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Antecedentes y Sucesiones - 18

en Lésbicos

Se despertó de golpe, con esa respiración profunda y tosca que sólo podía significar un sobresalto que probablemente se había generado durante su sueño, aunque también podía haber sido generado por tener esa irremediable y crónica sensación de que, de no ser despertada por alguien más, la impuntualidad era el mayor de sus problemas. Le asustó saber que ya era de mañana, y le asustó el hecho de que no era precisamente temprano; eran las siete menos diez, hora a la que, en teoría, ya debía estar saliendo de la ducha. Pero no, todavía estaba en cama, entre sábanas blancas y de delicado marco de tres finas líneas paralelas color almendra, en alguna parte tenía más peso por la cobija de algodón egipcio color lino crudo.

                Respiró profundamente al compás de un abrir y cerrar de ojos muy lento, como si intentara ubicarse en tiempo y espacio, pues ésas eran sus sábanas y su cobija, y ésa era su cama, y ésa era su mesa de noche; con su lámpara de pantalla beige, su reloj que dictaba un “25” en el lugar en el que el tres debía estar y que una corona reemplazaba al doce, su teléfono todavía succionaba del tomacorriente aunque ya no pudiera más, su pulsera de macramé rosado, y esa fotografía que la hacía sonreír cada mañana que se despertaba viendo hacia ese lado, pues, si estaba viendo hacia el otro lado, lo primero que veía era a la mujer, de carne y hueso, que le daba un beso en su frente en aquella imagen que habían inmortalizado alguna noche de cena con los Noltenius.

                Levantó las sábanas, no supo por qué, pues intuía que lo que vería sólo sería piel y más piel, y estaba en lo cierto, pero, además de eso, tuvo la sonriente sorpresa de encontrarse con una mano que no era suya. Emma la abrazaba por la cintura con relativa soltura relajada; sus dedos rectos y perfectos, igual que aquella mañana de la que esa mano y ese aroma le acordaban, a octubre del dos mil doce y al resto de meses que le habían sucedido hasta la fecha, volvió a respirar profundamente y lo sintió más cerca, «sweet Chanel No. 5, my sweet Chanel No. 5». Hoy, en lugar de ser la mano derecha, era su mano izquierda, y, en lugar de ver el anillo de oro blanco con el rubí incrustado, hoy vio un anillo de bisel de oro blanco cubierto de madera de nogal junto con un diamante de color subjetivo, pues podía ser champán o cognac según fuera el ojo que lo determinara, y le gustó la similitud que encontraba con aquel día, pero le gustó todavía más el hecho de ver que ese anillo ahí estaba, y que estaba ahí abrazándola.

En cuanto vio la mano que no le pertenecía a nivel físico, pero que era suya, empezó a sentir el tibio calor que abrazaba su espalda; directamente piel contra piel, y temió que el calor no fuera coherente con las circunstancias saludables. La mano que la consentía y el pecho que la sostenía y que la mantenía tibia, definitivamente se habían merecido la piedad que había mostrado el día anterior por la mañana, pues, después de un par de días de imparable lluvia, de cielo con reales y literales “fifty shades of gray” y de frío húmedo, todo se vio comprometido en cuanto Emma empezó a aclararse la garganta con cierta frecuencia. Quizás un vez cada treinta y o cuarenta minutos no era de alarmarse, pero sí era de alarmarse cuando se trataba de Emma, pues eran los primeros indicios de lo que un simple resfriado hacía para luego convertirse en un sistema de incubación de gérmenes que costaba aniquilar debido a la necedad de recurrir a los antibióticos que cualquier doctor parecía recetar, palabra de Dios en versículo Bíblico, por no menos de diez días, lo cual iba en contra de la religión medicinal que Emma practicaba con su cuerpo desde que su profesor de Biología, en el colegio, había tenido a bien explicarle la tolerancia de las bacterias, en especial cuando los doctores recetaban antibióticos como pasatiempo hasta para un virus. Viva las farmacéuticas.

Nada que un poco de Tylenol Cold & Flu Severe no pudiera frenar y solucionar en un clima menos inestable y menos óptimo para que la enfermedad hiciera de las suyas: razón principal por la que Sophia había decidido verbalizar aquella simple frase de: “tengo un horrible antojo de Ricotta & Black Pepper Ravioli”. Dicha frase implicaba a “Butter”, implicaba su deseo de regresar a la Gran Manzana, e implicaba que, cual partida de ajedrez, anticipaba lo que Emma respondería por el demonio de la condescendencia que la poseía.

Y así, precisamente por eso, fue que terminaron regresando a casa veintiocho horas antes de lo previsto, a Sophia importándole poco su cumpleaños, pues para ella ya había sido celebrado entre sábanas, sedentarismo, los brazos de Emma y un maratón de “House of Cards”, antepuso realmente la salud de su prometida tras la frase célebre de “no quiero enviudar antes de tiempo”. Además, si Emma llegaba a enfermarse, empezaría una tortura de la política de “no quiero enfermarte”, lo cual significaba no besos, y luego, en caso de empeorar, todo tipo de roce ante las eminentes altas temperaturas, los dolores corporales, la tos que a los pocos días le daba miedo dejar salir por el grosero dolor en el pecho, la congestión nasal, y muchas cosas banales y comunes que sólo la enfermedad misma controlaba con satánica locura.

                Aclaro, Sophia no mintió, porque el antojo lo tenía, pero no era “horrible” al punto de ser de vida o muerte, pero sabía que si le decía que se regresaran para que no se enfermara, Emma se negaría con la frase de su optimismo: “estoy bien, no es nada… además, es tu cumpleaños”.

                Se dio la vuelta, según ella para enrollarse contra el drogado pecho de quien todavía debía estar dormida, según ella para poder inhalar los rastros de Chanel No. 5 que se despedían de su cuello, pero, en cuanto se dio la vuelta, se encontró con un par de verdes ojos que la acosaban con una cariñosa sonrisa.

—B… —musitó Sophia en esa sensual y mimada voz de haber absorbido cuanta cama posible, y quiso decir “buenos días, Arquitecta”, pero Emma la detuvo al colocar su dedo índice sobre sus labios.

     —Sh… —susurró con la misma sonrisa, y sacudió su cabeza.

     —Hola —susurró a pesar del dedo que pretendía detenerla, pero Emma sacudió su cabeza de nuevo y presionó suavemente su dedo contra sus labios.

Sophia calló y, sin tener tanto control sobre las reacciones autónomas de su cuerpo, se sonrojó. Emma ensanchó la sonrisa a pesar de mantener la misma longitud y la misma curvatura, pero era muy notorio que sonreía todavía más. Su dedo se paseó lenta y suavemente sobre el labio inferior de Sophia; era una caricia con sabor a descanso y a que se sentía mejor, quizás físicamente o quizás porque tendía a dormir mejor en su hogar, en su cama, o quizás era la combinación de ambos factores. Dibujó el contorno de la carnosidad de sus labios, y, tras el trazo, iba su mirada que la acosaba en el mismo silencio que pedía.

                Se acercó lentamente a su rostro, acortando la distancia todavía más, y, elevándolo con su índice por su mentón, rozó apenas sus labios con los suyos mientras jugaba con la mortal anticipación del beso que quería darle. Parecía como si buscaba el ángulo perfecto para las coordenadas perfectas, así como si buscara el pi labial entre la tibia inhalación de su exhalación. Cómo le fascinaba a Sophia ver cuando Emma cerraba sus ojos cuando sus labios rozaban los suyos, era como por automaticidad. Juntó sus labios con los suyos, apenas un toque inerte, pero, poco a poco, se fue ahondando y avivando hasta conseguir que ambos pares de labios se entrelazaran al suave ritmo imaginario de la versión de “La Più Bella Del Mondo” en bossa nova; canción que Emma había tenido en mente desde que había enterrado su nariz entre la melena rubia de la mujer que se preocupaba por su salud al punto de ceder un cumpleaños fuera de la jungla de concreto. Ella lo sabía, y le agradecía la piedad y el disimulo, pues, de lo contrario, de haberlo manejado de una manera más directa, se habría negado, tal y como Sophia lo había anticipado. Tal para cual.

                La mano de Sophia fue directamente a su mejilla para que sus dedos alcanzaran su nuca, pues quería sentirla encima, quería sentir que ese beso se ahondaba por peso y por gravedad también.

Emma terminó sobre ella, apenas dejando caer un poco de su peso mientras la terminaba de despertar con ese beso que se venía aguantando desde las diez de la noche en la que su rubia melena había espesado su respiración con silenciosa ligereza mientras veían la versión más nueva de “Hairspray” en VH1, película que, en palabras de Emma, era “simplemente disgusting”. Con una mano se detenía de la esponjosa almohada forrada del mismo celestial algodón egipcio que las envolvía a ambas a la altura de media espalda, con la otra recorría a Sophia desde su cintura hasta su rodilla y de regreso, envolviendo su muslo y su cadera mientras Sophia guiaba el beso y la abrazaba por debajo de aquella cicatriz.

                «Feliz cumpleaños para mí», y seguía besándola y dejando que la besara con el confeti de “feliz cumpleaños, Sophie”, “buenos días, Licenciada” y “hola, mi amor”.

Ahí no había indicios de tribadismo, ni de nada que fuera tan directo, era como si quisiera llenarla de besos antes de siquiera saludarla con los verbales y educados buenos días y de desearle un reglamentario y obligatorio feliz cumpleaños.

                Elevó un poco su rostro con la misma técnica, pues sólo quería tener mayor acceso a su cuello, el cual veneraba desde aquella conversación sobre hipofixilia con Julie, que, simultáneamente, se volvía a jurar a sí misma nunca lastimarlo y nunca atentar contra él, ni siquiera para practicar la asfixia erótica, pues ella no le veía nada de sano asfixiar a la mujer que adoraba más que a nada en el mundo, ese pensamiento no cabía en su cabeza y tampoco tenía por qué caber. Si Sophia quería sufrir de eso, haría lo que fuera para enseñarle que el control de respiración funcionaba igual y sin hacer algo que podía desmayarla.

Besó aquí, acá, y allá. Besos cortos pero pausados y con intervalos que delataban y evidenciaban el cariño con el que se los colocaba, hasta parecía que besaba el aire que fluía por el interior de él. Besó hasta sus huesudas y saltadas clavículas, esas con las que a veces tenía accidentes de frente o de tabique y que la dejaban riéndose en lugar de quejarse del dolor, y, más allá de esas latitudes, no besó por no deshacer el abrazo en el que Sophia la envolvía, por lo que decidió subir de la misma forma en la que había bajado.

                Finalizó con otro beso de ojos cerrados en sus labios, un hermoso y sedoso beso que ya tenía sensaciones de estar más despierto y más receptivo.

Emma se despegó de sus labios con esa caricia que era tan tuya, esa de peinar el flequillo de Sophia tras su oreja izquierda con la ligereza y el delicado tacto de sus dedos, y sus ojos verdes analizaron las finas facciones de a quien acariciaban. Sus celestes ojos estaban descansados a pesar de estar todavía un tanto adormecidos, pero ya no tenía ni el más mínimo rastro de las difuminadas ojeras que “Patinker & Dawson” le habían logrado sacar desde antes del episodio de Rococco Red, y, en su mejilla derecha, tenía dos líneas que el forro de la almohada se había encargado de marcarle. Ah, el buen dormir.

Le colocó un beso en la frente, ese beso que sólo había experimentado con ella, pues nadie nunca le había dado uno hasta después de ella, que era Phillip quien solía dárselos porque tenía la impresión de que era una mezcla de cariño y respeto. Le colocó un beso en la punta de su nariz, seguido por un suave jugueteo, y un último beso en sus labios para marcar otra etapa de la mañana.

—Buenos… —intentó decir nuevamente Sophia, pues creyó que ya podía hablar, pero no, Emma volvió a colocar su dedo índice sobre sus labios para detenerla, y no era que no quería que hablara, es sólo que quería saber hasta dónde Sophia podía soportárselo y comunicarse de otra forma que no fueran palabras.

Emma sacudió su cabeza con sus ojos cerrados y, al abrirlos, guiñó su ojo derecho con una minúscula sonrisa. Quizás le dolía la garganta. «Quizás».

                Sophia la tumbó para colocarse sobre ella pero todavía dentro de las sábanas, las cuales se rehusaban a bajar de media espalda. Entrecerró sus ojos con una sonrisa que se convirtió en una ligera risa nasal en cuanto Emma levantó su ceja derecha y sonrió con cierta burla que tiraba de la comisura derecha de sus labios. Ante eso, Sophia sólo besó sus labios en el mismo silencio que Emma esperaba y, sin saber cómo, porque sí sabía el porqué, dejó que un gemido ahogado migrara a los labios de quien, delicadamente, había flexionado su rodilla derecha hasta hacerla elevarse un poco para que imitara una variación más baja de la posición más reveladora según Sophia. “En cuatro”.

                Emma reclamó su poder al impulsarse para tumbarla de nuevo y poder ella colocarse sobre la rubia melena que era muy susceptible cuando recién se despertaba, y que, cuya susceptibilidad, era igualmente erótica y sensual por el simple factor de la mezcla de su voz, de su mirada, y de sus respiraciones que sólo imploraban “cinco minutos más” a menos que se tratara de sexo, como en esa ocasión.

Volvió a besarla, porque quería y porque necesitaba corroborar uno que otro dato para no lamentar luego sus acciones, y, entre el beso, consiguió lo que quería.

                Se despegó de ella y la vio a los ojos con una sonrisa, ladeó su cabeza como si no entendiera, o como si le estuviera preguntando eso que era más fácil de entender si se utilizaban palabras verbales, o quizás era que le estaba pidiendo permiso.

Sophia entendió, y Emma supo que había entendido cuando, de repente, Sophia tomó su mano derecha y empezó a besarla; nudillo a nudillo, dedo a dedo. En cuanto terminó de besar su meñique, regresó a su dedo índice, el cual estaba adornado por el anillo que se definía como “9 a. S.” porque había algo de lo que quería acordarse, y, lentamente, lo introdujo en su boca para besarlo a profundidad mientras Emma le clavaba la mirada en la suya y sólo le ofrecía su dedo del medio para que hiciera lo mismo. 

                Definitivamente, eso no era lo que Emma tenía en mente para comenzar el día, ella sólo quería besarla, y estaba intentando hacer que no hablara para que regresara a dormir en lugar de inventar hacer cualquier cosa, que fue lo que sucedió, y ella poder seguir inhalando la tranquilidad de su descanso desde su nuca. Pero, al final del día, así como lo había prometido al principio de la oferta del fin de semana largo, el cual según ella todavía estaba en vigencia, todo era descrito por “condescendencia al máximo”, y tampoco se quejaba si Sophia quería algo así, mucho menos en esos momentos de orgulloso recién despertar.

                Sophia abrió sus piernas y dejó ir los dedos de Emma de entre sus labios para que se abrieran camino entre ambos torsos y el disimulo que las sábanas les regalaban en esa ocasión. Emma acarició sus labios mayores, quienes no estaban ni enterados de lo que estaba a punto de suceder, lo mismo sus labios menores, su clítoris y su vagina. Emma se detuvo en su vagina y Sophia, con un asentimiento, le dio luz verde para que lentamente la llenara con un callado ahogo y una cacería de labio inferior con sus dientes.

Esa mirada, de cuando las circunstancias no eran precisamente las más óptimas en la zona sur, era única en su especie y una de las que tendían a derretir a Emma, la cual rebalsaba de sensualidad al estar simplemente húmeda, pues era la muestra perfecta de lo que una penetración hacía en Sophia cuando la pedía.

                Emma la penetró literalmente como lo que el término indicaba, de afuera hacia adentro pero sin mayor profundidad, pues eso entraba en juego hasta que la composición de Sophia se lo permitiera en dilatación y en lubricación natural, era la penetración de la profundidad justa para la intensidad más perfecta, y, acompañando aquello, se veían a los ojos; Emma totalmente derretida ante la débil mirada de Sophia, quien con cada inserción se resistía a la idea de cerrar sus ojos, pues le gustaba el momento que estaban teniendo.

Sacó sus dedos de Sophia para acariciar su clítoris con un frote de media presión que sólo coqueteaba con el botoncito que también merecía atención y un poco de diversión, pero duró poco al ser sólo una provocación con la que después terminaría de lidiar, y devolvió sus dedos a los adentro de Sophia, los cuales ya le daban la menor de las fricciones posibles y que le permitían esa profundidad que ya era inevitable que pudiera permitir un par de crónicos ojos abiertos. Otra mirada que derretía a Emma; eso de apagarse y encenderse mientras se aferraba a su nuca, pues funcionaba en ambas direcciones como ellas mismas ya lo habían establecido: le gustaba ver y le gustaba que la viera. Era la arrogancia que el Ego había criado, pero con ese lado de humano enamoramiento que suavizaba y condimentaba la mirada que Sophia veía, y Emma que veía algo que la seducía a seguir instrucciones, a ser obediente, a no detenerse y a seguir haciendo lo que hacía pero que no dejara de verla.

Cambió de orden de dedos por la simple razón de que era más cómodo para ella y sería mejor para Sophia, pues, penetrándola con su dedo del medio y anular, podía lidiar con el resentimiento clitoral, el cual Sophia agradecía con sensuales ahogos de una erótica e indescriptible excitación.

                La penetración se detuvo, pero sólo en el sentido horizontal, pues ahora era más un coqueteo directo con su GSpot mientras la palma de su mano seguía haciendo de las suyas conforme Emma decidía trabajar con su muñeca y no con sus dedos en específico.

Emma ladeó su cabeza hacia el lado derecho, y Sophia asintió, y ella sonrió kilométricamente.

                Un gemido como tal creo que no hubo, sólo eran suspiros de labios abiertos o cerrados, labios libres o entre dientes, que eran más cuestión del fenómeno del azar que del control cerebral de la rubia, quien flexionaba su rodilla para que Emma se reacomodara.

                Sophia asintió, y Emma, sabiendo muy bien lo que eso significaba, sacó sus dedos de Sophia para simplemente aseverar y profundizar la excitación de la cumpleañera, pues, con el rubio lubricante natural, ella se aseguró se intentar anular casi toda fricción entre su sexo y el muslo de ahora veintinueve años oficiales, biológicos y legales.

—«¿Así?» —le preguntó Emma cuando iniciaba el corto y presionado vaivén contra su muslo.

     —«Así» —asintió Sophia entre el ahogo de los dedos de Emma que regresaban a su interior.

Un concierto de respiraciones pesadas, pero no espesas, fue lo que invadió la distancia que cada vez se acortaba entre ambos rostros de miradas fijas por exhibicionismo y voyerismo por igual.

El beso era un componente inevitable del arte de no sólo el momento sino de la ventaja de ser mujer y de poseer mayor destreza para el multitasking. Quizás no era el beso más suave y más delicado, pero desempeñaba su función con supremacía, y quizás la posición no era la más cómoda, porque no lo era, y tampoco era la composición en la que habían logrado encajar, pues se corría el riesgo de una atrofia del túnel carpiano a pesar de que era gaje del oficio o del deporte extremo del placer, y la voluntad del muslo de Sophia se veía puesta a prueba. Pero nada mejor que un poco de sexo matutino que no era sabatino, era como romper con la costumbre que realmente no acostumbraban.

                Emma agilizó las rítmicas presiones en el GSpot de Sophia, lo cual sólo desencadenaba exhalaciones rubias que se detenían entre las pecas del hombro de Emma, las cuales ya abrazaba con ambas manos por la intensidad del momento; necesitaba sentirse segura porque temía por su vida al saber que la terminaría de despertar con una eyaculación sobre la que no tenía control ni de potencia ni de cantidad, y Emma, ante el aferrador abrazo, sólo había podido caer a besos contra su cuello mientras mantenía el ritmo de su vaivén, el cual no sabía por qué pero estaba demasiado más rico que de costumbre. Debía ser ésa etapa de feromonas y ovulación en la que ambas se encontraban según McClintock; un día para ovular pero tres o cuatro días para gozar de los efectos del inevitable e innegable calor.

                Emma volvió a clavarle la mirada a Sophia, y, estando viéndola a directamente a los ojos, llena de excitación y orgullo en cantidades iguales, inhaló cuanto aire pudo para que Sophia la imitara. Y, así, exhalando suave y continuamente el aire para volver a inhalarlo, Emma sólo supo dejarse ir en un sorprendente y sorpresivo orgasmo, pues pocas veces lo lograba así de rápido, era algo que hasta la asustaba. Claro, si Emma se había dejado ir, no estaba en discusión que se llevaría a Sophia con ella, pues aceleró el ritmo de sus dedos para hacerla explotar junto a ella aunque a mayor escala.

Emma sollozó con su labio inferior entre sus dientes, Sophia se desplomó en un amodorrado gemido entrecortado que había logrado escabullirse en el “top 10” de los gemidos que enlistaba Emma en su cabeza. Y, ante la inevitable convulsión eyaculatoria de la cumpleañera, Emma recibió un glorioso golpe en su clítoris con la resbaladiza superficie del muslo sobre el que se encontraba, el cual sólo sirvió para reafirmar y confirmar un orgasmo que no sólo había sucedido con poca estimulación sino que la había dejado, como a Sophia, siendo dueña de un clítoris que parecía tener vida propia al estarse retorciendo con agradecida intensidad.

Víctimas totales de los antojos.

—Mmm… —exhaló Emma con un ahogo que hacía sonreír a cualquiera, que sus dedos ya vaciaban a Sophia para abrirse camino a su boca.

     —«¿Rico?» —se sonrojó Sophia, viéndola limpiar los brillantes dedos con ese concentrado sabor que tanto le gustaba.

     —«Como no tienes idea» —rio nasalmente junto con un asentimiento.

     —«¿Sí?» —ladeó su cabeza.

     —«Muy, muy rico» —asintió de nuevo con una sonrisa.

     —«¿Más?» —elevó sus cejas, pero no pudo evitar que una risa nasal muy suelta le saliera, pues esa conversación mental podía estar tan correcta como tan incoherente.

     —«Mmm…» —cerró su ojo izquierdo y levantó su ceja derecha, evidentemente entrando en modo pensativo—. «¿Tú qué crees?» —resopló con esa mirada burlona.

     —«No sé» —se encogió entre hombros con una risita.

     —«Me ofende que no sepas la respuesta» —frunció su ceño y asintió.

     —«Sorry» —pareció susurrar entre una expresión que delataba su petición de perdón.

     —«Dame un beso» —sonrió, dándose dos golpes muy suaves con su dedo en sus labios, pero eso Sophia, por ser conversación a nivel telepático, no lo entendió así, no como “un beso”.

Ella asintió y, tumbándola sobre su espalda para quedar sobre ella, se irguió para revelar su torso desnudo, el cual Emma adoró con sus manos y con su vista, más cuando Sophia levantó sus brazos para intentar peinarse un poco esa melena que no sólo era culpa del sueño sino de su situación postorgásmica, pues esa posición de sus brazos sólo denotaba la sensualidad que la poseía entre las marcas de las sábanas que se hacían presentes en su abdomen.

Se veía realmente sensual, más porque las sábanas habían decidido caer por completo, ni siquiera se habían logrado detener de las caderas de la rubia que estaba a horcajadas sobre la italiana que la acosaba desde la minúscula y casi invisible separación de su sexo hasta las saltadas clavículas que se escondían por las circunstancias, pero no dejó de admirar las líneas del coloquial bikini, o el pequeño vistazo seductor de las dimensiones de su trasero, el cual se posaba suavemente sobre su entrepierna, y ni hablar de las curvas que salían de ese punto en el que, en el verano, probablemente existiría una línea de bronceado que se extendería hasta el otro punto simétrico de su cadera opuesta, y su ombligo, el cual fue burlado por la suave caricia que el dedo de Emma le hizo con el suave borde de su uña, pues le urgía llegar con disimulo al par de Bs que ahora estaban siendo tiradas suavemente hacia arriba por los brazos de Sophia, quien ya trabajaba en un moño con una de las ligas que se materializaban de la nada en su mesa de noche. Viva Scünci.

                Justo cuando sus manos estaban por llegar al par de Bs, Sophia la vio a los ojos de una forma que Emma no sabía cómo interpretar, pues parecía más un “no, no, no” que un “¿te gustan?”, por lo que Emma retiró, con paupérrimo disimulo, sus manos de dichas coordenadas para deslizarlas a lo largo de su cintura, pero Sophia le tomó las manos para llevarlas a sus senos. Emma respiró con tranquilidad y los apretujó suavemente, dibujándole una sonrisa a Sophia, quien la llamaba a erguirse para que besara eso que apretujaba y ahuecaba intercaladamente.

Pero Emma no quería erguirse, por lo que la abrazó para traerla sobre ella y, así, poder tenerla a la altura de su rostro. Quería ahogarse entre lo imposible, quería perderse entre ese perfecto escote de justas proporciones, quería simplemente volverse loca alrededor de sus pequeños y pálidos pezones que poco a poco se encogían entre las succiones y los mordiscos que les daba a cada uno. Y Sophia que reconocía el hambre que tenía, simplemente se sacudía a modo de que sus Bs se le escaparan de sus labios para jugar con ella, para jugar a que las persiguiera a pesar de no tener suficientes centímetros cúbicos como para que realmente se le escaparan. Ambas reían, aunque Emma se frustraba entre su propia risa, y Sophia se carcajeaba, aunque se carcajeaba con cierto rubor en sus mejillas, pues sólo supo que le gustaría que Emma hiciera eso con ella, pues sus Cs tenían mayor capacidad de ahogarla.

                Sophia dejó de sacudirse ante un mordisco que le robó toda su voluntad, pues lo había sentido «tan, pero tan, pero tan, pero tan rico» que sólo quiso dejar que Emma hiciera de las suyas mientras ya la envolvía entre sus brazos y la apretujaba contra ella, o que sus manos viajaban en direcciones opuestas para luego reunirse en su trasero, en donde, sin por qué ni para qué, se despegaban para simplemente volver a aterrizar con una nalgada que sonaba diez veces más dolorosa de lo que realmente era, pues apenas y caían por la idea de nunca lastimarla.

                En un momento de sincronía total, Emma se deslizó hacia abajo y Sophia escaló hacia arriba para quedar en la posición favorita de Emma, en esa en la que quedaba siendo víctima del facesitting para luego ahogarse en el placer de un faceriding.

                Aferrándose al funcional tubo del respaldo de la cama, Sophia se dejó ir en el ritmo del coro de “Talk Dirty” para gobernar los labios de Emma entre los respiros de pausa que le daba para que tirara de sus labios menores y succionara su clítoris mientras la traía con sus brazos hacia abajo. Y luego iba el contoneo rítmico que se frotaba contra la lengua de una enloquecida y extasiada Emma Marie.

«¿Te ahogo?» —le preguntó con su labio inferior entre sus dientes.

     —«Por favor» —asintió, que sólo fue que frotó sus labios contra la estática complexión de la feminidad de Sophia, y, con sus manos, la trajo más hacia ella.

La rubia la tomó por la cabeza y, dejando caer su peso un poco más sobre Emma, pudo sentir la sonrisa de inigualable éxtasis de los “gustos raritos” de su condescendiente y consentidora prometida.

                Emma, definitivamente muy a gusto, y tan complacida como muchas otras veces, estaba ahora orgullosa de lo que Sophia estaba haciendo, pues nunca supo que había sido una de sus fantasías hasta ese momento en el que se sintió extrañamente completa y en un lugar muy parecido al Nirvana. Literalmente estaba high on Sophia.

Sophia reinició el vaivén, ahora muy corto pero con mayor presión, simplemente se dejó ir sin pensar en que podía matarla, aunque sabía que, de hacerlo, moriría feliz, muy, muy, muy feliz, pues eso se le notaba en la mirada y en cómo sonreía entre el frote de sus labios mayores contra sus labios bucales, y ni hablar del hambre con el que fuertemente succionaba lo que estuviera a su paso para que, con el vaivén, se librara de ella. Esa era una verdadera cacería, y ambas lo disfrutaban en los silenciosos gemidos de Sophia, quien, con cada succión simplemente presionaba más la cabeza de Emma contra su entrepierna, lo cual actuaba como un aviso de qué tan cerca del orgasmo estaba.

—¡M-mm! —gruñó Sophia con dificultad al cabo de no más de un minuto, y ese gruñido que era pariente de un pujido y amigo de un gemido, era el sinónimo no más de diez segundos que se interponían entre ese momento y el orgasmo que la haría despegarse de Emma para quedarse riendo entre jadeos y temblores, o así solía ser—. I’m gonna cum, I’m gonna cum, I’m gonna cum! —sollozó rápidamente al mismo compás del vaivén, y Emma, con toda la inocencia y las buenas intenciones que en esta ocasión no la caracterizaban, succionó fuertemente el estratégico punto en el que podía envolver su clítoris y sus labios menores entre sus labios—. Emma... fuck! —gruñó, y los temblores y las contracciones empezaron, esas contracciones que actuaban como espasmos musculares en sus piernas, en su abdomen y hasta en sus dedos.

Sinceramente no sé cómo fue que Emma la tomó por la cadera y la tumbó sobre su espalda al otro extremo de la cama, y estoy segura de que Sophia tampoco supo en qué momento sucedió, pero quedó con sus piernas abiertas para una Emma que simplemente soplaba su clítoris desde una considerable distancia y veía cómo el hinchado clítoris de Sophia se retorcía entre palpitaciones por reacciones internas y por el aire frío que lo bañaba por once segundos de antecedentes de Yoga y de relajaciones respiratorias para no asesinar a Segrate y ahora a Selvidge.

—Oh. my. God… —suspiró Sophia al cabo del minuto que le había tomado en asimilar ese orgasmo, y la risa la atacó.

     —You are so beautiful, so, so beautiful… —susurró, empezando la serie de besos que subirían desde su monte de Venus hasta su cuello, y, probablemente, hasta sus labios.

     —Hablas —sonrió al encontrarse con su sonrisa, la cual Emma ya había limpiado.

     —Italiano, inglés, español, francés, portugués y tres cuartos de griego formal y muerto, o griego cojo. Sí, hablo—sonrió en tono de broma.

     —Mmm… estás un poco ronca —sonrió, estando totalmente derretida por el tono poroso de su voz.

     —Sólo un poco —murmuró, y decidió darle un beso en sus labios para evitar entrar en el tema de si se sentía mejor o peor de salud, pues, claramente, se sentía muy bien.

     —Mmm… —saboreó Sophia los labios de Emma, y no le bastó, por lo que introdujo suave y discretamente su lengua sólo para corroborar que ese sabor era todo suyo y todo de Emma—. Hola —susurró casi inaudiblemente, todavía con sus ojos cerrados mientras Emma paseaba la punta de su nariz por los alrededores de la suya para practicar un adorado y cariñoso nuzzling.

     —Hola, mi amor —sonrió contra sus labios, y dejó que su peso cayera completamente sobre el cuerpo de Sophia—. Happy Birthday —susurró a su oído, aferrándose a ella en un abrazo que la apretujaba justo como le gustaba.

     —Yes, happy birthday to me —sonrió, apretujándola a ella también, y se quedó en silencio muy extraño, como si necesitara decir algo que no podía decir.

     —¿Te estoy aplastando?

     —No, mi amor —suspiró, paseando sus manos por su espalda en direcciones opuestas; una mano hasta envolverla por su espalda baja y la otra para enterrarse entre su cabello.

     —¿Estás bien?

     —I’m really turned on —susurró con cierta vergüenza que era combatida por un inexplicable pudor.

     —¿Sí? —se irguió con una sonrisa, viendo a Sophia asentir entre un rubor que era muy distinto al de minutos atrás, un rubor de vergüenza—. ¿Cómo sugieres que lidiemos con eso? —ladeó su cabeza, y, de forma inesperada, batió su pelvis contra su entrepierna; una embestida directa que, al tener contacto con su sexo, se volvía un circular roce con frote a media presión.

     —Así… así… —jadeó calladamente, recorriendo la espalda de Emma con sus uñas, apenas incrustándoselas desde sus omóplatos hasta su trasero, de donde realmente se aferró con fuerzas para marcarle la intensidad con la que quería que la embistiera—. Fuck…

     —¿Se siente bien? —sonrió ante la mirada de la rubia que jadeaba con cada embestida, y, aunque ella sabía la respuesta, quería escucharla por motivos de Ego.

     —Demasiado —gruñó entre dientes, apuñando el cabello de Emma por simple reflejo, cosa que a Emma no pareció importarle a pesar de que era un tanto rudo, en realidad le gustó “un poquito”.

     —My God… you’re so beautiful —suspiró, viéndola a los ojos.

—¿Emma? —la llamó esa voz que no sabía por qué estaba ahí con ella, no en ese momento en el que estaba embistiendo a Sophia con esas indescriptibles ganas de simplemente ser dueña del orgasmo que sabía que podía provocarle de esa forma—. ¿Emma? —la llamó de nuevo, pero ella sólo siguió embistiendo a Sophia, y Sophia gemía a su oído como si no le importara que hubiera una tercera persona siendo testigo de la actividad recreacional—. ¡Emma!

     —Cazzo! —gimió asustada, arrancándose los audífonos de sus oídos y dejando que Victoria der Bosse escuchara las notas íntimas que el Preludio de la primera Suite de Bach para Cello tocaba para Emma—. Señora der Bosse —sonrió, intentando mantener la cordura, pues, muy en el fondo, le había enojado que había interrumpido su sueño despierto, el cual era más bien un recuerdo vívido de lo que había sucedido dos mañanas atrás—. Qué sorpresa —dijo, poniéndose de pie sobre sus Charlotte Olympia Ava turquesas de tacón naranja de once centímetros, y, rápidamente, aplanó su jeans por la costumbre de siempre aplanar sus faldas o sus vestidos cuando se ponía de pie.  

     —Tu secretaria no estaba en su escritorio y la puerta estaba abierta —dijo por excusa—. Espero no estar interrumpiendo nada.

     —No, no, por favor… tome asiento —sonrió, ofreciéndole cualquiera de las dos butacas que estaban frente a ella—. ¿Quisiera algo de beber?

     —Eso estaría bien —dijo en ese tono que a Emma tanto le molestaba porque le acordaba a su tía Teresa, ese tono que no era precisamente arrogante sino grosero, pues Emma pensaba que se podía ser simpático y arrogante al mismo tiempo; ese tono de “al fin haces algo bien”, algo que asociaba con Lady Tremaine también, quizás porque ambas mujeres, tanto su tía Teresa como Victoria der Bosse, se parecían físicamente a ella.

     —¿Quisiera agua, café, té?

     —Café estaría bien —volvió a emplear ese detestable tono.

     —¿Latte, Cappuccino, Espresso, Lungo o Americano?

     —Americano —sonrió, actitud demasiado rara en ella, pues a veces parecía que no podía hacerlo.

     —Regreso en un momento —dijo Emma, juzgándola por el café que había escogido, cosa que sabía que estaba mal pero, en cuanto a café se refería, se le hacía imposible no emitir un juicio al respecto, quizás porque era italiana, quizás porque era mujer, quizás porque era ella y porque había sufrido en los cursos de barista porque había tenido que beber incontables veces cada mezcla para conocer su adecuado sabor, y, bueno, a veces que sí se le antojaba un café, o quizás sólo cuando se lo servían sin preguntarle y, por educación y crianza de Sara, se lo tragaba sólo porque sí.

Vio la hora, las dos y tres, razón entendible por la cual Gaby no estaba en su escritorio, pues solía tomarse su tiempo para almorzar de una y treinta a dos y quince porque había calculado que era el tiempo más inerte en todo sentido, y Emma que le daba la libertad necesaria, pues podía contestar su propio teléfono y podía servir un café americano, o sea agua sucia, sin ningún problema. El tema era Sophia, pues ya tenía media hora de estar en la oficina de Volterra, y Emma que estaba sin poder explicar por qué sabía que no era algo bueno, pero no sabía si no era bueno para ella o para Sophia, o para todos. Quizás no era algo bueno, pero eso no significaba que fuera algo malo.

                Aflojó su cuello mientras esperaba a que el café recién molido terminara de caer en el portafilter, y, mientras lo comprimía, evocó la imagen de una jadeante Sophia, así como si cada presión que le hiciera al portafilter representara una embestida más. Debido a que el proceso era automático en su sistema neurológico, no tuvo problemas para colocar el portafilter en el lugar que correspondía para, bajo él, colocar la típica taza blanca. El café empezó a caer en la taza y, mientras eso pasaba, Emma colocaba el típico platillo, con la cucharita, un Millac de semidescremada y dos sticks de Splenda, porque Victoria der Bosse trataba su cuerpo como un templo; era como Margaret pero diez veces peor, con tres cuartas partes de Katherine pero con el cuerpo de Jane Seymour aunque diecisiete años menor y con personalidad de cabello rubio y canoso como si no fuera indicio de envejecimiento sino de poder social, pues tan mayor no era; era mayor Sara, aunque Sara era rubia y quizás por eso, las pocas canas que tenía, no eran evidentes.

En cámara lenta, vio cómo las últimas gotas de café caían en la taza que ahora colocaba en el centro del platillo, y, luego de desenroscar el portafilter, le dio cuatro golpes para asegurarse de haberse deshecho de lo que ya no era reutilizable, y cada golpe fue como cada gemido que Sophia le dio a su oído hasta que gruñó al compás del cuarto golpe, el cual equivalía al clímax.

—Aquí tiene —sonrió Emma, sirviéndole el agua sucia por el lado izquierdo.

     —Gracias —le dijo, frunciendo su ceño al ver cómo había organizado Emma el ambiente de su café, pues así era como solía beberlo, con dos sticks de Splenda, no de Equal, y con leche semidescremada, y Emma nunca le había servido café, ni Gaby, pero Emma era observadora y lo había registrado en su cerebro en una de las ocasiones en las que habían caminado desde un Starbuck’s hasta el Condominio—. Supongo que sabes por qué estoy aquí… —le dijo, abriendo los dos paquetes de Splenda al mismo tiempo para verterlos conjuntamente.

     —Prefiero no especular —sonrió, tomando asiento frente a ella.

     —Nunca te imaginé como una persona de Bach —comentó con cierta incoherencia.

     —¿Persona como de qué parezco? —resopló.

     —No sé —frunció su ceño—, supongo que me acuerdas un poco a mi sobrina; tiene más o menos tu edad… y escucha mucha música electrónica y mucha música de… —resopló, pero Emma sabía muy bien lo que intentaba no decir, «dígalo, dígalo… diga que es “música de negros”»—. Toda esa música que yo no logro entender —dijo, corrigiendo su anticipado error con cierto éxito—. Sólo son obscenidades y palabras soeces.

     —La cultura popular alcanza a cualquiera —dijo evasivamente, entrelazando sus dedos al mismo tiempo que cruzaba su pierna izquierda sobre la derecha—. ¿Le gusta Bach?

     —No, pero lo conozco —dijo, y llevó la taza de humeante café a sus labios cubiertos de un suave y glamuroso lápiz labial rosado inexistente—. Me quedé entre los setentas y los ochentas, y lo poco que logro capturar hoy en día —«seguramente tiene Red Hot Chili Peppers en alguna parte del cuerpo, y como tatuaje»—. En fin… venía porque, como sabes, se supone que me tienes que entregar el Condominio el lunes a más tardar.

     —Así es… —asintió.

     —Pero yo sé que eso no será posible porque sólo te he dejado trabajar mientras estoy presente, que no ha sido mucho tiempo.

     —Señora der Bosse —dijo, estando consciente de que la estaba interrumpiendo con cierto grado de antipatía—. Las remodelaciones y las modificaciones están listas, lo que necesito es tiempo para ambientarlo… que eso se hace en, más o menos, diez días.

     —Y por eso vengo —asintió, y le dio otro sorbo a su agua sucia—. Estoy por salir del país en vacaciones de Spring Break con mis hijos, pero no regresaré hasta en junio. —Emma sólo asintió condescendientemente, pero con esa condescendencia que no tenía con Sophia, pues era la condescendencia hipócrita y negativa; sólo quería reírse por no gritarle insultos en todo idioma en el que sabía insultar, que superaba el número de idiomas que hablaba con fluidez—. Y, bueno, al regresar me gustaría tenerlo ya todo listo —dijo, alcanzándole la llave del Condominio, lo cual relajó a Emma de manera exponencial—. El pago lo haré contra la entrega de la llave, si estás de acuerdo.

     —Por mí no hay ningún problema, Señora der Bosse —sonrió Emma, tomando la llave en su mano.

     —¿El pago quedaría con el mismo monto o tendría que añadirle el tiempo extra que excederá al tiempo que habíamos acordado en el contrato? —Emma frunció su ceño, pues su lógica le decía que, si ella le había pagado diez horas al día cuando trabajaba y cinco cuando no, no tenía por qué aumentar el monto—. Ah, qué digo, sólo dime cuánto más tengo que pagarte —dijo antes de que Emma pudiera decirle cualquier cosa.

     —No, no —sacudió su cabeza—. Lo que está estipulado en el contrato es el monto a pagar.

     —¿Estás segura? —Emma asintió—. Pero te estaré haciendo trabajar diez días más, o más de diez días.

     —Se compensa, no se preocupe —sonrió, y, en realidad, se compensaba porque el acuerdo había sido que, por la posesividad que caracterizaba a su cliente porque pensaba que sólo se podía hacer una cosa a la vez para hacerla bien, Emma había accedido a firmar una cláusula de que sólo podía trabajar en ese proyecto en el tiempo estipulado, en ese proyecto y en los preexistentes, y, aunque había estado trabajando en el proyecto de “Patinker & Dawson”, no contaba como tal, pues ella no era la encargada del proyecto, sino Sophia, por lo que ella estaba, hasta el momento, como una consultora/asistente en lo que al término legal se refería—. ¿Quisiera darle un último vistazo al diseño? —le preguntó, y ella asintió entre el sorbo de café—. Cualquier cosa en la que tenga dudas, o que quiera cambiar, este será el momento definitivo —sonrió, buscando el archivo en su iMac para que tuviera, nuevamente, el tour virtual por lo que sería su habitable condominio.

     —Que yo me acuerde no tenía ningún cambio, pero la carpeta con las imágenes las dejé en Chicago.

     —No se preocupe, si quiere impresiones nuevas también puedo dárselas —dijo, volteando la pantalla hacia la mujer que le había quitado un peso de encima con tan sólo darle la llave, y le alcanzó el mouse para que navegara a su gusto así como la vez anterior.

     —Eso estaría muy bien —sonrió—. Mi hija no ha visto cómo quedará, sólo ha visto cómo ha quedado con la remodelación… como dejé la carpeta en Chicago no le pude enseñar —sacudió su cabeza, y Emma sólo rio nasalmente ante el síntoma materno tan evidente del que padecía la esposa de Mark der Bosse, el CFO que ocuparía alguna enorme oficina en el piso cuarenta y nueve.

     —Creí que ella también vivía en Chicago.

     —No, terminó Boarding School en Suiza en febrero, y la aceptaron en NYU.

     —Felicidades —murmuró Emma, llevándose el mismo sobresalto que der Bosse, pues Sophia había entrado de golpe a la oficina por no saber que estaba con ella—. Ah, señora der Bosse —sonrió Emma, pero la sonrisa era más que nada por ver que Sophia no traía ni cara larga ni de pocos amigos—, le presento a la Licenciada Rialto.

     —Mucho gusto. Sophia —murmuró Sophia, extendiéndole la mano.

     —Mucho gusto —repuso ella, estrechándole la mano y volviéndose a la pantalla, haciendo que Sophia se cohibiera tanto como cuando conoció a Margaret.

     —Regreso luego —susurró Sophia, que fue cuando Emma le notó la suave molestia, que quizás era por der Bosse o por lo que había hablado con Alec, lo que sea que eso hubiera sido.

     —Señora der Bosse, ¿me da un momento? —murmuró Emma, y consiguió un asentimiento—. Ya regreso —dijo, poniéndose de pie y casi corriendo en dirección a Sophia.

     —Scusami, scusami, non sapevo che eri occupata —se disculpó Sophia entre susurros que se escabulleron por entre la puerta entreabierta.

     —Non è niente —sonrió Emma—. Tutto bene con Volterra?

     —Beh… —suspiró, y sacudió su cabeza—. Credo di sì —se encogió entre hombros—. Non lo so.

     —Perchè? Cosa avete parlato?

     —Relax —susurró, pero la oreja de Victoria der Bosse, cuyo conocimiento no iba más allá de Bocelli y Pavarotti, ya estaba más que atenta desde el principio de la conversación—. Non è niente male.

     —Ma non è niente buono —repuso.

     —Né buono né cattivo.

     —Cosa avete parlato?

     —Mi ha chiesto se volevo essere il terzo partner —dijo con su ceño fruncido, y Emma se descompuso en una furia que sólo conocía ella misma.

     —Ahà… e che cosa hai detto? —dijo entre mandíbula tensa y pulgares que repasaban las cutículas del resto de sus dedos.

     —Ho detto che non ho i soldi per pagare il ventiquattro per cento che mi sta offrendo… non ho novecentosessanta mila… forse ho a metà, ma non per questo —dijo con una risa nasal, pues estaba siendo muy honesta; ella no pagaría ni un céntimo por ser parte legal de algo que, tras lo que Volterra le había insinuado, no tenía espacio, a corto plazo, de desarrollarse más en Diseño de Interiores, y mucho menos en Diseño de Muebles—. Non so nemmeno perché cazzo sono io e non Belinda… per me no ha senso… ah, perche lui mi ha detto che se non ho i soldi, lui può darmi i soldi in prestito, e ho detto “no”, quindi, lui mi ha detto di non essere così cinica.

     —Scusi? —ensanchó la mirada–. “Cinica”?

     —Poi… noi abbiamo beni comuni —se encogió entre hombros—. Quindi, in teoria sì ho, ma solo per te. 

     —Mmm… capisco —asintió lentamente.

     —Voy a ir a prepararme un Latte, regresa con ella —le dijo con una caricia en su hombro—. Esperaré afuera para no interrumpir.

     —Está bien —repuso, y, sin sonrisa y sin cariño alguno, se dio la vuelta para regresar a su oficina.

     —Em… —la detuvo por el brazo.

     —¿Sí? —suspiró al cabo de unos segundos de silencio por parte de Sophia.

     —Yo… —balbuceó, viendo a su alrededor para asegurarse de que nadie estuviera cerca—. Yo…

     —¿Tú? —dijo con extrema hiriente indiferencia.

     —No sé —sacudió su cabeza, y se acercó rápidamente a ella para plantarle un beso en sus labios, pues pretendió sacarle así una sonrisa, pero ni eso; fue como besar a un trozo de madera seria—. You better go —susurró, y Emma asintió, escapándosele de entre las manos con esa pesadez que era tan evidente y que pocas veces le había visto.

Sophia se quedó de pie, siendo acosada por la silenciosa mirada de Selvidge, quien no había escuchado nada por estar sumergido en “Al Leila”, pero eso no había evitado que viera el fugaz beso, cosa que a él ni le iba ni le venía porque sabía de dicha relación. Le importaba más seguir trabajando con sus Prismacolor, porque él era una persona de Prismacolor.

                Se metió al cuarto del “coffee break”, ese que, desde que Flavio Pensabene había comprado el espacio de Tishman Speyer en el ochenta y siete, había estado en el corazón del área de Arquitectura, pues no fue hasta que Emma llegó que se empezó a explotar el área de Diseño de Interiores. Tenían un Summit que sólo lo utilizaban para las bebidas, que más que todo se llenaban de Coca Cola, Arizona, Ginger Ale, agua embotellada y Vitamin Water. Luego tenían el refrigerador, al cual llamaban “Ultra” porque era Ultra-Large, de dos puertas de refrigeración en el que metían la Pellegrino de Emma, los jugos “naturales”, las leches, las típicas manzanas y uvas, comida que básicamente sólo las secretarias se encargaban de llevar sino era porque alguien había tenido una cena el día anterior y había sobrado comida de algún tipo, queso crema de distintos “sabores” y siempre había lo necesario para preparar un sandwich demasiado sencillo. El freezer era el paraíso de Clark, Selvidge y Belinda, pues eran de los que podían vivir y sobrevivir a base de comidas congeladas; desde pizza y una amplia selección de Häagen Dazs hasta una variedad de desayunos y Lean Cuisine. Un microondas, un mini horno, la Cimbali, una mesa con un par de sillas, y unos gabinetes que contenían vajilla, una barbaridad de vasos y tazas, barras de granola, Teddy Grahams, galletas de arroz y la galleta simple de la elección de Moses.

                Tomó el portafilter con el miedo de siempre, pues ella no era una experta en lo que a hacerse su Latte se refería, mucho menos era tan diestra en manejar la Cimbali; habría preferido que Emma donara una cafetera de Pods y no una tan de barista, pero no podía negar que el sabor era lo que marcaba la diferencia. Dejó que el café recién molido cayera en donde debía caer y, presionándolo así como Emma solía hacerlo, que no sólo lo presionaba sino que también lo giraba, logró comprimirlo hasta que ya no se podía más. Colocó su taza intelectual bajo el portafilter y, logrando ver que la perilla apuntaba a café americano, la giró hasta hacerla llegar a Espresso para poder tener la base de un buen Latte y no “agua sucia”. Sacó la leche y la vació en la jarra de aluminio, entre semidescremada y entera le daba lo mismo, y, justo cuando estaba por girar la perilla del vaporizador, la mano de Emma la detuvo, y le arrebató la jarra con suavidad.

                Emma no dijo nada, simplemente se encargó de vaporizar la leche para poder hacerle el Latte al punto de la perfección, y, jugando a ser Barista, así como decía Sophia, le dibujó un corazón con la leche. Le alcanzó la taza y, así como llegó, así se fue, dejando a una Sophia más confundida que antes.

—Ciao, Sophia —sonrió Clark al entrar en donde Sophia sólo estaba en modo inerte con la taza entre sus manos, tal y como Emma la había dejado hacía veinte segundos.

     —Clark —reaccionó con una sonrisa—. ¿Qué tal Washington?

     —Tú sabes —resopló, sacando una coca cola del Summit—. La política se siente en el aire.

     —Nunca he estado en Washington —murmuró, tomando la taza por el agarradero al notar que se estaba quemando.

     —Honey, no te has perdido de nada —rio, sacando una taza roja del gabinete superior—. ¿Qué tal el cumpleaños?

     —Tranquilo, con un clima bastante parecido al de hoy —dijo, refiriéndose a las todavía-cincuenta-sombras-de-gris—. No daban ni ganas de salir de la cama.

     —¿Y eso es por el clima o por otra cosa? —bromeó.

     —¡Ay! —rio, y sacudió su cabeza—. Cómo eres…

     —Sólo era una broma un tanto seria —sonrió entre esas cejas tan expresivas que lo caracterizaban—. Por cierto, te ves muy bien hoy —la halagó sin segundas intenciones, pues él y Sophia eran de la misma especie pero en direcciones opuestas—. Pocas veces te he visto en falda.

     —Tuve una reunión con Junior —se encogió entre hombros.

Vestía, tal y como Clark decía, como pocas veces. Llevaba una falda que no sabía ni siquiera por qué tenía, pero, en ese momento, se acordó de que no era suya sino de Emma, y se avergonzó por haberle robado una prenda de vestir, ¿en qué momento había migrado a la parte izquierda del clóset? Eso no lo sabía, y quizás era por eso que Emma estaba molesta. Era una falda Burberry de encaje blanco en patrón de flores sobre fondo negro, y le quedaba media pulgada floja por no ser exactamente de su talla, pero sentía completa libertad entre la forma que pretendía restringir su movimiento de piernas. No llevaba una blusa como tal, pues era un suéter de cachemira grey melange que no se ajustaba a su torso pero sí a sus brazos, tenía las mangas recogidas hasta medio brazo, y la parte del torso no se escondía bajo la línea que la falda trazaba a la altura de la parte más alta de su cadera. Bajo la blusa llevaba un ERES lavanda que sólo sostenía y que tenía encanto “see-through”, bajo la falda una tanga a juego, y, en sus pies, unos Ferragamo peep toe en Oxford blue de nueve cómodos centímetros.

—Pues te ves muy bien, muy guapa —sonrió, vertiendo su Coca Cola en la taza, algo que le pareció raro a Sophia, pues ella acostumbraba a beber de la lata o de un vaso.

     —Gracias —sonrió, y llevó su Latte a sus labios, pero se detuvo unos cuantos segundos para inhalar el aroma que se desprendía de la mezcla de la leche y el café.

     —Nunca la habría pasado como una persona romántica —le dijo, y Sophia levantó la mirada al no entenderle—. El corazón —sonrió—. A veces veo cuando te lo hace…

     —Ah —rio nasalmente—. Creo que no la pasabas por nada bueno.

     —No tenía la mejor fuente —se encogió entre hombros.

     —¿Te cambió la percepción?

     —Casi no tengo contacto con ella —murmuró, y llevó su taza a sus labios—. No sé si es que no le caigo bien o qué, pero prefiere trabajar con Pennington…

     —Tienen bastante tiempo de trabajar juntos, supongo que es costumbre.

     —Quizás sí, pero, bueno, al menos prefiere trabajar conmigo a trabajar con David —rio.

     —Prefiere tratar con el Diablo a tratar con David —murmuró sin darse cuenta de lo que había dicho—. Eso no es para sentirse orgulloso —bromeó.

     —¿Qué fue lo que pasó entre ellos dos?

     —No creo que David no te haya dicho nada al respecto —rio.

     —Me dijo cómo era, pero no me dijo por qué era así con él —se encogió entre hombros—. Digo, veo cómo trata a Belinda, a Nicole y a Rebecca, aun a Pennington, aun el trato que tiene conmigo… y su trato no tiene nada que ver con cómo trata a David —dijo, teniendo muy en mente la vez que Emma le había dicho “David, my Stiletto’s heel is longer than your boner”, algo que Sophia no había presenciado porque había sido en el tiempo del Extreme Makeover de Carter, y todo había sido porque Emma detestaba que hablaran de falos en pleno pasillo, le parecía de mal gusto.

     —No te sabría decir —frunció su ceño—. O sea, yo no tenía ni un mes de estar aquí cuando David se fue —dijo eufemísticamente.

     —Algo tienes que saber —le dijo con esa risa persuasiva.

     —¿Para qué quieres saber?

     —De los errores ajenos también se aprende, ¿no crees?

     —Estoy segura de que tú no puedes cometer ese error —rio.

     —¿Y eso por qué? ¿Tan Santo soy?

     —No es por Santidad, es por Sexualidad —resopló, viendo a Clark dibujar un “oh” con sus labios—. Tuvieron un intercambio de palabras en italiano, seguramente todos los que lo presenciaron creyeron que se estaban gritando… pero así es el idioma —se encogió entre hombros, aunque sí se habían gritado—. Ahora te toca a ti, ¿por qué te fuiste de Bergman?

     —Es un Estudio demasiado grande, no logras hacer mucho —le dijo entre los burbujeantes sorbos que le daba a su taza—. Los proyectos siempre caen con el nombre de un veterano, trabajas para él junto con otros dos, tres o cuatro, y, al final, el crédito es básicamente suyo y nada tuyo.

     —Pero Bergman tiene una lista de clientes muy amplia, quizás cinco veces más larga que la de aquí —dijo Sophia, acordándose de lo que Emma le había explicado en algún momento—. Digo, Bergman cubre casi el diez por ciento de las construcciones, remodelaciones y restauraciones de la Tri-State-Area.

     —Eso es cierto, pero aquí no se limitan a Tri-State-Area como ellos, al menos no sólo a la de Nueva York; ustedes se estiran a Pittsburgh Tri-State-Area, y a Virginia y California —sonrió—. Cubren más estados y trabajan más bonito… y tengo proyectos bajo mi responsabilidad.

     —Qué bueno que te sientas mejor aquí —sonrió Sophia.

     —¿Tú en dónde trabajabas antes?

     —Armani Casa —dijo fresca e indiferentemente, pues para ella no era logro.

     —Wow —elevó ambas cejas—. Impressionnant, ¿por cuánto tiempo?

     —Cuatro años —frunció su ceño—. Creo.

     —¿Glamuroso?

     —Mmm… —tambaleó su cabeza—. Encuentro más glamour aquí —sonrió.

     —¿Qué era lo que no te gustaba?

     —Todo —rio, pero Clark le pidió más explicaciones que sólo “todo”—. Cuando entras a la página web de Armani Casa ves una serie de muebles que siempre te dan ganas de tener sólo porque se ven bien, pero a veces no son los más funcionales, y no son funcionales porque, entre el diseñador y el que lo manufactura, hay una distancia muy grande en la que no hay comunicación. Tú das tu diseño con notas y sugerencias sobre materiales adecuados y sobre el manejo de esos materiales, pero llega un punto, en esa cadena de comunicación, en la que se decide que, por estética y moda, básicamente por glamour, no van a hacer la cama de madera sino de vidrio —se encogió entre hombros—. Entre lo que tú diseñas y el producto final quizás tienes el cinco por ciento de probabilidades de que tu diseño llegue al mercado tal y como lo concebiste. Cero control, y así no vale la pena llevarte el crédito por lo que diseñaste —resopló—. Además, cuando me contrataron, era para entrar a una especie de experimentación en la que, junto con otra persona, desarrollamos un plan de dar un servicio particular de Diseño de Interiores. El proyecto no fue realmente exitoso, pero algo debe haber funcionado porque hace poco empezaron a dar el servicio al público, y, si contratas el servicio, tienes ciertos descuentos en los muebles que hay en catálogo y en los muebles que puedes pedir que te hagan a la medida y a tu gusto.

     —Pero aquí tampoco haces mucho de muebles, ¿no?

     —Hago poco, pero, lo que hago, es tal y como lo quiero; yo lo diseño, lo trabajo, lo proceso y prácticamente lo construyo. Me pagan mejor, no estoy incómoda en el trabajo, vivo mejor… estoy mejor.

     —Claro que estás mejor —rio suavemente—, tienes a alguien que te dibuja corazones en el café.

     —¡Ay! —se sonrojó cual adolescente.

     —Bueno, volviendo al tema… qué bueno que te fuiste, no suena a que es un ambiente tan cómodo.

     —No me fui, me fueron —sonrió, y Clark no supo cómo salirse de esa—. Es como tú dices, supongo que mientras más grande sea el lugar en el que trabajas, más estrés hay —se encogió entre hombros—. No fue sorpresa cuando me despidieron, hubo recorte de personal y mis diseños casi nunca llegaban a ser manufacturados, aunque creo que, los que sí llegaron, todavía están produciéndolos.

     —¿Tienen nombre?

     —Sí, van por líneas de producción; casi siempre diseñas todo lo básico para cubrir un ambiente: gaveteros, camas, mesas de noche, mesas de café, sillas, mesas de comedor, sillones y sofás, escritorios, etc.

     —¿Cómo se llaman los tuyos? Digo, así los veo en mi tiempo libre —sonrió.

     —Emerson, David, Freud, Sydney y Camilla, eso es en muebles, y, en lo demás Alabaster, Cadre y Alcazar.

     —¿”Alabaster”? —frunció su ceño—. ¿Es una caja?

     —Sí, ¿por qué?

     —Suena bastante… bíblico.

     —No estoy familiarizada con lo bíblico —resopló—. Es una lámpara de mesa bastante geométrica, parece caja, sí, pero la llamé “Alabaster” porque es un término que se utiliza para referirse a minerales de aspecto parecido. En realidad, la había llamado “alabastros”, porque proviene del griego, pero todo lo querían en inglés o en italiano.

     —Interesante, los veré cuando regrese a mi escritorio —le dijo con esa blanca sonrisa—. Cambiando un poco el tema, cuéntame, ¿cómo van con la boda? ¿Ya tienen todo listo?

     —Sí —dijo con seguridad—. Sólo falta sacar la licencia.

     —¿Y el vestido? —sonrió, sacando esa mujer curiosa que llevaba por dentro.

     —El mío es rojo, el de Emma es negro —rio.

     —¿No se van a vestir de novias? —hizo un puchero demasiado gracioso.

     —Podría apostar a que ninguna de las dos somos tan puras, inocentes y virginales —se encogió entre hombros—. Además, no logro imaginarme a Emma en un vestido de novia, ¿tú sí?

     —Toda mujer es imaginable en un vestido de novia, Sophia —guiñó su ojo—. Pero te imaginaba más a ti que a ella.

     —¿A mí? —ensanchó la mirada—. ¿Por qué?

     —No sé.

     —Ah, no… ahora me dices —rio con curiosidad.

     —No, no… olvídalo, tengo una boca muy grande —sacudió su cabeza.

     —No puede ser tan malo —intentó persuadirlo.

     —Siempre he creído que eres la mujer de la relación.

     —¿Y Emma es el hombre en Stilettos? —rio, estando totalmente divertida por el comentario.

     —No hablo de físico, sino de actitud.

     —Auch, ¿y eso qué significa?

     —No sé… no sé por qué te imagino a ti cocinando y no a ella —se encogió entre hombros.

     —Más sexista no pudiste haber sonado —rio.

     —Siempre he creído que tiene que haber un balance, algo de la sociedad se te tiene que pegar por alguna parte —se encogió nuevamente entre hombros—, simplemente ejercen un rol, masculino o femenino, porque así lo aprendieron desde siempre y para siempre.

     —Y tú, ¿quién eres? —bromeó Sophia, tomando asiento en una de las sillas.

     —Me gusta mi trabajo, pero no tengo esa devoción por ser el proveedor; yo trabajo pero no me ofende que me consientan, y que me mimen… tú sabes.

     —¿Y eso en quién te convierte: en el hombre o en la mujer?

     —Definitivamente soy una mujer en saco y corbata, menos cuando estoy trabajando —guiñó su ojo—. Eso lo dejo en la puerta del Lobby.

     —No creo que tenga un rol tan definido.

     —Yo creo que sí —rio, y bebió de su taza.

     —Depende de la situación, supongo… digo, tengo tantas actitudes masculinas como femeninas, igual ella.

     —Ser dominante no te hace hombre, ni masculino… en mi casa, mi mamá lleva los pantalones, y los lleva bien puestos —comentó, pues creyó que era miedo a admitirlo.

     —En mi caso es como… no sé —frunció su ceño—, es como que mis papás nunca estuvieron juntos —dijo, sabiendo que eso aplicaba tanto para Camilla y Talos como para Camilla y Volterra—. Y los papás de Emma estuvieron más tiempo divorciados que casados… no tenemos un modelo tan rígido como el tuyo, supongo que por eso las dos llevamos los pantalones o la falda, en este caso —sonrió.

     —Licenciada, buenas tardes —interrumpió Gaby.

     —Buenas tardes, Gaby —sonrió Sophia.

     —Ingeniero, la Arquitecta Ross lo está buscando —sonrió para él.

     —Bueno, fue bonito hablar contigo, Sophia —murmuró Clark con una sonrisa—. Que disfrutes de tu corazón —guiñó su ojo, y se retiró.

   —Licenciada, ¿ya almorzó? —dijo Gaby en cuanto Clark ya llevaba cuatro pasos fuera del break  room, y Sophia dibujó una expresión de “oops!”—. ¿Quiere que le pida algo de comer o va a esperar a que la Arquitecta coma?

     —¿Emma no ha almorzado? —ensanchó la mirada con asombro.

     —No que yo sepa, pero puedo preguntarle.

     —Está con der Bosse —le informó.

Gaby sólo sonrió y asintió. Pasó de largo hacia el Ultra y sacó el jugo de naranja.

                Sophia, entre el destruido corazón que estaba dibujado en su taza, se perdió entre lo que parecía tener música de fondo.

No supo en qué momento su cerebro tocó “The Moment I Said It” y la hizo ver una película silenciosa y mental de todos los momentos en los que se sintió como en ese momento; impotente, pequeña, preocupada, asfixiada. Su cerebro le jugó no sólo feo, sino también sucio, pues se acordó de esa tarde en la que se suponía que no debía estar en casa porque tenía práctica de bádminton, pero, por cuestiones del destino, o sea de pereza, había regresado. El auto de Camilla era el único que estaba estacionado en el garaje, por lo que asumió que, después de todo, no había querido ir a almorzar con sus amigas.

Se acordó de cuando entró a la casa, que se dirigió a la cocina para dejar su botella de agua en el refrigerador y para tomar una lata de Coca Cola. Subió a su habitación, repasando la moldura de madera que cubría la mitad de la pared, y, dejando su raqueta y sus zapatos en su habitación, se asomó al balcón para ver si Camilla estaba en el jardín, pero no. Fue cuando escuchó una risa que supo dónde buscarla. La risa provenía del final del pasillo, como podía ser del estudio de Talos podía ser de la habitación principal. Con una sonrisa de dieciséis años, caminó sobre sus típicos calcetines blancos, esos que luego costaba lavar porque no había forma de que no los ensuciara, y, ante la segunda risa, se decidió por la puerta de la izquierda.

Justo cuando la abrió supo que no debió hacerlo, pues, cual estereotipo y trillada adquirida tradición, vio la ondulada melena marrón que caía sobre una delgada espalda blanca, y, bajo ella, estaba el abusivo bronceado que la tomaba por la cadera con el anillo dorado en su dedo anular derecho.

—¿Licenciada? —murmuró Gaby, apenas tocándole el hombro—. ¿Se siente bien?

     —Sí, sí —sonrió, agradeciéndole por haberla sacado de aquel recuerdo que tanto aborrecía.

     —¿Necesita algo?

     —No, gracias —volvió a sonreír, y cruzó la pierna izquierda sobre la derecha—. Gaby, ¿puedo preguntarte algo?

     —Sí, claro que sí —sonrió ella, con su taza de jugo de naranja en la mano.

     —¿Tienes algo que hacer?

     —No, por el momento nada, Licenciada, ¿qué se le ofrece?

     —Siéntate —murmuró, halando la silla que estaba a su lado, esa que le daba la espalda a la Cimbali—. ¿Qué tanto sabes de la Sociedad?

     —No sé a qué se refiere, Licenciada.

     —A la repartición administrativa.

     —Bueno… sólo que el Arquitecto Volterra y la Arquitecta Pavlovic son socios.

     —Gaby… —suspiró.

     —Están buscando un tercer socio para entregar con la auditoría —vomitó y sin saber por qué.

     —Pero la auditoría se termina el lunes —ensanchó la mirada, y Gaby asintió.

     —No sé cómo se enteraron de que la Señora Noltenius firmó un contrato con la Arquitecta de que la sociedad inicial sólo sería de un año de ingresos, y que, si quería seguir siendo la tercera socia, tenía que hacerse público, pero el Arquitecto Volterra se opone a lo que eso significa y la Señora Noltenius no quiere ser socia si es pública.

     —¿Entonces?

     —La Señora Noltenius ya firmó los papeles de la venta de su porcentaje, y ahora están buscando a alguien que lo compre.

     —¿Y Belinda?

     —Licenciada, no quiero faltarle al respeto, pero… ¿por qué no le pregunta a la Arquitecta? —murmuró cabizbaja.

     —Porque quiero saberlo de alguien que no sea Emma —susurró—. Yo no le diré nada a nadie, Gaby… y yo sé que sabes. ¿Por qué no acuden a Belinda o a Pennington que son los que tienen más tiempo de trabajar aquí?

     —Porque ninguno de los dos está interesado en comprar el porcentaje —susurró—. Hoy me enteré de que el lunes, el Arquitecto respondió a un memo… querían saber, de antemano, cuánto del porcentaje de la Señora Noltenius iban a vender, y el Arquitecto dijo que estaban considerando entre el veinticuatro y el veinticinco por ciento.

     —¿Emma sabe eso? —frunció su ceño.

     —Si el Arquitecto no le informó personalmente, no creo… porque no tengo ningún correo sobre eso —se encogió entre hombros, pues ella recibía siempre una copia de todos los correos electrónicos que entraban al correo laboral de Emma.

     —Gaby —se asomó Emma—. ¿Podrías imprimirme el archivo de la Señora der Bosse y ponerlo en una carpeta, por favor?

     —Enseguida —dijo Gaby, poniéndose de pie, que sus piernas temblaron un poco ante el susto—. Licenciada, con su permiso… —Sophia asintió, y Emma desapareció sin darle ni un vistazo a Sophia.

     —Cuando esté listo, se lo das, por favor —escuchó Sophia que Emma le dijo a Gaby—. Señora der Bosse, le deseo un buen viaje y felices vacaciones.

     —Gracias, Emma —dijo, sentándose en la butaca frente al escritorio de Gaby, y, si eso sonaba a despedida, era el momento perfecto.

     —Em… —se asomó Sophia.

     —Adesso non posso —murmuró, pasando de largo por el pasillo mientras frotaba sus pulgares contra las cutículas de sus dedos, y tanto Sophia como Gaby sabían que se dirigía hacia la oficina de la persona que sufriría de una potencial gritada.

     —¿Qué pasó? —se asomó Belinda al break room en el que Sophia se había quedado.

     —¿De qué? —balbuceó.

     —No sé, iba como si hell is about to break loose —dijo, adentrándose a las cuatro paredes para que der Bosse no escuchara—. ¿Qué le hizo Alec?

     —No tengo idea —sacudió su cabeza, porque realmente no sabía qué era lo que exactamente estaba pasando—. Me dijo Emma que estabas trabajando en un proyecto nuevo —dijo, intentando cambiar el tema.

     —Sí, quieren que remodele una casa en los Hamptons —sonrió, abriendo el Summit para sacar una lata de Ginger Ale—. Es de esos clientes que quieren que hagas milagros —rio.

     —¿Quieren una réplica exacta?

     —Ya quisiera —sacudió su cabeza—. Quieren que la cocina sea más grande pero que no me coma el espacio del comedor o de la sala de estar, y tampoco quieren que altere el contorno actual de la casa.

     —¿Quieren que sea más grande o que se vea más grande?

     —Tú me entiendes, Sophia —sonrió, agradecida por tener a alguien que entendiera la diferencia.

     —Una ilusión óptica y todo en orden.

—Arquitecta —la llamó Liz, la secretaria de Volterra, y Emma la volvió a ver de reojo, pues estaba a punto de abrir la puerta de la oficina que tenía ganas de incendiar—. El Arquitecto está ocupado.

     —¿Con quién está?

     —Con el Ingeniero Segrate —dijo, y Emma, dibujando una macabra sonrisa, simplemente bajó la manija y empujó la puerta.

     —Vattene —le dijo a Segrate, quien estaba de pie tras Volterra, pues ambos veían la pantalla de su iMac.

     —Emma, estamos un poco ocupados —le dijo Volterra.

     —Vattene —repitió secamente, y vio a ambos hombres fruncir sus ceños—. Vattene! —elevó su voz y señaló hacia el pasillo—. Ora! —gritó, y Segrate, asustado por haberse visto inmerso en la misma furia en la que lo había despedido, salió tan rápido como pudo.

     —Emma, ¿qué se te ofrece? —suspiró Volterra, y se encogió asustadizamente ante el portazo que Emma dio—. Emma, ¿qué pasa?

     —Escúchame bien porque sólo esta vez te lo voy a decir —le dijo con esa mirada turbia, y se apoyó con sus manos del escritorio—. Y escúchame bien porque, si te lo tengo que volver a decir, créeme que me vas a conocer enojada —siseó—, y eso es algo que no te va a gustar porque llevas las de perder.

     —Te escucho —murmuró, totalmente pegado al respaldo de su silla de cuero.

     —No tienes decencia ni con tu hija —comenzó diciendo—, ni porque es tu hija puedes bajarle al precio —sacudió su cabeza—. Me parece perfecto que le ofrezcas ser parte de la sociedad, a eso no me opongo porque ése es mi objetivo, el problema es que no ves más allá de una simple cláusula que tenemos que cumplir, y nunca has pensado más allá de lo que a ti te interesa y te gusta, por eso te pesa tanto tener a un Paisajista a pesar de que sea el sobrino del hombre que básicamente te puso donde estás ahora, porque, ahí, en esa silla, realmente pertenece Henry Bergman —gruñó—. Si no hubiese sido porque Pensabene no podía mantener los pantalones a la cintura, tú ni estuvieras aquí… y yo tampoco, pero aquí estamos, así que aprende tú a ver más allá de sólo la Arquitectura. El mundo ya no gira sólo alrededor de la Arquitectura, y eso te lo hizo ver Pensabene en cuanto trajo a Segrate, a Bellano y a Pennington a trabajar con ustedes, y te lo hice ver yo en cuanto empecé a hacer un verdadero trabajo de Diseño de Interiores, trabajo que este maldito Estudio no conocía y que pretendía hacer a través de un Arquitecto que tiene gusto estructural pero no estético como tal —hizo una breve pausa para darle espacio a Volterra para respirar—. Métete en la cabeza que, aparte de que te has encargado de que Sophia no quiera ser parte del Estudio porque no sabes ser ni jefe ni papá, te has cagado mil veces en lo que de verdad importa; no sólo importa cumplir la maldita cláusula porque eso se cumple con cualquiera, así como la cumplimos con Natasha, pero, si quieres tener un socio que sea de aquí hasta que te mueras, tienes que pensar en el socio también, tienes que hacerlo feliz… y claramente has dicho que lo de Sophia no tiene futuro. Pues, como es mi dinero, como es mi gana, y como sé que tengo tu culo en las manos, voy a dejar que Sophia haga lo que se le dé la puta gana con su veinticuatro por ciento, porque no creas que sé que quieres tener el nombre en la puerta… porque por ella sí que vale la pena cambiar el nombre, ¿no?

     —Emma, relájate, por favor.

     —No me pidas que me relaje —gruñó—. Y tampoco me pidas que me relaje después de que le insinuaste a Sophia que usara mi dinero para hacer lo que tú quieres, que sólo es cumplir con la maldita cláusula que tan cagado te tiene.

     —Tenía razón —rio—, muchos bienes compartidos pero sigue siendo tu dinero.

     —Si quieres joderme, hazlo de frente y en persona, no uses a Sophia de peón —sacudió su cabeza—. Porque no veo por qué tienes que meterte en mis cosas, mucho menos en las de Sophia… el derecho se gana, no se reclama sólo porque sí —dijo, y lo asesinó con la mirada—. Acabo de entender el correo que envió Junior, ese en el que nos felicitaba por la “estabilidad” de los porcentajes, así que asumo que decidiste omitir mi opinión en cuanto al porcentaje que querían saber —frunció su ceño—. No le dijiste que estábamos considerando del uno al veinticuatro por ciento, ¿verdad? ¡¿Verdad?! —gritó de nuevo, y dio un golpe al escritorio.

     —No —balbuceó, y se sintió demasiado extraño, pues era primera vez que veía a Emma así—. Le dije veinticuatro o veinticinco.

     —Yo no sé si eres tonto o simplemente te embrutece el apellido “Rialto” —sacudió su cabeza.

     —El porcentaje se puede cambiar.

     —Hazme un favor, la próxima vez, cuando te envíen un memorándum de esos… léelo bien, hasta el final, en especial en donde dice que es lo que queda documentado como válido: legítimo y legal —gruñó, y vio a Volterra tornarse blanco, verde y amarillo, y verde de nuevo—. Para que te quede muy claro: se lo voy a regalar a Sophia no porque sea mi novia, o mi esposa para ese entonces, o porque sea tu hija, sino porque sé que tiene otras ambiciones que pueden venirle bien al Estudio, y porque simplemente se lo merece. Si funciona o no, pues ése es otro problema que se arregla y ya, se deja de hacer, pero al menos tomé un maldito riesgo para expandirme… —hizo otra pausa y respiró profundamente—. Te doy la confianza necesaria para que confíes en mí, te digo lo que necesitas saber para que sepas que todo estará bien y que tú no llevas las de perder, pero no me hagas desconfiar de ti; no vuelvas a anularme de esa forma, Alec —dijo, y él asintió—. Y lo digo en serio, porque entonces te voy a anular de la misma forma y créeme que entonces llevas las de perder con tu veinticinco por ciento… siempre te he jugado limpio y justo, no me hagas actuar como tú.

     —E-está bien —asintió entre titubeos y tartamudeos.

     —Prestarle dinero no es una idea sensata para sentirla tuya, es bajo, es ruin, es cruel… —siseó indignada—. Porque no te va a deber nada sino sólo dinero, y una deuda no es algo que te dé derechos emocionales y parentales; tienes poca vergüenza, Alessandro —sacudió su cabeza, y se irguió—. Tomé el proyecto de Oceania Cruises, y, te guste o no, Sophia viene conmigo a Miami… y te aviso porque eso implica que voy a empezar a entrevistar a alguien para dejar en nuestro lugar de Diseño de Interiores, alguien que empiece desde ya para que se quede por seis meses y con posibilidad de plaza fija. —Emma no esperó nada, ni respuesta ni respiración, y se dio la vuelta para salir de aquella oficina—. Y no planeo que me lo apruebes, porque me lo estoy aprobando yo… cuando vuelvas a actuar como un managing partner digno del título, entonces buscaré tu aprobación, mientras las erecciones te nublen el juicio, olvídalo —le dijo de reojo, y salió de la oficina, cerrando la puerta suavemente tras ella—. Que tenga buen día, Liz —dijo para la secretaria implicada.

     —Buen día, Arquitecta —murmuró anonadada, pues había escuchado toda la discusión, y no le había asombrado lo de “parental” porque eso ya lo sabía, sino que le había asombrado que Volterra no había ni podido defenderse.

Caminó por el pasillo con mayor frescura y soltura, pero el enojo no había logrado quitársele a pesar de que había sentido cierta liberación al decir aquellas palabras, en especial “tienes poca vergüenza”, “no tienes decencia” y “yo no sé si eres tonto”. No supo en qué momento había utilizado al difunto Flavio Pensabene y a su problema de poder amar a cualquier mujer, que “cualquier mujer” implicaba también a la esposa del mejor amigo, o sea Henry Bergman. De ahí nacía la rivalidad entre los dos Estudios. Tampoco supo en qué momento había dejado que su mano agrediera al escritorio. Y fue eso, el golpe a la mesa y la elevación de su voz lo que le había terminado por pesar. Se sintió tan… «tan Franco». Se dio asco, se dio miedo, se dio vergüenza, se dio lástima.

                Llegó a su oficina sólo para buscar su iPhone y un billete de veinte dólares, y, así como había llegado, así salió, no sólo de la oficina sino del Estudio también.

El viaje en ascensor fue eterno, su corazón latía sin poder relajarse, y las personas que interrumpían el viaje hacia el lobby le provocaban ganas de gritar más, y de golpear cualquier cosa que se le atravesara en el camino, fuera persona o cosa; no iba a perdonar.

No corrió porque entonces sería la clara señal de estar colapsando, pero su paso era apresurado aun para ser sobre Stilettos. En el camino hacia afuera, porque necesitaba aire fresco, empezó a marcar aquel número de teléfono que empezaba por “+39”, pues esa ocasión merecía una llamada directa y no una llamada de datos, de Skype o FaceTime.

—Pronto, Tesoro —dijo esa voz que tanto necesitaba escuchar, esa voz que sonreía al compás del tradicional “pronto” que saludaba a todos por igual, pero ella no era como todos, ella era “Tesoro”.

     —Hola —murmuró más tranquila.

     —Hola, Tesoro —repuso dulcemente entre la destreza de sus dedos que detenían un cannellone mientras Bruno lo rellenaba con una mezcla de ricotta y pollo a la plancha—. ¿Qué tal estás?

     —¿Estás ocupada? —preguntó, y, de ipso facto, escuchó a Sara susurrar un “torno tra un attimo” para salir de la cocina.

     —¿Qué pasa? —murmuró, con la preocupación y la aflicción maternal que le anudaba la garganta, pues pocas veces solía tener ese tono de voz, que eran las veces que llamaba directamente a sabiendas de que AT&T le cobraría un riñón por su emergencia internacional—. ¿Estás bien?

     —No sé —suspiró.

Sara se transportó a aquel momento en el que todo había sonado igual, ese momento en el que Emma había llegado a su habitación, descompuesta y desencajada, y que había preguntado lo mismo y con la misma pesadez: “¿estás ocupada?”, a lo que ella había respondido un “no” con una sonrisa. Emma logró encontrar el coraje para sentarse a su lado, pero no lo encontró para verla a los ojos, por lo que había escuchado ese mismo “¿qué pasa?” y había respondido con ese suspiro que mataba lentamente. Hundió su rostro entre sus manos y simplemente se echó a llorar; llorar de vergüenza, de miedo, de asco, de lástima, así como se sentía en ese momento pero no por la misma razón.

—Tranquila, Tesoro —resolvió murmurar con una notable sonrisa que viajaba, de teléfono a teléfono, por seis mil ochocientos setenta y ocho punto tres-treinta y seis kilómetros—. Háblame.

     —Perdí el control… totalmente lo perdí —dijo con voz quebradiza.

     —¿Con quién? —preguntó, sabiendo exactamente a qué se refería porque había sucedido una tan sola vez y con Marco, su hermano, cuando tenía diecisiete, exactamente luego de la cicatriz, que Marco había terminado con una ceja abierta y el tabique fisurado, pero no era por eso que había resentimientos entre ellos. Emma suspiró, y Sara temió profundamente que hubiese sido con Sophia—. Emma, ¿con quién? —preguntó de nuevo, ahora llamándola por su nombre, algo que sólo podía salir de su boca cuando estaba enojada, o sea nunca, y cuando estaba desesperada/afligida.

     —Con Volterra y su escritorio —respondió entre labios temblorosos, que podía ser por frío o por colapso—. Ero così arrabbiata che non riuscivo a controllarmi —suspiró—. Sconvolta, delusa, frustrata, furibonda…

     —¿Qué fue lo que pasó?

     —Me pasó encima —sacudió su cabeza, y llegó a donde inconscientemente quería llegar, a ese stand en el que, cuando el dueño la vio, supo que debía alcanzarle una cajetilla de Marlboro rojos, y, tras un gesto silencioso, le alcanzó un encendedor contra los veinte dólares de los que no quería cambio—. Me pasó encima con sus horribles Ferragamo sneakers…  

     —Tesoro, está bien que te enojes… en especial si tienes razones racionales para estarlo —le dijo en ese tono tan maternal que la poseía en esas ocasiones, y logró contenerse la risa ante el comentario de los zapatos—, pero lo que pasó, ya pasó; ahora enfócate en lo que sea que tengas que arreglar.

     —No puedo arreglarlo —suspiró, golpeando la cajetilla contra su muñeca izquierda para taquearlos. Era costumbre.

     —Todo tiene más de una solución; si no puedes arreglarlo en este momento, podrás arreglarlo luego... con la cabeza fría, con la cabeza y no con las hormonas.

     —Es sólo que me decepciona —rezongó, dejándose caer sobre el ancho borde de una macera de piedra.

     —¿Qué te decepciona? —le preguntó, no sabiendo si le decepcionaba la parte de Volterra o su pérdida de control—. ¿Tesoro? —la llamó ante unos incómodos y preocupantes segundos de doloroso silencio.

     —Non riuscivo a controllarmi —repitió entre temblorosas manos que le quitaban el plástico a la cajetilla para guardarlo en el bolsillo trasero de su jeans al no ver un basurero cerca.

     —¿Pasó a mayores?

     —No.

     —Tesoro… tu non sei lui —le dijo en aquel tono maternal—, e non lo sarai mai… mai, mai.

     —Ho paura di trasformami in lui.

     —Non abbiate paura, Tesoro —sacudió su cabeza—. Tu non sei lui —repitió—. Qualunque cosa tu faccia, non sarai mai come lui, capisci?

     —Mmm… —suspiró, hundiendo su rostro entre su mano derecha.

     —Dimmi che hai capito, per favore…

     —Capisco, ma non ci credo —suspiró de nuevo, y fue entonces que esa mano se posó sobre su hombro al mismo tiempo que ese cuerpo tan suyo y tan ajeno se sentaba a su lado—. Tengo que irme.

     —¿Estás más tranquila?

     —No lo sé, te diré luego —dijo, irguiéndose para ver, de reojo, que el iPhone plateado de Sophia tenía el Life360 abierto, aplicación que pocas veces utilizaba pero que había sido útil en esa ocasión—. Grazie mile.

     —Prego, Tesoro —sonrió—. Salúdame a Sophia, por favor.

     —Lo haré.

     —Cuídate mucho.

     —Tú también —sonrió minúscula pero genuinamente, y colgó—. La pregunta más obvia sería “¿cómo me encontraste?”, pero ya tu teléfono me respondió —dijo con cierta seriedad.

     —I’m not particularly fond of this sick feeling I get when you just storm out —susurró, notando el doloroso rechazo de su mano al no querer ser tomada.

     —Necesitaba aire fresco.

     —¿Y el aire fresco sale de un Marlboro? —resopló, logrando que Emma riera suavemente a través de su nariz—. Por favor —susurró en ese tono que derretía, persuadía y convencía, y acarició suavemente su mano con su dedo índice—. No me huyas… —susurró de nuevo, logrando tomarla ligeramente de la mano, mano que sufría de palma enrojecida por el golpe, y estaba caliente sino hirviendo.

     —Sophie… —suspiró calladamente, cerrando sus ojos para intentar contener y suprimir esas reacciones violentas que sentía, pero yo sabía que no era capaz de nada, que todo era mental, y eso ella y Sophia lo sabían también, pero, en ese momento, tras el pensamiento de “no perdono” y “quien no se aparte, lo golpeo” temía por todos y por ella misma, pues no había sido por proteger a alguien, como en el caso del que no debía ser nombrado y Sophia, o a Natasha con Phillip, esta vez había sido por neurosis—. Non voglio farti del male.

     —¿Duele? —preguntó, omitiendo el comentario temeroso de Emma, y acarició la palma de su mano, esa que sentía cómo latía casi por sí misma.

     —Con palabras tampoco —murmuró.

     —Me duele más cuando te encierras y no me dejas entrar, me duele más cuando me ocultas lo que piensas, lo que sientes, lo que te pasa —dijo, llevando la enrojecida piel a sus labios—. Es mucho peor eso a cualquier insulto que puedas tener… porque me insulta más cuando me excluyes —murmuró entre los besos que le daba a las raíces de cada dedo, esas que tienen nombre de, por ejemplo, “Monte Saturno” en la quiromancía—. No es justo que yo pueda confiar y depender de ti, que cualquier cosa que me pase, tú estés para mí… y yo no pueda estar para ti de la misma forma—sonrió, deslizándose por su dedo anular a besos—. Me da más miedo saber que estás lidiando con algo sola, me da más miedo eso que lo que tú crees que puedes hacerme o decirme; yo te conozco, y sé que no vas a hacerme nada.

     —I don’t trust myself, neither should you.

     —Pero pasa que sí confío en ti… y mucho, lo suficiente como para saber que sólo tienes que respirar profundamente y dejarlo ir, porque eres mejor y más grande que eso que te pesa —sonrió, tomándole la mano entre las suyas—. Last time I checked, tú eres humana y, así como te ríes, así tienes derecho a enojarte también, a gritar y a arrojar todo lo del escritorio al suelo, a pegarle a la pared si quieres.

     —Eso no está bien —murmuró, agachando la mirada.

     —¿No está bien porque no se ve bien o porque no se siente bien?

     —Ambas.

     —¿Desde cuándo te importa tanto cómo se ve? —resopló.

     —You look lovely today —susurró, cambiando el tema para intentar olvidarse de su enojo por un momento, «tangentes, malditas tangentes».

     —Perdón —se sonrojó Sophia entre la maldición de la tangente.

     —¿Perdón por qué?

     —Es tu falda —se sonrojó todavía más.

     —Se te ve muy bien —sonrió minúsculamente—. Me gusta.

     —Gracias, cuando quieras —resopló, y dejó que su cabeza se recostara sobre su hombro.

     —Ah, ¿me la vas a prestar? —bromeó.

     —Sólo si me la devuelves —sonrió, haciendo que Emma riera nasalmente.

     —Sophia, Sophia… —sacudió su cabeza—. ¿Qué voy a hacer contigo?

     —Me podrías dar un beso —susurró, elevando su mirada para encontrarse con la de Emma, quien no podía esconder o disimular su titubeo.

     —¿Cómo puedo decirte que “no”? —murmuró, y, con ciertas reservas, se acercó a sus labios para presionarlos contra los suyos frente al público de Bouchon Bakery, de NBC News y de un bus azul de CitySights NY—. No fue suficiente, ¿verdad? —le preguntó, siendo superada en decibeles por un taxi, pero Sophia sacudió la cabeza—. Para mí tampoco —dijo, y volvió a presionar sus labios contra los de Sophia, los cuales luego serían obligados a entrelazarse entre sabor a Latte y sabor a Creme Savers de fresa.

     —Hola —sonrió Sophia a ras de sus labios, no estando al tanto de que el beso había durado casi un minuto de atracción ajena y de juicios difusos, y sintió como si ya la tenía de regreso, tal y como ella solía ser.

     —Hola, mi amor —repuso, dibujándole una enorme sonrisa interna a Sophia, y entrelazó sus dedos con los suyos—. ¿Cómo te fue con Junior?

     —Bien, quiere seis piezas para su oficina y cuatro para su casa —sonrió—. ¿A ti cómo te fue con der Bosse?

     —Al fin me dio la llave para poder entrar y salir del Condo sin que ella esté respirándome en la nuca… el lunes atacaré, ojalá y termine el viernes, así logro devolverle la llave al Mistah “DaBoss” —sonrió, pronunciando el apellido tal y como la misma Victoria der Bosse lo pronunciaba a pesar de no ser correcto, pues se pronunciaba tal y como se leía.  

     —Si necesitas que te ayude, con gusto lo hago —sonrió—. Desde para hacer camas hasta para poner libros.

     —Gracias, mi amor… creo que te tomaré la palabra.

     —Siempre es un placer verte invadir, más cuando vas en sneakers.

     —Mmm… ¿me estás insinuando que quieres verme en sneakers?

     —Sí —asintió brevemente, y se tomó del abdomen al escuchar que su estómago gritaba por comida.

     —No has comido —frunció su ceño.

     —Te estaba esperando —improvisó.

     —Oh… —ladeó su cabeza—. ¿Qué te gustaría comer?

     —No sé, sólo tengo hambre. 

     —¿Qué te parece si subo a traer mi cartera mientras escoges qué te gustaría comer?

     —No es necesario —dijo, deslizando la parte trasera del protector de su iPhone—. El presupuesto es de tres Benjamin Franklins, ¿qué te gustaría comer? ¿De qué tienes ganas?

     —Algo que se coma con tenedor y cuchillo, de preferencia, por favor.

     —Vamos, entonces —sonrió, poniéndose de pie y halándola por la mano que no tenía pensado soltar hasta que tuviera que hacerlo.

     —¿A dónde me llevas?

     —A comer un Steak au Poivre con hand-cut fries —sonrió—. Brasserie Ruhlmann.

     —¿Podemos pedir Oysters? —le preguntó en ese tono en el que alguna vez, y en múltiples ocasiones, le había preguntado a Sara si podía pedir o comprar algo.

     —Las que quieras —guiñó su ojo—. Y de beber, ¿qué quisieras?

     —English Basil o unas copas de Saint Émilion.

     —Lo que tú quieras —resopló.

     —I bought these… —dijo, jugando con la cajetilla de cigarrillos intacta entre sus dedos.

     —Catorce dólares, ¿valieron la pena?

     —Ni los he abierto —respondió, y, dándose un segundo para levantar la pestaña de la cajetilla y ver los veinte cigarrillos en triple fila—. Se ven tan… familiares.

     —¿Quieres uno?

     —Tengo veinte —sonrió, llevándose la cajetilla a la nariz para embriagarse del nostálgico aroma del tabaco más fuerte que Philip Morris producía y concentraba en esas veinte suculentas unidades—. Uno sería… quedarse corto.

     —¿Cuántos quieres fumar?

     —¿Fumar? —dijo, volviéndose hacia el suelo para medir la distancia y la profundidad de su siguiente paso para empezar el desfile a lo largo de las banderas, empezando por la de Grecia, la cual estaba situada en la esquina del corazón de Rockefeller Plaza y de la cuarenta y nueve—. No sé ni por qué los compré —se encogió entre hombros—. Entré en modo automático.

     —Bueno, si no los vas a fumar, ¿qué vas a hacer con ellos? —rio—. ¿Vas a admirarlos desde la distancia? —Emma sacudió su cabeza—. ¿Quieres fumar uno conmigo?

     —¿Así como en “compartir”?

     —Sí, como en compartir fluidos corporales, o sea saliva, por medio de un filtro —sonrió.

     —¿Qué pasa si, cuando lo pruebe de nuevo, no lo puedo dejar?

     —¿Qué puede pasar? —la volvió a ver, encontrándose la mirada verde de Emma.

     —Los sabores pueden cambiar —se sonrojó—, en especial los tuyos. No quiero que se me opaquen; me gustan así de abiertos.

     —¿”Abiertos”?

     —No sé cómo explicarlo… todo sabe mejor, y no sé si quiera arruinar el sabor de un Steak au Poivre… o de lo que comí ayer por la noche de la lavadora —dijo, refiriéndose a la entrepierna de Sophia, la cual había sido devorada, tal y como lo había dicho, sobre la lavadora.  

     —Yo creo que, si quieres fumar uno, puedes fumarlo… no necesitas permiso de nadie, ni siquiera de ti misma —se encogió entre hombros—. Pero si necesitas una excusa para no fumar, también me parece justo.

     —El problema es que no creo que pueda sólo fumar uno, tendría que fumarlos todos por razones psicológicas de tipo TOC… además, yo sé que a usted no le gustan los rojos, Licenciada, en dado caso tendría que comprar unos Light, or Gold for that matter… I’m still living in the early two-thousands.

     —No, con eso sí me matas… imposible dejarlo de nuevo; tendría que ir a algo tipo Fumadores Anónimos, si es que algo así existe.

     —If that’s the case, my love —sonrió, dejando ir la cajetilla en el basurero por el que pasaba al lado—, que no se hable más.

     —Gracias.

     —No somos los Underwood como para compartir un cigarrillo —guiñó su ojo.

     —De todo lo que tienes para describirlos, ¿eso es lo que escoges para definirlos? —rio, y Emma, entre dudas, asintió—. ¿Por qué no describirlos como el “matrimonio ideal”?

     —Porque ese término aplica solamente para quienes están involucrados —sonrió—. Para mí, ése matrimonio no es para nada ideal, a ellos les funciona, y no dudo que no existan matrimonios así fuera de la televisión.

     —¿Qué es para ti un “matrimonio ideal”?

     —Mmm… —musitó, y se deshizo en una risa nasal que la hizo sacudir su cabeza—. Mi matrimonio ideal es en el que yo estoy contigo.

     —Me halaga, Arquitecta —resopló Sophia—, pero me da la impresión de que no es la respuesta completa.

     —Sé que no quiero un matrimonio como el que tuvieron mis papás, porque eso raras veces contó como “matrimonio”, y les atribuyo a ellos la falta de fe que le he tenido a esa unión desde siempre —se encogió entre hombros—. No me considero “transformada” en el sentido de que ahora soy devota del matrimonio, por lo mismo de que cada quien lo define y lo ejerce como quiere, así sea con características religiosas, políticas, sociales, económicas, emocionales, o como sea; cada matrimonio es distinto… pero sí me considero devota de ti tras la definición real de “ser devoto”: estoy dedicada con fervor a obras de piedad y religión, totalmente aficionada a ti —sonrió—. Quizás “obras de piedad y religión” no tienen mucho sentido —rio, haciendo que Sophia riera por igual, pues en eso estaban de acuerdo—. But you get the picture.

     —Más o menos.

     —¿”Más o menos”? —levantó su ceja derecha con incredulidad.

     —Sigo pensando que no es la respuesta completa.

     —“Matrimonio ideal” —suspiró—: equivalencia de deberes y equidad de derechos, ser egoísta en cuanto a tu pareja pero ser desinteresado con ella, compromiso, supongo que si algo sale mal no dejar que se vaya al carajo a la primera, sino intentarlo dos, tres, cuatro, cinco veces más hasta que realmente se vea que no hay salida; to not give up on you, on us, on myself. Acompañarte en libertad, complacerte y satisfacerte con o sin retribución.

     —¿Ser egoísta pero desinteresado? —frunció su ceño—. ¿No es eso como una contradicción muy grande?

     —No que yo sepa —sacudió su cabeza, y se detuvieron, exactamente al lado de la bandera de Bélgica a esperar a que el semáforo peatonal mostrara el hombrecito verde—. Ser egoísta en cuanto a ti significa que te considero mía, y que te voy a tratar con el mismo cuidado con el que trato todo lo que considero que es mío, lo cual no significa que te esté cosificando, porque no eres una cosa, o un accesorio.

     —Suena un poco a celos —bromeó.

     —O sea… —tambaleó su cabeza—. No es que no pueda lidiar con la idea de que alguien más se te acerque y te flirtee, o que tu ex te lleve a cenar… con la idea puedo lidiar, pero con la persona que te toque cualquiera de tus integridades y que violente tus consentimientos, entonces sólo puedo recurrir a las prácticas oscuras de cortarlo en pedacitos chiquititos chiquititos para luego hacer una donación al Zoológico y que los leones tengan carne fresca —sonrió con inocencia.

     —“Sólo” —se carcajeó.

     —No es que te considero débil, porque no lo eres, pero mi Ego no me permite no protegerte, o sobreprotegerte for that matter —se sonrojó—. Puedes ser amiga de Hugh Hefner y de Leonardo DiCaprio, o de cualquier pene contento, o de cualquier Maestra de Seducción… —dijo, y Sophia sólo rio nasalmente, presionando sus labios entre sí para no dejar que una segunda carcajada se le escapara—. Está bien, está bien —se sonrojó—. No puedes ser amiga de ese tipo de personas, no a menos de que quieras que me corroa en celos.

     —Yo no sé si es enfermo o qué —le dijo suavemente—, pero me fascina esa protección, o “sobreprotección” for that matter, y me gusta ese dash de posesividad que te mueve —sonrió, ahuecando su mejilla.

     —Me da pánico perderte —se sonrojó todavía más.

     —Em… —sonrió, y se acercó para darle un beso en su mejilla.

     —Es que el hecho de perderte lastimaría no sólo mis hormonas sino también mi Ego —dijo, siendo halada por Sophia para cruzar la calle—. Significa que hice algo mal, que yo hice algo mal.

     —¿”Hormonas” como de “corazón”? —le preguntó mientras veía que ambos pares de Stilettos caminaban, por encima de las franjas del paso peatonal, con completa sincronización—. ¿Por qué no puedes referirte a eso como “corazón”? —sonrió ante el asentimiento de Emma.

     —Suena tan… cursi —frunció su ceño.

     —For fuck’s sake, mi amor —rio—. Eres una de las personas más románticas que conozco…

     —¿Yo? ¿Romántica? —se asombró, y se asombró más en cuanto Sophia asintió—. ¿Es en serio?

     —Así como tu definición de “matrimonio ideal”, yo tengo mi definición de “romántico” —sacó su lengua.

     —¿Entonces no soy romántica convencional?

     —No —sacudió su cabeza, encontrándose frente a la bandera de Albania—. Comenzando porque no eres convencional; eres un poco rara —dijo, haciendo que el Ego de Emma sonriera con cierta satisfacción—. No eres romántica convencional porque no me haces un corazón de pétalos de rosas en la cama, sino que me lo dibujas en mi Latte, no me dedicas una canción cursi como la que todos dedican, y con esto me refiero a “Just The Way You Are”, “Iris” o “I Don’t Want To Miss A Thing”, porque me dedicaste “Amazing” de George Michael; algo que parece recién sacado de un gay-club, no me ahogaste en rosas para Valentine’s sino que me diste un día libre, y, cuando decidiste darme una flor, no fue que la compraste, sino que la arrancaste de una maceta de alguna pobre señora en Napoli, y no fue ni una rosa, fue una Vinca… y, para mi cumpleaños —rio—, no creas que no me enteré de que le enviaste una carta a mi mamá en la que le agradecías por haberme traído al mundo.

     —¿”Oops”? —murmuró por disculpa.  

     —Me hace sentir especial —sonrió—. Diferente, tú sabes.

     —Entonces… ¿sí soy romántica?

     —A tu modo —asintió, adentrándose al terreno de la Brasserie, ese en el que las mesas de la terraza estaban desocupadas por la hora y por el frío—. Sí.

     —¿Cómo definirías mi tipo de romanticismo?

     —“Sloppy” —sonrió, haciendo que Emma riera, pues más de acuerdo no podía estar.

     —Soy torpemente romántica —se dijo a sí misma, llegando a la estación del anfitrión, quien no estaba presente—. No sé si es raro que el término me agrade.

     —Es… conmovedor —sonrió, intentando no dejar que su frente se posara contra su sien—. Y me gusta porque es algo que prácticamente sólo yo lo entiendo.

     —Ése es el punto, mi amor —sonrió, y se volvió al anfitrión, quien resultó ser anfitriona—. Table for two, please —le dijo a la impecable brunette que rebalsaba orgullo por ser la anfitriona y que se le notaba que se tomaba demasiado en serio su trabajo; bien por ella—. Y, entre mi torpeza romántica, o cursi, ¿tengo que decir “corazón”?

     —Sería preciso, pero con “hormonas” también me conformo; es más tú.

     —Quién te entiende —resopló, llegando a la mesa en la que, aborreciendo todo lo que eso implicaba, se sentarían frente a frente y no lado a lado, lo cual significó el momento de desenlazar sus dedos—. Quieres que lo llame “corazón” pero te gusta que le llame “hormonas” —dijo, sintiéndose vulnerable y expuesta ante la falta de la mano de Sophia, y, con pesadez y sin dejar que un mesero le atendiera el asiento, se dejó caer en la cómoda silla cubierta de terciopelo rojo, ese tono que combinaba con las cortinas y con el reflejo que las lámparas daban contra las columnas de madera aquí y allá.

     —Me gusta que es único —dijo, sonriendo en lugar de agradecer verbalmente por la carta y por la asistencia del asiento, esa asistencia que tanto detestaba—. No todos los días vas por la vida con una potencial expresión de “me mataste las hormonas” por no decir “me rompiste el corazón” —sonrió.

     —Eso sí lo puedo decir —resopló—, pero no creo que te lo diga nunca.

     —Espero nunca darte razones para decirlo, o para hacerte sentir así —guiñó su ojo, y se volvió al mesero—. For starters, one East and one West Coast Oysters, please.

     —And two English Basil and two glasses of Saint Émilion, tertre roteboeuf —añadió Emma rápidamente, viendo al diligente mesero dar numerosos golpes suaves en la comanda electrónica.

     —And two Steaks au Poivre with hand-cut fries, please.

     —Medium rare? —preguntó abiertamente el mesero.

     —Medium for both —respondió Sophia, robándole las tres palabras a Emma de la boca, pero ambas se sonrieron en silencio mientras cerraron las cartas y se las alcanzaban al mesero que, inteligentemente, resolvió retirarse en calidad de fantasma—. No deberías tener miedo —le dijo a Emma.

     —Sólo le tengo miedo a lo que pueda lastimarme emocionalmente, u hormonalmente, si así lo prefieres —sonrió.

     —“Emocionalmente” está bien —asintió, tomando la servilleta para colocarla sobre su regazo—. Pero, igual, no deberías tener miedo… al menos no a algo que tenga que ver conmigo.

     —“Mi miedo es mi sustancia, y probablemente lo mejor de mí” —murmuró—. Kafka.

     —¿Cómo puede ser tu miedo lo mejor de ti? —ladeó su cabeza.

     —Creo que existen cinco tipos de personas: las que hacen sin pensar y que son compulsivas e impulsivas, las que se dejan llevar, las que hacen y luego hacen “damage control”, las que esquivan balas por suerte, y las que piensan.

     —Yo creo que todos tenemos un poco de cada una, ¿no te parece?

     —Sí, pero siempre hay un tipo que domina sobre el resto, y es lo que tiendes a hacer en toda situación, sin importar si al principio te dejaste llevar o no, si pensaste o no, al final terminas haciendo lo que tu característica dominante te dice que hagas.

     —Y supongo que hablas de “tipos de personas” por lo que las domina, ¿no? —Emma asintió—. Entonces…

     —Yo no soy equitativa, soy humana, y claramente soy más de medio pensar, hacer, y luego hacer “damage control” si es necesario; nunca pienso tanto las cosas porque al final yo sola me confundo, así como tú me lo dijiste en cierto momento.

     —¿Cuándo te lo dije?

     —Cuando me dijiste que no pensara tanto en lo de nosotras porque entonces iba a tener un colapso nervioso.

     —Estoy casi segura de que no utilicé el término “colapso nervioso” —resopló.

     —Sí, esa es exageración mía —se sonrojó—. Anyhow… el punto es que, cuando medio pienso, hago, y luego hago “damage control” si es necesario… no sé, eso funciona con cosas del trabajo, con cosas que dices “sana, sana”, o sueltas un par de billetes aquí y allá, y ya… con cosas del “corazón” no es tan fácil —dijo, empleando el término para la sonrisa de Sophia—. Tengo miedo de lastimarte, de lastimarme, de lastimarnos… y creo que es justo, ¿o no?

     —Es que no sé ni por qué tienes miedo —frunció su ceño.

     —Porque, en mi cabeza, si te lastimo te alejo…

     —Yo creo que somos un par de adultas que sabemos que cualquiera se desliza, que es normal y que es natural —le dijo con toda la sinceridad con la que la puedo describir—. Creo que es normal, y porque es normal es sano, que me digas algo que no me gusta, y que yo te lo diga… de eso no se salva nadie —se encogió entre hombros.

     —¿Te he lastimado? —murmuró con expresión de pánico hecho metástasis, estando lista para estrellar su cabeza contra la mesa.

     —Lo que te dije hace rato: me duele y me insulta cuando no me dejas entrar —se encogió nuevamente entre hombros—. Pero me duele porque te veo sola, porque veo que te cierras… y yo quiero estar ahí para ti, sea para hablar del tema o para distraerte con temas como el de tu romanticismo torpe —sonrió.

     —¿Por qué te insulta?

     —Porque me haces sentir como si no soy lo intelectualmente capaz para entender lo que te pasa, y quizás no lo soy… pero, ¿cómo esperas que sepa que te gustan los hot cakes con buttermilk si no me lo dices?—ladeó su cabeza hacia el lado derecho.

     —Jamás, jamás, jamás… nunca… te prohíbo terminantemente que insinúes que no eres intelectualmente capaz —le dijo con esa mirada turbia, perturbada y enojada—. Tú no eres menos que yo, yo no soy más que tú; ni más, ni mejor, ni menos, ni peor. ¿Está claro? —elevó su ceja derecha con la mirada ancha.

     —Sólo te estoy diciendo cómo me hace sentir cuando te cierras, no es que así sea —le dijo con una extraña tranquilidad—. Las “reacciones químicas”, o sea las emociones o las “hormonas”, no las controlo a mi gusto… y es lo que me hace cien por ciento humana —dijo, alcanzando su mano por sobre la mesa, pues Emma había acompañado aquel “te prohíbo terminantemente” con un golpe de índice, y logró suavizar la tensión de su dedo enrojecido—. Cuando estoy enojada, me haces reír… y lo odio tanto que me gusta. Cuando estoy triste, me dejas enrollarme contra ti y me abrazas y me mantienes tibia, y no me dejas caer en el estereotipo del helado de chocolate con una película triste para que me haga llorar más. Cuando estoy cansada, haces todo para que yo no tenga que mover ni un dedo, ¿o no es cierto? —Emma asintió—. ¿Y sabes qué es lo más interesante de todo?

     —¿No?

     —Lo haces porque te gusta hacerlo, no porque tienes que hacerlo o porque es lo que es “correcto”… así como tú odias verme de cualquier modo que no sea “feliz”, así lo odio yo por igual contigo —dijo, envolviendo su mano entre la suya—. Yo sé que el enojo no se te va con hacerte reír, que si tú no te prestas para reír, es más lo que te puede enojar… y sé que, cuando estás triste, entras en modo mudo, como si el gato te hubiese comido la lengua, y que te sumerges en trabajo, o en algún libro más grueso que la Biblia… y sé también que, cuando estás cansada, de alguna forma encuentras más cómodo abrazarme que dejarte abrazar. —Emma asintió con cierto rubor en sus mejillas—. No te estoy preguntando por qué estás como estás, porque eso lo puedo deducir eventualmente o puedo esperar a que, en cuestión de horas o días, me lo digas tú… no te estoy pidiendo que me lo digas en el momento, ni siquiera te estoy pidiendo que me lo digas en lo absoluto; te estoy pidiendo que me uses para sentirte mejor, te estoy pidiendo que, en lugar de storm out, te metas conmigo a la oficina y nos dediquemos a escuchar “E Poi” pero de Laura Pausini, o “Sing Sing Sing”, mientras leemos una Vogue y te dedicas a acribillar y a criticar a Anna Wintour por dejar que Kanye West y Kim Kardashian tienen la portada de un mes tan importante como abril a pesar de que no sea abril, y que me digas mil veces que Sienna Miller o Cate Blanchett se la merecen más que ellos… o que me violes a tu gusto si así se te da la gana, así como me trataste para Rococco Red.

     —Esa vez fue diferente —murmuró.

     —¿Por qué? ¿Porque no estabas tan enojada? —Emma asintió—. Siempre hay una forma de canalizar tu enojo, y eso lo sabes.

     —Sophia… —suspiró, sacudiendo su cabeza—. No era simplemente enojo, era furia… estaba hirviendo en disgusto; ahorita no me atrevo a tocarte más que la mano o a darte un beso, siento que no puedo medir lo que hago, y por eso prefiero detenerme a pensar para no tener que hacer “damage control”, porque sé que, si se me pasa la mano, literal o metafóricamente hablando, no me lo vas a perdonar.

     —Sabes que no soy tan frágil.

     —Pero ya te he dicho que no quiero saber cuán frágil eres.

     —Te voy a decir algo, y, una vez haya terminado de decirlo, es tu decisión si opinas al respecto… no espero que opines o que comentes, ni que estés en la ofensiva ni a la defensiva.

     —De acuerdo.

     —No necesito saberlo todo, no necesito que me lo digas para yo saber qué pasa, o para yo saber que hay algo que te molestó más que la razón inicial por la cual estabas molesta —le dijo, haciendo una breve pausa para recibir las copas de vino y los cocktails—. No me interesa saber cuál es el problema que tienen Alec y tú con el tercer socio, porque claramente son cosas que no me incumban y que no quiero que me incumben por igual, pero sé que saliste más enojada de lo que entraste… y sé que elevaste tu voz, y sé que le pegaste a la pared o al escritorio, no me interesa saber detalles… probablemente te lo dijo tu mamá, y me voy a tomar el atrevimiento de decírtelo yo también: tú no eres él, no lo fuiste, no lo eres y no lo serás nunca. Nunca, nunca. Mierda, yo tengo ganas de matar a mi hermana el noventa por ciento del tiempo, y eso no necesariamente me hace parecida o de la misma especie, tampoco me hace una mala persona y tampoco me hace creer que te voy a lastimar, por semejanza o por acciones físicas que violenten tu integridad. Lo que a ti te pasó no es más que una pila de mierda que no sé cómo hacer para que ya no te duela, porque aunque me digas que ya no te duele, te sigue doliendo, pero tienes que dejarme ayudarte a entender que esa necesidad que sientes, de querer golpear y matar a todo lo que esté a tu paso, no es nada sino normal; le pasa a los adolescentes, a los adultos, a los ancianos. Yo no me voy a alejar porque lastimaste a un escritorio, yo te voy a curar la mano cuando lo hagas… pero desquítate con eso: con un escritorio. Si el escritorio no te basta… mi amor, para eso se acumula grasa en lo que estoy sentada. —Emma ensanchó la mirada y, ante el asombro, sólo sacudió la cabeza—. Puedes hacerlo en tres nalgadas que de verdad me duelan, pero sé que, después de eso, te vas a desvivir en “perdóname” y “discúlpame”, y una serie de insultos que simplemente te van a arrastrar a lo más oscuro de lo que ni tú quieres conocer… pero también sé que puedes repartir esas ganas en diez, doce nalgadas más suaves que no me van a doler.

     —¿Cómo puedes decirme eso? —exhaló, estando todavía en estado catatónico.

     —Así de desesperada me siento cuando no me dejas estar contigo; me das ganas de irme a los extremos.

     —Oh… —frunció su ceño, y el Ego de Emma me lo frunció a mí porque yo le estaba aplaudiendo a Sophia; bastante inteligente debo decir—. Jamás te pegaría de esa forma, jamás le pegaría a alguien de esa forma.

     —Y no lo harás aunque quieras, porque sabes que las consecuencias de tus “hormonas” son peores —sonrió—. Yo sólo quiero saber que sabes y que entiendes que no tienes por qué lidiar sola con esas cosas, que hay formas en las que tú y yo podemos lidiar con eso; si quieres gritar, puedo hacerte gritar para enmascarar las razones reales por las cuales gritas… o puedes gritar contra una almohada mientras te acaricio la cabeza si quieres.

     —Sophie… —rio nasalmente.

     —Cada vez que te sientas como él, te haré ver que eres todo lo contrario; que eres muy suave, que no pegas sino acaricias, que no gritas sino susurras al oído y que me besas… y que, en lugar de ser ruda, eres salaz —guiñó su ojo, y sintió cómo Emma apretujaba su mano.

     —Gracias, mi amor —sonrió.

     —Para eso estoy —repuso, correspondiéndole el apretón en su mano—. Para reciprocar, para retribuir, para consentir y para complacer —añadió, viéndose obligada a soltarle la mano a Emma al necesitar el espacio para que colocaran las bandejas con las ostras—. Cásate conmigo, ¿sí? —ladeó su cabeza, omitiendo la presencia del mesero que todavía colocaba una de las bandejas sobre la mesa, y él se asombró por la frescura y la falta de romanticismo de la petición.

     —I’ll marry the shit out of you —sonrió, trayendo a Sophia a una carcajada silenciosa que contuvo entre su mano.

     —Until we die and rot as motherfucking corpses together? —resopló, notando la incomodidad del mesero, quien resolvió retirarse por la misma razón.

     —Til’ death do us fucking part —guiñó su ojo, y levantó el vaso corto que contenía el Gin y la albahaca con un poco de Ginger Ale.

     —Brindaré por eso —sonrió, levantando su vaso y lo chocó suavemente contra el de Emma—. Salud —susurró, viéndola a los ojos para evitarse la maldición de los siete años de mal sexo, «¿o era sin sexo?», anyway, mal sexo o sin sexo; no había peor suerte que esa.

     —Salud, mi amor —y la vio beber un sorbo de aquello que sabía demasiado bien.

     —¿Te sientes mejor?

     —Sí, más tranquila, sí —suspiró, tomando una Kumamoto entre sus dedos para exprimirle un poco de jugo de limón—. Sabrás tú cómo me dominas —resopló, alcanzándosela a Sophia, quien se la tomó con una sonrisa, pues Sophia, por cuestiones preventivas de cutículas dañadas, prefería mantenerse alejada de cualquier sustancia ácida, aunque eso no incluía al pH vaginal, «porque el limón tiene un pH de 2,3 y la vagina Pavlovicciana tiene un pH de entre 4,5 y 5,0 dependiendo de qué tanto apio, piña y manzanas coma».

     —Dos cosas —sonrió, deslizando la ostra hacia su boca, masticándola una tan sola vez porque consideraba, al igual que Emma, que sólo tragarla era un desperdicio de textura, sabor y dinero—. Tres —se corrigió—: la he sentido buenísima —dijo, refiriéndose a la ostra de la que todavía saboreaba su resaca—. Eres mía, y, como eres mía, tengo que saber cómo funcionas sin que me lo digas —sonrió, logrando que Emma dibujara esa sonrisa de inmensa satisfacción que siempre dibujaba cuando le decía que era suya—. Y no me refería a tu enojo, me refería a cómo seguías de la garganta —guiñó su ojo, recibiendo una segunda ostra.  

     —Oh —resopló un tanto avergonzada—. Bien, ya no me molesta tragar.

     —¿Ganas de toser?

     —Mmm… —rio nasalmente, intentando no atragantarse por la risa que salía y la ostra que se deslizaba, y una gota de jugo de limón se le escapó por la comisura izquierda de sus labios—. Doctora Rialto —resopló en ese tono juguetón mientras secaba la gota con la servilleta de tela, que, en otra ocasión o en contras circunstancias, habría dejado que Sophia se la limpiara con el dedo o con los labios—, ¿me va a cobrar la consulta?

     —Pro bono —sonrió.

     —No, ya no la tengo inflamada y tampoco tengo intenciones incontrolables de esparcir los gérmenes vía tos —respondió a la pregunta original, y vio a Sophia sumergirse en sus propios pensamientos—. ¿En qué piensas?

     —Me llamaste “Doctora Rialto” —rio cual adolescente, y llevó la tercera Kumamoto a su boca.

     —Sí —asintió Emma, imitándola—. ¿Qué tiene eso de raro?

     —¿Te das cuenta de que nunca hemos hecho roleplay? —frunció su ceño.

     —¿Te das cuenta de que nunca hemos necesitado roleplay? —contraatacó.

     —Good one —reconoció la buena calidad de su contraataque.

     —¿Te gustaría que hiciéramos un poco de roleplay? —sonrió.

     —No, es sólo que no sé por qué hice la conexión entre roleplay y “Doctora Rialto” —se sonrojó.

     —¿Te gustaría examinarme? —le preguntó con una sonrisa juguetona—. Si me dices que sí, te juro que compro un estetoscopio, una bata blanca, y lo que quieras… y me dejo examinar.

     —¿Qué te hace pensar que necesito jugar a ser Doctora para examinarte? —rio.

     —Uh… —rio—. Good one.

     —Pero sí, un estetoscopio estaría bien —sonrió.

     —¿Es en serio?

     —Sí —asintió, llevando su bebida a sus labios—. Un estetoscopio.

     —¿De qué color lo quieres?

     —Rosado —bromeó, sabiendo que sería de cualquier color menos rosado, pues ni ella podía entender la aversión que le tenía a dicho color, en realidad al rosado Mattel, al rosado Barbie—. Es broma, no importa el color.

     —¿Sabes cómo usar un estetoscopio?

     —Las maravillas que se aprenden en el colegio —guiñó su ojo.

     —Sabrá Dios qué les enseñaban a ustedes, porque a mí me enseñaban cosas normales —asintió, pero Sophia, juzgando por el comentario, no creyó que Emma fuera a comprarle uno, lo cual estaba bien.

     —Si llevabas química o biología en nivel avanzado, tenías que cumplir con entrenamiento de primeros auxilios y podías escoger entre hacer servicio social con el resto de la clase o trabajar en la Cruz Roja… mientras unos hacían servicio social en un ancianato, o limpiando las playas, o recolectando firmas para cualquier mierda de “salvemos a las medusas en Asia”, yo estaba curando heridas leves, tomando la presión o diciendo “abra la boca y diga ‘ahhh” para ver si tenían algo inflamado.

     —¿Por qué no sabía eso yo?

     —Nunca preguntaste —se encogió entre hombros.

     —Es un poco raro que alguien se te acerque y te pregunte: “¿hiciste servicio social en la Cruz Roja?” —rio.

     —Touché.

     —Lo que no logro entender es por qué hiciste química avanzada.

     —Tenía que llevar una ciencia en avanzado; biología, química o física. Química siempre me resultó relativamente fácil, cuando empezamos a ver números cuánticos fue que me costó un poco pero porque falté dos semanas a clases.

     —¿Faltaste por pereza?

     —Casi… tuve la única bronquitis de mi vida.

     —Me muero —sacudió su cabeza.

     —¿Por qué? —ensanchó su mirada.

     —Si la única vez que has estado enferma conmigo casi me muero, que ni estabas enferma sino que se te había bajado la presión, no me imagino contigo con algo como una bronquitis…

     —Sí sabes que no soy inmortal, ¿verdad? Digo, que también me enfermo.

     —Déjame entrar en pánico ahorita y no cuando de verdad te enfermes —rio, alcanzándole una Blue Point.

     —Está bien, y prometo comportarme y ser buena paciente. ¿Tú?

     —¿Yo qué?

     —¿Prometes ser buena paciente?

     —El paciente siempre es un reflejo del médico que lo atiende —guiñó su ojo. 

     —La última vez que te enfermaste… me jugaste el capricho.

     —Claro, quería que me violaras… —se encogió entre hombros—. Algunas personas tienen la teoría de que los dolores de cabeza tienen algo que ver con la retención orgásmica.

     —Expertos serán —rio sarcásticamente—. “Retención” significaría que te lo estás aguantando, que te lo estás conteniendo… “retención” implica que es tú culpa por no dejarte llevar —sonrió, aunque sabía que la retención podía referirse a algo bioquímico.

     —Touché, Licenciada —asintió—. “Liberación orgásmica”, entonces.

     —Supongo que eso funciona mejor —rio nasalmente—. Y sé que, por lógica química y biológica, un orgasmo ayuda a un dolor de cabeza; el problema es que a ti no sólo te duele la cabeza, a ti te escala a migraña, lo que significa que no puedes ni ver la luz, ni soportar ruidos fuertes… ¿te imaginas ese momento en el que inhalas, mantienes, y te dejas ir? En esa exhalación creo que has de sentir que te va a explotar la cabeza.

     —No lo sabría —rio, sabiendo que tenía cierta lógica—, no lo experimenté en esa ocasión.

     —Tendremos que esperar a la próxima migraña para saber si ayuda o no.

     —Creí que “nunca” serías eso —bromeó.

     —No, en esa ocasión dije que no jugaría a ser Doctora —rio—. No necesito un título de M.D. para saber cuándo te sientes mal.

Emma rio, y rio ante el pensamiento de “Dr. Sophia Rialto M.D.”, quizás colocaría el “Stroppiana” en alguna parte porque le parecía que dicho apellido, que existía a pesar de que no debía ser tomado en cuenta pero que Sophia insistía en tenerlo por el mismo principio de considerarse hija únicamente de su mamá aunque estaba consciente de que no había sido producto de la Divina Concepción en los nuevos tiempos, le agregaba ese je ne sais quois, quizás porque, al pronunciarlo correctamente en italiano (strop'pjana), le agregaba cierto humor serio, con cierta cúspide epicúrea.

                Se tomó un momento para ver a Sophia, para ver cómo deslizaba la última ostra a su boca con los ojos cerrados, todo en cámara lenta; la lengua, los labios, la única vez que masticaba, que echaba milimétricamente su cabeza hacia atrás para deslizarla por su esófago y luego abría los ojos al compás de una lasciva caricia de la punta de su lengua que partía desde la comisura derecha y que no llegaba ni al eje de simetría.

Todo tenía que ver con ritmo; fuera con los golpes del portafilter contra la caja de madera en la que tiraban el café ya utilizado o fuera con alguna canción de fondo, y que era algo que le había contagiado a Sophia al ser una técnica que había encontrado muy útil, pues no sólo ayudaba para revivir recuerdos con precisión, sino también para describir el momento de principio a fin, y ahora, así como el noventa y cinco por ciento de sus pensamientos silenciosos, decidió darle “play” a su iPod mental, y no encontró mejor canción que “Greenback Boogie” para describir esa escena de Sophia, esa cámara lenta. Era perfecta sin importar la letra, porque era el ritmo el importante. Aunque quizás, inconscientemente, tocó esa canción porque era su teléfono, y ese ringtone le pertenecía a Phillip.

—Felipe —contestó con una risa.

     —Emma María —la saludó—. Buen provecho —le dijo, y rio en cuanto Emma empezó a analizar su entorno para encontrarlo.

     —Stalker! —se carcajeó al verlo saludar desde el otro lado del vidrio.

     —Pero sólo por oportunidad —sonrió, y su sonrisa se amplió todavía más en cuanto Sophia lo llamó con su mano—. Espera, ya llego —colgó, y ambas féminas lo siguieron con la mirada a través de los vidrios hasta que, contando hasta cinco, apareció dentro del restaurante en ese traje azul marino a la medida, con el pañuelo de bolsillo blanco que apenas aparecía con rectitud horizontal y que hacía juego con su camisa, la cual se veía demasiado pulcra y seria, a lo Wall Street, bajo esa corbata color champán con microscópicos puntos color borgoña y la disimulada calavera que sólo significaba “Alexander McQueen”—. Señoritas —sonrió al llegar a la mesa, inclinándose cortésmente hacia cada una para saludarlas con dos besos, uno en cada mejilla—. Es un poco tarde para estar almorzando, pero es temprano para estar recurriendo a los afrodisíacos —bromeó, haciendo alusión a la bandeja vacía de ostras.

     —Siempre tan puntual —resopló Sophia—. ¿Quieres sentarte?

     —Quiero, sí —asintió, volviéndose sobre su hombro.

     —¿Tienes tiempo? —le preguntó Emma.

     —Tengo, sí —volvió a asentir, y tomó una silla cualquiera al no obtener ayuda o auxilio de nadie—. ¿Cómo están?

     —Bien —corearon las dos.

     —¿Y el Carajito? —preguntó, desabotonándose el botón central de su saco mientras levantaba su mano para que el mesero más atento lo viera.

     —En el veterinario —respondió Sophia—. Algo de vacunas.

     —¿Allí pasará la noche?

     —Sí, ¿por qué? —frunció Emma su ceño.

     —Curiosidad, Emma María —dijo, y notó que el mesero al fin lo veía.

     —¿Ya comiste? —le preguntó Emma.

     —Un par de Latkes —suspiró—. No, no he comido —rio—. ¿Ustedes qué van a comer?

     —Steak —le dijo Sophia—, las dos.

     —I’d like a Steak au Poivre, medium rare, with hand-cut fries… and a Stella, please —se dirigió al mesero, quien sólo asintió y se retiró.

     —¿De dónde vienes, Felipe? —le preguntó Emma.

     —Antes de decir cómo me siento, tengo que aclarar que no soy racista, no discrimino ni por cultura, ni por género, ni por religión —dijo, excusándose por eso que sabía que probablemente sonaría demasiado mal, y ambas féminas asintieron—. Tuve una reunión de tres horas con unos Judíos… y, pues, trato con Judíos en el día a día, pero hay unos que son más Judíos que otros… estos me dijeron que iba a haber comida, que no me preocupara, y, cuando llegué, había una ensalada de quinoa, aceitunas verdes y otros colores, había Fennel al gratín, Latkes con espinaca y Feta, y una sopa con yo-no-sé-de-qué-eran-esas-pelotas… —sacudió su cabeza—. La reunión real, la de negocios, duró quince minutos, el resto fue small-talk, o sea, mierda tras mierda… y aguanté hambre por eso, podría haber pasado por Wendy’s para comprar una tres cuartos de libra, hot n’ juicy, chili cheese fries, una Coke enorme y un Frosty Jr.

     —Mírale el lado bueno, Matzo-Balls —le dijo Sophia, que asumió que a esas “pelotas” se refería con la sopa—, estás aquí, con nosotras; almorzando más rico que sólo Wendy’s.

     —Tienes razón, Pia —sonrió—. En fin… de ahí vengo, de la esquina.

     —¿Y a tu esposa en dónde la has dejado? —ladeó Emma su cabeza.

     —Es jueves —respondió.

     —Cierto, la columna de Margaret —asintió—. ¿Ya la leíste?

     —No, pero sé más o menos de qué va —sacudió su cabeza.

     —Yo no la he leído, ¿de qué va esta semana? —dijo Sophia, esquivando los brazos del mesero que retiraba las bandejas de la mesa.

     —El domingo fuimos a cenar a un lugar nuevo que han abierto en Brooklyn, no me acuerdo del nombre, y, a pesar de tener reservaciones, se tardaron casi una hora en darnos nuestra mesa; el servicio del bar pésimo, y, cuando nos sentaron, la mesa era para seis, entonces nos pusieron a una pareja en la misma mesa… cuando ella llamó para hacer la reservación, no le dijeron que, por ser domingo, tenían una policy de mesa abierta. Se escuchaban los gritos en la cocina, las bebidas se tardaron en llegar… en fin, el servicio fue una mierda.

     —¿Y la comida?

     —Nos llevaron una sopa, cortesía de la casa por los “inconvenientes”, y socca bread… no estaba mal, pero el pan estaba un poco undercooked. Mi suegra y Natasha pidieron vegetales asados para compartir, mi suegro y yo pedimos un súper-champiñón como del tamaño de mi cara; no estaba mal, no sabía mal, pero los vegetales asados… algunos estaban quemados —rio—. Lo de nosotros no tenía ningún problema. Y ya después mi suegra pidió un omelette de cordero y sabrá-el-menú-qué-más, Natasha y yo pedimos un Steak, y mi suegro una chuleta de cordero; Smith & Wollensky tiene mejor sabor, mil veces… y de postre, wow, en eso sí nos ganaron a todos, pedimos uno de cada uno porque sólo cuatro postres tienen, pero, como probamos un poco de todo, al final terminamos comiéndonos una Tarte Tatin de piña con helado de vainilla.

     —¡Uf! —suspiró Sophia—. Suena demasiado bien.

     —Créeme, sabe mejor de lo que se escucha —rio, quitando su mano derecha para dejar que el mesero colocara su copa de cerveza.

     —No seas tan malo —sonrió Sophia—. Pero, anyhow, ¿de qué va la columna?

     —De eso, de la experiencia —se encogió entre hombros, viendo a Emma ponerse de pie para caminar hacia el podio de la anfitriona para sacar el New York Times.

     —Dice: “Tarde o temprano, dependiendo de cuánto tome hacer una reservación, terminaremos siendo testigos primarios de una mala experiencia en lo que se supone que es un buen restaurante.

Cuando eso suceda, probablemente nos asustaremos de lo disgustados que estamos. Probablemente la comida no tenga la culpa. Siempre se puede masticar un Steak duro, después de todo, decepcionarnos nunca fue la intención del Chef. Pero todos nos tomamos el mal servicio como algo personal; si obtenemos una mesa en un mal puesto ya es razón suficiente para pensar si al anfitrión no le parecemos merecedores de algo mejor, y obtener un mal servicio, tardado e irrespetuoso, sólo logrará hacernos sentir peor, porque se espera que dejemos propina.

De cuando en cuando, el mal servicio es el resultado, quizás, de un día de mala suerte en el restaurante. Quizás el Chef tuvo un roce de palabras fuertes con el mesero y eso le amargó el ánimo, que es de humanos. Quizás el “front of the house”, porque así se le llama al comedor, está corto de personal porque un miembro se enfermó.

Lo más probable es que el mal servicio es inherente a lo que sucede a nivel de la cocina y de la gerencia; sea por un espíritu apagado o por una actitud inundada de laxitud. Aquí, en Nueva York, con nuestros restaurantes que caen en la informalidad, un huésped puede fácilmente convertirse en la víctima de la incompetencia. Hemos entrado en una era del post-servicio, lo que significa que cada vez menos restaurateurs se inclinan por la existencia del mismo.

Lo que me trae al restaurante “X”, un restaurante que ha logrado hacer, del típico “Diner” americano, algo elegante, pulcro, y de buen gusto entre cristalería, vajilla y ambiente, que no ha necesitado de estar en el corazón de Midtown East, o cerca de Hell’s Kitchen, para ser lo suficientemente atractivo. Hace un poco más de un año, el lugar era un “Diner” abandonado, o la cáscara de este nada más, y ahora simboliza la restauración y la reconstrucción de Brooklyn, tanto como el aura que envuelve la exhibición de Alexander McQueen en el MET. No sé lo que vegetales a la parrilla, o a la plancha, alguna vez costaron en el lugar que ahora es “X”, porque nunca comí allí, pero podría apostar a que costaba alrededor de $5.99. “X” lo tiene también, con equipo de expertos y para expertos, y ahora cuesta $29, prueba viviente del aburguesamiento que merodea por Brooklyn.

Entren, y quizás asumirán que se han tropezado con una recreación de fórmula, manual y ley, de lo que se supone que define al género del “Diner”, pero estarán equivocados. “X” no es un lugar anticuado sintetizado, con batidos de vainilla y chocolate, y meseras de ocasión, y no de profesión, que son las que nos asignarían nuestra mesa. No es retro-romántico, votivo de velas, ensaladas de rúcula y tarta de chocolate sin harina.

Mi experiencia allí fue como ninguna otra. El motto es “X no es una incógnita”. Les aseguro de que sí lo es.

Los propietarios son Marc Tremblay y Rose Taylor, un matrimonio. Él es de Montreal, en donde era socio en Le Cochon, una leyenda moderna que tenía comida de cejas altas y bajas. Su más grande éxito fue la mejoría del poutine, un platillo usualmente de la parte rural de Quebec y que consiste en patatas fritas, trocitos de queso y salsa suave de pollo, pavo o ternera. Le Cochon añadió el foie gras marcado y fue aclamado. “X” se ha proclamado, raramente, un restaurante franco-quebeco-americano. De Quebec nada, ni el más sofisticado poutine. “Franco-americano”, vamos llegando.

La definición de lo que quieran autoproclamarse es personal, sólo señalo que no es necesario añadir una cultura para atraer o seducir; menos es siempre más.

Probablemente es porque tienen cinco semanas de haber abierto sus puertas para el público, la primera ronda de críticos los elogiaron y los alabaron con aplausos, sonrisas, chupándose los dedos y con expresiones como “Tout simplement eXquis”, quizás ése debía ser el motto; tiene más sentido. Pero, siendo un cliente, un huésped más, alguien que se mezcla con el resto por curiosidad y por una cena familiar, no puedo estar de acuerdo con aquellos que cayeron rendidos de rodillas. Debí saber que las reservaciones eran demasiado fáciles para un día domingo, en especial a las siete y treinta y de la noche, y en un restaurante cuyo nombre anda de boca en boca, de tweet en tweet, Instagram en Instagram, y de Pinterest en Pinterest.

Ser parte del servicio no es sólo “servir”, es una profesión, es una responsabilidad, es un trabajo, por lo cual, aquellos que avisan su llegada, deberían ser tratados con ciertas notas dulces por sobre aquellos que llegaron de forma impromptu; mi consideración debe ser su consideración, al menos a nivel de servicio y no de cocina. Ser parte del servicio no es algo degradante, es cansado e intenso, hay huéspedes difíciles y otros fáciles, es entendible: yo no podría hacerlo, y por eso agradezco a quienes tienen la mala suerte de tener que poner el platillo frente a mí. La disciplina y la homogeneidad deben predominar, porque no se puede juzgar a un restaurante por su fachada, pero sí por sus motores; por la coherencia del uniforme y por la limpieza de este, por la pulcritud y la elegancia de cada uno, por la cortesía y la amabilidad. Una disculpa, por una espera a pesar de tener una reservación, es suficiente, pero no lo es para una hora de espera; puede resultar en la huida, pero, si la comida vale la pena, vale la pena esperar también.

La gerencia puede fallar en todo menos en liderazgo, y el liderazgo se puede ver en cuánto se respeta la capacidad del local, algo que no fue logrado por falta de asientos, pero también se entiende, porque se dice que tienen los mejores cocktails.

Los errores del Chef, probablemente son pocos a la hora de cocinar, es entendible por la cantidad de platillos simultáneos que cocina y porque, repito, sé que no es su intención decepcionarme con su comida, pero sí es error suyo dar a conocer el caos de la cocina con gritos, de obscenidades e intercambios soeces, sean en inglés o en francés; el público se da cuenta y crea inestabilidad e incomodidad en el ambiente. Molesta e incomoda.

La variedad de la comida es justa, da espacio para explorar y para mejorar, para retirar y para reajustar. El sabor es justo, algunas notas fuera de control, pero se lo atribuyo al ajetreo de la noche. Las porciones son precisas, y la composición es perfectamente flexible. El precio es “$$-$$$”, y es justo también.

Estaré de acuerdo en que debo ponerme de pie y aplaudir la selección de postres, un verdadero sazón casero, aunque gourmet, y que cubre al menos un antojo, en especial la Tarte Tatin de ananá, con glaseado de bourbon y helado de vainilla. Se merece una ovación.

El servicio es cuestión de práctica, de experiencia, y de esfuerzo, y es algo en lo que se puede mejorar”.

     —No fue tan ruda —rio Sophia.

     —Ha habido peores, sí —asintió Emma, tomando su iPhone para escribirle a Margaret—. Este fue más consejo que asesinato, no fue como con “Bourbon & Scotch” —rio, comenzando a escribir ese “Leí la columna, pocas veces he sabido de una ovación suya, Spicy Devil ;) “.

     —Me la esperaba reventando, sacando humo por las orejas —resopló Phillip—. Por cierto, hablando de mi suegra —dijo, sacando, del interior de su saco, un sobre negro, de papel muy fino y reluciente—. A esto iba a tu oficina, Natasha me pidió que te la llevara —sonrió, alcanzándosela.

     —Oh… oh… oh —canturreó, pues, con tan sólo ver que estaba sellada con cera, supo qué era.

     —¿Es lo que creo que es? —resopló Sophia, viendo a Emma sonreír.

     —No sé —rio Phillip—. ¿Qué crees que es?

     —Maggie’s Birthday —sonrió Emma, repasando el sello en la cera con su dedo; era la medusa de Versace, y le alcanzó el sobre a Sophia para que ella lo abriera.

     —Creí que sólo a mí me emocionaba su cumpleaños —dijo Phillip.

     —¿Bromeas? —ensanchó Emma su mirada mientras llevaba su vaso corto a sus labios y veía a Sophia despegar la solapa del sobre—. Buena música, buena comida, buen ambiente… y es como para nunca perderse al ex-Mayor Michael Bloomberg bailar “You’re The One That I Want” con varios Whiskys encima —rio—. Es de ver con qué nos sale de Blasio en su primera fiesta.

     —La del año pasado fue demasiado buena —comentó Phillip.

     —Sí, tú de Fedora y vestido y peinado como en los veinte… eso no tiene precio —guiñó Emma su ojo.

La invitación era cosa de otro mundo, como siempre. En cuanto Sophia la sacó, se encontró con una tarjeta doblada por la mitad. De frente era la misma medusa en negro, ahora perforada para crear el contraste con el fondo color blanco hueso en el que se mantenía aferrada con capricho. Al abrir la tarjeta, únicamente sobre el lado derecho, pudo ver aquel diseño en el que sabía que Margaret había invertido bastante tiempo. Era una placa propia del barroco, con elegantes flechas que salían del medio de cada extremo horizontal, elementos ornamentales característicos de la época, y, en donde Sophia sabía que existía una Flor de Lis, estaba de nuevo la medusa que gritaba “vanidad”. En medio de dicha placa, con una tipografía demasiado coherente, se leía “Margaret Anne Robinson” y, bajo esto, su fecha de nacimiento. Decía cuál era el motivo, no sin antes hacer constar que era ella la agasajada principal, decía la hora: 19 de abril de 2014, decía el lugar: Grand Ballroom, decía la hora: 7:00 p.m., y decía algo extraño, era en beneficio de St. Jude’s. Eso era nuevo.

—Masquerade Ball —murmuró Sophia en cuanto llegó al código de vestimenta—. Me debes cincuenta —le dijo a Emma, pues habían apostado a que era Masquerade Ball o “Hairspray”.

     —Fuck —resopló Emma.

     —Ahora, ¿en dónde se supone que voy a conseguir un vestido de esos? —frunció su ceño.

     —Pia, como si no conocieras a Margaret —rio Phillip.

     —¿Eso qué significa?

     —Significa que es una cosa relativamente moderna —sonrió.

     —Por favor, dame más ganas de llegar al diecinueve de abril —le dijo Emma, pues la fecha sí la sabía, y el lugar también.

     —Como es en beneficio de St. Jude’s… —se aclaró la garganta—. Son setecientos veinticinco invitados en total, la Filarmónica va a tocar hora y media, luego va a entrar un grupo que no sé de dónde lo ha sacado Margaret —dijo, sabiendo que era el que tocaría en la boda de las presentes y que era la prueba de Natasha para darles el visto bueno, pues una boda era más importante que un cumpleaños a pesar de que, en el cumpleaños, habría gente relativamente importante—. Y, bueno, tú sabes cómo es con la comida; champán por todas partes, comida con toques del siglo quince… y máscaras, moda, y no sé qué más —se encogió entre hombros; tanto no sabía, sólo sabía lo que Natasha le decía entre risas—. Van a tener que ir para vivirlo, y vas a tener que vivirlo para contarlo.

     —Ya veo un viernes y un sábado lleno de Saks, Bergdorf’s y Barney’s —sonrió Sophia para Emma.

     —¿Ves por qué la amo, Felipe? —le dijo, señalándola con su dedo.

     —Por la misma razón por la que mi esposa se ama a sí misma —bromeó, recibiendo, en su hombro, un golpe de “eres un grosero” de parte de Sophia.

     —Por cierto, y cambiando el tema —le dijo Emma—, ¿veremos a tu mamá en el cumpleaños de Margaret?

     —No creo —sacudió su cabeza, llevando su mano a su cuello para aflojarse la corbata, como si la mención de su progenitora lo ahogara, porque lo ahogaba.

     —¿Todo bien con ella?

     —Mmm… —suspiró—. Yo no sé si ustedes tuvieron esa sensación en algún momento —dijo, paseando su mano por su cabello, el cual ahora tenía cierta semejanza al peinado del Hombre de Acero del 2013—, pero me siento invadido.

     —Sí —asintió Sophia—, te desespera que merodeen por ahí, como queriendo saber qué haces, queriendo saber en dónde escondes tus secretos.

     —Sí, es como si estuviera buscando my secret porn stash, the one I don’t have —repuso, sintiéndose un poco mejor al no saberse tan mal hijo—. Anda de habitación en habitación, abriendo gavetas y registrando todo —sacudió su cabeza.

     —¿Qué te da miedo que encuentre? —le preguntó Emma, pues sabía de la sensación pero no la conocía de primera mano, al menos no con su mamá, pues Sara siempre se mantuvo al margen de la puerta a menos de que fuera invitada a pasar adelante o pidiera permiso para hacerlo.

     —No oculto nada —sacudió su cabeza—. Pero me incomoda que abra la gaveta de los retazos de tela que se pone Natasha —dijo eufemísticamente—. La vez pasada, el lunes, si no me equivoco, llegué a media mañana para cambiarme el traje, y la encontré como inspeccionando un hilo de Natasha y, cuando se dio cuenta de que la estaba viendo, sólo me dijo: “esto no es lo que usa una señorita decente”. —Emma no pudo más, y, con disimulo, atrapó su silenciosa carcajada entre su mano, en esa “facepalm” que decía Sophia—. “Phillip Charles, tu corbata tiene más tela que esto” —la imitó—. Por suerte no tuve que escuchar lo que pensaba de la gaveta de al lado.

     —¿Qué hay en la gaveta de al lado? —rio Sophia.

     —Emma María, ayúdame con los términos, por favor —le dijo, pues él todo lo podía resumir a “eso en lo que se ve muy sexy”.

     —Corsets, Bustiers, Cinchers, Garters, Bodysuits… todo lo Wolford… básicamente todo lo que define a Kiki de Montparnasse —le explicó a Sophia, quien dibujó un “oh”, pues se asombró de saber que tenían una gaveta exclusivamente para eso, y luego se acordó de cuando Phillip les había dicho que dejaran una gaveta libre; era para eso.

     —En fin… mi mamá es mi mamá, y ni modo, pero con Natasha es increíblemente desesperante —sacudió su cabeza—, ni yo sé cómo es que Natasha no me ha pedido el divorcio; es como si se encargara de desesperarla al punto de acabarle la paciencia que sé que no tiene.

     —¿Y tu papá? —ladeó Emma su cabeza.

     —Construyendo, como siempre —sonrió—. Creo que se le ha quitado un peso de encima ahora que no está mi mamá, pero, como nunca se queja y nunca se ha quejado, y nunca se quejará, no sé…

     —No… digo, ¿qué dice de tu mamá venir con equipaje de mano y quedarse?

     —Pues, le da risa… creo que le da vergüenza con Natasha, pero no sé… Papá es de pocas palabras —se encogió entre hombros.

     —¿Y tú? —le pregunto suavemente Sophia.

     —Yo no sé cómo hacen ustedes cuando vienen sus mamás —rio.

     —No se quedan por tanto tiempo —le dijo Emma.

     —De igual forma —sacudió Phillip su cabeza.

     —Vamos, Pipe… no es como que no nos hemos visto las intimidades —bromeó Sophia, haciendo que el mencionado se sonrojara—. Habla sin restricciones, de esta mesa no sale pero ni para tu esposa. —Phillip volvió a ver a Emma, quien asentía repetitivamente, pues ella sabía cosas de Natasha y cosas de Phillip, y raras veces, muy raras veces las utilizaba para convertirse en mediadora o intermediaria, con quien tenía complicidad declarada era Sophia.

     —¿No les incomoda hacerlo cuando alguna de sus mamás está en la cercanía? —susurró, intentando que no escuchara ni la mesa de al lado, esa que estaba vacía, aunque, además de ellos tres, sólo había otra mesa y al otro extremo del restaurante.

     —Antes de tu boda —le dijo Emma—, casi-casi lo hacemos frente a mi mamá —se encogió entre hombros—. Después de tu boda lo hicimos con mi mamá en la habitación del otro lado del pasillo —rio nasalmente.

     —Lo hicimos repetidas con mi mamá y mi hermana en la habitación del otro lado del pasillo —le dijo Sophia—. Creo que simplemente no tenemos tanta vergüenza como creemos.

     —Eso pasa cuando tiene que pasar, y en donde tiene que pasar, supongo —añadió Emma.

     —Los días que he podido han sido los días en los que mi mamá salió a cenar con los que les quiere comprar las plataformas, o los domingos, o los jueves.

     —Ah, no van a misa, par de conejos —se carcajeó Emma.

     —A las diez se la lleva Hugh, porque a las diez y cuarto es la misa con el coro en Saint Patrick’s… mi mamá sólo se mete al ascensor y ya no supe nada hasta las once y media… igual el jueves, me regreso del trabajo a las cuatro porque a las cinco y cuarto se va a misa también, aunque los jueves no regresa hasta las siete y media, entonces hay más tiempo, se hace con paciencia.

     —Entre dieta de pan y agua, y sexo de jueves y domingo… —resopló Emma—. Es cruel, la rutina es cruel.

     —Es que... yo no sé si Natasha les contó, pero, cuando recién venía, quizás tenía una semana de haber venido, nos abrió la puerta —se sonrojó—, menos mal que Natasha estaba de espaldas a la puerta.

     —Ese detalle no lo mencionó, sólo mencionó lo de los Hamptons —resopló Emma.

     —Ni lo digas —sacudió su cabeza—, si con esa vez que me abrió la puerta fue un boner killer, me la abría de nuevo y se me caía todo el aparato: pito y pelotas —dijo con ese tono de ser víctima de una verdadera aberración, y, ante ese educado y elocuente “pito y pelotas”, Emma y Sophia estallaron en una estrepitosa carcajada que inundó el restaurante hasta la cocina—. Literalmente: castrado del susto —sacudió su cabeza.

     —Boundaries —murmuró Emma—, así de sencillo es.

     —¿Pardon?

     —Felipe, ya no tienes cinco, y creo que ni cuando tenías cinco era tan “devota” —le dijo—. Mi mamá, ni por la relación que tenemos, ni porque es mi mamá, ni porque es mi casa y se siente como en su casa, va a ir de gaveta en gaveta.

     —Pero eso es porque es tu mamá, y tú eres mujer, y ella te conoce las intimidades.

     —Quizás salí de su vientre —dijo en ese tono un tanto dramático—, pero ella sabe que eso no le da derecho a saber si uso tangas o G-strings —sonrió.

     —Ah, quizás ahí está la diferencia —rio Phillip—, yo fui cesárea, y mi hermana también: mi mamá no quería pujar, ni que le doliera más de la cuenta, y eso es algo que nos ha dicho desde siempre.

     —Cazzo —rio Sophia—, con mayor razón; si no te pujó por esa razón, déjala que se asuste… o sea, el que busca no necesariamente encuentra, pero puedes encontrarla en el camino.

     —¿Y eso cómo se hace?

     —Se llaman “practical jokes” —le dijo Emma, y Sophia asintió.

     —Mi mamá era más o menos así, era de las que sólo entraban a mi habitación sin llamar a la puerta… pero nada que una acción comprometedora no hiciera.

     —¿Cómo? —frunció Phillip su ceño.

     —Pan estaba con ella —le dijo Emma, con ese notable disgusto y asco que le daba pronunciar la abreviación de su nombre—, y se la estaba comiendo —suspiró—. A besos, ¡a besos! —dijo al notar cómo había sonado.

     —En realidad sólo me estaba aplastando —rio Sophia—, pero se vio como se tenía que ver para que mi mamá aprendiera.

     —Lo que Sophia quiere decir es que: si no aprenden por las buenas, que sea por las malas —se apresuró a decir Emma para que no siguiera con el tema de Pan.

     —Lo consultaré con mi esposa —sonrió, y sonrió doble al ver que ya la comida se acercaba—. Dios, cómo amo cuando ya pasó la hora de almuerzo genérica; todo está listo en nada.

     —Estás que te comes la mesa, Felipe —bromeó Emma, viéndolo tomar la servilleta de la mesa de al lado para colocarla sobre su regazo al mismo tiempo que escondía las puntas de su corbata entre los botones de su camisa, pues Natasha le había enseñado a nunca tirarse la corbata por el hombro porque eso era simplemente detestable y se veía peor.

     —¿Y cuál es tu excusa? —se volvió hacia ella, escuchando el “thank you” susurrado que caracterizaba a Sophia al recibir el plato frente a ella.

     —Me pasé toda la mañana trabajando unos cambios en la ambientación que quieren unos clientes —sonrió—. A veces odio cuando les sugieres “A”, ellos te dicen que quieren “B”, y dices “está bien” —dijo, haciendo una pausa para agradecerle al mesero—, pero les explicas que “A” se ve mejor y que es mejor, y les enseñas cómo se ve la diferencia entre “A” y “B”, pero deciden quedarse con “B”, y, cuando la casa ya está tomando forma, te preguntan si se podría hacer “C” en lugar de “B”, pero resulta que “C” es lo mismo que “A”…

     —Algo así solía sucederme cuando trabajaba en inversiones de Bolsa… me decían “compra cien” y yo les aconsejaba que no, pero me decían “compra quinientas, entonces”… cuando las cosas se iban al hoyo, me decían “vende ochocientas” para compensar las quinientas que compraron —sacudió su cabeza—. Cómo odié ese año, y no por el dinero sino por los clientes y los jefes inmediatos.

     —Debe ser estresante —comentó Sophia.

     —Demasiado para mi gusto —asintió, tomando el tenedor y el cuchillo a la inversa de como las dos féminas los tomaban; la desgracia de ser zurdo—. Pero es una experiencia única.

     —¿Qué hacías? ¿Llamabas a la gente para saber si estaba interesada en comprar?

     —No —rio—. Yo estaba frente a mil pantallas, y estaba a cargo de jugar con cierta cantidad de dinero para sólo generar más… estaba al pendiente de dónde comprar, dónde vender, de comprar cuando abríamos nosotros y de vender cuando cerraba Tokyo, o Londres, o Australia. Empecé con veinte mil dólares, a los seis meses ya manejaba alrededor de cuarenta y cinco millones, al año superé los doscientos setenta.

     —¿Ves por qué le confío mi capital local? —sonrió Emma.

     —No conocía ese lado apostador tuyo, Pipe —asintió Sophia.

     —Ése es el problema, que muchos apuestan y son optimistas, no observan los patrones.

     —¿En qué movías el dinero?

     —Estaba en la cuenta de CitiGroup, y movía dinero entre American Eagle, Chico’s y Hansen Natural.

     —Ah, ¿de ahí te trasladaron? —preguntó Sophia, y él asintió—. Ya veo… —murmuró, y le dio el primer bocado a su Steak, «mmm…».

     —Si tienes preguntas sobre el tercer socio —dijo Emma entre el respiro que daba para atrapar papas con su tenedor—, puedes preguntarle a Phillip; él sabe cómo funcionamos, y seguramente te lo puede explicar mejor que Alec o que yo —sonrió, sabiendo que tenía preguntas porque ella se había encargado de generarlas.

     —¿Estás interesada en la sociedad? —sonrió Phillip, sabiendo exactamente lo que tenía que decir porque sabía los planes de Emma.

     —No, es sólo que Alec me preguntó si quería ser parte de la sociedad —se encogió entre hombros.

     —¿Cuál es el porcentaje que te está ofreciendo?

     —Veinticuatro o veinticinco —dijo, y Phillip volvió a ver a Emma, quien sólo suspiró sobre el hielo de su vaso corto; bebida terminada.

     —Es bastante —comentó, aunque en realidad hablaba con Emma.

     —Y bastante caro también —resopló Sophia.

     —¿Te lo ofrece en precio neto, de acuerdo al valor real, o te lo ofrece con planes de pago, o rebajas, o qué sé yo?

     —Lo que realmente cuesta, supongo.

     —El veinticuatro por ciento cuesta… nueve sesenta —dijo, haciendo una pausa para masticar cómodamente el trozo de jugoso Steak—. El veinticinco, por ende, cuesta un millón… y, el veinticuatro, más uno, cuesta nueve ochenta —le dijo, notando la evidente confusión que empujaba su ceño hacia abajo—. Hay una diferencia entre veinticuatro-más-uno y veinticinco —sonrió.

     —Para mí los dos son veinticinco —rio.

     —Es una medida de control, es un poco anticuada, pero funciona en ciertos casos, en casos como el Estudio —dijo—. Cada compañía, empresa, corporación, o lo que quieras, funciona con un código o con un proceso para hacerlo todo más transparente, tanto a la hora de presentar todo al IRS como para saber quién tiene qué. ¿Has escuchado de la tabla de Pensabene? —le preguntó, y Sophia tambaleó su cabeza.

     —Yo no la uso, pero Emma sí… pues, para Arquitectura.

     —Bueno, esa tabla tiene cualquier cantidad de cosas que puedas necesitar, es hasta práctica e inteligente, eso lo admito —dijo para Emma—. Hay una parte de la tabla que se refiere a la sociedad, la cual se pone en referencia en la constitución organizacional, por así decirlo. Cada porcentaje tiene sus beneficios y sus obligaciones, va del uno al diez, del once al veinte, del veintiuno al veinticuatro, del veinticinco al cuarenta, del cuarenta y uno al cincuenta, del cincuenta y uno al setenta y cinco, y del setenta y seis al cien, pero, llegando al cien, ya no es sociedad —rio—. Ese espacio que hay entre el veinticuatro y el veinticinco por ciento, es lo que se denomina, según las definiciones de Pensabene, como “más uno”, que también aplica para el “diez más uno”, o para el “veinte más uno”, o para el “cuarenta más uno”, y así sucesivamente. En el caso del veinticuatro-más-uno, significa que tienes el veinticinco por ciento pero que no tienes las obligaciones ni los beneficios de un socio que tiene un veinticinco por ciento real y concreto, tienes las obligaciones y los beneficios del veinticuatro por ciento, las obligaciones del uno por ciento las relevan las del veinticuatro por ciento, pero los beneficios se suman.

     —Ajá… —murmuró, intentando procesar toda la información a medida que masticaba otro bocado.

     —Por ejemplo, hablando de beneficios, por el uno por ciento tienes aumento salarial fijo del diez por ciento, aumenta tu bono de fin de año en un diez por ciento, la comisión del Estudio por cada proyecto que tomes se reduce en un tres por ciento. Ahora, por el veinticuatro por ciento tienes aumento salarial fijo y de bono de fin de año de un quince por ciento, y la comisión del Estudio se reduce en un cinco por ciento. Entonces, si tienes veinticuatro-más-uno, es lo que le corresponde al veinticuatro por ciento, pero, a nivel administrativo, tienes algunos beneficios del veinticinco por ciento.  

     —¿Y si tengo el veinticinco por ciento?

     —Aumentos del veinticinco por ciento y reducción de comisión en un siete por ciento.

     —¿Y eso qué lógica tiene? —frunció su ceño.

     —Es por las “obligaciones” —suspiró—. A partir del veinticinco por ciento, la constitución te obliga a ser parte del estudio en todo sentido: legal, corporativo y económico. Eso significa que tu nombre está en la puerta, en la factura, en todo, tienes que tomar decisiones corporativas, lidiar con algo que muchos llaman “política”, pero eso sólo sería en cuanto a TO… el resto sería ya un cambio en todo sentido, hasta en el sentido financiero personal.

     —Entonces, con el veinticuatro-más-uno, ¿qué? ¿No soy socia?

     —Sí lo eres, pero en papel, y no hablo de factura, sino de sociedad nada más; eres como socia silenciosa, por así decirlo. Tienes voz y tienes voto, pero no tienes derecho para vetar; ese derecho se adquiere con el veinticinco por ciento completo y concreto.

     —¿Algo más que deba saber? —resopló, sacudiendo su cabeza.

     —El resto lo podemos discutir si estás realmente interesada en ser el tercer socio —sonrió—, son cosas administrativas más que nada.

     —Sólo me gustaría saber por qué Alec me lo está ofreciendo a mí y no a Belinda, o a Pennington —comentó, más para Emma que para Phillip, pero notó que a él le había llamado la atención.

     —Belinda estaba interesada en el uno por ciento, ¿no? —se volvió Phillip hacia Emma, quien comía en silencio con suprema rectitud de espalda, una postura que parecía ser la caricatura de Sara.

     —“Estaba” —murmuró, pero notó que para Sophia esa no era suficiente respuesta—. Cuando Alec le ofreció el uno por ciento a Belinda, se lo ofreció con el precio del año pasado, y ahora, que le dijo lo que costaba en realidad, Belinda ya no está interesada en eso —dijo, estando muy de acuerdo con la posición de Belinda, pues ella habría reaccionado de la misma manera.

     —¿Es mucha la diferencia? —preguntó Sophia, invadida de curiosidad.

     —Son veintisiete mil diferencias —sonrió Emma.

     —Cazzo, così tanto? —exhaló Sophia.

     —El año pasado, más o menos por enero o febrero, TO evaluó el valor del estudio para saber si eran estables —comenzó diciendo Phillip.

     —Espera, antes de que continúes, ¿pueden explicarme por qué VP y no Bergman?

     —Porque Bergman es demasiado ambicioso; querían la licitación de la Freedom Tower y, por estar seguros de que la tenían, perdieron casi cincuenta millones en proyectos que fácilmente podían haber trabajado, además, Bergman se mete con la política y con la religión, nosotros, tal y como lo definimos con Volterra, nos regimos por “comodidad, lujo, accesibilidad y conservación del patrimonio cultural”, si hablamos de arquitectura la proporción de proyectos civiles, contra los corporativos, es de ocho a dos, el de Bergman es de doce a uno pero en proyectos corporativos contra civiles —dijo Emma, sabiendo que era un buen lugar por el cual comenzar—. Además, nosotros no construimos cosas de plástico —rio sarcásticamente.

     —En el aspecto económico —rio Phillip, acordándose de cuando Emma, en una reunión en la que sólo estaban ellos dos y Volterra, había hecho el comentario de que a Bergman ya cuatro proyectos se los había volado tres distintos tornados de tres distintas magnitudes en la misma zona en la que VP tenía ocho proyectos, y el comentario había sido: “ni tornado necesitan, yo llego, soplo, y la casa por allá voló”—, ustedes tienen mayor estabilidad en cuanto a que, por cada proyecto que tomen, al estudio le pertenece una parte, mínima, a la que se le suma la cuota anual que tienen que cumplir. Bergman comete el error de que todos sus clientes le pagan al estudio, y luego se reparte en salarios altos, pero, lo que “sobra”, por así decirlo, es lo que deciden invertirlo en la bolsa. ¿Por qué crees que hubo recorte de personal y que ahorita se están moviendo de local? —rio, y Sophia se encogió entre hombros—. Perdieron el setenta y siete punto doce por ciento del capital, de cincuenta y cuatro Arquitectos se quedaron con treinta, y de cuarenta y dos Ingenieros se quedaron con veintiuno. Yo te juro que ya veía venir la declaración de bancarrota…

     —¿Y nosotros qué hacemos con el dinero? —frunció Sophia su ceño.

     —El porcentaje que te quita el estudio, más tu cuota, más lo que se genera en lo que nadie ve… —sonrió, pero Sophia necesitaba saber.

     —Hace años, cuando yo le compré el veinticuatro-más-uno a Volterra —intervino Emma—, básicamente el precio fue que me hiciera cargo de una deuda, yo puse una cantidad de dinero y ya.

     —¿Y ya? —elevó sus cejas.

     —Tu novia vino a mí para que le dijera qué hacer, y nada que no se pudiera hacer con una pantalla y un teclado —sonrió—. Me dio “x” cantidad, aumenté el volumen, se pagó la deuda, y, lo que sobró, se utilizó para generar fondos sin tener que volver a jugar directamente en la bolsa.

     —¿De qué era la deuda?

     —Era lo que faltaba por pagar del espacio —dijo Emma, dándose cuenta de que eso no sonaba nada coherente—. El edificio, así como prácticamente todo Rockefeller Center, es de Tishman Speyer. Cuando el mercado estaba demasiado mal en el ochenta-y-tanto, Pensabene tuvo la brillante idea de comprar el espacio en el que está la parte vieja del estudio, cuando Volterra me dijo que, por ser socio de Pensabene y que la deuda estaba a nombre del estudio, la deuda seguía vigente con “x” monto. Ahí no se calculó el valor de nada, simplemente me dijo que necesitaba dinero para liquidar esa deuda, sino nos íbamos a ahogar, a cambio me ofreció el cincuenta por ciento para que quedáramos iguales, pero, conociendo lo que el apellido “Pensabene” significaba, decidí poner el dinero como si fuera el cincuenta por ciento a pesar de que sólo era el veinticuatro-más-uno.

     —O sea, regalaste dinero —resopló Sophia.

     —Lo recuperé en… ¿en dos y medio? —se volvió hacia Phillip, quien asintió—. Fue una inversión —sonrió.

     —Entonces —intervino Phillip—, ustedes en realidad no pagan alquiler, ustedes son dueños de su espacio hasta el día en el que ese monstruo de edificio se caiga, de ahí no los van a sacar aunque quieran, la deuda está saldada —dijo, haciendo una breve pausa para beber de su cerveza—. Ustedes pagan servicios: energía eléctrica, agua, teléfono, internet, etc., pero no pagan lo que la mayoría sí.

     —¿Por qué Alec no puso el dinero? —le preguntó a Emma.

     —Porque Alec estaba con lo del espacio del Taller —sonrió—. ¿Qué hacemos con el dinero? —preguntó en tono retórico—. Pagamos cuentas de servicios, el café, el té, papel, mantenimientos de equipo, licencias de programas, etc… y, con ese dinero, junto con un poco más, que fue por eso que compré el cincuenta por ciento adicional, y junto con la otra mitad que nos dio TO, compramos la parte nueva del estudio.

     —Además de eso, porque siempre se procura que haya un excelente colchón ergonómico para el tiempo de las vacas flacas, tienen maquinaria propia —añadió Phillip.

     —¿Y el taller?

     —Prácticamente se paga solo —respondió Emma—. Cuando no estamos usando maquinaria pesada la arrendamos, y entran cosas directamente al taller… de eso se encarga el Christian —resopló Emma, pues era al único al que todos se referían como “el Christian”, quien era el gerente del taller.

     —Ah, ya veo —suspiró Sophia, intentando digerir toda la información.

     —Ahora, eso por la parte de por qué VP y no Bergman —dijo Phillip—, pero, por la parte de por qué subió tanto de precio, es simple y sencillamente porque tienen a TO en el fondo.

     —Te vas a dar cuenta de que, de la nada, llegan clientes nuevos con proyectos enormes y que no titubean en entregarte la chequera para que pongas tu precio —le dijo Emma—. Carter llegó a ti porque Junior le dijo. García llegó a nosotros porque tiene trato con ellos, igual que con el que está trabajando Volterra. Supongo que damos más confianza y tenemos más credibilidad; nosotros no somos un Estudio que se especializa en optimizar y explotar un espacio para meter doscientos cubículos, nosotros hablamos de comodidad, de que pensamos en ergonomía, y tratamos con personas en especial, somos más civiles que corporativos, y, en cualquier caso, cuando hacemos algo corporativo siempre cae bajo la rama de lo hospitalario y no de lo industrial: hoteles, restaurantes, boutiques, etc. —sonrió.

     —Hasta yo pienso así —resopló Sophia, viendo a Emma asesinar, con su tenedor, el tenedor de Phillip, quien, traviesamente, intentaba robarle tres papas fritas al él habérselas terminado ya.

     —Siempre podemos pedir otra orden —rio Emma.

     —Que sean dos —sacó Phillip su lengua, levantando la mano para llamar al mesero que los acosaba con la mirada al no tener nada mejor que hacer.

     —¿Por qué tú y no Belinda? —murmuró Emma para Sophia, y ella asintió—. Tú sabes por qué —le dijo con esa mirada que se me hace imposible describir.

     —Bueno, igual, a Belinda le ofreció el uno por ciento, que ya cuenta como socia, ¿no?

     —Entre tres socios sí, si hubiesen cuatro no tanto —respondió Emma—. Entre tres no hay nada que la locura de Pensabene no lograra inventarse, para cuatro socios sí, en ese caso dice que cada uno tiene que tener, por lo menos, el cinco por ciento para ser considerado socio… la locura lo hizo describir hasta qué pasaría si el estudio tuviera diez socios, cómo se manejaría todo —sacudió Emma su cabeza.

     —¿Por qué no sólo cambian eso? —frunció su ceño Sophia.

     —Porque, raramente, funciona a la perfección —dijo Phillip, apuntando las papas de Emma y señalando un dos con sus dedos para pedirle, desde lo lejos, las dos órdenes al mesero.

     —El primero que se fue, porque quería irse, fue Bellano —dijo Emma.

     —Y yo —se sonrojó Sophia.

     —Pero lo tuyo fue más personal que laboral —rio Emma.

     —En teoría, sólo Emma puede despedirte —comentó Phillip.

     —Y en la práctica también —frunció Emma su ceño.

     —¿Porque es mi novia o porque es la socia mayoritaria?

     —Porque perteneces al departamento de diseño ambiental —sonrió Emma—, y porque eres mi novia, y porque no tengo razones para despedirte —guiñó su ojo—. Volterra no puede meterse en mi departamento, así como yo no me meto en el suyo con los Ingenieros.

     —¿Si él quiere puede contratar a Segrate de nuevo?

     —¿Cuánto tiempo le queda a esa escoria de la vida? —rio Phillip.

     —El mes que viene tiene que irse, según Volterra… pero creo que lo va a terminar contratando de nuevo —sacudió Emma su cabeza.

     —¿Y vas a dejar que lo contrate? —le preguntó Phillip.

     —Él ya sabe cómo me siento respecto a él, que prefiero darle fuego a su salario, o arrojarlo por la ventana para que Rockefeller Center lo agarre —se encogió entre hombros—. De igual forma, si lo contrata, él entraría inmediatamente como “Class C” y no como “Class B”.

     —¿Qué es eso? —interfirió Sophia.

     —“Class C” son personas como Selvidge, que no tienen que aportar una cuota tan alta como la que tú y yo pagamos —respondió Emma—. Siempre el personal nuevo es “Class C”, y ganan menos por lo mismo, y tienen beneficios muy reducidos, además, los podemos despedir prácticamente sin problemas.

     —¿Por qué eso no lo sabía yo? —suspiró Sophia.

     —Esos términos están en la constitución —sonrió Phillip—. Ese documento está abierto para el que quiera leerlo, pero nadie lo hace porque es una mierda del grosor del cuarto libro de Harry P-Potter —tartamudeó adrede.

     —¿Cómo pasas de “Class C” a “Class B”?

     —Por clientes… es la misma tabla de Pensabene —rio Phillip, pues él odiaba esa tabla, pero respetaba que funcionaba y que tenía lógica.

     —¿Qué soy yo?

     —“Class B” —sonrió Emma—. “Class A” son los socios —dijo, y añadió—: Volterra dice que Pensabene decía que lo había denominado “Class A” porque siempre, en la punta, están todos los “Assholes” —rio, y, rápidamente, vio cómo Sophia le sonreía con cierta satisfacción mientras paseaba su lengua, con abundante lascivia, por su labio superior—. Fuck… —susurró, hundiendo su mirada en la palma de su mano, aniquilando la etiqueta de la mesa al colocar su codo sobre ella, y no se dio cuenta de que su gemido mental había sido expulsado sin vergüenza alguna.

     —¿Qué pasó? —resopló Phillip.

     —Nada, nada —suspiró, elevando su mirada, dejando su rubor al descubierto para ver la divertida mirada de Sophia. Definitivamente sabía cómo asesinar el mal humor de Emma.

     —Volviendo al tema, que todavía no me responden completamente… —rio Sophia.

     —Pregunta, y diré dos puntos: ¿por qué te ofreció del veinticuatro al veinticinco? —le preguntó Phillip con su ceño fruncido—. Digo, ¿por qué no el mismo uno por ciento que le ofreció a Belinda?

     —How should I know? —resopló, agachando la mirada para acosar el pie de Emma, el cual, suavemente, rozaba su pantorrilla como por “accidente”, pues, al tener las piernas cruzadas y ella no, Emma sólo tenía que subir un poco su pierna para alcanzar su pantorrilla.

     —Junior envió un memo en el que pedía que le informáramos sobre el manejo del veinticinco por ciento que está a la venta —dijo Emma.

     —Ah… —suspiró Phillip, entendiendo rápidamente por dónde iba eso—. ¿Se lo respondió en memo o en algo menos oficial?

     —En memo —respondió Emma, subiendo su pie un poco más para agravar el rubor de Sophia, el cual se escondía disimuladamente en una mirada baja por estar cortando un trozo de carne.

     —¡Uy! —sacudió su cabeza, asustando a ambas mujeres por asumir que era por el roce de piernas—. Bueno, Emma María, si no consigues a alguien a tiempo, sabes que puedes contar conmigo.

     —Ah —rio nasalmente—, no, si ya te puse en la lista de potenciales compradores —sonrió.

     —Para el veinticuatro-más-uno, ¿verdad?

     —Es correcto, Felipe.

 

*

 

—Bueno, no te sientas mal —rio Natasha, interceptándolo antes de que diera el primer paso de dudosas intenciones—. Puedes bailar conmigo también —le dijo, sabiendo exactamente que quería responderle que “no” porque Emma ya tenía las últimas ganas de seguir bailando con Volterra.

     —No, no te preocupes —le dijo Luca con una sonrisa educada.

     —Vamos —intentó persuadirlo—, ¿o me vas a dejar sola? —le dijo con esa mirada manipuladora, y él, viendo que Emma no terminaba de despegarse de Volterra, no tuvo más remedio que pensar un “ni modo”.

     —Está bien —suspiró un tanto frustrado, y Natasha lo haló hacia la pista con la más falsa de las sonrisas.

     —No bailo mal —rio al tenerlo nuevamente de frente—. ¿Tú?

     —Suelo bailar música diferente —dijo.

Vio que Emma se despegó de Volterra, no sin antes recibir un beso en casa mejilla, y, al ver que su mesa estaba vacía, resolvió sentarse con sus compañeros de trabajo.

                El primero era Clark, en su traje gris carbón con chaleco, de camisa de cuello y muñecas blancas pero de torso celeste bajo una corbata marrón oscuro, color que combinaba con el de sus zapatos. A su lado estaba el afroamericano que Luca había anulado, simplemente por su color de piel, al intentar descifrar quién era el afortunado de sustituir el “Pavlovic” en el nombre de Emma. Era el acompañante de Clark, nadie preguntó si era novio, compañero de vida, esposo, amigo, hermano, o qué, pero a Emma le acordaba, en cierto modo, a Ozwald Boateng sólo que, en lo que a su físico se refería, estaba entre Shemar Moore y Nathan Owens de guapo y complexión. Se llamaba Lance, y era un Ivy-League-Treasure de treinta y tres años que trabajaba en la Firma de su papá de Paralegal Senior a pesar de ser lo que su título dictaba. Increíblemente pulcro en su traje y corbata negra, culto e interesante, gracioso como pocas personas y muy cortés.

                Luego estaba Nicole, todavía con la resaca del embarazo que había terminado hacía mes y medio, pero era peso que no le interesaba quitarse porque a ninguno les importaba; ni a ella ni a Marcel, uno de los jefes del taller, y reconocido y conocido padre de su hijo. Ella era lo que cualquiera consideraba ser “average-looking”; piel blanca, cabello oscuro, no se moría del hambre y su cuerpo tampoco lo ocultaba, era una cómoda talla ocho de ojos café y labios rosados, de nariz irrelevante y de sonrisa amplia. Había logrado esconder su abdomen en un vestido corto bastante sencillo pero de buen gusto, pues eso sí que tenía: buen gusto. Era un Emilio Pucci negro que pretendía ser una camisa muy chic de manga corta y que bajaba hasta un poco arriba de sus rodillas, al final, en un grosor de siete pulgadas, tenía una capa de encaje blanco sobre el fondo negro, y el patrón era simplemente exquisito. Y sí, ella también conocía los Manolos, los suyos negros y de ocho centímetros de altura, puntiagudos y de gamuza.

Y Marcel, de su misma edad, con la complexión de mover cosas pesadas, de ser un fanático de los martillos de cualquier magnitud, mazo o martillo, para clavar o para derribar, para hacer encajar o para lo que se le ocurriera, se notaba que era Nicole quien lo había vestido, pues no dejaba de verse en su traje azul marino, con su camisa que costaba que fuera celeste, y con su corbata rosada en patrón floral paisley. La barba ligera, el cabello corto y alocado, la mirada y la sonrisa traviesa y seductora, sí, quizás por ahí, o por entre los ojos azules, era que Nicole se había perdido al punto de ser la pionera de las películas pornográficas grabadas por las cámaras del taller.

                Del otro lado de la mesa estaba Pennington, a quien Emma, de un tiempo acá, lo había empezado a llamar “Robert”. Le caía bien. Le acordaba a Billy Cudrup cuando tenía el cabello un poco largo. Sí, quizás era el hermano de Billy Cudrup y que lo patrocinaba Ralph Lauren de pies a cabeza para no perder la costumbre, siempre en traje azul marino, siempre con camisa blanca, siempre con zapatos negros, ahora con chaleco añadido, con corbata delgada a puntos blancos y con tie-clip.

                A su lado estaba Rebecca, quien había decidido divertirse junto a Pennington al ser los solteros en la mesa y que se tenían excesiva confianza. Don, a quien todavía le estaba construyendo su casa en las afueras de la ciudad, no había podido ser su “plus one” al tener que volar a Taipei para reunirse con un cliente que estaba dispuesto a comprar una de las dos tarjetas que tenía de Babe Ruth de 1916 por un poco más de ciento veinte mil dólares. Con ya veintiséis años, y dos años de ser miembro real del estudio a pesar de tener toda una eternidad de estar trabajando con Volterra al haber sido la niña prodigio que lo había deslumbrado cuando todavía estaba en el colegio, estaba más que cómoda entre los de VP, y ya no sufría de un microscópico complejo de inferioridad al saberse con un título real de Arquitectura y con suficiente poder administrativo como para darse el lujo de poder decir que era igual a Belinda y mejor que Nicole.

                Luego estaba Joshua, el ortodoncista y el esposo de Belinda. Cuarenta y dos años con sonrisa y cabello un poco largo, sonrisa perfecta, casi un metro ochenta a pesar de que se veía mucho más pequeño, quizás por la postura o por el corte del traje y la corbata delgada. Era secretamente fanático del karaoke, en especial de Queen, Tina Turner y Sir Mix-A-Lot. Su corbata era el complemento perfecto para el “lipstick red” que describía al Hervé Léger, fuera del hombro, de manga larga y ajustado, que envolvía a Belinda de modo “bandage”.

—Natalie, ¿cierto? —le preguntó Luca.

     —Natasha —lo corrigió con una sonrisa, sintiendo ese beat inundarle las venas porque no había de otro modo con esa canción.

Luca vio cómo ellos quedaban excluidos del resto, quienes bailaban “Rapper’s Delight” con goce de extrema libertad y compañerismo mientras cantaban esa divertida letra de “I said a hip hop, the hippie the hippie, to the hip hip hop, and you don’t stop, the rock it to the bang bang boogie, say, up jump the boogie, to the rhythm of the boogie, the beat” entre cabbage patch, los wops, el “hey ho”, el “makin’ it rain”, el “dirt off shoulder”, Julie que pretendía twerk. Phillip y Sophia sabían toda la canción, de principio a fin, sin que la lengua se les trabara por los catorce minutos, casi quince, que duraba la canción original, pero era porque, junto con el baile de Syrtaki, Sophia le había intentado enseñar el “running man”, y Phillip, en compensación y estando alcoholizado, le había empezado a cantar esa canción, luego los dos, compartiendo audífonos, con lenguas un tanto atropelladas, habían empezado la misión de aprenderla.

—¿Tú también eres…? —murmuró a su oído en cuanto Natasha lo tomó de las manos para que bailara con ella.

     —¿Soy qué?

     —¿Lesbiana? —dijo con ese tono de cierto asco, o de confusión, o de ambas cosas, pues consideraba a Emma un total desperdicio de mujer.

     —No —sacudió su cabeza—, mi esposo es el que está bailando con Sophia.

     —Lo siento, lo siento, no quise insinuar… —dijo avergonzado.

     —No te preocupes —sonrió con falsedad.

     —Tu eres amiga de Emma, ¿verdad?

     —Sí, ¿y tú? —rio, haciendo un crisscross en sus Stilettos en cuanto “This Is How We Do It” cortó la eterna canción.

     —No, a mí me gustan las mujeres —dijo, pero notó que Natasha no se refería a eso—. ¿Yo qué?

     —Asumo que eres su amigo, también, ¿no? —sonrió, tomándolo de las manos para intentar contagiarle, por osmosis, un poco de ritmo.

     —¿Desde cuándo son amigas?

     —Casi desde que vino —respondió, empezando a aburrirse por no poder llegar a donde quería llegar.

     —¿Y nunca me mencionó?

     —Mmm… dos veces —sonrió, respirando tranquilamente al haber podido llegar a esa conversación.

     —¿Sólo dos? —Natasha asintió—. ¿Qué dijo de mí?

     —Que ustedes se habían distanciado porque no estaban en la misma página, más bien que tú te habías alejado porque la habías visto un par de veces con Marco —dijo, refiriéndose a Ferrazzano—. Y que creías que no quería nada contigo porque estaba intentando regresar con él. —Luca no dijo nada, sólo se quedó estático. ¿Cómo pudo ser tan estúpido? No, pues eso yo tampoco lo sé, a mí que no me vea; esa respuesta no la tengo—. Y luego te mencionó hace dos meses para que le diera una invitación para ti —le dijo, interrumpiendo su ritmo para quedarse igualmente estática.

     —¿No me mencionó en ninguna otra ocasión? —frunció su ceño.

     —Eso me trae a algo que te voy a dejar muy claro —le dijo Natasha, tomándolo por el brazo para sacarlo de la pista con disimulo—. Yo no conozco la clase de relación que tenías con Emma, sé que no era como la que tengo con ella porque, de lo contrario, te habría mencionado con cariño, y no con una expresión de “todos los hombres son iguales”. No me interesa si ustedes eran amigos con derecho o no, no me interesa si a ti te gustaba o te sigue gustando Emma, pero definitivamente Emma ya no es la misma a la que le diste la espalda, y ya no es la misma mujer sola que yo conocí. Si te vas a quedar en la fiesta, y en su vida, respétala como una mujer a la que no tienes permiso de querer, respétala porque se lo merece; no cualquiera te busca por ocho años a sabiendas de que no va a saber nada, ni un “hola”, ni un “gracias”. Respétala porque es mujer, respétala porque no es tuya, respétala porque ya no tienen veinte, respétala porque le debes eso, respétala porque está con Sophia, y no hay nada que alguien pueda hacer para que eso deje de ser así, ni por ella ni por Sophia, respétala por Sophia… y respeta a Sophia, sino, créeme que soy yo la que me voy a encargar de que tú no vuelvas a saber de Emma —le dijo con una sonrisa que enmascaraba la advertencia—. Ten un poco de vergüenza y deja de desvestirla cada vez que la ves, y ten un poco más de humildad… porque no eres el mejor, no para Emma y no para los que están en este salón. Respétala por las buenas, y respeta que esto es porque ella se casó con Sophia.

     —Sólo Emma puede sacarme —le dijo, estando sumergido en indignación.

     —Emma no necesita sacarte porque no te va a dejar entrar; ella será muy amable contigo, pero esa confianza que se tenían, la ahogaste con ocho años de resentimiento… quédate si quieres, pero si te quedas es porque vas a ser un adulto con la madurez que se supone que te corresponde tener. Y, si te quedas, verás cómo tu pérdida fue la ganancia de todos los aquí presentes, incluyendo la de ella… porque tú, por muy su “mejor amigo” que te consideres, no la has visto en los puntos más bajos; no pretendas venir a bajarle el tono al punto más alto.

     —¿Quién te crees que eres? —espetó, con su ceño fruncido.

     —Yo soy lo que tú no eras, no eres, y nunca serás para Emma —sonrió, clavándole una daga en el pecho, pero se la clavó con lentitud—. Yo soy su amiga, su mejor amiga —dijo, clavando la daga hasta el fondo—, y no le caes bien a nadie —añadió, retorciendo la daga en el ego de Luca—. Yo advierto, no amenazo, y no lo hago dos veces —concluyó, retirándose de donde lo había dejado, que había sido exactamente afuera del salón y él ni cuenta se había dado en qué momento había caminado tanto.

—Felicidades, Jefa —sonrió Belinda en cuanto Emma se sentó con ellos.

     —Gracias —sonrió Emma de regreso—. Y gracias a todos por venir.

     —No creo que alguien se iba a perder esos votos —resopló Nicole, y todos los del estudio asintieron—. Muy bonitos, muy ustedes.

     —¿Cuántas veces le cantaste “I’m Coming Out”? —rio Rebecca.

     —Veinte sería poco —resopló Emma, recibiendo, frente a ella, un Martini que no había pedido pero que agradecía.

     —¿Y el papá de la novia qué dice? —preguntó Belinda en ese tono gracioso, pues le daba risa que sólo Volterra no sabía que todos sabían.

     —Él… —suspiró Emma, prácticamente enrollando sus ojos mientras sacudía su cabeza—. Él todavía no dice nada —dijo, y llevó el Martini a sus labios—. Seguramente en dos horas, después de una buena cantidad de vino, se le termina de quitar la vergüenza.

     —Al menos ya no tiene cara de agruras estomacales —comentó Rebecca, haciendo que todos se volvieran hacia la mesa de los adultos responsables, y vieron que reía incómodamente con Camilla—. Ya se ríe…

     —Pero no sé si es porque realmente se le pasó —se encogió Emma entre hombros, devolviéndose a los que se sentaban a la misma mesa que ella.

     —La medicina Rialto tiende a ser bastante buena —bromeó Belinda, haciendo que Emma se sonrojara—. Tu suegra es muy guapa —añadió, pues era la primera vez que el mundo laboral de VP veía a Camilla.

     —Poder de Rialto —rio Clark—. Es muy, muy guapa… pero no más que Sophia. —Emma se volvió sobre su hombro para ver a Sophia, quien no se despegaba de Phillip para bailar “Disco Inferno” entre la risa que se proyectaban entre los dos, que, como cosa rara, cantaban al mismo tiempo que bailaban—. Sophia se ve… wow… —suspiró, sacudiendo su cabeza—. Despampanante.

     —Sí… —sonrió Emma, todavía viendo a Sophia moverse al ritmo de “burn, baby, burn”, «God, she’s sexy»—. Me gusta —dijo sin saber exactamente por qué lo decía a ellos—, me gusta cómo se ve —añadió, «y cómo se mueve también».

     —Pecado sería —resopló Nicole, sonrojando a Emma un poco más.

     —Bueno, bueno… ¿todo bien con la comida? —preguntó Emma al aire, viendo que Luca y Natasha salían del salón, lo cual le pareció raro pero lo dejó pasar.

     —Demasiado rico —dijo Rebecca.

     —Si quieren más de alguna cosa, pueden pedirlo —les dijo—, o lo que sea —sonrió.

     —¿Puedo pedir más? —ensanchó Marcel la mirada.

     —Marcel, por favor, lo que quieras —sonrió Emma—. Puedes pedir el menú y pedir lo que se te antoje, quizás quieras dejar un poco de espacio para el postre.

     —¿Qué hay de postre? —preguntó Pennington con la mirada iluminada.

     —Key Lime Pie —se volvió hacia él, y su mirada se iluminó cada vez más, pues era como el postre oficial del estudio; para todo era Key Lime Pie, ¿quién podía aburrirse de algo tan celestial? Nadie—. Y hay gelato.

     —Esto va a ser como la cena con Junior —rio Belinda, acordándose de aquella secreta vez en la que había acompañado a Emma y a Volterra a una cena de tempranos acuerdos y negocios.

     —Para diluir un par de Alka-Seltzer en un poco de Pepto-Bismol —rio Emma, estando completamente de acuerdo, pues había salido, esa vez, deseando que su pantalón fuera talla seis y no talla cuatro—. Pero, en serio, pueden pedir lo que quieran; de comer o beber… me ofendería que se quedaran con hambre o con sed —dijo, sabiendo que, probablemente, serían las mujeres, en cuenta Clark, quienes optarían por tener la vergüenza que Emma no quería ver—. Joshua —se dirigió al esposo de Belinda—, ¿quizás un Whisky?

     —Eso estaría bien —sonrió.

     —Hay Dalmore, Johnnie y Aberfeldy si no me equivoco, si quieres de otro también lo puedes pedir —sonrió Emma.

     —Gracias, Emma, muchas gracias.

     —Por favor, es para pasarla bien, no para quedarse con las ganas —dijo, dándole un sorbo a su Martini.

     —En ese caso, yo creo que podríamos beber un poco más de champán —dijo Rebecca, quien levantó la mano para llamar a uno de los meseros.

     —Todo el que quieran —sonrió Emma, dándole el último sorbo a su Martini, el cual ya empezaba a hacerle ciertas cosquillas, pero la emoción de la noche aniquilaba cualquier alcoholización remota, para realmente entrar en modo “happy” tenía que beber otra cantidad por igual—. Champán para todos —le dijo al mesero—, y otro pesto, por favor —sonrió, pues notó que ya la torre de pesto había desaparecido; esa torre que intercalaba el condimentado queso crema con pesto verde y pesto rosso. Simple pero exquisito, en especial la parte del pesto rosso, pues a Emma no le simpatizaba mucho el pesto verde.

     —¿Sabes qué faltó, Emma? —le dijo Clark, luego de haber pedido una Stella para Lance y una Strawberry Basil Margarita para él.

     —Dime.

     —Un beso correcto —sonrió ampliamente.

     —¿De qué hablas? —rio Emma, no entendiendo a qué se refería.

     —Sellaste todo con un abrazo —le dijo en ese tono de “obviamente”—. Esperaba más un beso de labios.

     —Se lo di —ensanchó la mirada—. ¿No lo viste?

     —No —rio—. Todo me pareció muy En Vogue con “Don’t Let Go”.

     —Quizás el Bridge nada más —bromeó Belinda, cosa que ni Nicole ni Rebecca, ni los hombres heterosexuales presentes comprendieron, pues se refería a ese “there’ll be some love making, heart breaking, soul shaking”.

     —¡Ay! —rio Emma, tornándose roja—. Igual, no es como que no nos han visto darnos un beso —le dijo a Clark.

     —Jamás las he visto —sacudió Clark su cabeza, y Pennington lo imitó—. Nadie las ha visto.

     —Estoy segura de que Belinda y Marcel sí —repuso, y los mencionados asintieron.

     —Nicole y yo también —dijo Rebecca.

     —Y yo —resopló Joshua.

     —Le di uno frente a todos —dijo Emma antes de que Clark colapsara en un “¿y por qué yo no?”—. No sé en dónde estabas tú.

     —¿En qué momento se lo diste?

     —Después de quebrar los platos —se encogió entre hombros.

     —Buenísimo, por cierto —dijo Belinda—. Fue realmente divertido.

     —Y liberador —añadió Pennington—. Jamás pensé que quebrar un palto iba a ser tan liberador.

     —Opa! —rio Clark nasalmente—. Tiene su encanto.

     —El baile me gustó —dijo Nicole—. Y no sabía que estabas involucrado en eso —dijo para Clark.

     —Lo que sea por bailar —repuso con un guiño de ojo.

     —Hablando de bailar, ¿por qué no bailan? —preguntó Emma con su ceño fruncido.

     —Yo estoy esperando a que Pennington me invite —sonrió Rebecca.

     —¿Y a qué estás esperando, Robert? —rio Emma.

     —A que se termine el champán —dijo sonrojado, y Rebecca que lo abrazó por el cuello. Emma siempre pensó que entre ellos podía haber algo, pero simplemente se llevaban bien.

     —Emma, por cierto… —le dijo Clark—. ¿Puedo bailar con Sophia?

     —Si ella quiere, no veo por qué no —se encogió entre hombros.

     —Es que veo que el financiero no la suelta —rio.

     —No creo que haya problema —le dijo Emma—, inténtalo si quieres… por mientras puedes bailar con Lance —bromeó.

     —No, no —resopló el mencionado—. Yo tengo dos pies izquierdos, cero coordinación.

     —Entonces puedes bailar conmigo por mientras —le dijo Belinda.

     —¿En serio? —sonrió Clark, y Belinda asintió, por lo que él se puso de pie y bordeó la mesa para llegar a su lado—. Joshua, ¿puedo bailar con su esposa?

     —Por favor —rio Joshua, pero Belinda, que siempre le picaban los pies por bailar y a él no, ya estaba con Clark casi en la pista entre el beat de transición que el bajo de “Rapper’s Delight” volvía a tener, pero sólo era para entrar a “Higher Ground” de Stevie Wonder, canción que Sophia y Phillip bailarían con ciertos chasquidos de dedos, movimientos de hombros, en persecuciones y provocaciones de hermanos por elección y por afinidad, para que luego Phillip la tomara por la cintura y empezara a dar vueltas con ella, al borde de marearse conjuntamente, para luego hacer lo que mejor hacían: improvisar.

     —Emma, perdón si soy impertinente —le dijo Pennington—, pero pensé que iba a ver a alguien más que sólo tu mamá… pues, de tu familia.

     —¿Te refieres a mis hermanos? —sonrió, siendo totalmente inmune a la aparente impertinencia.

     —Sí, o a tus tíos, si es que tienes —frunció su ceño, pues recién se daba cuenta de que de Emma no sabía mucho, pues de todos sabía algo. No, sabía bastante.

Sabía que Rebecca era de Pasadena, que allí vivía su mamá (Joan) y su hermana mayor (Francine), que ambas eran profesoras de secundaria en un colegio privado, sabía que su papá (John) se había vuelto a casar hacía demasiados años y que vivía, con su madrastra (Kathy) y su hermanastro (Peter), en San Diego. Sabía que Nicole era de Brooklyn, que sus papás (Andrew y Claire) eran ambos abogados, hija única, novia de Marcel, con quien tenía a Alex, de mes-y-tantos-días. Marcel no venía de una familia tan cómoda como la de Nicole, su papá (John también) era especialista en instalar pisos, y su mamá (Nanette) era dueña de un Diner que se encargaba de vender únicamente costillas.

Sabía que Belinda tenía tres hijos, Nathan, Wilhemina y Alexa, y que tenía casi veinte años de estar casada con Joshua, el ortodoncista Judío que no era tan apegado a su religión. Belinda era hija de Psiquiatra e Ingeniero Químico divorciados, y se había quedado viviendo con su mamá en Manhattan en cuanto a su papá lo habían contratado en Texas Instruments, y tenía dos hermanos; Bastian y Astrid.

De Clark sabía que sus papás vivían en New Orleans, y que era uno de las tres hijas que habían tenido; así lo decía él.

—Mi hermana viene el martes, mi hermano no pudo venir —mintió, pero sólo en la parte de Marco—. De mi familia extensa… —frunció su ceño—. No, con mis tíos nunca me llevé bien, ni con mis primos, y, de parte de mamá, no tengo tíos, ni abuelos —rio—. La mejor amiga de mi mamá, que es como mi tía, tenía que impartir un seminario de arte gótico esta semana y la que viene —se encogió entre hombros—. Pero el novio de mi mamá sí vino —sonrió.

     —¿Arquitecto? —le preguntó lleno de curiosidad, viendo de reojo que Lance se retiraba para charlar con el otro pies izquierdos y Nicole y Marcel conversaban entre ellos.

     —No —sacudió su cabeza, recibiendo otro Martini frente a ella al mismo tiempo que a Pennington le servían una cuba libre que nunca tuvo la intención de ser virgen—. Es restaurador —sonrió—. Pero trabaja con mi mamá para el Vaticano.

     —No suena mal, ¿no?

     —No —sacudió nuevamente su cabeza.

     —¿Te llevas bien con él?

     —Lo conocí hoy —rio, y notó la expresión de sorpresa en Pennington y en Rebecca—. No tiene mucho tiempo de estar saliendo con mi mamá, y, como no fui en diciembre a casa… no lo pude conocer —les explicó—. Sé de él porque mi mamá me cuenta, pero nunca he tenido la oportunidad de hablar con él.

     —Pues no se ve nada mal con tu mamá —opinó Rebecca—. Digo, es guapo… y se ve que es amable —sonrió—. Al menos se ríe, no como el jefe.

     —El jefe se amarga porque quiere —rio Emma, viéndolo de reojo, que veía a Sophia bailar con Phillip mientras daba un sorbo de su copa de vino—. Razones no tiene…

     —Jamás lo he visto tan perdido —rio Rebecca—. Nunca, nunca…

     —Desde que llegó Sophia está un poco perdido, creo —dijo Emma, volviéndose hacia ellos.

     —Yo creo que está perdido entre las dos Rialto —rio Nicole, dejando que Marcel se uniera a la conversación del abogado y el ortodoncista.

     —¿Tu suegra es nice? —le preguntó Pennington.

     —Sí, bastante… pues, conmigo es muy, muy, muy amable —sonrió—. Es bastante cariñosa, en realidad.

     —¿Y tu cuñada?

     —Me cae bien, aunque me tiene un poco de miedo —resopló—. Es divertida… me acuerda a cómo era yo cuando tenía diecisiete.

     —¡¿Tiene diecisiete?! —siseó Pennington.

     —No —rio Emma—. Tiene veinte o veintiuno, no estoy segura… siempre me dice una edad distinta.

     —Ya te iba a decir que las había conquistado una invasión hormonal de pollo —rio Pennington.

     —Es graciosa —dijo Emma.

     —Y es la prueba viviente de que Volterra es tu suegro también —le dijo Rebecca—. Entre Sophia y su hermana no hay nada de parecido.

     —Cuando tenía el cabello largo sí tenían algo perdido en común —resopló Emma, llevando su Martini a sus labios.

     —Deben haberse visto más como primas y no como hermanas —opinó Rebecca.

     —Sophia y sus primas parecen hermanas… digo, las primas de Irene —frunció Emma su ceño—. O sea, las sobrinas de Talos tienen más en común con Sophia que con Irene, al menos a nivel físico.

     —Bueno, pero tú tienes a tu Barbie caucásica —bromeó Nicole.

     —Pero con medidas reales —rio Emma.

     —¿Por qué nunca hacemos esto? —preguntó Pennington con su ceño fruncido.

     —¿Hacer qué? —resopló Rebecca—. ¿Casarnos?

     —Sí —murmuró—. Digo, “no”. Tener una fiesta —se encogió entre hombros.

     —¿Cómo? —preguntó Nicole.

     —Yo no sé ustedes, pero yo sé que, si me meto en algún problema y termino en algún Precinct, puedo llamar a cualquiera para que me saque —dijo con sinceridad—. Tenemos mucho tiempo de estar trabajando juntos, somos como una familia.

     —Robert, ¿estás ebrio? —bromeó Emma.

     —Un poco —rio, y fue entonces que se dieron cuenta de que Pennington era un ebrio tranquilo, un ebrio mudo y carismático—. Pero eso no significa que te lo estoy diciendo por eso… ¿por qué nunca tenemos una fiesta? ¿Por qué sólo nos vemos para estresarnos con planos pero no para celebrar, qué sé yo, navidad, por ejemplo?

     —¿Así como toda oficina? —sonrió Nicole.

     —Sí, una en la que podamos blow off some steam, acribillar a los mejores y peores clientes del trimestre o del semestre, comida y bebida, pasarla bien… quizás y unir el taller con el estudio.

     —“No al separatismo” —bromeó Rebecca.

     —Creo que eso tiene que ver con el presupuesto y con el repugnante de Jason —dijo Nicole, refiriéndose al contador.

     —Mmm… —frunció Emma su ceño—. ¿Se te ocurren algunas fechas para celebrar?

     —No se necesitan motivos reales, quizás sólo dividirlo en semestres, quizás cuando estén por concluir los semestres; tú sabes, no sólo trabajar —se encogió Pennington entre sus hombros. 

     —¿Eso pasa por ti, por el jefe de allá, o por los tres socios? —le preguntó Nicole a Emma.

     —Se lo puedo pasar a Volterra —dijo Emma, omitiendo la parte de “los tres socios” porque, para saber quién sería el tercer socio, se tardaría un poco, al menos lo que Sophia se tomara en leer los tres documentos de trece páginas cada uno junto al abogado de su elección y decidiera si escogía el veinticuatro, el veinticuatro-más-uno, o el veinticinco por ciento, o ninguno—. Él es quien se entiende con Jason… pues, para que vean presupuesto o qué sé yo —sonrió—. Pero creo que tienes razón, Robert —dijo para él.

     —No tiene que ser una gran fiesta, no tiene que ser como tu boda —repuso sin la más mínima intención de ofenderla—, puede ser comer en un restaurante, copas en un club, o que cada quien cocine algo y nos reunimos en algún lugar, puede ser hasta en la oficina, o en el taller, qué sé yo.

     —I’ll tell you what… —sonrió Emma—. ¿Por qué no le dices a Volterra eso el lunes? —ladeó su cabeza—. Le dices que lo hablaste conmigo, y que yo te dije que estaba bien, que no me parecía una mala idea…

     —¿Tú crees que llegue a trabajar el lunes? —rio Nicole.

     —No veo por qué no —se encogió entre hombros.

     —¿Cuándo se va tu suegra?

     —El miércoles por la mañana.

     —¿Cuándo llegas tú a trabajar? —le preguntó Pennington.

     —Entre miércoles y jueves, el jueves con seguridad… —suspiró, y supo por dónde iba la conversación—. Podemos discutir eso en la reunión también.

 

*

 

—Dinner was delicious —susurró Emma al oído de Sophia mientras deslizaba sus manos por su cintura hasta abrazarla y enterrar su nariz entre su moño desordenado—. Gracias… —sonrió, y le dio un beso en su cabeza.

     —De nada —sonrió de regreso mientras terminaba de lavar el plato blanco en el que había arreglado una perfecta cena para compartir con una Emma que quería evitarse los problemas de indigestión por tener el almuerzo todavía a medio esófago: nada que una ensalada caprese no pudiera hacer—. Cuando quieras.

     —¿Qué haría sin ti? —sonrió contra su cuello.

     —Probablemente habrías considerado comerte dos naranjas, o un exquisito plato de cereal —rio.

     —Es más probable el cereal con leche, eso de lavarme los dientes antes o después de una naranja… simplemente no —dijo, inhalando el perfume que se desprendía de su cuello.

     —¿Y qué cereal habría sido: Honey Bunches con almendras, Cheerios o Corn Flakes? —murmuró, volviéndose un poco hacia ella, pues no le gustaba darle la espalda cuando le hablaba.

     —Mmm… —suspiró, elevando su brazo izquierdo para alcanzar la puerta del gabinete superior izquierdo, y vio que sólo tenía una caja—. Corn Flakes, al parecer —sonrió, cerrando la puerta para volver a abrazarla.

     —Tú me acuerdas a mí cuando estaba en la universidad —resopló.

     —¿Y eso por qué?

     —De comer cereal con leche los tres tiempos de comida por rehusarme a cocinar… o porque me daba pereza. ¿Te moriste de hambre en Milán?

     —Jamás, pero tampoco me hacía platos tan elaborados… además, mi mamá llegaba cada dos semanas, y me cocinaba lo que se me antojaba.

     —Eres una consentida —bromeó.

     —Lo sé —sonrió nuevamente contra su cuello, viendo que Sophia apagaba el agua y tomaba la toalla para secarse las manos.

     —¿Te gusta que te consientan?

     —Me gusta consentirte.

     —Mmm… —suspiró, colocando la toalla en la barra del horno, y se dio la vuelta entre los brazos de Emma—. ¿Me dejas consentirte hoy?

     —Me siento bien —respondió.

     —Lo sé… —sonrió—. No es para hacerte sentir mejor por lo que pasó hoy… eso ya quedó enterrado hace varias horas —murmuró, pasando sus manos al cuello de la mujer que quería que fuera viernes para practicar sus dos pasatiempos favoritos: ir de compras y ver a Sophia dormir hasta las nueve de la mañana—. Sólo trato de compensar un poco el trato que me das de viernes, a partir de las cinco de la tarde, hasta el lunes a las seis y cuarenta.

     —No sabía que mi trato tenía horario fijo —bromeó.

     —Tú sabes a qué me refiero —sonrió—. ¿Me dejas consentirte hoy?

     —Mmm… —musitó, fingiendo su estado pensativo, y recibió un beso en sus labios—. Me rindo —rio—. Lo que tú quieras.

     —¿Qué tan de buen humor estás en escala del uno al diez? —ladeó su cabeza.

     —Licenciada Rialto —rio Emma nasalmente—. ¿Quiere amarrarme a la cama? —elevó su ceja derecha, y Sophia sólo se sonrojó—. ¿Eso quieres? —le preguntó en ese tono que rebalsaba de cariño, o quizás era porque ahuecaba su mejilla.

     —Sólo si tú quieres —dijo casi inaudiblemente, y Emma sonrió totalmente conmovida; a eso y le llamo “víctima de su propia condescendencia”.

     —¿Me vas a vendar los ojos también?

     —No —sacudió su cabeza.

     —¿Con la bufanda? —Sophia asintió—. ¿Me la vas a quitar si te lo pido?

     —Y aunque no me lo pidas —asintió.

     —Ah, Licenciada Rialto, ¿qué tiene planeado en su tan retorcida mente? —resopló.

     —Sólo quiero consentirte —sonrió.

     —Lead the way —susurró, y vio cómo la sonrisa de Sophia, a pesar de intentar ser reprimida, se ampliaba kilométricamente.

Sophia la tomó de la mano y, en silencio sonriente, la haló con suavidad hasta la habitación.  

—Quédate aquí —susurró, sentándola al lado izquierdo de la cama, ese que le pertenecía a la rubia.

     —¿Me quito la ropa? —le preguntó, viéndola retirarse al clóset.

     —No —elevó un poco su voz—. ¿Quieres música?

     —Si tú quieres.

     —Siempre y cuando no sea algo que parezca recién sacado de una vintage-porn movie, yo no me quejo —rio, abriendo la gaveta de las bufandas, las cuales estaban ordenadas por color; del blanco al negro, en rollos para evitar ajaduras—. Se trata de consentirte.

     —Mmm… en ese caso, prefiero escucharte sólo a ti… sea lo que sea que me vas a hacer.

     —¿Qué crees que te voy a hacer? —resopló, asomándose por entre las puertas del clóset y, al mismo tiempo que apagó la luz, dejó que la bufanda de 140x140 centímetros se desenrollara de su mano.

     —No sé —se encogió entre hombros, volviéndola a ver con una clara anticipación, con una enorme curiosidad.

     —¿Algo que quieras que te haga? —preguntó, acercándose entre pasos caminados mientras deslizaba la seda negra entre su mano izquierda.

     —No lo sé —resopló, pues en realidad no sabía qué esperar; Sophia nunca le había presentado una combinación de la bufanda y “quiero consentirte”.

     —Acomódate.

     —¿Cómo?

     —Como te sientas cómoda, mi amor —sonrió, viéndola buscar el centro de la cama mientras organizaba las almohadas—. ¿Así estás bien? —murmuró, colocándose de rodillas a su lado.

     —Sí —susurró, alcanzándole sus manos, juntas por las muñecas, para que las abrazara con la seda.

Sophia se encargó de sus muñecas con la suavidad que Emma se merecía, la misma suavidad con la que la había tratado las tres veces anteriores en las que la bufanda había estado involucrada, y Emma la veía en silencio, veía sus manos y luego su rostro, y la veía maravillada.

                Hizo el primer nudo, ese que quedaba a ras de sus muñecas, y Emma se recostó sobre las almohadas. Subió sus manos y Sophia las ató a la cama.

—¿Así está bien? —murmuró Sophia, y Emma haló sus manos para conocer la amplitud del movimiento que las circunstancias le permitían—. ¿O quieres más?

     —No, así está bien —sonrió, dejando que sus manos cayeran sobre su cabeza para que reposaran sobre las almohadas.

     —Bene —susurró con una sonrisa, y, con eso que en ese momento la caracterizaría, tomó los bordes de su falda, de la falda que era de Emma, y la subió hasta que pudiera abrir sus piernas al momento de colocarse a horcajadas sobre sus muslos—. ¿Hablamos? —sonrió.

     —¿Sobre qué quisieras hablar? —sonrió de regreso, intentando no despegarle la mirada de la suya, aunque sus ojos tenían vida propia y se sentían encarcelados al no poder desviarse por sus muslos para llegar a lo que no se veía de su entrepierna.

     —Sobre lo que quieras —se encogió entre hombros.

     —Mmm… —frunció sus labios—. No sé, cuéntame algo tú —pareció encogerse entre sus hombros.

     —No sé —resopló—. Pero, lo que sí sé… es que esto no lo necesitaremos —dijo, llevando sus manos al cinturón de Emma.

     —Al menos eso sabes —bromeó, y elevó su trasero para que Sophia pudiera halar el cinturón.

     —Pero sólo eso —resopló, y se irguió para retirar su suéter.

     —Oh my… —rio nasalmente al ver que el sostén de Sophia no ocultaba nada tras esa fina tela transparente.

     —¿Te gusta? —sonrió, arrojando su suéter a ciegas y juntando sus manos sobre el vientre de Emma para hacer su busto algo todavía más obvio y más protuberante.

     —Mi amor… —suspiró, y tiró de sus manos por el reflejo de querer aferrarse a sus senos con ellas, pero la bufanda la detuvo. Emma cerró sus ojos, respiró profundamente y, cuando abrió sus ojos, la vio a los suyos.

     —Uy… —rio nasalmente ante la reacción de Emma—. ¿Es eso un “sí”?

     —Evidentemente —asintió, viéndola a los ojos.

     —Puedes abusar del descaro —sonrió, y Emma desvió su mirada a las copas que dejaban ver sus pezones, los cuales estaban dilatados—. ¿Lo dejo o lo quito?

     —Déjalo unos segundos más —murmuró, acariciando sus senos con la mirada, y Sophia que, al ver cómo lo hacía, los acarició con sus propias manos para que Emma tuviera una idea más gráfica—. Are they getting hard?

     —Not really —susurró—. ¿Quieres que lo haga?

     —Sí.

     —¿Cómo quieres que lo haga? —ladeó su cabeza, dibujando círculos con sus dedos índices sobre sus dilatadas areolas.

     —Por encima —dijo, y Sophia, entre su risa nasal, pellizcó suavemente sus pezones—. Do it harder.

     —¿Así? —preguntó, viéndola a los ojos a pesar de que Emma no la veía a ella a los suyos, y pellizcó un poco más fuerte.

     —Si supieras cómo se ve —gruñó, tirando nuevamente de sus manos—. ¿Se siente bien?

     —Mmm… sí, pero no tan bien —se encogió entre hombros.

     —Quiero que se sienta bien —le dijo Emma—. ¿Qué necesitas para que se sienta bien? —preguntó, entrelazando sus manos para intentar contener la propia inteligencia de la que gozaban, y vio a Sophia llevar su mano derecha a su tirante izquierdo, el cual deslizó lentamente hacia afuera hasta poder sacar su brazo sin tener que quitar el sostén; la copa, al ser tan débil por ser de ese suave organdí, cayó para descubrir su seno.

     —Sabes… —murmuró—. Siempre quise saber cómo podía consentirte… —dijo, y llevó su dedo índice y medio a los labios de Emma para que los succionara—. Siempre quise saber qué es lo que puedo darte que no tuvieras… —introdujo sus dedos en la boca de Emma, con ligereza, y dejó que Emma los envolviera con su lengua mientras le daba seguimiento a una succionada pero respetuosa penetración bucal—. No puedo consentirte con algo material porque lo tienes todo… no puedo venir un día con un iPhone para decirte que te deshagas del ladrillo con antena que tienes por teléfono, tampoco puedo venir con un par de aretes porque no puedo superar los que ya tienes… pero es porque no se trata de superar lo que ya tienes —dijo, sacando sus dedos de la boca de Emma—. Y yo sé que la intención es la que cuenta… —continuó diciendo, llevando sus dedos a su pezón para pellizcarlo entre ellos mientras, con su mano y el resto de sus dedos, apretujaba su seno—. Pero tienes gustos tan específicos, tan tuyos —suspiró, sintiendo que su pezón ya empezaba a ceder a su autoestimulación—, que se tiene que tener creatividad para que realmente sea algo que te guste, algo que te toque alguna fibra… y también sé que el sexo es recreacional —suspiró de nuevo—, medicinal, experimental —jadeó al tirar de su pezón, y, automáticamente, reacomodó sus manos para que quedara la izquierda sobre su seno izquierdo y la derecha sobre su seno derecho, sólo que este, el derecho, seguía cubierto y recibiría atención sobre el organdí—. Es un arma mortal. Y sé que te gusta arrancarme la ropa, y que te gusta tocarme… que te gusta tenerme y poseerme, que te gusta que verme así…

     —¿”Así” cómo? —gruñó su Ego, viendo cómo Sophia ya se estimulaba con los ojos cerrados.

     —Excitada —jadeó, y su Ego se pavoneó—. Te gusta hacerme gemir, gruñir, gritar… te gusta ver cómo me corro y qué me pasa cuando me corro. Te gusta provocarme, te gusta torturarme, te gusta ver de lo que eres capaz de hacerme con algo tan sencillo como un susurro, o una caricia… darme placer te entretiene, te complace, te hace entrar en un modo zen increíble en el que no te comparto ni con Vogue —rio nasalmente, y echó su cabeza hacia atrás al compás de sus manos que apretujaban sus senos—. Me has dejado claro que te entretengo hasta cuando estoy dormida, y sé que te gusta verme… mierda —gruñó—. Te fascina verme.

     —I do —murmuró, gozando del espectáculo que su rubia novia le daba con la mejor iluminación que podía existir, pues quería que viera todo.

     —Así que pensé en cómo podía consentirte… —irguió su mirada y sonrió—. Y llegué a la conclusión de que tiene que ser algo que sólo yo pueda darte, algo que ni tú puedas darte… y es esto —dijo, quitando sus manos de sus senos para mostrarle sus erectísimos pezones.

     —Oh. my. God —gruñó Emma al ver el contraste entre su pezón izquierdo y su pezón derecho, cada uno apetecible por igual pero con provocaciones distintas, pues el derecho parecía querer romper el organdí.

     —Your own little private show… en vivo y en directo —sonrió, y se acercó al oído de Emma—. Porque me di cuenta de que no hay nada más satisfactorio, para ti, que saber que me gusta que me veas —susurró lascivamente, Emma tiró de sus manos, y se dirigió a su otro oído—. Y que eres mía —susurró con una sonrisa de satisfacción, más cuando Emma volvió a tirar de sus manos.

     —Fuck! —gruñó, casi gritando.

     —Sí… —resopló Sophia, irguiéndose para verla a los ojos—. They’re so hard —le dijo, jugando, con la punta de su dedo índice, con su erecto pezón izquierdo para que viera cómo, a pesar de ser burlado hacia la izquierda, o hacia la derecha, se resistía para quedarse fijo al centro de su areola.

     —¿Se siente bien? —dijo con su aireada voz.

     —Sí —sonrió—. ¿Quieres sentirlos?

     —Sí.

     —¿Cuál de los dos?

     —El derecho —dijo, y Sophia, inclinándose sobre sus labios, le ofreció su seno derecho, ese que todavía estaba “cubierto”. Emma sólo hundió su nariz en su seno y exhaló aire tibio sobre su pezón, y, al no poder provocarlo con la punta de su lengua, resolvió envolverlo entre sus dientes. Sophia suspiró, y gruñó ante la sensación de sus dientes tirando más de su areola. Fue succionado, mordisqueado y besado, al tercer suspiro, se le escapó de la cercanía—. En realidad, me refería al otro derecho —sonrió Emma—, al que está a mi lado derecho.

     —Mmm… —resopló Sophia—. Sólo porque estás en desventaja —dijo, y se volvió a acercar, ahora dándole su seno descubierto para que repitiera el ritual de succionar, mordisquear, tirar, lamer y besar—. Sóplalo —susurró, alejándose un poco, y Emma, condescendientemente para también su beneficio, sopló lenta y suavemente para ver cómo reaccionaba al cambio de temperatura junto con la caricia de un poco de brisa focalizada—. Were they hard enough? —sonrió, irguiéndose para quedar a horcajadas nuevamente.

     —Sí —susurró, no logrando quitarle la vista a sus rosados y erectos pezones de encima.

     —¿Puedo seguir?

     —By all means —asintió.

     —¿Estás mojada? —le preguntó, elevándose hasta quedar hincada y llevando sus manos a su trasero para bajar la cremallera de la falda.

     —Seguramente, ¿y tú?

     —Supongo que lo averiguaremos en un momento —sonrió, poniéndose de pie en el mismo lugar para bajar su falda y quedar en esa tanga de tul que era completamente transparente; sólo tenía los elásticos de color sólido, ni intentaba cubrir la división de sus labios.

     —Fuck, fuck, fuck… —rio Emma al ver esa promesa de maliciosa tortura—. Esto no es algo que pensaste por la tarde, ¿verdad?

     —¿Lo dices porque me puse esto? —sonrió desde lo alto, soltando su cabello.

     —No, no te lo sueltes —intentó detenerla.

     —¿Por qué no?

     —Quiero ver tu cuello, y tu espalda… y tus hombros —dijo, haciendo que Sophia, entre una sonrisa, volviera a recoger su cabello para retorcerlo a una considerable altura y fijarlo con la banda elástica—. Gracias.

     —Las que tú tienes —resopló—. ¿Quieres que me la quite?

     —No…

     —Ah —mordisqueó su labio inferior, y se dio la vuelta—, ¿eso querías ver? —se volvió sobre su hombro.

     —Tú sabes que sí —asintió estupefacta ante su trasero y la decoración que esa tanga le hacía—. Bend over… —dijo, ladeando su cabeza, perdiéndose entre la imagen.

     —¿Así o hasta los tobillos? —le preguntó, deteniéndose con sus manos de sus rodillas pero viéndola todavía sobre su hombro.

     —Hasta los tobillos —dijo, con su ceja automáticamente hacia arriba, la cual se fue elevando cada vez más mientras Sophia más bajaba con su espalda—. ¡Mierda! —gritó, siendo luego atacada por una carcajada.

     —¿Qué pasó? —se volvió con una sonrisa.

     —Va a sonar muy mal… muy vulgar, muy ordinario, muy de mal gusto —dijo con la resaca de una risa—. Pero se ve tan, pero tan, pero tan rico —gruñó concupiscentemente.

     —¿Sí? —resopló, irguiéndose.

     —Demasiado —respondió, siguiéndola con la mirada, que se volvió a colocar a horcajadas sobre ella.

     —Tú sabes que puedo deshacerme de la bufanda en cualquier momento, ¿verdad? —sonrió.

     —Sí, lo sé —asintió.

     —¿Quieres que la desanude?

     —No. Quiero que sigas… y quiero que quieras seguir.

     —Bend your knees —susurró, y Emma obedeció, pues sólo serviría para que Sophia pudiera echarse hacia atrás y poder detenerse de una de sus rodillas—. ¿Ves bien?

     —Elévate un poco más, por favor —murmuró, y Sophia, elevándose, introdujo, entre su trasero y el abdomen de Emma, uno de los cojines que siempre terminaban en el suelo—. Así, perfecto —sonrió, tirando de sus manos, pues su reacción sería acariciar sus muslos hasta llegar a su entrepierna.

     —Tú lo harías así… —dijo, llevando su mano derecha a su rodilla para recorrerse desde ahí, por el interior de su muslo, hasta su entrepierna, pero decidió hacerlo a tortuosos pasos con sus dedos, como si simulara el caminar hacia atrás que iba invitando a Emma cada vez más a su sexualidad y a su feminidad—, y pasearías tu dedo así —murmuró, paseando su dedo índice por las líneas de su bikini—, por aquí —paseó su dedo por el elástico superior de su tanga, ese que se adhería a su vientre—, y por acá —deslizó su dedo, por la alineación vertical de su ombligo hasta el comienzo de sus labios mayores—. Me gusta cuando apenas me rozas; me hace cosquillas —susurró, deslizando su dedo por su sexo—, y sé que te gusta porque… mmm… —suspiró, ahogándose ante la contracción repentina que era demasiado evidente.

     —Dilo —susurró Emma, con su mirada encendida pero enternecida—. Por favor.

     —I’m really, really, really horny —jadeó, paseando su dedo, de arriba abajo, por la milimétrica zona de su clítoris, y, junto con esa declaración, su rostro, su cuello y su pecho se empezaron a colorear de ese rojo de desinhibición que no conocía ni pudores ni vergüenzas.

     —Dilo de nuevo… por favor —susurró, con una mirada que Sophia no podía describir.

     —Sono arrapata —jadeó.

     —¿Qué te tiene así?

     —La forma en cómo me ves —dijo honestamente, y Emma sonrió con su ceja hacia el cielo—. Y quizás las ostras de hace horas, y el vino… —resopló, y frunció su ceño hacia arriba por su propio roce—. Y lo que me estoy haciendo —dijo, aplicando más presión sobre su clítoris.

     —¿Y qué te estás haciendo, mi amor? —Emma podía estar amarrada a la cama, quizás no podía tocarla, quizás se estaba tragando sus ganas de reventar, o quizás era medida de protección para Sophia, pues, si la liberaba, probablemente su toque sería delito en cualquier parte del mundo, pero, aun amarrada, la lujuria y la lascivia no se le quitaban ni se le reducían a nivel racional y/o de cuerdas vocales.

     —Me estoy tocando para ti —exhaló, echando su cabeza hacia atrás.

     —¿Qué te tocas?

     —Mi clítoris —gimió, como si la palabra le provocara más sensaciones que acompañaban el frote de sus dedos.

     —Suena rico —sonrió, pareciendo estar muy compuesta, aunque, por dentro, estaba desecha en antojos. Sophia asintió—. Are you wet?

     —Mjm… —asintió en tono agudo, en esa agudeza que crecía a medida que su excitación tomaba completa posesión de ella y el rojo de su piel seguía encandeciéndose.

     —¿Puedo ver? —preguntó en ese tono al que era imposible negarse, pero Emma no lo hacía de forma intencional, pues realmente lo preguntaba con el respeto y el cariño que le tenía. Sophia dejó de acariciarse, irguió la mirada, y, con una sonrisa de evidente excitación, se deshizo del cojín para desnudarse completamente frente a una Emma que la observaba extasiada de lo hermosa que Sophia se veía, con la sensualidad con la que se movía para colocarse a horcajadas pero de espaldas a ella para quedar en cuatro; la posición que consideraba con mayor exposición—. You are catastrophically beautiful —suspiró con esa emoción que sólo se podía explicar como una mezcla de respeto, admiración, de reconocimiento de sublimidad, de adoración suprema, y quiso erguirse para adorar, con las caricias de sus labios, cada milímetro de su piel, esa piel a la que no podía resistirse—. Es obsceno lo hermosa que eres, Sophie…

     —¿Sí? —rio nasalmente, pero con esa risa que era más una provocación que un aspecto divertido.

     —Demasiado. ¿Puedes acercarte un poco más? —le dijo, y Sophia retrocedió dos rodillazos para quedar más cerca de su rostro—. So, so, so, so beautiful… —sonrió, pues ya la tenía a, quizás, cuarenta centímetros de distancia, y sopló.

     —Emma… —enterró su rostro entre el cubrecama, el cual también apuñó, pero “Emma…” no se conformó con un soplo, por lo que sopló de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, pues Sophia se contraía, en especial de su agujerito, lo que hacía que Emma apretara los dientes, pero, al cabo del cuarto soplo, Sophia ya había llevado su mano a su entrepierna para poder acariciar su clítoris nuevamente.

     —Más despacio, mi amor… —susurró tiernamente al ver la velocidad con la que pretendía abusar de aquel botoncito que ya debía estar preparándose para ceder a la rigidez que le esperaba.

     —Mh… —gimió agudamente, escuchando en el fondo cómo Emma hacía crujir sus dedos; clara señal de la impotencia de no poder hacerlo ella, pero no podía negar que estaba disfrutando del espectáculo—. Estoy demasiado mojada… —exhaló, y, con la ayuda de sus dedos índice y medio, separó sus labios mayores y menores para mostrarle el brillo de elegante viscosidad que la inundaba en ese momento, y ni hablar del tono rosado que agravaba la imagen para bien—. ¿Ves?

     —Mjm —resopló nerviosamente, apuñando fuertemente sus manos—. Sophie, Sophie, Sophie… —suspiró al ver que Sophia introducía su dedo del medio en su vagina al compás de un gemido de excelso placer sexual.

     —Me gusta cuando me llamas así —gimió de nuevo, sacando su dedo para acompañarlo con el anular—. Fuck… —jadeó, clavándole los dientes al cubrecama mientras empezaba a penetrarse a un ritmo constante.

     —Más rápido —susurró, y Sophia, irguiéndose para darle una vista de su esbelta espalda, cuyo único apoyo era su brazo izquierdo, se penetró tal y como Emma quería, y las dos sabían por qué quería “más rápido”; sólo quería escuchar cómo sus gemidos cantaban a dueto con sus jugos.

     —¿Puedo probar?

     —No me preguntes —sonrió, viéndola por sobre su hombro.

     —Quiero probar.

     —Así está mejor —dijo, y se volvió hacia Emma para ofrecerle sus dedos en sus labios mientras dejaba que su peso cayera un poco sobre el suyo.

     —Mmm… —musitó con la boca llena—. Sabe usted delicioso, Licenciada Rialto… —sonrió, quedando con más ganas de saborearla—. Pero, por favor… no desatienda su clítoris; no lo deje burlado.

     —Cierto —susurró, y se volvió a la posición anterior, dándole la espalda y una vista de todo lo suculento que Emma quería comer sin restricciones—. Pero… no sé —susurró, llevando sus manos al jeans de Emma—. Eres mía, ¿no? —preguntó retóricamente mientras lo desabrochaba y tenía el primer vistazo de la Kiki de Montparnasse que tanto le gustaba pero que tanto le estorbaba—. Oh, well… this is my show, after all —se encogió entre hombros, y retiró el jeans y la tanga en un mismo movimiento—. Oh my… no sabes lo mojada que estás —sonrió al escabullirse entre las piernas que Emma abría para ella.

     —Es tu culpa —rio nasalmente.

     —Mmm… —suspiró, separando sus labios mayores de la misma forma en la que había separado los suyos—. Si es mi culpa… supongo que es mi responsabilidad —dijo, como si fuera mayor inconveniente, y se sumergió con su lengua y sus labios entre su sexo.

     —¡Sophie! —gimió instantáneamente, pues realmente no se esperaba algo así, no así de rico, y tiró de sus manos, pues cómo quiso enterrar sus dedos entre su cabello, o tomarla de su trasero para traerla hacia ella y poder reciprocar la acción.

     —Tú sabes descaradamente bien —dijo entre los coqueteos que su lengua le hacía a su clítoris, y Emma que sólo tiraba de la bufanda como si quisiera arrancar el respaldo de la cama, o quizás era que no podía apuñar el cubrecama.

     —Suck it —jadeó, intentando mantener sus ojos abiertos para ser testigo de cómo Sophia llevaba su mano a su entrepierna, sólo para su vista, y acariciaba su clítoris al compás de las suaves succiones que le daba al suyo—. No te detengas —gimió, y gimió con lujuria, con erotismo, que se refirió más a la parte de Sophia que a la suya, aunque contaba para ambas—. Sigue tocándote —gimoteó, halando la bufanda de nuevo.

     —Gee! —gruñó Sophia, viéndose obligada a interrumpir las succiones al clítoris de Emma, pues estaba pronta a correrse.

     —Sí, sí, sí —tiró de sus manos—. Córrete, mi amor… —Sophia gimió agudamente, y sus dedos agilizaron el frote, provocándole así más gemidos y gruñidos.

     —Skatá… skatá… skatá! —y se dejó ir en lo que debía irse: en espasmos musculares que sólo iban a contribuir a su relajación, a su liberación de endorfinas y de todas las hormonas que tenían un efecto inmediato y positivo a causa de un orgasmo de un gruñido que se había alargado por los doce segundos que duró, orgasmo que fue visible para Emma, quien volvía a tirar de sus manos porque ese orgasmo no iba a dejar de saborearlo, «eso nunca», pero Sophia no se lo permitió, pues ni había terminado de correrse cuando ya había reanudado las succiones.

     —Let me taste you —gimió, viendo que Sophia todavía acariciaba su clítoris y que, con cada caricia, sus caderas reaccionaban.

     —No hasta que te corras —jadeó, y Emma, ante eso, inhaló profundamente para inducirse el orgasmo que tanto necesitaba, más que por la satisfacción de correrse, por poder probar el intenso clímax de su prometida.

Pero, como ni la suerte ni la fuerza la acompañaban en esa ocasión, Sophia rio contra su entrepierna al escuchar aquel distintivo sonido que sólo podía significar una cosa: una llamada, una persona, una urgencia.

—¡No, no, no! —gimió, sabiendo que las intenciones de Sophia serían, por instinto y por travesura racional, contestar su teléfono, pues ella nunca llamaba a Emma a menos de que fuera extremadamente urgente.

     —¿Te vas a correr? —le preguntó entre las ligeras succiones.

     —Dame tiempo, me acabo de medio-apagar—dijo, aunque en realidad imploraba que siguiera, que omitiera a Duck Sauce y a su “Barbra Streisand”, ringtone que le pertenecía a Gaby.

     —Debe ser urgente —frunció su ceño.

     —Sólo si no juntas tus piernas —le dijo un tanto frustrada, «mierda de mataorgasmos», y Sophia, en esa posición, gateó hasta que, al hacer que su brazo creciera casi diez centímetros, logró alcanzar el jeans de Emma para sacar su iPhone del bolsillo frontal derecho y contestar en altavoz.

     —Pronto —jadeó Emma.

     —Arquitecta, buenas noches —la saludó Gaby.

     —Buenas noches, Gaby —elevó su voz entre los cortes de respiración que su casi orgasmo le habían dejado.

     —¿Está ocupada? —le preguntó al escucharla casi sin aliento.

     —Estaba corriendo —y tosió, encubriendo el “me” que le correspondía a “corriéndome”—. ¿Qué pasó?

     —Ya tengo lo que me pidió, está listo para ponerlo en la bolsa —dijo, alcanzando a escuchar cómo Sophia ahogaba su risa.

     —Está bien —repuso Emma.

     —Se lo enviaré a su correo para que lo revise, así me lo aprueba y lo pongo hoy —dijo, escuchando a Emma respirar profundamente, lo cual era para calmar su agitación y para calmar su frustración.

     —Está bien, dame… —suspiró, viendo a Sophia para que le dijera cuánto tiempo decirle—. Dame media hora.

     —Está bien, que pase buenas noches, Arquitecta. La veo mañana —sonrió.

     —Buenas noches, Gaby, hasta mañana —repuso, y, antes de que Sophia presionara “End Call”, Emma dijo lo siguiente—: Make me cum —, lo cual resultó en un rubor que a Gaby le duraría toda una semana.

     —No, todavía no —rio Sophia, gateando hasta las muñecas de Emma para deshacer los nudos, y no había terminado cuando Emma ya la estaba tumbado sobre la cama, abriendo sus piernas y yendo directamente a lo que quería.

     —Sophie —suspiró pesadamente entre el manjar que Sophia le ofrecía entre sus piernas.

     —Tranquila, mi amor —gimió, intentando no ceder tan rápido a la facilidad de un orgasmo—. No me estoy acabando… —y Emma se tranquilizó un poco, pero no podía hacerlo completamente, y eso estaba demasiado bien con Sophia, pues le gustaba cuando se hundía entre sus piernas y la tomaba por sus senos con cierta fuerza; los apretujaba y, por entre sus dedos, pellizcaba esporádicamente sus pezones—. Fuck me with your tongue… —jadeó, y Emma, encantada de la vida, así lo hizo mientras sentía cómo Sophia colocaba sus manos sobre las suyas para convertirse en su cómplice.

Esas ganas, ese deseo, ese antojo, todo eso que había reprimido, por esos diecisiete minutos de espectáculo íntimo y personal, era lo que estaba siendo liberado en ese momento. Necesitaba a Sophia, necesitaba de Sophia, necesitaba tocarla, necesitaba que fuera más allá que sólo con sus manos, por lo que besó sus hinchados labios mayores, luego los succionó brevemente, y los mordisqueó para intensificar las sensaciones de su gimiente rubia favorita. Ni hablar de cuando empezó a tirar de sus labios menores entre sus labios, dándoles caricias con su lengua, sintiéndolos rígidos también, pero nunca más rígidos que aquella cúspide que se escondía en el típico prepucio clitoral.

—Quiero verlo —susurró, estando ya completamente tranquila, pues ya se sentía ella, ya se sentía completamente en control de todo, aunque eso no significaba que no estuviera al tanto de que había sido decisión de Sophia desencadenarla de esa forma y casi de forma literal, y Sophia llevó sus manos a donde Emma quería para tirar un poco hacia arriba y, así, descubrir su clítoris—. Demasiado lindo —sonrió, y le dio un beso superficial.

     —Otro —sonrió, y, al recibir el beso, se contrajo—. Otro…

     —¿Se siente bien? —sonrió, y Sophia asintió—. ¿Quieres otro orgasmo?

     —Por favor —asintió, ya completamente roja de sus mejillas, su cuello y su pecho, y, repito, no por rubor de vergüenza sino por excitación sexual.

Emma, siendo totalmente invitada a su entrepierna, se dedicó a hacer una de las cosas que más la recompensaban, pues nunca supo de algo tan gratificante como provocar un orgasmo, ni siquiera su más ambicioso proyecto, ni siquiera su colección de seis pares de Corneille Louboutin; en piel de pitón roja, en piel de pitón negra, de cuero negro, cubiertos de seda negra, cubiertos de franela gris, los de gamuza negra. Sí, era lo que Sophia le había dicho, le gustaba, le encantaba, y, como la única cereza que soportaba, el hecho de que a Sophia le gustara también la volvía simplemente loca; le ponía esa sonrisa que le nacía desde las entrañas, que era lo que suponía ella que eran las drogas para los drogadictos: una necesidad. Sí, Sophia era su droga, y era perfecto porque no perjudicaba nada en ella, sino simplemente sacaba lo mejor sí, fuera entre miedo y condescendencia o entre amor y devoción. Después de que había querido violarla, porque ni ella se libraba de sus propios salvajes y animales impulsos, ahora simplemente veneraba a Sophia con sus labios y con su lengua, a veces con sus dientes, she was high on her, as high as she could be.

Sus manos se habían relajado, así como su actitud, y acariciaban su abdomen, abrazaban sus caderas y envolvía su cintura por igual. Era la prueba más clara de que era demasiadamente de Sophia, pues quizás no era ni sumisa ni sometida, pero se dejaba domar y domesticar por algo que era más fuerte que las intenciones de manipulación, por algo que sólo Sophia, sin hacer y sin decir nada, podía lograr. Quizás la provocaba, quizás jugaba con ella, pero esos eran los beneficios recreacionales, pues, al final, siempre terminaba en ese acto de worshiping; de culto, de adoración, de idolatrarla, de apreciación.

Gozaba de cuando Sophia arqueaba su espalda, de los movimientos pélvicos sobre los que no tenía control alguno cuando su excitación estaba siendo complacida con tal suave maestría, gozaba de los sensuales ahogos agudos, de los jadeos, de esos “mmm” que gruñía de cuando en cuando, gozaba de su olor, de su sabor, de su calor, y gozaba de cómo su cuerpo reaccionaba ante su estímulo; hinchándose, encandeciéndose en color, en sabor, en humedad y en calor. No había nada más entretenido, ni nada más intenso que eso.

Y Sophia que prácticamente sólo levitaba, sólo se sentía entre nubes de satisfactorio placer, de ese placer que sólo conocía con Emma y que era culpa de Emma que fuera tan adicta a eso.

                Gimió cuatro veces, rápidamente, más agudo que lo agudo, pero los ahogó, y, sensualmente, se sacudió entre ronroneado erotismo que sólo un sedoso orgasmo podía provocarle. No fue algo como para que las paredes temblaran, no fue demoledor, se sintió justo y rico, nada para acabar con sus fuerzas, sólo para hacerle saber que era tan mujer como ninguna otra.

—Somebody is most definitely ovulating —sonrió Emma al ver que su orgasmo volvía a ser visible, y lo recogió con su dedo índice para volver a saborearlo—. Tasty, tasty, tasty… —susurró, y subió hasta sus labios para besarla.

     —Eso estuvo muy, muy rico —dijo a ras de sus labios—. Y sabes muy rico también.

     —Sabor a ti —sonrió.

     —Sí, y me gusta —asintió, jugando con su nariz con la suya.

     —Sabes… —sonrió, dejándose abrazar por Sophia mientras se hundía en su cuello—. Te amo.

     —Y yo a ti —rio nasalmente por las cosquillas que Emma le hacía con su nariz—. Y yo a ti… —repitió como por efecto de rebote, o de resorte—. Em… —la llamó, haciendo que se irguiera y la viera a los ojos—. ¿Qué dices si mañana por la noche tenemos una cita? —preguntó con una sonrisa.

     —¿Una cita? —frunció su ceño.

     —Sí, like in a date.

     —¿Y qué te gustaría hacer? —sonrió—. ¿Quisieras ir al cine, a cenar, por unas copas, a bailar?

     —No —resopló—. Después de asaltar Saks, porque seguramente allí encontrarás un vestido que te guste, y quizás unos Stilettos también, porque heaven forbid que no vayas en Stilettos, no sé… podemos venir a dejar las bolsas, quitarnos la ropa del trabajo, vestirnos de civiles normales, mortales y casuales… si quieres podemos ir al cine, si…

     —¿Me das un beso si adivino? —la interrumpió.

     —Y aunque no adivines —sonrió, tumbándola para colocarse sobre ella y darle un beso.

     —Quieres que me meta en un Levi’s, quizás una camiseta sarcástica; en la de los Beetles —sonrió, pues se refería a los escarabajos y no a los Beatles—. Quizás quieras que me meta en Converse, y que sea mortal… todo para sentarme en la fuente del Hilton mientras me devoro un Kebap, ¿verdad?

     —Lo haces sonar tan romántico —bromeó.

     —Lo es para ti —sonrió Emma.

     —Sí —asintió—. Pero prefiero verte en esa camiseta que dice… “I’m Italian, therefore I cannot keep calm, capeesh?”

     —Esa me pondré —sonrió.

     —¿Qué quieres que me ponga?

     —Lo que tú quieras… siempre te ves her-mo-sa —dijo, dándole tres suaves golpes con su dedo índice en la punta de su nariz, uno por cada sílaba—. Así como en este momento —sonrió, pero su sonrisa se desvaneció en cuanto Sophia, inesperadamente, atacó la vagina de Emma con dos dedos.

     —Tú también te ves her-mo-sa —sonrió, imitándola, con la diferencia de que ella presionó tres veces su GSpot, una vez por cada sílaba—. ¿Se siente bien? —susurró ante una Emma que empezaba a perder el control.

     —Demasiado —jadeó, sintiendo la paz que apuñar el cubrecama le daba—. Vas a hacer que eyacule —frunció su ceño, pero de esa forma que satisfacía.

     —¿No quieres? —ladeó su cabeza con una sonrisa.

     —Sí, sí quiero —gruñó entre dientes, contrayéndose adrede para convertirse en cómplice de Sophia.

Relajaba, contraía, relajaba, contraía. Relajaba, contraía, y de nuevo. Sophia presionaba suavemente su GSpot, y se hundía en su cuello con mordiscos y besos. Cómo le habría gustado tener el poder para hacer que esa camisa desapareciera de sus hombros para poder besar sus pecas, pero no dejaría de provocarle esos ahogos sólo por un capricho que pesaba menos que el de hacer que eyaculara.

                No le tomó mucho tiempo, a ninguna de las dos en realidad, para alcanzar ese momento en el que Emma sólo supo traer el rostro de Sophia al suyo para poder besarla y, así, poder depositar su orgásmico y eyaculatorio gemido en su garganta.

Los dedos de Sophia salieron, no porque Emma los expulsara con esa propulsión que a veces solía caracterizarla, sino por simple cortesía, pues no había nada mejor que, entre gemidos que tragaba cual Bollinger, frotar su clítoris mientras se sacudía con intentos de querer enterrarse en la cama al mismo tiempo que intentaba huir del frote de Sophia. Fue intenso, sí, pero no fue devastador; fue igual de justo que el de Sophia.

—Her-mo-sa —sonrió Sophia, dándole uno, dos, tres suaves golpes en su clítoris, golpes que provocaban un intento de huida por parte de Emma, por parte de una jadeante Emma—. ¿Estás aquí conmigo?

     —Todavía sigo en la nube —susurró aireadamente con sus ojos cerrados.

     —Mmm… —sonrió, trayéndola sobre ella para abrazarla—. ¿Y qué canción tocas?

     —Estoy totalmente en blanco…

     —¿Te sientes bien? —preguntó, enterrando su mano entre su camisa y su tibia espalda.

     —Entré en estado de letargo —rio nasalmente, aferrándose a Sophia con una mano por su cuello y su nuca, y, con la otra mano, por su hombro contrario.

     —¿Así de rico? —Emma asintió—. Sabes que te adoro, ¿verdad?

     —¿De verdad? —irguió su rostro con mirada de sorpresa.

     —¿Por qué te asombra?

     —No lo sé —frunció su ceño y se encogió entre hombros.

     —Bueno, pues trágatelo —sonrió, ahuecando su mejilla izquierda—. Porque te adoro —dijo, y Emma se sonrojó—. No es un halago… es un statement.

     —Pero yo te adoro —susurró.

     —Y yo a ti —sonrió, sabiendo que había algo que no la dejaba entender que, aparentemente, no era derecho exclusivo—. Reciprocidad, retribución, como quieras llamarle.

     —¿Cuándo quieres ir a sacar la licencia? —ladeó su cabeza, representando la tangente que estaba sacando—. Digo, son sesenta días… a partir del martes son sesenta días —sonrió.

     —¿No dijo Helena que le gustaría reunirse con nosotros antes de eso? —Emma asintió—. Bueno, supongo que coordinamos eso y… y, bueno, la sacamos cualquier día.

     —¿Podemos hacerlo cuanto antes, por favor? —se sonrojó.

     —Esta semana vas a invadir a der Bosse… —susurró Sophia—. Y yo te voy a ayudar.

     —Pero podemos hacer tiempo —sonrió—. Aaron no me necesita para pintar las paredes, o para meter los muebles, esas especificaciones ya las tiene… puedo tomarme una o dos horas.

     —Está bien —rio nasalmente, ahuecando nuevamente su mejilla—. ¿Le dices tú o le digo yo?

     —Si Gaby puede levantar el teléfono para llamarme en una noche como esta, puede levantarlo también para llamarle mañana por la mañana, a una hora en la que quizás el dos por ciento de la población de Manhattan tiene tiempo para coger.

     —No fue su culpa —rio.

     —No, el mal timing no es su culpa… es su mala suerte.

     —Bueno, bueno, pero comiste, ¿no? —sonrió.

     —Y muy rico… me gusta cuando es así —se sonrojó.

     —Te gusta cuando me pasa a mí, pero te ahogas en vergüenza cuando te pasa a ti —rio Sophia.

     —A ti te sale poco.

     —Como a ti te sale bastante —rio sarcásticamente.

     —Hey… el mío gotea —frunció su ceño.

     —Fue por la posición en la que estabas…

     —Bueno, como sea… a mí me gustan tus creamy orgasms.

     —Y a mí los tuyos —sacó su lengua.

     —En fin —rio Emma un tanto incómoda—. Gaby puede llamarle y coordinar eso.

     —¿Y cómo vamos a pagar la licencia? ¿Mitad y mitad?

     —¿Así la quieres pagar? —Sophia asintió—. Está bien…

     —Mmm… ¿estás pensando cómo lidiar con los dos billetes de un dólar y las dos monedas de veinticinco centavos de cambio, ¿verdad? —rio, sabiendo demasiado bien que a Emma las monedas le estorbaban, y que los billetes de un dólar le servían para repartirlos en cualquier vaso de cualquiera que se lo pidiera o de cualquier caja de fundación en algún restaurante.

     —Sí —rio—, pero encontré solución… yo pongo un billete de veinte, tú otro, y nos dan un billete de cinco de cambio, o monedas, y eso lo utilizaremos para comernos un hot dog cada una, y le dejaremos el cambio al vendedor —sonrió.

     —Todo por unas putas monedas —se carcajeó.

     —Yo, con tu cartera, puedo matar a cualquier cristiano de un golpe —elevó su ceja derecha—, tienes una cantidad obscena de monedas.

     —Ajá, ajá, ¿pero quién es la que tiene las monedas para calmar el mal humor de la cajera de Walgreens o en Duane cuando quieres pagar, diecinueve con uno, con un billete de veinte?

     —Y por eso me complementas, mi amor —resopló—. Tú tienes todo lo que a mí me falta.

     —You’re so full of shit —se carcajeó de nuevo.

     —Pero así me adoras… ¿verdad? —susurró con esa mirada que enterneció a Sophia.

     —No —sacudió su cabeza, y volvió a ahuecar su mejilla—, “así” significa que “a pesar de” eso te adoro… y no es “a pesar de”, es “con eso” y “por eso” —dijo, siendo muy sincera, y Emma enterró su rostro en su piel al mismo tiempo que la abrazaba con fuerzas.

     —Abrázame —murmuró en esa vocecita que intentaba esconder la imploración, y Sophia la abrazó fuertemente, la apretujó contra ella así como alguna vez apretujó a Irene; un abrazo de oso—. Gracias —dijo con los indicios de una risa nasal.

     —Es un privilegio abrazarte.

     —No, no por el abrazo… por todo —se irguió—; por consentirme.

     —Fue un placer, mi amor —sonrió Sophia—. ¿Quieres una ducha?

     —No, todavía no… eso sólo va a hacer que te dé sueño —le dijo con tono egoísta—. Además, tengo que revisar lo de Gaby.

     —Bueno, revisémoslo —sonrió.

     —Cinco minutos más —se acomodó sobre su hombro.

     —¿Me estás imitando? —rio.

     —Imposible imitarte —dijo, aferrándose nuevamente a ella—. Creo que me voy a comprar un bikini nuevo —comentó al azar.

     —¿Sí? —Emma asintió—. ¿De qué color?

     —No lo sé… ¿o crees que me vería bien en algo de una pieza?

     —No me hagas eso —susurró—. No te me escondas bajo algo así…

     —Bikini será —resopló.

     —Pero tiene que ser de copa triangular y halter.

     —¿Algo más? —rio.

     —No.

     —¿Por qué tiene que ser de copa triangular y halter?

     —Porque con la copa triangular no escondes la decoración de tu lado izquierdo —sonrió—. Y halter… bueno… uhm…

     —Dime —se irguió de nuevo, pero Sophia se sonrojó—. Ah —rio nasalmente—, ¿se te antoja algo?

     —Dime, ¿cómo es la habitación en la que nos vamos a quedar?

     —¿En Bora Bora? —Sophia asintió—. Tiene una enorme cama con vista al mar, una terraza con sofás bajo techo pero en los que puedes tener la brisa necesaria, sala de estar, un baño muy grande, tiene un sundeck con salida al mar y una plunge pool al aire libre…

     —No sé por qué quiero tomar uno de los cordones de tu bikini, tirarlo hacia arriba, y ver lo que escondes bajo eso —sonrió.

     —¡Bikini será! —rio—. Y lo puedes hacer sin ningún problema… no se ve nada de Suite a Suite.

     —Sí te das cuenta de que vamos a vivir un Royal Caribbean 2.0, ¿verdad?

     —Y podemos ir a Vaitape, podemos nadar con los tiburones y las rayas, podemos hacer lo que tú quieras… y puedes cargarme en la piscina, y quitarme el bikini… o puedo no ponerme bikini.

     —¡No! —siseó—. Quiero poder quitártelo —sonrió.

     —Tal vez sería mejor que tú escogieras el bikini —le dijo con una sonrisa.

     —¿Y si escojo uno rojo?

     —No tengo reservas en cuanto al color del bikini, mi amor.

     —Tú puedes escoger uno para mí, entonces.

     —¿Sólo uno? —hizo un puchero muy gracioso.

     —Los que quieras —rio suavemente, haciendo que Emma sonriera ampliamente—. Mi amor… ¿puedo preguntarte algo?

     —Lo que quieras —sonrió.

     —Cuando nos casemos… —dijo, tomando su mano izquierda—. ¿Qué vas a hacer con el anillo? ¿Lo vas a guardar?

     —No —susurró—. Lo pondré en mi mano derecha.

     —¿Y qué pasará con el anillo que usas ahorita ahí? —dijo, refiriéndose al que Sara le había dado.

     —Lo guardaré, ¿por qué?

     —No sé —se encogió entre hombros.

     —Es momento de guardarlo, mi amor… de guardarlo pero no de olvidarlo —sonrió—. Y no me pesa guardarlo.

     —¿Estás segura?

     —Cien por ciento —sonrió de nuevo—. Además, me gusta mucho este —dijo, refiriéndose al que Sophia le había hecho, y se estiró para alcanzar los labios de Sophia, pues las ganas de besarla nunca se le quitaban, en especial si era un beso así de suave y sedoso, que se colocaba sobre ella no sólo porque quería sino también porque podía, y Sophia la recibía entre sus labios y entre sus manos, las cuales se escabullían por debajo de la camisa que tanto estorbaba por seguir en la escena.

     —Me gusta cuando me besas así —susurró a ras de sus labios.

     —Te amo —corearon las dos, y una risa nasal las atacó.

     —Me gustaría quedarme así todo el tiempo, ¿sabes? —murmuró Emma.

     —Bueno, puedes ir a ver lo de Gaby, y yo aquí te espero para que sigamos haciéndolo, ¿qué te parece?

     —Ven conmigo, ¿sí? —sonrió, irguiéndose hasta sentarse a su lado—. Hazme compañía, prometo que será rápido.

     —Está bien —sonrió, rodando por la cama hasta ponerse de pie—. Pero déjame quitarte la camisa, ¿sí? —Emma asintió, y Sophia, delicadamente, la retiró hacia afuera para revelar un Andres Sarda de encaje rojo, algo que no era tan Emma—. ¿Rojo?

     —Sorpresa —rio, sintiendo a Sophia desabrocharlo de su espalda para luego retirarlo.

     —¿Quieres tu bata o una camisa?

     —Bata estaría bien —sonrió, viéndola pasar de largo hacia el baño para recoger ambas batas, y, al regresar, Sophia le alcanzó su bata gris carbón para que se la pusiera y se la amarrara flojamente a la cintura, y luego le alcanzó su bata porque sabía que le gustaba colocársela—. Listo, Licenciada Rialto —susurró a su oído.

     —Gracias, mi amor —sonrió de reojo, y recibió un beso en su cabeza—. Ve a ver lo de Gaby, yo recojo la ropa y ya llego.

Emma asintió, y se dirigió a la habitación del piano, pues ahí tenía su MacBook Pro de trece pulgadas, pues detestaba las de quince porque, para eso, mejor trabajaba en una iMac como tal. Aflojó su cuello mientras caminó al escritorio y se sentó a esperar a que su portátil encendiera completamente, pues prisa no tenía como para sofocarlo sin sentido.

—Te traje —sonrió Sophia con una cuchara en una mano y con un tarro de Ben & Jerry’s en la otra.

     —Wow —sonrió—, gracias.

     —Las tuyas —guiñó su ojo, alcanzándole la cuchara.

     —¿Te sientas conmigo? —le preguntó, haciéndose un poco hacia atrás con su silla para ofrecerle su regazo, y Sophia, sin decir un “sí” o un “no”, simplemente se sentó—. Cinnamon buns —sonrió.

     —¿O prefieres Peach Cobbler?

     —Éste está bien —sonrió de nuevo, viendo a Sophia hundir la cuchara en el helado para recoger un poco y ofrecérselo—. Sabes… —murmuró con la boca llena mientras abría el documento que Gaby le había enviado—. Al principio, solía comerme sólo el helado y dejaba los chunks de cinnamon buns.

     —¿Por qué? Es lo más rico —rio, llevando la cuchara a sus labios para comer ella también.

     —Precisamente —sonrió—. Cuando como de cookie dough hago lo mismo.

     —Nunca te he visto comer de ese…

     —Me gustan más los que tengo en el congelador… —dijo, y se volvió a la pantalla—. Vamos a ver… —suspiró—. Bachelor’s and/or Master’s Degree in Interior Design o en Arquitectura con un minor en Interior Design… pasantía pagada por seis meses con posibilidad de contrato de plaza fija… competente, eficiente y eficaz, creativo, flexible… y esperamos del aspirante: buen manejo de AutoCAD 2D y 3D, iWork/Office, Adobe Suite; en especial InDesign y Photoshop, Illustrator y SketchUp always come in Handy… buen nivel de inglés, hablado y escrito… segundo idioma siempre es una ventaja, ajá… portfolio físico con al menos tres proyectos de ambientación, hoja de vida física… ¿crees que falta algo? —se volvió hacia Sophia.

     —¿Renderings? —se encogió entre hombros.

     —Va implícito con los programas; no me interesa si lo pueden hacer con Paint, sólo que lo sepan hacer.

     —Manual, no digital.

     —Mmm… buena idea.

     —A mí me toma menos tiempo hacer uno manual que uno digital.

     —A mí también, pero eso es aprendido —asintió, entendiendo el punto de Sophia—, aunque quizás es porque me gusta colorear.

     —Además, renderings manuales son, en mi opinión, una señal de seguridad suprema —rio—, no existe el ctrl+z.

     —Buen punto —asintió, regresando al correo para escribir que los renderings manuales era cosinderado una gran ventaja—. ¿Crees que es justo que ponga que no presto ni mis Prismacolor ni mis Copic? —bromeó.

     —A mí sí me los prestas —sonrió.

     —Pero porque sé cómo trabajas, porque sé que los tratas con cariño y con respeto… son caros.

     —Tienes zapatos que son más caros que el set completo de Copic —rio, ofreciéndole más helado.

     —Y los trato con mayor respeto —guiñó su ojo, y se dejó alimentar—. ¿Algo más que deba agregar?

     —¿”Que la suerte los acompañe”? —sonrió.

     —Very funny —sacudió su cabeza, y le envió el correo a Gaby, no sin antes escribirle que hablara con Helena para planificar una reunión, que coordinara las entrevistas a partir del siete de abril y que fuera una cada hora y media—. Listo, mi amor —sonrió, apagando el portátil y abrazándola con ambas manos por la cintura—. ¿Qué quieres hacer? —preguntó, pero sólo recibió un beso en sus labios—. Cierto, eso íbamos a hacer… —susurró.

     —Y eso vamos a hacer —susurró, ofreciéndole más helado.

     —¿Pero?

     —Ya que estamos aquí… ¿puedes tocar piano para mí?

     —¿Qué quieres que toque? —sonrió, poniéndose de pie.

     —Lo que tú quieras… sólo tengo ganas de escucharte.

     —Mmm… —musitó pensativamente, sentándose sobre el banquillo y abriendo el teclado—. ¿Qué tal esto? —sonrió, y, ubicando sus manos sobre el teclado, se dispuso a tocar “Turning Tables”, al menos lo que sabía o de lo que se acordaba, pues la canción no sabía cómo o por qué se le había quedado grabada—. Eso es todo lo que sé…

     —No sé qué canción era, pero se escuchaba bonita —sonrió, sentándose a su lado, como siempre—. Tócame mi canción favorita, ¿sí? —dijo, ofreciéndole otra cucharada de helado.

Emma sonrió, y, colocando sus manos sobre el teclado, se dejó llevar por lo que la canción le acordaba, por lo que significó a.S y por lo que ahora significaba. Sus ojos, como siempre, estaban cerrados, y su postura variaba entre las notas y los acordes, entre las presiones de los pedales y entre la respiración de Sophia, quien sonreía enternecida y completamente en paz ante tal pieza que no tenía más que una melodía sentimental; larga y adorable, una melodía de la que cualquiera se acordaría, desde siempre y para siempre, una vez la hubiese escuchado, pero, a pesar de ser hermosa, tendía a empujar y a obligarlo todo a estar al borde de la dolorosa pero alegre miseria. Emma lo atesoraba como suyo, y sí que era suyo, pero ahora Sophia lo reconocía como suyo también, porque Emma era suya, y no había mejor melodía que esa para estar en completa sintonía. Era simple pero seductora; la noción de su duración se perdía, al punto de que no se sabía si estaba por terminar o si simplemente continuaría, era como si no quisiera que se acabara nunca. No tenía ni tiempo ni espacio, era timeless, y era por eso que duraría por el resto de sus vidas a pesar de sólo durar seis minutos con veinte segundos entre las manos de Emma.

—Me encanta —susurró Sophia en cuanto terminó la pieza, y Emma abrió los ojos y la volvió a ver—. ¿Qué pasó? —ladeó su cabeza, pues la mirada de Emma la confundió.

     —¿De verdad te gusta? —preguntó casi inaudiblemente.

     —Me encanta, sí —asintió—. Todos los días, en algún momento, la busco en mi iPod o en mi iTunes para escucharla… pero están todas las versiones menos en piano —se encogió entre hombros—. Hay de piano con cello, o de piano con violín… pero no de sólo piano… y, si existe la versión, no me interesa escucharla; sólo quiero escuchar tu versión.

     —Sí sabes que no la toco a la perfección, ¿verdad?

     —No estoy para juzgar si la tocas bien o mal… sólo quiero que sepas que me gusta —sonrió—. Y que me gustan todas las versiones, en especial la tuya.

     —¿De verdad te gusta? —repitió.

     —Sí.

     —¿Qué tanto?

     —Mmm… no sé —se encogió entre hombros—. Lo suficiente como para que me den ganas de querer aprender a tocarla, así sea con copas de agua o con una pandereta —rio.

     —¿De verdad te gustaría tocarla? —Sophia asintió.

     —Pero no en piano.

     —¿Por qué no?

     —Porque la versión de piano es tuya, y es mía porque es tuya —sonrió.

     —Está bien —sonrió—. ¿Puedo tocar algo más?

     —Es tu piano, claro que puedes.

     —No… pero para ti —se sonrojó.

     —Me gustaría mucho —se sonrojó ella también.

     —La canción ya la has escuchado, pero no quiero que la tomes por el lado negativo… ¿sí? —Sophia asintió.

No cerró sus ojos, y Sophia tampoco. Empezó por presionar alguna tecla más o menos al centro del teclado, la presionó una, dos, tres, cuatro veces, quizás eran negras, pero Sophia sabía de música lo mismo que de béisbol. Al compás de la quinta presión, entró en juego el primer acorde, y el segundo, y el tercero. Y, al cabo del cuarto, Sophia supo qué canción era.

Say something, I’m giving up on you —cantó suavemente al compás de las notas que representaban lo que su afinación vocal debía hacer—. I’ll be the one, if you want me to… anywhere I would’ve followed you… say something I’m giving up on you. And I… am feeling so small, it was over my head, I know nothing at all… and I will stumble and fall, I’m still learning to love, just starting to crawl. Say something I’m giving up on you, I’m sorry that I couldn’t get to you… anywhere I would’ve followed you, say something, I’m giving up on you … and I… will swallow mi pride, you’re the one that I love, I’m saying goodbye —y la agresividad atacó, esa intensidad que la hacía presionar las teclas con fuerza, con tal fuerza que se levantaba del banquillo unos cuantos milímetros y que atacaba el pedal con igual fuerza—. Say something I’m giving up on you, I’m sorry that I couldn’t get to you… and anywhere I will follow you… say something I’m giving up on you —y cesó la intensidad para volver a la tranquilidad del principio—. Say something, I’m giving up on you… say something… —y terminó la canción con un último acorde—. I’m not giving up on you, and I’m not saying goodbye… sólo quería decirte eso, que “I will stumble and fall, I’m still learning to love, just starting to crawl”, y que “I will swallow mi pride, you’re the one that I love”.

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