas canciones populares que contagiaban. Le preguntó qué escuchaba, porque por alguna razón le había parecido tierno el hecho de que bailara sola, aunque acompañada de un par de audífonos gigantes que parecían de esos que utilizaban los que dirigían los aviones sobre la pista. La pequeña se arrancó la diadema y se la colocó sobre la pelonía. Volterra se había perdido entre la adrenalina del maldito “Con lo’ terrorista’” y había quedado directamente en sintonía desde entonces. El maligno sonsonete le retumbaba en lo más profundo de la consciencia y hacía que sintiera como si la cabeza estuviese lo más próxima a estallarle.

            Se duchó con menos ánimos de los habituales. Intentó acordarse, por enésima vez, de alguna melodía que le trajera paz y tranquilidad. Consideró hasta las fútiles canciones de Céline Dion, pero no funcionó. Desayunó lo que le dejaban todos los miércoles a las 5 a.m. en punto sobre la barra desayunadora; huevos benedictinos, hoy con tomates rostizados y con una guarnición de espinaca y papas salteadas. Se tragó un par de Advil con el smoothie de la ocasión, y dudó si era, quizás, el momento perfecto para acudir a un especialista que tratara su ansiedad con un poco de lorazepam.

            Siendo un pragmatista por elección, porque no le venía de modos naturales, prefirió pensar en eso que tanto le angustiaba mientras se arrojaba el jeans de siempre y alguna camisa que fuera lo suficientemente versátil como para ser acompañada por cualquier chaqueta de su reducido armario.

            Odió el hecho de no haber podido caminar hasta Rockefeller Center por la llovizna que parecía no haber cesado durante la noche y, odiando más el hecho de tener que tomar un taxi por diez dólares, estuvo a punto de perder los estribos cuando el maldito “Harlem Shake” sonó a través de las bocinas del auto. Quiso escapar, pero eso, en un hombre de su edad, solo pondría en tela de juicio su cordura mental. Se aguantó.

            El taxi lo dejó justo frente a la estatua del Atlas que siempre le había gustado. La miró a los ojos. Con verdadero desprecio, le sacó el dedo del medio y vociferó alguna barbarie en italiano para no recurrir al escupitajo que se merecía. Claramente estaba perdiendo la cabeza.

            Casi lo atropella el taxi que lo había llevado cuando cruzaba 50th Street para incorporarse directamente a Rockefeller Plaza. Fue hasta en ese momento que notó la publicidad de mal gusto en la que lo habían recogido con la nefasta canción. “Flashdancers”, un club exclusivo para “caballeros”. Le gritó que se metiera el dedo por el culo e inmediatamente se arrepintió. Sí, estaba cediendo a la locura.

            Encaró el versículo de Isaías (33:6), el cual había entendido hasta el lunes por la mañana.

            «“Widsom and Knowledge shall be the stability of thy times”», leyó tal y como lo había hecho hacía exactamente veinte años con seis meses y cuatro días; su primer día de trabajo en aquel piso que Pensabene había comprado de Tishman Speyer tras haber recaudado tres cuartas partes de los fondos contando cartas en el Caesars en Atlantic City. Había sido un sinvergüenza astuto, no cabía duda. Releyó el versículo y, estando convencido de que la cordura era algo que se le escapaba de las manos, maldijo al hombre que había decidido llevar una vida de excesos por haberlo abandonado tan rápido. «Puto», le dijo con esa sonrisa que delataba el cariño con el que lo insultaba. Se carcajeó unísonamente con el recuerdo de su mejor amigo y le prometió, no, le juró, que él no sería la razón por la cual todas sus astucias se vendrían abajo, y le pidió, más bien le imploró, que le iluminara el camino correcto. Aclaró que su súplica era a Pensabene y no a Dios, porque Dios le mostraría el camino del bien y él no necesitaba eso. Necesitaba una infusión canallesca.

            Abrió el estudio como todos los días desde que se acordaba. Ya lo esperaba Mike, el joven muchacho que limpiaba pisos y ventanas por las mañanas y que aspiraba las alfombras los viernes por la tarde. Volterra no juzgaba su metodología de trabajo, pues, aunque le costara aceptarlo, nunca había tenido que utilizar un trapeador en su vida; le importaba un comino si Mike quería cantar y bailar al compás de los Jackson 5, o de Madonna, mientras trabajaba con la mopa o con la Hoover.

            A las seis y media encendió su iMac, acordándose de cómo Pensabene siempre le dijo que eso era para la arquitectura como lo eran los tacones para los hombres, e hizo una nota mental de emboscar a Emma para saber si todavía estaba interesada en discutir la idea que le había llevado en algún momento del año anterior: ella quería algo en lo que los programas de Autodesk corrieran tan bien como los de la suite de Adobe. Odiaba aceptar que una niñita de casi treinta años no solo tenía la razón sino más visión que él.

            Acompañó su primera taza de agua sucia con un poco de Sinatra y Billie Holiday y los correos electrónicos que debía responder a pesar de que sabía, desde un principio, que ignoraría la mayoría.

            Escuchó las risas que compartían las mujeres que recién llegaban al estudio. Les envidiaba la buena disposición a tan tempranas horas de la mañana y la habilidad que tenían para cincelar una sonrisa complaciente, pero sincera, que les durara todo el día. Pensaba que nadie podía ser tan feliz siendo una secretaria. Cuán equivocado estaba.

            Entre su divagación y los disparates que lo distraían de lo importante, al punto de que estaba por pasar por alto un proyecto de ocho cifras, padeció del mal de Segrate y escuchó cómo dos de ellas discutían cuál era la mejor canción de Chubby Checker. El tema de conversación, por alguna razón, se fusionó con su obsesión con Mad Men, la serie que recién descubría por recomendación de la misma mujer que le había obsequiado la cartera Bottega Veneta.

            Nunca había pensado en eso, pero se imaginó la escena en la que la espina dorsal del estudio se apeaba del B Train. Era tan contemplativa y etérea, casi sensual, como una versión de “Summertime” en la que participaría Ella Fitzgerald sin Louis Armstrong. Las cinco mujeres que se encargaban de contestar los teléfonos, de inventar excusas para protegerlos de sí mismos cuando de un cliente tedioso se trataba, o cuando atacaban esas magníficas ofertas bancarias que parecían ser imposibles rechazar, esas mujeres que se encargaban de acordarles que debían tanto comer, quizás estirar las piernas también, como de las reuniones que habían programado con antelación o con urgencia, esas cinco mujeres que sufrirían con el deceso del Gchat, carecían de sombreros, guantes y peinados con demasiada laca, carecían también del mal hábito del cigarrillo y de lo que parecía ser una devoción por las ensaladas para compensar las monumentales hartadas en el almuerzo, y se habían rehusado a sexualizarse hasta combatir el pérfido estereotipo de las “sexcretaries”. Allí no había una Joan, mucho menos una Megan.

            Tenían salarios competitivos gracias a la comodidad, o a la poca paciencia, que tenían Volterra y Emma para pasar por el doloroso entrenamiento de un potencial nuevo integrante del personal de asistencia; preferían comprar lealtad vitalicia con un paquete de beneficios e incentivos al que valía la pena aferrarse. Lo consideraban una inversión.

            Caroline era la veterana, la líder, la cuasimamá del grupo de cinco en total. Había sido contratada en mayo del dos mil uno, a sus veinticuatro años recién cumplidos. Tenía un grado en contabilidad de la Universidad Estatal de Nueva York, pero, precisamente porque la necesidad tiene cara de hereje, se abrió ante la posibilidad de que un trabajo de secretaria —en aquel entonces— era casi tres veces mejor pagado que uno en el que ejerciera como una de las pocas vaginas en la profesión. Debió ser, más que su habilidad, su parecido con Carla Gugino, aquella mujer que había ocasionado estragos en Flavio Pensabene cuando la había visto en el video de “Always”, quizás la peor canción de Bon Jovi. Como el Arquitecto Pensabene no tenía escrúpulos, y pensaba la mitad del tiempo con la cabeza de abajo, la contrató para que fuera la primera impresión con la que sus clientes se encontraran al entrar al vestíbulo del estudio que recién remodelaban. Sus pocas preocupaciones la habían hecho envejecer con gracia, como si el tiempo no la atropellara con crueldad.  

            Ella llevó a Liz, «short for Elizabeth», en el dos mil cinco para dividirse el trabajo, para aligerarse la carga y duplicar la efectividad. Había sido víctima de un recorte de personal en Delta Airlines luego de que se declararan en quiebra, y el trabajo de secretaria era solo temporal. Ella no era ninguna Carla, pero tenía su gracia: su nariz aguilucha era su orgullo más grande, en segundo lugar estaban sus enormes pestañas y, subsecuentemente, su largo, liso, y abundante cabello marrón. Se enamoró de cómo sonaba el italiano que hablaban entre los arquitectos, de sus creaciones y de cómo escuchaban su opinión cuando resultaba ser el factor decisivo en un debate de buen gusto o de funcionalidad. Se terminó quedando con la idea de jubilarse y retirarse allí. Adoraba las blusas y los suéteres amarillos y el rastro de Acqua di Parma que dejaba el arquitecto Pensabene. Le encantaba ver, con cierta envidia ambiciosa, cómo las arquitectas flotaban al caminar en esas agujas de suelas rojas. Le fascinaba el trabajo en sí, tanto que se había visto moralmente obligada a leer varios libros de índole For Dummies sobre arquitectura, paisajismo e historia del arte, y a tomar un par de cursos para comprender y aprender lo más básico de AutoCAD, SketchUp e InDesign. Volterra le regaló, para su trigésimo cumpleaños, los cinco niveles de Rosetta Stone para aprender italiano. Sus placeres pecaminosos incluían “Better Be Good To Me” de Tina Turner, hundir las papas fritas de McDonald’s en un milkshake de vainilla y los calientes veranos neoyorquinos.

            Luego, en el dos mil siete, con la llegada de Emma, contrataron a Tamara, la mujer que había tomado la decisión de trabajar hasta tener el dinero que necesitaría para poder costearse, sin deudas, la carrera en Diseño Urbano y Estudios Arquitectónicos en NYU. Al principio era responsable de Belinda, Nicole y Emma, hasta que la última fue relevada por Rebecca. Le gustaban las películas de Quentin Tarantino, especialmente “Pulp Fiction”, lo cual abría una amplia gama de temas de conversación con Belinda. Disfrutaba de esa literatura que trataba sobre romance, retorcido o idílico, y que no excedía los diez dólares, y era, muy posiblemente, la fanática más grande de “The Fresh Prince of Bel-Air”. Era absoluta: vivía sola, no le interesaban las relaciones sentimentales —solo aquellas ajenas y sobre las que leía— y no sabía si sentía atracción por ambos géneros o por ninguno.

            Les costó encontrar a Gaby. Caroline comparó el proceso de reclutamiento con un parto natural y sin epidural, a Liz le divirtió porque nunca había interactuado con Emma como para conocer sus florituras y a Tamara le fue excepcionalmente indiferente.

            Gaby es Gaby, no necesita mayor explicación.

            Y entre las cuatro encontraron a Cleo, la afortunada mujer que terminaría de criar a los niños —los ingenieros—, aquella deliciosa mujer morena que se había encargado de dividir su atención siempre en tres partes iguales, pues tenía tres hijos y tres ingenieros con los que debía mantener el ritmo y un alto y brusco nivel de burlas y fastidios que no se malinterpretaran como insinuaciones. No se quejaba de lo que tenía que hacer porque nunca sería tanto ni tan intenso como cuando trabajaba en Sullivan & Cromwell, y le gustaba que tenía un horario de entrada y uno de salida, porque solo así podía llegar a casa a las seis de la tarde para tener que lidiar con los primeros tres múltiplos de dos y Chris, su esposo y programador SAP ABAP que trabajaba, a distancia, para AB InBev.

            En fin, Volterra sabía que las cinco tomaban el B Train. Caroline lo tomaba en Newkirk Plaza, y las recogía en Church Avenue, en Prospect Park, y en DeKalb. Emergían para caminar junto a las joyerías y hacían una breve escala en Pret A Manger para comprar los desayunos de aquellas que habían sacrificado las loncheras por tener diez minutos más entre las sábanas o en la ducha. Doblaban junto a Gap y caminaban derecho para arrepentirse de la comida saludable que llevaban o que habían comprado en cuanto inhalaban los aromas de los changarros de comida sobre 48th Street, y luego se incorporaban a la zona peatonal de Rockefeller Center. Se despedían de Mike; ellas que entraban y él que salía, y cada una se iba por su camino hasta la hora a la que acordarían el almuerzo en el transcurso del día.

            Caroline hacía una breve inspección en las áreas comunes e inhalaba profundamente para corroborar que el aroma que había utilizado Mike fuera el correcto. Cuando decidía que olía a plumeria, como todos los días, abría las ventanas del break room y oscilaba las de la sala de reuniones, dejaba agua para Jason, se aseguraba de que todos los baños tuvieran jabón y papel para limpiarse las manos y aquellas íntimas áreas del cuerpo, y que cada cabina tuviera la correspondiente vasija con suculentas que inteligentemente escondían el origen del olor a romero y bergamota que encubrían las atrocidades que ocurrían, casi exclusivamente, en las cabinas que utilizaban los ingenieros y el paisajista. Luego se encargaba de poner café americano.

            Liz saludaba al Arquitecto Volterra con un cappuccino, un vaso con agua y un par de Pop Tarts de canela y azúcar, o de rollos de canela, que había calentado hasta alcanzar la perfección de lo ligeramente tostado. Revisaban la agenda del día para estar en la misma página, o para hacer los cambios respectivos, y cerraba la puerta tras ella, pues el arquitecto hacía una llamada, a las siete en punto, en la que solo sabía reír como nunca lo hizo con Patricia, la ilustradora de hacía más de una década. La longitud de la interacción al teléfono dependía de los quehaceres que a veces se imponían desde temprano.

            Cleo se encargaba de ponerse al día con los sucesos de relevancia mundial y con las últimas añadiduras al blog de Overheard in NYC para disfrutar de su desayuno con cuidadosas carcajadas. Se abstenía a hurgar y a orear el área en la que los ingenieros laboraban a ventana cerrada, pues eran muy particulares con todo, casi supersticiosos: no les gustaba que manos ajenas tocaran sus estaciones de trabajo y, como ninguno llegaba antes de las ocho, lograba tener casi dos horas libres del dandismo de Segrate.

            Tamara recopilaba recados, repartía la correspondencia y preparaba los escritorios de las arquitectas Hayek, Ross, y Fox con jarras de agua y vasos. A Belinda le ordenaba los periódicos en orden de mayor a menor circulación y encendía la pequeña fuente de cuencos de cobre que ayudaban a la relajación de Rebecca. La oficina de Nicole, sin embargo, se mantendría intacta e inerte hasta que concluyera la baja por maternidad; bajo circunstancias normales, la única actividad se reducía al cuidado de las tres pequeñas macetas que mantenía para sentirse anclada a la naturaleza de cuando en vez.

            Gaby encendía ambas iMac, revisaba correos para escribir, en post-its, únicamente lo relevante en una codificación por colores: rojo para clientes o proveedores con consultas sobre presupuestos o facturaciones; naranja para solicitudes o consultas arquitectónicas de potenciales clientes; verde para solicitudes o consultas de diseño de interiores de potenciales clientes; amarillo para solicitudes o consultas de potenciales clientes en ambos campos de diseño; violeta para recordatorios sobre reuniones, plazos límites, devolución de llamadas, etc.; gris para solicitudes y consultas de clientes vigentes; y azul para asuntos personales y todo lo que debía estar off the books. A Sophia le entregaba todo tipo de información en post-its rosados —los que le sobraban— porque no le importaba eso con lo que Emma era tan estricta. Revisaba la aplicación que fácilmente la tachaba de acosadora, pues le decía exactamente en dónde se encontraba la arquitecta… de paso la Licenciada Rialto también. Y, cuando notaba que Emma salía del 680, ponía la tetera y revisaba que el vidrio de la taza no tuviera manchas de agua del día anterior. De ser necesario la lavaba. Cuidadosamente, colocaba una blonda desechable blanca con estampado de ruiseñores azules sobre el pequeño plato transparente, colocaba la taza y situaba la bolsa de té sobre las dos mentas.

            El tiempo era justo: acomodaba la futura infusión al lado izquierdo del teclado, abría Google Chrome para tener listo su correo, una pestaña con el New York Times, otra con la Repubblica, y lo devolvía a la página principal, esa que la saludaba con su nombre, la temperatura local en grados Celsius, un reloj con formato de veinticuatro horas, la todo list de la semana y una pacífica fotografía que debía relajarla día con día. Hoy era de las islas Roca de Palaos. Finalmente, se retiraba al vestíbulo para intercambiar una que otra palabra con Caroline mientras Emma llegaba.  

            —Buenos días —le sonrió Gaby como todos los días.

            Emma se tardó un poco en reaccionar. No sabía por qué, pero había entrado al estudio con los audífonos puestos. Debía ser esa aberración que había encontrado en la lista colaborativa que tenían Phillip y Sophia en Spotify, esa que había escogido por equivocación pero que no había criticado hasta en ese momento. «Get the fuck up!», exhortaba Pharoahe Monch, algo que se escuchó perfectamente bien por el alto volumen. Fue por vergüenza, por las perplejas miradas de Gaby y Caroline, que arrancó la espiga de su teléfono y luego los audífonos de sus orejas.

            —Buenos días —intentó sonreír, pero tanto la vergüenza como el dolor de cabeza no la dejaron hacerlo con naturalidad­—. ¿Tienes algo para mí? —le preguntó a Gaby mientras, como todos los días hábiles, caminaban hacia su oficina en lo que enrollaba sus audífonos alrededor de sus dedos.

            —No mucho —asintió, mostrándole que tenía una hoja roja, un par de violetas y una azul.

            —Un día tranquilo —opinó impasiblemente, casi hastiada por cuánto se le estaba dificultando guardar el maldito cable, pero no se rindió, no señor, porque rendirse significaría un enojo innecesario el día siguiente y no le gustaba enojarse los viernes.

            —¿Se siente bien? —susurró, tendiéndole la mano para indicarle que ella se podía encargar de los audífonos también; había visto suficientes veces cómo los enrollaba para evitar un caos de tripas y para cuidarlos de un nefasto falso contacto por abuso.

            —No —rio nasalmente mientras le alcanzaba ese artificio que Satanás había corrompido, pues solo él podía permitirle escuchar música de Color Me Badd—. Amanecí con náuseas y con un dolor de cabeza muy incómodo —añadió, arrebatándole los post-its de las manos—, de esos dolores de cabeza que no sabes si son porque no has comido bien o si son porque evolucionarán a migraña. Mi mamá siempre ha dicho que lo primero que hay que hacer es comer y luego drogarse.

            —Creo que Liz tiene Emetrol, lo toma a veces en el subterráneo, y, si de comer se trata, puedo calentarle un bagel —repuso ella.

            Reparó, por primera vez en los años que llevaba trabajando con Emma, que era la primera vez que mencionaba a su madre en un plan que no fuera turístico, es decir, que no involucrara un boleto de avión Nueva York-Roma o viceversa, o que no implicara un envío express por DHL. Se preguntó si la Señora Pavlovic era como su hija, tanto a nivel físico como a nivel intelectual y psicológico.

            —Necesito mayor sustento que eso —disintió Emma mientras revisaba sus quehaceres del día—. La vez pasada le conseguiste un croissant a Sophia, se veía comestible —dijo, notando cierta ambigüedad en el sentido semántico, ¿era Sophia o era el croissant lo que se veía comestible aquel día?

            Le dio risa.

            —¿Quiere que le traiga uno? Es de la cafetería de aquí mismo —señaló hacia abajo.

            —Te lo agradecería mucho —asintió con una ligera sonrisa y se detuvo frente al escritorio de la mujer que probablemente la consentía más que su propia progenitora—. Creí que Margaret vendría a las diez y media —comentó con su ceño ligeramente fruncido ante el cambio de planes que veía en el post-it azul.

            —Escribió hace unos momentos para reprogramar.

            —Será divertido —suspiró, porque lo era a pesar de que su cuerpo no lo demostrara en esos momentos.

            —¿Le traigo algo a la Licenciada Rialto también?

            —No debe tardar —se encogió entre hombros, no pudiendo evitar que se le escapara una ligera sonrisa inspirada en la ternura que le daban los intentos de Gaby de enrollar la lengua para pronunciar el apellido de su prometida—. Se estaba vistiendo cuando me fui.

            Emma frunció su ceño de inmediato. No supo por qué carajo había revelado tal información. Debía ser su propia inestabilidad cerebro-estomacal. ¿Por qué le había dicho eso? ¿De qué le servía a Gaby saber que no se quedó para ver cómo le tallaba la tanga azul que estaba por estrenar ese día? De nada más que para pervertirle y arruinarle la mente, pensó.

            Se retiró a su oficina mientras tarareaba la única parte que le había resonado en la razón gracias a su Ego: «You want me, I can see. Plain and simple reality. Baby, don’t deny it, keep it real. I already know how you really feel». Se preguntó por qué no llamaba a Sophia así; baby, no con frecuencia.

            Gaby, tampoco sabiendo por qué carajo había compartido tal detalle con ella, algo que probablemente se debía al malestar que sentía, no pudo dejar de preguntarse por qué no había podido esperar cinco minutos más a que su novia terminara de vestirse para llegar juntas. Llegar a las siete y veinte no era el fin del mundo, no para ella. Por un momento pensó en cómo, quizás, su jefa encontraba eso tan sensual que era incapaz de presenciarlo sin someter a la Licenciada a un acto pariente de una violación, algo que no se hacía en cinco minutos sino en unos veinte, lo cual ya era demasiado. A raíz de esto recordó las particularidades de su jefa con respecto a la puntualidad, o al sacrilegio de la impuntualidad en todo caso, y supo que su día ya era lo suficientemente malo como para agregarle el imperdonable factor de los informales e inconstantes compromisos con el tiempo.

            Regresó para encontrarla en un estado demasiado deplorable para lo que estaba acostumbrada a ver en ella: respiraba profundamente como lo hacían en las prácticas de meditación oriental y se masajeaba las sienes mientras repetía un mantra que debía quitarle las molestias con el mismo poder de autosugestión que había intentado invocar el Arquitecto Volterra hacía un par de horas frente al espejo.

            Se devoró el croissant de omelette de chalotes, champiñones frescos y gruyer, con algunos intentos de devolver no solo el último bocado sino la enorme ensalada griega —sin aceitunas— que había cenado. Limpió su paladar con una mezcla orgánica de té negro y limonada, e hizo eso que asustaba a cualquiera: se tragó el Emetrol con dos sorbos de Pepto-Bismol Max, los cuales culminó con dos Alka-Seltzer Extra Strength que había arrojado en lo que pudieron ser un par de gotas de agua. Hizo el mejor esfuerzo para no vomitarlo todo. Alguno de esos medicamentos, o los tres, debían funcionar. Y nunca había probado la mierda, no directamente o a cucharadas, pero supuso que debía saber a saborizante sintético de cereza.

            Para Gaby, su expresión facial de asco y turbación era como ver a Jack cuando tenía que forzarle un poco de Tylenol en el esófago tras cualquier coctel vacunal; no importaba si era con saborizante de uva o de cereza.

            Justo cuando luchaba contra las náuseas, el vómito, o un pedestre regüeldo, la rubia se detuvo bajo el umbral de la puerta. La miró un tanto asustada, pues, en cuestión de veinticinco minutos, treinta como mucho, su prometida había empeorado hasta el punto en el que había tenido que dar a conocer, una vez más, su propensión al abuso de las drogas y de cualquier remedio en exceso o exageración. Era inútil preguntar si se sentía bien y era más inútil preguntar si necesitaba un doctor, pues, de necesitarlo, lo pediría sin reservas ni tapujos.

            Se acercó en silencio y, sin importarle la presencia de una Gaby que intentaba crecer un tercer brazo, se inclinó un poco hasta ahuecar la mejilla de la arquitecta para tomarle la temperatura. Sintió profundo alivio al no sentir un quebranto de fiebre, porque un padecimiento como ese solo significaría que la privaría de cualquier tipo de intimidad para evitar intercambios de secreciones corporales y un posible contagio de uno de esos resfriados de primavera de los que tanto había sido advertida. Y, como reflejo del alivio, se inclinó un poco más hasta darle un beso de esos que, aunque no curaran malestares físicos, servían como la más fugaz pero perfecta distracción.

            Gaby se excusó con una sonrisa de enternecimiento. Eran momentos como esos los que humanizaban a su jefa. Con el mismo sigilo con el que salió de la oficina, entró de nuevo para dejar el desayuno que ya vería Sophia si comía o no, eso a ella le daba lo mismo. Le sirvió el croissant, este con omelette de tomates secos, espinaca y alioli de aguacate, un vaso con jugo de naranja recién exprimido y la siempre presente taza de cafeína para que empezara bien el día… o,  al menos, para que lo empezara mejor de lo que Emma había comenzado el suyo.

            —Well, don’t you look like you’re begging for someone to spare you? —rio la rubia mientras se erguía para terminar de llegar—. I thought you were immortal.

            —¿Inmortal? —resopló Emma—. Difícilmente —dijo, siguiendo con la mirada al ajustado jeans azul oscuro como si tuviera rayos X para contemplar lo que llevaba bajo este—. Hamartia: Pandora era curiosa, Perseo era ansioso, Hércules era de carácter explosivo, Belerofonte era arrogante y Talia era ambiciosa.

            —Y a ti te dieron dolores de cabeza —entrecerró la mirada, porque su explicación, a través de una autocomparación mitológica, era la definición de la arrogancia.

            —Una cabeza como esta tiene que doler —asintió su Ego.

            Emma se puso de pie.

            —Me imagino —rio la rubia, deteniéndose de golpe al ver el croissant que la esperaba—. Sí sabes cómo funciona esto, ¿verdad? —La miró de reojo, a lo que Emma respondió con una mueca que podía catalogarse como defensiva, pero no había nada que pudiera decir al respecto: no iba a ser tan cínica, no le explicaría cómo era el proceso normal de ingestión—. Vi cómo te tragaste, por lo menos, tres medicinas que no vas a dejar que te quiten el malestar. Si de evitar una gastritis se trata, o algo para lo que quizás necesites Imodium o un corcho, la que tiene que comer no soy yo —dijo, fallando en contenerse una ligera y burlona carcajada.

            —Tragué Pepto-Bismol, si eso no me arregla es porque se trata de algo grave —suspiró Emma—: ya sea una úlcera o el milagro de la vida —rio, dándose unas ligeras palmadas en el vientre—. Yo ya comí, pero no pierdo nada con ofrecerte un pequeño refrigerio.

            —Entonces, como buena anfitriona que eres, lo que sigue es que me acompañes, ¿no? —la miró de reojo.

            Emma le ofreció, con un gesto frívolo, aquella mesa de café a la que podían sentarse para terminar alguna conversación pendiente o para comenzar una nueva.

            —¿No vas a preguntar de qué es? —preguntó la arquitecta, intentando disimular su asombro ante el insensato e irrefrenable mordisco que la rubia estaba por consumar.

            —Es la bendición de ser omnívora —disintió y reanudó el mordisco hasta que pudo arrancarle la primera porción—. Además, sé que ni tú ni Gaby me darían caviar por la mañana, mucho menos caviar en croissant —enarcó ambas cejas, porque no había nada más sobrevalorado «y asqueroso» que la hueva de pescado—. No arruinarías un croissant —le acordó de la santidad de la viennoiserie.

            —No, no lo haría —sonrió con los ojos cerrados.

            —¿Dormiste bien? —Se echó contra el respaldo del sillón para disfrutar de un sorbo de jugo de naranja.

            —Realmente no —suspiró, decidiendo sostener su cabeza en la palma de su mano.

            —¿Algo de lo que quieras hablar?

            —No he escuchado nada de Oceania —contestó Emma contra todo pronóstico de evasión tangencial—. Les envié todo la semana pasada y todavía no escucho nada.

            —¿Qué esperas que te digan? —resopló, porque a veces le parecía gracioso ver cómo su Ego le exigía los encomios que terminaban sobrando; ambos sabían lo que habían hecho, sabían que habían sobrepasado los parámetros de la perfección, sabían que habían superado las expectativas de un cliente que sufría de eso que ambos consideraban «gusto promedio, nada especial».

            —¿Honestamente? —repuso Emma.

            —Soy toda oídos.

            —Credo che ho fatto il passo più lungo della gamba —le dijo.

            —¿Por qué crees eso? —inquirió, intentando no sonar ni tan asombrada ni tan preocupada por la honestidad tras esa declaración que tenía sabor a confesión.

            —El hecho de que haya leído una docena de libros sobre ingeniería naval no me hace una experta del nivel de Fincantieri, no me hace una experta en lo absoluto —suspiró—. Sé que tomé el proyecto por arrogancia, por curiosidad, por ambición y por ansiedad —dijo como si estuviera tomando todos y cada uno de los defectos que habían provocado las caídas de los héroes trágicos que había mencionado previamente—. Estoy pretendiendo jugar un deporte para el que no estoy ni física ni mentalmente preparada; no conozco las reglas.

            —¿Y desde cuándo tienes a las reglas en alta estima? —Intentó no reír.

            —No se trata de que mi arrogancia decide poner una pared roja en donde se ha pedido una blanca porque sabe más y mejor que el cliente, porque el cliente es un culo pensante, alguien con mal gusto o con un sentido de apropiación de gusto. Se trata de que la física es algo que se respeta.

            —¿Debo inferir que has desafiado a Newton? —preguntó indiferentemente, más que nada porque sabía que, si de respeto se trataba, Isaac era una de las pocas personas a las que la Arquitecta Pavlovic respetaba ciegamente.

            —He intentado respetar las magnitudes físicas —se encogió entre hombros—. Pero he hecho y deshecho eso que representa la marca: he pisoteado el espejismo del lujo y del buen vivir y les he mostrado la sobrevaloración y la baratería que se han acostumbrado a vender; les he propuesto compensar casi media hectárea de mármol con un sistema de panal para reducir el peso de los pisos; les he ofrecido una alternativa elegante y liviana para reconsiderar esos trillados barandales por los que ni quieres vomitar, por los que ni se te antoja suicidarte; les he expuesto modos profusos, boatos y fastos para inspirar un estilo de vida a través del buen vivir; les he sugerido una idea de magnificencia con las que les cueste lidiar durante la primera impresión para que se tengan que ver forzados a revivir la experiencia no una, sino varias veces; les he planteado un concepto de calidad de elegancia que sea incomparable e inmensurable a un precio que yo llamaría “asequible” —dijo, dibujando las comillas aéreas con la rigidez de sus dedos—. Soy tan arrogante que pienso que voy a años luz de esa visión e intención de lo que una buena experiencia significa: tomé todos esos elementos que me hicieron sentir cómoda y consentida en el hotel más fino a pesar de estar en la ciudad que más desprecio. Pretendo entregarles un concepto de hospitalidad, quizás revolucionario, para combatir esa concepción de que más es mejor y de que la extravagancia contemporánea en ningún momento es sinónimo de la intemporalidad de la sofisticación, y pretendo destruir esos horrendos diseños que te obligan a pagar veinte mil dólares, por persona, para intentar sentirte bien en una habitación que parece haber sido sacada de alguna mansión presentada en “MTV Cribs” como “this is where the magic happens”.

            —Sé que hay más cosas involucradas, no solo la idea de diseñar un espacio sin tener respeto real por la vitalidad del peso —le dijo Sophia—, pero tienes que pensar en el porqué de su decisión de acudir a ti. Tienes que preguntarte por qué decidieron coordinarte con Fincantieri en lugar de tratar únicamente con ellos. Tienes que preguntarte qué es lo que buscan o qué es lo que quieren.

            —Creo que piensan con el culo —le dijo Emma con una risita burlona—. Tengo esa sensación que me da cuando un cliente me dice que la casa está medio construida, pero que me ha buscado para arreglar sus indecisiones y sus arrepentimientos, o, en el peor de los casos, alguna cagada de un arquitecto que cobra menos pero que termina siendo más caro, ¿sabes? Una de esas casas en las que han metido la mano todos los dioses del Olimpo.

            —No importa cuál es tu propósito: no importa si eres una consulta muy cara o quien va a ejecutar el proyecto de pies a cabeza, que no te importe cómo o por qué decidieron lo que decidieron. Lo único que tiene que importarte es tu aporte y tu trabajo, porque con lo único que tienes que cumplir expectativas es con tu propia reputación, ¿o es que no te gusta lo que presentaste?

            —Me superé —contestó Emma con su ceja derecha arqueada.

            La ofensa fue evidente.  

            —Merece estar en mi portafolio —acuñó la arquitecta—. Es lo más grande que he hecho.

            —Entonces espera a que revisen todo, a que hagan todos sus cálculos para que el maldito barco no se convierta ni en un Titanic ni en un Costa Concordia. Mientras eso sucede, piensa en algo más importante, piensa en cómo te quedan dos semanas de relativa soltería —sonrió.

            —Quince días —la corrigió, porque su insinuación implicaba catorce—, pero quién está llevando la cuenta —resopló, alzando las manos para luego apoyar su cabeza en ellas—. ¿A qué te referías con que no dejaré que el Pepto-Bismol me haga sentir mejor?

            —Tú y yo sabemos que tus dolores de cabeza tienen solo un remedio —respondió, tomando nuevamente el croissant para darle un hambriento mordisco; estaba rico, más allá de lo comestible.

            —No me someteré a un masaje con final feliz —la miró un tanto divertida.

            —Nadie te lo está ofreciendo —se carcajeó la rubia—, mucho menos imponiendo.

            —¿Entonces?

            —Eres el rostro publicitario, la imagen, la embajadora de Excedrin —la molestó—. Tienes de todos los sabores y colores, y te las metes a la boca como que fueran las vitaminas de gli Antenati.

            —Me rebajas a un tipo de drogadicción infantil —rio y, ante un repentino llamado a la puerta, irguió la cabeza para ubicar la sonriente calvicie de Volterra.

            —¿Se puede? —preguntó antes de abrir la puerta de par en par.

            —Pasa adelante —asintió Emma, ofreciéndole la butaca frente a ella para evitar disgustos con la invasión del espacio personal de la rubia—. Buenos días —agregó rápidamente.

            —Buenos días —dijo él para las dos—. E buon appetito per te —le sonrió a Sophia y, contrario a lo que las dos esperaban, tomó asiento a su lado por el simple hecho de que odiaba la butaca que le habían ofrecido; no le gustaba encarar al sol que se colaba por la ventana.

            —¿Qué tal Connecticut? —preguntó Emma.

            —Pretencioso, como siempre —sonrió.

            —¿Qué vas a hacer allí? —Frunció Sophia su ceño.

            —Es un proyecto con Maccoby-Hart. Quieren desarrollar un complejo de apartamentos y townhouses, en Branford, que corra a lo largo de un campo de golf. Se me ocurre una interpretación moderna y sobria del colonialismo: algo práctico y elegante, y que no sea ni modular ni genérico. Una especie de ciudadela —respondió.

            —Suena a que tienes trabajo por delante —le dijo la arquitecta.

            —Me agobiaré el día en el que no tenga trabajo —repuso él—. ¿Han escuchado algo de la GSA o de Oceania? —Ambas mujeres disintieron—. Bueno, la GSA se tomará todo el tiempo que quiera, eso se nos sale de las manos —se encogió entre hombros, recordando que la institución había funcionado a su gusto aún en el tiempo en el que trabajaban con el Estado de Nueva York—. Dejando el tema a un lado —se volvió hacia Emma—, ¿para qué quieres mil trescientos dólares? —preguntó—. No creas que pasé por alto el correo que le enviaste a Jason.

            —Necesito mil trescientos dólares —dijo Emma con tono indiferente, como si se tratara de una cantidad que al estudio le sobraba en monedas de cambio.

            —¿Para qué? —Se cruzó él de brazos.

            —Quiero hacer un experimento con Parsons y SCAD —se encogió entre hombros.

            —¿Experimento? —resopló.

            Ella asintió.

            —¿Qué tipo de experimento? —agregó Volterra.

            —Eso no tiene importancia —le dijo Emma.

            —Si no tiene importancia, ¿para qué necesitas tanto dinero? —Ladeó él su cabeza hacia el lado derecho.

            —No es tanto —frunció su ceño—. Son solo mil trescientos dólares.

            —Ya me sacaste dos salarios que no teníamos presupuestados —le acordó y, hasta cierto punto, la reprendió por su abuso de confianza.

            —No seas tacaño —arqueó ambas cejas la arquitecta—. Tenemos más que eso en caja chica.

            —Vacas flacas —dijo Volterra, llevando su dedo índice a su tabique para empujar sus anteojos.

            —¿Quieres que te deje a un buen diseñador de interiores cuando me vaya? —preguntó Emma con un tono que estaba a media inflexión de sonar desafiante e imprudente.

            —No es como que te vas para siempre —replicó él.

            —El negocio es frágil —le acordó, sabiendo perfectamente que con eso ganaría cualquier tipo de argumento que pudiera estar construyendo su socio—. No quieres pagar por un buen diseñador, pero tampoco quieres invertir en desarrollar uno.

            —No puedes desarrollar a uno de ellos en seis meses. Eso es técnicamente imposible.

            —Arquitecto Volterra, ¿duda usted de mi talento? —resopló Emma, cínica y desdeñosamente.

            —No dudo del tuyo, dudo del suyo —disintió, señalando al vacío como si contara con la presencia de los pasantes.

            —Ni siquiera los conoces —contraatacó rápidamente.

            —Carácter, Emma —señaló tajantemente.

            Eran pocas las veces que pronunciaba su nombre, especialmente en su presencia y para tratar directamente con ella. Emma no lograba acostumbrarse, quizás nunca lo haría, todo porque sonaba a una figura paterna más propia que la suya.

            —Uno no tiene y la otra lo tiene mal puesto —intentó explicarse el arquitecto.

            —Admito que no tienen mucha experiencia —asintió ella—, pero yo vine igual de perdida.

            —Tú ya te habías encontrado cuando viniste —le dijo con una mirada incrédula y ofendida, pues, de algún modo, creía que su intención era verle la cara o aprovecharse de lo más parecido a su inocencia—. Alessio nunca te habría recomendado si hubiese sido como dices.

            —¿Es eso un halago? —Arqueó Emma su ceja derecha y, de reojo, vio cómo Sophia hacía un inhumano esfuerzo por ahogar una risita silenciosa.

            —Lo más parecido a uno —sonrió él minúsculamente—. Están inmaduros —remarcó muy aferrado a la semántica.

            —Déjame madurarlos, entonces —respondió la arquitecta.

            —Madurarlos no cuesta mil trescientos dólares —rio incrédulamente.

            —No —estuvo ella de acuerdo—. Parsons ya lleva casi ciento cincuenta mil dólares invertidos. SCAD casi doscientos veinticinco mil —dijo, haciendo una clara referencia a las matrículas de las escuelas de arte en las que habían estudiado—. Yo no invertí ni la décima parte de eso en mí y aquí estamos.

            —Eso destroza tu argumento —se carcajeó—. ¿Para qué invertir más en ellos si tú lo lograste con menos?

            —Porque yo, así como tú, no estudié bajo una serie de prácticas hipotéticas —criticó el sistema educativo nacional—. ¿Qué son mil trescientos dólares más?

            —Tú y yo sabemos que no serán solo mil trescientos dólares —frunció sus labios.

            —No, eso es solo para comenzar.

            —Te los puedo dar… pero solo esta vez —concedió con tono incisivo.

            —Como dije: no puedes esperar que desarrolle a un buen diseñador con tan solo mil trescientos dólares —reiteró Emma.

            —¿En qué consiste tu experimento? —preguntó Volterra—. Explícame. Tal vez podemos llegar a un acuerdo.

            —Quiero que sientan la realidad de la competencia. Quiero que sientan, al menos, un poco de la responsabilidad y de la presión que Sophia ha sentido con la Old Post Office, así como la que he sentido con Oceania. Quiero ver su proceso y su desarrollo.

            —¿Y cómo piensas hacer eso? Digo, eso suena más caro y complicado que solo sacarme mil trescientos dólares —opinó apresuradamente.

            —Y ése es el punto, que es más caro que solo mil trescientos dólares —dijo con un tajante dedo índice que marcaba un punto final en el aire.

            —¿Tienes una proyección? —Emma disintió como si no lo supiese con antelación—. ¿Qué esperas sacar del experimento?

            —Áreas de oportunidad —se encogió ligeramente entre hombros, pues eso era más que obvio.

            —¿Piensas sacar proyectos pequeños?

            —No exactamente, pero, de convertirse en proyectos reales, estarían absolutamente bajo mi supervisión.

            —Si no son proyectos reales, pero quieres que sientan algo real, ¿qué pretendes hacer? —Frunció su ceño.

            —Personas reales, exigentes a su modo, con presupuestos distintos. Quiero que pasen por todo el proceso: desde ganarse al cliente hasta entregarle el resultado.

            —No puedes conseguir un cliente por mil trescientos dólares —se carcajeó.

            —Pero puedo sacar muchas conclusiones por ese precio —intentó explicarse con la ayuda de sus manos.

            —Dudo que puedas sacar algo que en verdad te sirva —la cuestionó.

            —Ya varias veces te he dicho que eres un hombre que me tiene poca fe —suspiró Emma—. Sorprendentemente no eres el único, mucho menos el primero, y, definitivamente, no espero que seas el último.

            —Como dije antes: te puedo dar mil trescientos, pero sé que luego vendrás por más. Verás que por esa cantidad ni tú te asombrarás por los resultados.

            —¿Quieres apostar? —sonrió Emma tan arrogante como pudo.

            —Apostar en procesos manipulados no es de sabios —comentó Volterra con la mirada entrecerrada—. A ti solo te asombra lo que tú haces.

            —Creo en ellos —repuso, no sabiendo si en verdad creía o si se trataba de algo más primitivo como la terquedad.

            —¿Qué quieres apostar? —inquirió un tanto curioso, pues se le hacía increíble que Emma afirmara tal barbaridad.

            —Quiero que financies el experimento completo —sonrió con calidad de justicia—. Cinco etapas —dijo, extendiendo sus dedos para reforzar la cantidad.

            —¿De cuánto estamos hablando? —Emma frunció sus labios—. ¿Estamos hablando de cinco mil, de diez mil, de cincuenta mil?

            —Quince mil —dijo tal y como si hubiera esperado que esa pregunta saliera de su boca de tal escueta manera.

            —Demasiado —renegó Volterra—. Que sean diez.

            —Trece.

            —Diez —se negó con la cabeza.

            —Once —regateó.

            —Once —accedió—. Solo por el cariño que te tengo.

            —Es triste saber que el cariño que me tienes vale once mil dólares —rio Emma—. En fin, ¿qué quieres si yo pierdo?

            —Quiero que despidas a uno y que te concentres en desarrollar al que escojas —respondió, pensando en que eso era lo mejor para las finanzas del estudio.

            —¿Tienes alguna condición que deba tomar en consideración?

            —No te puedes meter en el proceso —comenzó diciendo—. No te puedes meter en ninguna parte del proceso: ni para diseñar, ni para investigar, ni para comprar —dijo, porque eso era algo que no estaba dispuesto a negociar—. Puedes involucrarte hasta en la fase de retroalimentación, o como sea que le quieras llamar. Te puedes involucrar luego de haber finalizado cada etapa.

            —Es justo —accedió Emma también—. ¿Qué hay de Sophia? —Dirigió su mirada hacia la rubia que había escuchado y observado la interacción en silencio mientras comía su desayuno como si se tratara de las palomitas de maíz durante una película altamente entretenida.

            La rubia, en todo caso, serviría como testigo moral y legal del acuerdo al que habían llegado.

            —¿Qué piensas de este experimento? —le preguntó Volterra a su primogénita.

            —Fue mi idea —confesó la Licenciada Rialto mientras se limpiaba los labios con la servilleta.

            —¿Y por qué no la escucho de ti, sino de ella? —Frunció su ceño.

            —Porque no son mis pasantes, ni dependen de mí para ser contratados —le dijo con tono casi fulminante, porque a ella el proceso y los candidatos le terminaban importando un bledo demasiado grande—. Además, entiendo cómo funciona la jerarquía organizacional —sonrió, pues, por un lado no le gustaba la idea de ningunear las opiniones de su jefa, quien en este caso era también su novia, y, por otro lado, se aprovechaba de su posición en el organigrama para no tener que lidiar directamente, más de lo necesario, con el managing partner, la mitad de su biología.

            —En ese caso, ¿a qué se debe la idea? —vomitó el arquitecto un tanto exasperado.

            —Llámales “casos de estudio”, si quieres —se encogió entre hombros—. Creas un escenario en el que controlas más variables de lo normal: conoces personalmente al cliente que les vas a presentar, por lo tanto le puedes pedir que sea particularmente difícil, indiferente, o, en el peor de los casos, indeciso.

            —Pero no es un escenario real —argumentó su escepticismo.

            —No es necesario que sepan que es algo semificticio —disintió la rubia—. Verás, tenemos a cinco personas que están dispuestas a prestar su tiempo para encontrar a la siguiente revelación del diseño de interiores —dijo con tono de anfitrión de reality show, porque ella estaba consciente de cómo sonaba la idea—. Lo que ellos presentarán no es solo un boceto, tampoco presentarán una instalación final en un espacio real. Lo que harán es un tipo de dummy, una simulación de lo que han diseñado.

            —No estoy entendiendo la idea —suspiró el arquitecto.

            —Imagina que Emma me contrata para que diseñe su oficina —él asintió—. Yo le presento un boceto, le hablo sobre materiales, sobre presupuesto y sobre los demás pormenores del proyecto. Una vez me da el visto bueno, creo una porción de lo que le he propuesto para que lo pueda dimensionar, para que pueda caminar por el área, para que pueda palparlo.

            —Hablas de una porción, ¿específicamente de cuál?

            —La idea es hacer que, de ser posible, el diseño se lleve a cabo por completo —Volterra dibujó una mirada confusa—. Supongamos que tú también competiste: los dos creamos una porción de nuestros diseños para que Emma decida cuál de los dos le gusta más y si en realidad vale la pena comprar alguno. Supongamos que a Emma le gustó más mi diseño, pero, cuando vio tu ejecución, decidió comprártelo a ti.

            —¿Y para qué quieres los mil trecientos dólares? ¿Para premiar al participante que le compren el diseño? —le preguntó a Sophia.

            —No —intervino Emma un tanto disgustada, pues sus preguntas tenían respuestas autoexplicativas—. Es para financiar lo que le presentarán al cliente —dijo, poniéndose de pie para abrir el primer cajón de su escritorio y registrarlo con desesperación.

            —Como a Emma le gustó más mi diseño —continuó diciendo Sophia—, me corresponde más dinero que a ti para hacerlo en tres dimensiones. Pero, como le gustó más tu ejecución, y te compra el diseño, independientemente de si tiene observaciones o alteraciones, el proyecto se lleva a cabo y la paga final es tuya.

            —Gaby —interrumpió Emma con un ladrido que había tenido a bien sollozar para reflejar la clara molestia que solo había empeorado—, ¿ya no tengo Excedrin de etiqueta violeta? —suspiró, llevando sus dedos a sus sienes para presionarlas.

            —Deberían estar en el primer cajón, junto con el resto —dijo la voz a través del intercomunicador—, pero, si no están, puedo conseguirle unas.

            —Por favor —asintió y presionó el botón para terminar la interacción—. Prosigan —les dijo.

            —Con mil trescientos dólares no hay mucho que puedan hacer —opinó Volterra, más para Emma que para Sophia, pues era a quien acosaba y a quien le juzgaba una supuesta resaca.

            —Ése es el punto —repuso Sophia—. Tienen que saber explotar los pocos recursos que tienen a la mano, tienen que aprender que hay una diferencia entre valor y costo, y que el compromiso se ve reflejado en el producto final.

            —Digamos que entiendo el concepto general de este “experimento” —dijo con desdén—. Hablan sobre la posibilidad de que el proyecto se compre…

            —Sí —corearon las dos.

            —¿Qué les hace pensar que les comprarán proyectos? —preguntó, arrancándose las gafas para masajear su tabique.

            —Nada es seguro —dijo Sophia con los labios a ras del vaso con jugo—. Pero, si algo he aprendido, es que todo tiene un precio; hasta las personas —añadió, refiriéndose subliminalmente a él también, o a él en especial.

            —Y no solo eso —agregó Emma—. Si quieres que te deje a un diseñador competente, tiene que saber manejar y administrar los dos factores más importantes de un proyecto: tiempo y dinero.

            —¿Y el gusto? —remilgó el arquitecto.

            —Con el buen gusto se nace —pujó Sophia mientras se ponía de pie, necesitaba ir por el Latte que había dejado en su escritorio—. La calidad del trabajo se puede refinar.

            —El buen o el mal gusto se les nota a la legua —rio Volterra como si se tratara de un chiste personal.

            —Es arcaico pensar que solo una mujer puede hacer el trabajo —lo reprendió Sophia con una de esas miradas sulfúricas que Camilla solía darle—. La idea es bastante básica. Todos los trabajos tienen un período de prueba…

            —Y eso es lo que se pretende darles con estos seis meses que la Arquitecta Pavlovic pidió —la interrumpió con una carcajada que lo obligó a alzar los brazos.

            —Y también tienen algo que se llama “entrenamiento” —suspiró la rubia, porque nada la sacaba más rápido de sus casillas que una interrupción como esas—. No nos engañemos: a Emma la contrataste porque era arquitecta y a mí me contrataste quién sabe por qué. Quizás fue un acto de buena fe o porque querías ganar puntos con mi mamá; pero, independientemente de la razón por la que haya sido, creo que prefieres pensar que lo hiciste porque el diseño de muebles te podía servir en un futuro —se encogió entre hombros y sonrió a pesar de saber que era un golpe demasiado bajo pero debidamente merecido.

            —¿Qué tienen ellos para ofrecer, además de lo que tanto Emma como tú ejercen? —Ladeó su cabeza con un gesto indiferente.

            —Parsons ofrece diseño de iluminación; SCAD diseño de cocinas —respondió Emma en una voz demasiado desvanecida—. Cualquiera de los dos terminaría siendo ganancia para el estudio en general; nos podríamos apoyar en ellos.

            —Si tuvieras que quedarte con uno de ellos hoy, ¿con quién te quedarías? —le preguntó Volterra a quien recién abría la boca.

            —Me quedaría con Lucas —dijo sin pensarlo dos veces.

            —¿Y tú? —Se volvió hacia Sophia, quien se apoyaba del escritorio de Emma para beber su Latte.

            —Es demasiado pronto para saberlo —se encogió la rubia ligeramente entre hombros.

            —Interesante —opinó para sí mismo.

            —No seas egoísta, comparte tus pensamientos con nosotras —le dijo Emma.

            —Pensé que preferirían a Parsons —repuso él.

            —¿Por qué? —Frunció Sophia su ceño.

            —Cuando estaba por entrevistarla, él vino a mi oficina exclusivamente para decirme que fuera imparcial. Prácticamente me dijo que no la contratara —dijo la arquitecta en voz alta, fastidiada por el mero recuerdo.

            —Y no la contrataste —rio Volterra—. En lugar de eso, decidiste antagonizarme y dar períodos de prueba a dos contendientes. Creo haber sido claro con que no quería una competencia.

            —Pues, mala suerte —repuso Emma—. El diseño de interiores no funciona como la arquitectura, no se divide en áreas o en tipos. La competencia es diez veces más complicada. Es un arte, no una profesión, por lo tanto lo ejercen desde los aficionados hasta los profesionales, y lo único que necesitas es estudiar un diplomado, como mínimo, en una escuela acreditada por el Consejo de Diseño de Interiores… y eso es solo si quieres un poco de prestigio para cobrar más; la diferencia entre diseño y decoración de interiores es nula. Para ser arquitecto, especialmente para ejercer la arquitectura, tienes que sacar, por lo menos, la acreditación de la NCARB para ser justamente reputado y remunerado —añadió, porque en su época no había tenido que pasar por tantos trabajos de parto para poder certificarse—. Sé que lo que queremos hacer es tóxico para el ambiente laboral, quizás hasta peligroso. Sé que una competencia es el proverbial zorro en el gallinero.

            —¿Cuántos eran en tu licenciatura? —le preguntó él a la rubia.

            —Alrededor de trescientos.

            —¿Y cuántos eran en tu maestría? —le preguntó a Emma.

            —No más de veinte —respondió rápidamente—. Pero tienes que considerar que una maestría en diseño de interiores es un estudio complementario.

            —Para diseño de muebles no éramos más de quince —agregó Sophia, dándole la razón a Emma con una sonrisa de complicidad.

            —Entonces, ¿de qué me sirve alguien que tiene una licenciatura y una maestría en diseño de interiores? —inquirió el arquitecto—. No parecen ofrecer versatilidad, no como ustedes dos.

            —No sé si es lo bueno o lo malo de la educación americana, carecen del Proceso de Bologna, por lo tanto, no necesitan de una educación complementaria sino de una educación profundizada —le acordó Emma—. Puede ser que no consigas talento puro recién salido de la universidad, pero puede ser que consigas amplio conocimiento. Aunque hay casos, como los de Sophia —la señaló con la mirada—, en los que saben ver más allá de lo que tienen enfrente. Saben que lo que aprenderían en una maestría es solo más de lo mismo, quizás con mayor detalle, y que son cosas que pueden aprender o perfeccionar con buena literatura y con la práctica, de ahí que aprovechan estudiar algo que los haga resaltar, ¿o me equivoco? —le sonrió a la mujer que había amanecido a su lado.

            —Raras veces —resopló Sophia, acariciando su Ego como sabía que lo necesitaba.

            —De ser así, creo que sería beneficioso, tanto para ellos como para nosotros —se aclaró Volterra la garganta mientras se colocaba nuevamente las gafas a los ojos—, que tengan algún tipo de supervisión.

            —¿Reglamentaria o regulatoria? —preguntó Emma.

            —Ambas —Decidió el arquitecto—. La supervisión es una medida prudente para poder mantener todo bajo control y para preservar su emergente reputación y la nuestra ya consolidada, especialmente la nuestra. Además, si van a empezar algún tipo de competencia, necesitan reglas.

            —Cualquiera diría que la idea te empieza a gustar —resopló Emma.

            —Sabes que soy un curioso por naturaleza —se encogió entre hombros.

            —Estableceremos reglas —le dijo Sophia—. Pondremos restricciones de tiempos de trabajo y plazos de entrega, restricciones de asistencia o ayuda, cómo se elige al ganador, el premio y restricciones de redes sociales —dijo, haciendo énfasis en lo último, pues pensaba que la exposición de las prácticas del estudio solo podía atropellar la reputación de la que tanto Emma como Volterra se valían.

            —¿Premio? Asumo que se refieren a la posibilidad de elaborar el proyecto —dijo Volterra. Digo, si es como The Bachelor, dudo que puedan eliminar a uno cada semana —bromeó.

            —El premio será ser contratado a mediados de diciembre —dijo Emma con la mirada entrecerrada.

            —¿Quien gane más proyectos será contratado? —Se cruzó de brazos el arquitecto.

            —Tendrá inferencia, pero tomaré en cuenta su progreso —asintió ambiguamente.

            —Deben tener algún incentivo entre etapa y etapa —opinó él.

            —Esto no es The Amazing Race —rio Sophia, teniendo eco en Emma y Volterra por igual.

            —Si hablas de cinco etapas, ¿por qué no hacer que el incentivo sea el presupuesto de la siguiente etapa? —sugirió un tanto a la ligera.

            —Lo consideré —admitió Emma y, con un gesto, le cedió la palabra a la mujer que la había hecho cambiar de parecer.

            —Pero, en el mundo real, el hecho de que satisfagas a un cliente no significa que tendrás mayor presupuesto con el siguiente. Cada cliente es independiente y debe ser tratado por aparte —dijo Sophia.

            —Buen punto —reconoció pensativamente—. De igual modo sigo pensando en que deben tener algún tipo de incentivo.

            —Oye, yo no tengo ningún problema con que quieras dar más dinero —bromeó Emma—. Pero una gift card de Applebee’s o Bloomingdale’ses demostrar que juegas en la liga equivocada —le dijo—. Además, hablas como si estuvieras completamente de acuerdo con la idea, como si ya se te olvidó que depende de una ridícula cantidad de mil trescientos dólares para convencerte de que esto puede continuar.

            —¿Cómo quieres el dinero: lo quieres en efectivo o lo quieres en débito prepagado? —suspiró el hombre.

            —Efectivo —sonrió Emma a ojos cerrados—. Trece Benjamins estarían bien.

            —Bien —asintió repetidas veces—. Sophia, ¿puedes supervisarlos tú? —Se volvió hacia la rubia que limpiaba la espuma de su labio superior con su lengua.

            Cuando hacía esto, Emma recordaba aquellos anuncios de Got milk?

            —El Arquitecto Volterra quiere una opinión imparcial —suspiró la cínica migraña.

            —Podría jurar que han aceptado la pasantía porque quieren trabajar con Emma, no conmigo —dijo Sophia.

            —Dudo que la Arquitecta Pavlovic baje sus expectativas —sonrió él.

            —Solo no quiere que juzgue mi propio trabajo —añadió Emma.

            —Y sé que tu estilo y tu gusto son compatibles con el suyo —asintió Volterra, sabiendo perfectamente bien que, estando Sophia detrás, Emma sabría extraer sus intervenciones para aislar el trabajo y el esfuerzo de los dos niños que a veces sorprendía, en el break room, intercambiando palabras forzadas sobre el obligado tentempié de media mañana.

            —¿Alguna otra condición a la que debamos atenernos? —Se encogió entre hombros la rubia.

            —Vorrei essere assolutamente impresionato —disintió—. Si logran impresionarme, si logran dejarme realmente estupefacto, te daré doce mil, no once.

            —¿Para? —Frunció Emma su ceño, porque siempre tuvo once mil en la cabeza; sabía que, de pedirle los once mil desde un principio, habría obtenido siete, con suerte ocho mil.

            —Me imagino que tienes un muy buen proyecto para la última etapa. Infla el presupuesto como quieras —le dijo.

            Emma se lo agradeció con una ligera sonrisa.

            —Ahora, cambiando el tema un poco, tengo entendido que te cancelaron una reunión a las diez y media, ¿cierto? —Emma asintió—. Me gustaría reprogramar la reunión del estudio para esa hora. Todos estaremos libres y prometo que será rápida —dijo Volterra.

            —No veo ningún problema —se encogió entre hombros.

            —¿A qué hora vienen los niños? —preguntó él al aire.

            —A las nueve —respondió Sophia—. Aunque, conociéndolos, no tardan en venir —añadió luego de ver que ya quedaban solo treinta minutos para la hora acordada.

            —En ese caso, quisiera discutir una última cosa contigo —le dijo a Emma.

            —Lo que necesites —asintió la mencionada, esperando que no fuera nada muy largo ni complicado para no tener que explotar su capacidad neuronal bajo las circunstancias vasoconstrictoras que su cuerpo había decidido generar gracias al estrés que, infortunadamente, no estaba sabiendo manejar.

            —He estado pensando en AutoCAD —murmuró y, tal y como lo esperaba, logró acaparar su completa atención—. Me gustaría explorar la posibilidad de usarlo.

            —Pero sabes que la versión que hay para Mac no es ni la mitad de la que hay para Windows —repuso ella.

            —Implicaría migrar a Windows —asintió él.

            —Si realmente consideras Windows, podríamos aprovechar, básicamente, la suite completa de Autodesk —sonrió.

            Pese a su propia imagen, Emma prefería SketchUp sobre ArchiCAD por temas de facilidad, cosa que le costaba demasiado trabajo aceptar, pero que, sin embargo, eventualmente hacía. Algunas veces pensaba que sus más grandes críticos eran aquellos que habían sido inmersos en algún CAD a la fuerza —fuese AutoCAD o ArchiCAD— y que era por eso que no aprobaban de sus concesiones con la parte digital de la profesión. Había escuchado cómo muchos, en especial los ingenieros y otros arquitectos del gremio, pretendían infravalorar su esfuerzo y su trabajo por el simple hecho de que era usuaria de Trimble, pero era en momentos como esos en los que recordaba las sabias palabras de su Nonna: «el livor es el credo de los mediocres; un hábito ordinario de las almas frustradas».

            —Pero, yo que tú, hago un sondeo de quiénes están de acuerdo con la idea —agregó la Arquitecta Pavlovic.

            —Digamos que están de acuerdo —dijo en tono hipotético—, ¿qué quisieras?

            —La colección de arquitectura e ingeniería de Autodesk, y los cuatro básicos de Adobe: Photoshop, Illustrator, InDesign y Acrobat —sonrió Emma—. Y tendríamos que irnos exclusivamente con Lenovo.

            —¿Por qué? —preguntaron padre e hija en coro.

            —Porque Dell y HP son una mierda —rio con un encogimiento fugaz entre hombros—. Trabajaremos con la misma terminal por tres, quizás cinco años, lo cual considero que es una verdadera ganancia; Mac se jode cada dos años.

            —¿Tú qué piensas? —le preguntó a Sophia.

            —Me podría ver especialmente beneficiada con Inventor y 3ds —dijo y le dio un último sorbo a su taza para luego colocarla sobre el escritorio.

Acostumbrado ya a la invasión a su espacio personal mientras intentaba alcanzar un poco de aire fresco, se concentró en la milenaria melodía que Stevie Wonder lograba con el teclado. Observó la angustia con la que muchos ansiaban el momento de emerger a la superficie para recibir la ráfaga de notificaciones en sus teléfonos y los que luchaban con el vicio de tal modo que se rendían ante él por tener listo el cigarrillo que encenderían antes de llegar al último escalón. Era lo único que no le gustaba de los días hábiles: el estrés de la gente era desmesurado y prácticamente innecesario, todos enloquecían sin razón y sin consideración al prójimo. Recordaba aquella lejana sensación que lo había llevado al borde del llanto cuando apenas era un novato de la prisa de la que padecía la metrópolis, recordaba las palabras y el insultante tono con el que un viejo lo había regañado por caminar lento y por detenerse súbitamente.

            La multitud subía las escaleras con la prisa del tiempo y la desesperación de la enoclofobia, de saberse sumergida en una estresada manada que, al estar nuevamente a flote, se disiparía con la misma impaciencia con la que había intentado salir por las angostas puertas del D Train.

            En cuanto salió a la sexta avenida, frente a las joyerías y relojerías, caminó veinte metros más para llegar al diminuto McDonald’s que nunca cerraba. La fila no era larga, daba tiempo para pensar en los dilemas de la comida rápida: el tema del agrandado era casi tan controversial como decidir si se querían trozos de manzana verde o el tóxico Hash Brown frito. Fue muy claro con el joven que lo atendió: quería dos Sausage McMuffins y un jugo de manzana. Le habían ganado el último bagel de huevo, tocino y queso de la panadería de al otro lado de la calle donde vivía, y se había tenido que conformar con burrito de jamón, queso, espinaca y huevo; esa comida tan ligera era para los inconformes con el peso, para los que peregrinaban por una dieta del pecado capital de la gula.

            Cruzó la calle mientras devoraba el primer muffin, dobló junto a Gap y continuó caminando a lo largo de 48th Street. Justo cuando llegó a Duane Reade, listo para incorporarse a la zona peatonal de Rockefeller Plaza, observó cómo un Lexus color plata se orillaba con prisa.

            Del lado del conductor salió un hombre canoso de guantes de cuero negro, el cual abrió un enorme paraguas para proteger a la enclenque mujer que sacó de la puerta trasera del lado contrario. Le entregó el mango de madera, algo con lo que seguramente se podía jugar al golf, y, con una sonrisa, cerró la puerta tras ella.

            La mujer era la viva representación de la paleta más lúgubre, parecía estar de luto. Vestía un impecable sobretodo negro que le llegaba hasta las rodillas, un pantalón gris de tweed y unas agujas negras, considerablemente altas, que probablemente no sabía dominar. De la muñeca izquierda le colgaba un bolso Hermès que parecía ser de esos en los que los médicos de la vieja escuela portaban sus utensilios, y, en su mano, sostenía un enorme vaso de Starbucks.

            Sin más ni menos, su chofer se apresuró para indicarle que era seguro cruzarse la calle.

            Al espectador le pareció absurdo y ridículo que una mujer adulta necesitara tanta atención y sobreprotección, especialmente con los años que llevaba sobre el par de erguidos hombros.

            Con veinte pasos de retraso, imitó a la mujer que parecía caminar las calles de Manhattan como si fueran suyas. Cuando llegó a la entrada principal, notó cómo pretendía hacer malabares entre el café, el paraguas y su bolso.

            —Es una pena que solo tengas dos manos —le dijo, arrebatándole el paraguas para cerrarlo y sacudirlo.

            Ella lo miró con ganas de matarlo.

            —Buenos días, Antonia —sonrió él, ofreciéndole un caballeroso gesto, con su mano, para que pasara ella primero.

            Sabía que ese no era su nombre, pero también sabía cuánto le fastidiaba que la llamara así.

            —Es demasiado temprano —suspiró hastiada mientras lo miraba por sobre su hombro.

            —Rápido atardece —asintió con una risita de por medio.

            —Es demasiado temprano, Meyers —reiteró entre dientes.

            —¿Aprovechaste haber salido temprano ayer? —Ella no respondió—. Yo sí —dijo ante su silencio—. Comí de ese lugar que vende sándwiches de pulled pork, descansé, estuve estudiando y…

            —¡Meyers! —espetó, volviéndose sobre sí para encararlo—. No me interesa saber nada sobre tus días —añadió y se devolvió al camino que trazaba hacia el ascensor.

            Lucas solo rio y, en silencio, esperó a que aquella cabina la convirtiera en una víctima sin escapatoria.

            —¿Qué hiciste ayer? —le preguntó calladamente mientras viajaban hacia el piso en el que tenían la dicha de trabajar juntos.

            —Como si te importara… —murmuró secamente, llamando la atención de la señora mayor que se plantaba delante de ella y la hizo pensar un «how rude» con el que delató, con un suspiro de por medio, su frustración con las generaciones menores—. Estuvo bien —dijo al fin y se llevó el Caramel Macchiato a los labios.

            —Qué bueno —sonrió ampliamente—. ¿Hiciste algo interesante? —inquirió, pues eso no lo había respondido.

            —Meyers… —lo cauterizó con la mirada.

            —Es pura curiosidad —se encogió entre hombros.

            —Bonita corbata —repuso ella con lo que pudo haber sido un intento de halago sonriente.

            La virilidad y el estilo de Lucas Meyers eran tales que le permitían poder llevar una camisa de denim casi blanco, una corbata de fondo azul marino, el cual hacía juego con su saco, y puntos amarillos que amortiguaban el mismo color del suéter de cachemira. Todo parecía caerse, o elevarse, gracias al calzado semideportivo de cuero marrón y al jeans oscuro.

            —Bonito auto —dijo él con tono casi burlón.

            —El ladrón juzga por su condición —disintió.

            —No te juzgo —resopló, haciendo que ella lo mirara con el desdén que acostumbraba—. Tú, por el contrario…

            —Meyers, para juzgarte tengo que envidiarte algo —susurró—. Pero es que no tienes ni buen gusto que envidiarte.

            —Feisty little lady —rio.

            —And arrogant… —se escuchó opinar a la frustrada señora ajena a la conversación.

            —No creas, Meyers —dijo Toni, ignorando a la entrometida señora de horribles rizos canosos—. Esta amabilidad solo puede ser parte de tu juego sucio para quedarte con el trabajo.

            —El ladrón juzga por su condición —la remedó.

            —Sé que no me soportas.

            —El sentimiento es mutuo, Toni —sonrió.

            Las puertas del ascensor se abrieron en el piso en el que debían dejar sus diferencias al lado para poder convivir con el profesionalismo que el trabajo y el ambiente requería.

            —Es un alivio que hoy nos dejen entrar a las nueve, ¿no crees? —comentó Lucas, pues él, por su parte y a pesar del bagel que había tenido que ceder, estaba sumamente agradecido por haber podido dormir una hora más.

            —Cansarse es de débiles, Meyers —disintió ella y le dio un sorbo a su café—. Yo habría venido a la misma hora de siempre.

            —¿Y por qué no lo hiciste?

            —No tengo por qué darte explicaciones —ladró en voz baja, dejando que Lucas abriera la puerta de vidrio por ella.

            —¿Qué crees que nos toque hacer hoy?

            —Eres un hombre con demasiadas preguntas, Meyers. ¿Acaso no te han dicho que eso fastidia al humano promedio? —Entrecerró la mirada al compás de una sonrisa digna de un ofidio.

            —La vida es un misterio, Toni —disintió, absteniéndose a comentar sobre cómo él no la consideraba humana, mucho menos promedio—. El que no tiene preguntas es porque no la sabe disfrutar.

            —Ahórrame tus estupideces filosóficas, por favor —rio.

            —Tal vez ése es tu problema —suspiró el altísimo hombre—. No sabes cómo se disfrutan las cosas… cuestionas lo que no debes y no cuestionas lo que debes.

            —Tú qué sabes.

            Lucas solo rio. No sabía cómo o por qué, pero le gustaba que su contrincante fuera así. Él podía ser un caballero, pero su actitud infantil le exigía que, mientras ella fuera así de rígida, merecía ser fastidiada y hostigada por él y por la vida en general. Sabía que Toni lo consideraba un obstáculo, pues no lograba explicarse por qué la Arquitecta Pavlovic había decidido darle una oportunidad; sabía que Toni no sabía qué le había visto como para considerar que entre él y ella no había mucha diferencia y que, al final, cualquiera de los dos podían aportar lo que fuera que buscaba. Sabía que eso era frustrante para ella y eso a él le servía a pesar de saber que era un consuelo realmente tonto.

            —Buenos días, Gaby —la saludó con una sonrisa.

            —Buenos días para ti también —repuso ella, apresurándose a tomar el paraguas para colocarlo en el contenedor tras su escritorio.

            Ella, tanto como el Arquitecto Volterra y la Arquitecta Pavlovic, odiaba ver manchas de agua, o de lo que fuera, sobre la alfombra del pasillo.

            Toni no entendía cómo Lucas podía dejarse tutear por la secretaria, cómo podía dejar que se le igualaran de ese modo. Era insólito, inaudito. Odiaba el hecho de que no impusiera el respeto que debía existir entre un profesional y el servicio.

            —Buenos días, Licenciada Bench —añadió Gaby.

            —Buenos días —dijo indiferentemente y como si no tuvieran nada de “buenos”.

            —¿Gustarían un café? —preguntó Gaby.

            —Un café suena bien —asintió Lucas—. Pero no te preocupes, yo me lo sirvo.

            Toni simplemente alzó su vaso hermético, pues, sin poder creerlo, no sabía cómo era posible que fuera tan ciega como para no ver las veinte onzas que llevaba todas las mañanas. No cabía duda, la Arquitecta Pavlovic estaba rodeada de ineptos e incompetentes, por no decir imbéciles.

            Gaby, ante el estrepitoso llamado al teléfono, tomó asiento y se ausentó en alma. A ella no le agradaba la tal Licenciada Bench, no le agradaba en lo absoluto; la consideraba falsa, engreída y petulante, y con un sentido hipócrita de la autonomía.

            Muy ajena a la conversación que la secretaría mantenía al auricular inalámbrico, desvió su mirada hacia la oficina en la que sintió haber dejado los párpados en los últimos diez días. Como cosa rara, la puerta estaba abierta de par en par. Se miraba apenas una de las cúspides cónicas de St. Patrick’s Cathedral a través de la ventana, el monitor ladeado de la iMac y una cabellera rubia que osaba a sentarse, de perfil, en el escritorio de la Arquitecta Pavlovic. ¡Cómo se atrevía!

            —¡No la soporto! —gruñó Toni, posando sus manos sobre la encimera contigua a la que Lucas utilizaba como base para preparar su café.

            —¿A quién? —Frunció su ceño.

            —No respeta los espacios ajenos —suspiró.

            —¿Hablas de Gaby? —Supuso a pesar de que le pareció meramente imposible, pues carecía de objetividad cuando de Gaby se trataba.

            —No, Meyers, hablo de la maldita Sophia —refunfuñó.

            Lucas solo rio nasalmente.

            —¿Te parece gracioso?

            —¿La verdad? —La miró Lucas de reojo—. Sí.

            —No sé ni para qué te digo estas cosas…

            —Es tonto pensar que vamos a compartir opiniones y gustos —le dijo, porque él estaba cómodo con la idea de que se podía estar de acuerdo con estar en desacuerdo—. No sé qué te ha hecho ella, además de existir, como para que no puedas ni verla pintada.

            —Es una nadie, Meyers, eso es lo que pasa.

            —Todos empezamos por ser un nadie —se encogió entre hombros—. Hasta la Arquitecta Pavlovic.

            —La opaca.

            —Es absurdo que pienses eso —disintió él—. En mi opinión, la Licenciada Rialto la potencializa: es apoyo y tiene utilidad.

            —Tus opiniones no tienen importancia, Meyers —lo acribilló con la mirada—. Y no tienen importancia porque estás equivocado.

            —Demuéstrame entonces que estoy equivocado —sonrió.

            —Claramente no sabe nada —se cruzó de brazos—. Sabrá ella en qué escuelita barata estudió para tener un certificado cualquiera. Fuera de este estudio, no existe ni en Google. ¿Quién carajo no existe en Google hoy en día?

            —Quizás solo no has buscado bien —argumentó.

            Toni lo bofeteó con sus corrientes ojos marrones.

            —Bueno, digamos que sí has buscado como se debe, ¿qué importa a qué universidad asistió? No todos tenemos la oportunidad de estudiar en Parsons —dijo, porque sabía que ella estaba convencida de que su alma mater era la mejor, además, dejaba en evidencia su falta de atención: Emma había sido explícita con la escuela a la que Sophia había asistido.

            —¡Es que no entiendes! —suspiró su frustración y su enojo—. Llegó lejos porque es bonita.

            —¿Te parece bonita? —Arqueó su ceja izquierda.

            —Soy mujer y heterosexual, pero no soy ciega, Meyers. No me digas que no la consideras bonita.

            —No, la verdad no —disintió con el único propósito de fastidiarla, pues, si era honesto, la consideraba atractiva, porque eso de “linda” o “bonita” era desmerecerla al punto de ofenderla—. Pero, si te vas por esa línea, ¿acaso la Arquitecta Pavlovic no es bonita también?

            —Es diferente. La Arquitecta Pavlovic impone respeto, tiene carácter y te habla con la propiedad de alguien que sabe hacerlo todo a la perfección. ¡Han publicado artículos sobre ella!

            —El hecho de que la Licenciada Rialto no mire al mundo desde arriba no significa que no sabe nada —se encogió entre hombros—. El argumento de que no ha protagonizado un artículo en Architectural Digest es inválido… después de todo, es para arquitectos.

            —Meyers, ¡por Dios! —resopló desalentada—. No cabe duda de que eres un ignorante en la materia. —Él la miró ofendido—. No cubren exclusivamente a arquitectos: trata al mundo del diseño en general, desde algo cultural hasta algo más de bienes y raíces.

            —¿Necesita que escriban un artículo sobre ella para que cumpla con tus estándares?

            —Tú solo sirves para defenderla —rio molesta.

            —Independientemente de mi opinión, porque claramente no importa, ¿qué es lo que te ha molestado hoy?

            —Está sentada en el escritorio de la Arquitecta Pavlovic —frunció su ceño, y Lucas, con una expresión indiferente, sumergió el vaporizador en la leche fría—. Tiene su deforme y amorfo trasero sobre el escritorio, Meyers, ¿qué clase de abuso de confianza es ese? —Lucas solo rio nasalmente—. Me parece una desfachatez.

            —Esos son celos —resopló Lucas.

            —A veces no sé cómo logras superarte en comentarios estúpidos —se llevó las manos al rostro.

            —Eres territorial —le dijo—. Desde el principio hemos sabido que quieres a la Arquitecta Pavlovic solo para ti y piensas que, de no ser tuya, no debe ser de nadie.

            —Es una cuna de conocimiento, ¡claro que quiero aprender! —Alzó sus manos—. Yo no vine aquí para trabajar con la tal Sophia. Vine aquí para trabajar con la Arquitecta Pavlovic.

            —¿Y cómo te ha ido con eso? —sonrió—. Sé que mis opiniones y mis consejos son estúpidos, pero pienso que deberías estar agradecida, también, de poder trabajar con la Licenciada Rialto. Pienso que no debes subestimarla o menospreciarla —sugirió.

            —Veo lo que estás haciendo —entrecerró la mirada y rio nasalmente—. Tu estrategia es ser un lameculos, mientras más profundo te llegue la lengua, mejor, ¿no? No me arrastres a eso. Mejor hazte útil y dime si la Arquitecta está en su oficina. No quiero estar a solas con esa… —sacudió su cabeza, callando ante la dificultad de no haber encontrado un insulto ocasional.

            Lucas, con una ligera sonrisa, terminó de verter la leche vaporizada en su taza. Enjuagó rápidamente la jarra de aluminio y dejó ir el café utilizado en el recipiente designado. Le falló la visión periférica, pues no supo en qué momento el alto y fornido afroamericano estuvo a punto de estamparlo, hasta el punto de hacerlo añicos, contra el arco que daba entrada y salida del break room por igual.

            Iba apresurado, casi preocupado. Su frente se había plagado de diminutas gotas de sudor y le faltaba el aliento. Parecía como si, en lugar de esperar por un ascensor, hubiese trepado más de cuarenta pisos en aquellas estrechas escaleras de emergencia. Llevaba una mediana bolsa plástica que, a simple vista, parecía estar vacía, pero que, sin embargo, la resguardaba con su vida. No se disculpó con el pasante que resultaba ser un enano flacuchento a su lado. Se sintió acosado por los ojos turquesas y por el reflejo de sus anteojos, pero le importó poco. Su prioridad era buscar un vaso de dieciséis onzas para poder dejarle ir cinco hielos cúbicos, cortar y exprimir un gajo de lima, torcer un par de hojas de menta y buscar la botella más fría de Pellegrino del refrigerador.

            Toni chasqueó sus dedos para llamar la atención de su absorta competencia, porque su acoso era digno de ser pasado por algo que rascaba los límites de la indiscreción de un inexistente racismo.

            Lucas sacudió su cabeza y le lanzó una mirada molesta; odiaba que le chasquearan los dedos. Salió al pasillo y, con el disimulo que no había tenido hacía tan solo un par de segundos, miró hacia su derecha. En efecto, la Licenciada Rialto se sentaba en el escritorio de la heroína de Parsons. Pero no había que exagerar, ella no estaba sentada descaradamente, sino apenas se apoyaba del borde lateral del escritorio.

            En cuestión de minutos, se había anudado la melena en una alta coleta que no lograba gozar de nada sino de caos puro; no obstante, parecía de aquellas por las que cobraban doscientos dólares en Whittmore House. Las agujas de gamuza roja eran lo que hacían que su ajustado pantalón gris, junto a su blusa blanca, dieran un salto cuántico. La postura en la que se encontraba, un tanto encorvada como si disfrutara de ver lo puntiagudo de sus Valentino hechos a la medida, hacía que se notara la timidez con la que intentaba encubrir el cansancio rezagado que no había logrado combatir en tan solo un fin de semana. Jugaba con sus dedos, específicamente con el anillo en su dedo anular izquierdo; lo giraba como señal de una futura manía.

            Lucas no supo sino recordar la pinta con la que se había sentado a su lado el sábado por la mañana, que no había tenido la vergüenza humana de arrojarse algo más presentable o que no pareciera que utilizaba para dormir. La sencillez, así fuese a puerta cerrada y en la privacidad del hogar que compartía con su jefa, era lo que más le gustaba de ella. Le gustaba que no utilizaba su vestimenta como un testamento de profesión o de riqueza. «What you see is what you get», sonrió para sí mismo.

            Se volvió hacia Toni y negó con la cabeza. Ella respondió con un suspiro de asco. Él, estando absolutamente cómodo con compartir oxígeno con la rubia, aun sin la presencia de Emma, se abrió camino con la confianza que había adquirido en cuestión de casi tres semanas en el estudio y tres-cuatro horas de tutoría personalizada el sábado que habían dejado atrás hacía un par de días. Absteniéndose a entrar, a diez pulgadas del marco de la puerta, golpeó ligeramente con sus nudillos para llamar la atención de la rubia mujer. No quería que se llevara un sobresalto innecesario.

            —Buenos días, Lucas —murmuró casi inaudiblemente—. Pasa adelante —sonrió.

            Fue Lucas quien se llevó el sobresalto.

            Moribunda, batallando a muerte con los fastidiosos estragos de una fatal migraña, Emma había decidido recostar únicamente su cabeza, pues sus principios profesionales —y por la prístina e impecable reputación que debía mantener— no le permitían recostarse por completo. Además, ella no estaba por quitarle porte y elegancia a una falda Yves Saint Laurent blanca y a su blusa de cachemira negra de desconocida procedencia o diseñador. Batallando, o como fuera, pretendía mantener la cordura y la postura: había cruzado su pierna derecha sobre la izquierda para poder sacudir lentamente sus Aborina Louboutin negros y, a pesar de que descansaba su cabeza en la palma de su mano derecha, marcaba la melodía de la obertura más famosa de Rossini con sus dedos, tal y como si la estuviera tocando en el piano.

            Intentó disimular su impresión al verla así, no supo si pudo o no, pero se adentró en la oficina por el simple hecho de haber sido invitado a incorporarse. Se llevó un segundo sobresalto en cuanto ubicó al segundo par de ojos celestes de la habitación. Estos, siendo de una tonalidad similar a la de la rubia que lo había saludado, eran un tanto más profundos y perforadores, y se intensificaban por la densidad de las gafas Cutler and Gross negras.

            Lucas lo saludó con una sonrisa y lo que pareció ser una reverencia medieval. No se supo si le debía respeto al arquitecto por la única y justificada razón de ser el jefe de su jefa, o si le rendía homenaje al decoro y a la seriedad con la que podía disimular el conjunto de chaqueta azul índigo y camisa blanca a cuadros color lavanda por la que había babeado, el sábado, frente la vitrina de Ermenegildo Zegna.

            Colocó su café en la esquina opuesta a la que la Arquitecta se sentaba, apoyó su bolso mensajero tras la puerta y colgó la gabardina gris en el perchero. Se sentó, en silencio, en el sillón más alejado. No quería incomodar al Arquitecto Volterra. Por un momento se confundió, no supo si era todo un caballero o si era, como Toni lo había dicho, un lameculos. No debía dejarse afectar por la sucia estrategia de Parsons, se dijo.

            —En lo personal prefiero Logitech, pero habrá otros que prefieren Razer, o algo tan arcaico como Microsoft —se encogió Emma entre hombros para continuar con la conversación que habían dejado en pausa.

            —Darles gusto a todos es difícil —opinó Volterra.

            —No tienes que darnos gusto a todos, solo tienes que poner un presupuesto para accesorios y periféricos —se encogió entre hombros—. Si nos pasamos de lo establecido, pagamos la diferencia con una deducción en planilla.

            —Lo tomaré en consideración —asintió él, dándose dos ligeros golpes en las rodillas para luego impulsarse de ellas hasta erguirse por completo—. Recuerden: diez y media —dijo con su dedo índice por lo alto, a lo que ambas asintieron—. Luego le digo a Liz que le diga a Gaby cómo vamos a hacer con lo otro —sonrió—. Tengo que afinar la logística con Jason.

            —No lo necesito hoy —le dijo Emma—. Puede esperar hasta el lunes de la otra semana.

            —No quiero que se me olvide —sacudió la cabeza—. Lo tendrás, a más tardar, mañana a primera hora —dijo, escabulléndose por detrás de la espalda de la arquitecta para no tener que enfrentarse a las largas piernas del sureño que se rascaba la quijada—. Que se diviertan —se despidió antes de cruzar el umbral de la puerta.

            —¿Lograste descansar un poco? —le preguntó Sophia a Lucas con una sonrisa que debía sacarlo de ese estado incómodo en el que había caído al presenciar una conversación en la que no había sido un participante activo.

            —Sí, ¿y ustedes? —balbuceó con sus labios a ras de su taza.

            —No fue proporcional —disintió Emma ligeramente—, pero espero que estén listos para lo que sigue.

            —¿Ya tienen noticias de la GSA o de Oceania? —Ensanchó él la mirada.

            —La GSAhace tres revisiones distintas —respondió Sophia—. La resolución la pueden emitir, si quieren, hasta el año que viene.

            —Y de Oceania no hemos escuchado nada todavía —frunció Emma su ceño.

            —Entonces, ¿qué haremos? —preguntó él con las gloriosas molestias que el primer sorbo de café le había dejado.

            Su curiosidad tuvo que ser puesta en pausa ante la interrupción de Moses en la oficina. Sophia lo siguió con una sonrisa de alivio, pues ése era el comienzo de cómo el día mejoraría exponencialmente no solo para la Arquitecta, sino para el resto también.

            Emma se irguió y agradeció el bondadoso y rápido servicio que lo caracterizaba. Recibió, con cuidado y casi como si se tratara de un neonato que nunca pariría, el frasco de veinticuatro comprimidos y el vaso de burbujeante líquido traslúcido.

            —¿Necesita algo más? —susurró el enorme hombre que se había tomado el tiempo de limpiar su sudor para verse más presentable ante quien lo había incluido en la nómina de pago.

            —No, por el momento no, muchas gracias —intentó sonreírle la agradecida mujer que se apresuraba a desenroscar el frasco de etiqueta violeta.

            —Me avisa si necesita que le compre otra cosa —dijo, dejando ver un pequeño brillo de satisfacción en su mirada y en su ligeramente torcida pero blanca dentadura.

            —Gracias —susurró, dejando que dos comprimidos rojas aterrizaran en la concavidad de su palma izquierda.

            Moses, con un movimiento de cabeza, se excusó y se retiró con el sigilo que no había conocido su más reciente misión: rescatar a la arquitecta de caer en una de aquellas migrañas que la enviaban a casa por un mínimo de dos días.

            —Ya son las nueve —dijo Emma un tanto más repuesta, como si, con el solo hecho de ingerir dos Excedrin, ya comenzara a sentirse mejor—. ¿En dónde está Toni?

            —Se quedó en el break room —contestó Lucas rápidamente—. Le diré que venga —dijo antes de que otra cosa sucediera y se puso de pie.

            —Psicosomático —rio Sophia, haciendo que Emma le lanzara una mirada que pedía una explicación—. Probablemente ya eres tolerante —le dijo, señalando el frasco que todavía sostenía en su mano—. Significa que puede ser que te provoques un efecto placebo.

            —Efecto placebo o no, funciona a velocidad exponencial —rio ligera y nasalmente—. ¿O me prefieres de mal humor?

            —No, pero sería interesante ver cómo interactúas con tus discípulos en ese estado.

            —Di-scí-pulos —suspiró lentamente—. Suena bíblico.

            —I guess… but you’re not Jesus —le dijo Sophia.

            —Convertir agua en vino es una metáfora —arqueó su ceja derecha—, una parábola.

            —No me digas —contuvo una risita gutural.

            —Yo convierto casas en hogares —asintió, «eso no es una parábola, es arte».

            Justo cuando Sophia lanzó la carcajada, porque le parecía gracioso el blasfemo hecho de que se comparara con el personaje principal de la Biblia, Toni supo irritarse por el estrepitoso ruido que lograba emitir con sus torpes cuerdas vocales. ¿A caso no podía reír como la gente normal?

            —Buenos días, Arquitecta —la saludó Parsons—. Licenciada —intentó sonar lo menos forzada posible.

            —Buenos días, Toni —le correspondió Sophia ante una Emma que bebía de su vaso con Pellegrino.

            —Termina de llegar —se aclaró Emma la garganta—. Tenemos un buen día por delante.

            Toni sintió paz interior. La manera en la que Emma había articulado la frase anterior le dio suficiente esperanza y fuerza de voluntad para verle la cara a la tal Sophia. Esperó, por lo acontecido la semana anterior, que estaban por dedicarse a un proyecto nuevo en el que sabría escoger por mentor y no por contenido.

            —Sé que la semana pasada fue pesada —comenzó diciendo la Arquitecta mientras se ponía de pie con la dificultad de un efímero mareo—, pero ya pasó —respiró profundamente para calmar la momentánea nubosidad de sus ojos—. Estos últimos tres días tampoco han sido exactamente ligeros —dijo, escabulléndose por entre el sofá y el sillón para encaminarse hacia su escritorio—. Antes de empezar, para que estés enterada —se dirigió a Parsons—, le comentábamos a Lucas que la GSA tardará un mínimo de cinco semanas en emitir los resultados. Eso significa que podemos olvidarnos de la Old Post Office por el momento, y, mientras Oceania no diga nada, no podemos proseguir.

            —¿Significa que trabajaremos en un proyecto nuevo? —preguntó Toni con una ansiosa sonrisa.

            —Sí —la miró Emma de reojo—. Y no.

            —Si no es ni lo uno o lo otro, ¿qué vamos a hacer? —Intentó no gruñir ante la frustración de lo que consideraba ser una injusticia.

            —Vamos a ver de qué están hechos —sonrió macabramente.

            Parsons tomó asiento al lado de Lucas. Ambos bebieron uno que otro sorbo de café mientras Emma materializaba dos cajas de cartón blanco, en las que se había impreso el logotipo del estudio, que se utilizaban para enviar documentos a través de algún servicio de mensajería. Colocó una frente a cada uno y, con un gesto, quizás de labios; quizás de cejas, les ordenó que las abrieran.

            Lucas, pasando por alguna fusión de emoción, anticipación y nervios, arrancó la cinta adhesiva rojo borgoña con la que sellaban cada paquete por enviar. Parsons, por su lado, se tomó unos cuantos segundos para tomar una fotografía mental de cómo la caja había sido presentada: tomó nota especialmente de la posición y de la cantidad de cinta adhesiva, pues no pensó que fuera lógico el hecho de que, teniéndolos allí mismo, Emma les entregara algo tan formal y tan personalizado. Y, con el cuidado que sus raquíticas manos poseían, decidió rajar las bandas rojas con la ayuda de aquella herramienta suiza de acero negro que llevaba siempre consigo. Pensaba que las veintinueve funciones del artefacto Victorinox debían servirle de algo que no fuera un adorno que le pesara en el bolsillo del pantalón.

            El paquete, o lo que podría haber sido un botiquín de asistencia de arranque laboral, contenía una mezcla de lo que Emma y Sophia utilizaban a la hora de lanzarse de cabeza en un proyecto de diseño de interiores. No necesitaban nada más, tenían lo justo.

            Les habían proveído, a cada uno, una de esas complicadas carpetas en las que podían perder los estribos si no sabían cómo funcionaba el orden y la organización de tiempo y de recursos por igual, pero, como se trataba de que lo averiguaran por sus propios medios, los privaron de las etiquetas impresas que pertenecían a cada una de las seis secciones que podían encontrar en su interior. En la primera, porque eso era imperativo, habían incluido el milenario formulario de información fundamental sobre el cliente y sobre el proyecto a desarrollar, y, en la última sección, la obligatoria declaración de conformidad que firmaba el cliente cuando se le hacía la entrega final. Se trataba de cubrirse el trasero lo más y lo mejor posible. Incluyeron cinco de estas carpetas. Asimismo, habían incluido una MacBook Pro de trece pulgadas para que la utilizaran como lo consideraran necesario.

            —Vendrá un cliente en un par de minutos —comenzó diciendo Sophia—. Ya ha trabajado con nosotros en numerosas ocasiones: con Emma en arquitectura y en diseño de interiores; conmigo en diseño de muebles —acotó—. Conoce muy bien la calidad del trabajo que se hace aquí, por lo que esperamos que esta vez podamos darle lo que busca.

            —Sin embargo —intervino Emma—, ni Sophia ni yo estaremos al frente del proyecto.

            Las miradas de los pasantes, tan ingenuamente emocionadas, apenas sufrieron un fugaz estrago de confusión y preocupación. Importaba más el hecho de que tendrían la oportunidad de demostrar lo que sabían, de darse a conocer más allá de un diseño apresurado de un esténcil o de una propuesta que ya tenía fundamentos contundentes.

            —Eso no quiere decir que los dejaremos a la deriva —dijo Sophia—. Estaremos a su disposición para lo que necesiten, pero no abusen.

            —Funcionará de la siguiente manera —se aclaró Emma la garganta, recuperando el tono de su voz normal.

            Vaya, Excedrin funcionaba con verdadera rapidez.

            —Hablaran con el cliente y le harán las preguntas que crean pertinentes; lo manejarán a su gusto, siempre dentro de los límites que establezca él establezca; proveerán planteamientos o propuestas de acuerdo al proyecto, apegándose a lo que él pide y requiere; trabajarán únicamente en esas laptops que les hemos dado y mientras estén en la oficina, en algún momento podemos negociar, de volverse necesario, si pueden llevárselas para trabajar en casa durante el fin de semana; llevarán un registro de todo, de absolutamente todo lo que hagan; elaborarán sus propuestas modificadas, o parte de ellas, en un espacio tridimensional que nosotros les proveeremos y, lo más importante, me harán quedar bien, ¿entendido? —Afiló Emma la mirada.

            Ellos asintieron como si los hubiese regañado.

            —El diseño o la propuesta que el cliente escoja como su favorito, antes de que lo elaboren en tres dimensiones, llevará una ventaja sobre el otro: a esa persona se le darán ochocientos dólares para invertir en lo que considere necesario, al otro se le darán quinientos. En el mejor de los casos, el cliente comprará el proyecto y se encargarán de realizarlo junto a su compañero, pero es importante establecer que no se declarará un ganador temporal y que estos “triunfos” no serán lo que decida quién será contratado. En el peor de los casos, ninguno de los dos ganará experiencia de mayor valor, pero hagan su mejor esfuerzo porque, créanme, quieren tener a este tipo de clientes en su portafolio.

            —Para finalizar —dijo Sophia—. Las cuestiones estéticas, o lo que sea que tenga que ver con el cliente, eso se trata conmigo; las administrativas con Emma.

            —Esto quiere decir que será Sophia quien los supervise a lo largo del proyecto —añadió Emma—. El Arquitecto Volterra ha tomado particular interés en la situación y depende mucho de su trabajo lo que depare el futuro, lo que significa que tanto Sophia como el Arquitecto Volterra y yo estaremos en la etapa final del proyecto, y muy posiblemente tendremos comentarios, observaciones, sugerencias y demás. ¿Alguna pregunta? —sonrió macabramente.

            —¿Quién es el cliente? —preguntó Lucas.

            Justo cuando Emma vocalizó el nombre, todos los encantos y hechizos de protección se rompieron; sin embargo, como no se trataba del mundo de J.K. Rowling, no fue un mortífago el que se hizo presente.

            Caroline observó, primero, una delicada y pequeña mano, cuya manicura se reducía a uñas cortas que pasaban únicamente por una lima y por el más espectacular brillo. Se aferraban a su dedo anular, como parásitos, el siempre enorme diamante traslúcido, el cual denotaba su compromiso con su pareja, y la franja que había sido colmada de pequeños y redondos diamantes, igualmente traslúcidos, la cual denotaba la consumación católica con su pareja. Alrededor de la muñeca llevaba el sencillo tank anglaise de dieciocho quilates de todos los días, el brazalete era nuevo y rojo. Luego apareció el borde de una manga blanca que evidenciaba una elegante mancuernilla circular de ónice que iba sucedida por una gabardina negra, propia de los placenteros dieciséis grados que suspiraba la ciudad. Posteriormente se exhibió un conjunto azul marino de raya diplomática; la blusa, muy femenina y con escote donairoso; un copete blanco; los ojos malaquita bajo la perfecta sombra de sus arqueadas cejas; los envidiables pómulos; la nariz de tabique atropellado, pero que era lo que la diferenciaba de todas aquellas trompas genéricas que diseñaba la cirugía cosmética; la afilada quijada, adornada por un par de pequeñas rocas; las medias de cincuenta denier y el taconeo de sus Alaïa rojos. Tras ella venía un muchacho en jeans oscuro, camisa blanca a la que le había recogido las mangas, chaleco que podía conjugar con el tono de la mezclilla, y la corbata era caqui y de suficiente calidad.

            Gaby la esperaba como todas las veces que la había tenido que recibir y, tras un saludo muy cordial, le ofreció guardar su gabardina mientras la reunión se llevaba a cabo. Posteriormente la guio hasta la sala de reuniones.

            Margaret se sentó en una de las sillas ejecutivas, bebió un sorbo de agua fría y se dispuso a esperar por el cappuccino que Gaby le había ofrecido y por aquellos que llegarían. Sus labios se fruncían como siempre, debía ser de las pocas cosas que había heredado de su padre. Sus dedos utilizaban la carpeta —con la imagen de la Basílica de San Pedro— como un tambor. Por un momento se arrepintió de haber accedido a hacer lo que estaba por hacer, pero lo cierto era que, además de necesitar que le ambientaran el loft que pronto utilizaría como oficina, era un favor que le traería un poco de diversión fuera de la rutina de la que poco a poco se estaba aburriendo. Recordó las palabras de Emma: “you can be as difficult as you want”, y dibujó una ligera sonrisa. Ya vería ella si los miniprodigios lo pedían a gritos.

***

Fue abandonado por culpa de la sed. Natasha lo dejó al borde de la pista, porque dejarlo en el centro sería demasiado cruel de su parte, y lo dejó a la merced de quien quisiera bailar. Quiso ir tras Sophia, porque sabía que bailaría con él, pero, al verla compartiendo risas y sonrisas con Emma, decidió no interrumpir el momento o la fallida motricidad fina con la que la rubia pretendía darle cucharadas de gelato. Y pensar que la ebria era la otra.

            Se aflojó un poco la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa. Miró a su alrededor y vio a su presa. Con el final de alguna retorcida versión de “Move Your Feet”, caminó hasta la mesa de los adultos y, tras dibujar su millonaria sonrisa, le tendió la mano al atuendo Carolina Herrera.

            Ella, ante la ineptitud e ineficacia de «ay, Alessandro», se puso de pie y aceptó la proposición. Lo había visto bailar cuanto ritmo le impusieran, como si la pulcritud y la seriedad del traje fueran una vil mentira de la que se valía para intentar cubrir la jovialidad de sus gustos, y lo había visto tratar con respeto a la pareja de baile que tuviera… especialmente a su hija.

            El Arquitecto sintió un poco de enojo, pues había invertido casi veinte minutos en intentar recopilar todo el valor y el coraje que necesitaba para hacer eso que el asesor financiero había hecho sin titubeos. Pese a su enojo, porque de eso solo él podía tener la culpa, acosó a Camilla volver décadas atrás con la música de Elvis. Ahora, a sus cincuenta y cinco años, se daba cuenta de que era un hombre cuya felicidad y miseria nacían y concluían en la mujer que había querido, ilusamente, olvidar hacía tantos años.

            Se acordaba de la fiesta para la que Camilla se había disfrazado de Rita Hayworth para obligarlo a disfrazarse de Fred Astaire, de cómo había tenido que recurrir a Morena, la hermana de Pensabene, para que le enseñara lo más básico del baile; no quería avergonzar a Camilla, quien, a pesar de no ser una excelente bailarina, era una estupenda bailadora. Aprendió una que otra cosa, especialmente cómo el baile podía convertirse en una técnica de seducción.

            Justo cuando “Bossa Nova Baby” se terminaba, el baterista continuó golpeando el bombo y los toms de piso mientras el afroamericano de rastas lanzaba el alarido que haría que el arquitecto se pusiera de pie para reclamar lo que no era suyo porque debía trabajar arduamente para borrar los insultos que le había achacado por tantos años.

            “Get up offa that thing, and dance ‘till you feel better!”, corearon todos con la única intención de hacer que el par de mujeres dejaran de jugar a embarrarse gelato en la cara. Continuaron coreando, intentando persuadirlas, pero eran ajenas al espacio que las rodeaba.

            —¿Me permites? —Tomó a Phillip por el hombro.

            Él asintió, se hizo a un lado y, al saber sin pareja de baile, decidió que un whisky era lo que estaba en orden.

            —Me estaba acordando de la fiesta de Carotenuto —le dijo Volterra—. De tu disfraz de Rita Hayworth y de mi torpeza para bailar.

            —Has mejorado muchísimo —rio Camilla.

            —Será en lo único —sonrió avergonzado.

            —¿Qué estás haciendo, Alessandro? —Ladeó su cabeza, acariciando las eses de su nombre como solo ella sabía.

            Se quedó estupefacto. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué había hecho? ¿Qué haría? Quería confesar todos aquellos insultos que vociferó en su contra, todos aquellos pensamientos y malos deseos que la degradaron sin ella saberlo; quería admitir que la había buscado en cada mujer, en cada plato de Fettuccine alla Panna que le servían y que no sabían al sazón que había tatuado en su paladar; que la había mantenido viva, a pesar de pretender aborrecerla, con los platos de Fettuccine Alfredo que había comido y con las copas de Fontodi Chianti; quería reconocer que él también tenía la culpa, que él había preparado el terreno para que aquel merdoso figlio di puttana le viera la cara con su maldito “veni, vidi, vici”; que todo habría sido tan diferente si tan solo hubiese sabido tener paciencia; que era un ignorante, un ingenuo; quería declarar que nunca fue ni sería de nadie más, que la esperaría si era eso lo que se requería para recuperar todo eso que fingió sepultar; quería aceptar que él había creado, mas no criado, a aquella hermosa rubia de la que sabía tan poco y que ahora tenía que confiársela a alguien más, de modo que nunca sería suya; quería disculparse por todo, por nada, por lo que hizo, por lo que hacía, por lo que haría.

            Él, en algún momento, lo pensó todo, lo planificó todo. Como su familia era de esas que no guardaban ni el más insignificante de los títulos nobiliarios, ni con antepasados que dejaron huella tangible en Roma, ni se codearon con la élite burguesa, pensó, en aquel entonces, en ahorrar para comprarle el Damiani con el que le propondría un compromiso serio, duradero, eterno; en convertir su inexperiencia en experticia para poder consumarlo un domingo ante Él en la Basilica Santi Giovanni e Paolo, en tener una fiesta en la que bailarían el vals en La menor de Chopin, en llevarla a aquella aventura que ella tanto soñaba en Down Under; en que compraría aquel penthouse en Via Nicola Fabrizi, con vista a Villa Sciarra, el cual le entregaría para que lo rediseñara y lo remodelara como quisiera: para que pusiera los pisos de roble, para que colocara molduras en las paredes y las pintara de blanco, para que decorara con muebles blancos o de la paleta más nívea que quisiera, para que pudieran tener los hijos que ella quisiera… si era niña, Allegra, como ella, o Lucianna, si era niño; Piero o Rodolfo.

            Camilla le ahuecó la mejilla izquierda, dibujó una sonrisa compasiva y sincera, y se acercó a él. Ella, a diferencia de él, pensó, en aquel entonces, que habría aceptado una propuesta con un cannoli compartido; se habría casado un viernes, porque para ella no existía la mala suerte, y lo habría hecho con Alessio, Flavio, quizá Carotenuto también, como testigos de una boda civil, religiosa, o de la índole que fuera; habría celebrado su unión con un perol de Fettuccinne Alfredo y Fontodi Chianti o cualquier Pinot grigio de anaquel medio; habría bailado La Donna E Mobile o cualquier canción, o ninguna; se habría mudado a aquel pequeño apartamento en la Via Carlo Emanuele I, se habría desnudado para él y habría hecho el amor cada día y cada noche, porque nunca la tocaron ni la tocarían manos tan suyas; habría aceptado una luna de miel en Sicilia para atiborrarse de mariscos frescos, para quejarse de la humedad y del sol, de la resaca marina; habría trabajado a su lado, con él, para él, o como fuera para subsistir juntos y poder arrendar un apartamento más grande, para eventualmente comprar uno; habría tenido cuantos hijos el cuerpo le hubiera aguantado… pero había amado con un sabor a felices-para-siempre y había sido tan ignorante e ingenua como él: se había olvidado de lo bueno que se sentía estar con él —porque su presencia ausente había sido mortalmente dolorosa, irritante, nefasta— y había querido ver eso mismo que veía en él en aquel griego del que nunca se quejaría, porque su relación de negocios fue siempre tan buena y tan clara como el agua. Ella, a diferencia de él, había dejado de buscarlo en las infinitas versiones de Pollo all’Arrabbiata que había cocinado para la hija que había concebido con él y para la hija que había concebido con el otro; no obstante, egoístamente, había enseñado a ambas hijas a acariciarle la cabeza tal y como él lo había hecho para no perder nunca una fracción de su tacto, pues se había resignado a perderlo porque lo que había hecho era simplemente imperdonable.

            Cualquiera puede pensar, incluso argumentar, que era tiempo de sepultar sus estupideces, sus niñerías, para darse la oportunidad que se merecían, pero ambos sabían que había todo un proceso de por medio, uno en el que debían perdonarse mutuamente y otro en el que debían perdonarse a sí mismos, uno en el que debían sanar y uno en el que no debían retomar, sino empezar.

            —Nos tomará tiempo, ¿no es verdad? —le dijo a ojos cerrados; las caricias de Camilla no habían cambiado.

            —El que sea necesario —asintió.

            El cambio brusco de James Brown a Ray Charles los hizo acercarse aún más. Se movieron despacio, acompasados, apenas despegando los pies del suelo. Camilla lo abrazó, apenas recostando su cabeza en su hombro y él envolvió su mano en la suya y suspiró.

            —Tienes que aceptarlo —le dijo Emma—. Se ven bien juntos.

            Sophia se acercó a su rostro y dejó que su frente descansara en la suya, de modo que su nariz lograra rozar la suya. Sus manos ahuecaron ambas mejillas.

            —Nunca he dicho lo contrario —dijo Sophia, arrepintiéndose de no haber escogido palabras con más consonantes oclusivas para que sus labios rozaran los suyos—. Pero reunirlos no es mi trabajo, sino el suyo —sonrió, más por las oclusiones que por lo que decía—. Lo aceptaré si sucede, lo aceptaré si no sucede… en este momento eso es lo de menos.

            La besó.

***

Margaret Anne Robinson, Food Columnist del New York Times, nació en Nueva York, Nueva York, el diez de abril del cincuenta y seis. Su padre, Crawford Robinson, fue periodista del mismo periódico para el que su hija escribía y fue un aficionado de la fotografía. Ganó cuatro Pulitzer, por sus crónicas sobre Pearl Harbor, D-Day, the October Crisis y Watergate, este último póstumo. Su madre, Ella Richards, pasó de ser una columnista del New Yorker a trabajar para Diana Vreeland en Harper’s Bazaar. Margaret, por su parte, estudió Literatura y Lingüística en la Universidad de Nueva York, en donde se especializó en francés, alemán e italiano, y en ciencias lingüísticas. Posteriormente estudió un diplomado en diseño y comunicación artística en la Universidad de Florencia —cuna del renacimiento—, y terminó trabajando para Vreeland, como su madre, en la revolucionaria columna que mezclaba la cultura y la gastronomía desde la perspectiva de la moda. Luego fue transferida, dentro de Condé Nast, a Bon Appétit, en donde se desarrolló como food writer, lo cual le sirvió de catapulta para el titán en el que hoy en día publicaba sus columnas, y en donde ganó los Pulitzer que exhibía bajo una capa de polvo en alguna parte de su sótano. Contrajo matrimonio en el ochenta y tres, migró a Connecticut ante la partida de su única hija a la universidad, y regresó a la Quinta Avenida en busca de un posible sexto Pulitzer. En el dos mil cinco, la Universidad de Columbia le había otorgado un doctorado honoris causa en Comunicaciones, y era conferencista invitada para los alumnos de Escritura Creativa de su alma mater. Llevaba una vida entera de socialité, la cual le había conferido los honores de ser fiduciaria del MET, vicepresidente de la Confrérie y miembro ad honorem de la Societé Culinaire.

            De cumpleaños, Romeo le había regalado un pequeño apartamento sobre 39th Street and Eighth, a un paso de las oficinas centrales del periódico. Allí, ella podría tener su espacio, sus efímeros desórdenes de bibliografías e investigaciones, podría tener una cama en la que podría tomar una siesta sin tener que regresar a 82nd Street y podría disfrutar de la privacidad que requería su proceso creativo. Sin embargo, Romeo se lo había regalado vacío, sin siquiera pintura nueva en las paredes, pues, junto con la escritura de aquel lugar, le entregó un documento pseudolegal en el cual, con Emma o Sophia en la mente, se comprometía a pagar lo que fuera que costara su ambientación.

            Emma estaba decepcionada, cruda y absolutamente decepcionada de esos dos supuestos prodigios a los que les había temblado más el cerebro que la boca y lo demás. No lo iba a aceptar, estaba más decepcionada de Toni, porque con esa actitud tan pedante —ella lo reconocía— era inefable que no hubiese podido articular una tan sola buena pregunta. Había sido un fiasco. No tenían el honor de llamarse “discípulos”.

            —Well, that was awful! —gruñó en cuanto calculó que Margaret y su asistente, aquel que le había provocado celos estúpidos por alguna estúpida razón que ya no quería recordar, habían salido del estudio—. A major… —suspiró, «FUCKUP», en cuanto Sophia le lanzó una mirada que le advertía que debía guardar la compostura para enseñar bajo el modelo de lead by example.

            —Me habría gustado venir más temprano para que nos diera toda la información del cliente, Arquitecta —dijo Lucas con tono excusador.

            Emma lo miró tal y como si estuviera sufriendo una apoplejía. Pudo sentir su párpado izquierdo vibrar sin control alguno.

            —Me gusta investigar al cliente con antelación —le explicó el sureño—. No soy de la ciudad, probablemente Toni la reconoce, pero yo no.

            Sophia llevó su mano a su rostro. Más que una facepalm era el gesto que no la dejaría ver lo que estaba por ocurrir, «because this is awkward», y, quizás, se protegió de los golpes que intuía que volarían por la sala de reuniones.

            Emma estuvo a punto de explotar en profanidades imperdonables, pero la aparición de Gaby la detuvo. Le pidió a Gaby un segundo, que esperara, porque lo que fuera que tenía que decirle podía esperar. La incompetencia de SCAD y Parsons, en cambio, era intolerable y no se podía hacer esperar. Se le caía la cara de la vergüenza con Margaret, con Sophia, consigo misma.

            —¿Tú crees que todos los clientes se anuncian antes de venir? —preguntó con aquel tono incrédulo que la obligaba a entrecerrar la mirada y a fruncir el ceño—. ¿Tú crees que los clientes respetan tu horario de trabajo? —Hubo un silencio agudo, punzante—. No importa quién es el cliente, importa que te pongas a su altura: tienes que saber leerlo desde el momento en el que entra por la puerta, tienes que saber predecirlo, tienes que descifrarlo así —chasqueó sus dedos—. Me parece poco profesional que te escudes en que no eres neoyorquino, que te escudes en que el fracaso de esta reunión se debe a que probablemente Toni la conoce y tú no —dijo, mirando alternadamente a SCAD y a Parsons.

            Odió verle una sonrisita pedante y engreída en los labios de la enclenque mujercita.

            —Y tú —la miró con mayor turbulencia—. Al menos Lucas hizo preguntas, tontas, sí, pero las hizo —sacudió lentamente la cabeza.

            Toni Bench había sido concebida en el centésimo primer intento de sus padres, una dupla que combinaba la avaricia y la soberbia con otros placeres superficiales y superfluos. Su padre, un hombre de negocios que había sido clave para lograr que Berkshire Hathaway adquiriera GEICO en el noventa y seis, había sido declarado no estéril, sino sencillamente impotente. Se había frustrado, porque cómo era posible tener tanto éxito en los negocios y tener un pito tan grande, y no poder concebir ni siquiera un feto que quisiera abortarse a sí mismo. Su madre, un trofeo graduado en Drama de Vassar —una aspirante a ser la siguiente Meryl, pero de nulo talento— era una mujer de tan buen parecido que nunca estuvo ni estaría contenta con cómo Dios la había diseñado: siempre una libra de más, un pellejo caído, los indicios de una arruga.

            Ante la impotencia de su padre y la vanidad de su madre, ella nació más por la ambición de cumplir un objetivo meramente imposible que por el deseo de responsabilizarse por un feto que aprendería a… algo. Nació algún día de enero del ochenta y nueve, a alguna hora, en el Lenox Hill, y cayó en eterna desgracia con ambos progenitores en cuanto lloró por primera vez; su padre enrolló los ojos y vociferó que necesitaba un escocés, su madre pidió que se la quitaran de los brazos. La crio su Nana, una húngara cuyo nombre no vale la pena mencionar, y el chofer, el John Doe que la había llevado ese día en el Lexus plateado. Su llanto se convirtió en la manera de pedir las cosas, de exhortarlas, pues, con tal de no escucharla chillar, su padre aflojaba el fajo de billetes y su madre daba la luz verde para que su Nana le comprara lo que quería. Así consiguió un dormitorio de dos pisos en la townhouse en la que todavía vivían sus papás, una colección de Barbie a la que nunca más volvió a ver, que la inscribieran a clases de ballet, que la cambiaran de Birch Wathen Lennox al Marymount para estar con su única amiga (Fee, de escritura Felicia y de pronunciación Fee-li-sha), las fiestas adolescentes sin supervisión —parecidas a aquellas que se exageraban en la serie de la chica, que resultó ser chico,  que es mentirosa y chismosa—, estudiar en Parsons, un solitario apartamento en 71st. Sreet y la Quinta Avenida y una generosa mensualidad para no tocar su caudaloso fideicomiso.

            Nunca había tenido novio, pero se había acostado con quien había querido, cuando había querido y en donde había querido, se había besado con una que otra mujer para ser la chica cool que no les temía a los juegos o retos etílicos, sabía enfundar preservativos con los labios —vaya habilidad—, se había tatuado con alguno de los integrantes del difunto Miami Ink. Detestaba el té y el terciopelo, padecía de nomofobia, tenía que fumar un Lucky mentolado para inducirse el number two, vestía guantes para enfundarse calcetas o medias por su miedo a deshilarlas, no podía evitar oscilar sus rodillas cuando aplaudía, rellenaba el frasco de Xanax con vitaminas, tenía que morderse los labios para cortar en línea recta o para colorear dentro de un límite, y era una fanática de la música country.

            —No preguntaron en dónde queda el apartamento, si quería remodelarlo o si quería simplemente ambientarlo, si hay cláusulas administrativas que se deben respetar. No preguntaron qué le gusta ni qué no le gusta, no preguntaron cuánto tiene de presupuesto, ni en cuánto tiempo quiere que esté listo. No preguntaron si pueden ver el lugar en persona. No preguntaron a qué horas pueden contactarla o si la contactan a través de su asistente. ¡No.preguntá-ron.ná-da! —Alzó los brazos—. Si yo hubiese sido el cliente, habría interrumpido la reunión, me habría puesto de pie y me habría ido con cualquier otro diseñador de interiores, incluso con un decorador, que al menos mostrara el mínimo de interés en mi tiempo, en mi espacio y en mi dinero. Debería darles vergüenza creerse profesionales, creer que lo saben todo, escudarse en que no saben nada. Debería darles vergüenza —concluyó—. Vayan a mi oficina y hagan lo que tengan que hacer para que ella quiera regresar —espetó.

            Parsons y SCAD se pusieron de pie lo más rápido que pudieron, recogieron el material que ni siquiera habían desordenado —prueba suficiente de su inexperiencia— y salieron de la sala de reuniones tan blancos como las hojas de papel sobre las que no hicieron el típico garabato para corroborar que el bolígrafo tenía tinta.

            Sophia salió tras ellos. En ningún momento le tuvo miedo a la mujer con la que llevaría a cabo el ritual del matrimonio civil en quince días, pero sabía que necesitaba espacio para aflojar sus dedos, para relajar la nuca, para respirar tranquila.

            Gaby, intentando no ser un estorbo para no llevarse una tajada de aquel regaño que le había dado miedo, permaneció bajo el umbral de la puerta por si debía echarse a correr o por si Emma reconocía su presencia. La observó apoyar las manos en la mesa, dejar caer la cabeza hasta casi hundirse entre sus hombros y la escuchó respirar lenta y profundamente para luego erguirse y volverse hacia ella.

            —Dime —murmuró Emma con un intento de sonrisa tan fallido como la reunión por la cual estuvo a punto de perder los estribos.

            —Llamaron de Oceania —le dijo Gaby y le entregó un post-it gris—. Pidieron que llame a este número y que pida hablar con Mr. Murdoch Hudson. Es urgente.

            Emma asintió aparentemente indiferente ante la noticia que había estado esperando hasta ese momento; habría preferido que no llegara nunca. Tomó asiento en la silla que hace unos minutos había ocupado Margaret y le importó poco que todavía estuviese tibia, haló el teléfono, levantó el auricular y digitó aquella cifra que le pareció infinita. Gaby, desapareció detrás de la puerta que había cerrado.

            Esperó tres, cuatro, cinco tortuosos tonos hasta que una voz masculina y nasal la saludó. Se asombró de lo fácil y fluido que había vomitado el inglés, especialmente porque todavía se deshacía, internamente, en profanidades italianas que lastimaban el latín y la etimología de todo lo que valoraba en esta vida. Preguntó por Mr. Murdoch Hudson. Le alivió que le informaran que estaba en otra llamada. Dejó el recado más evidente y colgó.

            —Qué puntual —sonrió Belinda, creyendo que estaba lista para la riunione dello staff—. ¿Hemos cambiado de puestos?

            —No —masculló Emma, sacudiendo la cabeza para caer con los pies en la Tierra y para reubicarse en la silla contigua a la que Volterra se sentaba.

            —Traes una cara de espanto —le dijo ella, arrojando su Moleskine negro y el bolígrafo Montblanc frente a la silla que encaraba a la de Emma.

            —Es el estrés —explicó a secas, desviando su mirada hacia la puerta, por donde entraba Gaby con su Moleskine rojo y la pluma con el Bentley grabado en la palanca de la tapa—. Gracias —susurró—. Si llaman de nuevo, por favor pregunta qué quieren para hacer lo que se necesite —le dijo, sabiendo Gaby exactamente lo que debía hacer dependiendo de la respuesta que obtuviera—. ¿Tú cómo vas? —Se dirigió a la mujer que, como si se tratara de la escuela, anotaba la fecha del presente día en la esquina superior derecha de la siguiente página en blanco que ofrecía su notebook.

            —Odio el mármol como nada en esta vida, así es cómo me va —rio, colocando el bolígrafo entre las hojas que se abultaban.

            Clark entró en silencio y sin la sonrisa con la que solía saludar. Pensaba en si era correcto extender el plus one de la invitación a la boda de la segunda al mano del estudio. Vestía un pantalón gris carbón, una camisa blanca a diminutos cuadros celestes, corbata granate y chaqueta azul marino. Era un deleite mirarlo.

            Luego entró Pennington, indiferente a lo que fuera que Segrate relataba con tanta emoción. «He couldn’t care less», rio Emma tras Pennington haber enrollado los ojos con verdadero hastío. Se reciprocaron las sonrisas y el breve saludo de colegas en el que simplemente agachaban brevemente la cabeza.

            Emma pensó que la corbata de Segrate era el resultado de abrir una perforadora de papel sobre un lienzo azul, le dolía más en los ojos que en el alma. Aborreció el momento en el que intercambiaron una efímera mirada; odiaba la lascivia en su sonrisa y la pretensión en sus ojos. Sintió alivio visual, emocional, temperamental incluso, en cuanto notó que Sophia emergía tras él y se dirigía a ella con el cabello libre y la sombra de una sonrisa de aquellas que aludían al refrán del que de sus maldades evocaba. Quiso mandarlo todo al carajo, quiso no estar ahí, quiso estar a solas con ella para pedirle que se sentara en su regazo, para esconder el flequillo tras su oreja y preguntarle cuál de todas sus maldades le divertían en ese momento, pero su fantasía duró poco.  Selvidge irrumpió con la prisa y el apuro de siempre. Desaliñado, con el rastro del sudor que un par de pasos podían provocarle y hostigando al botón de su bolígrafo retráctil.

            Se concentró en seguir a Sophia con la mirada, en no sonreír más de lo que debía para no desatar las bromas de Belinda o los comentarios necios e ignorantes del ingeniero que se sentaba a la otra punta de la mesa. Por la esquina de su ojo entraron Volterra y Rebecca, comentaban la actuación de Jennifer Hudson en “Dreamgirls” y por qué sí se había merecido el Oscar. Tras ellos venía Liz, con libreta y lápiz en mano para levantar el acta de la reunión.

Encendió el televisor y navegó por la programación hasta que encontró la razón por la cual había decidido ir al gimnasio por la mañana y no por la tarde. Se sentó en posición sukhasana, se quitó la camisa, tomó el recipiente y el tenedor, y se dispuso a ver las alineaciones.

            Justo cuando hablaban de la excelente temporada de la Juve, llamaron a la puerta. Con un suspiro que sustituyó un reniego, se incorporó para dar los quince pasos que había entre su cama y la entrada. Con la mano en la manija pensó en todos los argumentos a su favor para combatir al quejumbroso vecino de arriba —porque ya en tres ocasiones se había quejado de que veía la televisión con el volumen demasiado alto y no lo dejaba dormir— y escogió el argumento de cómo no solo se sentaba a tocar su puto pianito eléctrico por las mañanas, sino cómo también lo hacía terriblemente mal. Abrió la puerta con violencia y se tragó su irritación.

            —Me estoy cobrando lo de la otra vez —la saludó una Irene que, inmediatamente, fijó sus ojos en su precaria vestimenta.

            —¿Ya comiste? —rio, haciéndose a un lado para dejarla pasar e inhalando el ligero rastro de talco de guantes quirúrgicos, desinfectante y formol.

            —Sí —asintió, quitándose los Keds grises para colocarlos en la zapatera.

            Alex se acercó. Con inhumana delicadeza, le descolgó el bolso del hombro y lo colocó a un lado de donde ella había puesto sus zapatillas. Le dio un beso en la sien y se rehusó a alejarse para sugerir un saludo más inapropiado.

            —Ciao, Nene —sonrió luego de que la griega la besara en los labios.

            —Ciao, Alex —rio nasalmente y, porque la tentación le ganaba siempre, le dio otro beso que le supo a lo que necesitaba luego de que Montalti la abrumara con tres horas de laboratorio de química orgánica—. Mi mamá regresa de Nápoles hasta por la noche. Esta es mi manera de procrastinar… tengo que estudiar.

            —¿Vienes a estudiar anatomía o a que te ayude a estudiar microbiología? —sonrió burlescamente.

            —Muy graciosa —rio Irene, alejándose de ella para ir en busca de la cama—. Ah, interrumpo el juego —suspiró antes de dejarse caer.

            —No, ya sé el resultado —disintió, pasando de largo para sentarse donde se había sentado antes—. Es solo que no lo vi.

            —¿Tienes planes para después?

            —¿Hacer la digestión cuenta como un plan? —rio, mostrándole el interior del enorme recipiente que tenía entre las manos.

            —¿Planeas comerte todo eso? —Ensanchó la mirada.

            —Puedo compartir. Estoy en mis días —le dijo, y señaló esa circular y roja inflamación en su cóndilo izquierdo que, a pesar de ser pequeña, hacía que le doliera todo el rostro.

            Se había servido el kilo entero fusilli que había hervido. Los había revuelto en el pesto que se había llevado de casa de su papá el sábado por la tarde, les había agregado pancetta, pomodori pisellini y mozzarella, y los había colmado de una generosa capa de parmigiano reggiano. Y, porque vivir sola le servía para perder el decoro, tenía lista una coca cola fría de litro y medio que bebería directamente de la botella.

            Irene rio, porque las sesiones de gimnasio de Alex eran simplemente compensatorias. Con las ganas de algo diferente, se sentó tras ella para abrazarla por la cintura —que pronto se inflaría— y para recostar su sien en su encorvado omóplato.

            —¿Cómo está la situación? —murmuró Irene.

            —Horrible —disintió—. De súper absorción —suspiró e introdujo el tenedor con cinco tornillos en su boca.

            —Pobre —se compadeció con un beso en su hombro y devolvió su cabeza a la posición anterior.

            —Dejé de hacer sentadillas porque creí iba a matar a alguien de un tamponazo —resopló con la boca llena—. ¿Te imaginas? —Continuó—. Le saco el ojo a alguien y queda un coágulo nada más.

            —¡Eres una sucia! —se carcajeó la griega.

            —Es solo sangre —se encogió entre hombros.

            —Eso dicen —le dijo con la resaca de la risa a ras del diminuto lunar que decoraba su nuca—. Yo estoy ovulando.

            —¿Por qué me dices eso? —Pareció lamentarse.

            —Intento empatizar con tu ciclo menstrual —sonrió—. ¿Te duele algo?

            —Las ganas de coger contigo, nada más —rio.

            —¡Dios! —suspiró—. Me refería a dolores de vientre o algo así.

            —No —sacudió ligeramente la cabeza y llevó cinco tornillos más a su boca—. La vida me libró de los dolores de la menstruación, pero me maldijo con un incremento de apetito sexual que, si no durara cuatro días, seguramente me jodería la cordura física y mental.

            —No me digas… —comentó, dándole gracias a Dios porque Alex no podía ver el intenso rubor que la había invadido.

            Irene se vio transportada a la clase de biología que había tenido con Mrs. Bizargorriarena, los martes de una a tres de la tarde, cuando estaba en octavo. Recordó el olor a formol en el que la jefa del departamento de ciencias naturales, Mrs. Totou, guardaba la colección “en proceso” de gestación humana; tenía treinta y dos de las cuarenta semanas. Se observó sentada a la mesa blanca de la primera fila, escuchando cómo aquella vasca enlazaba el ciclo menstrual de la mujer con los cambios fisiológicos que “sufría”. Recordó cómo aquella demente mujer les había dicho a las niñas que la sangre era solo eso: sangre, que les había dicho a los niños que eso no era una señal de debilidad, que les había dicho a todos que la mujer disfrutaba más del sexo cuando se encontraba en aquellos días más sangrientos, y les explicó por qué. Aquello no tenía nada de asqueroso.

            Pensó en cómo Alex debía quemarse por dentro y sintió algo parecido a la lástima. La abrazó con mayor fuerza. Pensó en cómo, de tener una relación seria, quizás podía considerar una práctica como la que la vasca les había afamado, «porque es solo sangre», pero no; si en algún momento aquello debía enseriarse, algo que no quería pensar en ese momento, debía dejar algo para explorar, debía guardar sorpresas. Bueno, eso suponía.

            —¿Quieres? —Le ofreció Alex el tenedor con tres tornillos, un trozo de pancetta y la mitad de un tomate.

            —Gracias —susurró, estirando el cuello para alcanzar a encerrarlo todo con sus labios—. Sabes cocinar —dijo un tanto admirada en cuanto tragó el buen sabor del pesto.

            —No me muero de hambre —se encogió entre hombros.

            —¿Existen paliativos?

            —¿Qué?

            —¿Hay maneras de aliviar eso que te duele sin que en realidad suceda? —le preguntó, acercándose más para apoyar su mentón sobre su hombro y obtener más ofrecimientos de comida.

            —Faltan dos días, no es el fin del mundo, Nene —resopló pasivo-agresivamente mientras ensartaba el tenedor en el recipiente—. Además, me masturbé por la mañana —agregó con tono indiferente.

            —Y eso claramente no ha ayudado —le dijo Irene, intentando no escandalizarse por la naturalidad con la que Alex decía cosas como esa.

            —Lo haré de nuevo por la noche —se encogió entre hombros—. No es mi primera menstruación —rio, ofreciéndole otro poco de pasta.

            —Lo sé, Alessandra —entrecerró la mirada.

            —Me gusta más cuando me llamas Alex —le dijo—. Alessandra suena a que estás enojada, no sé.

            —¿Pensabas en mí? —preguntó en una voz tan pequeñita que la italiana apenas le escuchó—. ¿Pensarás en mí?

            —Creo que tu lengua le tiene celos a mis dedos —se carcajeó Alex.

            —Me mata la idea de que te corras pensando en alguien más —confesó ruborizada.

            —¿Te digo un secreto? —Se volvió sobre su hombro para mirarla de reojo.

            Irene asintió ligeramente, temerosa.

            —Mi cabeza es mi peor enemiga cuando me masturbo: pienso en ti y, en lugar de quitarte la ropa, te imagino acostada en tu cama o en clase, y pienso en cuántos pendejos te están mirando, en cuántos pendejos quieren tocarte, en cuántos pendejos quieren besarte… y me enojo —confesó.

            —Entonces, ¿en qué piensas? —Intentó no prestarle demasiada atención al profundo significado de lo que decía.

            —No pienso, Nene. Dejo que la pornografía piense por mí.

            —¿Hablas en serio? —Alex asintió con el descaro de siempre—. Interesante… —supuso—. Entonces, ¿no hay nada que yo pueda hacer? —Alex no respondió, tenía la boca demasiado llena—. Podrías comerme —susurró doblemente ruborizada.

            —¿Y qué hago yo con mi incendio después?

            —Lo apagas —rio nasalmente.

            —Nene, es que no se trata de eso —le dijo con una sonrisa derrotada—. Yo soy eso que tú llamaste “paliativo”, tú serías el remedio.

            —La idea me… —calló, pues no sabía cómo decir que la idea, aunque no le estorbaba, prefería dejarla para el futuro.

            —Por eso ni siquiera te lo he propuesto —repuso con tono reconfortante y le dio un beso en la sien.

            —Tiene que haber una alternativa, Alex.

            —Debe haber una, o más de una, Nene —estuvo de acuerdo—. Pero ya solo puedo pensar en las mil y una maneras en las que podría arrancarte el jeans y el…

            —No recuerdo si me puse uno gris o uno morado —la interrumpió, sabiendo perfectamente bien que Alex deliraba con ella en intimi de la familia del violeta.

            —Jesússacramenta-do—gruñó y se devolvió al recipiente.

Se habían sentado lado a lado. Ambos estaban perplejos, absortos en el momento en el que Emma los había regañado con la seriedad y la severidad con la que nunca nadie los había regañado jamás.

            Lucas abrazaba la carpeta mientras intentaba recuperar un ritmo respiratorio más o menos decente. Repasaba las palabras que habían salido de su boca, lo estúpida que había sido su excusa. No lograba explicarse cómo era posible que había dejado que la excusa fuera lo primero que vociferara y no una disculpa. Tenía que disculparse.

            Toni intentaba controlar el temblor de sus raquíticos dedos. El corazón le latía en el pecho, en las sienes, en la nuca. Tenía ganas de llorar. Le había ofendido el hecho de que Emma decidiera reprenderlos por igual, como si ella hubiese tenido tanta culpa como Lucas, como si ella hubiese cometido tantos errores como él. Además, le había enojado el hecho de que Emma decidiera reprenderlos enfrente del servicio y de la estúpida rubia que podía jurar que había sonreído cuando la había acusado de algo peor que de hacer pregunta estúpidas.

            —Eres un idiota, Meyers —espetó.

            —Y tú una cobarde —repuso él.

            Se miraron en silencio, carentes de insultos y de excusas.

            —¿Tú sabes quién es ella? —le preguntó Lucas al cabo de unos minutos.

            —Claro que sé, imbécil —rio—. Conozco a todos los que viven en esta maldita isla.

            En ese momento, Lucas comprendió que el campo de batalla era igual para ambos: los dos sabían absolutamente nada. Toni era mortal, como él, y era tan ignorante y descuidada como él. Ambos eran inexpertos, ineptos, imbéciles, idiotas y cobardes.

            —¿Cómo dijo que se llamaba? —susurró Lucas como para sí mismo—. ¿Margaret Robins? ¿Roberts? ¿Robison?

            Le había parecido una señora tan impactante, tan imponente, que se había olvidado de todo, hasta de su propia existencia. El cabello blanco le había parecido una declaración demasiado audaz; sus ojos, aun a través de los aros Chopard rojos que corregían su miopía, eran más penetrantes que los de Emma; el ligero lápiz labial no era de catálogo; las rocas que llevaba en sus manos eran cegadoras; su voz, su tono era degradante, altanero, peyorativo, pero en ningún momento le pareció ofensivo. Era la mujer más intimidante que había conocido jamás, y era por eso que tenía que reconocer el profesionalismo de Emma y de Sophia en elevarse de tal delicada y elegante manera que en ningún momento pretendieron igualarse.

            —Robinson —le dijo Toni y, sin más ni menos, se impulsó para tomar la MacBook que le habían asignado.

            Creyó haberla visto antes en algún lugar.

Alex se le escapó de entre los brazos para lavar aquel recipiente del que las dos habían comido tan bien.

            Irene acosó su espalda desde donde escuchaba el resumen del primer tiempo del juego. Le gustaba acosarla cuando no la miraba precisamente por eso, porque no la miraba, y podía hacerlo con la intención que quisiera: podía recorrerla desde los talones descalzos; admirar la piel tersa que se tensaba con cada paso y que marcaba las elongadas pantorrillas que había construido el voleibol de sala que todavía jugaba una vez a la semana; podía subir por los muslos que sabían aprisionarla en lugar de que su voz le pidiera más; podía odiar la tela de color jódeme-la-vista del short; podía apreciar las protuberancias que le gustaba apretar una en cada mano y que, a veces, le picaba por azotar con el top spin que aplicaba en las canchas de arcilla, el elástico Calvin Klein de esos días, la cadera a la que se aferraba cuando se colocaba a horcajadas sobre ella, la cintura que sí se le formaba, el sostén deportivo que reducía las otras protuberancias que le gustaban apretar una en cada mano y sin el antojo de azotar, sus omóplatos, la esbeltez de su cuello y las hebras de chocolate semiamargo que hoy anudaba en una precaria y diminuta coleta.

            —Siempre sé cuándo me estás mirando, Nene —rio Alex desde donde terminaba de enjuagar el recipiente.

            —¿Quieres hacer algo mañana? —le dijo con la sonrisa que sabía que podía ver por la esquina de su ojo.

            —¿Algo como qué, Signora Papazoglakis?

            —No sé —se encogió entre hombros—. Podemos ir a cenar a algún lugar decente, podemos ir al cine a ver alguna película mala, podemos ir a beber algo por ahí —se encogió nuevamente entre hombros y la siguió con la mirada en su regreso—. O podemos salir con tus amigos, si quieres.

            —¿Qué te parece si cenamos algo en algún lugar decente, vamos al cine a ver alguna película mala y vamos a beber algo por ahí? —Le propuso con esa sonrisa que la obligaría a dar una respuesta afirmativa—. ¿Y qué te parece si, mientras me ducho, buscas dónde comer, qué película ver y dónde beber? —preguntó tras un asentimiento para luego conseguir un segundo—. De paso, piensa en qué le dirás a tu mamá —bromeó.

            Irene la observó alejarse de nuevo, esta vez con cierta rabia de por medio, pues Alex nunca jugaba justamente. Odiaba lo mucho que eso le gustaba.

            Tomó su teléfono y, antes que nada, consultó la cartelera del Cinema Farnese de Piazza Campo de Fiori y decidió que la película más mala era Godzilla, a estrenarse al día siguiente. Reservó dos puestos en la última fila. Porque su mamá le había afamado el Ristorante Camponeschi, el cual quedaba a pocos minutos del cine, le pareció perfecto. Y por qué no terminar en Verso Sera para beber unas cuantas copas de vino, nada espirituoso para que no se les subiera a la cabeza y terminaran haciendo cosas “inapropiadas”; debía respetar los cuatro días de Alex.

            Dejó caer su espalda sobre la cama y la cabeza sobre las cómodas almohadas que rápidamente se habían marinado en los aromas de la mujer que cantaba L’ombelico Del Mondo bajo la regadera. Le dio risa escuchar sus aplausos y los balbuceos de las palabras que no recordaba, los repentinos gritos y las ovaciones de sí para sí. Se la imaginó intentando bailar en esa diminuta cabina; le dio más risa.

            Revisó sus redes sociales, más por ocio que por curiosidad de acosadora. Era el día de los tbt. No encontró nada bueno, solo una fotografía que le instaló una sonrisa nostálgica: Pippa había compartido el lejano momento en el que ya los cuatro —ella, Antonacci, Irene y Alex— eran amigos. Había sido en casa de Berenice, un par de horas antes de que la fiesta, al igual que su amistad con la anfitriona, se fuera al más oscuro carajo. Nico ya abrazaba a Pippa con confianza y ella se recargaba en él. Alex se notaba distraída a pesar de exponerse a la cámara de frente: su mirada y su nariz se adherían a la melena larga, ondulada y marrón que había tenido Irene durante casi toda su vida.

            Escuchó cuando Alex cerró la llave del agua —hacía un ligero chillido al que quizás nunca se iba a acostumbrar— y escuchó los suspiros que señalaban un alivio: al fin se sentía limpia y fresca. Escuchó la fricción de la toalla contra su piel, el crujido del envoltorio del tampón de súper absorción y las tapas que abrió y cerró: suero para el rostro y humectante piernas y brazos —el resto lo distribuía entre abdomen, senos y nalgas— y hoy, porque la pereza lo ameritaba, un poco de tratamiento para el cabello.

            Alex salió justo cuando los jugadores entraban nuevamente al terreno de juego. Venía con la toalla amarrada al pecho y con una sonrisa que se le dificultaba disimular cuando veía a Irene en su cama. Abrió las puertas del armario y se enfundó en un Calvin Klein gris —hermano del que recién se quitaba— y en una cómoda y floja camisa de botones que, por su gastado carácter, utilizaba para dormir. Todavía se peinaba con los dedos cuando se recostó al lado de la griega.

            Irene la recibió con la clara intención de acurrucarse contra ella. Le gustaba cómo olía Alex recién duchada, era una mezcla, quizá, del cloro del agua y del jabón de avena.

            —¿Te vas a dormir? —le preguntó Alex luego de haber recibido su cabeza sobre su pecho.

            —No quisiera —negó ligeramente con la cabeza—. No tienes idea de lo mucho que me gusta cómo hueles… —inspiró profunda y lentamente, por un momento olvidándose de su celular, pues lo dejó caer entre su pecho y el suyo, y llevó su mano a su nuca para impulsarse hacia ella e inhalar directamente de su cuello.

            Alex rio guturalmente como consecuencia de las cosquillas de su aliento.

            —¿Viste el throwback Thursday de Pippa? —Alex negó con la cabeza, brevemente inmersa en la cartulina amarilla que le mostraban al número trece—. Mira —alzó el teléfono y le mostró la fotografía.

            —Ya no me acordaba cómo te veías con el cabello largo, Nene —sonrió.

            Recordó los “deplorables” minutos que compartió esa noche con Irene en la pista de baile. La intoxicación de todos, inclusive la de ellas dos, era tal que nunca nadie se dio cuenta de nada… probablemente ni Irene, y, lo que ella recordaba, estaba segura de que la mitad, o más de la mitad, eran escenas de su propia alcoholizada invención; sin embargo, guardaba el recuerdo con algo más candente que el cariño.

            Recordaba, vagamente, la conversación sobre la virginidad que había sostenido con Irene. No, no había sido una conversación, había sido una confesión de anhelos y derogaciones de la virtud. Su nivel de alcoholización le había permitido decirle a Irene que la pérdida de su virginidad había sido lo peor que le había podido suceder porque había conocido lo que era el placer. En aquel entonces no sabía que su falta de filtro con Irene se debía a querer provocar una reacción; su confesión se la había achacado a los estragos del vodka. Irene la había mirado anonadada, como si no pudiera creer que Alex hubiese perdido la virginidad a los quince años, como si no pudiese creer que una tal Vittoria la había desnudado y toqueteado a su gusto y su placer. A partir de entonces, de su reacción casi tartamuda y enteramente escandalizada, Alex supo que Irene sufría de lo más hermoso que podía ver en alguien: el pudor. Irene, reciprocando la confesión, ella totalmente alcoholizada, le dijo que, aunque no suponía esperar hasta el matrimonio —porque todavía no entendía bien qué era eso, para qué servía o cómo funcionaba—, quería guardar su cuerpo para una persona que la obligara a perderse en ella; una persona a la que le regalara su cordura mental y carnal. Habiendo dicho esto, y con un brindis de por medio, cantaron las complejas palabras que constituían “I Gotta Feeling” y confesaron su gusto por la canción. Entonces Alex la haló de la mano, apenas para ponerse de pie, y dejó que el alcohol hiciera lo suyo para bailar o saltar, gritar las letras, derramar las bebidas, rozarse accidentalmente a conveniencia.

            —Tú tampoco sabes lo mucho que me gusta cómo hueles —dijo con una sonrisa, inhalando con la misma profundidad que ella—. En lugar de estudiar microbiología me encantaría darte un repaso de anatomía —le dijo ante la cercanía labial.

            —Qué cosas, ¿no? —rio nasalmente.

            —Son las hormonas —se excusó y, dándole un beso en la frente, se devolvió al televisor.

            Irene fue incapaz de quitarle la mirada encima. Le tuvo celos al juego de futbol. Si tan solo la sangre no fuera el impedimento para que ella fuera más importante que la Roma contra la Juve. «Qué bueno que perdieron», pensó, porque entonces la Roma no le daría a Alex el placer de la victoria, o un placer cualquiera.

            —Alex… —musitó.

            —¿Mmm?

            —Quiero intentar algo —le dijo y, ante su aparente indiferencia, ahuecó su mejilla para acaparar su atención—. ¿Me dejas intentar algo?

            —Privarte de tus libertades es lo que menos quiero, Nene —dibujó una corta sonrisa.

            —Escoge una de tus mil y una maneras para quitarme el jeans —susurró—. No me lo arranques, solo quítamelo.

            Alex la miró como si no le estuviera hablando en un idioma que ella comprendiera, le sonaba a algo entre griego y mandarín. Le tomó un par de segundos en que los ojos castaños le inspiraran confianza. Hizo lo que Irene le pidió, no se lo arrancó, sino se lo quitó como ella supuso que sería lo menos erótico del manual; no obstante, fue inútil. Sus hormonas salivaron en cuanto miraron la miniatura violeta que cubría la intimidad de Irene.

            —¿Te gusta? —Alex la miró penetrantemente a los ojos—. ¿Sí? ¿No?

            —Intento pensar en, no sé, la muerte de Tiësto, Berlusconi regresando al poder, el Stadio Olimpico incendiándose —susurró.

            —¿Y cómo te va con eso?

            —Como que no va, Nene —rio nasalmente—. No me ayudas.

            —Quiero intentar algo —le dijo de nuevo—. Quiero ayudarte.

            Ahuecó su mejilla nuevamente y la trajo hacia ella para darle un beso como los que le gustaban, uno como el que no le había dado en los sesenta y cinco minutos que había estado ahí. En el roce tierno, lento y suave de sus labios por fin solo existía ella, no la compartía con el futbol. Le molestó un poco que Alex luchara tanto por contenerse, por dejar sus manos adheridas a su propio cuerpo, por aferrarse al control remoto y no a ella, pero no importaba, pues esperaba que, con el paso de los segundos, con el ensayo de su lengua, se olvidara de todo y le permitiera ayudarle para dejar los paliativos de lado.

            La trajo sobre ella con el único propósito de revolcarse más, de volcarse luego sobre ella para que descansara en la cama. Una vez lo hizo, la comodidad le permitió encerrar también su cabeza con su brazo para enterrar sus dedos entre su cabello y, sin dejar de tomarla por la mejilla, tomar posesión absoluta de sus labios y de su atención.

            Supo que se sintió bien, que se comenzó a sentir aliviada por un simple suspiro que se le escurrió por la nariz. Su cuerpo se relajó, se hundió más entre el colchón y sus manos cobraron vida: una de ellas dejó ir el control remoto para tomarla igualmente por la mejilla y la nuca, la otra para pasearse por la espalda de estampado floral rojo sobre blanco. No sabía qué tenía la lengua de Alex que le sabía tan bien contra la suya, ni sabía qué tenían sus labios como para hacerla olvidarse de la tan aburrida endocitosis, del ciclo lisogénico, de los tipos de multiplicación viral.

            Su mano dejó su mejilla y se deslizó por su pecho, por esa abertura que dejaban los botones de la camisa de cuadros grises. El revuelco había ocasionado los estragos suficientes y necesarios para que la ropa se desacomodara, para que esa porción entre su ombligo —hoy sin el adorno de zirconita— y su vientre quedaran parcialmente envueltos por la tira elástica de su culotte.

            Le importó poco, besarla se había convertido, en su vida, en un motor más grande que la arcilla y que los golpes de absurda precisión que lograba con una raqueta Wilson. Le importó poco que se tratara de sangre porque, al fin y al cabo, era y sigue siendo eso: “es solo sangre”, y deslizó su mano por entre sus piernas, las cuales se abrieron con timidez y a pesar del esfuerzo mental de no ceder, sobre el algodón gris.

            Alex fue incapaz de mascullar que por favor se detuviera, porque no quería que lo hiciera. El mero roce de sus dedos, aún torpe e indirecto sobre eso que le ardía más de lo normal durante esos cuatro días del mes, la hicieron buscar más de sus labios con los suyos, la obligaron a traerla más hacia ella para invocar el poder de un beso francés. Se arrepintió casi enseguida, pues Irene abandonó su entrepierna para ir nuevamente al encuentro de su mejilla, pero no le pareció tan malo luego de que se detuviera a apretujar sus senos.

            Se dejó perder entre la maestría del par de labios que conocía más de profanidades y descaros que de pudor y poesía. No se dio cuenta en qué momento se colocó a horcajadas sobre Alex, meciéndose, rozándose contra ella mientras ella le sugería un ritmo específico con sus manos en su trasero. Quiso reciprocar los apretujones de músculos glúteos, pero la cama se interponía neciamente entre la posibilidad y su intención. La envidió. Se le olvidó en cuanto Alex acarició su espalda, casi arañándola, por debajo de su camisa. Ahogó un gemido en su garganta y, para cobrársela, así como le cobrara la visita sorpresa de hacía algunos días, suspendió el beso.

            Se miraron a los ojos por un segundo intenso y eterno, un segundo decisivo en cuanto a lo que estaba por suceder, pues podía detenerse o podía llegar hasta el final.

            Irene reanudó el beso; sin embargo, se desvió brevemente por su cuello para escuchar un gemido que llevaría el apodo que solo ella sabía gemir. Escuchó un “Nene…” tan aireado, tan etéreo, tan excitado, con el cual se supo conformar. Tomó a Alex por el cuello de la camisa, lo empuñó y tiró ligeramente de él, luego se deslizó hacia el sur para dejar que su mano se infiltrara en su camisa, para dejar que su mano proclamara la conquista de su seno derecho. Lo apretujó con más fuerza que la vez anterior.

            Alex se estremeció. Sin pensarlo, sin respetar la estrategia de Irene, la volcó para mostrarle que su sangramiento no la debilitaba, que podría siempre pretender dominarla. Ahora la besaba ella, no al revés, y sus caderas embestían su entrepierna por alguna razón de la naturaleza o la inanición del momento. Irene, entonces, flexionó su pierna derecha para que sus embestidas tuvieran mayor sentido, para que, con cada vaivén, su entrepierna rozara su muslo y sintiera un placer tan grande como el que ella sentía cuando su muslo arremetía contra ella.

            En un momento de distracción, Irene reclamó el control de la situación nuevamente. Nunca dejó de besarla, mucho menos de mecerse contra ella para repartir el placer en partes iguales. Infiltró su mano una vez más en su camisa para reclamar también su seno derecho, lo apretujó con la misma fuerza de la vez anterior y terminó por descubrirlo. Pausó el beso, porque necesitaba mirar aquel pezón que había reconocido dilatado contra la palma de su mano. Apenas lo notó entre la palidez y rosada circunferencia que lo rodeaba. Era imposible no pervertirse.

            Alex la haló por la nuca para que regresara a ella. En otro momento, bajo otras circunstancias, habría preferido que analizara su pezón, pero su abandono labial era más importante.

            Ahora era Irene quien embestía a Alex. No negaba que eso venía en su codificación innata y que se sentía psicológica y físicamente satisfactorio.

            La italiana, no dispuesta a ceder a un orgasmo tan escuálido y no propiamente provocado, no tuvo más remedio que obligar a la griega a que se colocara a horcajadas sobre ella.

            Irene sintió sus manos alrededor de la cadera y luego apretujarle el trasero, vio una sonrisa de picardía; sintió cómo uno de sus dedos se escabulló por eso que se entrometía en su trasero, y recibió una presión tan familiar y tan amena en aquel agujero que nunca se atrevería a estimular por su propia cuenta. La había tomado por sorpresa, pero eso no la detendría, no entonces. Decidió, bajo la premisa de cobrarle todas sus desfachateces, reciprocar el gesto, la presión, y, en cuanto Alex decidiera tomarla por el seno izquierdo, su dedo, a pesar de situarse encima de la tela gris, ejercería la misma presión en ella. Le arrancó un jadeo que pudo haberle dislocado la nuca. Colocó su pulgar, sin retirar su índice y medio del agujero, sobre donde sabía que se situaba su clítoris, y frotó lenta y fuertemente ambas zonas erógenas.

            La idea fue, en un principio, pasar un rato ameno, divertido y placentero bajo las mismas condiciones; sin embargo, Alessandra Santoro prefería los efectos audiovisuales completos y perfectos, por lo que, sin pedir autorización, comenzó a desabotonar el patrón floral hasta descubrir un reggiseno gris oscuro, push up in pizzo, y la rígida planicie de su abdomen. Volcó a Irene sobre la cama, aun a pesar de que interrumpiría eso que tanto le estaba gustando. Intercambiaron una ligera carcajada y luego la besó tan suave y despacio como al principio.

            —Mierda, Nene… —suspiró lascivamente, clavándole la mirada en el torso y paseando sus dedos sobre el contorno del sostén.

            Irene llevó sus dedos a los botones de la camisa a cuadros. Apenas pudo desabotonar uno, pues Alex se opuso con una de esas sonrisas que le costaba describir. Lo supo enseguida, sabía que estaba por recibir una serie de besos y caricias en su abdomen. Le hizo cosquillas lujuriosas con sus labios, con sus dientes, con el dorso de su lengua, apenas con las uñas, con las sonrisas que dibujaba y con el aliento de las risas que se le escapaban.

            Alex se irguió luego de haber besado cada centímetro del abdomen bronceado. Tomó a Irene por la cadera y llevó su entrepierna al encuentro de su pubis. Quiso embestirla, porque eso era lo que seguía, pero Irene la sorprendió con un vaivén tan sensual como pocos: pretendía restregarse contra aquella área que sabía que estaba decorado por los vellos que tanto morbo le causaban.

            Irene se sintió orgullosa de sí misma al ver la atonía de Alex, al ver su mirada fija en el movimiento de su cadera. Asió sus senos al compás de su mecedura.

            Alex fue nuevamente al encuentro de sus labios. Odiaba no tener más manos, más brazos, más bocas para hacerlo todo al mismo tiempo, para desdoblarse y experimentar más de Irene en un segundo. La abrazó por la espalda, la trajo hacia sí, irguiéndose, le quitó la camisa y le desabrochó el sostén que revelaría las mentiras del push up. Luego le diría que no usara esas cosas, que le encantaban pequeñas porque eran suyas, que no había necesidad de aparentar una copa más porque eso invitaba más al resto que a ella. Miró los pequeños círculos y no supo resistir la tentación de llevarlos a su boca. Irene gimió. Le gustaba lo rápidos que eran en reaccionar, bastaba apenas un roce con su lengua, apenas un coqueteo con sus dientes para que se encogieran y se endurecieran.

            Sin dejar de mecerse contra la mujer por la que le gustaba pecar ochenta y seis mil cuatrocientas veces al día, Irene retomó la intención de quitarle la camisa también. Ojo por ojo, camisa por camisa. Esta vez Alex se dejó, hasta pareció divertirle el momento en el que se la abrió por completo. No logró quitársela, porque sus sonrientes labios la llamaron, pero fue Alex quien concluyó su cometido.

            La abrazó de nuevo por la cadera y la trajo sobre sí, le encantaba sentir el ligero peso de Irene sobre ella y, con el vaivén que no había cesado, ahora más parecido a una serie de embestidas, disfrutaba del roce de sus pezones con los suyos. Se disgustó cuando Irene se reculó, pero poco le importó cuando supo que su intención era reciprocar la atención que había recibido en sus pezones; le gustaba que Irene prefería succionar y lamer, lamer y succionar, porque le provocaba un hormigueo que le afloraba una risa que podía solo gemir. La recibió nuevamente en sus labios. Ahora era ella quien flexionaba su pierna para que la entrepierna de Irene se frotara contra su muslo. Era sensual ver cómo Irene buscaba el ángulo perfecto para provocarse placer a sí misma, pero a través de ella; sin embargo, en cuanto lo encontró, Alex prefirió no dejar su oportunidad en manos de algo tan vil como el frote. Llevó sus manos a los elásticos de su tanga, tiró de ellos y, quién sabe si accidental o intencionalmente, le dio un azote en la cadera.

            Irene gruñó entre sus labios tras el ultraje. Las manos de Alex se apresuraron a retirar la tanga, por lo que Irene, sabiendo lo que eso significaba, lo que venía, se hizo a un lado para facilitar el removimiento de aquella prenda.

            Pero no, no era esa la intención de Alex. Con la tanga a medio muslo, ella sobre sus rodillas —en plena transición a caer sobre su espalda—, Alex la empujó hacia adelante: cayó en cuatro. Alex se posicionó tras ella, la empujó un poco más para que aterrizara sobre su abdomen. Se colocó a horcajadas a la altura de sus muslos, la tomó por la cadera para que elevara un poco su trasero y, tal y como hacía y decía todo —sin filtro ni rodeos—, enterró su lengua en su hendidura trasera. Irene jadeó. Supo que iba a pedirle más, y estuvo dispuesta a dárselo, a concentrarse en el agujerito tabú, pero, en cuanto vio cómo la mano de la griega viajaba por la cama con la intención de estimular aquella cúspide que era suya, y solo suya, se apresuró a hacerlo ella. Pasó su mano por su cintura, la escabulló por entre la cama y su vientre, y alcanzó su clítoris con sus dedos. La embistió a modo de regaño, de reproche, porque tenía boca para decirle que quería que le tocara eso.

            No sabía qué le gustaba más: la posición a la que tan sometida estaba, el hecho de que Alex la embestía como si tuviera el secreto anhelo de querer penetrarla como en la pornografía que quizás veía, los dedos ajenos frotando su clítoris, la restricción provocada por la tanga que no había sido removida del todo. Jadeaba. Ya no había vuelta atrás, la había provocado, pero es que le resultaba imposible no tener repasos de anatomía cuando estaba con ella.

            —Mang… —sollozó Irene, casi suplicándole.

            Alex se detuvo aún antes de que completara la orden: cesó las embestidas y el frote de su clítoris. Levantó su trasero un poco más, le clavó sus erectos pezones porque sí, porque lo necesitaban las dos, y terminó por quitarle la tanga a medida que Irene se volcaba sobre su espalda. Le gustaba jugar con ella y con su paciencia, por lo que decidió arrojarse sobre ella para quizás exasperarla con un beso, para hacer que de verdad le suplicara lo que quería. La besó de nuevo, y, para su propia sorpresa, Irene no se opuso, ni siquiera intentó empujarla hacia abajo, hacia donde quería que residiera por un buen rato, simplemente se dejó llevar por lo que fuera que Asmodeo dictaba en Alessandra Santoro.

            Se dejó besar el cuello, se dejó lamer, dejó que la inanición de Alex se escurriera por sus clavículas y por sus pezones. Odió que no se quedara más tiempo ahí, que no los retorciera entre sus dedos, que no los succionara con la intención de arrancárselos, que no les coqueteara más que por el compromiso de su propia existencia en el camino que debía recorrer hacia aquel sitio que le quemaba.

            Abrió sus piernas para ella, de par en par para que sus precarios labios menores quedaran a la vista, para que invitaran a su lengua. Su rostro se coloreó de rojo cuando se detuvo a mirarla. Supo lo que seguía en cuanto Alex dibujó una de esas malditas sonrisas que se burlaban de su equivocación de siempre: no debía abrirse así para ella, eso era quedar en absoluta desventaja.

            —Qué bonito es cuando ovulas —resopló a ras de sus inflamados labios mayores y los acarició con la yema de sus dedos.

            —¿Te parece? —Alzó la cabeza para intentar ver lo que Alex veía.

            —Me dan ganas de morderte —asintió y, como todo lo que hacía, inesperadamente le dejó ir un ligero azote.

            —Mi gínese malakás! —gimió.

            —Esa la recuerdo —rio, dejándole ir un segundo azote—. Y sí, lo soy —le dejó ir un tercer azote—. Lo mejor de todo es que así te gusta —azotó una cuarta vez—. Así… —sonrió, y le dejó ir un quinto y último azote, el cual aterrizó ligeramente sobre su clítoris—, te gusta.

            —Cómeme ya, ¿quieres? —refunfuñó, rehusándose a admitir que le gustaba que fuera tan maldita, rehusándose a admitir que le había gustado que le pegara con tanta fineza y concupiscencia.

            Alex rio, y hubiera sido capaz de sacar una burlona carcajada, pero Irene la tomó firmemente por la cabeza, elevó su pelvis y la llevó a su clítoris.

            —Dije que me comas —gruñó, restregando su entrepierna contra los labios de una Alex que sonría contra su inundación—. Cómeme bien, mierda —exhortó.

            Bajo otras circunstancias se habría arrepentido de darle órdenes, pero su reacción fue la que esperaba. Alex fue casi violenta, ciertamente agresiva: la abrazó por la cadera para anclarla a la cama, para inmovilizarla, y aplicó su lengua como sabía que surtiría efectos positivos de ipso facto. Fue gemido tras gemido, intentos de librarse de su llave maestra para arquear cómodamente su espalda, para mecerse contra sus labios, para que la punta de su lengua empujara su clítoris hacia los lados, para poder tomarla por la cabeza, por el cabello, y ahogarla en ella. Intentó aferrarse al respaldo de la cama, a las sábanas, al aire, pero no pudo. Era incómodo y divertido que la contuviera de esa manera, que no la dejara disfrutar sus espasmos del todo, pero sentía morirse cada vez que succionaba fuertemente sus labios mayores, llevándose los menores en el encuentro.

            Había sido suficiente tortura. Alex la liberó de entre sus brazos, dejó que la tomara por el cabello, dejó que se reacomodara de tal modo que le insinuara que quería que intentara penetrarla con su lengua, y así lo hizo. Sabía tan bien, mejor que de costumbre. Se ahogó en ella, se ahogó en su estrechez y en su humor, la penetró y la succionó como pudo, la mordisqueó como quiso y, cuando supo que no había más remedio que dejar que su mundo se deshiciera, se dedicó a succionar ligeramente la pequeña y rígida inflamación clitoriana. Irene sollozó, gimoteó, gritó, quiso alejarla y traerla al mismo tiempo, se sacudió entre convulsiones inverosímiles y gimió su apodo.

            Alex se detuvo, no quería atropellar su placer con el abuso de su sensibilidad. Contempló sus movimientos involuntarios, la urgencia con la que quería aferrarse a algo, el esfuerzo con el que intentaba calmar sus gemidos, las ganas de recuperarse para que continuara. Besó su ingle con la intención de ayudarle a relajarse, a regresar al mundo terrenal, curioseó su estrechez y cedió: lentamente introdujo un dedo en ella. Irene suspiró, se tensó.

            —Sí, cógeme… —jadeó, abriendo nuevamente sus piernas para recibir ese segundo dedo que la dejaría sin respirar.

            No dijo nada, su cordura mental y pasional estaban al borde de la combustión. Hizo lo que le pidió, la invadió con su dedo índice también y la penetró lenta y profundamente, privándola cada vez más de oxígeno. Estuvo a punto de enloquecer cuando Irene llevó su mano a la suya, que sin palabras le marcó el ritmo que necesitaba, que sin vergüenzas ni pudores le pidió que masajeara su interior, y que, con una seña, le dijera que necesitaba sus labios en su clítoris.

            —Ise mounodoulos… —masculló Irene, observando a Alex entre sus piernas, con los ojos cerrados, creyéndose dueña de eso que palpaba con sus dedos y con su lengua—. Ise mounodoulos… —masculló de nuevo, abstrayéndola como una verdadera esclava de su clítoris.

            —To móni sou einai poli sfihta —balbuceó Alex en un perfecto y profano griego.

            —Gamíseme tora —gimió.

            Profanidades conocía, y las conocía muy bien gracias a ella, a que tendía a gemir en griego en lugar de italiano, a que tenía sentido común, a que le estaba pidiendo que la penetrara ya como si no lo estuviera haciendo, a que quería mayor velocidad. Así lo hizo, porque no había nada mejor que descontrolar a Irene, que descontrolarla con dos dedos y una lengua.

            Se quemó, o eso sintió. Sintió lo más parecido al fuego, como si su cerebro hubiese hecho un delicioso e intenso cortocircuito que anudó su garganta, de modo que no pudo gritar, que no se pudo desahogar más que con los gemidos y las constricciones con las que estrujaba los dedos que no dejaban de penetrarla.

            —Qué rico es cuando ovulas, Nene —rio Alex a ras de su clítoris mientras ella todavía se retorcía—. Pruébate —le dijo, ofreciéndole el par de dedos que recién sacaba de su interior, embadurnados mayormente en la viscosidad transparente que secretaba y en uno que otro pintarrajo blancuzco que delataba las dos catarsis que había tenido ya.

            Irene abrió sus labios, obediente, porque ya estaba dispuesta a seguir órdenes que no fueran las que emitía su sexo a través de sus cuerdas vocales. Limpió los dedos de Alex tal y como quería probarla a ella: de arriba abajo, escurriéndose por los costados y por en medio, succionando fuertemente. Extrañaba su olor y su sabor.

            —Supongo que, al final, terminamos haciendo lo que tú querías —rio, sacando sus dedos de su boca y dejando caer un poco de su peso sobre el suyo.

            —El incendio debe ser terrible —susurró Irene.

            —Terrible, terrible —negó con una sonrisa—. Espero cobrártela luego. Espero cobrártela doble.

            —Es solo sangre —le dijo y, precisamente porque sabía cómo sonaría eso y cómo Alex reaccionaría, llevó su mano a esa parte que era tan suya como la suya de ella—. Me parece fascinante que te mojes a pesar del Tampax —murmuró con inflexión de a-pesar-de mientras paseaba sus dedos por el algodón.

            —Son cosas que pasan —asintió, dejando caer su frente sobre su pómulo.

            —¿Qué quieres hacer, Alessandra? —le preguntó, rascando su espalda con la mano que le quedaba libre—. ¿Quieres que lo apague o quieres calmártelo?

            —Alternativas difíciles —suspiró, intentando no pensar ni sentir el roce de los dedos de Irene—. Lo que tú quieras.

            —¿Lo que yo quiera? —rio nasalmente—. Quisiera ofrecerte paliativo tras paliativo —le dijo, logrando afinar la precisión de su tacto—, con la mala intención de calentarte tanto, pero tanto, tanto, que abuses de mí la siguiente vez que me veas.

            —Tenemos planes para mañana, ten cuidado —jadeó.

            —Mañana también te doy un paliativo, una aspirina —sonrió—. Debería desaparecer una semana para darte motivos suficientes para que quieras violarme… no, para que necesites violarme.

            Alex irguió la mirada.

            —No te atrevas a desaparecer —disintió y, sin explicarle el porqué, porque eso era obvio, se lanzó en un beso que debía complementar la estimulación.

Su carácter y su personalidad habían sufrido un declive que no se sabía si era la causa o la consecuencia de un espontáneo y ojalá temporáneo desorden mental. Se le había atrofiado el habla y la razón: titubeaba y tartamudeaba, y carecía de la capacidad de poder concentrarse hasta en preguntas tan sencillas que tenían una afirmación o una negación por respuesta. Su respiración se había comenzado a densificar como si la cantidad de oxígeno en el ambiente fuera cada vez menor, casi como si estuviera al borde de una constante hiperventilación o de una mundana crisis de ansiedad; sin embargo, había sabido conservar la cordura fisiológica suficiente como para no imitar los molestos hábitos respiratorios de un bovino.

            Las venas de sus manos se habían saltado de tal manera que habían alcanzado una nueva dimensión topográfica, sus dedos y sus palmas se habían coloreado de rojo y eran víctimas de una nefasta y constante secreción que la hacía darse asco. Sus manos se habían desestabilizado gracias a un leve tremor que le había restado la fuerza y la destreza necesaria para sostener algo tan ligero como un bolígrafo. Y sus pies, ¡sus pies! Sentía que caminaba sobre ardientes brasas.

            En algún momento se detuvo para casi caerse a pesar de estar perfectamente anclada al suelo, la vista se le había nublado y los sentidos básicos la habían traicionado para venderla a la trivial desorientación. Sus manos se aferraron al escritorio para no irse de bruces al suelo y sus labios expresaron una profanidad tan grande que es mejor no repetir. Sus piernas se doblegaron de golpe. Fue por la gracia de Dios, a quien previamente había difamado e insultado, que su trasero logró caer en la Aeron que le daría todo el soporte que necesitaba. Cuando quitó las manos de la madera dejó dos húmedas huellas de lánguidos dedos. Intentó deshacerse una vez más del sudor de sus manos al rozarlas contra el algodón de su falda.

            Intentó descifrar la hora en su Patek Philippe. Nunca antes deseó tener un reloj digital en su muñeca. Respiró profundamente y, al compás de un quejido que ofendía a la satánica canícula que nacía de sus entrañas, dejó que su espalda reposara cómodamente contra su silla, algo que se transformó en la terribile postura que su progenitora tanto tiempo había invertido en corregir, y subió sus brazos para que sus manos se aferraran a la parte posterior del respaldo.

            Para Sophia fue inaudito. Bajo las únicas circunstancias que había sido testigo de su descomposición en sudor había sido cuando decidía trotar o cuando decidía poseerla en la comodidad de su cama; sin embargo, en ningún momento conoció la capacidad de que su cuerpo generara dos medias lunas bajo sus brazos. Era imposible, inaudito.

            —Gaby —se acercó Sophia a su escritorio—. ¿Sabes, por casualidad, si alguien utilizará la sala de reuniones en las próximas horas?

            —El Licenciado Selvidge tiene una reunión a las dos y media —le dijo tras revisar el archivo que administraba Liz.

            —Bien —asintió, desviando brevemente su mirada hacia su izquierda—. Enviaré a los dos a que trabajen allí por un momento —dijo y se volvió hacia ella—. Necesito que me consigas veinte o treinta minutos a solas con Emma —susurró tan discretamente como pudo.

            —¿Ni llamadas de la Señora Noltenius? —inquirió inocentemente.

            —Absolutamente nada —disintió—. ¿Qué le programaste a Emma?

            —Tiene una reunión con Oceania. Vienen por ella a las doce.

            —Dame cuarenta minutos como máximo —dijo luego de ver la hora.

            —Se puede —asintió Gaby.

            Sophia le agradeció con un susurro. La abstracción de Emma era tan ominosa, tan deplorable, que se encontró pensando en un «pobre…». Pero no, nada de eso. Lo que le sucedía tenía remedio, debía tenerlo.

            —Ustedes dos —dijo desde el umbral de la puerta.

            Parsons y Lucas la miraron contrariados, como si no fuera con ellos.

            —Trasládense a la sala de reuniones hasta después del almuerzo —ordenó.

            Parsons, con un talante de no acatar órdenes a la primera, mucho menos si venían de la estúpida esa, pareció negarse por algunos segundos.

            —La sala de reuniones o el break room —dijo—, pero ya.

            Lucas recogió todo su material de inmediato y salió sin rezongar ni renegar. Pensaba que, después del fiasco de reunión con Margaret, ninguno de los dos estaba en una posición para oponer resistencia alguna. Agachó su cabeza a la salida, como si intentara declarar paz y agradecimiento con la rubia que sabía solo ella qué razones tendría para sacarlos de ahí. Supuso que Emma estaba todavía molesta, demasiado molesta con ellos, como para querer verles las caras de ineptos.

            Toni se marchó tras Lucas, ella con un tajante y bien mostrado recelo.

            —Tú… —dijo, cerrando la puerta tras ella—. ¿Me quieres decir qué demonios te ocurre? —Se cruzó de brazos.

            Emma la miró como si no entendiera.

            —Te ves mal. Estás sudando como caballo.

            —I’m having an anxiety crisis —intentó sonreír.

            —I can see that —asintió Sophia—. La pregunta sería: ¿qué te la ha desencadenado?

            —Murdoch Hudson está en la ciudad. Enviará un auto a las doce para que me reúna con él en Quality Italian. Quiere almorzar conmigo.

            —Ajá —asintió de nuevo—. ¿Y quién es Murdoch Hudson? —le preguntó, acercándose lentamente hacia ella.

            —Frigate’s Project Manager —se encogió entre hombros, Sophia ensanchó la mirada—. Innoqué a Oceania —llevó sus manos a su rostro—. No sé en qué carajo estaba pensando —gruñó.

            —¿Qué necesitas? —Colocó su mano sobre su hombro—. Dime, ¿qué necesitas? —Intentó buscar sus ojos con los suyos, pero seguía hundida en sus manos—. Em… —se agachó.

            —Reconfiguración neuronal —dijo, apenas apareciendo detrás de sus manos.

            —No te voy a dar un golpe en la cabeza —resopló—. Pídeme algo más fácil.

            —No sé —se encogió entre hombros—. ¿Puedes ir al pasado y aconsejarme que no tome el estúpido proyecto?

            —Mis días de Dr. Brown han quedado atrás —disintió con una sonrisa—. Pídeme algo que en verdad pueda hacer.

            —No sé —suspiró.

            —Si no me dices algo tú… tendré que inventarme algo yo, porque en este estado no puedes ni siquiera poner un pie frente al otro. Te vi —pareció recriminarla.

            —No sé, Sophie —agachó la mirada—. Ni siquiera puedo pensar.

            —Lo que te falta es oxígeno en el cerebro —resopló—. Es vital hasta para el razonamiento más simple.

            —¿Piensas conseguirme un tanque de oxígeno en menos de una hora? —entrecerró la mirada.

            —En esta ciudad, eso es imposible, pero tengo mi ingenio y mis mañas —sonrió—. ¿Cómo lo quieres?

            —¿Cómo quiero qué? —Frunció su ceño.

            —Estás mal —rio—. Con todas tus facultades en punta habrías entendido perfectamente bien —le dijo y, sin más, se puso de pie, trayéndola consigo.

            La tomó de la mano, indiferente a la fina capa de sudor que las cubría en esa insólita y única ocasión, y la giró para que encarara la puerta que Gaby había jurado resguardar por los próximos treinta minutos, máximo cuarenta. Se plantó tras ella como en pocas veces podría hacerlo, bajó la cremallera de su falda y tiró de ella hasta que cayera al suelo.

            —Sé lo que estás haciendo —suspiró Emma—, pero, ¿qué estás haciendo?

            —Tú… ya sentirás —sonrió contra su nuca y, sin previo aviso, haló la parte trasera de la tanga negra que vestía ese día.

            —Good grief! —musitó—. Si no te gusta solo dímelo —apretó la mandíbula.

            —No podría importarme menos —rio a ras de su oído—. Aparta todo lo que tengas enfrente —exhortó cariñosamente.

            Apenas logró hacer el teclado de su iMac a un lado cuando Sophia la giró entre sus manos para que la encarara. Se quitó los anteojos y, tras haberlos arrojado a ciegas sobre su escritorio, la atacó con un beso que bajo otras circunstancias habría recibido y no dado.

            Emma no supo reaccionar a tiempo, no supo corresponder la intención, mucho menos la acción; su lentitud mental daba vergüenza. Las manos de Sophia se adhirieron a su trasero, lo apretujaron tal y como ella solía hacerlo con ella, ahogó la intención de una nalgada, la cargó y la sentó sobre la superficie de nogal. Recordó aquella vez, hacía casi un año, que había sido Sophia quien había estado en su posición: desparramada en el ambiente laboral.

            Le arrancó los stilettos y el retazo de tela de encaje negro, tomó asiento en la Aeon que no le pertenecía y, porque las circunstancias no estaban para que se tomara el tiempo del foreplay, se hundió directamente entre sus labios mayores.

            A pesar de que lo vio venir, se llevó un sobresalto que la hizo querer ahogar un gemido que terminó por escapársele entre la mandíbula tensa y los dientes apretados. La sensibilidad se le había agudizado gracias a la ansiedad y a que estaba a menos de veinticuatro horas de corroborar que su ciclo menstrual era el más puntual de todos.

            —Stop it… —vomitó la última gota de juicio y racionalidad que le quedaba.

            Sophia se detuvo de golpe, en medio de una succión de labios menores que decidió terminar sonoramente.

            —¿En verdad crees que puedes decirme qué hacer y qué no en ese estado en el que te encuentras? —Dibujó una desafiante mirada—. Tú no tienes potestad sobre ti misma, no ahora —le dijo con tono autoritario—. Tú eres mía —le dijo, aseverando el tono y la mirada por igual—. Y voy a seguir porque, en el fondo, la Emma lógica y racional sabe que, aunque no me lo diga, es precisamente lo que necesita —La arquitecta no dijo nada, ni siquiera se atrevió—. Y vas abrirte más para que pueda usar mis dedos también.

            Una parte de ella, una muy pequeña y escondida en la misma lógica y racionalidad de la que Sophia hablaba, rio verdaderamente a gusto. Esa parte de ella, esa que no la dominaba en ese momento, habría tomado a su prometida por la cabeza y la habría utilizado como el único medio útil para que ni se le ocurriera hablarle así, para callarla, para enterrarla en sus labios mayores, para que empezara a pedirle una innecesaria disculpa con su lengua, sus labios y sus dientes. Aun así, esa parte de ella, precisamente por dejarse dominar por la razón, se habría opuesto al impulso: se habría controlado y le habría sugerido, nada más, que podía comer a su gusto y su gana.

            Fue todo lo contrario. Obedeció por el simple hecho de que se le había paralizado el uso de razón, por ende su autonomía. Abrió más sus piernas, justamente para que Sophia pudiera aprovechar la posibilidad de penetrarla si así lo creía adecuado y/o necesario.

            Su Ego, su maldito Ego, prefirió mantenerse en el tema de la ansiedad, más bien en el tema que había desatado su ansiedad. La regañaba por haberse dejado poseer por el descontrol y, sin embargo, la regañaba también por haber hecho un trabajo más que mediocre con Oceania: le repetía mil veces que podía haberlo hecho mejor; si no mejor, al menos apegándose a la normativa estética del manual de consumo. Su Ego la hizo repasar sus diseños y le señaló todos los desperfectos, que eran demasiados; le dijo cómo habría podido hacer esto o aquello para que fuera mejor, porque la normativa estética del manual era una mierda: era horrible, tan horrible que lo hacía contradecirse; la atacó con todos los escenarios posibles que podían desenvolverse en esa reunión que habían intentado enmascarar con una invitación a almorzar, pero, la más lógica, era que estaban por prescindir de sus servicios.

            Emma, o la parte consciente de ella, intentó no prestarle atención a su Ego. Sabía que su estrés se había ido acumulando, apilando, a lo largo de la semana en la que su Ego, su peor enemigo, le había pasado una de las facturas más retorcidas: la había hecho dudar de absolutamente todo, hasta de su capacidad como diseñadora de interiores. Sabía que había sido una jugada muy sucia, pero todo tenía solución, y que prescindieran de sus servicios no era el fin del mundo, sino todo lo contrario: se quedaría en Nueva York, no habría necesidad de contratar a ninguno de los dos inútiles e inmaduros diseñadores y todo resultaría más que bien; su Ego tendría que vivir con ello por el resto de sus días… o hasta que, en el dos mil veinte, se encargara de diseñar el pabellón del Serpentine Gallery.

            Ella, Emma, esa parte consciente que había dado su brazo a torcer, se encontraba contrariada ante lo que ocurría entre sus piernas: recordaba el momento en el que todo se había ido al carajo por cómo habían decidido protagonizar, en el taller, un pequeño candid moment y, aunque ya hubieran tenido otras ocasiones de contenido para censurar, siempre había sido en horas no hábiles —o cuando Volterra no se encontraba en el edificio—; no obstante, sabía perfectamente bien que era precisamente eso lo que necesitaba: necesitaba a Sophia entre sus piernas.

            Aquel día que Lucas había interrumpido la conversación de los juguetes de placer anal, aquel día hacía cinco días, intercambiar fluidos corporales con Sophia había sido nada más una ilusión. Sí, las cosas se habían calentado tras la breve discusión sobre lo que se consideraba o no femenino en la cama, especialmente entre ellas, y sobre cómo lo correcto no era más que una apreciación o valoración moral de una sociedad a la que casualmente pertenecían. Emma había comprendido que el conservadurismo era una retrogradación y una privación del deporte del sexo y de la facultad del placer, que no se trataba del shakespeariano en el amor y en la guerra todo se vale, sino más bien de que en la intimidad y en la guerra todo se vale, pero, al fin y al cabo, en la cama había de ambas; intimidad en el sentido etimológico clásico de familiarizarse, en el sentido etimológico vulgar anglosajón de into-Me-I-see —“Intimacy”—, con la carga semántica de lo privado y lo personal, de la exposición exhaustiva del ser; guerra en cuanto a que existía un conflicto de armas corporales y de deseos sexuales, una búsqueda de dominio, de conquista-independencia-revolución-reconquista-guerra civil-acuerdos de paz y una pausa indefinida que elevaría la disputa a la posterioridad. Emma comprendió que no se trataba de masculinizar el rol de alguien ni de heterosexualizar su relación, que se trataba de simple placer, y que eso podía valerse de conceptos impropios como ergonomía, naturaleza, esencia, y cualquier corriente memez, pero que de alguna manera debía etiquetarse para ser comunicado. Aquí los medios no justificaban el fin, las palabras no justificaban la acción, pero ayudaban a esclarecer las curiosidades, las fantasías y los deseos.

            Luego, para no desmerecer la oportunidad, Sophia le dijo que, si era capaz de abrir el cilindro en el primer intento, que se pondría en cuatro —o en la posición que más le gustara— para que utilizara aquel artefacto en ella. El cansancio mental era tal que Emma ni siquiera logró recordar el primer paso, por lo que la idea del buttplug más escuálido se fue al carajo, e intentaron simplemente hacer eso que Sophia había decidido para su día: get laid. Lo habían intentado, pero el cansancio había sido más fuerte que las ganas de buscar el opio en el sexo. Se quedaron dormidas mientras lo intentaban, y de esto nunca hablaron ni hablarían por lo más parecido a la vergüenza y al orgullo de sus propias libidos.

            Luego, en horas laborales, habían abordado nuevamente el proyecto de Patinker & Dawson, pues les habían notificado ciertos contratiempos con la entrega de la alfombra, y el cansancio se había alargado y las mentes abrumadas no habían pensado siquiera en la posibilidad de un arrimón programado o improvisado. El día de hoy sumaban veintidós días sin arrebatos de cualquier índole sexual y los respectivos desprendimientos de endometrio estaban en cuenta regresiva.

            Veintidós días sin el más mínimo contacto sexual, algo que no fuera un abrazo o un beso que iba acompañado de un saludo o de un deseo de alguna porción del día. Veintidós días era demasiado, era absurdo, era tan grave como cometer un pecado, y el hecho de que Sophia estuviera entre sus piernas en el momento en el que sabía que más lo necesitaba —porque, de no hacerlo, su cordura mental capitularía, cesaría de existir, y de eso no se regresaba tan fácil— era saber que la rubia la cuidaba tanto como ella, era saber que le prestaba suficiente atención, era saber que estaba al pendiente de sus urgencias no divulgadas.

            —Lick… slowly —musitó el inconsciente de Emma.

            Sophia sonrió colmada de satisfacción, pues, cuando comenzaba a pedir gustos, era porque estaba interesada en lo que sucedía, en lo que le hacía, era porque poco a poco le arrebata el control a su Ego y a su extraña crisis de ansiedad. Sabía que Emma ya estaba en la disposición de disfrutarlo.

            Recorrió ese pequeño tramo entre su vagina y su clítoris con su lengua, rozando los bordes de sus labios menores a su paso, retractándose justo antes de rozar la cúspide que lentamente se erigía con disimulo.

            Emma se relajó, dejó que su espalda reposara sobre la madera de nogal y cerró sus ojos para disfrutar del viaje en el que Sophia se encargaría de regresarle la cordura a través de la perfecta organización de sus estribos; casi una reprogramación neuronal. Jadeaba calladamente, únicamente para Sophia. Gozaba, en silencio, de los húmedos sonidos que se producían entre su lengua y los pliegues más sensibles de su cuerpo. Había perdido la rigidez de su cadera, iba y venía al compás de la lengua y de los labios de la rubia que en ningún momento le quitó los ojos de encima.

            Sophia miró de reojo su reloj y, aunque le hubiera gustado pasarse la jornada laboral entre sus piernas, sabía que ambas tenían el tiempo encima; más Emma que ella. Encerró suavemente su clítoris entre sus labios y, de la misma pausada manera en la que la había recorrido, se dedicó a succionar, dándose pequeños descansos para que su lengua proveyera una sensación diferente. Como no escuchó ningún quejido oposicionista, se dispuso a hacer lo que había tenido en mente cuando le había ordenado que abriera sus piernas como era debido. Gradualmente, y sin dejar desatendido su clítoris, introdujo su dedo índice en ella, luego el medio; no tenían tanto tiempo como para andarse con rodeos. Le gustó ver la expresión de Emma con el primer dedo, pero le gustó más la transformación de su expresión cuando sintió el segundo. La penetró al compás de las succiones, ni muy fuerte ni muy rápido, sino lo adecuado para lograr llevarla al borde del precipicio en el cual recobraría todas las facultades propias de la razón. En un mundo con más tiempo y quizás no sobre un escritorio, se habría tomado el tiempo de quitarle la cachemira de encima, de deshacerse de un pronosticable sostén negro y de adueñarse de su cuerpo como lo hubiese hecho en la comodidad de su cama.

            Aceleró la penetración y las succiones con la esperanza de tener que hacer poco para que tuviera una magnífica y bien merecida y necesitada descarga de hormonas y de energía. Quizás, más tarde, ya en casa, ambas podrían dedicarse el tiempo propicio para atender las necesidades propias y ajenas.

            Miró nuevamente su reloj, había prisa, sí, pero ya no tanta como creía. Sacó sus dedos y, a ciegas y porque conocía su topografía demasiado bien, los posó sobre el agujerito que pretendía esconderse entre la mesa. Las contracciones se tornaron perceptibles, reactivas a la intención que pensaba que se escondía tras el tacto, como una clara invitación a hacerlo todo, a hacerlo bien.

            —Mío —le dijo precisamente en ese segundo en el que sus miradas se cruzaron, y deslizó su dedo en el agujerito que se había llevado estimulación suficiente.

            Emma gimió, esta vez más fuerte de lo que había acostumbrado en los nueve minutos que llevaba siendo la víctima de la rubia. Odiaba admitirlo, pero la había extrañado así, ahí.

            Reanudó las penetraciones, estas más lentas que las anteriores por tratarse de un orificio en el que no había estado desde la noche de la fiesta de Margaret. A ella no le daba vergüenza aceptarlo, su fijación con esa parte del cuerpo era tanto con Emma como consigo misma —y con nadie más—: era lo que significaba, lo que implicaba, lo que explicaba. Saboreaba momentos de entrega como esos en los que su Ego permitía que sintiera sus estrecheces, sus temperaturas, sus más íntimos secretos.

            Escuchó un ahogo propio de las advertencias orgásmicas. Aceleró el ritmo de sus succiones y no el de las penetraciones, mas se encargó de hacerlo con mayor firmeza y profundidad. Aquello la llevó, en cuestión de dos minutos, a sacudirse a ras de sus labios, a encajar nuevamente en la esencia de su ser.

            Jadeante, como era de esperarse, privada de oxígeno a pesar de que su cerebro adquiría mayor lucidez con el paso de los segundos, permaneció tendida sobre el escritorio, entre los brazos reconfortantes de la rubia que había abandonado su interior y que había dejado su clítoris en paz.

            —Fuck! —suspiró al cabo de unos momentos—. Just what the doctor ordered —rio para sí misma.

            —Welcome back —sonrió, ofreciéndole sus manos para ayudarle a erguirse.

            —¿Y yo? —Arqueó su ceja derecha.

            —No hay tiempo, Arquitecta Pavlovic —rio nasalmente—. Son las once y cuarenta —Emma suspiró con desgana—. ¿Te sientes mejor? —La miró risueñamente a los ojos.

            —Sí —asintió brevemente y se inclinó para darle un beso con sabor a ella—. Muchas gracias.

            —Nada qué agradecer, mi amor —sonrió—. Ahora, tienes que limpiarte —le dijo—. Más que aquí —colocó su dedo índice sobre su pubis—, el sudor.

            —Qué vergüenza —negó por lo bajo—. En la última gaveta hay ropa —le dijo y la siguió con la mirada mientras sacaba eso que había sido empacado prácticamente al vacío.

            —Mujer precavida vale por dos —rio Sophia, colocando todo sobre su escritorio—. ¿Me dejas ayudarte?

            —No esperaría menos —rio nasalmente—. No creo poder confiar tanto en mis rodillas.

            Sophia se puso de pie con una sonrisa que probablemente le duraría todo el rato que estuviera sin ella; esperaba que fuera poco, apenas un par de horas. Tomó los bordes de la cachemira y le ayudó a quitársela. En efecto, vestía un sostén de encaje negro, no podía ser de otro modo ni de otra manera. Le alcanzó un paño húmedo, de esos que utilizaba para limpiarse las manos cuando no podía recurrir al saneamiento apropiado con agua y jabón, y esperó a que limpiara los restos y los rastros de un orgasmo bien provocado. Dejó el paquete de paños húmedos para que limpiara, en su debido momento, las zonas que habían cedido ante la ansiedad. Ella se limpió las manos y la boca.

            —¿Vas con o sin medias? —le preguntó antes de romper el sello de la tintorería de una de las bolsas.

            —Con —dijo sin volverla a ver, pues estaba más concentrada en asegurarse de que no quedaran restos de lubricante natural en alguna esquina de su ingle.

            —¿Siempre tienes un cambio de ropa? —inquirió curiosa.

            —Lo aprendí de mi papá —asintió Emma con demasiada naturalidad, como si el recuerdo de Franco, en un momento de delicada ansiedad, no significara absolutamente nada—. Siempre tenía hasta un par de zapatos por si el ministro de turno lo llamaba de imprevisto a una reunión.

            —¿También tienes zapatos? —Ensanchó la mirada mientras enrollaba una de las medias con sus dedos.

            —Esos los guarda Gaby —asintió—. Todo el conjunto está fríamente calculado. Mañana tendré que traer otro cambio para que Gaby lo envíe a la tintorería y lo empaquen como debe ser para que dure tres meses.

            —Pie izquierdo —le dijo Sophia mientras tomaba asiento en la silla—. Nunca te había sentido los pies calientes —frunció su ceño.

            —Herencia de la familia de mi mamá —se encogió entre hombros—. Mi abuelo siempre se quejó de pies calientes… supongo que se pasó la vida estresado —dijo, porque habían sido contadas las ocasiones en las que había sentido que el piso estaba en llamas, ocasiones que coincidían con las que había tenido una crisis de ansiedad.

            —¿Algún otro mal del que deba estar al tanto? —resopló—. Digo, para no alarmarme cuando pase.

            —No creo —susurró, cerrando sus ojos como consecuencia del roce de las manos de Sophia a lo largo de su pierna—. ¿Soné demasiado enojada con aquellos dos? —Sophia irguió la mirada—. ¿Por qué me miras así? —Frunció su ceño.

            —¿Acaso te importa cómo sonaste? —rio y terminó de arreglarle la media izquierda para luego comenzar a enrollar la derecha.

            —Pues, no —rio Emma también—. Pero quiero saber si soné demasiado enojada.

            —I’ve seen you go apeshit… and that wasn’t it —disintió—. Estuvo bien, se lo ganaron los dos. Si no se los decías tú, se los decía yo. Margaret también puso de su parte —rio—. Pudo haber venido sola y en jeans, o directo del gimnasio, como la vez pasada, pero no.

            —I told her to be as nasty as she saw fit —se encogió entre hombros—, to go above and beyond.

            —Yo me hubiera cagado si mi primer cliente hubiera sido así, si hubiera sido ella —le dijo con una risa de confesionario—. El pie derecho.

            —Yo a ti te limpio —sonrió.

            —¿Qué? —se carcajeó mientras se coloreaba de rojo.

            —Como lo oyes —asintió y llevó sus manos a su espalda para desabrochar su sostén.

            —Este es un tema incómodo —sacudió su cabeza y, sin querer, fijó sus ojos en el par de senos desnudos—. Se ven más grandes —ensanchó la mirada.

            —No me digas eso —dibujó un puchero de frustración.

            —Y tus… —susurró, llevando su mano a su seno izquierdo.

            —Sí —suspiró—. ¿No lo habías notado antes? —Frunció su ceño.

            —Em, ¿tú crees que me paso la vida mirándote el escote, o qué? —resopló.

            —Sí —asintió con una risa, haciendo que Sophia se riera un poco más, y sacó un paño húmedo para pasearlo por debajo de sus magníficas protuberancias y por los pliegues de sus brazos.

            —Nunca me había dado cuenta —se sonrojó—. ¿Así los tienes todo el día?

            —Tutto il giorno —asintió, dejando que Sophia acariciara su encogida areola—. Es lo que me avisa que tengo veinticuatro horas para abastecerme de tampones.

            —¿Sabes lo… —gruñó carnalmente—, que es esto? —Pellizcó ligeramente el erecto pezón.

            —A-auch —exageró suavemente el extraño dolor que sintió.

            —Dime —retiró sus dedos del área para que Emma pudiera vestirse un sostén de asqueroso color crema—, ¿cómo se supone que debo tragarme el día después de ver eso?

            —Piensa en este sostén —rio—: un color tan feo como este debe ser la razón por la cual una mujer muere virgen.

            —Lo haría mi color favorito si fueras por la vida sin él —repuso Sophia, «especialmente porque voy a tener el placer de quitártelo más tarde»—. Pero, en fin —suspiró para ahuyentar sus malintencionados pensamientos—. Llamaré a Natasha.

            —¿Qué tiene que ver Natasha con mis pezones? —Frunció su ceño mientras abrochaba el sostén a su espalda.

            —Nada en lo absoluto —resopló, tomando el portaligasentre sus manos—. No pretendo almorzar con tus discípulos, mucho menos almorzar sola. Tampoco quiero ser presa fácil para que Volterra intente sacarme una paternal plática de cómo estoy a punto de unir mi vida a la de otra persona —se encogió entre hombros—. Si no puede Natasha, llamaré a Phillip.

            —Me martirizas.

            —Es solo un almuerzo —dijo con el mismo tono con el que Alessandra Santoro aclaraba que era “solo sangre”—. No es el fin del mundo.

            —Tal vez no, pero me gustaría compensártelo de algún modo —repuso.

            —De pie —susurró Sophia.

            —Si quieres, podemos ir a cenar —sonrió, dejándose abrazar la cadera por las manos que iban a abrocharle el cinturón a la espalda—. O, no sé, puedo invitarte al cine, a una copa de Ruinart o a una botella de Opus, o puedo invitarte a un juego de Scrabble, o a jugar Nintendo —continuó diciendo ante el silencio de Sophia.

            —Dos preguntas, y digo dos puntos —rio nasalmente—: ¿tenemos Scrabble? ¿Tenemos algún juego de mesa?

            —No, pero quizás es momento de comprar algunos —le dijo Emma, tomando asiento nuevamente sobre el escritorio mientras Sophia se sentaba en la silla, frente a ella, y tomaba su pie izquierdo para colocarlo entre sus piernas—. ¿Tu otra pregunta?

            —Dejé de jugar Nintendo en la época en la que el procesador era de sesenta y cuatro bits —le dijo mientras tomaba uno de los suspensores para sujetarlo del borde liso de la media.

            —Esa no es una pregunta.

            —¿Crees que soy una persona a la que le gusta jugar con joysticks y demás? —dijo.

            Hubo silencio.

            —I know for a fact that you’d like to play with my detachable joystick —arqueó asesinamente su ceja derecha por los cielos.

            Sophia alzó la mirada: ancha, atónita, de mejillas rojas.

            —Bueno —dijo Emma en el tono normal y relajando su fisonomía—. ¿Te gustaría hacer algo de eso por la noche?

            —No te adelantes —se aclaró la garganta—. Lo que dijiste implica que ya tienes uno.

            —Infortunadamente no, Licenciada Rialto —negó lentamente con la cabeza—. Podemos ir a SoHo el sábado… si eso es lo que quieres —Sophia se devolvió a su muslo para continuar colocando el sujetador trasero—. ¿Dije algo malo? —preguntó ante la seriedad de su silencio y de sus movimientos.

            —Intento no perder la cordura —suspiró, indicándole, con un gesto, que era el turno de la pierna derecha—. Creo que escuché mal, probablemente lo que mi perversión quería escuchar.

            —Dije que podíamos ir a SoHo el sábado —reiteró confundida.

            —Jesus… —gruñó, dejando que su frente se posara lenta y suavemente sobre su rodilla.

            —Ayúdame —le dijo Emma, apenas acariciando su cabello—. No estoy entendiendo nada.

            —No sé si lo dices con el objetivo de provocarme una reacción fuera de lo normal. Digo, no sé si hablas en serio o si has escogido las palabras perfectas para que se preste a todo tipo de interpretaciones —dijo y se irguió para continuar con su labor.

            —Licenciada Rialto —la miró como solo ella sabía para llamar su atención—. Usted sabe perfectamente bien que el único lugar que visito en SoHo, últimamente, es Babeland —Sophia apretó la mandíbula—. Podemos ir a Babeland el sábado, si quieres.

            —¿No te parece cruel, masoquista incluso, ir a una tienda de juguetes justamente en el clímax de una menstruación colectiva? —Frunció su ceño—. Es como llevar a un diabético a una chocolatería.

            —That’s evil —se carcajeó—. Tengo algunas condiciones… estoy dispuesta a negociar —le dijo.

            —Claro, no podía ser tan fácil —le lanzó una mirada fugaz y tomó el sujetador trasero—. Tus negociaciones son una mierda.

            —¿Perdón? —resopló, arqueando su ceja derecha con relativa ofensa.

            —Tú no negocias, haces lo que quieres cuando te conviene.

            —Sophie —sonrió y, con un inesperado cariño, ahuecó su mejilla—. Te vas a arrepentir de lo que acabas de decir —susurró y se acercó con la intención de darle un beso al que la rubia no supo resistirse.

            —I sure hope so —exhaló a ras de sus labios y se alejó para tomar la tanga que parecía haber quedado en el olvido.

            —¿Qué me dices de la invitación a cenar o de cualquier otra cosa que pueda ofrecerte? —dijo, mirando cómo la rubia extendía la Kiki de Montparnasse a media altura para que, pie con pie, se pudiera enfundar en ella.

            —Con la condición de que “negociemos” sobre la cena —sonrió, suspirando nostálgicamente ante el recuerdo de su pubis desnudo, ahora vestido.

            —Should I bring my lawyer? —Se apoyó Emma de los brazos de su silla y se inclinó sobre ella.

            —Ya estamos grandes, ambas podemos pretender que negociamos con madurez —murmuró, encontrándose casi frente a frente con lo que el sostén parecía luchar por contener—. Sí se ven más grandes —susurró arrastradamente y ahuecó las copas con sus manos.

            —Deja de meterte con mis complejos —entrecerró la mirada.

            —La definición de “insólito” es que Emma Pavlovic tiene complejos —rio.

            —No sé qué decir en mi defensa —se encogió entre hombros y se irguió.

            —Nada, porque sabes que es absurdo —le dijo Sophia, poniéndose de pie para ayudarle con el toque final—. ¿Sabes cuántas mujeres quisieran tener lo que tú tienes?

            —¿Tú quieres tener algo así de grande? —La miró de reojo mientras se metía en la falda.

            —Yo estoy contenta con mis proporciones —respondió con una mueca indiferente—. Yo estoy contenta con tus proporciones —dijo, acosando su trasero antes de ser cubierto por la tela beige-gris, y pensó en cómo, quizás, comería de eso más tarde, «it’s gonna be a loooong afternoon»—. No son tan grandes —agregó en tono reconfortante—. Son perfectas: me cabe una en cada mano y te dan una personalidad que… —se ahogó en una risa nasal.

            —Dicho con una expresión propia de un albañil —opinó y, con la falda a medio camino, se vistió una delicada blusa color crema que disimularía los efectos de las hormonas que se burlaban de su busto por un par de días al mes.

            —¿Es malo o retorcido si digo que esto me ha gustado? —preguntó casi en silencio.

            —¿Expresarte como albañil?

            — No —resopló—. Desvestirte a la inversa —dijo, subiendo la cremallera de la falda en cuanto supo que había posicionado la blusa de tal manera que debía simular cierta soltura.

            —Vestirme —rio.

            —No, desvestirte a la inversa —sonrió y la tomó por la cadera.

            —¿Cuál es la diferencia?

            —¿Aparte del carácter poético? —susurró a su oído, Emma asintió—. Desvestirte es siempre un arranque, un arrebato, lo irracional y automático de la lujuria —le dijo, dándole los toques finales a su blusa para que todo quedara más que perfecto—. A la inversa es un cálculo metódico, cuidadoso, lo racional y preciso de la sensualidad.

            —Interesante planteamiento —sonrió sobre su hombro y presionó el botón del intercomunicador—. ¿Podrías traerme mis zapatos, por favor?

            —Enseguida —escucharon asentir a Gaby.

            —Gracias —dejó ir el botón—. Entonces, ¿cena? —Se volvió sobre sí para encontrarse sola.

            Miró hacia abajo y la observó recoger las prendas, esas que había quitado antes de dedicarse a remediar su ansiedad, para luego meterlas en la bolsa de tela que había sido incluida con la ropa de la tintorería.

            —Sí —se irguió con la tanga en su mano.

            Emma la tomó, se la llevó a la nariz y la guardó en el bolsillo de la rubia perpleja.

            —A token of my appreciation —sonrió—. Para que puedas “tragarte” el tiempo que esté fuera.

            —No tienes idea de lo mojada que estoy —susurró y, antes de que Emma pudiera reaccionar apropiadamente, Gaby interrumpió la escena—. A token of my appreciation —la remedó, ignorando la presencia distante de Gaby—. Para que puedas “tragarte” el tiempo que estés fuera —sonrió.

            —¡Gaby! —exhaló Emma, volviéndose sobre sí para encarar el rostro que, ante la exclamación de su nombre, creyó, por alguna razón, que estaba por ser regañada—. Cronometraje perfecto —rio, extendiendo su mano para recibir la caja de madera que en algún momento le pidió a Sophia que manufacturara—. ¿Puedes creer que pensó que le pedí que la hiciera simplemente para mantenerla ocupada? —le dijo a Gaby, mirando de reojo a Sophia—. Claro que disfruto de verla cortando madera —se encogió entre hombros y abrió la caja para revelar un par de Corneille Louboutin de cuero negro—, pero disfruto más verla haciendo otras cosas —dijo, tomando uno por la aguja para enfundarlo en el pie de la pierna que había flexionado hacia atrás.

            Sophia supo que, mientras que a Emma le era indiferente lo que Gaby podía o no escuchar, lo había hecho a modo de desquite: sabía que a ella le faltaba el aire cuando decía cosas tan sugestivas, especialmente porque se refería, con “otras cosas”, a lo que había hecho entre sus piernas.

            Gaby, por el contrario, se concentró en reconocer el lado positivo de la situación: su jefa estaba de mejor humor. Su descaro, a pesar de causarle ciertos estragos mentales, le daba risa. No se esforzaba por entender lo subliminal del jugueteo, mucho menos por racionalizar el hecho de que Emma se había cambiado de ropa en presencia de la rubia. Sabía que hacían cosas que no requerían de ropas, pero en ningún momento se le ocurrió que era precisamente eso lo que había ocurrido.

            —Como sea, ¿cómo me veo? —preguntó al aire.

            Gaby asintió. Aprobaba su buen gusto a pesar de no entender por qué utilizaba medias si sus piernas eran como a ella le gustaría tener las suyas tan flacas, a pesar de no entender cómo hacía que las medias le funcionaran con un atuendo que podía autodestruirse en otra persona… o destruir a otra persona.

            Sophia disintió.

            —¿Son las medias? ¿Los stilettos? ¿Se me corrió el maquillaje? —preguntó apresuradamente con la mirada ancha, igual que la de Gaby.

            —Es el reloj —le dijo Sophia y le alcanzó el suyo.

            —¿Qué tiene de malo mi reloj? —susurró su estupefacción, su preocupación.

            —Mi bisabuela le dio una medalla de Apolo a mi bisabuelo cuando lo movilizaron a Macedonia para las guerras de los Balcanes —le explicó—. Algo para que la recordara.

            —¿Te das cuenta, Gaby? —rio nasalmente, tomando el Rolex de los dedos de Sophia—. Sabe que voy a la guerra.

            —Quizás solo quiero pasarme la tarde con tu tiempo —vomitó la rubia, sonrojándose inmediatamente.

            —Mi tiempo no va más rápido —susurró, alcanzándole el Patek.

            —No va más lento que el mío —se encogió entre hombros.

            —¿Y me envías a la guerra con el tiempo de Dios? —Entrecerró la mirada verde.

            —Lo que sea que eso signifique, al menos vas con Dios —se carcajeó.

            —¿Por qué no vienes conmigo? —Frunció su ceño, no entendiendo cómo no se le había ocurrido antes—. Eres parte del proyecto.

            —Sono troppo arrapata per accompagnarti —susurró la rubia.

            Gaby entendió todas las palabras, menos lo que intuyó ser un adjetivo. «“Arrapata”», repitió mentalmente para sí, pues, al llegar a su escritorio, lo buscaría en algún traductor. Pensaba que significaba algo como busy.

            —¿Por qué no te llevas a Lucas o a Parsons para que vean cómo se interactúa con el cliente? —preguntó y, ante el titubeo de Emma, se volvió hacia Gaby—. ¿Verdad que es buena idea? —Se dirigió a ella.

            —Si quiere puedo llamarlos —dijo Gaby, intentando mantenerse al margen de la conversación.

            Emma asintió, Gaby se retiró.

            —Es bueno que no vaya contigo —le dijo—. Tendré el tiempo de Dios para pensar en cómo apagar el fuego de Eros —sonrió.

            —Interesante —saboreó Emma lo que escuchaba.

            —¿Por?

            —Pudiste haber escogido a Afrodita —sonrió y, desviando su mirada en dirección al pasillo para corroborarlo vacío, le plantó un corto pero profundo beso—. Pero, no —le dio un último beso, este de carácter fugaz—. No hablas solo de amor y lujuria, sino de atracción sexual y el coito —Sophia desencadenó una sabrosa carcajada—. ¿Acaso me equivoco?

            —En lo absoluto —disintió, intentando contenerse la risa—. Coito suena tan tú.

            —¿Cómo quieres que lo diga? —rio nasalmente—. ¿Folleteo? ¿Cogida? —Sophia reanudó la carcajada—. Más tarde no le dará risa, Licenciada Rialto —dijo casualmente a la llegada de los cabizbajos pasantes.

            Sophia sintió ahogarse ante el pronóstico que la arquitecta planteaba.

            —Voy a una reunión con Oceania, ¿quién de ustedes dos me va a acompañar? —les preguntó con la mirada severa, pues se había acordado de la incompetencia que los imperaba a ambos por igual.

            A los dos se les iluminó el rostro. Quisieron alzar la mano para informar su intención, su deseo, pero no se supo si fue por miedo a recibir otro regaño, o por algo tan respetable como la diplomacia, que ninguno lo hizo.

            —Me da igual si lo deciden con piedra, papel o tijera, o con ceros y cruces, si lo rifan con papelitos, o si lo resuelven tan fácil como que, quien me alcance en tres minutos al final del pasillo, será quien vaya —les lanzó la misma mirada con la que los había regañado.

            Sin protestar, con la actitud competitiva a flor de piel, se volvieron sobre sí y se encararon el uno al otro. Golpearon sus puños derechos sobre sus palmas izquierdas. Lucas sacó tijera; Toni, piedra.

            —¡Dos de tres! —rezongó Lucas.

            —Nada, Meyers, aguántate —rio pedantemente.

            —Al final del pasillo en tres minutos —le dijo Emma, pero ella prácticamente había desaparecido ya.

            Miró a Sophia, se despedía de ella sin el acostumbrado beso gracias a que Lucas se había quedado ahí, estupefacto, con la mano de tijeras, pues se arrepentía de haber cambiado de decisión en la última milésima de segundo: había escogido papel, siempre escogía papel. Apenas acarició su antebrazo y guiñó su ojo, la rubia asintió mientras se colocaba el Patek a la muñeca.

            Sophia la observó meterse en la tuxedo negra que completaría el atuendo por simple ventura del destino, tomar su teléfono y su bolso, y salir por la puerta sin mirar atrás.

            —Yo me quedo —le dijo Sophia a Lucas, quien apenas pudo dibujar una falsa sonrisa—. Y te juro que voy a hacer que valga la pena que no hayas ido —agregó.

            No supo por qué, debieron ser las hormonas de las que también sufriría al día siguiente «fucking McClintock», pero la partida de Emma le enojó. No supo si fue el hecho de que no se despidiera como debía, o que no mirara atrás, o que Parsons la acompañaría por su incapacidad de guardarse sus manos.

            —¿Por qué no traes tus cosas? —le dijo con cara de planes macabros.

            —Regreso en un momento —asintió Lucas, menos arrepentido de haber escogido la tijera.

            Sophia colocó la bolsa con ropa junto a su bolso y, porque no quería que ocurrieran accidentes, dejó ir el retazo de encaje negro, aquel que Emma le había guardado en el bolsillo, en el interior de su Bottega Venetta negra. Sacó su cartera y su teléfono, y esperó a que Lucas llegara.

            Pensó en llamar a Natasha, tal y como se lo había planteado a Emma, pero recordó que, ese día, Phillip la sorprendería con el can beige al que había decidido llamar “Papi”. Phillip, por lo tanto, no podía ser considerado como alternativa de Natasha, como alternativa de Emma. Pensó en almorzar con Clark, después de todo se caían bien, se llevaban bien, pero, siendo las doce en punto, sabía que él tampoco era una opción.

            Lucas regresó, sorprendentemente con las cosas de Parsons también. Las ajenas las colocó en una de las butacas, las suyas sobre la mesa de café. Se plantó, sonrientemente, frente a una Sophia que lo observaba como si fuera un alienígena.

            —¿Tienes hambre? —le preguntó.

            —Un poco —asintió el altísimo hombre.

            —Te invito a almorzar —sonrió—. Tómate las dos horas que tienes.

            Él asintió de nuevo y, asegurándose de llevar la cartera consigo —siempre en el bolsillo anterior izquierdo—, vistió su chaqueta mientras caminaba tras una Sophia que se había detenido únicamente para informarle a Gaby sus acciones en el futuro más cercano.

            —¿Qué te gusta comer? —Lo miró de reojo mientras esperaban por el ascensor.

            —Omnívoro por excelencia —sonrió tímidamente.

            —Excelente —pareció burlarse de su expresión; estaba acostumbrada a expresiones como “por naturaleza” o “por antonomasia”, las cuales eran muy de Emma.

            —Licenciada —llamó su atención, quería que lo mirara a los ojos y por la esquina de uno de los suyos—. Quiero pedirle una disculpa por lo de la reunión con la Señora Roberts.

            —Lucas —suspiró y desvió su mirada ante la llegada del elevador, el cual, sorprendentemente, viajaba solo—. No es conmigo con quien tienes que disculparte —le dijo mientras presionaba el botón en el panel—, y, en todo caso, no es una disculpa lo que se espera —lo encaró—. Se espera que no te tropieces con la misma piedra —le dijo, haciendo una clara alusión a la reunión y a lo que Parsons había escogido para ganarle el derecho de acudir a una segunda reunión en el día.

            —Sé que no es una excusa —comprendió—, pero es que la Señora Roberts es una mujer muy imponente.

            —Veo que ya averiguaste un poco sobre ella —le dijo—. Es la Señora Robinson —señaló la autonomía de su apellido de soltera—. Y sí, es una mujer muy imponente.

            —Si tan solo hubiera sabido que se trataba de alguien importante —suspiró.

            —La conocí en la celebración de su quinto Pulitzer —decidió contarle—. Antes de eso, Margaret Robinson era una columna semanal en el New York Times.

            —Pero no es solo eso, ¿cierto? —Intentó no sonar tan desesperado por información.

            —Bloomberg todavía era alcalde cuando la conocí, y todo sonaba a que era ella quien le hacía un favor a él al invitarlo a su fiesta, no él a ella con su asistencia —respondió—. Es una persona imponente, sí, y es una persona importante, pero no por eso tienes que rebajarte al nivel de su asistente —le dijo, intentando no sonar tan despreciativa como sabía que había sonado—. Es muy cierto: ella paga por tus servicios, pero tú no le llevas el café. Tú no tienes por qué adularla, no tienes por qué estar de acuerdo con todo lo que te dice, o con todo lo que quiere, porque entonces te conviertes en un decorador, no en un diseñador, y en este estudio no se escogen proyectos en los que el cliente nos hace bailar como monos de circo, sino al revés. Es un cliente como cualquiera: tiene mil ideas en la cabeza, y tú vas a escucharlas todas para escoger cuáles, de esas mil, vas a acceder a aterrizar para no comprometer tu reputación como diseñador, como el transformador de un espacio que la haga funcionar a nivel físico, emocional y psicológico… porque por eso es que tenemos cuidado con los colores y con las distribuciones.

            —Usted tiene mucha experiencia —suspiró.

            —No —disintió Sophia—, no he diseñado más de veinte espacios en lo que va de mi carrera profesional —confesó—, pero, entre el primer cliente y el último, el único factor común soy yo, y de eso se trata.

            —¿Cuánto tiene de trabajar aquí? —preguntó, dejando que Sophia saliera primero.

            —Año y medio, más o menos —respondió con tono indiferente.

            —La arquitecta casi siete, ¿cierto? —Sophia asintió—. ¿Usted pasó por los mismos seis meses que nosotros?

            —No —logró no reír—. A mí me contrataron como diseñadora de muebles, no como diseñadora de interiores.

            Un silencio se interpuso entre ellos en cuanto hicieron contacto con el resto de personas que se paseaban por el vestíbulo del edificio. Para Lucas, los silencios eran mortificantes y eran capaces de provocarle la más antipática congoja.

            Salieron para darle la espalda al versículo al que Volterra le había mostrado el dedo del medio por la mañana, caminaron en dirección a 50th Street y se incorporaron a la sexta avenida para caminar tres calles y media avenida más. Una amena caminata primaveral de siete minutos. Siete minutos de desesperante silencio.

            La rubia le pidió al anfitrión de Fogo de Chão una mesa para dos. Ella, luego de aclarar que querían, cada uno, una churrasco experience y dos órdenes de pan de queso, pidió una copa de Greysac. Él se limitó a una Guaraná, la única gaseosa que servían de manera aparente y según el menú. Mientras llegaban las bebidas, Sophia atacó el bar de ensaladas, lo cual iba en contra de su naturaleza de mujer independiente; sin embargo, le resultaba difícil resistirse a la mezcla de zucchini asado, champiñones marinados, tomates secos, pimientos peppadew, aguacate y queso de cabra. Amaba esos cinco-seis días del mes: podía comer todo el día, podía tragar, tragar y seguir tragando, así como su libido estallaba y podía coger todo el día, podía coger, coger y seguir cogiendo. Amaba la mentalidad americana del all you can eat «because we’ll charge you double for the drinks».

            Lucas, con una aburrida selección de lechuga, tomate, pepino, aceitunas y betabel, esperó el momento en el que Sophia rompiera el hielo con algún comentario, y dio gracias a Dios cuando lo hizo.

            —Ellas fueron a Quality Italian —le dijo mientras empalaba los vegetales para llevarse el tenedorazo perfecto—, un lugar que sé que a Emma no le gusta —rio.

            —Pero la arquitecta es italiana, ¿verdad? —preguntó estúpidamente, aunque, a decir verdad, poco era lo que tenía sentido para él.

            —Tan italiana como el tiramisù —asintió Sophia—, pero Quality Italian no es italiano desde el momento en el que decide poner una pizza de chicken parm en su menú —resopló.

            —Usted también es italiana, ¿verdad? —preguntó estúpidamente por segunda vez.

            —No tanto como el tiramisù —sonrió—. Me considero dos quintas partes griega, dos quintas partes italiana, una quinta parte americana —se encogió entre hombros y llevó el tenedor a sus labios.

            —Entonces usted y la arquitecta se conocían desde antes que usted comenzara a trabajar en el estudio —asumió estúpidamente.

            —Esa afirmación es tan cierta como que Toni y tú se conocían desde antes de entrar al estudio —disintió y lo miró a los ojos—. Te dije que iba a hacer que valiera la pena, ¿no? —Lucas asintió, no entendiendo de dónde venía el recordatorio, mucho menos a qué venía—. Tienes hasta que llegue Emma a la oficina para hacer las preguntas que quieras, ya sea sobre Margaret o sobre mí, o sobre lo que quieras saber —dijo, no sabiendo reconocer, en ese momento, que su preferencia siempre fue y siempre sería Lucas; Parsons tenía la capacidad de profanar su existencia—. Me da igual si preguntas lo que quieres saber, lo que necesitas saber, o lo que crees que quiero que sepas; me da igual si decides preguntar por qué el cielo es azul de día y negro de noche o por qué empezamos por la alfombra y no por las paredes.

            —No quise abusar de curioso —se disculpó.

            —Confío en la discreción de un sureño como tú —sonrió—. Sé que te pica la lengua por preguntar lo que no es ningún secreto para el que sabe observar.

            —En mi casa se enseña que lo que se ve no se pregunta —disintió.

            —Y lo que se ve no siempre es —ladeó su cabeza—. A mí me da igual si pecas de curioso. Te responderé todas las preguntas que quieras hacer, pero, si yo fuera tú, intentaría ganar alguna ventaja, quizás mayor, que la que Toni está ganando por su cuenta.

            Sophia, en el fondo, se vio reflejada en él. Se acordaba de aquel tiempo en el que había sido tan ingenua e ignorante como se podía ser, especialmente cuando se creía que no se era. Le acordaba a la sensación que la había invadido aquel lejanísimo día en el que Volterra la había llevado a la oficina vacía de una mujer que, no por ignorancia, ignoraba la remota posibilidad de su existencia; la misma mujer que ahora llevaba su tiempo en la muñeca. Le acordaba al primer apretón de manos, al infarto neuronal del que había sufrido; a la tensión que, de repente, había escalado hasta un primer beso que ninguna de las dos contaba como el primero; a la manera en la que la habían zambullido en el mundo de Natasha, así como Lucas; a los múltiples wtfs silenciosos que gritaba evento tras evento, acontecimiento tras acontecimiento; al placer del descubrimiento de otras formas, otras maneras, otros modos; a su propia evolución, no transformación. Pensó que ella podía enseñarle así como Emma le había enseñado a observar, a sentir y a utilizar la percepción y la razón hasta para lo que creía que no se necesitaba… porque la ingenuidad era el único pecado que conocía, y, por su naturaleza, merecía ser guiado —a pesar de no ser tomado de la mano— con franqueza.

            —¿Usted llegó al estudio por su relación con la arquitecta? —resolvió preguntar, esencialmente porque la actitud de Toni, sin él saberlo, había sembrado una pequeña semilla de dudas y se preguntaba, aunque se odiara por ello, si la Licenciada Rialto realmente había fucked her way to the top y no con el jefe de su jefa.

            —El nepotismo no es algo que Emma practica —disintió, colocando el tenedor sobre el plato y llevando la copa de tinto a sus labios. «Volterra, por el contrario… sí».

            —¿Se sabe o es algo que mantienen en secreto?

            —Hemos fallado si es algo que pretendemos mantener en secreto. Digo, tú te diste cuenta —sonrió y, habiendo bebido un corto sorbo que le supo a que el vino no había sido correctamente oxigenado, sintió una pizca de enojo con Emma, pues, de haber almorzado juntas, no habría tenido que recurrir a los fermentos de la uva para perder un poco la noción de el tiempo de Dios y habría esperado al final del día para beber una copa de Pomerol perfectamente oxigenado—. En la oficina sabe el que se fija —«y el que nos sorprende in fraganti»—. Supongo que es lo bueno de que no exista tal cosa como Recursos Humanos; no hemos tenido que formalizarlo de esa manera.

            —Pero es algo normal —frunció su ceño.

            —Sí, lo es —agradeció su punto de vista—. Pero hay una hora y un lugar para todo.

            Su propia consciencia se carcajeó por la hipocresía de su comentario, ¿acaso no había enterrado su lengua, en la cura para la ansiedad, en esa hora y en ese lugar en el que eso no debía suceder? Se le retorcieron las entrañas, especialmente esas que le reclamaban haberse tomado el privilegio de dejarlas así; tan desatendidas, tan latentes, tan sfksndf. La pizca de enojo que sentía con Emma era ahora un chorro. «¡Un chorro!», me reclamó, porque el registro era uno demasiado vulnerable para ser asociado con lo que no quería pensar. Un tercio de cucharadita —cinco pizcas— de enojo.

            —O la presencia de alguien —supuso Lucas, absolutamente ajeno a los engorros de la libido de la rubia—. Digo, el sábado no hubo mayor… —dijo, no sabiendo cómo explicarse.

            Claramente no recordaba el cariñoso y breve intercambio de palabras en cuanto a la pasta de preferencia para la ocasión, o la manera en la que Emma se había dedicado a contemplarla, en silencio, mientras cocinaba.

            —¿Hace mucho tiempo que…? —resolvió preguntar apresuradamente, pues no quería caer en otro silencio.

            Sophia no supo cómo abordar la pregunta. Si Natasha la hubiese abordado, habría refunfuñado y rezongado el “hace mucho tiempo que no cogemos” o una agravación de tipo “hace mucho tiempo que no me coge”, porque entonces ella habría intercedido por ella, habría reprendido a Emma por la carencia de desempeño, pero no se trataba de Natasha y a Lucas no tenía por qué decirle eso, ni por qué explicarle que no le había molestado hasta esa mañana en la que ella misma se había llevado a ese borde por el que no podía arrojarse.

            Su asociación con sexo era inaceptable, probablemente la llevaría a una crisis de ansiedad igual, o al menos similar, a la que Emma había fallado en sodomizar; sin embargo, ella no la tenía a su disposición para remediarla. Una cucharadita de enojo y un retorcijón en la zona pélvica.

            —No sé cómo se catalogan —se encogió Lucas entre hombros ante la mirada contrariada de Sophia—. No sabría decir si apenas empiezan o si llevan mucho tiempo — agregó—. No sabría ni siquiera decir si son pareja de noviazgo o de matrimonio, o no sé.

            —¿Alguna vez leíste Sherlock Holmes? —le preguntó Sophia, él disintió—. En A Scandal in Bohemia, Sherlock le dice a Watson: “you see, but you do not observe. The distinction is clear”.

            Ella solo había leído a Sir Arthur Conan Doyle cuando estaba en la escuela, específicamente a Sherlock Holmes en A Study in Scarlet, pero, como la ficción no era algo que le estimulara los sentidos, mucho menos la imaginación, sostenía lecturas poco profundas y, por ende, había aprendido solo a ver y no a mirar.

            Recordó las convulsiones de hígado y los espasmos de vesícula biliar que había experimentado en aquel tiempo que parecía haber sido ayer. Recordó la incomodidad de saberse transparente ante una Emma que sabía descifrarla demasiado bien, que podía saber qué tipo de frutas prefería, cuáles cigarrillos fumaba, en qué gabinete guardaba los vasos y hasta estimar, con un margen de error de más-menos-cinco-puntos, su cociente intelectual. Recordó sus explicaciones. Recordó la tarde lluviosa en la que, enrollada contra ella, Emma había desempolvado un escuálido ejemplar azul para leer, en voz alta, la primera aparición de Irene Adler; sin embargo, lo que marcó la historia, para ella, había sido la conversación sobre el proceso de pensamiento de Watson; el diálogo sobre las escaleras.

            —Sherlock Holmes nunca supo no observar —le dijo, y, no sabiendo cómo decirlo mejor, decidió utilizar las palabras que Emma había utilizado para explicarle eso que ella había aprendido gracias a esa figura semificticia—. Nunca supo no estar en completo contacto con lo que lo rodeaba, tanto así que dominaba el arte de la atención y de la consciencia a un nivel quizás superhumano. Estar atento es estar y ser consciente. Observar no es solo mirar, sino abstraer más de lo que tus ojos perciben: es prestarle atención tanto a lo que está como a lo que no está, es prestarle atención tanto a lo que tus ojos ven como a lo que no ven. Normalmente, lo que no se hace presente, es lo que provee más información.

            —Creo que Iron Man dice algo similar en la película —repuso él.

            «Sweet Jesus Christ, oh my!», rezongó mentalmente. Así debía sentirse Emma con todas las referencias cinematográficas que tenía de los libros que no había leído y ella sí. Así, precisamente así, con la misma sonrisa que ella ahora dibujaba, se enmascaraba la decepción y la frustración.

            —Supongamos que eres Sherlock Holmes —«because clearly you’re not»—. ¿Cuál sería tu conclusión sobre mi relación con Emma?

            —Sé que son pareja —entrecerró la mirada como si no entendiera, porque en realidad no entendía.

            —Dejando a un lado lo que sabes, ya sea porque te lo he dicho o porque se te ha presentado explícitamente, ¿qué dirías? —Intentó no gruñir.

            —Bueno… —suspiró él.

            Intentó observar, como el Sherlock Holmes de la película —porque era el que conocía—, la manera en la que Sophia se llevaba la copa a la boca, la manera en la que sus labios encerraban el vidrio, el ángulo en el que empinaba el tallo, la cantidad que bebía y cómo lo bebía: si se detenía para aspirar el aroma del vino o si simplemente bebía, si lo mantenía en su boca o si simplemente tragaba, si bebía uno o dos sorbos. Se preguntó si era así como la arquitecta la miraba, si la acosaba.

            Se bofeteó mentalmente porque la manera en la que Sophia bebía vino no le diría absolutamente nada. Intentó observarla de una manera más holística, pero nada en ella revelaría su estado civil o sus preferencias de género, mucho menos la calidad o la cualidad de la relación.

            —No podría deducir la naturaleza de su relación —disintió al cabo de unos minutos.

            —Si lo que buscas está entre dos personas, claramente no puedes limitar tu análisis a una sola —le dijo y continuó con lo poco de ensalada que le quedaba.

            El mesero colocó la canasta metálica con los ocho panes de queso y le preguntó si quería otra copa de Greysac. Sophia asintió y, tras haber considerado que no podría ahogar su libido en panes de queso y cortes de carne, pidió dos órdenes de puré de papas y dos adicionales de pan de queso, y chimichurri.

            Esperó, con ese inefable sentimiento de schadenfreude, que Emma estuviera almorzando algo tan aburrido, pero tan aburrido, que la hiciera pensar en las infinitas posibilidades que habría podido comer con ella, en las infinitas posibilidades en las que se la habría podido comer a ella.

            Soltó su cabello, únicamente con la intención de anudarlo nuevamente en una coleta, esta más ordenada y más alta, que permitiera que el viento le soplara en la nuca.

            —¡Ajá! —vomitó Lucas de repente.

            Sophia lo miró tal y como se miraban a los niños que berreaban y pataleaban a causa de disgustos.

            —¡Es el reloj! —Alzó sus manos como si se sintiera iluminado.

            —¿Qué tiene el reloj? ¿Qué te dice el reloj? —le preguntó, mirando la hora: su tiempo también transcurría lento.

            —Es el reloj de la arquitecta —sonrió victorioso.

            —Y… —suspiró, arqueando sus cejas como si esperase una explicación más elaborada.

            —La arquitecta lo usa religiosamente, todos los días —asintió—. Como componente de su personalidad, tiene que tener demasiada confianza con usted para prestárselo —sonrió complacido consigo mismo.

            —Sí, pero el reloj puede ser una cosa de muy buena amistad —se encogió entre hombros—. Aceptaría el argumento del reloj si pudieras respaldarlo con algo más.

            —No sé —sacudió la cabeza—. El hecho de saber que están juntas, de algún modo, no me deja pensar con libertad.

            —Está bien —supuso—. Inténtalo con otra persona, con Margaret, por ejemplo —sonrió—. ¿Qué pensaste de ella en la reunión, antes de saber lo que ya sabes sobre ella?

            —Me paralicé en el momento que su presencia me intimidó —confesó.

Sophia, entonces, decidió simplemente darle la respuesta. Las hormonas, la inestabilidad mental la hacían no tener tanta paciencia como siempre.

            Le explicó cómo la ropa de Margaret decía mucho, especialmente el desdén con el que la vestía, porque ninguna prenda estaba a su altura; que su vestimenta, a pesar de no delatar el gremio en el que se desenvolvía, proveía información sobre los gremios en los que no se movía; que su vestimenta delataba una temeridad fríamente calculada, lo cual significaba que estaba muy consciente de los límites de género y edad, pero, sobre todo, de la elegancia y del refinamiento; que su actitud era imponente, sí, pero lo era porque algo en ella declaraba que era importante; que su tono de voz y su vocabulario delataban un nivel de conocimiento, por encima del promedio, sobre el arte; que su vocabulario también delataba un nivel de educación, un estrato social, una cosmovisión; que sus joyas eran particularmente las de una persona que tenía más posibilidades que las de un apartamento vacío cerca de Times Square; que el tipo de proyecto indicaba una noción del presupuesto; que el hecho de tener un asistente implicaba una noción de la cantidad de tiempo que tenía ella entre las manos. Y podía seguir, y seguir, y seguir sobre lo que no se sabía, pero llegaron los complementos que había pedido y el primer ofrecimiento de picanha.

            Incluyendo lo que ya sabía, lo que había podido investigar, le dijo que debía preguntarse tres cosas esenciales: por qué insistía en utilizar su apellido de soltera; por qué no tenía una oficina en casa o en la sede del New York Times, o, si tenía una oficina, por qué se mudaba; y qué podía necesitar una persona que ha dedicado su vida a la comida y a la moda, en ese orden prioritario pero no por eso cronológico.

            Aceptaron fraldinha y alcatra, cordeiro, frango, lombo, otro poco de picanha y filet mignon. Sophia pidió un crème brûleé, el cual pareó con una copa de Salton Brut; Lucas un New York style Cheesecake con salsa de caramelo y agua.

—¡No puede ser! —gimoteó Alex—. ¡En el maldito minuto noventa y cuatro! ¡Hijo de puta! —rabió—. ¡Aguantaron tanto! ¡Aguantaron a Tevez y a Llorente, el palo de Pogba! ¡Gervinho no pudo meterla ni con brújula ni con mapa! ¡En el maldito minuto noventa y cuatro! —gritó con las manos tan italianas como nunca—. ¡Puto Osvaldo!

            —Sí, “puto Osvaldo” —añadió Irene enternecida y se enrolló contra ella.

            —Dime, ¿cómo carajo les ganaron las dos veces esta temporada? —La acogió entre sus brazos.

            —La Roma le ganó a la Juve en la Coppa Italia —murmuró, haciendo Alex se irguió de la sorpresa—. ¿Qué?

            —¿Y tú cómo sabes si a ti no te gusta el futbol? —rio nasalmente.

            —De algo tengo que poder hablar contigo, ¿no crees? —sonrió.

            —¡Es que te como, Nene! —rio y se lanzó sobre ella con el afán de hacerle cosquillas y besarla al mismo tiempo.

            —¡Tú por todo quieres comerme! —se carcajeó, pues no era inmune a los reconcomios provocados en su cintura.

            —Eso es muy cierto —murmuró y buscó sus labios.

            Le terminó importando poco que Gervinho fuera un bueno para nada, que Osvaldo se atreviera a anotar contra su exequipo, que la Roma había perdido contra la Juve OTRA VEZ. Encontró el desinterés en la Serie A alrededor de la lengua y entre los brazos de Irene.

            —Se me antoja un gelato —murmuró Alex a ras de sus labios.

            —La calidad de tus ideas no deja de sorprenderme —susurró y le dio un beso corto y superficial—. Vístete y te invito a uno.

            —¿De verdad? —sonrió ampliamente, porque ese día no llevaba encima ni un duro y no quería ir hasta Via dei Cestari a retirar dinero del cajero automático más lento de Roma.

            —El que tú quieras —asintió—. ¿O quieres unos churros, o Grom?

            —Tantas opciones… siento que me restringes —resopló.

—Entonces, ¿qué? ¿Debo suponer que no es que la arquitecta le prestó su reloj, sino que le pidió el suyo? —le preguntó Lucas mientras la veía alzar la mano para firmar en el aire.

            —No, suponer no —disintió—. Puedes inferir.

            Él no comprendió la diferenciación. Ella supo que así debía sentirse Emma cuando se le dibujaba la ignorancia en la mirada. Maldijo el momento número treinta y dos en el que recordó a la italiana que la había abandonado, que la había dejado, sin saberlo, a la merced de un obscurantismo más grande que el suyo. Entonces, lo que fue una pizca de enojo, se convirtió en cuatro mil seiscientas veintidós pizcas; mil quinientas cuarenta y una cucharadas; noventa y seis y un tercio tazas; veintiséis y un tercio kilogramos. Sabía que su enojo estaba desplazado, que era tan estúpido como inmaduro, y en ningún momento comió veintiséis kilos en carnes, ¡ni por cerca!

            —Inferir —suspiró, apretando las piernas para que no se le escapara el alma, para que esos veintiséis kilos (y un tercio) de sodio no explotaran—. El resto es preguntar —respiró profundamente como consecuencia del ligero roce que existía entre lo resbaladizo, que temía que se escurriera por entre el encaje negro, y sus irreverentes labios menores.

            —A juzgar por el carácter de la arquitecta… —repuso, siendo callado por un dedo índice erguido.

            —Los juicios que se queden aquí —llevó su dedo a su sien—. Ofender es perder —inhaló de nuevo—. Hablar de mi pareja, o de algo cercano a mí, tiene que ser con cuidado.

            —Es un reloj muy bonito —se recompuso, llevando su mano al nudo de su corbata para aflojarlo un poco, pues sentía que le oprimía la prominencia laríngea—. ¿Usted se lo regaló?

            —A Emma no le gustan los regalos —disintió la rubia coleta.

            —He notado que la arquitecta es un poco… territorial —dijo, porque entre posesiva y dominante no había nada que pudiera sonar medianamente bien—. Digo, no es una fanática de compartir ciertas cosas. No estoy diciendo que sea egoísta, no, eso no. Es como si tuviera dos de todo: uno para ella, otro para el resto —intentó explicarse, pero la mirada impasible de Sophia lo puso nervioso—. Me refiero únicamente a cosas materiales, no a personas.

            —Aterriza, por favor —murmuró, paseando sus dedos por el mantel blanco de mala calidad.

            —El hecho de que le preste el reloj, no sé, supongo que significa que hay mucha confianza.

            —No supongas —resopló—. Aunque hay mucha confianza, la razón por la cual llevo su reloj realmente no tiene mayor trascendencia —le dijo.

            —Es lo único, en usted, que veo de ella.

            —Observa —agachó la mirada para seguir los círculos concéntricos que trazaba con su índice izquierdo—. Olvídate del reloj porque eso es una mera coincidencia, es algo circunstancial. Observa eso que está a punto de gritarte.

            Lucas fijó su mirada en sus manos. Sus dedos eran rectos y quizá un tanto largos y huesudos, pero no esqueléticos, y la piel apenas se le arremolinaba en las interfalángicas proximales. Algunas venas se avistaban en cada mano, mas no se alzaban en alto relieve. En la derecha, en el dedo del medio, se notaba el ligero abultamiento del que los instrumentos de escritura tenían la culpa. Las cutículas eran sanas, carecientes de esos terribles pellejos que se insolentaban; las uñas las llevaba cortas y rectas, con las esquinas redondeadas, cubiertas por un esmalte de un matiz insuficiente que le impedía llamarlo rosado pálido, pues era casi blanco. «Observe», se dijo, como si escuchara el eco de la casi áspera voz de la única rubia a la que consideraba relativamente intimidante.

            Sus dedos marcaron un ritmo de espera, uno de esos que todos hacemos contra la percusión de cualquier superficie que se nos preste.

            —Es difícil imaginarme a la arquitecta en una rodilla —sonrió orgulloso consigo mismo y se echó contra el respaldo de la silla.

            —¿En una rodilla? —resopló Sophia, pensando en cómo siempre, cuando de arrodillarse se trataba, caía sobre ambas para comérsela—. Nunca.

            —¿No es un anillo de compromiso? —Ensanchó la mirada.

            —Lo es —miró la piedra amarilla con la nostalgia de aquella noche de octubre—. Te resulta difícil imaginártela en una rodilla precisamente porque sabes que iría en contra de su personalidad —le dijo—. Se quedó de pie.

            —¿Hace cuánto? —sonrió él.

            —Dos de octubre —contestó.

            Se alarmó por el hecho de poder recordar la fecha simplemente porque le restaba dos días al cumpleaños de Natasha, no porque, en realidad, no recordaría la fecha exacta. «Soy un asco».

            —¿Tienen fecha?

            —Sí —asintió, recibiendo la carpeta marrón de la que salía una fracción del enorme pergamino blanco—. Cada día pienso que la tenemos encima —murmuró sin emoción aparente, pues estaba concentrada en descifrar si la propina estaba incluida—. No… —balbuceó en cuanto vio, de reojo, cómo Lucas sostenía su cartera entre sus manos—. Dije que yo invitaba —imitó el tono de voz de la mujer que, precisamente porque había sonado como ella, había logrado enojarla todavía más.

            Abrió su cartera y sacó al gladiador romano dorado. Por un efímero segundo, a causa de su enojo y de un abuso de inmadurez que le dio tanta risa que la hizo sonreír, quiso tener algún tipo de tarjeta que estuviera ligada a Emma para que su transacción le fuera notificada con uno de esos nefastos mensajes de texto. Quiso hacerle saber que había sido abandonada por completo: porque Natasha se rehusaba a ir ahí porque Phillip comía como si nunca hubiese probado bocado en su vida, porque Phillip no comía ahí porque a Natasha no le gustaba. Quiso que se sintiera mal, de algún modo, por haber cedido a esa maldita crisis de ansiedad que la había dejado con el Egeo entre las piernas, porque, si se hubiera sabido controlar —como siempre lo hacía— habrían ido juntas y eso no estaría siendo la tortura del año. Además, sus discípulos se merecían el castigo de no verla en acción, Parsons se merecía eso más que nadie.

            Cumplió con la carga semántica que la palabra “invitación” llevaba consigo: pagó los dos almuerzos y las bebidas.

            Lucas caminó a su lado derecho, ahora conversaban sobre los siete triviales principios del diseño de interiores. En ese paseo, Sophia comprendió por qué la arquitecta era tan anal cuando se trataba de torcer el cuello hacia un lado, o hacia el otro, para llevar la interacción lo menos atropellada posible. Le molestó tener que hacer el esfuerzo de escuchar con el oído derecho, no con el izquierdo; sin embargo, veía los beneficios de llevar su lado izquierdo libre a pesar de que no esperaba que la tomaran de la mano, mucho menos que le susurraran suciedades a la oreja para propiciarle un escalofrío que le electrificara la espina dorsal.

            Intentó abordar la controversia que existía entre el balance —sugiere simetría— y el ritmo —sugiere sinfín de posibilidades asimétricas—, pero, al no haber recibido ningún tipo de señal de vida a través de la fina mensajería instantánea, la idea de llegar a un lugar en la que un par de ojos verdes no la agujerara desde el pasillo, o que la saborearan en el corto trayecto de la puerta a la silla, le dolía más entre las piernas que en la emoción. Le deseó el mal de estar tan mal como ella, ojalá peor.

            Colocó su cartera en su bolso y, antes de tener que mirar la silla vacía, decidió que era momento para aliviar la vejiga. Le dijo a Lucas que, cuando regresara, le gustaría que le mostrara algunas ideas primitivas de las que podía hacer uso a partir de esos cuánticos saltos concluyentes alla Sherlock Holmes que tenían que ver con Margaret.

            En sus veintiocho años de vida, nunca consideró que los procesos de micción y evacuación tenían algo, siquiera una triza, de sensual. Placentero era, eso sí, no tenía por qué negarlo, pero no había nada de sensual en desabotonarse el pantalón, bajar la cremallera e introducir sus pulgares entre ella y la parte que abrazaba su cadera para llevarse, de encuentro, el encaje de la ocasión.

            Suspiró en cuanto pudo comenzar a sentir la segunda parte del alivio de las copas de Greysac y Salton, apoyó sus codos en sus rodillas y dejó caer la cabeza. Con los ojos cerrados, pensó en el carácter odioso de los días jueves, pues era el coqueteo de un viernes, de un fin de semana, cuya lejanía parecía acrecentarse a medida que el día se acababa. Era paradójico, eso lo sabía, pero odiaba más los jueves que los lunes: eran como las últimas diez páginas de un libro muy malo, los últimos metros de cinta adhesiva que no le permitían empezar una nueva, los cables que nunca terminaban de arruinarse para comprar uno nuevo, los últimos sorbos de un Latte de Starbucks.

            Sacó su teléfono del bolsillo que se había amontonado a la altura de su rodilla; no fue difícil, prácticamente estaba a punto de salirse por su cuenta. Se frustró en cuanto no vio un mensaje de Emma, ni siquiera uno en el que le dijera el estado del ambiente de la reunión. Esperó que todo estuviera bien, que su crisis de ansiedad se debiera a su fatalismo, pues, de ser así, podría hostigarla hasta el cansancio. Abrió Candy Crush, pero la pantalla naranja se tardó demasiado en quitarse. Estuvo a punto de sumergirse en el mundo de Instagram, de la cacofonía del día que profanaban sus conocidos, pero Phillip la salvó con la divulgación de una fotografía, enviada en el grupo de WhatsApp bajo el nombre de Error 404, en la cual mostraba a una Natasha que estaba a pocos Newtons de asfixiar al pequeño pellejo beige que le lamía la cara. «“I’m taking Darth and Papi on a playdate, please watch your hormones and don’t get alarmed if you don’t find it by the time you get home”», leyó con una risa nasal de por medio. Hizo un chiste de cómo la sonrisa de Natasha nunca se había dibujado con él, a lo que él respondió que era mejor no entrar en detalles. Luego le dijo, por si las moscas, que se llevara consigo un poco de comida para el can, pues, en vista de no saber el margen de tiempo de ese tipo de playdates, era mejor estar preparados. Si ella no dejaba que Emma muriera de hambre, tampoco lo haría con el perro.

            Habiendo terminado hacía un par de minutos, se dispuso a guardar el teléfono en el bolsillo; sin embargo, se distrajo gracias a un ligero brillo que pintaba en los adentros de su pantalón. Sintió cómo dos cuernos le salieron en la cabeza, se le dibujó una sonrisa verdaderamente macabra y, porque su enojo no se había aplacado ni con comida ni con nada, decidió inmortalizar las viscosas y transparentes evidencias que Emma había dejado atrás.

            “I don’t mean to put the blame solely on you, for I have part in it as well… but this, this is something only you are to be reprimanded for. It’s been two fucking hours since you left, and this is still a thing… I truly hope you make it up to me”, escribió rápidamente y adjuntó la fotografía.

            Se limpió con el cuidado que las condiciones requerían, pues no quería aniquilar las sensaciones que continuarían provocando estragos en ella. En la medida de lo posible, convirtió el brillo en simple humedad. Se reacomodó la ropa a la cadera, dejó ir la cadena y se lavó las manos como su educación temprana mandaba.

            Para contrarrestar los efectos que el vino podía tener en la razón, decidió que una segunda taza de café estaba en orden. Había bebido poco, pero, dadas las circunstancias, no quería que las hormonas la hicieran hablar cosas inapropiadas con alguien que no fuera la principal causante de su estado.

            —¡Licenciada Rialto! —exclamó Segrate en cuanto entró al break room.

            —Ingeniero Segrate, buenas tardes.

            Lo saludó porque la decencia no costaba nada y, a decir verdad, nunca había tenido una conversación con él como para decir que le parecía tan insufrible como Emma decía que era. Además, su huida hubiese sido demasiado obvia si hubiese dejado su taza vacía y el café a punto de ser servido.

            —Ah, usted es la que bebe café de verdad —sonrió—. Todos aquí beben esta porquería americana —señaló la cafetera que muy Cuisinart podía ser, pero que hacía un café blando y aguado.

            —¿Usted también venía por una taza de estas? —Señaló la Cimbali.

            —Veo que todavía no lo prepara, ¿me deja aprovechar el viaje? —sonrió de nuevo.

            Sophia asintió y dejó que quitara el portafilter del engranaje para colocar uno doble.

            —¿Gusta que le vaporice la leche también? Mire que soy bueno, eh —alardeó.

            —Gracias, ingeniero —asintió una vez más.

            —Licenciada, ¿puedo preguntarle algo muy personal? —La miró de reojo mientras vertía más leche en la jarra de aluminio y, sin que Sophia pudiera dar su consentimiento, preguntó—: ¿Cuál es su secreto?

            —¿Mi secreto? —Frunció su ceño.

            —Sí.

            —¿Cuál secreto? —Mantuvo el ceño fruncido.

            —Yo tenía tres años de trabajar con Volterra cuando vino Emma, y en los cinco años que trabajé con ella, antes de irme a Bergman, nunca supe de una ocasión en la que Volterra quisiera meter a alguien en su oficina —rio—. Hasta que usted vino.

            —No sabría decirle por qué me metió ahí.

            —Ya no cabe la excusa de que falta espacio, ahora nos sobra —alzó la voz para superar el ruido del vaporizador—. ¿Cómo ha hecho para durar tanto en esa oficina?

            —Yo utilicé la oficina de Selvidge en un principio —le dijo un tanto incómoda.

            —Y regresó con Emma —comentó extrañado—. ¿Cómo ha hecho para que no la saque a patadas?

            —No sé a qué se refiere —disintió Sophia.

            —Emma no me cree, pero es mi tipo ideal de mujer —le dijo, haciendo que el cambio de tema fuera un tanto radical—. Tan capaz, tan seria, tan bonita —suspiró mientras veía al vacío y se devolvió hacia la Cimbali para sacar el vaporizador de la leche—. ¿O no le parece todo eso?

            —Supongo —balbuceó, porque esas no eran las palabras que ella habría utilizado para describirla.

            —¿Usted sabe si tiene novio?

            —No, novio no tiene —vomitó antes de darse cuenta de que estaba marcando territorio.

            —Al menos —sonrió y vertió la leche en la taza de Sophia—. ¿O será que tiene novia? —rio para sí mismo—. Sabe, una vez se lo dije y casi me convierte en piedra —pareció recordar aquel primer encuentro de la otra historia—. Qué desperdicio de mujer si resultase lesbiana, ¿no cree? —sonrió con lo que pudo haber sido carisma mientras colocaba un poco de espuma en la taza de la rubia.

            —¿Desperdicio? —Frunció su ceño.

            —¡Pero claro! —Asintió y le alcanzó su taza.

            —¡Ay, Ingeniero Segrate! —rio falsamente, indignada, y, al fin, podía desahogar su enojo en alguien con quien no tendría mayores repercusiones—. Yo no sé si usted realmente es o se hace.

            —Depende del adjetivo, Licenciada Rialto —guiñó seductoramente su ojo, considerando, por primera vez que Sophia era, quizás, un second best; su risa le había parecido musical.

            —Ciego, tonto, salvaje… no sé, usted elija —se encogió entre hombros.

            —Licenciada, pero, ¿por qué me insulta? —rio divertido, le gustaban las mujeres así.

            —Pienso que es absurdo el hecho de que usted piense que una lesbiana es un desperdicio solo porque significa que es una mujer quien la disfruta —resopló—. En el caso de Emma no importa si es o no es, la etiqueta queda a su misógina discreción, pero yo la disfruto día y noche —ensanchó la mirada como si quisiera que la parte implícita de la información penetrara la coraza de estupidez que recubría su cerebro.

            —Usted es muy graciosa, Licenciada, me gusta su sentido del humor —se carcajeó—. Pues, allá usted si le gusta ese tipo de carácter —rio—. Aunque, a decir verdad, creí que usted sería más, no sé, como una persona que busca otro tipo de carácter: uno menos rígido pero no por eso manso, uno romántico pero no cursi, uno apasionado y sensual más que inmoral.

            —Alguien como usted, ¿cierto? —resopló, preguntándose qué tenía Emma de inmoral.

            —Soy también genésico —asintió muy orgulloso, como si alardeara del tamaño de su miembro—. Y, aquí entre nos, pienso que el cunnilingus es un derecho fundamental de la mujer —susurró.

            Ella lo miró casi igual que como Emma lo habría mirado si hubiese osado a hablar abiertamente de sexo con ella. Entendió cómo o por qué era tan nefasto, por qué Emma lo llamaba “aborto de hombre”, porque ni siquiera era uno. Reconoció eso que era tan característico de un mentiroso, de una persona tan insegura de su propia identidad genital que necesitaba elevarse, a nivel semántico, para huir de la palabra pene y referirse a ello con lo que lo hacía parecía ser un erudito, un elocuente, que identificaba como “genésico” algo que no lo era. Supuso que con él no había otra manera más que concluir que el único orgasmo que le propiciaba a una mujer era cuando sacaba su Black Card, «if he has one».

            —En eso último será en lo único en lo que podemos estar de acuerdo, Ingeniero Segrate, porque, por el resto, me queda claro que lo que usted es, es un pendejo —se carcajeó ella y, caminando en dirección al arco, lo miró sobre su hombro—. Al parecer usted es el único que no se da cuenta, probablemente porque eso de genésico lo domina. Mientras usted fantasea con Emma, algo que claramente nunca va a suceder ni bajo las más absurdas circunstancias de la vida, ella ni siquiera piensa en usted como persona, sino más bien como una molestia, como una de esas migrañas que siempre están al acecho pero que siempre combate en cuanto siente el primer síntoma. Mientras usted considera que Emma es un desperdicio solo porque no es suya, yo le doy un beso de buenas noches y hasta más. Esa mentalidad tan imbécil no le luce a un hombre de casi cuarenta años, como usted, y presumo que seguirá estando solo porque ninguna mujer se desprecia tanto como para estar con alguien como usted, y, mientras eso sucede, yo me caso con esa mujer a la que usted tanto quiere y nunca va a poder tener. En fin, ríase, entre en pánico, corra con el chisme a quien sea, a mí me da igual porque, de todas maneras, usted es el único que no se ha enterado —sonrió y siguió su camino, saludando a Gaby, quien había escuchado eso último en silencio y con una sonrisa tan amplia que hacía que le doliera la cara.

            David se quedó perplejo, sin saber qué decir ni qué pensar. Terminó de servir la leche en su taza, ni siquiera se dio cuenta de la presencia de Gaby, y pasó de largo hacia la oficina que compartía con Clark y Pennington.

            —¿Y a ti qué? —rio Clark en cuanto lo vio entrar como si el alma se le hubiera escapado del cuerpo—. ¿Viste a tu tatarabuela en bolas o qué?

            —¿O te dijeron que vas a ser papá? —bromeó Pennington.

            —Cállense —sacudió la cabeza—. Recién me entero de algo —balbuceó.

            —¿Y nos vas a contar o no? —le preguntó Clark, arrojando el bolígrafo sobre el plano en el que trabajaba y llevando sus manos a su nuca para disfrutar de lo que parecía ser un buen chisme.

            —La Rialto es lesbiana —murmuró todavía anonadado—. Y Emma y ella son… lo que sea que son —susurró.

            Clark y Pennington se echaron a reír a carcajadas.

            —¿Qué?

            —Cuento viejo —le dijo Pennington—. Yo creo que ya tenían algo cuando te fuiste.

            —¡No! ¿Tanto? —Ensanchó la mirada.

            —No sé, hombre, qué importa cuánto tienen o cuánto les falta, igual se casan en dos semanas —se encogió Clark entre hombros—. Pero, ¿eso a ti qué?

            —Siempre le ha gustado Emma —se carcajeó Pennington—. A Bellano le habría fascinado verte la cara.

            —Pues, a mí Tom Welling me parece guapo y sé que no puedo con él —dijo Clark—. Es una de las tantas cosas que no me quitan el sueño.

            —Pero tú porque, a fin de cuentas, eres de la misma raza de ellas —espetó Segrate.

            —¿Raza? Ni que fuéramos perros —repuso Clark con tono severo—. No quieras poner tu enojo donde no es —le dijo—. Tu enojo es contigo mismo por ser, virtualmente, el único que no sabía. Digo, ¿cómo carajo no notas la química entre ellas?

            —¿Cómo va a notarlo si esa parte del estudio es zona restringida para él? Apenas lo dejan ir al break room porque es área común, de lo contrario no pondría un pie en el ala este —rio Pennington.

            —Son unos tontos, no sé ni para qué les cuento —refunfuñó el doliente.

            —Si fuera tú, princesa, me voy por la vida con cuidado —le dijo Clark.

            —Si la primera vez que te despidieron provocó placer en ella, seguramente una segunda vez sería la definición de lo que es navidad en agosto —añadió Pennington.

            —Una de las condiciones de mi contrato es que solamente Volterra me puede despedir. No sucederá lo de la otra vez.

            —Oye, si Emma es dueña de la mitad del estudio y Volterra de una cuarta parte, ¿quién tiene más poder, Baldor? —preguntó Clark.

            —¿Y el veinticinco restante en manos de quién está? —preguntó Segrate.

            —Probablemente en manos de Belinda, pero quién sabe —le dijo Pennington.

            —Belinda me detesta desde que me escuchó hablando de su lunar —repuso él.

            —Pues, princesa, parece que de imprescindible no tienes nada —rio Clark.

Era lo más cercano al día perfecto que había descrito Cheryl Frasier, pero ya no estaban en abril. Apenas se sentía la brisa que traía el flavus desde el Fumaiolo, el sol se había escondido tras algunas nubes y, aunque no hacía frío, tampoco hacía calor. Caminaban lado a lado, sin orden específico, sin sincronización de pasos, sin la rigidez de las líneas rectas.

            Alex era uno de esos casos especiales que prefería rascarse, sobarse o apretujarse las manos en lugar de sacudir las piernas o los pies. Su complejo más grande eran sus dedos, nunca bonitos gracias a que su abuela Fissa (por Crocefissa), madre de Annabella, le había dicho que eran iguales a las de Mussolini —una mentira “piadosa” para que dejara de hacerlo—: con las uñas mordidas. El único terapeuta que alguna vez tuvo le achacó la maña a la ansiedad que el turbulento divorcio de sus padres había dejado. Sabiendo que Benito había sido un hombre muy malo, y que ella no quería tener las manos de un monstruo, Alex dejó de morderse las uñas a los diez años y dejó que la pubertad se las arreglara: ahora eran femeninas, de dedos delgados, siempre de uñas cortas —porque las uñas largas le dolían—, y con el talento de poder cortarse los cueritos sin despellejarse hasta el codo. Ahora, la ansiedad de su boca se calmaba con goma de mascar y cigarrillos y con Irene, y la ansiedad de sus manos con técnicas distractoras: se las apretujaba, se las sobaba, se las rascaba, o cualquier cosa menos llevárselas a la boca. Era por eso por lo que le gustaban los bolsos con agarraderos largos, porque podía aferrarse a ellos, y era por eso por lo que detestaba salir sin bolso, pues, entonces, solo le quedaba la opción de los bolsillos. Hoy había cometido el error de no vestir el jeans que había dejado en la silla del escritorio, había cometido el error de llevar el pantalón de yoga que gritaba un “igual solo vamos a la esquina”. Si tan solo se tratara de tan pocos metros.

            —Tu silencio me estorba —le dijo Irene luego de perder la pequeña piedra con la que había ido jugando.

            —Lo siento —suspiró y regresó en sí—. Pensaba en que ya no tengo Nutella.

            —¿Qué? —rio Irene.

            —¿No te gusta?

            —¿A quién no? —La miró por la esquina de su ojo—. Los malditos alemanes creen que es invención suya, que porque le rinden culto a toda hora es invención suya.

            —Te felicito, Nene —resopló—. Tu purificación ha sido completada. Eres, oficialmente, una verdadera italiana.

            —No molestes —rio y le soltó un pequeño golpe en el hombro—. ¿Para qué quieres Nutella?

            —Para una mascarilla revitalizante —contestó sarcásticamente—. Para las tostadas de la medianoche.

            —¿Quién come a la medianoche? —Frunció su ceño—. ¿Quién come Nutella a esa hora?

            —Oye, a algunos les funciona el vaso con leche —se encogió entre hombros—. La leche y yo no somos tan amigas.

            —Me asustaría si sí —masculló, haciendo que Alex estallara en una ligera carcajada—. ¿Te divierto?

            —Tu suciedad mental, cuando se junta con tu naturaleza pasivo-agresiva, sí —asintió y se detuvo.

            —¿Pasa algo? —Se volvió sobre sí para encararla.

            —¿No hueles? —Inhaló profundamente.

            —Te llevas un buen golpe si me dices que huele a lo que mi mamá tendrá que cocinar el día que te lleve como mi novia —le advirtió.

            —No, porque eso siempre me ha olido a Carbonara —rio—. Huele a frittata —sonrió.

            Irene supo que preguntarle cómo carajo sabía a qué olía eso era una pérdida de tiempo, quizás porque ni Alex sabría cómo explicarlo, por lo que resolvió mirar su entorno para ubicar el lugar del que salía tal olor que se intensificaba con cada segundo que pasaba.

            Al otro lado de la calle, en un pequeño local, una señora mayor se disponía a voltear una perfecta y dorada tortilla de spaghetti. Entonces, Irene la tomó por la muñeca, con esa naturaleza pasivo-agresiva que Alex había mencionado, y, cerciorándose de que no serían atropelladas, la arrastró.

            —Buongiorno —murmuró Irene—. Quanto costa? —Señaló lo que se freía en el sartén.

            —Quatro euro senza formaggio, cinque con formaggio, e sei con formaggio e pancetta —le sonrió la voz áspera y gangosa.

            —Prenderò una di sei —le dijo Irene y sacó un billete rojo.

            —Sarà pronta in… dieci minuti, vuoi aspettare? —repuso, tomando el billete de su mano y contando dos monedas de dos para entregárselas.

            —Possiamo tornare più tardi —Se encogió entre hombros.

            —Vuoi portarla a casa? —Irene asintió—. Bene. Dieci minuti —sonrió, mostrándole una torcida y amarillenta dentadura.

            —Grazie —dijo y se guardó las monedas en el bolsillo izquierdo mientras arrastraba a Alex hacia el exterior del lugar.

            Justo en ese instante, una mujer de piernas infinitas pasó frente a ellas, trotando, meneando la coleta en la que se había intentado anudar el cabello, estresando el trasero más impresionante que existió jamás. Los ojos de Alex se adhirieron a la estrecha tela elástica que parecía estar a punto de explotar. Entonces, Irene la haló de la mano para que no la siguiera violando con la mirada y, para asegurarse de que no se volvería de nuevo, entrelazó sus dedos con los suyos y los apretujó. A la mierda con lo pasivo-agresivo, a Irene eso no le gustaba.

            Alex sintió un terrible alivio entre sus dedos, dejó de sentir la picazón y la incomodidad de siempre. Los siguientes ciento dos metros no pudo dejar de ver los dedos de Irene entre los suyos.

            —Escoge el que quieras, lo que quieras —murmuró Irene un tanto enojada.

            Pidió una bola de tiramisù, una de zabaione, una de vaniglia y una de stracciatela, y pidió que sumergieran el borde del cono en Nutella… porque «donna grassa per sempre!». Irene, un tanto asustada por la cantidad de comida que aterrizaba en Alex, se limitó a pedir una bola de mela verde y una de pesca.

            Por alguna razón, Irene pagó antes de recibir su cono, por lo que en ningún momento fue necesario abandonar la mano del pequeño Dementor que iba con ella. A decir verdad, ni siquiera se dio cuenta.

            Caminaron de regreso y, gracias a que la griega había terminado su gelato con la agilidad de siempre, pudo llevar la bolsa de papel con la frittata.

            —No me mires así —le dijo, empuñando la bolsa en su mano libre.

            —¿Cómo? —balbuceó mientras recogía, con su lengua, los escuálidos chorros derretidos de vainilla.

            —La frittata es para ti —Alex rio nasalmente—. ¿La risa la debo tomar como un agradecimiento?

            —Tienes que empezar a pensar en cómo no me vas a moler a golpes cuando te pida que te cases conmigo, Nene —sonrió.

            —¿Cuánto crees que me dan por la camiseta de Cristiano en eBay? —rio Irene.

            —Quinientos euros como mínimo —se encogió entre hombros.

            —Y, ¿cómo crees que te vas a casar conmigo? —Entrecerró la mirada ante el descaro de Alex.

            —No necesariamente de blanco, porque eso de la virginidad y de la pureza es eso: pura mierda —rio—. Si quieres nos casamos en aquella callecita en Venecia —la miró retadoramente—. O en alguna bahía privada de Varkiza, o en algún lugar de Sabaudia —sonrió, Irene se carcajeó—. ¿Qué te parece tan gracioso?

            —Tú ya pensando en esas cosas y yo ni siquiera he dejado un cepillo de dientes en tu apartamento —se carcajeó de nuevo—. Ubícate.

            —Ubícate tú, Nene —negó con la cabeza—. El cepillo de dientes te lo doy cuando lleguemos —sonrió.

            —Perfecto —dijo entre dientes—. Te odio.

            —Lo sé —asintió—. Y también sé que no es cierto —apretujó sus dedos con los suyos.

            —Te odio —reiteró, esta vez con menos fuerza, dándose cuenta de cómo su mano seguía enganchada a la suya.

            —En ese caso, yo también te odio —susurró juguetonamente.

Vestía un traje de corte americano, gris claro y de tres piezas —el chaleco azul índigo y cruzado—, que parecía ser el traje que evidenciaba una significativa pérdida de peso. La camisa era blanca y de cuello separado, y portaba un Windsor cuyo azul marino se perdía en el chaleco. Los Derby eran marrones.

            Murdoch Hudson era un hombre de sesenta y tantos otoños que suspiraba experiencia, pero no por eso buen gusto, pues prefería tomar el dinero como prioridad y el lujo, y todos sus parientes —porte, elegancia, refinamiento, sofisticación; el donaire en general—, como algo secundario. Conservaba una desértica cabellera blanca que comenzaba a la mitad de su cabeza, tenía ojos marrones, cansados y somnolientos que guardaba tras unos gruesos anteojos cuadrados. Tenía un bigote parchado de grises, las cejas negras y pobladas, la frente apergaminada y los labios rectos y flacos. Era un hombre serio.

            Durante cuatro intensas horas, y a petición suya, Emma había expuesto y defendido lo que había presentado como propuesta final. No le había temblado la voz y no se le había atropellado la gramática; Anaxímenes de Lámpsaco y Aristóteles habrían estado muy orgullosos de ella. Había explicado los métodos que había propuesto, como el del sistema de panal para los pisos, y había respondido cuantas preguntas le surgieron en el camino.

            —Seré muy honesto, Señorita Pavlovic, a mí me tiene absolutamente contento con el tema del dinero —le dijo en su sombría voz—: estoy contento con el precio de sus servicios y con el presupuesto —añadió, mas su inflexión de precisamente pero era evidente—. Y, aunque estoy satisfecho con lo que nos ha entregado, porque está organizado con tremenda perfección, y me parece un planteamiento interesante, no era lo que los de arriba esperaban —concluyó con su índice erguido y atacó su cuchara, la cual llevaba un poco de intento de gelato de pistacho.

            Había escogido jugar en su terreno por la razón más simple de todas: el dinero. El memorándum que había recibido el día anterior había sido muy claro en lo que necesitaban que sucediera; sin embargo, había quedado a su entera disposición cómo sucedía ese qué. Había tenido dos opciones: hacer que Emma llegara a Miami, pero eso implicaba un gasto mayor a que si él y su asistente iban por el día a Nueva York. Le ardían los codos ajenos.

            Emma, en ese momento, sintió cómo un Son of Sam nacía en su interior. Las manos se le cerraron en rojos puños. La sangre le hirvió. Y sí, quiso matarlos a todos. No hay que equivocarse, no le enojaba el hecho de que los de arriba no estuvieran impresionados por su trabajo, le enojaba el hecho de que había perdido cuatro horas de su vida en que la conclusión fuera tan estúpida, tan mundana, tan trillada. ¿Acaso no pudo decírselo mientras había estrechado su mano hacía cuatro malditas horas?

            Quiso preguntar por qué demonios la habían buscado a ella, por nombre y apellido, si Fincantieri les podía hacer todo como a los de arriba les gustaba, qué mierda querían los de arriba, quiénes mierdas eran los de arriba, qué mierda seguía; sin embargo, se contuvo y se limitó a dibujar una expresión impasible.

            —¿No le extraña? —Frunció Hudson el entrecejo.

            —No —rio Emma nasalmente—. Extraño es que no dejen que Fincantieri les provea el diseño de interiores —le dijo—. Extraño es que consideren a alguien ajeno al mercado. Extraño es que, habiendo visto mi portafolio, esperen algo diferente.

            —¿Usted ha visto los interiores del resto de nuestros cruceros? —le preguntó.

            —Sí —asintió, «and they look cheap as fuck».

            —Entonces, si me permite preguntarle, ¿por qué no se apegó a la tendencia, al manual de estilo?

            —Señor Hudson, yo manejo el estilo transicional no porque es lo que mejor se me da, porque también se me dan muy bien el minimalismo, el industrial, el moderno, el shabby chic, incluso el costero y hasta el ecléctico, pero lo manejo porque pienso que es lo que el ser humano necesita. Es un puente entre lo tradicional y lo moderno, lo cual constituye la verdadera definición de lo intemporal: ofrece un sentimiento de pertenencia y de comodidad elegante; ofrece la posibilidad de exhibir piezas de profundas raíces históricas que no son socavadas, sino complementadas, con muebles de líneas pulcras y sencillas a pesar de ser sofisticadas; permite trabajar con todo tipo de formas, colores y texturas —le explicó con el lenguaje más simple que conocía, tal y como si se lo estuviera explicando a alguien que no sabía absolutamente nada de nada—. Un crucero no es un hotel navegante, Señor Hudson, y, por tanto, no debe ser tratado como tal. Un crucero no puede ser el refrito de un hotel, ni de un estilo sugerentemente costero solo porque cruza un cuerpo de agua, mucho menos de la idea de que la elegancia viene del Titanic, y mezclar estilos es tan absurdo como vivir entre paredes doradas. Para mí, más que la barbárica idea de unidad y cohesión entre toda la flota, Señor Hudson, es más importante mi reputación como diseñadora de interiores, como arquitecta del todo, no como decoradora copy and paste, no como un ser complaciente. Yo no estoy dispuesta a consentir la idea de que el mármol, las pieles sintéticas y los cristales de Swarovski son sinónimo de lujo, mucho menos de elegancia. Hay mucho mundo más allá de la petulancia de las marcas famosas, de los productos que prestan nombre sin prestigio, de todo lo que se ve y no.

            El hombre ni se inmutó por lo que pareció haber sido un claro ataque a la costumbre estilística de la compañía para la que Emma quería y no quería trabajar. Se llevó dos, tres cucharadas más de gelato de pistacho a la boca, bebió un poco de café y limpió sus labios y su bigote. Se quitó los gruesos anteojos, los limpió con la servilleta en la que recién se limpiaba y, con un aclaramiento de garganta, los llevó nuevamente a su rostro para fijarlos tras sus orejas.

            —¿Alguna vez ha viajado en crucero, Señorita Pavlovic? —La miró impasiblemente.

            —Sí.

            —Cuénteme —dibujó una sonrisa pequeña que apenas se advirtió bajo el bigote.

            —Con Princess: siete días por los fiordos noruegos; siete días por el Mediterráneo y el Egeo; once días por Malasia, Tailandia y Vietnam. Con Celebrity: quince días por el Arábico y el Canal de Suez. Con Royal Caribbean: siete días por el Caribe —dijo con naturalidad, pues había estado esperando la pregunta desde hacía demasiado tiempo.

            —Nunca con nosotros —repuso él—. ¿Por qué no?

            —Yo solo he escogido Royal Caribbean —le dijo, absteniéndose a comentar cómo, antes de eso, nunca había escuchado de Oceania.

            —¿Y por qué lo escogió?

            —Porque se ajustaba al puerto de salida y a las fechas que quería —sonrió—. Por conveniencia.

            —Pero no conveniencia de bolsillo.

            —No, Señor Hudson, cuando de viajar con mi pareja se trata… el precio no es algo en lo que me detengo —disintió con una sonrisa.

            —¿Usted pagaría once mil dólares, por persona, para viajar a bordo del Fragata? —Ladeó su cabeza.

            —Señor Hudson —rio—, una aventura por el Amazonas está bien siempre y cuando no tenga yo que dormir bajo un árbol, o sin preocuparme que seré la cena de un Jaguar —exageró—. Yo no pretendo decirle cómo llevar el negocio, ni ser objetivo de benchmarking, simplemente creo que hay dos tipos de personas: las que quieren escapar de casa y las que quieren ir a algún lugar sin salir de su casa. Eso es lo que le ofrezco, Señor Hudson: la fina línea en la que se cumplen ambos deseos en un tan solo estilo unificador, uno en el que se pueda diferenciar adentro y afuera, no sentir que caminan por la época victoriana en un salón y por Las Vegas en el siguiente.

            Él soltó la primera risa de la tarde.

            —Usted viajaría en un crucero con el diseño que propone —se rascó el mentón.

            —Yo nunca le propondría algo que no toleraría —repuso Emma.

            Entonces, Hudson hizo un ademán ligero y volátil, para que su asistente, una mujer de media edad y de cabello rojizo, entrara en acción.

            —Necesito sus identificaciones —sonrió cordialmente la asistente.

            Sin preguntar, porque no estaba en la posición de hacerlo, Emma le alcanzó su tarjeta de residente permanente. Toni, quien había presenciado la reunión en silencio para tomar nota mental de todo, y quien había sido presentada como su “asistente” para propósitos de negocios, acató la orden de la misma manera y le alcanzó su Passport card.

            La pelirroja tomó ambas tarjetas y, en silencio, se dedicó a digitar sabía solo ella qué en la pequeña laptop que había sacado tras el ademán de su jefe. Mientras esperaba, sacó dos carpetas en el que escribió los datos de cada tarjeta con un Palmer impecable. En cuanto terminó, asintió en el mismo silencio y les devolvió sus identificaciones.

            —Esto es lo que sucede, Señorita Pavlovic —le dijo Hudson, arreglando sus anteojos en el puente de su nariz—. Los de arriba no esperaban lo que les presentó, ni siquiera algo parecido. —La pelirroja deslizó las carpetas sobre la mesa, una en dirección de la Arquitecta y la otra en dirección a Parsons—. Usted nunca ha viajado con nosotros, no ha ido ni siquiera a la vuelta de la esquina: un viaje de Miami a las Bahamas o a Cuba y de regreso —sonrió—. Los de arriba quieren que viaje con nosotros —le señaló su carpeta—. No planeamos quitarle los catorce días que hará el Fragata, sino solamente siete con el motivo de que tenga la experiencia Oceania. Después de eso, si usted decide hacer cambios en su propuesta, ya sea pragmáticos o qué sé yo, o si decide mantener su posición, los de arriba aprobarán su diseño. No quiero que crea que la idea no les gustó, porque no es así, pero, tal y como usted lo dijo, que no propondría algo que no toleraría, quieren que tome en cuenta su experiencia con nosotros —sonrió y esta vez dejó ver un poco de su no-tan-recta dentadura—. El trabajo es suyo, por eso no tema —le dijo—. Y, si de algo le sirve, fue Fincantieri quien nos dio su nombre —concluyó con una mirada quizás paternal y alzó su mano para pedir la cuenta con el ademán universal.

La silla de Emma había sido volteada de tal manera que Sophia no podía visualizarla en ella, mirándola con la maldita ceja derecha arqueada, ni para visualizarse a sí misma en la escena de hacía tantas horas, y su escritorio había recibido un par de libros y revistas para no recrearla a ella en los más oscuros y pervertidos recovecos de su mente.

            Lucas todavía hacía apuntes, había transcrito todo lo que había investigado y todas las conclusiones a las que había llegado, todas las ideas —las buenas, las malas y las peores— y todas las preguntas que tenía. Sabía que no podía llevarse la MacBook, lo cual le parecía absurdo, pero tenía que respetarlo. La Arquitecta Pavlovic debía tener sus razones, quizás las mismas por las cuáles los había hecho firmar el NDA.

            Sophia miró el reloj que no le pertenecía. Le costó descifrar la hora por el simple hecho de que le estorbaban los números romanos; prefería simple rayas. Eran las cuatro y media, y, aunque Emma todavía no daba señales de vida, ya era una hora más que solo prudente para irse al carajo.

            Se puso de pie, guardó la literatura que le había permitido respirar con mayor tranquilidad, ordenó la silla de la Arquitecta Pavlovic, le dijo a Lucas que iba a salir, que no sabía si iba a regresar —aunque sabía que no lo haría—, y se marchó con la bolsa de tela en una mano.

            —¿Y el animal? —le preguntó en cuanto le contestó.

            —Buenas tardes para ti también —rio Phillip, especialmente por el término que había utilizado para referirse a la mascota a la que se rehusaba a escuchar que lo llamaran “Carajito”—. El animal sigue conmigo. Ha sido una fiesta de olerse los anos, ni te imaginas.

            —Espero que no hayas sido parte de eso —repuso la rubia, alzando su brazo para llamar la atención del taxi que se aproximaba en su dirección.

            —¿Qué tal tu día? —repuso con los rastros de una risa.

            —Tengo sentimientos encontrados, no sabría ser objetiva —le dijo—. ¿El tuyo?

            —Derretí corazones entre las voluntarias del refugio cuando vieron que me llevaba a esta rata, intento de perro.

            —Tangas rompieron el piso —supuso con una risa y abrió la puerta trasera—. Sixty First and Madison, please.

            —Regresas temprano a casa, Beyoncé —le dijo Phillip.

            —¿Te llevaste la comida de Vader? —Omitió su comentario.

            —Y hasta la maldita cosa anaranjada que chilla —afirmó.

            —¿Puedo abusar de la confianza que hay entre nosotros?

            —¿Qué necesitas, Pia? —Enserió el tono de voz.

            —¿Puedes no regresarlo en la próxima hora? —suspiró, apretando sus piernas entre sí para evitar que la cercanía con su hogar ocasionara más problemas—. I need some “me time” —confesó.

            —Nada de eso, el Carajito se queda a dormir —consintió—. ¿Estás bien?

            —Estoy bien —«bien mal»—. Solo necesito una hora… o un par.

            —Tú tranquila —sonrió—. El Carajito está en buenas manos, lo sabes. Además, Natasha ha pasado la tarde en el suelo, jugando con ellos. Ya luego los sacamos a que hagan sus cosas.

            —Gracias —susurró.

            —No hay de qué, Pia —le dijo—. Si necesitas algo, llámame, ¿de acuerdo?

            —Lo haré —asintió—. Gracias, de nuevo.

            —Espero que te relajes. Hablamos luego —colgó.

            Respiró profundamente y, mientras el taxista se incorporaba a Madison, decidió informarle a Emma que iba en camino a casa. No le dijo por qué, porque el porqué era sublimemente estúpido y, en cierto modo, le daba vergüenza.

            Se distrajo en Instagram, especialmente entre la nostalgia que se contaminaba en los usuarios. Ella todavía no entendía cómo o por qué, además de la explicación cacofónica que Emma le había dado, se había escogido el día jueves para recordar hasta los más vergonzosos momentos.

            Había fotografías buenas, pero, por cada una de ellas, había diez que debían ser exterminadas: filtros baratos, intentos de sensualidad femenina que cosificaba a la figura de la mujer, selfies que juraban candidez, evidencias de la necesidad de acudir a una reunión de Alcohólicos Anónimos, los autos que aspiraban a ser Ferrari y Lamborghini y Bergman mostrando el orgullo mal puesto en su horrendo gusto estético del interior. Rápidamente, para no ceder a la crítica apresurada, visitó el perfil del estudio. Respiró tranquila en cuanto vio que la última publicación de Volterra-Pavlovic glorificaba una piscina y un par de chaise lounge en los Hamptons.

            Regresó a las conmemoraciones aburridas del día. Se enteró de cómo uno de sus compañeros de la secundaria se dedicaba a celebrar su divorcio, de la pasta carbonara que había almorzado Margaret, de los huevos escalfados de Martha Stewart, de los vegetales de Oprah Winfrey, de la absurda cantidad de mensajes de superación personal, de que Melania —su prima mayor— agradecía a la revista Down Town por permitirle exhibir su trasero cubierto de arena, de que Helena presumía una “panza” de tres meses de embarazo, y una mujer que exhibía las manos sucias con una risa de yo-no-tengo-la-culpa; la sonrisa era una risa, la etiqueta leía “Alex: donna, 21 anni, studentessa di Management e diritto d’impresa… e non può mangiare un gelato come la gente normale”. Pensó en cómo la vida daba demasiadas vueltas, en cómo tanto ella como su hermana tendrían a una Alex, en mayor o menor medida, que les esclareció qué querían.

            —It’ll be eleven thirty-two —dijo el taxista para sacarla de su ensimismamiento, pues se había dedicado a acosar el perfil de su hermana para confirmar que ese apodo tan ambiguo no era algo de una sola vez.

            Sophia deslizó la tarjeta por el cobrador electrónico, digitó el código de seguridad y, en cuanto la transacción fue aprobada, salió del auto sin dar las gracias y sin desear un buen día. Pensaba en todas las veces en las que Helena había dicho que nunca se embarazaría, a menos de que se tratara del producto de una violación, y, en cualquier caso, optaría por el aborto. Suspiró el adjetivo calificativo con el que siempre había descrito a su prima mayor.

Emma agradeció su visita y le dijo que consideraría las dos fechas que le habían propuesto, estrechó su mano, fingió un beso en cada mejilla y se despidió de la pelirroja con un apretón de manos. Los vio salir del restaurante, cayó de golpe sobre la silla de madera y dejó salir una risa nerviosa.

            —¿Se encuentra bien? —murmuró Toni.

            —De maravilla —asintió y miró su muñeca—. Son las cuatro y cuarenta y cinco —le dijo mientras sacaba su teléfono de su bolso.

            Se alarmó al ver que tenía una lista de mensajes sin leer, pero, como tenía las prioridades demasiado claras, decidió abrir los de Sophia primero.

            —Oh Dio… —se estremeció al ver la fotografía que rápidamente minimizó y, en lugar de comprender toda la información que había intentado leer, la llamó—. Ten —le dijo a Toni, alcanzándole un Jackson—. Por si quieres regresar a la oficina a traer tus cosas.

            —¿Y usted? —vomitó su curiosidad.

            —Tengo otras cosas que hacer —disintió y, ante la mirada suplicante de Toni, agregó—: Cosas personales —aclaró, empezando a desesperarse por el hecho de que la rubia no le contestara—. Te veo mañana a las siete y media —le dijo, poniéndose de pie y llevándose el bolso al hombro.

            Toni la observó marcharse a paso apresurado. Debía ser importante. Lo era.

            —Hasta que por fin das señales de vida —la saludó Sophia con una voz que no era tan natural en ella.

            —Esto fue eterno. Lo siento —repuso Emma, empujando la puerta para salir a la calle—. ¿Estás bien?

            —¿Por qué todos me preguntan eso? —refunfuñó, pues ya Lucas, Phillip y Józef habían inquirido lo mismo.

            —¿Acaso no me puedo preocupar por mi novia? —Frunció su ceño.

            —Claro que puedes —rio nasalmente—. ¿A qué hora regresas?

            —Estás en casa, ¿no es así? —preguntó evasivamente.

            —Estoy a punto de meter la llave en el cerrojo.

            —Te fuiste temprano —pareció reprenderla.

            —No tanto como tú —le dijo Sophia.

            —¿Sigues…? —suspiró, porque la sexta avenida no era el lugar para hablar de esas cosas.

            —¿Tú qué crees?

            Emma sintió cómo había entrecerrado la mirada, por lo que decidió seguir caminando para doblar por la cincuenta y ocho.

            —¿Qué vas a hacer? —Se aclaró la garganta.

            Hubo un momento de intenso silencio en el que Emma solo escuchó el taconeo de la rubia sobre el piso de madera.

            —Wouldn’t you like to know —rio y colgó.

            Emma sintió la ligera furia de la risa tras la llamada que había sido terminada sin una respuesta que satisficiera su pregunta. Le molestó que le hubiera colgado, pero entendía la intención. Aceleró el paso. Quiso poder tener la voluntad para quitarse las agujas y correr al 680, pero ella no estaba por perder el caché. Eran setecientos metros que podía intentar caminar en cinco minutos y no ocho.

Sophia se sentó al borde de la cama. Estaba tan distraída que había olvidado dejar su bolso en el sillón que le daba la espalda a la puerta de la entrada.

            Respiró un par de veces, necesitaba no hacer combustión en las próximas horas, necesitaba no hacer combustión espontánea en los próximos minutos. Dejó que su espalda cayera sobre el colchón, soltó el bolso y la bolsa de ropa, se sacó las agujas y se arrastró hasta las almohadas. Quizás podía dormir para que se le olvidaran las malditas ganas que tenía de ser partida en dos, luego en mil, pero quizás solo entonces podría dormir. Si tan solo el calor no fuese demasiado.

            Se sacó el pantalón y la blusa para enfriarse y se volcó sobre su costado. La posición hacía que la ballena del sostén se le clavara en la axila, lo cual resultaba demasiado incómodo. Pensó en cómo los hombres realmente no conocían de incomodidades: ni de un tampón tocando las puertas del útero, ni de las ballenas de los sostenes que podían empalar hasta la muerte, los peligros del number two durante esos días del mes, lo que un fuerte estornudo podía hacer, el tedio diario de tener que revisar si el cabello terminaba entre la grieta trasera después de una ducha y lo poco glamuroso que era sacarlo, pero, sobre todo, lo abrumador que era el alivio de quitarse el sostén. Lo arrojó a ciegas y sonrió ante la libertad y la comodidad. Abrazó la almohada sobre la que Emma ponía la cabeza todas las noches y le clavó la nariz para sentirla con ella.

            Saberse en su hogar, entre las paredes que la habían visto y escuchado dejarse dominar por los terremotos de placer, la hizo repasar la escena de hacía tantas horas. Pudo sentir la temperatura de Emma en sus labios, su sabor en su lengua, la textura explotar contra su paladar. Pudo escuchar los jadeos, pudo sentir sus caderas en sus manos, pudo mirar la transparencia de sus cejas. Recordó la sensualidad con la que le había ayudado a vestirse, recordó las inflamadas protuberancias que precisaban de copa gruesa para disimular eso que se erigía por veinticuatro enfermas horas. Sin embargo, ahora que lo pensaba, nunca había sabido de un día en el que la arquitecta no optara por copas gruesas.

            Supuso que era mejor pedir perdón que pedir permiso, y quizás ni eso, porque la razón de esa fiebre era nada más y nada menos que la arquitecta misma. Supuso que Emma tendría que tragarse la indignación, supuso que luego la contentaría con algo, con cualquier cosa. Supuso que a nadie le haría daño que se aplicara un sedante manual.

//////////

Notas y comentarios que pueden ser de interés al lector (y que pueden responder a las preguntas que me han llegado por correo):

1) La gramática no es sexista; sin embargo, el discurso puede llegar a serlo. En mi caso, mi aprecio por la pragmática no me permite implementar los sistemas revolucionarios que pretenden incluir a la mujer en el discurso, es decir: no insertaré "e" o "x" para referirme a conjuntos o colectivos a manera de incluir la identidad femenina. Siéntanse incluidas aquellas personas quienes consideran que las incluyo, porque no pretendo hacer distinciones a raíz de género —un constructo social—, de genitales, o bien, de preferencia sexual. Las personas que me conocen saben lo mucho que todo eso me es indiferente, incluso mi propio género, conjunto de genitales y preferencia sexual. 

2) Estoy consciente del tiempo que me tomo en escribir cada capítulo, y, mientras entiendo que no es lo mejor, ya no tengo tanto tiempo como antes. En verdad quisiera dedicarme únicamente a escribir, pero tengo responsabilidades que no me lo permiten. Quiero que quede claro que mi intención no es dejar de escribir, ni esta historia ni la que pueda seguir; que pretendo continuar hasta que ya no tenga nada que decir ni nada que contar, y que, sin embargo, les haré saber cuando ese momento llegue; que me tomo el tiempo para asegurarme de que cada capítulo quede con la menor cantidad de errores ortográficos y de contenido y forma; que la inspiración es como la cartera: a veces hay, a veces no hay; y que, en algunas ocasiones, separar estados emocionales es digno de procedimientos quirúrgicos para no cagarme en la historia. 

3) Estaba al tanto de las "adaptaciones" en Wattpad, y esto, esta vez, no va por la línea de cómo estoy en absoluto desacuerdo con el término adaptación, sino más bien por la línea de que no sé qué pasó. Varias personas me han escrito, algunas para preguntarme si sé en dónde pueden encontrar la historia y otras para reclamarme lo siguiente:

          a) ¿Por qué reporté las historias?, a lo que respondo: no reporté ninguna, ni por derechos de autor ni por contenido inapropiado, porque (y aquí se me sale la arrogancia) nadie copia algo feo. Asimismo, entiendo que esta página no es la más cómoda para todos, y, dado que no tengo presencia en la plataforma de Wattpad, no vi mayor problema. 

          b) ¿Por qué copié la historia de Wattpad?... ni siquiera sé si esto se puede responder sin que algún sacerdote me tenga que exorcizar luego. 

          c) Si escribo sobre Fifth Harmony es porque soy una fanática, pero, si soy una fanática, ¿por qué me equivoco tanto con las descripciones? - No, carajo, no soy fanática, y esto no quiere decir que haga campañas de odio o anti-FifthHarmony, no. Y, por lo mismo, me irrito cuando me escriben exclusivamente para decirme que Emma es tan Lauren o que Sophia es tan Camilla, o porqué no son tan Lauren o tan Camilla, o por qué en la historia no se incluyen al resto de las integrantes, o que por qué en la historia los familiares no son los mismos, o porqué de repente Camilla tiene cabello rubio y ojos celestes. YO NO escribo sobre Fifth Harmony, ojalá eso quede claro, tampoco tomo esta historia y reemplazo nombres. 

          d) ¿Puedo escribir algún fanfic específicamente para las integrantes de Fifth Harmony? - Ver respuesta anterior, y agregar: respeto los gustos de cada persona, por lo cual considero que escribir sobre algo que no sé, o sobre lo que no siento interés particular, es una falta de respeto para el lector y una deshonra a lo que se pretende homenajear.

4) Mi saga favorita no es Harry Potter, sino la del Cementerio de los Libros Olvidados. Mis películas favoritas son: Death Becomes HerAmélie y Se7en. No lloré con Coco, pero sí con Lion. Mis canciones favoritas: Bad Girls y No Ordinary Love. Prefiero una Caipirinha o un Mojito sobre una cerveza, a menos de que se trate de una Hoegaarden de trigo. El azul, la pizza sin piña, medias de colores, el helado de vainilla, la tinta negra, 

Agradecimientos:

A Flora, porque nos hizo falta tiempo y porque me dio gran parte de lo aquí escrito; a las quesadillas de Rubén, alias “El Güero” (?); a las personas que carecen de la cultura de viajar en transporte público; a los bananos amarillos que parecen de cera; a Rodrigo y Jaime, por sus voces soporíferas; a los relajantes musculares por su increíble cooperación con el lumbago; al jefe de salud ósea por ponerme la cadera en su lugar; al Daily Mix No. 4 de Spotify; a vos; a Pedigree por dejarme alimentar a la bola de pelos que todavía no sé si es macho o hembra, o su raza, o qué berga en general; a los niños, por ser el método anticonceptivo más efectivo; al Baygon con aroma a Lavanda; al sastre, Don Pablo, por modificarme las putas bolsas de los putos jeans; a los sistemas operativos en inglés; a mi disco duro externo por no haber perdido ni este capítulo ni lo que llevo del siguiente; al cambio de ambiente y a las amistades recuperadas.

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