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Antecedentes y Sucesiones - 25

en Lésbicos

Reconocía la precariedad de las circunstancias. Siendo lo que era, y sabiendo lo que sabía, le parecía cínico, casi hipócrita, saberse acostado casi directamente sobre el suelo y entre sábanas que carecían de conteo de hebras o de algo tan importante como la procedencia del algodón.

                  Se volcó sobre su costado derecho para encontrarse con la sorpresa de una menuda y frágil espalda que había buscado el borde de la cama como si no quisiera invadirle su espacio personal. Colocó su mano sobre aquel huesudo hombro como si quisiera confirmar que era real y no sólo el producto de las cuatro cervezas que había bebido la noche anterior. Media copa.

                  Sonrió en cuanto sintió la suavidad de su piel, y, con una ligera exhalación nasal de satisfacción, le plantó un beso casi cariñoso. Ella apenas se movió entre un suspiro que le informaba que por favor la dejara seguir durmiendo.

                  En cuanto escuchó que la panadería del otro lado de la calle abría, porque era imposible ignorar el estrepitoso ruido que hacía la persiana metálica cuando estaba siendo enrollada, supo que era hora de ponerse de pie.

Con el cuidado de no hacer más ruido del que ya empezaba a inundar Brooklyn, se arrojó a la ducha para ser asustado con una ráfaga de agua fría que, si tenía suerte, se calentaría antes de que terminara de asearse. Al salir se cercioró de que la barba no pareciera la de un orgulloso púber; descuidada y careciente de uniformidad, se cepilló los dientes, y salió en búsqueda de ropa que estuviera a la altura de algo tan casual como la entrega de un portafolio fuera de los horarios de oficina.

                  Se tomó el tiempo para escribir una nota para la mujer que dejaba en su pseudofutón, porque no huía de ella, y, con el cuidado de no tropezarse con el tiradero de ropa, cerró la puerta tras él para encaminarse a la estación del metro.

                  Hizo una breve escala en la panadería para comprar su desayuno, algo propio de los días hábiles; un café y un bagel de huevo, tocino y queso, y, en lugar de caminar hacia la estación de Atlantic Avenue, caminó en dirección a Dekalb Avenue para tomar la línea Q.

                  Se sentó junto a una señorita de ajustadas y delgadas trenzas que se recogían en un abundante moño en la cima de su cabeza. Llevaba gafas oscuras a pesar de no haber luz solar, y hacía malabares entre un enorme café de Starbucks y la última edición de Ebony Magazine.

Él, por todo lo contrario, se enfocó en devorar sus sagrados alimentos mientras escuchaba el episodio semanal de “Wait Wait… Don’t Tell Me”.

— Buenos días —le sonrió a través de la pantalla.

                  — Buenos días, Alessandro —lo saludó con la mágica y recta sonrisa que lograba embrutecerlo en menos de un segundo—. ¿Qué haces despierto tan temprano? —arqueó ligeramente su ceja izquierda como si lo cínico de la incredulidad la delatara.

    — Hoy comienzo a poner el piso —dijo, agachándose brevemente para recoger sus New Balance del suelo.

                  — ¿Tú solo? —lo agujeró con la intensa mirada celeste, pues en ninguna parte de la frase anterior escuchó un plural. Él asintió—. Te pregunto porque Sophia me dijo, el miércoles que hablé con ella, que te iba a ayudar con eso.

Alessandro Volterra, mejor conocido como “Alec” entre las personas que le tenían cariño confianzudo, quiso, en ese momento, estrellar su cabeza contra la pared más cercana.

Pasaba que el plan había sido ese, el que Camilla planteaba, pero él, por abusar de la misericordia, había terminado perdiendo.

                  Había notado cómo la Licenciada Rialto se había visto consumida en el proyecto de la Old Post Office desde el momento en el que lo había tomado sin siquiera pensar en las consecuencias emocionales y físicas.

Por primera vez, en mucho tiempo, la había visto llegar al mismo tiempo que Emma. Los recesos para almorzar se habían reducido a no salir del estudio, a comidas que se enfriaban por la incapacidad de poder tomarse cinco minutos consecutivos para alimentarse como un ser humano acreedor de dignidad, a comidas poco saludables que eran envueltas en papel encerado o que venían en un depósito plástico. Su equipo, o sea Emma, Lucas y Parsons, eran quienes la acompañaban hasta que su cerebro hacía cortocircuito y entumecía sus sentidos más básicos y primitivos. Habían trasnochado, habían amanecido en la oficina, y habían tenido que recurrir a trabajar el fin de semana para poder sacar todo a tiempo.

                  Había sido por eso, por el desgaste mental, físico y emocional, y por las ojeras que todo el departamento de Diseño de Interiores había adquirido, que él había abusado de la imaginaria autoridad paternal, y le había dicho a la rubia Licenciada que no necesitaría de su ayuda, pues ya Aaron se había ofrecido.

Lo que era el poco o el nulo saber.

                  Sophia, entre el ajetreo de los ajustes y de las modificaciones, y entre verlo todo en un modelo tridimensional azul, blanco y rojo, de no sólo estar en la disposición de recibir los correos electrónicos a la hora de Satanás, sino de también estar alerta para responderlos, de sacrificar noches de plácido sueño enrollada contra Emma como si buscara refugiarse de las torrenciales lluvias de abril, de sacrificar el fin de semana y lo que eso implicaba; dormir hasta tarde, haraganear entre las sábanas hasta que su moralista conciencia le reclamara la falta de propósito y de voluntad, cenas hechas en casa, juegos de risas con Darth Vader, quizás un masaje o unas caricias que pasaran por masaje, quizás una velada sexual que la relajara. Sí, entre todo eso y más, vio la luz a la mitad del túnel en cuanto Volterra mencionó que el presente fin de semana se dispondría a colocar el piso de roble en el condominio que, en un futuro no muy lejano, sería su hogar.

Se apuntó de la misma manera en la que había aceptado el proyecto de la Old Post Office, sin pensarlo, pues, entre tanto diseño e intento de interiores, quiso regresar al verdadero placer que le daba hacer ese tipo de trabajos pesados que siempre había sabido asociarlos con la manufacturación de muebles, algo que ya extrañaba y que sabía que extrañaría.

                  Luego de haber tenido una noche alocada porque la GSA no aceptaría más modificaciones iniciales, él le arrancó la esperanza de hacer algo diferente.

                  A Sophia no le molestó su misericordia, pues sabía que lo hacía por querer darle un fin de semana de ocioso y sedentario descanso, algo muy propio de la preocupación parental-paternal. Además, ella no tuvo ni siquiera las ganas de argumentarle su deseo; el cansancio era demasiado y, en realidad, sabía que necesitaba todo el descanso que pudiera tomar mientras la GSA emitía su veredicto. Sin embargo, y pese a lo anterior, no pudo evitar sentirse anulada por el gusto de nada; sabía que Aaron no se había ofrecido como ella: de gratis.

Pero, si Volterra así lo quería, Volterra así lo tendría.

— No —resopló—, uno de los jefes de personal de construcción me ayudará con eso —le dijo mientras aflojaba las agujetas de cada zapato.

                  — ¿Qué pasó con Sophia? —ladeó su cabeza hacia el lado derecho—. No me digas que te pusiste nervioso de pensar en que estarían sólo ustedes dos —le dijo Camilla con una mirada severa.

                  — No —disintió sin poder mirarla a los ojos, pues, de cierto modo, sabía que, además de la misericordia y de creerse buen jefe, había sido el fatal nerviosismo el que lo había impulsado a prescindir de su ayuda gratuita—. Es sábado.

                  — Y mañana domingo —repuso ella sin realmente comprender cómo podía ser eso una explicación o una excusa.

                  — Le ha tocado pesado, Ca —le dijo—. Necesita descansar.

                  — Quizás —suspiró, no sabiendo si mencionar cómo su intuición de madre le dictaba que necesitaba quizás todo menos descansar.

                  — Necesita descansar —reiteró—. Esta semana pusieron más de setenta horas en el reloj —intentó darse la razón a sí mismo como si fuera él quien necesitara ser convencido—. Necesita descansar, despejar su mente, dormir, hacer lo que quiera así sea nada, y quizás le venga bien estar con Emma.

                  — ¿Desde cuándo estás de acuerdo con que estar con Emma es algo tan bueno? —resopló un tanto incrédula.

                  — No es que no apruebe, porque no tengo nada que aprobar —disintió—. Es sólo que sé que a las dos les vendría bien un poco de actividades recreacionales —sonrió, especialmente porque, en el fondo, sabía que ese maldito e irreconciliable mal humor de Emma se podía arreglar a costillas de su propia hija.

                  — Ahí, por un momento, te creí —le dijo ella—. Pero tenías que salir con eso… stronzo —pareció refunfuñar, pero su expresión facial era más risueña y de cualidades bromistas que las de una reprensión de mayor severidad.

                  — Es tonto negar que todos tenemos necesidades —repuso engreídamente—, y es el doble de tonto pensar que Sophia no las tiene.

                  — Y es altamente perturbador que hables así —entrecerró la mirada.

                  — Sophia podrá haber sacado tus ojos, y tu cuerpo, y tu cabello…

                  — Sí, porque el cabello no lo pudo haber sacado de ti —rio, haciendo una clara alusión a su alopecia selectiva.

                  — Exactamente; eso lo sacó de ti. El resto lo tenía que sacar de su papá —sonrió el orgulloso arquitecto.

Camilla sólo supo sonreír, pues su instinto y su costumbre señalaban al griego como culpable de casi cualquier actividad adulta y adúltera. Sin embargo, y por tener un poco de compasión reglamentaria con la paternidad biológica, se ahorró todos los comentarios alusivos a la dualidad y a la ambigüedad.

— En fin —dijo ante la forzada sonrisa que había recibido por su potencial improperio—. ¿Qué haces tú?

                  — Hago un postre para una cena que tiene Irene —contestó mientras agachaba su mirada para continuar con la labor que recién mencionaba.

                  — ¿Qué es?

                  — Tiramisù —irguió fugazmente su mirada como si eso no fuera obvio.

                  — ¿Y tú crees que llegará completo a manos de Irene? —se carcajeó.

Ella se imaginó mil y una maneras de cómo asesinarlo, pero bastó con el desdén de su mirada para que sintiera el látigo. El comentario le había molestado simple y sencillamente porque era una burla que tenía precedentes en un suceso tan viejo, pero tan viejo, que ya podía ser calificado como un mito más que sólo urbano.

                  Hacía muchos años, cuando ambos asistían a la facultad de arquitectura de la Sapienza, habían organizado una fiesta de fin de semestre en el que todos llevarían algo de comer para ahorrarse los costos de un servicio de banquetes.

Camilla y Alec esperaron a que Pensabene los recogiera en la Basilica di San Clemente, lugar que quedaba cerca de la casa de la fémina, y, mientras habían esperado a ser recogidos, Camilla había cedido a las hormonas de la etapa de la ovulación y a la inanición de la ocasión, y había terminado por comerse uno de los dos tiramisù de ocho porciones que llevaban.

— No le gusta el café —dijo Camilla entre dientes.

                  — Entonces, ¿cómo lo harás? —le preguntó, esta vez un tanto cohibido.

                  — Con leche evaporada —suspiró, sabiendo que eso era una clara traición al patriotismo y a cualquier forma de tradicionalismo cultural.

                  — Ah, las cosas que se hacen por amor —sonrió Alec.

Camilla le sonrió con sinceridad, pues, a la hora de actuar por amor, sus hijas le ganaban a la patria desde siempre y para siempre. Eso era algo que no le daba ni le daría vergüenza nunca. Además, algo tenía que ver su experiencia de la dualidad patriótica. Al final, su situación era casi la misma que la de Alec, y si alguien debía entender era él.  

Con un muñequeo de aquellos que parecían ser fáciles y ligeros, el grafito golpeó la gruesa y blanca base de goma que le daba soporte hasta en los más extremos de los estiramientos y de los aparentes pasos en falso que terminaban por terminar en un desliz de naturaleza apropos. Por consecuencia del rápido golpe, una lluvia rojiza se desprendió de las onduladas canaletas que brindaban tracción para los peligrosos y desacostumbrados juegos de pies. El segundo muñequeo se encargó de hacer llover la segunda base de goma. Y, con un coqueteo entre los bordes involucrados, la esfera amarillo fluorescente, cuyo color era mejor conocido como “optic yellow”, fue levantada al compás del engañoso paso que no sería dado.

La esfera saltó de entre el grafito y la goma con la característica vertical que debía. Fue rematada por el multifilamento contra el polvoso suelo rojizo, y, como por arte de magia, aterrizó entre sus dedos.

                  Sus uñas se habían ensuciado por el continuo manejo de la esfera, pero, a pesar de ello, no parecían ser las manos de un mugriento y descuidado párvulo. Sin la aversión que le tenía a las manos sucias, en especial cuando se trataba de las suyas, su cerebro no la hizo necesitar interrumpir la acción para salir corriendo en búsqueda de gel antiséptico para remover lo rojizo de sus manos; esa suciedad era su elemento, era la mitad de la razón de su existencia.

                  Arrojó la esfera al suelo como si le tuviera el más petulante de los odios, y, con más odio aún, la golpeó con las tensas cuerdas para que aterrizara nuevamente en su mano. Era una maña que lograba confundirse con el dramatismo de un ritual.

                  Miró fijamente la línea de la que recién había sido víctima; del descaro con el que su musculosa contrincante de ojos juntos la había atacado con el efecto Magnus. Si tan sólo hubiera elevado su brazo dos centímetros más, si tan sólo hubiera salido una milésima de segundo antes, si tan sólo se hubiera estirado como lo hacía por las mañanas, si tan sólo hubiera respirado mejor, si tan sólo la musculosa no tuviera los brazos de un macho violador de femeninas integridades físicas.

Con enojo, paseó la punta de su pie sobre la ancha línea blanca para limpiar la marca de su frustración, y, en cuanto la dejó en el pasado, en aquel punto de la mañana en el que se encontraba a la cabeza por primera vez en los últimos setenta y ocho minutos, apretujó la esfera y se limpió el sudor de la frente con el dorso de su mano.

                  Irguió la cabeza, porque ella no iba a dejar que todo su esfuerzo se fuera al carajo por algo tan trivial como la momentánea desprevención de la que había sufrido hacía unos momentos, y la miró a los ojos con la más intimidante de las advertencias.

                  Se colocó a doce centímetros del centro del rectángulo dibujado en blanco, respiró profundamente, rebotó tres veces la esfera contra el suelo, y, la cuarta vez, la lanzó al aire para, con el movimiento más cómodo de rotación de hombro, proyectarla con el mismo efecto que no había sabido manejar hacía tan sólo unos segundos. Era la mejor manera para compensar lo recién ocurrido.

                  Exhaló justamente en la milésima de segundo que la hacía impactar la bola con mayor fuerza, y, con los cóndilos apretados como si eso aumentara la agresividad del golpe, cayó con ambos pies sobre la arcilla.

Giró el mango de la raqueta entre sus manos para refrescarlo mientras esperaba la respuesta de quien había esperado un servicio como los anteriores: débiles por estar a la defensiva, por la reticencia y el escepticismo en cuanto a las tácticas de ataque irracional que carecía de estrategia.

                  La bola regresó con la fuerza que poseía un zurdo en la mano izquierda. Fue un tajante proyectil que no se desviaría ni por nada ni por nadie y cuya altura sería incómoda para regresarla con un revés a dos manos por la velocidad con la que había arrancado para lograr llegar a tiempo. Quiso arrojar la raqueta en el aire para poder corresponder el golpe, pero eso era una jugada ilegal, quizás la única que había.

Logró llegar y responder con una alta volea que sabía que sería un remate de muerte súbita por la fuerza con la que podía golpearse y por la proximidad con la red. Esperó los tres eternos segundos. La miró elevar su brazo derecho, erguido y con sus dedos rectos para apuntar y medir la bola con la mayor precisión posible. La miró sacar esa molesta raqueta rosada desde la espalda, y esperó por el despiadado remate que las dejaría en la incomodidad del efímero empate 30-30.

                  En esas milésimas de segundo en las que se disponía a mantenerse en movimiento para hacer el intento de arrancar con una salida, hacia la izquierda o hacia la derecha, que pudiera alcanzar la bola para forzar otra volea, y por ende otro remate, pensó en cómo ella quizás no habría escogido un remate sino una volea de aquellas que enojaban a cualquiera; habría usado la bola sin el repique, habría amagado, y la habría golpeado suave y cortamente a contrapié.

Pero no se trataba de cómo ella lo habría manejado, se trataba de cómo pensaba Flavia Bettini, la mujer con la que odiaba jugar porque, en cuanto empezaba a perder, sólo sabía reclamarle al juez de silla. Sabía que se decidiría por un remate plano y fuerte, de esos que daban miedo porque la trayectoria apuntaba directamente hacia el cuerpo como el fácil blanco que era, o quizás uno de esos que, por la misma excitación y burla de la situación, apuntaría a una de las líneas blancas. «Quelle cazze di linee bianche che si muovono!».

                  Escuchó un bestial pujido que le avisaba que estaba a punto de dejarse vulnerable a perder el juego para ver un marcador de dos en contra. Pero, por alguna razón, quizás porque impactó la bola a una altura que no era la máxima, fue la esfera la que dejó de importar porque el grafito había impactado la cinta blanca que ponía fin a la altitud de la red.

Un sepulcral silencio inundó la cancha número tres del Gianicolo Country Club.

Quaranta, Trenta —balbuceó el Giudice Arbitro.

                  — Cosa?! —alzó la voz la de la raqueta rosada.

                  — Fallo di rete —repuso pacíficamente el hombre que sudaba el sol de las once cuarenta y tres de la tarde.

                  — Fallo di rete?! —gritó—. Cos’è “fallo di rete”?! La palla è andata verso l’altro lato del campo!

    — Ma la rachetta ha colpito la net —le indicó con un gesto que imitaba la acción que describía—. Cos’è un fallo.

                  — Cos’è un fallo in una partita ufficiale. Questa non è una partita ufficiale, è una partita amichevole.

                  — Le regole sono le regole, Signora Bettini —disintió él—. Quaranta, Trenta —repitió el marcador.

                  — Figlio di putt… —refunfuñó mientras se daba la vuelta.

                  — Scusi? —frunció él su ceño—. Volete un avvertimento? —Ella, dándole la espalda, simplemente disintió—. Va bene, allora andiamo. Quaranta, Trenta.

Irene miró el marcador: un set abajo, y con la posibilidad de igualar ese maldito uno que tenía en contra hasta el momento.

Respiró profundamente para relajar no sólo su cuerpo sino también su mente, y reconoció la clara oportunidad que se le presentaba; una Flavia enojada, o mejor dicho “iracunda”, era sinónimo de una mente ofuscada que había sido capaz de entender que el marcador podía voltearse en un abrir y cerrar de ojos. Cómo amaba el pánico por ego.

                  Sacó la bola que había guardado dentro de la tensión de su short, la rebotó contra la arcilla, y, con el ritual de siempre, se decidió por un servicio plano que, en lugar de abrirse, se cerrara justamente en la “T”.

                  La Señorita Papazoglakis tuvo que tomar, en ese momento, la decisión más delicada del juego. La idea era clara: se trataba de jugar con las emociones de su contrincante, pero la pregunta giraba alrededor de la reacción; se quedaría estancada en el enojo, en la indignación, y se vería obligada a jugar a la defensiva, o reaccionaría de manera ofensiva hasta acabar con su dignidad.

Y pudo haberlo hecho en griego, algo sólo para ella, pero no.

Dai! —celebró su remoto y casi insignificante logro, y lo hizo en un italiano de puño cerrado que lastimó orgullos y desató lástimas sin fundamentos.

Vino una ráfaga de dobles faltas, y, el único punto que pudo salvar, fue aquel que ganó porque un proyectil de Irene aterrizó a tres milímetros de la línea blanca del fondo.

Dos juegos en contra, uno a favor.

                  El set culminó un poco menos de quince minutos después. Ahora cada una tenía un set a favor, y era la raqueta rosada la que comenzaría a servir el tercer set.

                  En el descanso, la italiana de la trenza gruesa y de los brazos musculosos, logró recuperar un poco su autoestima y su convicción en cuanto a sus habilidades para el juego para el que vivía por pasatiempo, pues nunca logró entrar a la categoría junior por el simple hecho de que era demasiado inmadura y efervescente como para idear una estrategia efectiva en aquellos momentos en los que sus contrincantes lograban ganarle tanto la moral que podían superarla hasta en fuerza física.

Sin embargo no fue suficiente, pues, a pesar de que luchara cada punto contra una Irene que se había crecido lo suficiente como para lograr el dominio, se quedaba corta con un vantaggio que se convertía en un gioco en contra suyo. Odiaba que la delgada y bronceada adolescente griega gozara de la experiencia que ella quería para sí misma; un pasado de Junior con uno que otro título medianamente importante. ¿Quién botaría tal oportunidad? Sí, quizás eso era parte del odio que sentía por ella, por alguien que dejaba el tenis semi-profesional para decidir dedicarse a algo tan mundano como los estudios universitarios.

                  Irene, a la merced del servicio de su contrincante, ya un poco cansada por estar disputándose un tercer set que sólo satisfaría el ego de quien ganara, gozaba de un interesante marcador que dejaba ver una favorable proyección que la haría celebrar un apabullante e impecable 6-0 de pocos errores no forzados.

                  Fue uno de esos puntos en los que el juego parecía ser de aquellos que transmitían por ESPN, uno que comenzó con un saque plano y abierto casi imposible de devolver, una volea alta por la misma inalcanzable respuesta, un remate que debió acabar hasta con la existencia moral y emocional de Irene pero que había fallado por la prisa con la que había sido ejecutado, un revés de esos que Rafael Nadal lograba aun en sus más desesperados y bajos momentos, un revés a dos manos que había interceptado la bola que sabía que picaría en la fusión de líneas del fondo, un drive cruzado, un chop apresurado al que Irene llegaría con uno de los deslices que le había aprendido a Kim Clijsters en las canchas rápidas, un amague de cómo se hacían realmente los chops para lanzar una volea alta que la hiciera regresar al fondo en una posición demasiado incómoda para responder, un tiro de Ave María por entre las piernas, un tiro plano y cruzado para moverla de una punta a otra, una desafortunada volea al centro, un remate de media altura hacia la esquina contraria de la griega, una posesión de Usain Bolt y un revés cruzado, por el que casi se disloca la muñeca derecha, que hizo que la bola tomara un efecto tan normal que dejó a la musculosa sin moverse.

Dai! —gritó la griega con un puño tenso mientras sonreía arrogantemente para el enojo que imperaba en el otro lado de la cancha.

                  — Vantaggio —indicó el juez.

Irene, ya pudiendo saborear ese 5-0, no supo cómo o por qué su mirada se desvió hacia el costado derecho de la cancha.

                  Allí, bajo la sombra del árbol del costado más lejano de la cancha, sentada en la banca de madera, un par de delgadas manos aplaudían la reciente hazaña.

No sabía qué demonios estaba haciendo allí, mucho menos cómo la había encontrado. ¿No habían acordado que no habría visitas sorpresas?

                  Sonreía ampliamente de tal manera que sus enormes gafas oscuras se habían elevado a causa de sus pómulos y mejillas. Llevaba el cabello recogido en las ondas naturales que tenían la pereza matutina y sabatina del uso de plancha. Vestía un jeans que había sufrido uno que otro desgaste y que no tenía la decencia pero ni para llegar hasta sus tobillos, y una camiseta desmangada oscura para disimular cualquier potencial marca de calor del día.

                  Pero, ¡cómo le hacía eso! ¿No habían acordado que no habría visitas sorpresas?

Parecía una pintura de aquella infame mujer que había logrado sobresalir en la época en la que el arte del óleo sobre lienzo era dominado por masculinas manos cuyas virilidades eran puestas en duda por más de una simple especulación. Le acordaba a los suaves pero violentos y morbosos trazos de la bíblica venganza de Judit contra aquel General de Nabucodonosor que había asediado la ciudad de Betulia.

Sí, pero la decapitación de Holofernes no tenía nada que ver con eso. En un principio, la conexión era la renombrada artista barroca, Artemisia Gentileschi, de quien ella no recordaba absolutamente nada más que la insignificante información que la misma mujer, que había pintado a Judit y a Holofernes, había pintado también a Venus dormida.

                  El calor había sido inexistente debido a que la temperatura de la habitación se había mantenido en los diecisiete grados de siempre, y, por si eso no fuera suficiente, la temperatura del resto del apartamento había oscilado entre los dieciocho y los diecinueve grados. Pero eso no hacía nada en contra de las púberas calenturas de la italiana que se veía obligada a despedirse de la ligera prenda de seda negra y de las sábanas.

Era como si hubiera pretendido acostarse sobre su costado izquierdo para encararla durante los minutos de infernal canícula psicológica y hormonal. Sus piernas habían quedado inertes en la posición inicial, pero su torso había terminado por aterrizar completamente sobre la cama, y su cabeza había caído en el pequeño cojín rojo que había migrado del cuarto del piano. Su brazo derecho descansaba sobre su cabeza y su brazo izquierdo envolvía parte de su abdomen por la cintura. Se le había dibujado una sonrisa que no se sabía si era a consecuencia de un muy buen sueño o por la frescura que había encontrado en la parcial desnudez.

                  Se acordó de la escena en la que László confiesa que le gusta ese lugar, ese hueco en el cuello de Katharine, y que pregunta cómo se llama mientras desliza sus dedos por la región. «What’s it called?», se preguntó a sí misma tal y como lo había hecho el Conde, y, estando a punto de dejarse llevar por la escena, recordó que quería pedirle permiso al Rey para poder llamarlo “the Almásy Bosphorus”. «“Il Bosforo Rialto”», recalcó ella, pues no compartía apellido con el Conde, pero, tal y como lo había sugerido Katharine con su comentario, así lo sugirió la mujer con un ligero y hasta encantador tremor fugaz; ambas creían que estaban en contra de la propiedad/apropiación.

El punto de la asociación con “The English Patient” era que, justo en ese hueco que se formaba en la base del cuello de su en-un-mes esposa, se había depositado la singular y casi humilde roca brillante y transparente que normalmente pendía de la fina cadena que en ese momento reposaba como ella; al azar.

                  En sus propias palabras, Venus siempre había dormido «so fucking uncomfortable», pues no sólo Artemisia la había retratado en una posición así de inconveniente. Giorgione, Titian, Bordone y Padovanino, todos habían posicionado a Venus como para que fueran los culpables de una hernia discal, de una futura escoliosis, o bien de algo más sencillo como un traumatismo cervical. Era tal la incomodidad con la que sus ojos habían apreciado a las distintas interpretaciones de Venus dormida, que había adquirido incredulidad absoluta en cuanto a la relación entre belleza y calidad de sueño.

En fin, el problema no era nada sino el hecho de que no podía compararla con Venus en esa ocasión. En realidad, ¿para qué engañarse? Venus nunca le había parecido digna del epíteto de belleza. Para ella, su belleza era como ella: un mito, pues nadie había logrado hacerla verdaderamente hermosa, ni Boticelli. No, “nadie” no, porque dos humanos habían logrado hacerla en el ochenta y cuatro. Y cuidado y le decían que la belleza era subjetiva, eso era inaceptable.

No era fanática de la época del Romanticismo, especialmente porque pensaba que era la Hermandad Prerrafaelita quien ejercía el manierismo de la pintura italiana respectiva al Renacimiento, además, los franceses lo habían arruinado todo con el decadentismo. Sin embargo, en esta ocasión, dejaba a un lado el desprecio y admitía que, muy lejos de ser Venus, era más “Flaming June” de Sir Frederic Leighton; realmente hacía alusión a una ninfa, una ninfa que al final era popular y colectivamente llamada como la diosa de todo lo que llevaba al pecado.

                  Con un movimiento, como si supiera que la acosaban, se enrolló clasicistamente en las sábanas de quinientas ochenta hebras de algodón egipcio. Los brazos eran propios de la ninfa de la pintura, y su cabeza descansaba con la misma profundidad con la que dormía. Nada de sonrisas ni de reclamar suyo «Il Bosforo Rialto» que en esa ocasión ni se le veía.

                  Y, con un repentino estiramiento consciente de brazo, tomó a la rubia por el abdomen para arrastrarla hacia ella hasta adoptar su posición.

You should be sleeping —musitó Emma contra su oído.

                  — How do you figure? —repuso Sophia en una voz más clara que la de la italiana a la que había llamado Venus y June en cuestión de minutos.

                  — It’s six a.m. —balbuceó, apretujándola un poco con su brazo, como si con eso ella debía dejar las preguntas a un lado y volver a dormir.

                  — How on earth could you possibly know that? You haven’t even opened your eyes yet —resopló.

                  — I just know —«and if it isn’t six a.m., I say it is».

                  — And why should I be sleeping when you’re not?

                  — Because I say so —respondió su subconsciente en voz alta, y, contrario a lo que cualquiera habría esperado, Sophia rio abdominalmente contra ella—. Please, go back to sleep. I don’t want to have to fuck you into it.

                  — Bitch, please —rio Sophia—, you don’t have the strength to do it.

La risa le duró no más de un segundo, quizás fue sólo la intención o el génesis del burlón regocijo. Después cayó en el abismo del arrepentimiento y del sepulcral silencio. Quedó a la expectativa de la tenue respiración nasal que caía contra su nuca; ¿en qué mundo se le había ocurrido vomitar un “bitch”? No importaba si iba en medio de una expresión que debía repeler lo que ella consideraba una “minor annoyance”, el hecho era que la había agredido verbalmente con un epíteto que nunca antes se le había siquiera cruzado por la mente.

Intentó pensar en una excusa, en una justificación que complementara la disculpa que sabía que debía y que quería darle. Pensó en cómo su osadía era un síntoma adverso o efecto colateral del estrés de los últimos días, quizás era la señal del abuso de confianza en el que ya había caído y del que le costaría salir, quizás era el remanente de la agresividad provocada a lo largo de los últimos días de poco sueño, mala alimentación y calcinación cerebral. Probablemente, muy probablemente, era la mezcla de todo; inconscientemente quería desquitarse con alguien, y Emma era la única persona con la que tenía confianza suficiente para hacerlo.

Camilla, desde que se había despedido de Alessandro hacía unos minutos, había permanecido inmóvil frente a la mesa en la que la noche anterior Irene había hecho la terrible petición del tiramisù. Miraba alternadamente los paquetes de melindros y el recipiente con leche evaporada, a la cual le había intentado disminuir el gusto diabético con un poco de nuez moscada, canela, sal y extracto de almendra.

Pudo escuchar la voz de Giada, la mujer que tardó catorce horas en parirla, que la reprendía con un “vaffanculo, cosa stai facendo?!”, porque, ¿en qué maldito mundo se había vuelto tan débil como para dejar que los malcriados gustos de su hija arruinaran la receta que había rescatado a la gran República Italiana después del fascismo de Mussolini? ¡¿En qué maldito momento sucedió eso?!

                  Pues, con un suspiro para intentar ahuyentar lo que sabía que estaba mal, rompió el celofán de los paquetes de melindros, y, uno a uno, los fue sumergiendo en el blancuzco líquido para ir armando el postre que marcaba el claro fin a una generación de padres de familia con voluntad propia y sentido de responsabilidad patriótica.

De igual modo, el postre que arruinaba en ese momento no era propio de la región de la Lazio, y era por eso que le había terminado por importar muy poco si era un atropello o no. Además, era fiel creyente de que la tradición debía ajustarse, en cierta medida, a las nuevas generaciones. De cualquier otro modo se perderían más rápido de lo natural.

                  Sabiendo que atentaba contra la tradición, decidió quedarse con el recipiente original; un hondo y circular recipiente desmoldable al que podía construirle tres pisos que culminarían con una fina capa de chocolate amargo rallado para terminar de contrarrestar lo dulce.

Terminó por cubrir su jornada culinaria con plástico para poder refrigerar aquello por lo que dejaría de sentir la más remota vergüenza.

                  Se sirvió los últimos tres cannelloni de espinaca y queso, esos que Irene había dejado burlados por no ser tan fanática de la mezcla, y una copa de chianti classico para no faltarle tanto a la memoria de su progenitora.

Y, ante la ausencia de sus dos hijas, una por el amor al deporte y la otra por el amor al sueño, disfrutó del silencio y de la tranquilidad que alguna vez deseó durante aquellos años en los que era madre de dos infantes y no de dos adultas con un alto grado de independencia y autonomía.

Con el hambre requerida y la disposición para alimentar más que sólo el estómago, abrió “Se questo è un uomo”, una de las novelas que Alessio Perlotta le había regalado la navidad del año anterior.

En algún momento, la musculosa italiana pudo acariciar el dulce sabor de la remontada. Pudo ver cómo la concentración de la bronceada griega se iba por el mismo retrete por el que se estaba yendo la economía del país del que provenía, que su momentánea preocupación residía en las afueras de la cancha en la que parecía utilizar la raqueta como si se tratara de lo absurdo del béisbol o de cómo las películas mostraban el estereotipo de la golpiza que recibían las piñatas; swing para acá y para allá, todo sin sentido o precisión alguna. Pero la vida nunca le había sonreído de esa manera y no iba a empezar en ese momento.

El sabor del casi gane le resultó más amargo que de costumbre por el simple hecho de haberse ilusionado con la gloria de la que podría jactarse, hasta el fin de los tiempos, siempre que cruzara pedantes sonrisas con Irene.

Y, con un último “dai!” que había salido en forma de bestial gruñido, y con un apretado puño que había forzado la exhibición de los pequeños bíceps y tríceps griegos, había sido el acabose por el cual había cedido el tercer set y la decencia de estrecharle la mano por simple honorable deportividad.

                  Irene sintió cómo la musculosa italiana planeaba su asesinato por la manera en la que perforaba su espalda con la mirada.

Lejos de molestarle, había tomado el maleducado gesto como un halago, como una medalla de esfuerzo y constancia, de perseverancia, y se había llenado de esa satisfacción que conocía sólo en los aposentos del deporte que practicaba con mayor disciplina que la religión. No, quizás era momento de ser honesta consigo misma para la serenidad de su propia consciencia; esa satisfacción la había conocido también en la cama de la mujer hacia la que se acercaría una vez bebiera un poco de agua y le diera las gracias al entrenador que se había tomado la molestia de arbitrar la campal batalla.

                  Caminó con todas las características de alguien que exudaba seguridad y confianza por la calidad de su talento y su destreza, y, con el gratificante resultado por valentía con la que se había plantado ante la italiana, decidió aprovechar la fiebre del momento para confrontar a Alex.

                  Se valió de la violación del trato hablado que habían cerrado con actitudes maduras y responsables, de cómo habían acordado que no habría visitas sorpresas, para crear uno de esos épicos argumentos de “apaga y vámonos” que se le solían ocurrir en la ducha cuando el enojo hacía combustión en ella.

Llamar “juego sucio”, a eso que Alex estaba haciendo, era una exageración para una simple sorpresa, pero sabía que así era como empezaba todo, con algo pequeño; si se habían aferrado del asesinato del Archiduque Franz Ferdinand para iniciar la Primera Guerra Mundial, ¿cómo podía no escalar una visita sorpresa a otro tipo de abusos como una muestra de afecto en público? Además, ella no iba a ser partícipe de dicho juego, ni tomaría represalias del mismo tipo y mucho menos actuaría como si la acción no le molestara. No, eso no, eso sí que no. Eso sólo sería enviarle señales confusas.

— Mejor que la final de Roland Garros del año pasado —la saludó Alex desde la comodidad de la banca.

                  — ¿Qué haces tú aquí? —la señaló con su rojizo dedo.

                  — Ahora ya puedo dar fe de que juegas bien, que no es un mito —sonrió arrogantemente, sabiendo que omitía su pregunta con demasiado descaro.

                  — ¿Qué haces tú aquí? —repitió.

                  — Hola, Nene —se puso de pie, y, con absurda lentitud, se quitó las gafas para plantarle un beso en su mejilla—. ¿Te ayudo con algo? —le estiró la mano.

Irene la miró con una pizca de odio, porque repetirse una tercera vez era para cuando trataba con sus idiotas compañeros de laboratorio, y Alex no gozaba de un cociente intelectual tan bajo como para beneficiarse de él.

Le lanzó el mismo látigo con el que Camilla había castigado a Alessandro, y Alex, contrario al temeroso hombre de más de medio siglo de edad, mantuvo su sonrisa y simplemente le arrebató las botellas vacías.

— Es casi hora de almuerzo —le dijo, depositando las botellas en su enorme bolso—, ¿en dónde quieres comer?

Ante la tranquilidad y la seductora sonrisa que parecía no importarle absolutamente nada más que ingerir una ración de comida a la hora que era, el imaginario argumento de Irene se fue por el mismo retrete por el que se había ido su concentración hacía unas decenas de minutos, y, sin quedarle otra alternativa, se rindió temporalmente.

                  La intención de Alex fue clara, quiso envolver sus hombros con su brazo, pero se abstuvo por lo mismo del abuso de las violaciones a lo previamente acordado.

— ¿Te doy asco? —preguntó Irene con una risa al notar la reticencia y la incomodidad con la que había tenido que lidiar con el reposicionamiento de su brazo derecho.

                  — Qué pregunta tan absurda —resopló.

                  — Ah, entonces sí puedes responder a mis preguntas —entrecerró los ojos.

                  — Mi mamá y Guido salieron ayer por la noche. Necesitaban que alguien cuidara a gli stronzini —se encogió entre hombros—. Ese alguien fui yo.

                  — ¿Quiénes son esos? —frunció su ceño, pues, que ella supiera, Alex tenía sólo dos hermanastros, por parte de su fértil padre, a quienes llamaba por sus respectivos nombres; Vincenzo y Paolo.

                  — Los yorkie miniatura que tienen —enrolló los ojos—; Holmes y Watson —sacudió la cabeza, porque los canes no eran acreedores de sus nombres por sus infalibles inteligencias sino por la falta de las mismas—. Son nuevos. Creo que tenían miedo de encontrarlos desnucados al final de las escaleras —rio cual psicópata—. Como sea, me acordé de que los sábados vienes a jugar por las mañanas, y, como me quedaba en el camino, decidí hacer una escala para invitarte a almorzar —sonrió.

                  — Tu mamá vive del otro lado de la ciudad —repuso Irene, sintiendo cómo una victoria más se sumaba a su repertorio del día.

                  — Mi papá es el que vive del otro lado. Mi mamá vive en Bonacolsi.

                  — No sé dónde es eso.

                  — Queda como a doscientos metros del San Raffaele Pisana —sonrió—. Me quedaba en el camino —repitió.

                  — No puedes invitarme a almorzar —le dijo Irene.

                  — ¿Por qué no?

                  — Ya me estás invitando a cenar, no puedes invitarme a almorzar —disintió, porque, ¿en qué mundo podía ella aceptar eso?—. En todo caso, te invito yo a almorzar. —Alex sólo sonrió, pues, aunque la idea no le agradaba al cien por ciento, era mejor que nada—. Pero no tengo ropa —frunció sus labios—, no contaba con tu visita sorpresa —la reprendió.

                  — Compramos algo por ahí y lo comemos en mi casa —le sugirió, porque era lo más fácil; ir a su casa era dos veces más cerca que aventurarse hasta la Via Cavour, lo que significaba que comería más rápido.

                  — De igual manera tengo que ir a mi casa a ducharme y a ponerme ropa limpia. No creo que sea apropiado llegar al cumpleaños de tu papá con sudor seco —resopló Irene—. Además, el postre está allá.

                  — ¿Por qué no vamos a tu casa a recoger tus cosas, pasamos por unas papatine y una hamburguesa, y nos vamos a mi casa? —sonrió, deteniendo el paso para mirarla a los ojos como si eso terminaría por convencerla—. Te duchas tranquilamente —«tentativamente conmigo»—, si quieres haces una siesta —«si te dejo»—, y ya luego te arreglas para que nos vayamos.

                  — Que sean las papatine grande y una whopper con tocino —rugió su estómago.

La rubia había empezado a transpirar como consecuencia del nerviosismo que el detestable silencio le provocaba, y, por si eso no fuera suficiente, pudo sentir cómo el par de ojos verdes se habían abierto para mirarla con tal intensidad que podía empezar a sentir el distintivo olor a cabello quemado.

                  Emma la apretujó por el abdomen, haciéndola sentir como una presa sin escapatoria, y estalló en una gutural carcajada que parecía no tener fin. ¿Le había dado risa el insulto o se burlaba de su nerviosismo? A esas alturas ya no sabía.

Touché —le dijo al oído con la resaca de la risa, y le plantó un beso en el cuello—. Pero soñar no cuesta nada.

                  — Hasta me da miedo preguntar —tartamudeó Sophia—, pero, ¿no estás enojada?

                  — I think it’s cute —susurró, intentando acomodarse aún más contra la víctima de su abrazo—. ¿Por qué no estás dormida?

                  — Ya no tengo sueño —contestó, y, sintiendo cómo el brazo que la aprisionaba se aflojaba, se volvió sobre sí para encarar la soñolienta y preocupada mirada—. Buenos días, Arquitecta —sonrió contra ese hueco de su cuello.

                  — Buenos días, Licenciada —se aclaró la garganta.

                  — ¿Tú sabes cómo se llama esto? —le preguntó, pudiendo al fin acariciar ese hueco que había estado acosando desde el momento en el que se había despertado.

                  — Se supone que tú eres la experta en anatomía y fisiología humana —disintió ligeramente.

                  — Éste es el esternón —susurró, paseando su dedo a lo largo del eslabón que parecía no sólo sostener sino darle la firmeza necesaria a la estructura ósea de la caja torácica, a lo largo de esa alargada llave que terminaba justo en el inicio de su abdomen—. Ésta es la apófisis xifoides —presionó un poco para mostrarle que no era una osificación superficial—; es la parte más sensible y vulnerable del esternón —dijo, deslizando nuevamente su dedo hacia arriba hasta llegar al borde de la hendidura—. Y éste es el manubrio —señaló la parte más ancha—; de aquí salen las clavículas —sonrió, separando su dedo del medio del pulgar para seguir ambas delgadas protuberancias hacia afuera—. Pero éste hueco de aquí… —frunció su ceño, y se acercó para darle un beso—. Sólo he escuchado que lo han llamado “the Almásy Bosphorus” —dijo, devolviendo su dedo al lugar de su curiosidad e ignorancia.

                  — László Almásy —murmuró, creando una ligera vibración contra su dedo—. ¿Viste la película o leíste el libro?

                  — La película, claro.

                  — En el libro sólo dicen que a ese hueco le llaman “the Bosphorus” —sonrió a ojos cerrados ante la constante caricia—. ¿Cómo quieres llamarle?

                  — “Il Bosforo Rialto” no me gusta, suena raro.

                  — Quizás un nombre más científico —susurró.

                  — Por aquí pasa la yugular —pareció encogerse entre hombros, como si de alguna manera pudiera sacar el nombre de ahí—. I don’t think boobs should be the central focus of a cleavage —dijo, reconociendo, por primera vez en todo el rato, la casi absoluta desnudez que la abrazaba—. I mean, don’t get me wrong, boobs are good, boobs are great! I love boobs! —resopló contra el diminuto lunar que hacía resaltar su escote cuando era lo suficientemente profundo o cuando decidía mostrar aquellas prendas de lencería que escondía bajo la seriedad de una blusa o de un vestido—. But these… —repasó sus clavículas y el hueco con sus dedos—, these are a cleavage’s highlight.

                  — Déjame ver el tuyo —susurró Emma, como si necesitara corroborar lo que decía, y, con un suave vuelco, colocó a Sophia sobre las almohadas—. Mmm… —suspiró con sus labios fruncidos.

                  — ¿No estás de acuerdo? —jadeó en sorpresa y en relativa desaprobación.

                  — I think this should be called “sexy as fuck indentation” —sonrió.

                  — I agree —rio nasalmente, y, decidiendo ignorar su dedo, la miró a los ojos.

                  — ¿Por qué no puedes dormir? —ladeó su cabeza hacia la izquierda.

                  — Ya no quiero ver ni azul, ni blanco, ni rojo —se encogió entre hombros—. Work is starting to fuck me up.

                  — Han sido días intensos —asintió—. Es sábado y es temprano, lo que significa que tenemos cuarenta horas útiles de fin de semana. ¿Qué te gustaría hacer?  

                  — Me gustaría tomar un buen baño, uno que no sólo me limpie a medias sino que también me relaje. Me gustaría una copa de vino, quizás la botella. Y me gustaría comer algo que no me sepa a plástico o a cartón —sonrió con la clara ilusión de llevar a cabo todas y cada una de las cosas mencionadas—. Y tú, ¿qué quieres hacer?

                  — Quisiera trotar un rato, sólo para no sentirme culpable luego, porque pretendo hacer sólo el esfuerzo mental y físico necesario —sonrió inocentemente para enmascarar la vergüenza que le daba aceptar que el sedentarismo era quien dominaría su fin de semana.

                  — ¿Me ayudarás a cocinar?

                  — ¿Qué cocinaremos?

                  — ¿De qué tienes hambre? —rio la rubia.

                  — De todo —se sonrojó un poco—. Podría desayunar un omelette de esos que sólo llevan huevo para unir todos los ingredientes —sonrió.

                  — ¿Y de almuerzo?

                  — Pasta. Definitivamente pasta.

                  — ¿Postre? —Emma disintió—. ¿Cena?

                  — Pollo. E, a domani, prima colazione autentica italiana; forse un panino, ma anche frutti e un cornetto con marmellata. Il pranzo: carne. E la cena… —suspiró—. Capesante.

                  — Tienes hambre —se carcajeó, y Emma quiso esconderse entre sus hombros—. No pides mucho —ahuecó su mejilla para indicarle que no debía sentir vergüenza alguna—. Pero creo que no hay nada en el refrigerador, sólo agua y una caja de leche que probablemente ya es ricotta agrio —rio de nuevo.

                  — Nada que no pueda se pueda solucionar con un teléfono —sonrió—. Si quieres me dices qué pedir —dijo, estirándose para alcanzar su teléfono.

                  — Está bien, pero yo pago. —Emma la miró contrariada—. Tú has pagado la comida de todos estos días.

                  — Argumento válido, pero, ¿pagar y cocinar? —frunció su ceño—. ¿En dónde queda la justicia?

                  — Argumento válido —frunció Sophia también su ceño—. ¿Qué propones?

                  — Yo pago y te ayudo en lo básico, tú cocinas y me invitas a almorzar toda la semana.

                  — Arquitecta, usted y yo tenemos un trato.  

El sol y el calor eran dignos de llenar el bar del primer piso; los locales aprovechaban desde la mañana para sentarse bajo las enormes sombrillas a beber un caffè y a comer un gelato artesanal o una granita, quizás a devorar una pizza o un panino caldo. Siempre le había gustado ver las mismas caras los días sábado que regresaba del Gianicolo.

                  Saludó a Stella Trevisani, la señora de sesenta joviales años, que coleccionaba abrelatas y descorchadores antiguos, que vivía en el segundo piso, y la dueña del “Bar Amore”. Y, con la tarea de saludar a Camilla de su parte y de acordarle que tenían una charla sobre un caffè latte por la tarde, se adentró al fresco interior que tenía la bondad de oler siempre a café y a amaretto y no a moho y polvo… como casi todo el interior del centro histórico de Roma.

                  Guiando el camino ya conocido, pisoteando suavemente los escalones de madera que rechinaban de tal manera que todos se enteraban a qué hora llegaba, agradeció el momento en el que cuarenta escalones de esfuerzo cardiovascular le daban la entrada al corto pasillo que se interponía entre los vecinos y la privacidad de su hogar.

Ciao! —anunció su llegada como todas las veces, pues había aprendido de las historias de terror de sus amigas de la escuela, esas que se habían encontrado con sus progenitores en un acto que ya no era con fines de preservar la especie sino con fines de vil placer en soledad o en compañía de sus medias naranjas o de alguien más—. Alex è qui! —añadió mientras arrancaba la llave del cerrojo, porque era mejor prevenir que lamentar.

                  — Ciao, Nene —emergió Camilla del pasillo que desembocaba en su habitación—. Alessandra —le sonrió a la silenciosa mujer que recién colocaba sus gafas oscuras en su cabeza—. No te esperaba hasta dentro de dos horas —le dijo a Irene.  

                  — Me encontré a Alex en el camino —dijo por toda explicación.

                  — ¿Tienen hambre? —preguntó con una sonrisa.

                  — No te preocupes por eso —disintió Irene—. Sólo vengo a recoger un poco de ropa y el tiramisù.

Camilla simplemente sonrió. De alguna forma, llevaba años esperando a que Irene adquiriera esa autonomía con la que Sophia la había bofeteado cuando había cumplido los dieciséis. Sabía que las amistades tenían mucho que ver en eso, pues se acordaba de cuando todo “regreso al rato”, de su primogénita, significaba que estaría en Kolonaki, en la maisonette de los Gounaris. Y esa actitud, en Irene, había comenzado con la reanudación de la amistad con Alessandra, a quien llamaba por su nombre porque el nombre en sí le gustaba demasiado como para convertirlo en algo tan andrógino y ambiguo como “Alex”.

                  Dejó que Irene pasara de largo hacia su habitación.

Hubo un silencio incómodo en el que Camilla y Alex se miraron sin saber cómo comportarse una con la otra, era como si la joven fémina temiera de la rubia señora, pues los ojos celestes parecían burlarse de ella por saber todos y cada uno de los encuentros en los que había abusado de la menor de sus crías.

— ¿Quieres sentarte? —le ofreció cualquier asiento de la sala de estar.

                  — Gracias, pero he estado sentada por mucho tiempo —resopló Alex.

                  — ¿Algo de beber, quizás?

                  — Agua estaría bien —asintió—. Gracias.

                  — Si quieres ve con Irene —le señaló el pasillo que correspondía a su habitación—. Yo te llevaré el agua en un momento.

Ella sonrió en agradecimiento y desapareció por el mismo camino por el que Irene había desaparecido hacía tan sólo unos segundos.

                  Tras una librera empotrada que resguardaba la puerta marrón, las paredes eran grises a excepción de una, la cual era la que recibía la mayor cantidad de luz natural por enfrentar al balcón que daba hacia la calle. Era la pared blanca que Sophia misma le había ordenado pintar por la misma fecha en la que había decidido cortarse el cabello; era a beneficio de su salud mental.

Había una alfombra a gruesas rayas azules y blancas que se extendía alrededor de la cama en la cual Alex sabía que era de la medida perfecta como para tener que dormir casi una encima de la otra. Las sábanas eran blancas y de un celeste grisáceo que complementaba los cojines grises y las almohadas amarillas.

El escritorio era un desorden de libros de química orgánica, de apuntes de laboratorio, y de copias de exámenes de los últimos tres semestres; era claro que Irene Papazoglakis no era como cualquier estudiante: no procrastinaba para los exámenes que tendría en poco menos de un mes. Y estaba esa silla, esa en la que aterrizaba más que sólo ropa.

— Sostén esto —le dijo Irene en cuanto la vio entrar a su habitación, y le entregó un maletín abierto en el que ya había depositado sus utensilios de aseo personal.

Alex la observó un tanto maravillada porque, entre su desorden, sabía en dónde buscar qué, y, cada tanto, recibía una prenda de ropa en el interior del maletín; un jeans, una blusa a rayas que parecía haber sacada del zoom out de la alfombra, un puñado multicolor de ropa interior, y unas sandalias de aquellas que le provocaban envidia.

                  Camilla se materializó en la habitación, le entregó el vaso, y desapareció con el mismo sigilo con el que había llegado.

                  Y, mientras Irene exhalaba su alivio por salirse de los zapatos y de los calcetines que parecían quemarle los pies, Alex permaneció casi indiferente por disfrutar del agua fría.

— ¿No se te olvida algo? —le preguntó antes de cerrar el maletín.

                  — No que yo sepa —disintió Irene.

                  — ¿Por qué no aprovechas y dejas ropa en mi apartamento? —ladeó su cabeza.

                  — Ja. Ja —entrecerró la mirada—. Muy graciosa.

Alex se encogió entre hombros con una leve sonrisa vencida. Lo había dicho sin malas intenciones, sin intentar presionarla a nada, pero supuso que, por lo mismo de no pensar dos veces en lo que salía de su boca, se había escuchado como otra violación al trato hablado que habían cerrado un par de semanas atrás.

Estaba acostumbrado a estar del otro lado del río antes de las siete. El día no pintaba muy soleado, y, como era el primaveral comienzo de un fin de semana que había esperado con ansias, sólo pudo sentarse en una banca del Jardín del Conservatorio de Central Park.

                  Le gustaba verse envuelto en un ambiente que había logrado elegancia con algo tan simple como el respeto hacia la esencia arquitectónica del arte del paisajismo, y tenía que aceptarlo: el hecho de poder cruzar la infame Vanderbilt Gate era lo que lograba darle una conclusión más que sólo adecuada a la experiencia turística de cualquier ocasión, tanto para locales como para todo aquel ajeno al lugar.

                  Sentado a un costado de la Burnett Fountain, se dejó dar la matutina bienvenida al lugar que, para él, lograba traer a la vida todo lo que había imaginado cuando, de niño, se había sumergido en el mundo de “The Secret Garden”. La experiencia era casi propia de la metafísica.

                  Los lirios se habían agrupado hacia el centro del estanque y eran de un color tan vibrante que, aunque no lo quisieran, el agua se tornaba irremediablemente verduzca y turbia, especialmente por las numerosas flores magenta. ¿Cómo podía nutrirse algo tan puro y brillante de algo tan sucio como ese estanque? Supuso que era la ley de la vida. Pero, para aclarar, nunca buscó agua cristalina; no en un estanque.

                  Pasmado por la brisa y por el majestuoso paisaje, buscó aquel pesado y rectangular dispositivo en el interior de su chaqueta, y, con poco esfuerzo, le conectó la espiga que le permitiría escuchar un poco de música adecuada para la vista. Una carrasposa y débil voz le inundó los oídos.

                  Inmortalizó el panorama unas cuantas veces con su cámara, y, en cuanto supo que eso no sería suficiente, abrió su portafolio, buscó una página blanca, y se dispuso a ponerle emoción a una inerte vista con el trazo ligero que la música sugería.    

                  Su mirada pareció iluminarse en cuanto el plato aterrizó frente a ella. En el cuadrilátero de porcelana blanca, el colorido semicírculo y las dos triangulares tostadas eran el conjunto geométrico perfecto.

Tomates secos, albahaca, champiñones frescos, cebolla y queso de cabra, todo perfectamente sellado en dos huevos que Sophia había batido de tal manera que les había incorporado suficiente aire para que tomaran la textura de un celestial desayuno que complementara el pan integral.

Eso, y unas mimosas a las ocho de la mañana, lo comenzarían a arreglar todo.

— Buen provecho —le sonrió Sophia mientras bordeaba la barra para poder sentarse a su lado—. Me dices si te quedas con hambre.

                  — Buen provecho —repuso Emma, estirándose un poco para darle un beso en la cabeza—. Y… salud —dijo, llevando su mimosa hacia la suya.

                  — Salud —susurró, mirándola penetrantemente a los ojos.

                  — ¿Crees que vas a tener siete años de mal sexo conmigo? —resopló la italiana que había dejado de creer en esa maldición desde hacía demasiado tiempo.

                  — No, pero como que ya es momento de terminar con la mala racha de los siete días sin sexo; porque no hemos tenido ni del bueno ni del malo. Simplemente no hemos tenido —contestó.

                  — No han sido siete —susurró Emma, llevando la copa a sus labios.

                  — ¿No? —frunció su ceño. Emma disintió, más con los ojos cerrados que con la cabeza—. Se ha sentido así.

                  — Han sido diez —se aclaró la garganta.

                  — No es cierto —rio, no sabiendo si por el hecho de que Emma había contado los días exactos, o porque estaba siendo víctima de la incredulidad.

                  — Last time we fucked was last Tuesday. Tuesday the twenty-third —asintió, porque era imposible olvidar que había sido víctima de la versión moderna de la inquisición. Y sí, el verbo que escogió era perfecto para describir lo ocurrido, pues, quiérase o no, su Ego y su orgullo se habían desquitado, de tanta pregunta, como mejor sabían.

                  — No fue hace tanto —se sacudió la rubia melena—. ¿O sí?

                  — ¿Crees que se me va a olvidar cuándo fue la última vez que te…? —arqueó su ceja derecha.

                  — A ti sí, a tu Ego no —rio, y Emma sólo pareció hacer un gesto de “yo sé lo que te digo”—. Retomaremos el tema luego…

Se sentaron frente a frente, cada una con su respectivo almuerzo; Irene prefería la carne, Alex el pollo. Ambas preferían la coca cola sobre todas y cada una de las bebidas sobre la faz de la tierra, y disfrutaban de las papas fritas con mayonesa.

— ¿Cuándo se va tu mamá? —le preguntó Alex con una mirada penetrante.

                  — El veintidós por la mañana —dijo antes de meterse un puñado de papas a la boca.

                  — ¿Y tú?

                  — El veintisiete por la mañana —respondió, cubriéndose los labios con su mano—. ¿Por qué?

                  — Tengo que ver qué voy a hacer esa semana que no vas a estar —sonrió con picardía.

                  — ¿No me he ido y ya estás pensando con quién te vas a revolcar? —resopló, intentando esconder eso que no sabía cómo se llamaba pero que sabía a una mezcla de enojo e indignación.

                  — Dije “qué”, no “a quién” —disintió—. Pero los celos son algo bonito —pareció mostrarle la lengua. Irene simplemente rio por no saber cómo defenderse—. ¿Crees que sería posible que pasáramos esos cinco días juntas? —Irene la miró como si le estuviera hablando en ruso—. Esos cinco días que no esté tu mamá —le aclaró.

                  — Tengo examen de microbiología el veintiséis.

                  — ¿Eso es un “sí” o un “no”? —frunció su ceño.

    — Es un “es peligroso” —disintió.

                  — ¿Peligroso? —Irene asintió—. ¿Por qué? —Irene simplemente rio—. Entiendo —supuso—. Al menos ven a dormir aquí esos días, no me agrada la idea de que duermas sola.

                  — El papel de sobreprotectora no te queda —resopló.

                  — No es por sobreprotección —disintió—. Es sólo que no me agrada que duermas sola cuando puedes dormir conmigo sin tener que inventarte una excusa barata.

                  — ¿Excusa barata? —frunció su ceño, pues sus excusas eran todo menos baratas. O eso creía.

Ante el asentimiento de Alex, Irene tomó su teléfono y, sin pensarlo dos veces, llamó a Camilla. Y, por si el arranque no era suficiente, la colocó en altavoz.

Ciao, Nene —la saludó Camilla.

                  — Gia, Mamá —canturreó en el tono más tierno de griego que podía conocer su voz cuando hablaba con ella, pero, al acordarse de que Alex no hablaba el griego con tanta destreza, decidió cambiarse a una lengua que si entendía.

                  — Tutto bene? —preguntó su progenitora.

                  — Assolutamente —asintió—. Solo chiamo per farti sapere che passerò la notte a casa d’Alex.

                  — Ah! Va bene —la sintió sonreír—. Dovrei preparare la colazione?

                  — Non lo so —repuso un tanto indignada, pues había sentido como si Camilla estuviera contenta con el hecho de que no llegaría a dormir—. No, non ti preoccupi.

                  — Va bene, Nene —resopló—. Divertiti. A domani!

                  — A domani —murmuró.

                  — Suena como que tu mamá está aliviada de que no llegarás a roncar —bromeó Alex.

                  — Yo no ronco —frunció su ceño.

                  — Tú no sabes —rio.

                  — Como sea. ¿Estás contenta? —intentó arquear su ceja en modo retador.

                  — Sorprendida —asintió.

                  — Eres una manipuladora —disintió Irene mientras hundía otro puñado de papas en la mayonesa.

                  — ¿Y eso por qué?

                  — Sabías lo que haría si me provocabas…

                  — Nene, me ofendes —rio con una dramática mano en el pecho—. Yo soy sólo una mujer con deseos —murmuró lascivamente a través de una sonrisa de aquellas que no se sabía si eran millonarias o simplemente seductoras.

                  — Claro, claro —suspiró con un leve sacudimiento de cabeza—. ¿Ronco? —Alex rio nasalmente—. Basta de bromas, dime.

                  — Sí —se encogió entre hombros, y miró a Irene sonrojarse—. Creo que es lindo —dijo con la misma indiferencia de siempre, porque roncar no era nada grave para ella; no le daba problemas para dormir—. No lo haces fuerte. Apenas se escucha.

                  — Lo siento —balbuceó como pudo entre un rubor más intenso.

                  — Nada de eso.

                  — ¿Y así quieres que me quede a dormir contigo?

                  — Si tanto se te dificulta, puedo ir yo a dormir contigo —sugirió—. Tú estudias todo el día, y yo llego en la noche sólo a cenar y a dormir. Es un plan a prueba de balas, si me preguntas a mí; las dos obtenemos lo que queremos.

                  — A veces estás por caerte de la cama porque me he apoderado de ella. ¿Cómo crees que será en mi cama, que es más pequeña que la tuya?

                  — ¿Ves cómo tus excusas son baratas? —arqueó Alex ambas cejas—. Perdón, me corrijo: tus intentos de excusa son baratos.

                  — Bien —ladró un tanto molesta—. Si te caes de la cama… te sobas.

                  — Del suelo no voy a pasar —sonrió, porque había algo que le fascinaba en sentir a Irene intentando controlar el enojo—. ¿Quieres postre?

                  — ¿Qué tienes? —la miró levantarse.

                  — Solero… —comenzó diciendo mientras se agachaba para abrir la pequeña puerta del refrigerador—. Solero, Cooky Snack, Freddolone alla ciliegia, y tengo un poco de Grom de Lampone y Mela.

                  — Eres como una niña pequeña —rio—. Sólo a los niños les gustan los Freddoloni.

                  — Déjame ser —resopló—, que tú sigues esperando que te regalen el reloj de Bernardo.

                  — No puedo ser la única que quiere detener el tiempo —disintió.

                  — Definitivamente no, pero dudo que lo consigas con sentarte al final de un arcoíris —dijo, sacándole una ligera risa a Irene—. Solero de mojito y daiquiri, ¿quieres algo más de adultos?

                  —  Un Freddolone está bien —sonrió, limpiando la grasa de sus dedos con una de aquellas servilletas que parecían limpiarlo todo menos eso.

Alex sonrió y sacó los dos envoltorios transparentes que exponían el congelado sabor a cereza sintético. Irene tenía razón; eran para niños, para infantes, y eran probablemente uno de los grandes contribuyentes para el cáncer de cada consumidor. Pero qué importaba, sabían bien.

— ¿A qué hora nos tenemos que ir? —le preguntó Irene entre los últimos mordiscos de cereza que le quedaban.

                  — A las seis —contestó, luchando, igualmente, con ese ridículo pedazo que se adhería por ambos lados a la paleta de madera—. Tenemos más de cuatro horas para hacer lo que queramos.

                  — ¿Y eso qué será?

                  — Necesitas una ducha, eso está claro —resopló—. Luego puedes dormir, podemos ver una película, podemos coger… —se encogió entre hombros.

                  — Es hasta perturbador el hecho de que coger, para ti, es tan trivial como ver una película —le dijo un tanto divertida.

                  — Ambos son bases de entretenimiento —se encogió entre hombros—. Aunque uno cansa más que el otro.

                  — ¿Y cuál es el mejor orden? —frunció su ceño, haciendo que Alex la mirara como si no entendiera nada—. Uno: ducha, siesta, sexo. Dos: siesta, ducha, sexo. Tres: sexo, ducha, siesta. Cuatro: sexo, siesta, ducha. Cinco: ducha, sexo, siesta. Seis: siesta, sexo, ducha.

                  — Era más fácil decirme que permutara los tres elementos —rio.

                  — Permuta ‘sexo’, ‘ducha’, y ‘siesta’, entonces.

                  — Coger, pero cuando es una buena cogida, amerita una siesta —comenzó diciendo—. Pero coger, no importa si es una buena o una mala cogida, amerita una ducha también.

                  — Entonces, la pregunta es: “¿Se coge, se duerme y se ducha, o se coge, se ducha y se duerme?” —rio Irene guturalmente.

                  — Vaya dilema —suspiró Alex.

                  — Creo que tenemos que considerar algo sumamente importante antes de escoger una opción u otra.

                  — ¿Qué?

                  — Coger con la comida aquí —señaló su garganta—, es peligroso.

                  — Y nadie dijo que podías tomar sólo una ducha —sonrió, estando totalmente de acuerdo con los conocimientos digestivos de la griega.

                  — Y estás dando por sentado que vamos a coger —repuso.

                  — ¿Acaso no quieres? —arqueó su ceja izquierda, ocasionándole a Irene una tremenda dificultad para tragar—. Aunque siempre podemos terminar de ver “Wolf of Wall Street”…

                  — ¿Bromeas? —resopló desdeñosamente. Alex disintió—. Tú sólo quieres ver a esa mujer sin ropa —entrecerró la mirada.

                  — ¿Qué te puedo decir? —se encogió entre hombros—. Prefiero verte a ti, pero, como no quieres coger… —se encogió nuevamente entre hombros.

                  — Ah —musitó—. Resulta que tú tienes que ver a una mujer sin ropa, sea ella o sea yo.

                  — De preferencia a ti, sí —asintió.

                  — Eres una descarada, ¿sabes?

                  — ¿Me vas a decir que el descaro no es uno de mis encantos? —sonrió con sus cejas arqueadas.

                  — Cómo no —se carcajeó, y se puso de pie—. Y, como no importa a quién acosas y a quién no… —dijo, llevando sus manos al borde de su camiseta para retirarla—, iré a darme una ducha mientras tú ves “Wolf of Wall Street” —sonrió, y, habiendo dado tres míseros pasos en dirección al baño, Alex la detuvo con su brazo por la cadera.

                  — Cualquiera diría que son celos —dijo tal y como lo había dicho hacía unos minutos, y se volvió hacia ella sin dejarla ir—. Pero tú no eres celosa —se puso de pie con el impulso de su sarcasmo—. Se te ve bonito —sonrió mientras tomaba los tirantes del aburrido sostén deportivo negro—, pero sabes que te ves mejor sin él.

                  — ¿No vas a ir a ver a esa mujer? —exhaló, intentando no desviar su mirada de la suya.

                  — Yo también necesito una ducha —disintió.

    — Cazzo… —suspiró Irene.

                  — Cosa?

                  — La carne è debole…

                  — La tentazione non è male, non quando si cade con me —sonrió.

Había optado por realizar sus planes, porque ya había tenido suficiente; no le gustaba que Dios se burlara de ella. Bueno, quizás Dios no, pero sí Volterra.

                  Con una cubeta con agua y hielo al pie de la bañera, había abusado de lo matutino y había enterrado la botella de Perrier-Jouët junto con la botella de jugo de naranja recién exprimido y por el que había querido rezongar, pues le parecía una aberración pagar ocho dólares por dos litros. Pero el impulso se le había terminado cuando había confirmado que la frescura debía ser cara. A esas alturas de la vida, y del cansancio mental, era poco lo que en realidad le importaba.

                  Había tenido la intención de leer “Harry Potter and the Sorcerer’s Stone”, pero, ¿a quién engañaba? Eso debía suceder bajo otras circunstancias, bajo unas en las que no estuviera cansada hasta de tener que utilizar anteojos. No había dicho nada, pero el tabique ya le estorbaba, y sentía el lejano y extraño dolor tras las orejas, ese que sólo nacía cuando se comenzaba a llevar aros y patillas al marco facial.

                  Se había sumergido en agua más fría que tibia, hoy sin sumergir la cabeza porque recién el día anterior se la había lavado antes de dormir, y, por primera vez en días, se había sentido como una persona, como un mamífero digno de ser llamado homo sapiens. Sintió haber recuperado eso, la dignidad.

                  Y ahora, mientras escuchaba su música, gozaba de un sinfín de burbujas que masajeaban cada centímetro de su espalda, y de uno que otro sorbo de mimosa que bebía por el compromiso imaginario de terminarse la botella de champán.

Tenía que aceptarlo, relevar la voz de Parsons por las voces de Beyoncé y Jay-Z en “Drunk In Love” no tenía precio. Demasiado chillona, sin personalidad en lo absoluto, que lo único que sabía hacer era ejercer la displicencia, la prepotencia, la arrogancia, y muchas otras cosas que tenían un falso fundamento en todo lo que desgraciadamente sabía. Porque tenía que reconocer que Parsons tenía una buena base para todo, y tenía buen gusto, pero su actitud le arruinaba hasta ese pacífico momento en el que intentaba dejarse ir en el “Why can´t I keep my fingers off it, baby?”.

                  Había tenido la mala suerte de asistir al concierto del año pasado, a ese que no había gozado de la densa presencia de dicha canción, pero no podía quejarse, al menos había podido presenciar un magnífico espectáculo. Claro, aquella canción habría ocasionado más estragos que “Naughty Girl” en Emma.

Y que luego sonara un poco de JT, no sabía, ya el fin de semana pintaba mucho mejor.

                  Logró terminarse la botella de champán. Y, cuando ya la piel se le empezó a arrugar, cuando adquirió esa textura, decidió que la sesión de remojo debía ser terminada. Siempre quiso hacer esa salida, esa como la de las películas, que bastaba sólo con envolverse en una toalla y en omitir los restos de espuma en el cuerpo. Y así lo hizo, porque, ¿por qué no?

                  Se enfundó en uno de aquellos celestiales pantalones que estaban destinados a ser parte de un pijama, o para haraganear con descaro. No conocía la composición de la tela, pero parecía haber sido cortada de las nubes del mismísimo Olimpo. Y, porque no iba a ir desnuda por el apartamento, sacó la adorada y nostálgica reliquia azul marino que había logrado rescatar de los arranques de Emma; era la camiseta desmangada Gap que se había salvado de ser donada a caridad.

                  Creyó que la encontraría en el cuarto del piano, quizás limpiándolo, quizás afinándolo, o quizás sólo en la mera disposición de por fin armar aquel rompecabezas de tres mil piezas que había pospuesto por demasiado tiempo. Pero no. La encontró en la habitación de huéspedes, haciendo eso que raras veces hacía, pero que, cuando lo hacía, era casi para preocuparse. Menos mal se lo había advertido.

                  La camiseta rosso porpora llevaba el nombre “De Rossi” y el número dieciséis en giallo oro, y se había empezado a empapar de la espalda, que era lo que podía ver. Las piernas se habían bañado de un ligero brillo que era más que sólo entendible, y la coleta se balanceaba de aquí hacia allá. Y, lo único que llamaba la atención, quizás por la rapidez con la que se movían, eran los zapatos anaranjados jódeme-la-vista.

                  De los parlantes salía una música que la hizo reír de ipso facto. Una mujer, porque debía ser mujer, cantaba con un extraño tono de voz “I’ve got love on my mind” sobre una melodía demasiado pegajosa para pertenecer a la pureza del mundo heterosexual. Era la canción de Freemasons que sólo podía venir después de “Knock on Wood”, “Any Which Way”, o “I Will Survive”. Por ser Emma, eso era posible.

Pero el derroche no quedó ahí. Al minuto, comanzó a sonar Cher en una balada que luego estallaba en un arcoíris demasiado grande.

God, you’re so gay! —se carcajeó Sophia, llamando así la atención de una Emma que intentaba llegar a los sesenta minutos sin detenerse.

                  — ¿No lo sabías? —resopló casi sin aliento.

                  — Sé que lo eres, pero no sabía que estabas en ese nivel —rio.

Emma desistió de continuar haciendo uso de la caminadora. Se plantó sobre el suelo con la dificultad de sentir que la madera se movía bajo sus pies, pero, tras un momento de respiraciones profundas y de una toalla para limpiar el sudor de su rostro, pudo volver en sí.

— Ven conmigo —le dijo, alcanzándole la mano a medida que se acercaba a ella.

                  — ¿A dónde me llevas? —resopló, porque por alguna razón sabía que tenía que ver con sus acusaciones más recientes.

                  — A que te asustes —le lanzó una ligera sonrisa que carecía de pudores y vergüenzas a pesar de saber que debía ser, al menos, un tanto humillante—. Año dos mil dos —murmuró entrecortadamente por la falta de aliento—. Estamos hablando de que tenía diecisiete; recién me graduaba de la escuela. Cher anunció que haría un tour aquí y en Canadá, y no le rogué a mi mamá para que me pagara todo sólo porque mi orgullo no me lo permitió. Por un tiempo creí haberme quedado con las ganas, pero, en el dos mil cuatro… —suspiró, haciendo que la mirada de Sophia se ensanchara—. Anunció que extendería el tour por Europa.

                  — No sabía que había llegado a Roma —rio.

                  — Es que ni se asomó a Italia —disintió.

                  — No me digas que viajaste —Emma asintió—. ¿Qué tanto viajaste?

                  — London —sonrió ampliamente, y, tras un segundo de enorme suspenso, abrió una de las puertecillas que estaban bajo el mueble empotrado del televisor.

                  — And you bought yourself the DVD —se carcajeó en cuanto vio la caja—. Esto es, definitivamente, otro nivel.

                  — ¿Todavía te gusto? —preguntó con el tono más enternecedor de todos.

                  — ¿Qué clase de pregunta es esa? —ladeó su cabeza hacia el lado izquierdo. Emma se sonrojó, o quizás fue el momento en el que el bochorno de la caminadora había salido a flote—. Sería absurdo —le dijo, y, sin importarle el hecho de que Emma estuviera secretando todas y cada una de las toxinas que había acumulado en los últimos diez días, se le lanzó en uno de esos abrazos que sabía que no la incomodarían—. Además, no eres sólo Cher —sonrió contra su mejilla—. También eres Shostakovich, Pausini y Kanye West.

                  — Eso no me hace una mejor persona —dijo, abrazándola con ambos brazos por la cintura.

                  — Creo que eso es algo independiente de los gustos musicales —se encogió ligeramente entre hombros.

                  — “Eso no me hace una persona más culta” —se corrigió.

                  — Creería que sí —resopló—, porque, de todas las personas que conozco, sólo tú puedes darme una canción del artista que se me ocurra mencionarte.

                  — Exageras —la apretujó hasta tener su frente contra la suya.

                  — Passion Pit, que no sea “Take a Walk”.

                  — “The Reeling”.

                  — Mario, que no sea “How Could You”.

                  — “Let Me Love You”.

                  — Demi Lovato —dijo nada más, porque ni ella sabía qué era lo que cantaba.

                  — “Skyscraper”.

                  — Nirvana, que no sea “Smells Like Teen Spirit”, ni “Come As You Are”.

                  — “Rape Me” —sonrió a ras de sus labios.

                  — ¿Ves cómo sí sabes de todo un poco? —resopló guturalmente, casi nerviosa por el título de la canción mencionada.

                  — Pues sí, supongo que sí —susurró, y le robó un corto y superficial beso—. ¿Cómo es que nunca habías visto ese DVD?

                  — No soy de andar registrando todas las puertas y gavetas —se encogió entre hombros—. Además, según tengo entendido, esta habitación es de tu mamá.

                  — Y de la tuya también —frunció su ceño—. O de quien sea que venga a visitarte.

                  — No es como que hay algo interesante —dijo, haciendo que Emma riera culposamente—. ¿O sí?

                  — Tus intereses son, a veces, muy distintos a los míos.

                  — ¿Qué sueles esconder aquí? —entrecerró la mirada.

                  — Sex toys —sonrió.

                  — ¿En serio?

Emma miró hacia arriba, arqueó sus cejas, y se encogió fugazmente entre hombros. Era la desvergüenza en persona, hasta se había atrevido a creer en su propia inocencia.

— ¿Qué escondes aquí? — preguntó Sophia de nuevo.

                  — Sex toys —repitió Emma, esta vez con una sonrisa más pícara.

                  — Sólo juegas con mi cabeza —suspiró.

                  — ¿Por qué dices eso? —se enserió mercurialmente.

                  — Porque todos tus “juguetes” están en la última gaveta de mi mesa de noche —dijo con naturalidad.

                  — Antes de que digas otra cosa —irguió su dedo índice a la altura de su hombro—, son “nuestros” juguetes. —Sophia asintió en completo entendimiento—. Ahora, si quieres continuar con que son sólo mis juguetes… —suspiró—, no es que los esté escondiendo, es sólo que no he encontrado el momento apropiado para estrenarlos —sonrió explicativamente, casi como si quisiera exculparse de todos y cada uno de los cargos que se le imputaban.

                  — Ya me confundiste —se carcajeó.

                  — ¿Recuerdas la vez que fui a Babeland? —ladeó su cabeza.

Sophia asintió. Emma le dio una mirada de esas que se abrían de par en par como si esperara que llegara a la conclusión por sí misma. La rubia frunció su ceño, y, tras un par de eternos y tensos segundos de silencio, sus cejas se arquearon al mismo tiempo que sus labios dibujaron una lánguida “o”.

— Y… —arrastró Sophia la conjunción copulativa—, cuando dices que si continúo pensando que son tus juguetes…

                  — ¿Sí…? —la imitó.

                  — ¿A qué te refieres?

                  — ¿A que esos serían tuyos? —arqueó su ceja derecha, porque para ella eso era lógico.

                  — En escala del uno al diez, siendo uno “compra terapéutica” y diez “non compos mentis”, ¿cómo calificarías esa compra?

                  — Me emocioné —se encogió entre hombros.

Rápidamente, Sophia se acordó de las veces en las que Emma había utilizado las mismas palabras, a veces en combinación con otras.

                  La primera había sido una mera consecuencia del regalo de cumpleaños de hacía dos años, del dos mil doce, que ella le había dado cuando recién se conocían.

Con el esfuerzo a largo plazo que eso significaría, porque qué se le podía regalar a la mujer que lo tenía todo, había respirado profundamente antes de decidirse a comprar seiscientos dólares en entradas para Totem, pues sabía que no podía comprar cualquier asiento o para cualquier hora; le había quedado claro, tras los consejos de Natasha, que había ciertas cosas que podían potencializar el gesto. Y había sucedido que Emma, emocionada por presenciar el espectáculo en la noche de estreno, había tenido que asegurarse de que nada ni nadie la privaría de disfrutarlo en su totalidad. Fue por pura emoción, por puro éxtasis, que compró seis entradas que nadie usaría: los dos asientos de adelante, los dos de atrás, y uno a cada lado.

                  La segunda vez fue cuando Emma había decidido llevar a Camilla para aquella navidad en la que habían terminado peleando; no sólo la había llevado, sino también se había encargado de hacerlo en primera clase y de instalarla en un buen hotel que quedara cerca de donde Sophia vivía en aquel entonces.

                  La tercera vez fue cuando Sophia le había pedido de favor que le llevara cena. Emma, ante la incógnita de no saber qué llevarle, y que se había emocionado porque ese tipo de peticiones no salían de su boca sin una breve argumentación de por medio, había llegado a casa con sushi, carne, boneless wings, y algo más liviano como una ensalada. «Well, I didn’t know what she wanted… so I gave her options». Después de eso, Emma aprendió a pedirle más detalles, y Sophia aprendió a darle detalles antes de que se los tuviera que preguntar.

                  La cuarta vez, y la más reciente, fue con la temporada entrante en Bergdorf’s. Era cierto, Esste se había encargado de estudiar a Emma de tal manera que pudo llenar un perchero de todo lo que ella no dudaría en llevarse. La italiana, ante el buen trabajo de su compradora personal, y ante las maravillas que la temporada tenía para ofrecer, no había escatimado en absolutamente nada.

— ¿Qué tanto compraste? —suspiró, preparándose mentalmente para cifras que le darían risa y no precisamente porque le pareciera gracioso.

                  — Antes de responder a esa pregunta, debo decir que mi emoción no fue un estado de furor per se.

                  — Entonces, ¿qué fue?

                  — Como dije antes, todo tiene que ver con el momento apropiado para estrenarlos —sonrió, y, antes de que Sophia pudiera decir algo, continuó—: mientras estaba en el lugar, se me ocurrieron un par de cosas que me gustaría hacer… —llevó su dedo a la punta de la nariz de Sophia, y suspiró un “-te” que haría que el tono de la frase cambiara por completo—. Pero lleva cierto trabajo, cierta preparación.

                  — ¿Qué compraste? —preguntó entre curiosa y ansiosa—. ¿No me vas s decir? —espetó ante su silencio.

                  — Where’s the fun in that? —arqueó su ceja derecha.

                  — ¿De qué me sirve que me digas que compraste algo, y que lo escondiste en algún lugar de esta habitación, si no me vas a decir de qué se trata? —frunció Sophia su ceño.

                  — Se acaba la anticipación.

                  — Llega un punto en el que la anticipación ya no es divertida —le dijo un tanto seria—. ¿O es que no me dices porque sabes que no estaré de acuerdo? —Emma se carcajeó—. ¿Qué? —frunció su ceño y sus labios, pero Emma sólo sabía intentar contenerse la risa—. Está bien. No te diré nada sobre lo que quiero —dijo en ese tono tan infantil que le debilitaba las rodillas a la Arquitecta.

                  — Ven aquí —la llamó con su mano para que se acercara a sus labios con su oreja.

                  — No quiero —refunfuñó con una risa de por medio—. Eres una tramposa —la acusó luego de que la halara.

                  — Anal toys —susurró, desatando una carcajada en la rubia.

                  — Deja de jugar con mi cabeza —le dijo con la resaca de la risa.

                  — Bueno, no son sólo anal toys, hay un par de vibradores también —repuso Emma, empleando aquel tono indiferente que hacía que todo se enseriara en menos de un segundo.

                  — ¿No es broma? —ensanchó la mirada.

Emma, con un suspiro de por medio, algo que podía interpretarse como tedio, disintió con una ligera sonrisa mientras sus manos dejaban ir a Sophia para tomar una de las manijas de las gavetas contiguas a la puertecilla de la que había sacado el DVD que había desencadenado la conversación que estaban teniendo.

                  Del interior, sacó cajas en discreto color negro y una blanca con negro, todas de distintos tamaños y formas. Con un gesto, no supo si de manos o cabeza, le indicó que por favor se sentara en la cama porque ese tipo de noticias, o juguetes, no debían nunca recibirse de pie.

                  Le alcanzó cada caja en el orden en el que su fantasía-a-largo-plazo había sido ideada.

La caja circular contenía lo que Emma llamó “the starter kit”; eran tres, de diferente tamaño en longitud y en grosor, nada muy exagerado.

La caja cuadrada era pequeña en comparación a la anterior; tenía un tan solo juguete que no era ni grande ni pequeño, simplemente intermedio. Éste, cuando Sophia lo sacó de entre la base en la que había sido colocado, era frío y pesado. Metálico, cromado, y, en lugar de tratarse de la forma convencional, constaba de cuatro ondulaciones que iban de menos a más o de más a menos; era cuestión de perspectiva.

La otra caja cuadrada, más pequeña y angosta, contenía solamente uno y un accesorio adicional. Era de un material más liviano y tenía, en la parte que quedaría en el exterior, un anillo en el que se podía introducir el cilindro que tenía tres niveles de vibración.

La caja rectangular, esta sí de un material más fino que los anteriores, era quizás la más elegante porque había sido diseñada para eso; para ser discreta y con estilo. Lelo sabía cómo. Era un Hugo.

La que parecía un trapecio, esa contenía el primer vibrador. Más que un vibrador, parecía ser una joya; era suave y fino, quizás más que el anterior. Venía en una cartera de cuero negro. Simulaba dos dedos, con esa celestial apertura que gritaba placer clitoral.

Quizás dejó lo mejor para el final, quizás sólo fue coincidencia, pero sólo se necesitan dos palabras para aclarar dicho juguete o arma de placer: Magic Wand.

— Por favor di algo —murmuró una Emma que había entrado en una faceta de nervios justamente justificados, pues Sophia había permanecido en silencio y su respiración y su dificultad para tragar se habían vuelto audibles—. Lo que sea, por favor.

                  — No te hubieras molestado—suspiró, cerrando la última caja para colocarla sobre el resto.

                  — No te agrada la idea —masculló, estando un tanto decepcionada de sí misma por haber sido incapaz de dejar a un lado sus planes para considerar lo que la rubia en realidad quería, pero, ¿cómo no iba a quererlo si era lo que parecía darle más placer?

                  — No te apresures —resopló con su mano a media altura para decirle que debía guardar la calma—. ¿Son todos para mí?

                  — Era la idea, sí —asintió.

                  — ¿Te acuerdas de esa vez que compartimos el vibrador? —la miró como si no estuvieran hablando de algo tan sensible y delicado como lo eran sus propias vivencias.

                  — Sí, ¿por qué?

                  — “Sex & the City” me enseñó que esto es… —dijo, posando su mano sobre la caja que recién colocaba sobre el resto.

                  — ¿Que esto es…?

                  — That this is it —se encogió entre hombros.

                  — ¿Y eso qué tiene que ver con esa vez que compartimos vibrador? —frunció Emma su ceño.

                  — Que yo sé que tú no eres afín a las vibraciones porque o no te hacen nada o te hacen muy poco, pero… —arqueó ambas cejas, tal y como Emma lo había hecho cuando quería que llegara a la conclusión por sí misma.

                  — Está bien —supuso, aunque en realidad no sabía qué era lo que Sophia insinuaba o decía de manera explícita—. Pero los vibradores son… son child’s play.

                  — Ah, quieres que te diga lo que pienso de lo demás, ¿cierto? —Emma asintió—. ¿Hay algo más que tengas que enseñarme o esto es todo?

                  — ¿Qué te hace pensar que hay más? —ladeó su cabeza hacia la izquierda.

                  — La anticipación —dijo—. Sé que te gusta llevarme por etapas —sonrió—. Si hay más, guárdalo por el momento, que con esto ya tengo ocho juguetes para digerir.

                  — Como ordenes —rio nasalmente—. Pero, ¿qué piensas del resto?

Sophia suspiró como si no supiera cómo abordar el tema con la seriedad o la ligereza que ameritaba. Se puso de pie, quizás porque necesitaba caminar de un lado hacia otro mientras meditaba la manera en la que debía expresarse, mientras escogía cuidadosamente sus palabras para que el mensaje fuera fuerte y claro, que no se prestara a malentendidos y/o malinterpretaciones.

Llevó su mano a su quijada y la recorrió varias veces dentro del minuto que supo arrojar a Emma al borde del colapso; la incertidumbre la mataba.

                  De un momento a otro, Sophia suspiró de nuevo, esta vez como si estuviera llena de determinación para hablar o para hacer, para expresarse de algún modo y en alguna forma.

— ¿En verdad quieres saber lo que pienso? —murmuró la rubia, tomándole la mano tal y como si su intención fuera calmarla.

                  — Por favor —asintió.

En cuanto se había dado cuenta de la hora, había cerrado el portafolio de golpe y se había puesto de pie para darse cuenta de que, de 105th Street a 62nd Street,había más de cincuenta calles que debía caminar; ochenta metros por calle, casi tres mil quinientos metros, lo que le tomaría alrededor de cuarenta minutos. Cuarenta minutos era llegar nueve minutos tarde, y eso, tras las palabras que se habían tatuado en su memoria desde el primer día que había trabajado en el estudio, era simplemente inaceptable.

                  Luchó una milésima de segundo con el bolsillo trasero de su pantalón para sacar su cartera. Destartalada, casi pendiendo de un hilo, la abrió para relevar la paupérrima cantidad de veinte dólares entre una serie de comprobantes de compra. Lo pensó por lo que pareció ser una eternidad, que era tiempo que no tenía y que sólo perdía, y, aunque sabía que era lo único que tenía para el resto del fin de semana, le temía más al hecho de ser tachado de impuntual.

Levantó su brazo y, al hacer que un vehículo amarillo se detuviera, se arrojó a la cabina con el comienzo de un Padre Nuestro, el cual creía que le ayudaría a no llegar tarde.

                  Se detuvo a un costado del edificio, frente a un conjunto de andamios y de autos negros dignos de tener chofer. Miró hacia arriba, totalmente absorto por la proximidad con la Quinta Avenida y la altura del edificio, y, con la torpeza de sentirse un completo forastero, se adentró al vestíbulo de relucientes pisos de mármol.

Morning —dijo al acercarse al escritorio principal. El hombre alzó la mirada y le dibujó una sonrisa inquisitiva—. Apartment eleven… —balbuceó un tanto avergonzado por no acordarse de la letra que pertenecía a dicho apartamento.

                  — Last name? —dijo con ese acento tosco y propio de la extinta cortina de hierro.

                  — Pavlovic —respondió.

                  — I meant yours —sonrió de nuevo.

                  — Meyers, Lucas.

                  — Are they expecting you? —él asintió, no sin antes preguntarse a qué se refería con el plural—. Just a moment, please —dijo mientras levantaba el auricular negro para llevárselo a la oreja.

Ma! Vattela a pijà ‘nder culo! —gruñó entre una risa—. Hold that thought —le dijo con su dedo índice erguido, pues la rubia estaba a punto de verbalizar su opinión.

                  — ¿Estamos esperando a alguien? —frunció su ceño, no tanto por el sonido del timbre sino por la tan elocuente y romanesca expresión.

                  — No que yo sepa —suspiró, y, estando enojada con el universo, y quizás con Natasha porque sólo ella podía ser, se dirigió al intercomunicador—. Yes? —intentó no ladrarle a Józef, porque en ningún momento él tuvo la intención de interrumpir el momento.

                  — Good morning again, Miss Pavlovic. I have Mr. Lucas Meyers here, may I send him up?

Emma frunció su ceño como si el acento hubiera sido una barrera real. ¿Había escuchado bien?

You said Lucas? —tuvo que preguntar.

                  — Yes. Lucas Meyers.

                  — Hold on a second, please —inquirió, y dejó ir el botón para que el conserje de turno no escuchara nada—. ¡So-phia! —la llamó un tanto extrañada.

                  — No me mires a mí —rio mientras se encogía entre hombros—, yo no sé nada de esto —dijo, recostándose contra la columna que apenas sobresalía de la pared.

                  — Sure, Józef, have him come up —dijo para el intercomunicador.

                  — Right away.

                  — ¿Entonces? —resopló Sophia.

                  — Intento pensar en qué momento surgió esto —contestó Emma, dejando que su frente golpeara suavemente el concreto de la pared.

                  — No pienses tan fuerte —dijo, acercándose lentamente hacia ella—, empieza a oler a quemado —susurró, pasando sus brazos por su nuca para que la volviera a ver.

                  — No sé qué hace aquí ni cómo consiguió nuestra dirección.

                  — Pregúntale —sonrió, colocándose en puntillas para alcanzar su mejilla.

                  — Si vas a estar presente… —la miró de reojo.

                  — Yup, I´ll go put on a bra —resopló, estirándose de nuevo para darle un beso en la mejilla.

Emma se irguió con una sonrisa, acosando su contoneo desde lo lejos como lo que en realidad era cuando de la rubia se trataba.

                  En cuanto Sophia desapareció al final del pasillo, ella se retiró a la cocina para lavarse las manos y enjuagarse el rostro, y, mientras se secaba, escuchó el timbre del ascensor. “Fake it ‘til you make it”, se dijo a sí misma en la voz de Natasha. Sabias palabras.

                  Emma no recordaba, y con justa razón, pues había sido víctima de la ajetreada semana de la que actualmente descansaba.

Había sucedido que, en cierto momento, Lucas se había acercado a ella en el break room del estudio para preguntarle si cabía la posibilidad de poder revisar uno que otro rendering manual para obtener un poco de retroalimentación constructiva, pues, en un futuro no muy lejano, sabía que sería una de sus asignaciones diarias. Emma, meramente distraída por estar preparando el latte matutino de Sophia, no supo en qué momento se le atrofió la parte racional que se dedicaba al procesamiento de información, y sólo accedió con un asentimiento. Le dijo, además, sin siquiera detenerse a pensarlo por un segundo, que le pidiera a Gaby su dirección para que pudiera llegar el sábado por la mañana, a las diez en punto. Porque ella no estaba por sacrificar un domingo, no Señor.

                  Antes de llamar a la puerta, se detuvo frente al espejo en el pasillo y se cercioró de que estuviera perfectamente peinado, que su corbata no estuviera floja o torcida, y que los nervios no gritaran a través de sus ojos. Tres pasos más tarde, suspiró, y dejó que sus nudillos golpearan la lánguida puerta blanca.

Se llevó un previsto sobresalto en cuanto encaró a la persona que lo había citado a esa hora sin saber realmente por qué.

— Buenos días —le lanzó una breve sonrisa, y, con un gesto que debía invitarlo a pasar adelante, lo sorprendió de tal manera que le provocó un tartamudeo por cordial saludo—. ¿Quieres algo de beber?

                  — Eso estaría bien —asintió, no sabiendo si debía esperar a que lo atendiera o si debía preguntar en dónde había un vaso para llenarlo con agua del grifo.

                  — ¿Fría?

                  — Sí, por favor —asintió de nuevo, intentando disimular el nivel de su curiosidad por encontrarse en un espacio en el que sabía que no pertenecía con esa clase de soltura y flexibilidad—. Sé que vengo diez minutos antes de lo que me había dicho que viniera, ¿interrumpí algo? —murmuró, volviéndose hacia la izquierda para encarar a una Emma que le daba la espalda mientras buscaba un vaso.

                  — No, ¿por qué?

                  — Parece que estaba haciendo ejercicio —se encogió entre hombros con las manos enterradas en los bolsillos.

                  — Recién terminaba —mintió a medias.

                  — ¿Aficionada al soccer?

                  — Sí, disfruto del futbol —asintió, colocando el vaso sobre la barra desayunadora para verter un poco de agua en él.

                  — Me imagino que es importante en Italia —comentó casi por el hecho de no querer permanecer en silencio.

                  — Es considerado el deporte nacional —sonrió.

                  — Creo que nunca he tenido la oportunidad de vivirlo como se debe —pareció disculparse mientras tomaba asiento en el banquillo frente al vaso con agua.

                  — Aquí hay football y soccer —se encogió Emma entre hombros mientras veía que, por el pasillo, emergía una cabellera rubia que había sido sometida al orden de un moño apresurado.

                  — Lucas —lo saludó Sophia cuando aún caminaba hacia él.

El alto y fornido hombre pareció atragantarse con el sorbo de agua que había imaginado beber, pues en ningún momento se imaginó que aquello que había presenciado en Burger Heaven, hacía demasiados días, era lo que sucedía en el día a día en la privacidad de sus vidas. A eso se había referido el conserje con aquel plural.

— Licenciada —se puso de pie rápidamente, esperando no haber sonado tan estupefacto como en realidad estaba—, buenos días —dijo, extendiéndole la mano.

                  — Buenos días —sonrió, estrechando su mano y al mismo tiempo indicándole que por favor se sentara de nuevo—. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó, más por ayudar a aclarar confusiones en Emma que por su propia curiosidad.

                  — Sólo vine a dejar mi portafolio para que lo revisara la Arquitecta —sonrió—. Quiero saber en qué puedo mejorar.

                  — ¿Puedo curiosear un poco?

                  — Por favor —asintió, entregándole la carpeta—. Cualquier crítica es bienvenida.

                  — ¿Quieres algo de beber tú también? —le preguntó Emma a Sophia.

                  — Lo que sea que tú bebas —guiñó su ojo y le lanzó una sonrisa casi pícara—. ¿Quién te impartió “Rendering for the Interior”; Moussatché o Letourneau?

                  — Ninguna —disintió—. Se llamaba Samantha, solo estuvo ese semestre —se encogió entre hombros—. Moussatché era de Specialized Interior Environments y Letourneau de Conceptual Detailing… si no me equivoco.

                  — Ah, pero sí las tuviste —sonrió, y él asintió—. Cuando yo estuve, Moussatché era de estudios fundamentales y de Form, Space and Order, y Letourneau atacaba con Rendering for the Interior.

A primera vista, sus trazos eran excepcionales por cualidad y calidad; eran cortos, precisos, y concisos. Bajo un ojo más crítico, tenían un aspecto raquítico, lacónico, y eran tan reprimidos que podían llegar a ser insuficientes.

Eran lo que eran, ni más ni menos. Se dedicaban a plasmar una tan sola idea, una rígida idea que había sido ejecutada tal y como había sido concebida; no había lugar para flexibilidades, para imprevistos, o para eventos circunstanciales que concluían en grandes alteraciones que, eventualmente, se convertían en inigualables invenciones.

En sus trazos no había ni humildad ni arrogancia, había un carácter débil que iba en contra de toda soberbia y de sed de convertirse en algo tan grandioso como lo determinara su propia originalidad. Le faltaba la altanería y la confianza en sí mismo como para imponer su opinión, la mejor de entre todas a escoger, y eso sólo resultaba siendo insípido y aburrido. Aburrido.

Ilustración a ilustración, parecía conservar la nefasta monotonía de la rectitud. No había ni una tan sola curva, ni una línea recta que, sin restarle integridad, sufriera del tremor más mínimo. La disciplina de una escuadra, o de una regla, era la prueba más clara de su falta de creatividad y de cierta desgana que era propia del talento innato.

Su manejo del color era regular, promedio, tenía sus destellos y sus deficiencias casi por igual; sus armonías eran seguras y soporíferas, térreas en su mayoría. Tenía los conocimientos suficientes como para aventurarse a pretender algo más atrevido, para arriesgarse a algo tan imposible que sólo él, por medio de su ego, pudiera hacerlo posible. Los balances eran perfectos, pero eso no significaba que fueran dignos de describirse como profesionales.

Con el paso de las páginas, cada diseño parecía ser una continuación del siguiente y no de la manera más simétrica; la necedad de su método para diseñar, sin importar el estilo estético –tropical, tradicional, loft, industrial– porque todo parecía ser, por la frialdad y la terquedad de sus trazos, simplificado al punto de tentar el lado de lo minimalista.

                  No era para malinterpretar, su trabajo era exquisito y perfecto en el sentido técnico, pero tenía serios problemas creativos, los cuales, muy probablemente, nacían en el simple hecho de que había crecido en un mundo en el que él era la excepción. Su linaje ascendía hacia el Siglo XIX, en donde su bisabuelo, Frank P. Burnham, había llegado a Atlanta con los planos de lo que hoy en día se conocía como el Capitolio de Georgia, en Atlanta. Estirpe de arquitectos… hasta él, un desertor de la materia y de la profesión para convertirse en un fiel creyente de que el glamour no era una habilidad que sólo una mujer podía poseer y dominar.

Viéndose envuelto en una enseñanza arquitectónica, batallaba continuamente para sobresalir, para no ser visto de menos. No obstante, en su lucha, intentaba buscar aceptación al apropiarse del estilo que se heredaba de generación en generación. He ahí la carencia de personalidad, de unicidad.

                  Por otro lado, Sophia lamentaba, más que el sobreesfuerzo, el hecho de que no hubiera tenido la oportunidad de recibir los conocimientos fundamentales de las dos sabias mujeres que le habían ayudado a entender que ser un artista, o un experto, no era un requisito para aquellos que tenían el talento y la vocación en iguales proporciones. La técnica se adquiría con la experiencia, la humildad, y la simple búsqueda de identidad, lo cual determinaría, en un futuro, los estilos que mejor la describirían.

Y, sí, sabía que las ilustraciones manuales eran algo que pronto se consideraría cosa del pasado, lo cual ella condenaba, pues, sin tener habilidades manuales, ¿cómo se podían dominar las digitales? La visualización de formas, esquemas y armonías, se debían entender para poder plasmarse en todo, no importaba si se trataba de un papel o de una pantalla.

— Son buenos —murmuró la rubia con tono sincero, porque decir lo contrario era una mentira.

                  — ¿Pero? —preguntó él.

                  — Tengo demasiadas preguntas —suspiró una risa de por medio—. Sin embargo, creo que no viniste a escuchar mi opinión sino la de ella —señaló a la italiana con su dedo.

                  — Sin ofenderla —se volvió hacia Emma—, pero también he visto su trabajo —le dijo a Sophia—. Valoraría mucho su opinión también.

                  — Me encantaría saber qué piensa del trabajo de Lucas, Licenciada Rialto —dijo Emma con un tono que sólo sabía delatar la profundidad de su curiosidad—. Fueron a la misma universidad —se explicó ante la mirada inquisitiva—, comparten la experiencia académica —«son casi de la misma raza, se entienden mejor».

                  — Veo la diferencia entre su trabajo y el mío —añadió Lucas—, y eso es algo que está muy lejos de la experiencia que usted tiene y que yo carezco.

                  — Experiencia tienes —le dijo Sophia—, alguien sin experiencia no podría hacer esto —añadió, intentando encerrar uno de sus diseños con las yemas de sus dedos—. Usar un punto de fuga es algo básico, pero se requiere de inteligencia y de una buena visualización espacial para saber utilizar dos —dijo mientras se volvía a Emma—. No utilizar un punto de fuga es algo muy arriesgado porque no tienes ninguna referencia —murmuró, hablando directamente con la Arquitecta y no con él—, y para eso se debe ser muy tonto, muy ignorante, y muy necio... —Emma arqueó su ceja derecha—, o se debe traer a da Vinci en la sangre —sonrió inocentemente, porque en ningún momento quiso insultar la metodología que su jefa prefería.

                  — ¿Usted trae a da Vinci en la sangre? —interrumpió la tensión entre ambas miradas.

                  — No —resopló con un disentimiento—. Dependiendo del diseño uso dos o tres, nunca sólo uno.

                  — ¿Por qué?

                  — Porque usar sólo uno, dependiendo de la perspectiva, hace ver la ilustración poco profesional; tiende a tener menor volumen, y eso sólo hace que el cliente no tenga una visión tan completa del espacio que le presentas. Utilizar sólo un punto de fuga para un rendering del interior es… es como que lleves chacos al trabajo.

                  — ¿Chacos? —balbuceó Emma, porque lo único similar que conocía era el nunchaku.

                  — Son unas sandalias —respondió Lucas.

                  — Si te las muestro te mueres —añadió Sophia.

                  — No se diga más —dijo Emma con un gesto de rotunda negación—. Prosigan.

                  — Aquí hay doce diseños —retomó el tema de conversación—; hay nueve renderings de una fachada y tres de un interior, y los tres son de vista aérea. Y el que hiciste del break room, también era de vista aérea. ¿Tienes alguno con otra perspectiva? —Él disintió—. ¿Por qué no?

                  — ¿Honestamente? —balbuceó, casi retorciéndose de la vergüenza.

                  — Como tú prefieras —sonrió Sophia.

                  — Me cuesta —se sonrojó—, y no quiero que ni ustedes ni los clientes se den cuenta de eso. Por eso, porque me cuesta, es que me dediqué a saber hacerlos de manera digital.

                  — Eso es bueno —repuso la rubia en un tono reconfortante mientras seguía a Emma con la mirada, pues salía de la cocina sabía sólo ella a qué—, pero tienes que estar consciente de que todos los clientes son distintos, y, dependiendo de eso, es que escoges presentarle tu idea con una ilustración digital o sobre un papel. Muchos clientes se enamoran de una idea que has coloreado con marcadores porque saben que te tomas el proyecto en serio; le inviertes tiempo. Muchos suelen pensar que un rendering digital toma menos tiempo y requiere de menos esfuerzo, pero tú y yo sabemos que eso no es cierto, que a veces nos toma mucho más. Psicológicamente, creo que muchos prefieren un rendering manual porque se dejan envolver por la idea de que sabes dibujar y colorear, y porque, por alguna razón, lo sienten más personal, más invitante, más de ellos. Claro, hay otros que, del mismo modo, prefieren uno digital porque, de estar bien ejecutado, logran hacerlo pasar por fotografía y lo creen más real, más tangible.

                  — Los clientes que suele tener el estudio, ¿qué prefieren? O, ¿cómo determina usted qué tipo les dará?

                  — El primer filtro, para mí, es la edad: los mayores prefieren uno manual y los más jóvenes los digitales; debe ser con lo que les resulta más familiar, pero siempre hay excepciones. Tomo en cuenta el género también: los hombres tienden a no valorar tanto el esfuerzo manual como las mujeres. Y, por último, tomo en cuenta la cantidad de detalles que el diseño requiere: estilo, paleta de colores, y decoraciones adicionales. Cuando se trata de muebles siempre los hago a mano.

                  — ¿Por qué?

    — Porque soy necia y me gusta diseñarlos a mano —sonrió angelicalmente, haciendo que Lucas riera entretenido—. Pero, volviendo a tus diseños —se irguió sobre el banquillo—, ¿son diseños propios o son un de algo que ya existe?

                  — Propios —disintió.

                  — Y tus estilos son tropical y tradicional, ¿cierto? —Él asintió—. ¿Por qué no veo nada de eso? —Lucas no supo qué responder—. Las fachadas son todas muy modernas, fachadas cuyo interior se intuye que son igualmente modernos, quizás minimalistas. Y, los diseños de interiores que tienes… —suspiró, porque no sabía cómo expresar sus ideas con tanta precisión—, no dejas ver la calidad del detalle que sí tienes en el resto, precisamente porque son perspectivas aéreas.

Atónito, no supo desviar su mirada del tajante dedo índice que golpeaba sus fracasos. Nunca nadie le dijo que su trabajo estaba mal, no así, no sin rodeos. Él tenía una maestría en diseño de interiores, ¿cómo era posible que fallara en algo tan básico como lo que la rubia le señalaba?

Tragó con dificultades, no sabiendo si salir corriendo y huir de la ciudad por la vergüenza de continuar siendo un simple principiante con un título pomposo, o si realmente debía quedarse para aprovechar la oportunidad.

— Un momento —se aclaró la garganta al cabo de unos segundos de funesto silencio, y, con la misma mudez, abrió el bolso que siempre llevaba con él. Sacó una libreta y un bolígrafo, e hizo algunos garabatos en una página en blanco—. ¿Qué más? —se volvió hacia la rubia con una sonrisa que le indicaría que estaba abierto a recibir críticas constructivas, consejos, y demás.

Sophia se asombró, y, de cierto modo, se enamoró platónicamente del hombre que tenía al lado. Reconocía y aplaudía la humildad que se debía tener para afrontar dichos comentarios de ese modo tan profesional: dispuesto a escuchar y a anotar lo que luego estudiaría. Ella sabía que él sabía que no lo sabía todo, y que no se podía ser perfecto, al menos no dentro de la inmadurez profesional de la cual se sufría al principio. Ella había sufrido de eso, no hacía mucho, porque llegar a un estudio, en donde había alguien que menospreciaba al punto de fuga porque eso era para ingenuos y principiantes, y para todo aquel que no tuviera inteligencia y astucia para idear su propio método, había sido una patada de talento y vocación. Había aprendido que la mitad del trabajo se hacía sin hablar porque quedaba plasmado en un papel. Era por eso, y más, que era importante saber hacerlo más que sólo bien; delataba el nivel y la seriedad de sus capacidades, además de darse a conocer, en silencio, como una eminencia de lo que la profesión significaba.

                 

Era cierto, en aquella pequeña cabina era casi imposible hacer otra cosa que no fuera ducharse. Haber metido dos cuerpos había sido desafiar las leyes de la física.

                  Alex salió pocos minutos después porque, entre su devoción, había decidido acosar a Irene con el descaro que permitían las dimensiones de la cámara de limpieza corporal. Le había gustado ver la facilidad con la que unas cuantas gotas de champú podían hacer suficiente espuma para limpiar el sudor de la jornada de tenis.

Cuando salió, ubicó a Irene sentada al borde de la cama. Tenía la toalla al torso, sus pies intentaban enterrarse entre las fibras de la alfombra, y sus manos detenían su cabeza y cubrían sus ojos.

En el televisor, a bajo volumen, se dramatizaba la voz de Francesco Renga. El comienzo de la canción le acordaba a otra, a una a la que en esos momentos no le encontraba el nombre, y ambas cosas le resultaban absolutamente nefastas. Se parecía a aquella de Aerosmith, a aquella del setenta y tres.

                  Se recostó sobre su costado a lo ancho de la cama, justo detrás de la griega que parecía luchar con más que sólo sus pensamientos. «Pensi troppo…», pensó, absteniéndose de tocarla.

— ¿En qué piensas? —murmuró, no sabiendo si arrepentirse por osar a interrumpir un proceso mental que parecía ser demasiado íntimo. Irene se irguió con un suspiro de por medio y la miró sobre su hombro. Dibujó una ligera sonrisa—. ¿Me involucra?

                  — Puede ser —susurró con un asentimiento.

Odió el hecho de que su boca y su cerebro no se hubieran puesto de acuerdo, no podía ser tan difícil. No lo era. Teniendo un coeficiente intelectual de 112, muy por encima del promedio griego y once puntos por encima de su hermana, a quien había visto mentir descaradamente para salvarse de tratar un tema muy incómodo, ¿cómo era posible que no pudiera manejar una simple evasiva?

— Entonces debo saberlo —le dijo Alex, apoyando su sien de su mano para erguirse un poco más.

                  — Te odio —resopló, dejándose caer para aterrizar sobre su abdomen.

                  — Lo sé —sonrió, enterrando sus dedos entre la húmeda cabellera marrón.

                  — ¿Cómo me vas a presentar? —preguntó, intentando no delatar su preocupación y su ansiedad.

                  — ¿Prefieres el “Rialto” o el “Papazoglakis”?

                  — Tú sabes a lo que me refiero —disintió ligeramente mientras la miraba por la esquina de su ojo.

                  — Te presentaré simplemente como “Irene” —se encogió ligeramente entre hombros.

                  — ¿A cuántas mujeres has presentado en sociedad? —vomitó su curiosidad.

                  — Tus preguntas son a veces tan peligrosas —resopló un tanto estresada.

                  — ¿Por qué? —frunció Irene su ceño—. Habría creído que eran fáciles de responder.

                  — ¿Fáciles? —arqueó ambas cejas—. No seas tan cínica.

                  — No lo soy —repuso casi ofendida—. No es una pregunta que deba ponerte a prueba.

                  — La pregunta no, la respuesta sí.

                  — Bueno, ¿me vas a responder o no?

Alex inhaló cuanto aire pudo para oxigenar su razonamiento; debía estructurar su respuesta de tal manera que Irene no se sintiera una más del montón y que tampoco se sintiera tan importante, como realmente lo era, de lo contrario sólo lograría provocarle un ataque de pánico. Debía ser honesta consigo misma: una Irene en estado apopléjico no le servía de nada ni para nada.

— No eres la primera —comenzó diciendo—. Mi familia conoció a Vitto, a Silvana, y a Fella —dijo, haciendo un recuento de las tres relaciones que habían tenido la suficiente relevancia como para merecer un lugar en su vida familiar y pública—, y las conocieron como lo que eran; no como mis amigas, o como mis compañeras de la escuela o de la universidad, o como alguien a quien conocí en un intercambio hace demasiados años. La Pina —se refirió a su abuela por parte de papá—, nunca me ha sabido perdonar el hecho de que dejara que Silvana terminara conmigo. A Fella le tocó aguantar todos los comentarios, sobre grandeza y proeza, que Silvana le tatuó en la cabeza. Fue tanto que, cuando terminé con Fella, la Pina me dijo que era lo mejor… y supongo que tiene razón, porque, alguien que no sabe aguantar a una abuela necia, no vale la pena —dijo con tono de advertencia, o quizás sólo era una mera epifanía.

Anna Silvana Mezzogiorno era, en aquel entonces, una aspirante al Balletto di Roma. Soñaba con ser Odette, sin embargo se conformaría con llegar a ser Julieta. No pedía mucho.

Se habían conocido en una noche de aquellas para recordar a pesar de que era poco lo que recordaban en realidad, era culpa del Goa Club y del año nuevo.

2010, a casi trescientos sesenta y cinco días de que su vida se tropezara con Irene Papazoglakis durante aquel intercambio en Atenas, a Alex se le olvidó su existencia en cuanto sus ojos se habían fijado en la mujer más hermosa que había visto hasta ese momento. Bailaba como si recién hubiera descubierto el quinto arte, auspiciado por el festival de Bacardi y por Pitbull con su Calle Ocho.

Sudando, con un moño negro y flojo, una sonrisa de verdadero goce, y un cuerpo sacado de la mitología griega, Silvana había decidido ir a por un trago más. Pasó que se equivocó de mesa y terminó robando licor y hielo de Alessandra Santoro. El resto fue historia.

                  Tres años mayor que Alex, la incursó en un mundo de madurez que desconocía y que, en algún momento, creyó apreciar por simple ósmosis. Además, la introdujo a aquel arte que no estaba en el Manifiesto de las siete artes; le había mostrado que el placer no comenzaba ni se detenía ni terminaba en la cama. Era encantadora, apasionada, carismática y elocuente, y era por eso que la Pina se había encariñado de ella. Lo que la Pina no sabía era que tenía arranques de celos, de aquellos que se tornaban violentos de palabras y de hazañas por igual.

— Y tampoco eres la única porque nunca voy sola a ese tipo de cosas —continuó diciendo—; si voy sola, me toca ayudar en la cocina… y eso no va conmigo. Pero, si voy con alguien, es mi obligación atender y estar con ese alguien —sonrió.

                  — Crudo —resopló Irene como si quisiera esconder la herida en su orgullo—, pero todavía no respondes mi pregunta.

                  — ¿Cómo quieres que te presente, Nene? —suspiró—. No somos novias, no somos sólo amigas, y eso de “amigas con derecho” es un término demasiado revolucionario y decidimos no emplearlo ni en público ni en privado.

                  — ¿Entonces?

                  — Te presentaré como “Irene”, porque así te llamas y porque, en palabras simples, eso eres para mí —se encogió entre hombros.

                  — Tu honestidad es un poco brutal —rio.

                  — No voy a llegar a donde la Pina y le voy a decir “eh, Pina, guarda. Questa è Irene, la ragazza che ho chiavato prima di venire a te” —sonrió.

                  — Es que eso sería una mentira —disintió, haciendo que Alex enseriara la mirada—. No me has cogido.

Alex rio nasalmente, demasiado entretenida por el hecho de que Irene no se había ofendido al mencionar su pasado con otras mujeres que no fueran ella. Eso ya era ganancia, porque, aunque consideraba los celos como un gesto territorial muy halagador, tenía su límite.

                  Decidió no preguntarle si quería, pues ya eso le importaba poco. Había esperado lo suficiente, casi una semana sin poder tenerla.

Guio su mano al débil sistema que aseguraba la toalla de Irene a su torso, y, con el descaro de hacerlo con su mano izquierda, la abrió con la intención de exponerla y poder tener una excusa para presentar a Irene con tal aberración.

En las sabias palabras de la Nonna Peccorini, se comenzaba por el principio y no se terminaba hasta estar satisfecho, pues finales había muchos.

                  Tanto Lucas como Sophia tuvieron una breve tutoría explicativa de por qué, en realidad, los puntos de fuga eran un método de proyección subdesarrollada.

La rubia ya lo había visto, pero, a decir verdad, nunca había reparado en la lógica que su método tenía; bastaba con escoger una pieza central para elaborar todo el diseño.

El primer paso era escoger ese elemento —fuera mueble, decoración o pared— que resultaba ser el más importante para el cliente. En el caso de la cocina, que fue el ejemplo que utilizó para guiar a Lucas en una ilustración exclusivamente del interior de su hogar, le explicó que, mientras que Sophia consideraba que lo más importante era la estufa, ella consideraba que lo más importante era la barra desayunadora. Para la rubia era la estufa porque realmente la utilizaba; la aprovechaba y la disfrutaba, y para ella era el lugar en donde se sentaban juntas a comer; era el nexo perfecto entre el comedor y la cocina. Pero, en esa ocasión, el cliente no era ni ella ni la rubia, por lo que Lucas admitió que le interesaba más la comida que el hecho de cocinarla, porque se podía comer frío y se podía comer en cualquier lugar, hasta de pie. Fue por eso que se escogió el refrigerador.

El segundo paso era escoger la perspectiva en la que el cliente se encontraría, pues de nada servía escoger vista de pájaro, o vista serena, o, peor aún, de rana.

El tercer paso era determinar la iluminación, lo cual era de suma importancia porque dependía de la ubicación de dicha habitación dentro del espacio a diseñar. La sombra de las tres de la tarde no era la misma en el dormitorio principal y en la cocina.

Luego venía la etapa del diseño en sí; debía ser lo más cercano a la perfección y a la precisión, sin embargo no tenía que serlo al cien por ciento. Las líneas rectas no se lograban con una regla sino con un movimiento que nacía desde el hombro, y la excelencia se conseguía con saber identificar qué era lo que al cliente realmente le importaba.

Por último venía el color, en donde sí debía haber perfección de principio a fin. Además de eso, se debía tener confianza en sí mismo para tener la seguridad de que todos los trazos eran los justos y los necesarios, inteligencia para saber cómo enmascarar cualquier error, y sentido común para determinar el orden en el que se aplicaba el color.

                  Para demostrarles que no era nada del otro mundo y que, en realidad, era más fácil que estar pensando en una línea horizonte y puntos de fuga, se tomó el tiempo para dirigir a Lucas en un rendering que había resultado con mayor personalidad que con los que había llegado. Fue en ese papel, en esa ilustración, en la que se vio su verdadero potencial.

Por un momento se arrepintió, porque en el fondo disfrutaba de despojarla de toda ropa con la lentitud que la anticipación significaba. Sin embargo, dio gracias a Dios en cuanto los inhumanos reflejos de la griega atraparon la toalla a medio viaje y se adhirieron a pocos milímetros de donde había sido aflojada.

                  Irene la miró en silencio. No había nada que delatara ofensa, sorpresa, o satisfacción. Ni una sonrisa ni un refunfuño. Se puso de pie y, como si pretendiera ignorarla, le dio la espalda y caminó en tal dirección y de tal manera que la hizo pensar lo peor.

Scusa se ti ho offesa in qualche modo… —murmuró un tanto confundida, pues no supo en qué momento, o cuál de todos sus comentarios, podían haberla ofendido.

     — Dimmi… —suspiró Irene, dando un giro inesperado para bordear la cama—. Perchè si assume sempre il peggio?

Alessandra Santoro, la mujer cuya arma principal de seducción era la crudeza, la brutalidad, y la indiferencia, sufrió un espasmo cerebral severo. Quiso excusarse, justificarse, pero sus neuronas no cooperaron.

No sabía si tenía algo que ver con sus relaciones anteriores, con esas atropelladas relaciones en las que, a pesar de sus estrategias y métodos de seducción, terminaba teniendo la culpa de todo aunque en realidad no la tuviera. No sabía si era el hecho de que, aunque no lo quisiera y fuera en contra de lo que ella representaba para sí misma, había tenido que aprender a sentirse obligada a disculparse hasta cuando no había nada por lo que se debía disculpar.

Tampoco sabía si tenía algo que ver con que, aunque no quisiera aceptarlo, tanto Vitto, como Silvana y Fella, habían sido víctimas de su inmadurez y de la verdadera indiferencia. Quizás no había sido hasta en ese preciso momento en el que reconocía, ya menos inmadura, que esos supuestos amores y enamoramientos habían sido vacíos porque en ningún momento compartió intereses y en ningún momento se sintió realmente atraída por la deficiencia de intelecto y las vanidosas ambiciones. Vittoria quería ser modelo, de esas glorificadas figuras en Maxim o en Sports Illustrated, una modelo de lencería para terminar desfilando con alas para Victoria’s Secret; su falta de visión, su falta de aspiración a ser una Kate Moss, una Gisele Bündchen, o bien una Linda Evangelista.

Silvana estrella del ballet, como mencionado anteriormente se conformó con el fugaz rol de suplente para Julieta y había terminado por contraer un falso matrimonio con un hombre que le doblaba la edad y que estaba dispuesto a mantener su pasatiempo.

Y Fella quería ser actriz. Comenzó estudiando eso, actuación, y se dejó engañar por espejismo del éxito al considerar que una aparición de diecisiete capítulos, en La Finestra (la telenovela de pacotilla), era un claro salto a la fama italiana. No había hecho nada más.

                  Pero no, ¿qué estaba haciendo? Ya lo pasado, pasado. Eso no era justo para Irene. Guardó a Vittoria, a Silvana, y a Raffaella en una caja, y no supo si la incineró, si la dejó ir por el retrete, o qué, pero, desde ese momento, nunca más las mencionaría, frente a Irene, ni mentalmente ni en voz alta.

No fue hasta dentro de esa pregunta, que Alex se dio cuenta de que sus gustos eran propios de ser pasados por un estricto proceso de reclutamiento para el cual debían llenar ciertos requisitos como si se trataran de una hoja de vida:

1. Atracción; intelecto y ambición por algo factible, por algo que les apasionara y que tuviera recompensas personales.

2. Fiasco; no una portadora del mortal virus del drama sino todo lo contrario, una portadora de la cura.

3. Independencia recíproca; forma de autonomía que mantuviera el respeto para apoyar las decisiones ajenas sin necesidad de buscar aprobación absoluta.

4. Educación; exigía, como mínimo, el dominio promedio de un segundo idioma y estudios universitarios planeados o terminados.

Pasaba que Irene llenaba todo eso sin esforzarse. Aunque no fuera lo suficientemente espontánea y/o flexible para su gusto, sabía que se encontraba en un proceso por el que ella misma había pasado; en algún momento se resolvería, y, por alguna razón que no comprendía del todo, quería estar presente para cuando eso sucediera. La curiosidad y el potencial orgullo la mataban.

                  En ese momento, entre la delicadeza con la que las palabras de Irene parecían regañarla, entendió que, por primera vez en mucho tiempo, quizás en su vida entera, alguien le importaba tanto como para no dejar que su propia dejadez —entiéndase crudeza e indiferencia— fuera la principal agresora que podía llegar a arruinar eso que tanto le estaba gustando. Irene le importaba. No eran habladurías con el fin de llevarla a la cama. Genuinamente le importaba.

Se flageló. Eso debió saberlo desde el momento en el que apostó su camisa de Cristiano Ronaldo. Debió saberlo.

                  Y quiso decirle exactamente eso, que era porque le importaba, pero, suponiendo bien, decidió simplemente abstenerse a contestar con una sonrisa inocente.

Ho chiesto il perchè —agregó Irene.

     — Sono ansiosa, paranoica —murmuró, encogiéndose ligeramente entre hombros.

     — Dobbiamo fare qualcosa al riguardo —dijo, dejando caer la toalla hasta el suelo.

Alex se quedó inmóvil, atónita. Nunca se iba a acostumbrar a verla así.

La acosó por largos e intensos segundos mientras se preguntaba en qué momento había hecho algo tan bueno que merecía presenciar algo tan majestuoso como el cuerpo desnudo que se plantaba frente a ella con la dosis justa de pudor. Eso no era suerte, era un privilegio.

                  En el mismo silencio, se irguió espontáneamente para sentarse al borde de la cama.

La miró, la examinó con tal cercanía que Irene pudo sentir su cálida exhalación aterrizar sobre su abdomen. Sus manos la tomaron por la cadera para acercarla más, y luego se desviaron de tal modo que se convirtieron en dedos que apenas rozaban el trayecto que seguían las acumulaciones de melanina en el área abdominal.

Había visto esa distribución en otra parte, pero, ¿en dónde? Por cada lunar que su dedo pasaba, la respuesta era más necesitada para satisfacer su curiosidad.

Empezando por el lado izquierdo, bajaba para luego subir, bajar y subir de nuevo.

                  Sí, en ese trazo se vio transportada a aquel semestre en Atenas.

Durante una de aquellas excursiones —que debían ser tanto recreativas como académicas—, visitaron el Observatorio Nacional. Luego de un aburrido recorrido por las áreas abiertas al público, Mrs. Sideris había considerado necesario un receso de veinte minutos antes de tener que responsabilizarse de nuevo por veintitrés almas que nunca en su vida quiso tener a su cargo. Alex e Irene se sentaron en una banca a descansar tanto los pies como los oídos de las estrepitosas voces de sus compañeras, quienes se habían encargado de aportar comentarios listos y estúpidos por igual.

En la pantalla que encaraban con cierta indiferencia, mientras se quejaban en silencio del dolor de pies, había un lapso de tiempo que había sido recientemente capturado por el telescopio Aristarchos.

¿No te asombran? —le preguntó Irene.

     — ¿Qué? —frunció Alex su ceño.

     — Las estrellas —repuso con ese tono que evidenciaba algo más que sólo lo obvio.

     — Son bonitas —supuso con un ligero encogimiento de hombros.

     — Para ser gases que explotan, sí, son bonitas —resopló.

     — En ese caso, son bonitas porque están lejos —rio Alex.

     — Están compuestas, mayormente, por helio e hidrógeno —disintió Irene—. No son gases como los que salen del cuerpo humano —rio nasalmente.

     — ¿A ti te gustan? —ladeó su cabeza. Irene asintió—. ¿Por qué? ¿Qué tienen de fascinante?

     — Supongo que me gustan por las mitificaciones de Homero y Erastosthenes.

     — ¿Erasto-qué?

     — Erastosthenes —rio por la expresión facial que delataba su inocente ignorancia. Alex la miró como si entendiera aunque no tuviera ni la más remota idea de qué hablaba—. Con Homero se aprendió a identificar a las estrellas como ciertos dioses o héroes. Con Erastosthenes se consideraron simplemente divinidades. Por ejemplo esa —dijo, señalando la constelación de Tauro—. Se dice que Europa estaba impresionada con la belleza y la caballerosidad del toro. Eventualmente, se subió a su lomo, y él nadó con ella hasta Creta, en donde se reveló como Zeus.

     — ¿Te gustan las estrellas o la mitología griega? —sonrió un tanto entretenida.

     — Es lo mismo —resopló—. Jean Seznec llegó a la conclusión de que, cuando Erastosthenes completó su obra, la fusión entre la astronomía y la mitificación era tan perfecta, tan completa, que era imposible distinguir una de la otra.

     — Interesante —suspiró con sinceridad.

     — ¿Tú crees? —Alex asintió, haciéndola sonreír un tanto sonrojada.

     — ¿Cuál es tu constelación favorita?

     — Casiopea —dijo, señalando aquella que apenas se veía en la parte baja del video.

     — Y, ¿cuál es la historia detrás de Casiopea?

     — Era la reina de Etiopía, esposa de Cefeo y madre de Andrómeda —comenzó diciendo—. Cometió el error de decir… no, de alardear, que su belleza y la de su hija no se comparaba con la de las Nereidas, ni siquiera con la de Hera. Ellas se sintieron insultadas y se quejaron con Poseidón. Se dice que, cuando se enojó, envió a Cetus a ocasionar estragos en la costa. Por alguna razón, se les aconsejó a los reyes que debían sacrificar a Andrómeda para calmar la furia de Poseidón. Lo habrían hecho si no hubiese sido porque Perseo llegó a tiempo para asesinar a Cetus, y, como recompensa, los reyes le ofrecieron a Andrómeda en matrimonio. En algunas versiones del mito, Casiopea estaba satisfecha con Perseo, pero, en otras, ella se opone y es convertida en piedra cuando él le muestra la cabeza de Medusa. Al final, Poseidón decide colocarla en el cielo, no sin antes humillarla por última vez y por toda la eternidad; la coloca de tal manera que, sentada en su trono y con la cabeza apuntando a Polaris, esté de cabeza la mitad del día —dijo, señalando aquella W que eventualmente se convertía en M.

En aquel entonces no preguntó el por qué, y, a pesar de que había visto a Irene en bikini en numerosas ocasiones, nunca había tenido el descaro de mirarla con el detenimiento con el que había aprendido a mirarla desde el día en el que había tenido el honor de estrenar su cama con ella. Debía ser su favorita por simple identificación.

                  Le dio cinco pausados besos, uno en cada lunar. Las manos de Irene se enterraron lentamente entre su cabello, y, cuando hubo terminado con eso que sólo supo ponerle la piel de gallina, la tomó por las mejillas para levantarla.

                  Miró a Irene a los ojos y, sin saber lo que pensaba, o lo que sentía, dejó que una de sus manos librara su frente del flequillo que adquiría rebeldía únicamente cuando estaba mojado o húmedo. Creyó haber visto una sonrisa, o la sombra de una, y la intención de darle un beso en la frente en cuanto sus manos se posaron alrededor de su cuello. Al notar los titubeos, sabría Dios por qué, fue ella quien le sonrió minúsculamente; debía reconocer que había dejado de ser juguetón y se había convertido algo más íntimo y personal.

Se encontró con las ganas de abrazarla, de simplemente apretujarla entre sus brazos y de acoger el momento, porque con Irene no sabía si era efímero, perecedero, o si de alguna forma se tornaría duradero hasta fantasear con lo eterno. Permitirse eso último era una regresión en lo que a la madurez se refería, en ese momento no podía ceder a los ideales del futuro porque era tan simple y sencillo como mantenerse en el presente, en el ahí y en el entonces. Lo atesoró, realmente lo valoró por la misma incertidumbre y por la voluntad de mantenerse en un rango de aceptable madurez emocional.

Y la abrazó, porque sabía que eso era como estar en un programa de doce pasos: un día a la vez. Quizás con la excusa, o con la disculpa que su arranque merecía, porque tanta emocionalidad era, sin una explicación o justificación, motivo para asustarse, se acomodó entre su cuello para besar y mordisquear las esporádicas acumulaciones de melanina.

                  Ignorante ante el sentimental terremoto del que sufría Alex y de todas las minuciosas precauciones que debía tomar para no exigirle demasiado, fue víctima del reflejo de un agradecimiento y se dejó llevar por la ligera exhalación que le hacía cosquillas tras sus orejas, por los brazos que la envolvían, y por las manos que la acariciaban tal y como había envidiado muchas veces; como si fuera tan frágil que podía quebrarse entre ellas.

Se sintió afortunada, especialmente porque sabía que, aunque Alex no tuviera las intenciones más sanas o inocentes, no se trataba de soportar, de tolerar, o de sobrellevar, se trataba de que le tenía la confianza suficiente como para dejarse ir, para dejarse hacer y deshacer sin titubeos y sin reservas.

                  Fue como si hubiera perdido la consciencia por un fugaz segundo, pues, cuando volvió en sí, Alex se acercaba a ella para buscar sus labios y dejarse llevar por la debilidad de la carne.

Hubo un momento en el que se miraron fijamente, meramente sin palabras, un momento en el que Alex pareció sonreírle apenas con un tirón de la comisura derecha de sus labios. Presionó la punta de su nariz contra la suya, más bien jugueteó con ella y con las intenciones de besarla, y, lentamente, la giró y la acostó en la estructura que habían construido juntas. Estaba agradecida con ella y con IKEA, pues, de no haber sido por esa cama, probablemente no estuviera ahí y entonces, probablemente seguiría siendo una amiga muy cercana de Irene Papazoglakis.

                  Poco a poco, se acomodó sin realmente enterrarse en ella. Admiró la sensualidad que existía en el simple hecho de tener esa piel bronceada entre las almohadas más suaves y esponjadas, la mirada débil y los labios entreabiertos y a la expectativa, un semblante pacíficamente inquietante por exponerse de esa manera, y la terrible y pudorosa voluntad de sentir un placer casi exclusivamente físico.

                  Irene la recibió con la misma cercanía de hacía pocos segundos. Le gustaba que jugueteara con ella, que le coqueteara, que, con descaro, le hiciera creer que esta vez sí la besaría. No, no le gustaba. Le encantaba. Le fascinaba el arte del amague, de la finta, del engañe, y le encantaba porque cedía, porque la hacía ir tras ella cuantas veces se le diera la gana. Era impotente ante ella y ante eso. Y, aunque no lo aceptara, celebraba en secreto los ligeros roces labiales.

Cuando por fin le ganó, cuando por fin logró ser más astuta que ella y alcanzó a realmente presionar sus labios contra los suyos, así fuera por un remoto y casi insignificante segundo, se aclamó a sí misma de la misma manera: en secreto. Pese a su intento de discreción, soltó un inaudible gruñido y dibujó una sonrisa de victoria que pretendía disimularla al atraparla entre dientes.

                  En el momento en el que esto sucedió, Alex reaccionó con indiscutible enternecimiento. Porque era eso, era tierno saber las razones que provocaban eso en la griega.

Enterró apenas las yemas de sus dedos entre los cortos cabellos que seguían la línea de su sien, quizás por maña, por manía, o porque con eso lograba que Irene cerrara los ojos como si se escondiera del nato afecto que el gesto implicaba. No, no había por qué mentir. Lo hacía porque eran años de reprimidas ganas de querer hacerlo, de querer terminarlo en una simple caricia, de querer culminarlo todo en ahuecar su mejilla para luego besarla hasta aburrirse. Eso último nunca pasaría.

                  Sí, Irene se recostó en la palma de su mano, pero no se quedó ahí, estática, tal y como lo hubiera tenido que hacer si quería o debía completar la imagen con la que Alex había fantaseado muchas veces.

Se irguió un poco, dibujando un ángulo de ciento cuarenta grados, apenas elevándose de los ciento sesenta que las almohadas sugerían, y, con la misma curiosidad y con el mismo miedo de la primera vez, posó sus manos sobre sus muslos para, más que sólo tocarla, recorrerla. Su mano izquierda era impecablemente suave en todo sentido, su mano derecha tendía a poseer mayor fricción por la irresponsable cicatrización de una fila de ampollas que le había dejado de recuerdo la única empuñadura Wilson que había usado y que usaría en su vida. Eso no importaba, pues el tacto en sí era tan gentil y delicado que contrarrestaba toda aspereza que pudiera sentir.

La acosó sin vergüenza, poco más o poco menos de cómo Alex había examinado su Casiopea, pero su mirada no iba y venía sin rumbo alguno, iba al compás del camino que trazaban sus manos hacia su torso.

En cuanto llegó a su cadera, algo la poseyó. La tomó con la firmeza necesaria como para obligarla a que dejara caer su peso sobre su pelvis, y, al erguirse un poco más, acortó la distancia.

                  Alessandra la tomó por ambas mejillas. No esperó que se relajara entre ellas ni que cerrara los ojos como tanto le había gustado, simplemente quiso fijar su atención en ella, y, lentamente, se acercó con sus labios a los suyos hasta realmente darle un beso que les pudiera robar más que sólo el aliento.

Sin intención alguna, la empujó hasta recostarla de nuevo, y, a partir de ese momento, sólo quiso enterrarse en ella.

Empezó de menos a más, apenas aumentándole la rudeza al beso, pero sin restarle suavidad. Sólo se tornó más apasionado y más profundo por la presión que su cuerpo ya ejercía sobre ella. Involucró su lengua, porque eso nunca tenía nada de malo si se hacía bien, si se sabía hacer. Irene no sabía por qué, pero su lengua, sin importar en dónde estuviera en su cuerpo, tenía el mismo efecto: la dejaba deseando más. Tal vez era eso, que sabía exactamente de lo que su lengua era capaz, que era capaz de privarla de razón.

Con su lengua entre sus labios, a punto de lograr arrancarle uno de los infames gemidos, sintió cómo sus manos se separaban en rumbo; la izquierda se aferró a su trasero, lo apretujó ligeramente, y la derecha se reveló en su contra hasta terminar ahuecando su entrepierna.

                  Por la exhalación de Alex, supuso que su mente había suspirado un «Mio Dio». Acarició sus labios mayores, apenas los rozó con las yemas de sus dedos y con el suave filo de sus uñas. Sintió sus manos aferrarse a su nuca. Sin avisarle o advertirle, se abrió camino entre ellos hasta encontrar aquel punto flaco que hacía que Alex se doblegara.

                  Susurró su nombre, o su apodo en todo caso, con la comodidad de una sonrisa que agradecía la osadía de tomar el control de la situación. La osadía no era arrogante, era linda.

Con su frente apoyada en la suya, se dejó llevar por los parsimoniosos círculos que trazaban sus dedos contra su clítoris. No hubo necesidad de enunciar o de declarar lo obvio; la rapidez con la que su propio cuerpo reducía la fricción para disfrutar del suceso en su totalidad.

Decidió cesar el constante jadeo contra sus labios para simplemente besarla de nuevo, pero, en cuanto la sorprendió con una ligera penetración, no tuvo más remedio que gemirle directamente en la garganta.

Se miraron a los ojos, especialmente para que Irene se regodeara descaradamente por su hazaña. Con un beso más, estrictamente rudo y duradero, no supo si le pidió más en cantidad, en profundidad, o en todo, pero hizo que la griega no suspendiera el abuso.

Sintió sus dedos alcanzar aquel lugar que era casi celestial, y, por simple impulso, se irguió para exhibirse sin tapujos.

                  Irene detuvo las penetraciones, sin embargo se rehusó a retirarse. Fue víctima de la misma fascinación del treinta por ciento de los hombres activamente sexuales, esos que confesaban que su posición favorita era nada más y nada menos que lo que se conocía como cowgirl en lo más vulgar y coloquial de las posiciones sexuales de la era moderna.

Admiró el paisaje. No entendía los dogmas actuales, esos que dictaban que la sensualidad y el erotismo, ambivalente al género, nacían en la piel impecable y tersa, especialmente si era lampiña. Sí, sí, estaba de acuerdo, tenía lo suyo porque no estorbaba o escondía partes o recovecos relevantes, pero ese triángulo le sentaba demasiado bien. Quizás era el hecho de que se trataba de vellos cortos y ordenados, que carecían de densidad.

En esa posición, le fascinaba el hecho que podía mirarla desvergonzadamente; podía acosar la mitad de sus dedos embadurnados en aquel líquido ligeramente viscoso y ciertamente transparente, la tensión con la que sus labios menores intentaban estirarse para cubrir esa rígida cúspide rosada que apenas se asomaba, y el ligero enrojecimiento de sus labios mayores que encerraban la imagen.

                  Alex se había mostrado así, como Dios la había traído al mundo, en numerosas

ocasiones y ante distintos pares de ojos; había visto miradas que reflejaban cierto rechazo por su esporádica promiscuidad, había visto miradas que parecían reflejar lástima o una ligera repulsión por su constitución física o por la necedad de mantener eso que a Irene tanto le gustaba, había visto miradas de deseo, algunas más eróticas y famélicas que otras, pero, en definitiva, nunca había visto una mirada como con la que Irene la analizaba en ese momento.

Sus ojos la recorrían con incredulidad, con una gentileza carnal con la que nunca se había dejado descuartizar. Parecían sonreír en cuanto repasaba algo que le gustaba más de lo promedio; un lunar, la palidez de sus pezones, esa leve hendidura que se le marcaba en el centro de su abdomen, o el insensato arete que empalaba su ombligo.

                  Sintió rendirse nuevamente en cuanto los dedos de Irene la invadieron hasta robarle el poco aliento que le quedaba. Se aferró de una de sus rodillas, y, por simple reflejo, se tomó por sus senos como si eso le ayudara a sentirlo todo un poco más y mejor.

Extasiada por la profundidad que Irene lograba, se encargó de hacer eso que la constreñiría por simple diversión y para simple placer.

                  Irene sintió cómo intentaba triturar sus dedos, y, aunque eso le fascinara y le asombrara en iguales cantidades, se encaprichó en penetrarla más rápido para no darle ni tiempo ni espacio a que pudiera hacerlo con tanta comodidad.

Notó cómo de un momento a otro cerró sus ojos. Su mano quedó marcada en la pálida región que intimissimi se había encargado de cubrir y sostener desde su pubertad, y, como si nada y con la falta de vergüenza que la caracterizaba, se abrió camino hasta colocar sus propios dedos en el punto que había sido abandonado.

No supo si el movimiento era del verbo strofinare, sfregare, toccare, rattoppare, impastare o algo tan troglotida y elemental como palpare, pero su mano se quedaba estática y el movimiento nacía quizás desde la muñeca. El enrojecimiento empezaba en su pecho y desembocaba en su cuello, su respiración era cada vez más densa y pausada, casi entrecortada, y su cadera trazaba un ligero vaivén que simulaba como si era ella quien se mecía contra sus dedos y no al revés.

                  De un momento a otro, sintió ese espasmo que la contrariaba; su mente le decía que se detuviera para prolongar la sensación, pero su cuerpo le pedía lo contrario para alcanzar eso que tanto quería. Estrujó sus dedos, y, como si se tratara de realizar el rito espiritual del exorcismo en sí misma, frotó y frotó, y continuó frotando hasta que se desplomó a causa de una convulsión.

Cayó sobre Irene, falta de oxígeno por culpa propia, rio contra su mejilla, y, sin poder interponer resistencia alguna, fue volcada para quedar contra las almohadas.

— A este paso, creo que le diré a la Pina que tú eres quien me cogió y no a quien cogí —resopló Alex.

     — Tú bajas la guardia y yo aprovecho —repuso Irene mientras se acercaba a su pecho.

     — Mi intención siempre ha sido cogerte hasta aburrirme —disintió—. Pero no puedo hacer nada si eres de rápido aprendizaje.

     — Con un par de estas… —suspiró, tomando ambos senos entre sus manos—. ¿Cómo no aprender? —dibujó una sonrisa.

Alessandra Santoro reciprocó la sonrisa. Le alegraba saber que la griega encontraba sus protuberancias desde interesantes hasta ricas, y que, entre sus relativamente pequeñas manos, sólo lograban verse más grandes de lo que en realidad eran.

Le gustaba sentir cómo las apretujaba sin la intención de extirparlas, y que sus dedos trazaban círculos concéntricos que, en algún momento, terminarían en sus pezones.

Cosa stai pensando? —preguntó Alex.

     — Mmm… —rio Irene nasalmente—. Si guardano… —frunció su ceño—, non lo so… innocenti.

     — Innocenti? —resopló, porque la acción era cualquier cosa menos inocente—. Spudoratezza non è innocente, Nene, è l’opposto.

     — Innocenze è il decoro, la modestia, anche la cautela, ma questo è… —se detuvo con una risa traviesa—, anche sì, questo è innocente, quindi tabù, ma la tua spudoratezza è sensuale.

     — Cosa parli? —resopló de nuevo.

     — Queste sono innocenti, ma tu sai spudorata.

     — Ah! —sonrió—. Allora sono sensuale?

     — Ed erotica —asintió Irene a ras de su seno izquierdo—. Troppo —gruñó.

Alex rio guturalmente, especialmente porque la exhalación de su gruñido había aterrizado directamente sobre su pezón, el cual había omitido todas y cada una de las intenciones de erigirse.

La inocencia de la que Irene hablaba se le podía achacar a la facilidad con la que ambas areolas tendían a camuflarse por y con la palidez de su piel. Carecían de la insolencia de muchos otros, esa infusión de algún tono marrón o rosa que le proveía el egocentrismo de llamar la atención o de proclamarse la pieza central o principal del torso. Era un simple y leve cambio de tono de piel, no por eso claro u oscuro, que se notaba más por topografía que por pigmentación.

                  Con su dedo, acarició los leves abultamientos que sólo podían sentirse en esos momentos en los que no había ni rigidez ni rugosidades en juego. Lamió la yema de su dedo índice, la frotó ligeramente contra la de su pulgar, y, como si se tratara del toque de un carterista; sutil y discreto, atrapó la elevación sin pellizcarla.

Tal vez era la curiosidad científica o anatómica, pero le fascinaba observar cómo, cuando se erigía, se tornaban una pizca más opaco, y que los minúsculos bultos desaparecían entre los pliegues que acababan por converger en el pequeño pezón que resaltaba por el natural endurecimiento.

                  Además del factor de la anatomía, estaba el claro atractivo físico, eso que quizás se basaba en algo tan elemental como la química y en la recepción de las eventuales feromonas.

Tenía muy presente esa vez de cuando recién la conocía. El viernes de aquella semana, en la que los estudiantes de intercambio habían llegado, Mrs. Sideris había decidido aprovechar la atadura al fin de semana para que todos se conocieran, para que fraternizaran, y no había encontrado mejor opción que una estadía en Legrena para responsabilizarse, a medias, de un grupo de casi veinticinco adolescentes.

Irene había compartido tienda de campaña con Berenice, Larissa, y Pippa. Alex había tenido la mala suerte de quedar con Calla, Corinna y Agnes; las raritas que se creían americanas por ser fanáticas de Friends. Después de una ensalada con garbanzos a la que ninguno de los foráneos había siquiera vuelto a ver, y de una cantidad exagerada de souvlakia de pollo, papas fritas y tzatziki, Mrs. Sideris y Mr. Vaggelakos decidieron que una siesta venía bien.

Siendo los adolescentes que eran, rebeldes sin causa y estúpidos por vocación, sacaron las Mythos que habían contrabandeado en los fondos de sus maletas. Tibias, enfriadas a la fuerza, o calientes; el efecto era el mismo. Y, como por deporte, se alegraron con los efectos etílicos que un 4.7% podía proveer.

Cuando el sol bajó un poco, porque era criminal cerca del mediodía, las ropas empezaron a caer sobre las toallas, el agua de la orilla empezó a revolverse con la arena, y ya todos eran amigos y se conocían hasta las más reservadas intimidades.

Irene, no siendo una fanática de los rayos ultravioletas porque los recibía cinco tardes a la semana en la cancha de tenis, esperó a la puesta de sol mientras observaba a sus salvajes compañeros y escuchaba a Guetta salir de los parlantes inalámbricos que habían instalado cerca de la hielera. Por la esquina de su ojo, atrapó a la corta cabellera que se ondeaba rápidamente; parecía flotar con aturdimiento, inestablemente por pisar la arena caliente.

Llevaba las sandalias en la mano, una clara señal de su sandez. Sus piernas merecían un poco de color, porque esa blancura no era sino una enferma palidez, y, aunque no eran infinitas, tenían un aspecto escultural que era digno de admirar. Además, despertaba la curiosidad y la rebeldía de querer tocar para explorar.

La miró detenerse a su lado, indiferente a su presencia. Se arrebató la enorme blusa blanca para exhibirse en esos tres-cuatro retazos de tela azul. Con cierta apatía, o con la misma indiferencia de hacía unos segundos, Alex se cercioró de que la parte inferior no revelara más de su pálido trasero, y, consecuentemente, se ajustó los triángulos que cubrían lo que Irene conocería más que sólo bien un par de años después. En ese momento, la griega se asombró por el tamaño, porque no eran ni pequeñas ni de tamaño promedio, eran simplemente grandes, no enormes. Y gozaban de una rigidez casi inaudita. Se preguntó si contenían esas pérfidas y engañosas bolsas de silicón o rellenas de solución salina. Quizás un fabuloso regalo de navidad, o de algo.

                  Ahora, Irene estaba segura, por conocimiento adquirido a través de una simple curiosidad hacía un par de días, y por tacto, que contenían la misma proporción de tejido adiposo y glándula. Era simple: la naturaleza, en este caso la genética y la herencia italiana, la había bendecido con una cómoda y sensual copa C.

                  Se enloqueció como las veces anteriores. Se sumergió como si buscara asfixiarse entre ellas, se presionó las sienes con ayuda de lo que estrujaba con las manos, y se deshizo en una hilera de besos que terminaron en mordiscos que hacían sonreír a su dueña.

                  Alex gruñó en cuanto mordisqueó su areola y su lengua jugó con el pezón, y gruñó de nuevo por el suave tirón que sus dientes ejercían. Sí, aprendía rápido; no había tenido que decirle dos veces que eso le gustaba y que le gustaba más si era un tanto ruda en esa zona, que no era por erotismo o algo sacado del masoquismo, sino por placer.

Se sorprendió de nuevo cuando sintió cómo su mano se encargaba de abrir sus piernas para obtener acceso a su clítoris.

Bastó con observar que disfrutaba llevarla al borde del exceso practicado con perfección, que disfrutaba succionar, lamer, y mordisquear sus pezones y areolas, y que era un absoluto deleite frotar sus dedos, de arriba hacia abajo, contra aquellos millones de terminaciones nerviosas. Bastó con eso como para dejarse provocar al máximo en la menor cantidad de tiempo posible, porque era imposible no arder por algo tan primitivo como el deseo. Y, en cuestión de minutos vueltos segundos, se sacudió al compás de un agudo y agitado sollozo que, a pesar de entumecerle el razonamiento, la impulsó a tumbar a Irene y a tomar posesión de ella como la primera vez.

                  Sin un tan sólo beso que pidiera permiso o que la reconfortara, se lanzó directamente a su entrepierna para tener la santa dicha de saborear la esencia de su griega favorita por ser la única que le gustaba.

Con un lengüetazo que había ejercido presión sobre su diminuto clítoris, la privó de todo oxígeno y de toda manera de conseguirlo.

La tomó por las piernas para obligarla a que se mantuviera quieta y en su lugar, a que no le huyera pero ni por los inevitables espasmos en la cadera, y aprisionó su pequeño seno izquierdo para controlar su torso también.

                  Irene buscó un soporte, algo de qué agarrarse, porque, cuando Asmodeo poseía a Alessandra Santoro era para aferrarse a la vida. Sabía que el orgasmo le sacudiría hasta los cimientos de su propia existencia.

Sintió su lengua ir y venir con tanta presión y precisión, que su reacción era tan ajena como la del reflejo rotuliano: daba exactamente en el punto más vulnerable y sensible. Era perfecta, especialmente cuando decidía succionar fuertemente sus labios mayores para luego continuar con su clítoris, y que su lengua, en algunas ocasiones, se escapaba para intentar penetrarla como ella la había penetrado antes; con profundidad.

Logró apuñar las sábanas, algo de lo que podría tirar en el momento en el que Alex decidiera arrancarle el alma para devolvérsela de golpe, y, sin darse cuenta, gimió hasta que gritó para anunciar un fuerte orgasmo que inflaría el ego de su abusadora.

El orgasmo tuvo tal impacto en la griega que no pudo, con los inherentes espasmos, combatir las restricciones que Alex le aplicaba. Le fallaron el cuerpo y la mente por igual.

                  Como si se tratara de un pañuelo, Alex la volcó y la haló por la cadera para colocarla en las distinguidas cuatro extremidades. Irene todavía jadeaba e intentaba recuperar más que sólo la estabilidad para su respiración.

Le dejó ir una sonora y tajante nalgada que le abrió los ojos para regresarla al mundo carnal de golpe, y, sin advertencia alguna, lamió de abajo hacia arriba para quedarse en aquella zona tabú. La cabeza de la griega cayó sobre la cama, sus brazos se flexionaron ante la debilidad que la sensación provocaba, y simplemente supo morder la funda de la almohada para cuidar de sus cuerdas vocales.

Gruñó en cuanto un dedo penetró su vagina, y gimió en cuanto un segundo dedo imitó la hazaña. Se sintió llena, colmada, tal y como si sus pulmones hubieran experimentado un choque estupefaciente, y la combinación de dicho rebosamiento y de su lengua en ese lugar, la volvieron a perder de la misma manera en la que el éxtasis hacía su debido efecto.

Le sucedía lo mismo que a Alex con ella, le excitaba el frenesí con el que decidía poseerla, pero, a diferencia de Alex, ella no necesitaba verlo, sólo necesitaba sentirlo. Y, lo que era más excitante, era escuchar, al fondo, que la italiana gemía como si sus dedos y su lengua fueran zonas más que erógenas. Le gustaba imaginarse que, lo que la obligaba a emitir tales sensualidades, era la habilidad de poder propiciarse el mismo placer que ella propiciaba en ese momento.

Sintió cuando su lengua se engarrotó con la malicia de un tan sólo propósito: intentar penetrarla con la punta.

La escuchó ahogar una mezcla de gruñido y gemido, una onomatopeya sexual que era propia del erotismo y de la sensualidad. La penetró con esa fuerza que no lastimaba pero que sí era plácida por la profundidad y por la falta de velocidad, y, en cuanto alcanzó el punto más lejano, decidió agitar sus dedos lentamente de arriba hacia abajo.

                  Irene irguió su cabeza y tiró de las sábanas, y se dejó ir en una experiencia que nublaría su vista y que le causaría arritmia.

                  Alex retiró sus dedos para recorrerla, para esparcir la clara evidencia de su orgasmo. La griega se sacudió, con un quejido, en cuanto sus dedos rozaron su clítoris y se introdujeron una única vez en su vagina.

La tomó por la cadera, y, con la misma facilidad de antes, la manipuló hasta tenerla a su lado.

                  Todavía jadeaba y, aunque intentara, no conseguía abrir los ojos para enfocarse en el cariño que sabía que encontraría en el par de iris verdes. Percibió su cercanía, una forma de ego o autorrealización inflada, y una ligera sonrisa. Sintió cuando la tomó de la mano para plantarle un pausado beso en la palma de su mano y ahuecar su propia mejilla con ella. Y, sin esperarlo, sintió cuando Alex se enrollaba contra ella y la abrazaba por la cintura. Quiso decir algo, pero fue un aireado y mudo soplo el que logró emitir.

Abrió sus ojos y se encontró con una mirada que le ganaba a cualquiera de sus intenciones y que, de inmediato, derritió y entumeció todas sus emociones. Quiso encontrar las palabras para expresar exactamente lo que sentía a nivel emocional y físico, pero se quedó corta y se lo achacó a la magnitud de la dupla de infalibles orgasmos que le había provocado.

                  Alex quiso confesar eso que giraba alrededor de la camiseta de Cristiano, pero no era el momento adecuado; ni en línea de tiempo, porque eso sólo la asustaría y la ahuyentaría, ni porque se trataba de una situación explícitamente postorgásmica. Ninguna decisión importante debía ser tomada inmediatamente después del sexo, pues, bajo los efectos, nada ameritaba aguar el momento.

Quiso, entonces, expresarle su cariño de alguna forma o manera coloquial en la que se sintiera especial, porque lo era, pero que no llegara a sentirse de ese tipo de especial. Sin embargo, para evitarse un problema, porque ella siempre se había caracterizado por hablar de más, decidió simplemente acercarse para dejárselo saber todo sin realmente decírselo.

                  Sus labios apenas se entrelazaron y conocieron la suavidad que el deseo y el erotismo no habían conocido en ellas y en sus intercambios de ADN. Fue pausado y casi etéreo.

— ¿Y eso por qué fue? —susurró Irene contra sus labios.

     — ¿Por qué crees? —resopló Alex, dándole un último beso para regresar su cabeza a la comodidad de una almohada.

     — No sé —sonrió, negándose a quitarle la mirada de encima—, pero era justamente lo que necesitaba.

     — ¿Sí? —se reacomodó sobre su costado para verla asentir mientras la encaraba como si se tratara de un reflejo suyo.

     — Fue como el Freddolone para la Whopper —contestó.

     — Un beso es como un postre —suspiró—. Bonita analogía, Nene.

     — Me supo mejor —se sonrojó un poco.

     — En eso estamos de acuerdo —sonrió reconfortantemente y como si omitiera el rubor en sus mejillas—. ¿Qué quieres hacer? —Irene se encogió entre hombros—. ¿Quieres ver algo —señaló el televisor—, o quieres hacer algo?

     — ¿Hoy no hay futbol? —se apresuró a preguntar, pues un segundo asalto sexual era una idea demasiado cruel para sus sensibilidades.

     — No, hasta mañana. Y el lunes —respondió con esa expresión de si no me equivoco.

     — ¿Te puedo preguntar algo?

     — Por favor.

     — ¿Cuál es tu equipo favorito? —sonrió Irene—. Sé que eres una fanática empedernida del Real Madrid, pero no sé cuál es tu equipo local… —calló ante el constante y mudo disentimiento—. ¿Qué?

     — No me gusta el Real Madrid —le dijo—, no me gusta el futbol español en general.

     — Pero, pero… —pareció tartamudear mientras señalaba la extendida camiseta blanca que se exhibía sobre el televisor.

     — Lo sigo desde que jugaba en el Manchester —se encogió entre hombros—. Sigo al jugador, no al equipo.

     — Entonces, ¿no tienes un equipo favorito? —frunció su ceño.

     — Suena a que te decepcionarías si te digo que no —resopló—. Pero, vamos, soy de la capital, claro que mi humor depende del gane del equipo.

     — El suspenso me va a matar —entrecerró la mirada.

     — Roma, Roma, Roma, cuore de’sta città —canturreó.

     — No sé mucho de futbol —se disculpó—. ¿Asumo que es la Roma?

     — Asumes bien —asintió—. Pero sí sabes de futbol.

     — Sabes más tú de tenis que yo de futbol —sacudió su cabeza.

     — No es un deporte tan complejo, ni se compone de tantas cosas como el futbol —dijo Alex en defensa de ambas.

     — Eso es lo que tú crees —refunfuñó por sentirse ligeramente ofendida, ¿cómo no era complejo el tenis?

     — No te enojes —resopló, dibujando la sonrisa que le ganaba más de un perdón—. Es sólo que el tenis es como tú dices: un deporte caro. Los tubos de bolas valen casi diez euros y la raqueta vale mínimo cien, luego tienes que considerar el grip, las cuerdas, la vestimenta y el equipamiento, la membresía del club, los honorarios del entrenador, las bebidas energizantes y los suplementos vitamínicos, etc. Al que le interesa jugar futbol sólo gasta los diez euros en la bola que dura más de seis meses, no menos de un partido, y los botines duran casi de por vida a menos de que te crezca el pie o que Dios te los agujere.

     — Bueno, si lo pones así… —suspiró.

     — Además, no hay muchos jugadores a los que puedas admirar o a los que puedas catalogar como tus “favoritos” porque los mismos se mantienen en el ranking y duran casi las dos décadas antes de retirarse.

     — ¿Tú sabes quiénes son mis jugadores favoritos?

     — Por supuesto —rio—. Tu ídolo es Monica Seles, pero no te pierdes un partido de Serena Williams. Además, crees que Schiavone ha sido lo mejor que ha tenido Italia. Y de hombres, no sé, sólo sé que no soportas ni al serbio ni al escocés.

     — Me impresionas, Santoro —repuso—, prestas más atención de la que aparentas.

     — ¿Qué te puedo decir? —sonrió inocentemente—. En fin, ¿qué quieres hacer? ¿O prefieres ver una película?

     — No quiero ver la de la mujer esa —disintió.

     — Gracias a Dios no es la única película que existe —bromeó, enterneciéndose de ipso facto por el felino bostezo que Irene intentaba disimular—. Podemos poner cualquier cosa, sólo para que nos duerma un rato.

     — Eso suena bien —asintió, aunque en realidad le importaba poco, pues, a decir verdad, le interesaba más mirarla a ella que ver una película de trama floja.

Era una mujer de muchos talentos, algunos ocultos y otros que habían quedado claros desde el principio de la historia. Su talento más grande era indiscutiblemente saber manejar a Emma sin robarle el libre albedrío, pero su vocación era la misma que la del abogado del diablo; era saber explotar esa parte, en específico, de lo que se conocía como Miranda Rights: “…Anything you say can and will be used against you…”. Aplicado a los simples mortales, eso era un arma que debía mantener siempre bajo el brazo, pero, en cuanto a su futura esposa se refería, era aplicado únicamente en bromas inofensivas y que no tocarían esas fibras que debían permanecer intactas para no mezclar el pasado con el presente y el futuro. Era aplicado más a la inversa, aunque de eso no estaba tan segura. Era tan simple como que su atención se agudizaba en todo lo que tuviera que ver con la italiana de los extraños gustos musicales, que no había detalle tan pequeño, personal o impersonal, que no tomara en cuenta para seguir adelante.

Ahora bien, no se trataba de pretender ponerse a la altura de alguien tan emblemático y eminente como lo era la Nonna Peccorini, porque eso sólo demostraría que la estupidez era el valor dominante en el alelo correspondiente.

Y, aunque nunca la hubiera conocido, sabía que estaba sometida bajo una gran desventaja. Sin embargo, con el tiempo, había escuchado suficientes cosas por aquí y por allá como para formarse una educada idea, no opinión, de cómo transformar, en algo febril, ese claro vacío o inconformidad en Emma.

                  Con uno de esos gestos que tendían a pasar desapercibidos para quien en realidad no tenía presente reparar en ellos, le indicó que se sentara en la encimera a su derecha, pues desde siempre supo que prefería girar la cabeza hacia dicho lado por simple comodidad.

                  Emma no objetó ni la cuestionó; la gentileza de la orden era casi para morirse de la ternura.

La observó asegurarse de que el mármol estuviera limpio para luego verter un montículo de harina amarillenta sobre harina blanca. La escuchaba conversar con Lucas pero era total y absolutamente ajena al contenido y al contexto, quizás porque no le interesaba o quizás porque estaba más concentrada en ella que en lo que podían hablar sobre la fatal comida de la cafetería de su alma mater. Ah, después de todo sí estaba al tanto del contenido.

Entre sorbo y sorbo de Pellegrino, notaba cómo Sophia podía sonreír, beber de la copa con Pomerol, y mantener una conversación decente mientras batía, con un tenedor, una mezcla de huevos, agua, y aceite de oliva.

                  Debían ser esos agotadores días en los que se habían consumido más en el arte de la profesión y en la relatividad del trabajo, debía ser que todo había sido blanco, azul y rojo, y que el ensimismamiento le pertenecía a la profesión y no al ámbito humano, debía ser el poco dormir y el mucho pensar, debía ser el forcejeo de la creatividad por algo tan escueto como una fecha límite y una institución gubernamental que carecía de buen gusto en lo que al patrimonio cultural se refería, y debía ser que no había tenido un tiempo de silencio o a solas con la rubia como para poder apreciarla y no creer que la estaba dando por sentado. Si así se sentía ella, que era el apoyo y la segunda opinión, ¿cómo se habría sentido Sophia, que era quien cargaba con, al menos, el noventa por ciento de la responsabilidad?

La notaba cansada, físicamente y mentalmente consumida por la enfermedad del Siglo XXI, como si su manera de llevarse y acarrearse fuera automática porque era en lo que no tenía que pensar y que le resultaba más natural que todo lo demás. Se trataba de satisfacer necesidades o fenómenos involuntarios como respirar, hacer homeostasis, beber, y cocinar. No pensar, sólo hacer a sabiendas de que las equivocaciones no eran procesos legales complicados o que no significaban pérdidas de dinero.

La notaba más delgada, al borde de lo extremo. Y, por primera vez en mucho tiempo, podía ver sus manos completamente al natural; sus uñas estaban desnudas. Se miraba ciertamente vulnerable y frágil, pero era el recuerdo de que necesitaba un sueño más reparador que esas escasas horas que había logrado dormir. Así, en su estado más delicado, se enamoró de nuevo con la misma intensidad de aquella mañana en Duane Reade.

                  Observó las concisas maniobras que hacía con el tenedor para incorporar la mezcla de harinas en el pozo líquido que había vertido en el centro, y, poco a poco, utilizando la conversación como distracción, fue formando la sedosa textura que la masa de sémola debía tener cuando estaba lista para ser extendida por un rodillo o por una aplanadora especial.

— Ahora lo importante —murmuró Sophia, pidiéndole un segundo a Lucas con su dedo índice erguido a la altura de su hombro—, ¿qué vas a querer? —sonrió para Emma, quien no había cesado el acoso en lo que iba del ritual—. ¿La quieres corta o larga? —preguntó ante los signos de interrogación que se dibujaron en el par de ojos verdes.

     — Corta —le correspondió la sonrisa.

     — Strozzapreti, orecchiette, farfalle?

     — Farfalle.

Sophia asintió con la misma sonrisa que, poco a poco, le devolvía la razón de existir a la mujer que encaraba.

                  Extendió dos largos folios de pasta sobre la encimera y trazó líneas rectas y horizontales con la cuchilla lisa. Luego seccionó los folios numerosas veces con la cuchilla estriada. En pocos minutos, no más de diez, tenía una vastedad de perfectos farfalle que, de ser dos milímetros más cortos, podrían haber sido sacados directamente de una caja de Barilla.

                  Le indicó que migraran al otro lado de la cocina, y, tal y como había acatado la orden la primera vez, se sentó junto a la estufa, en donde ya una olla contenía agua que empezaba a hervir. No pudo no sentir alegría en cuanto Sophia arrojó la pasta fresca en el agua.

                  Fue testigo de cómo los dos cuadriláteros de mantequilla se comenzaron a derretir en cuanto se deslizaron del cuchillo hacia la sartén caliente. El aroma era propio de los placeres culposos y orgasmos culinarios, especialmente cuando se le agregaba una ridícula cantidad de aceite de oliva para que no se quemara. Escuchó el chisporroteo en cuanto la cebolla y el ajo aterrizaron, y, tan sólo con el olor, se sintió más que sólo en casa; se sintió realmente en donde pertenecía, en su hogar. Luego vinieron trozos de tomate.

Observó cómo el líquido verduzco silenciaba las burbujas de la efervescencia. Por alguna razón, quizás por herencia inconsciente, menospreciaba el sabor del Chardonnay, sin embargo, respetaba el hecho de que una botella de Meursault estuviera siendo utilizada para enriquecer una salsa.

                  Cuando la mezcla se redujo por la mitad, acosó al amarillo diamante verter una generosa cantidad de crema, arúgula, y un puñado de mozzarella rallado.

                  Revisó la pasta, y, en cuanto notó que estaba como a Emma le gustaba —una pizca más allá de al dente—, le agregó dos-tres cucharadas del agua almidonada a la salsa y sirvió un tercio de la pasta en uno de los platos para servirle la proporción justa de salsa encima. La pasta restante la agregó directamente a la sartén con la salsa para luego dividirlo en dos porciones, una más vasta que la otra.

                  Por primera vez, desde siempre, utilizaron la mesa para comer comida comestible y no para comerse entre ellas; con los elegantes salvamanteles en los que daba vergüenza derramar algo, una jarra de agua fría, la botella de Pomerol que atacarían los exalumnos de SCAD, el platillo con el trozo de parmigiano fresco y su respectivo rallador, y los brillantes cubiertos.

                  Emma se sintió rara estando a la cabeza de la mesa, pues era una posición sumamente solitaria y totalitaria; Sophia no estaba a su inmediata derecha. Además, no pudo agradecerle y desearle un buon appetito con el beso en la frente de siempre.

Participó en la conversación con la decencia y la educación que su mamá le había enseñado, así le interesara o no el tema que trataban. Asimismo, nunca estaba de más guiar la plática por rumbos que la llevaran a conocer más sobre alguien, y, en ese caso, mataría dos pájaros con un tiro porque le venía bien saber más de Lucas y conocer aún más de Sophia.

                  No cabía duda, Lucas era un caballero hecho y derecho; era carismático, respetuoso, y un ágil y hábil conversador sobre temas universales. Podía hablar sobre cualquier cosa, no porque lo supiera todo sino porque daba a conocer su interés por aprender. Nunca mataba saber algo más, fuera una opinión, una posición, o algo enteramente nuevo.

Su compañía era agradable porque no demandaba atención, y su carácter no era ni difícil ni denso.

                  Agradeció infinitamente la invitación a almorzar, pues sabía que no era obligación de parte de sus jefas, mucho menos cuando le habían dado la crítica constructiva y el consejo más importante de su vida por el precio de nada. Con una sonrisa de estómago y profesión satisfechos, agradeció nuevamente el gesto y la ayuda, y se retiró para dejarles el resto del fin de semana, y para, con suerte, regresar con la mujer que había dejado en su apartamento.

— Gracias —susurró Emma a su oído, y deslizó sus brazos por su cintura para abrazarla.

     — ¿Por qué? —se recostó contra su cabeza mientras sus manos manejaban la sartén para que el chorro la enjuagara.

     — Por todo —se encogió ligeramente entre hombros y la apretujó un poco—. Porque soportaste la visita sorpresa y porque le diste consejos sabios y útiles, porque fuiste honesta. Porque eres una mujer decente y le ofreciste comida para anestesiar los golpes y las bofetadas que le diste con tus opiniones. Porque cocinaste y me dejaste mirarte hacerlo, y porque la comida estuvo demasiado rica. Y porque estás enjuagando todo.

     — No te salvas de ayudarme a meterlo en la lavadora —resopló, escuchando un ligero damn que se camuflaba entre el suspiro—. ¿Quieres que te lave a ti también?

     — No quepo —rio nasalmente—. Metes la vajilla o me metes a mí.

     — ¿Cómo crees? —rio, apagando el chorro y sacudiendo sus manos de tal manera que salpicó el rostro de Emma.

     — ¡Oye! —se carcajeó ligeramente.

     — Tú necesitas una ducha —murmuró en cuanto se volvió sobre sí para encararla.

     — ¿Huelo mal? —frunció su ceño.

     — No particularmente —disintió con una risita de por medio—, pero sé que tienes un par de horas de estar queriendo quitarte el sudor.

     — ¿Te duchas conmigo? —entrecerró Emma la mirada.

     — ¿Qué te parece si yo meto todo en el lavaplatos, tú te metes a la ducha, y yo te espero en la cama para un poco de Netflix?

     — Sounds like a great plan —sonrió, presionando su nariz contra la suya, de lado a lado, para luego darle un rápido beso que tenía intenciones de arreglar o alargar cuando se le uniera en la cama.

Sophia se quedó con la sonrisa más boba de todas mientras acosaba la camiseta rosso porpora alejarse por el pasillo. Sintió como si, poco a poco, estuviera recuperando eso que la maldita Old Post Office había logrado robarle de su vida en tan sólo un par de días. No quería imaginarse el futuro, no quería predisponerse. Pero no engañaba a nadie, mucho menos a sí misma, eso sólo empeoraría y quizás, muy probablemente, el proyecto se le montaría sobre los hombros y le pondría correa al cuello de tal manera que quizás, muy probablemente, su temporal residencia en Miami se vería comprometida. «Fuck. Fuck. Fuck, fuck, fuck! Fucking fuck!». En eso no había pensado antes.

Sacudió la cabeza para deshacerse de esos catastróficos pensamientos, pero, como si se tratara de una epifanía, se acordó de aquellas palabras que Emma siempre decía: “el estudio no se puede ver envuelto ni en religión ni en política”, por astutas razones de evitarse problemas de reputación financiera, laboral, y moral. Y a eso había que agregarle el hecho de que el Jefe tenía la inquietante gana de involucrarse en la política. Eran los rumores, y, sin importar si se trataba del puesto de Gobernador, Alcalde, Senador, Congresista, o Presidente, la política era la política y no era compatible con las cláusulas del contrato que habían firmado. «Fuck… », repitió, esta vez no supo si en voz alta, pero ni Emma ni Darth Vader estaban para preguntarle qué ocurría. Se propuso creer en Dios, se propuso tener fe en ese poder supremo que haría que todo saliera bien.

Sacudió nuevamente la cabeza para espantar todo eso que tenía que ver con el trabajo y con el futuro. Después de todo, recientemente intentaba sólo llegar a las metas a corto plazo: la hora de almuerzo, el día siguiente, el fin de semana. La meta a largo plazo era su boda, lo cual no era sino a final de mes.

«Metas cortas, metas cortas…», se decía a sí misma, como si se tratara de un mantra, mientras programaba el lavaplatos para el ciclo de lavado, «metas cortas», se repitió en cuanto presionó el botón para comenzar. «Metas cortas», continuó repitiéndose mientras caminaba hacia su habitación, «metas cortas», bostezó.

                  Escuchó que el agua corría fuerte e intensamente en el baño. Había sido tanta la prisa por sentirse limpia que no había tenido tiempo para poner música. Bueno, es que eso era un ritual de madrugada de día hábil, y hoy era sábado.

Se asomó a la puerta para saber en qué etapa del proceso se encontraba, para saber calcular cuánto tiempo iba a esperar. Vio cómo sus manos rascaban su cabeza, pero, por la falta del exceso de espuma, supo que se trataba de la primera ronda de champú. Calculó entre diez y quince minutos, probablemente porque habría un exfoliante en el proceso.

                  Se sentó sobre la cama, y, mientras hacía malabares con los controles, se sacó el sostén por la manga izquierda con la intención de arrojarlo al pie de la cama. Se miró las piernas y decidió que no era un día para pasarlo en pantalón, no importaba lo cómodo que fuera. Se levantó con el sostén en la mano y se dirigió al clóset, en donde lo dejó olvidado sobre el diván, al igual que su pantalón, y se deslizó en el primer retazo de tela que agarró del cajón de su lencería de fin de semana o de vacaciones; algo azul marino.

Se sintonizó con Netflix y con el capítulo siguiente de House, M. D., y, por desesperación, se recostó en el lado de la cama sobre el que Emma dormía. Necesitaba sentirla de algún modo mientras la esperaba.

Hundió su nariz contra su almohada y sonrió por algo parecido a la nostalgia. Y, mientras Wilson y House discutían por qué el paciente en estado vegetal era más interesante que el comatoso, encaró la puerta del baño tal y como Darth Vader lo hacía cuando estaba a la espera de la misma persona. «Metas cortas, Sophia», bostezó, «metas cortas», repitió el mantra. «Today’s goal: get laid. Have hot, steamy and naughty sex».

Vaya meta.

                  No se tardó mucho, no más de los quince minutos que Sophia había pronosticado.

Salió a la habitación con una sonrisa mientras frotaba una toalla contra su cabello para deshacerse de la mayor cantidad de humedad. Pudo verbalizar únicamente el “I” de “I thought you hated House” en cuanto vio que Hugh Laurie le decía a alguien que lo único que le quedaba estaba por el pasillo, algo sobre una biopsia renal, y calló al ver que la rubia se había desmayado mientras le aplicaba una llave mortal a su almohada. Sí, era culpa del cansancio, pero también era la culpa del champán y de la botella de Pomerol que había aniquilado.

Con una sonrisa aún más amplia, se retiró para meterse en un poco de ropa cómoda que la dejara haraganear por el resto del fin de semana, que la dejara imitar a Sophia. Necesitaba aprender a gozar del dolce far niente.

Cuando terminó, y que su cabello pudo ser atado en un moño flojo que no ocasionaría estragos de ningún tipo, decidió arrojarle una cobija encima para evitar que se despertara a causa del frío de doce grados de principios de mayo. Se recostó a su lado, le bajó el volumen al arrogante hombre de la televisión, y se dispuso a abrir “The Goldfinch” en la primera página.

«While I was still in Amsterdam, I dreamed about my mother for the first time in years…», comenzó a leer, y dibujó una sonrisa en cuanto escuchó un suspiro etéreo escapársele a la rubia. Supo que el libro duraría por siempre pero que esos momentos junto a Sophia eran circunstanciales y efímeros, por lo que decidió cerrar la literatura, colocarla sobre la ajena mesa de noche, escabullirse bajo la misma cobija, y adoptar la postura con un abrazo por la cintura que le permitiera empuñar su camisa para aferrarse a ella tal y como recordaba haberlo hecho la primera vez que habían compartido cama.

***

De un momento a otro, Irene pareció despertar de ese estado de estupefacción y letargo en el que se había metido en cuanto había accedido a bailar con el fastidioso hombre que se creía todo un Fred Astaire. Con una disculpa, le pidió tiempo para relajar los pies, a lo que él sonrió con un asentimiento.

Se salió por un lado de la pista, indiferente a todo y a todos para salir del salón con la única intención de tomar un poco de aire fresco y de poder satisfacer la necesidad, como si se tratara de una inyección de heroína, de revisar sus redes sociales y cualquier aplicación de mensajería instantánea.

                  Él se quedó con la sonrisa de imbécil que mejor lo describía; solo, a media pista de baile, buscando alguien a quien alardearle sus grandezas y sus proezas. Pero nadie le hizo caso.

Ante esa patada de realidad, decidió imitar a su compañera de baile. Quizás era la hora de un cigarrillo para luego retirarse. A esas alturas de la noche, y de que había sido ignorado casi por completo, tal vez era mejor retirarse con la cabeza en alto. Además, él era un italiano que rascaba los parámetros de la guapura, y la ciudad era rica en vida nocturna. Si no era tan bienvenido, o el centro de atención en dicho evento, era mejor que se dirigiera al club más cercano para conseguirse una mujer que trabajara duro por conseguir su casual aprobación para luego recibir elogios sobre su desempeño en la cama. De todas maneras, su visita a Nueva York no era pura y exclusivamente para asistir a esa boda, sino era también una mezcla de turismo, trabajo, y mujeres. Decía “mujeres”, algo general, pues él creyó que su presencia evitaría que Emma contrajera matrimonio con el hombre que en realidad no existía, que la invitación había sido una señal de desesperación por su parte para que alguien la salvara. En vista de que no era ese el caso, y que era que él sólo sufría de delirios, “mujeres” era lo que buscaba. En plural.

Por la esquina de su ojo derecho, en su camino hacia las puertas que Irene recién abría, vio cómo Emma, después de recibir una cucharada de gelato de fresa, se dejaba besar por la rubia. No les importaba la opinión pública, no les importaba que todos fueran testigos de esa demostración de afecto.

                  Irene lo vio salir con prisa en dirección hacia la calle, supuso que era un esclavo más del cigarrillo.

Miró su reloj. Si eran las diez y cuarenta y nueve en Nueva York, ¿qué hora era en Roma? Seis horas de diferencia y al futuro. Era temprano, casi las seis de la mañana. Pero eso le importó poco.

“Sei sveglia?” —escribió rápidamente, escudándose en la excusa de la cantidad de alcohol que había ingerido.

     — “Normalmente no lo estaría” —contestó rápidamente—. “Porque es sábado”.

     — “¿Te desperté?”.

     — “No, ¿por qué?”.

     — “Percibo mal humor”.

     — “Sí”.

     — “¿Qué pasa?” —suspiró la griega, porque, de algún modo, sabía que ella era la culpable de su enojo.

     — “Pasa que almorcé en casa de papá y tuve que ayudar en la cocina”. “Tu ausencia me afecta de muchas maneras, Nene”.

     — “:)”. “Yo también te extraño”. “¿Qué haces despierta tan temprano?”.

     — “Indigestión :-P”. “Eso es lo que sucede cuando me meten en la cocina”. —Irene pudo casi escuchar la risa que salía de la garganta de Alessandra Santoro, sin embargo tomó su palabra como la única verdad que podía existir. Estaba despierta porque había calculado, con la frialdad de un psicópata, las horas en las que Irene estaría ocupada, por lo cual había reorganizado su horario de sueño. Sólo por si, de casualidad, se daba la oportunidad de conversar un poco, quizás un poco de FaceTime—. “¿Ya se terminó?”.

     — “No”. “Algunas personas siguen aquí, pero mi hermana ya sólo está encima de Emma y sólo la está tú-sabes”.

     — “Entonces me hablas porque te acordaste de nuestro teveoenunasemana” —Alex no tenía la excusa del alcohol, no tenía ningún tipo de excusa, pero le gustaba tomarla por sorpresa para ser testigo de su reacción.  

     — “¡Eres increíble!” —se carcajeó.

     — “No te preocupes”. “Ya tengo preparada tu bienvenida”.

     — “¿Y eso incluye ir a misa?”.

     — “¿Para qué?” —rio Alex.

     — “Para que te hagan el milagro de que lo puedas hacer el día que llegue”.

     — “¿Tu mamá está pensando en regresarse contigo?” —entró en pánico, porque eso era lo único que se le podía ocurrir.

     — “Noooooooo!!!!!!!”. “Eso sí sería catastrófico :-/”.

     — “¡¿Entonces?!” —respiró aliviada.

     — “Calculo que para el tres todavía voy a estar en mis días :-(“.

     — “Cazzo…” —eso sí era una complicación con la que ninguna de las dos contaba—. “Pero tú vienes el cuatro, Nene :-D”.

***

Alessandra Santoro se despertó gracias a que, sabiamente, había programado una sutil alarma para las cinco en punto, pues necesitaba una hora para todos los arreglos personales y para poder encargarse de cualquier inconveniente que se saliera de su control.

Irene la había empujado hasta la orilla, casi hasta botarla. En su defensa, se había enrollado al compás de su espalda y la había tomado por la cintura para no dejarla caer.

Con algo como eso, era imposible no sonreír.

                  Todavía un tanto mareada por haber abortado su sueño de manera abrupta, tomó la mano bronceada y la llevó a sus labios para besarla. Sus dedos olían a ella, a esa evidencia sexual de hacía un par de horas. De haberse tratado de algo fresco, y de Irene mirándola, los habría succionado con la suficiente lascivia como para sugerir otro asalto. Pero no. Se limitó a besarla como si se disculpara por estar a punto de levantarse.

                  Dejó a Irene ahí, prácticamente muerta en una posición que ocultaba las partes más sugestivas de su cuerpo por la posición de los brazos y de las piernas. No quería dar vuelta a la cama para mirar eso que había victimizado y que sabía que estaba expuesto.

                  Primero lo primero. Abrió la ventana para fumar el segundo cigarrillo del día. Sabía que Irene no compartía el vicio en lo absoluto, y, sabía que, aunque no se lo había pedido, no necesariamente tenía que dejarlo. Pero, si quería tener una remota oportunidad de tener algo serio con ella, tenía que reducirlo al menos a que la cajetilla de veinte le durara una semana. La inhalación inicial le supo a gloria y terminó de despertarla.

Luego, cuando el Marlboro llegó a su fin, dejó la ventana abierta para que el olor no fuera tan evidentemente fresco, y se retiró para darse una fugaz ducha, pues, aunque le gustara, no quería que su familia oliera lo que la griega había logrado provocarle en una sesión de menos de media hora.

                  Sintiéndose limpia, y lista para que Irene repitiera sus técnicas más tarde, salió con una toalla al torso para comenzar a lidiar con las ondas de su cabeza.

Se separó el cabello en las mismas cuatro secciones de siempre, y, mientras veía MTV ser la estafa más grande, empezó a planchar los primeros mechones.

— Suéltate la toalla —balbuceó Irene para luego aclararse la garganta.

     — ¿Así? —sonrió de reojo y con su ceja arqueada, y dejó caer la delgada y corta tela que la envolvía.

     — Oh, Theé mou! —suspiró, irguiéndose para verla mejor.

     — Idiomas que entienda, por favor —rio, devolviéndose a la labor de alisarse el cabello.

     — Es… —disintió, tomándose por las rodillas para apoyar su mentón en ellas—. Très magnifique —dijo con ese gesto de mano que era tan italiano.

     — Tienes suerte que mi francés es lo suficientemente básico como para entender eso —repuso, optando por no mirarla para no obligarla a detener su acoso; le gustaba ser acosada porque sabía lo que tenía; ella no padecía de esa estupidez que se llamaba baja autoestima.

     — ¿Por qué eres así? —suspiró de nuevo, esta vez con un ligero gruñido que la obligó a pasar sus manos por su corto cabello.

     — Porque así te gusta —se encogió entre hombros, y arqueó una ceja con tanta altanería que la hacía prácticamente irresistible.

     — Theé mou… —susurró casi inaudiblemente para sí misma.

     — ¡Idiomas! —le acordó.

     — Tú sabes lo que eso significa —entrecerró la mirada.

     — Tal vez, pero, si me vas a lanzar un piropo, me gustaría escucharlo en un idioma que sí entienda al cien por ciento —le dijo—; no quiero arriesgarme a malinterpretarlo.

Irene se puso de pie. Se estiró hasta que todo le crujió y que sus músculos se tensaron hasta que se acordaron del estrés del juego de tenis de la mañana. Caminó hacia ella con tan sólo tres pasos firmes, se agachó con la espalda y, con un intento de imitar su altanería, le plantó un beso de esos que le robarían el aliento aún más que cualquier orgasmo que podía provocarle.

                  La dejó estupefacta, pasmada, absolutamente atónita y con un serio estrago nervioso. «Mio.Dio», exhaló lentamente, siendo incapaz de seguir a la griega con la mirada. Fue de esos besos perfectos: cínico, rudo, único, y sensual pero no sexual. Algo excitante y desafiante, tal y como si le hubiera querido mostrar que no era ella quien mandaba con su actitud altaneramente sexy. Ella también podía ser tajante.

Se llevó los dedos a los labios como si quisiera asegurarse de que seguían ahí o como si quisiera, con una leve presión, tatuarse la sensación de por vida.

                  La señorita Papazoglakis se dio una rápida ducha para, al igual que Alex, no dejar que su familia conociera el aroma de su placer sexual. A diferencia de la mujer que le había apostado su camiseta de Cristiano, ella sí se mojó la cabeza, pues así era más fácil domar su cabello. Todavía estaba descubriendo las mejores maneras para peinarse; si a un lado, al otro, al centro para simular un mohawk menos dramático, hacia adelante, hacia atrás, o simplemente dejar que hiciera lo que se le diera la gana.

Cuando se terminó de vestir, Alex apenas terminaba su cabello, y, cuando terminó de maquillarse, Alex apenas terminaba de vestirse.

No le molestó esperar. Al contrario, le gustó poder tener el tiempo para acosar la delicadeza con la que Alex delineaba el par perfecto de ojos verdes.

                  Annabella Sciarra se había divorciado de Ottavio Santoro en febrero del noventa y nueve. No lo sacó a patadas porque no se le ocurrió, pero sí se negó rotundamente a que se llevara a la Piccolina. Se trató de un acuerdo “mutuo” en base a diferencias irreconciliables.

Debía ser eso, el “Sciarra” en su apellido que delataba su esencia; era beligerante sin causa pero con el propósito de simplemente joderle la existencia al hombre que se oponía rotundamente a que su suegra viviera bajo su mismo techo. Era un hombre inteligente y tonto en iguales cantidades. Además de eso, él se oponía a que su Piccolina asistiera a la Scuola della Divina Provvidenza porque no entendía cómo, estando a un paso del Siglo XXI, su hija debía crecer enclaustrada cinco días a la semana y bajo la estricta tutela de las monjas.

Ottavio Santoro, quien en realidad había escogido llevar el apellido de su madre porque tenía más impacto y drama que Gentile —el que había recibido de su padre—, le saqueó el apartamento en cuestión de una tarde; se llevó hasta las puertas. Lo único que dejó fue una cafetera para dos tazas. El dormitorio de su Piccolina lo dejó intacto porque no se merecía pagar por las sandeces de su madre, a quien en ese entonces ya no llamaba “Bella”. “Gentile nel culo!”, se le había escuchado refunfuñar mientras echaba todo en bolsas de basura, inclusive las toallas sanitarias de Annabella.

                  Después de una disputa de once meses, Annabella se quedó con el apartamento de la Via della Camilluccia, el MINI Cooper verde, las llantas del Maserati que le había regalado siete meses atrás a su ahora ex esposo, y consiguió que le devolviera las puertas que se había llevado en aquel arranque de furia.

Acordaron que la Piccolina se quedaría con ella con la promesa de que se cumplieran cinco cosas:

1. La Scuola della Divina Provvidenza no sería una opción educativa, por lo que él se comprometía a pagar su educación, hasta el día de su graduación, en la escuela de su elección.

2. Él podría recogerla los viernes a la salida de la escuela y no la regresaría hasta el sábado por la noche o el domingo por la tarde. Y tendría derecho a la celebración de navidad y a la mitad de las vacaciones de Semana Santa.

3. A la Piccolina nunca se le trenzaría el cabello.

4. Él tendría derecho, dos semanas al año, para llevarla de viaje al destino de su elección.

5. Él tendría derecho a involucrarse en las actividades escolares y extracurriculares como cualquier otro padre de familia; eso incluía reuniones de orientación al principio de cada año escolar, juegos del deporte de su elección u otra actividad en representación de la escuela, actos de cierre de año escolar, eventos escolares como las ferias de primavera y otoño, etc., y celebraciones de cumpleaños. Como mínimo.

                  Así fue, pues, que Alessandra Santoro vivió un par de años con su mamá en el apartamento que no recordaba haber compartido con su papá. Asistió toda su vida al Marymount International, en donde fue parte del equipo de volleyball de los Royals y miembro vitalicio de S.T.E.A.M, y de donde se graduó con especializaciones en ciencias de la computación, economía, e inglés. Nunca se le trenzó el cabello, disfrutaba de los fines de semana con su papá, y tuvo la oportunidad de conocer el sudeste asiático, Europa occidental, y uno que otro país del continente americano en cuanto empezó sus clases de español en el séptimo grado.

                  En septiembre del dos mil cuatro, cumpliendo con las promesas, Annabella y Ottavio asistieron a la reunión de orientación de padres de familia de sexto grado, año en el que la Piccolina ya comenzaría a formar parte de la secundaria.

Él nunca se dio cuenta del cambio de uniforme, de la modalidad de evaluación y calificación de exámenes, o de la carga académica en general, pues su mundo se vio reducido a la mujer que se había presentado como Miss Catalina Benson: la encargada de clase y la profesora de inglés, y quien tenía el curso extracurricular de cocina. Ella les había hablado por más de una hora, había respondido hasta las preguntas más ingenuas, y había quedado a disposición de todos y cada uno de los allí presentes porque estaba consciente de que el cambio era tan drástico para los estudiantes como para ellos.

Los Santoro sintieron el sexto grado eterno y difícil.

                  En cuanto Annabella se casó con Guido Battaglia en el dos mil ocho, vendieron el apartamento de la Via della Camilluccia para poder mudarse a uno en la Via Montasola, y, en cuanto Guido se convirtió en el director de la ONG para la que había trabajado por nueve años, compraron la famosa villa en Bonacolsi.

Para ese entonces, la Piccolina, quien prefería que la llamaran por su nombre de pila anglosajón o por el nombre con el que la habían inscrito en la alcaldía de Roma, había decidido que compartir oxígeno con su padrastro era algo que podía dosificar para su propia salud mental y que era por eso, con la excusa del inicio universitario, que era mejor cortar el cordón umbilical para mudarse cerca de la Sapienza con sus amigos de la escuela.

                  Como regalo de graduación de la escuela, Annabella decidió trabajar con Ottavio: ella le daría el MINI Cooper verde, y él le regalaría una versión taimada del absurdo programa de televisión Pimp My Ride para que pudiera gozar de un sistema de sonido más moderno, pintura nueva, un cambio de tapicería, y un sistema eléctrico para que sólo tuviera que presionar botones, desde la llave, para abrir la cajuela y para poder quitar y ponerle seguro a las puertas.

— Yo lo hago —le dijo Alex, apretando el paso para abrirle la puerta del auto.

Irene le lanzó una sonrisa en agradecimiento, pues, entre su bolso y el tiramisù, era casi imposible pretender tirar de la manija. Le sonrió una segunda vez en cuanto cerró la puerta por ella.

— Que en cuánto llego… —suspiró en cuanto se incorporó a su lado—. Por eso les dije que a las siete —continuó diciendo como si pensara en voz alta—, porque tengo planeado llegar antes —disintió, jugando con las llaves.

La griega no dijo nada, y Alex no esperaba que lo hiciera. En realidad, agradeció el hecho de que guardara silencio; no necesitaba escuchar que debía calmarse, o que no les debía hacer caso.

                  Encendió el auto, se atravesó el cinturón de seguridad y, con una mirada regañona, le indicó a Irene que hiciera lo mismo. Podía dejar el tiramisú a la merced de la intrepidez y de la temeridad del tráfico romano, pero no a Irene.

Sacó el pequeño rectángulo de su bolso, el cual llevaba, desde siempre y para siempre, un cable en forma de tirabuzón. Conectó la espiga en el agujero bajo el regulador del volumen y le alcanzó el dispositivo.

— ¿Guetta? —le preguntó Irene.

     — Escoge tú —disintió mientras retrocedía para incorporarse al camino hacia Piazza Venezia.

Era difícil tener el control de algo tan vital como la música en un auto ajeno, especialmente porque, en algunas ocasiones, Alex le había comentado que fulano, o mengano, había tenido la osadía de apagar o cambiar su música. La bondad de un aventón no se pagaba con algo así. Escogió algo que no le molestaba y que sí le gustara a la conductora.

                  El viaje estuvo al borde de lo incómodo, pues ninguna de las dos habló más que para hacer algún comentario sobre el tráfico que provocara una corta risa nasal. Irene supuso que Alex necesitaba unos momentos de silencio en los que pudiera acumular tanta paz como fuera necesario para soportar una tropa familiar en modo festejo. Alex supuso que Irene estaba nerviosa y se pasó todo el camino intentando buscar palabras alentadoras que le ayudaran a relajarse. Vaya par.

                  Tomaron la A24 para luego incorporarse hasta tener que desviarse por la Via Nomentana. Ya era parte de las afueras de la ciudad, con un tan solo carril de ida y uno de regreso. Era una ruta tranquila, con vastos terrenos de granjas a ambos lados.

De un momento a otro, Alex redujo la velocidad, presionó el único botón de la caja negra que se adhería al visor del conductor, y viró hacia la izquierda para pasar por entre un par de pilares que sostenían puertas de hierro que se terminaban de abrir.

                  Era una villa del color de la terracota que sufría de florales vómitos verdes que llegaban hasta el suelo, de generoso tamaño y exquisita arquitectura de principios de siglo.

Había algunos cipreses por aquí y por acá, unos faroles que alumbraban el camino hacia un segundo piso, y un garaje que guardaba un Maserati del ’59 que estaba siendo reparado poco a poco por el pasatiempo del Señor Santoro.

Piccolina! —se levantó, como si tuviera un resorte en el asiento del sillón en el que se sentaba—. Non si è mai in ritardo! —abrió sus brazos con una sonrisa y envolvió a Alex fuertemente entre ellos mientras le daba un beso en la cabeza.

     — Buon compleanno, babbo —sonrió ella, apretujándolo entre sus brazos—. Ti sembri più giovane —lo halagó como todos los años.

     — Bah, Piccolina! —rio, apretujándola una última vez para dejarla ir—. Lasciate che ti dica un segreto: un Santoro non invecchia mai. Se non mi credete, guardate a la Pina per l’amor di Dio! —se carcajeó, señalando a la avejentada mujer que había mirado el abrazo con una sonrisa de ternura.

     — È vero, è vero —asintió la Pina—, ma sembra più vecchio di me perché è un Gentile —se encogió entre hombros.

     — Ciao, Pina —resopló Alex, agachándose con su espalda para saludarla con un beso en cada mejilla.

     — Ciao, Piccolina —le correspondió los besos con una sonrisa—. Tutto bene?

     — Assolutamente —asintió—. Babbo, la Annabella ti augura un buon compleanno —le dijo, entregándole la botella de Solaia del noventa y nueve que le enviaba todos los años; era una pequeña broma, pues sabía que le gustaba el año en el que se habían divorciado.

     — Ah, la Annabella, sempre così amabile —sonrió él, haciendo una nota mental de escribirle un correo electrónico para agradecerle el tan humorístico gesto.

     — Sì, sì… —balbuceó Alex—. Ora, voglio farti conoscere Irene —dijo, acercándola con un gesto.

Rápidamente, tomó el tiramisù de sus manos para que pudiera saludar acordemente.

                  Irene extendió su mano, pero él sólo la abrazó casi tan fuerte como había abrazado a su propia hija.

Ottavio Santoro era un hombre relativamente alto y delgado, y bronceado por la hora del mediodía que se tomaba para nadar. Su cabello era del mismo tono marrón oscuro que el de su hija, con la diferencia de que las puntas se tornaban blancas, y sufría de las mismas ondas que ella alisaba entre dos y tres veces por semana. Mantenía una barba corta con algunos parches blancos también. Su nariz era larga, recta, pero gruesa, y sus ojos eran del mismo verde penetrante que le había heredado a su hija mayor. Se notaba que en su juventud había sido un hombre muy apuesto. Debía ser el tabaco el factor que más le había afectado.

                  Trabajaba tres días a la semana, invirtiendo dinero ajeno a su gusto para cobrar las comisiones respectivas. Era uno de los socios de un fondo de inversión cuyo nombre en estos momentos se me ha escapado. Los jueves trabajaba en el Maserati del garaje, limpiaba la piscina para el fin de semana, y conducía el tractor, que había importado de Inglaterra, para cortar el césped. Los viernes se reunía con sus amigos aficionados de las motocicletas, con quienes decidía cruzar el país entero para las eventuales convenciones, y cenaba con su esposa. En los últimos meses, quizás años, los sábados servían para una que otra hora de vuelo, pues se había concentrado en regalarse una licencia de piloto de ultraligero para su quincuagésimo cumpleaños; el presente día. Además de eso, intentaba  tener las tardes sabatinas libres para ver a su primogénita, pues el domingo se dedicaba a pasarlo con los gemelos; Vincenzo y Paolo.

— Feliz cumpleaños —murmuró Irene, no sabiendo si alegrarse o si incomodarse por el tan febril abrazo que estaba recibiendo, algo que nunca había recibido de su propio progenitor.

     — Muchas gracias —sonrió—. Alex me dijo que traerías una versión diferente del tiramisù —dijo, agradeciéndole el gesto con el simple hecho de volverlo a ver con ojos de ganas de probarlo.

     — Ah, ¿ella es la muchacha del tiramisù sin café? —resopló la Pina.

     — Ella es la Pina —dijo Alex para Irene.

     — Es un gusto conocerla —sonrió la griega, y se agachó del mismo modo que Alex para saludarla con la educación que la voz de Camilla en su consciencia le exigía.

     — Es alérgica al café —añadió Alex en su defensa, importándole poco que fuera una mentira.

     — Al menos eres educada —comentó la Pina, llevando la copa de vino tinto a sus labios—, compensa la impotencia italiana.

     — Mi papá es griego —le dijo Irene.

     — Eso lo explica todo —rio.

     — Basta —disintió Ottavio con un leve disentimiento—. Por favor, pónganse cómodas y sírvanse lo que quieran. Terminen de llegar —sonrió para ambas.

Irene siguió a Alex por entre las puertas que daban entrada a la casa, pues, a sabiendas de que estarían a la orilla de la piscina —en donde estaba el horno de leña—, no había necesidad de entrar por la puerta principal.

Escuchó cómo la Pina le decía a su hijo que no cabía duda que, año con año, sólo reconfirmaba que lo único bueno que había hecho Annabella había sido descuidarse para dejarse embarazar por él, porque esas botellas de vino di merda eran la prueba de un gusto barato y de no saber respetar sus respectivos matrimonios. ¿En qué cabeza cabía enviarle un regalo a un hombre con el que no estaba casada?

Buonasera, Caterina —saludó Alex en cuanto la vio trabajar en una séptima receta de masa para pizza.

     — Alex! —la volvió a ver con una cálida sonrisa, y dejó de hacer lo que estaba haciendo para sacudir sus manos llenas de harina y poder saludarla y tomar el tiramisù de sus manos—. Buonasera, cara mia —le dio los dos reglamentarios besos de la educación continental—. Tú debes ser Irene —le dijo a la griega.

     — Mucho gusto —extendió su mano para nuevamente ser ignorada y recibir, en este caso, la misma dupla de besos.

     — Ya tengo ganas de probarlo —sonrió ella—. Por favor, siéntete en tu casa. Hay vino tinto y blanco, spumante, cervezas, y, sin alcohol, hay bike y agua.

Caterina Santoro era nada más y nada menos que Catalina Benson, la mujer que había hecho que Alessandra Santoro se interesara por el idioma inglés desde el sexto grado y la mujer que le había robado el aliento a Ottavio.

                  Hija de un ex cónsul inglés y de una agregada cultural italiana, Catalina —ahora Caterina por cariño—, había crecido en Nápoles para luego migrar a Roma para convertirse en docente de inglés e historia de secundaria. Con tan sólo veintiséis años, había comenzado a trabajar en Marymount un año antes de que su vida se tropezara con la de los Santoro.

                  Cierto día, un martes, cuando Alex ya cursaba el séptimo grado, Ottavio Santoro llamó a Annabella Sciara para preguntarle si estaba bien que él recogiera a Alex en la escuela luego de la práctica de volleyball para luego llevarla a cenar. Annabella accedió por el simple hecho de, en ese preciso momento, estar conociendo a quien dos años después se convertiría en su segundo esposo.

Ottavio llegó a las dos de la tarde y se estacionó cerca de las canchas de tenis a esperar. Supo esperar, pues Alex salía hasta las tres y media.

Al escuchar que la campana de las dos y media sonaba, se acercó al edificio principal. Aquellos infantes de primaria salieron como una alborotada manada salvaje de sus actividades extracurriculares, y, tras ellos, salieron una docena de maestros que intentarían contener el caos hasta las tres, hora a la que quedaba sólo uno que otro barbárico prepuberto.

Allá, tras los que venían con una pizza en un plato desechable, venía Miss Benson con una genuina sonrisa que felicitaba a un tal Giorgio por el sabor de su salsa.

Señor Santoro —había sonreído para él—, qué sorpresa verlo por aquí un martes —dijo sin ánimos de inferir algo que no le incumbía.

     — Salí temprano del trabajo «mentiroso»—. No hay necesidad de que Alex tome el transporte escolar si puedo venir por ella —sonrió.

     — ¿En qué extracurricular está?

     — Volleyball.

     — Pensé que lo dejaría después de haber recibido los remates de Mister Romano —sonrió.

     — Lo mismo pensé yo —rio, acordándose de la vez en la que Alex se había quejado de ardor en el interior de los brazos—, pero supongo que en verdad le gusta.

     — Es la prueba de fuego —asintió Catalina para luego dirigirse a un niño que pretendía comer su pizza mientras su cabeza colgaba de una banca—. Está usted muy temprano. Creo que la práctica no termina hasta las tres y media.

     — Si voy a casa no vengo a tiempo —le dijo—. Además, de no haber venido antes, no habría podido saludarla —añadió con una sonrisa.

     — Usted sabe que siempre es un gusto conversar con usted, Señor Santoro —replicó la amabilidad de Catalina, porque, de entre todos los padres de familia con los que había tenido que lidiar el año anterior, él había sido uno de los más llevaderos y simpáticos.

Ottavio Santoro le clavó la mirada como si hubiera sufrido de un espasmo nervioso. Su amabilidad y su sonrisa eran las causantes. Además, era significativamente atractiva. Al menos lo era para él.

                  Era una mujer de estatura promedio y flaca, porque no había otra palabra para describirla. Llevaba el cabello hasta por debajo de los hombros y se lo peinaba con un camino ligeramente hacia la derecha. Era negro con ciertos reflejos marrones oscuros en las puntas, y, dependiendo del clima, podía gozar de una que otra onda. Sus ojos castaños padecían de gentileza por la suavidad con la que sus cejas los decoraban con un arco casi perfecto, y porque procuraba llevar un maquillaje que le favoreciera. Su nariz era delgada pero un tanto larga, y sus labios eran la viva expresión de una sonrisa. Se empalaba los lóbulos con perlas pequeñas y decoraba su cuello con una fina cadena plateada que terminaba en un millefiori de murano que parecía tener valor nostálgico.

Pasmado por su percepción de belleza, y por la delicadeza de sus manos, dejó que de su boca saliera la frase de la que ella se dejaría enamorar: “Ho aspettato un anno intero per dire questo: voglio prendere un caffè con te, e non voglio accettare un ‘no’ come risposta”.

                  Al principio, Alessandra no estuvo de acuerdo con que su papá estuviera cortejando a su ex profesora de inglés, pero, en cuanto lo supo feliz, no pudo oponerse y lo aceptó. Aprendió a llevarse bien con ella por la cantidad de tiempo que convivían, aprendió a confiar en ella quizás más que en su propia madre, y se dejó quererla.

Dio su bendición en cuanto Ottavio le comentó sus intenciones con ella, y se alegró en cuanto supo que sería papá por segunda vez. Para ella, él era el mejor papá del mundo, y no le parecía justo que sólo ella había podido disfrutarlo.

Si Vincenzo y Paolo le declaraban su odio algún día, algo que nunca sucedería, ella les diría que había esterilizado y servido muchos biberones, que había hasta probado leche no sintética para asegurarse de su buen estado, que les había dado de comer asquerosas papillas —hasta la de banano—, que les había cambiado el pañal, y que los había bañado hasta en esas veces en las que no sabía si debía tirarlos a la basura también porque se habían casi-ahogado-en-su-propia-mie*da.

Ahora tenían seis años, casi siete, y la relación era un tanto incómoda porque les costaba comprender cómo era que una mujer tan vieja era su hermana. Eso no era normal.

                  A los pocos minutos, llegó Regina con su familia. Era la hermana mayor de Ottavio por dos años. Ella estaba casada, ni infeliz ni felizmente, con Valerio. Ella ejercía la ley y había defendido los intereses de su hermano ante el juez de la corte de familia en el noventa y nueve, y su esposo era piloto de Alitalia. Habían sido quienes habían estrenado a la Pina, con el título de abuela, al traer a Battista y a Baldissere al mundo, quienes se llevaban apenas diez meses.

                  Luego llegó Mariano, el penúltimo de los cuatro hermanos, con su esposa Lorena. Él era médico geriatra y ella enfermera. Su hijo, Riccardo, había decidido apegarse al rubro familiar para estudiar scienze e tecnologie animali en la universidad de Padua. Por eso su ausencia.  

                  Se les unieron los primos de Ottavio también; Manuela y Gregorio, los hijos del tío Leopoldo —el hermano de la Pina—, y Ludovico, Raimondo y Rodolfo, los primos Gentile.

                  Y, por último, como si necesitara hacer una entrada para robarle el protagonismo al cumpleañero, entró Giacomo, el hermano menor, con la desfachatez de creerse el dueño de la casa y de la fiesta. Era un engreído arquitecto fallido, pues nunca ejerció o comió de su profesión. Pero el título de arquitecto nunca se lo quitaría y aborrecería las invitaciones o las menciones que sólo lo tachaban como un vil Signore. Era prepotente, intenso, criticón, y un sabelotodo. El único éxito que había tenido, todo debido a su buen parecido, era que había logrado cortejar a Maria Timofeyeva para vivir despreocupado por esas banales cosas como el dinero. Era una heredera de bienes y fortunas mal habidas, pues su ahora difunto padre había sido de esas personas que se habían llenado los bolsillos con las fechorías de la Gazprom. Vivían en Olgiata, cerca de donde él pasaba las tardes jugando al golf y Maria tomando el sol, en una villa que él había diseñado y que había resultado ser más fea que el hambre y la putrefacción juntas.

Tenían tres hijos: Gabriele Stanimir, Valentino Miroslav y Ana Agata. Pobres. Ana era de la edad de Vincenzo y Paolo, Valentino estaba en esa difícil edad en la que no se sabía si era autista o en la transición de la niñez a la adolescencia, y Gabriele estaba por terminar la escuela.

                  Él, el mayor, era lo más parecido al anticristo para Alex. Las mujeres lo asediaban por llevar la banda de capitán del equipo de calcio de su escuela, no se sabía si por guapura, por habilidad, o porque Giacomo pagaba por ello. Era arrogante, elitista, y sabelotodo; con inteligencia del promedio familiar pero muy por debajo del promedio nacional. Le importaban las apariencias, lo cual involucraba la superficialidad del físico y la profundidad de la cartera. El acné, la gordura, y la homosexualidad le provocaban ganas de vomitar. Prefería hablar francés que hablar esa basura vulgar del inglés, y ni hablar de cómo el italiano había perdido la elegancia y la vanagloria del latín. Su vida dependía de tan sólo tres cosa: su iPhone —el cual tenía que ser de último modelo—, wifi —rápido y estable—, y redes sociales «para alardear sobre el insignificante tamaño de su pito». Era el típico figlio di puttana que mostraba su inmadurez y estupidez por creerse el vocero de Louis Vuitton: cinturón, cartera, gafas oscuras nocturnas, zapatos, y el protector para el teléfono.

No se sabía si parecía jugador de calcio, narcotraficante o mafioso, o un pobre pendejo que había caído en las manos de los nigerianos que vendían falsificaciones.

                  Alex tenía sentimientos encontrados en lo que a las reuniones familiares se refería. Le gustaba compartir risas con Bati y Baldo, sus primos favoritos, pero detestaba tener que soportarle la cara de culo al tal Gabi. ¿Qué clase de apodo era ese sino uno muy gay? Y no era como que podía evadirlo, pues siempre, en todo evento, había una mesa exclusiva para la generación más joven.

Le molestó el hecho de que la saludara con tanta indiferencia, pero sintió un enojo descomunal en cuanto observó el asco con el que había saludado a Irene con una palabra tan seca como “ciao” para luego dejarla esperando con su mano extendida.

                  Gli nani correteaban con Ana por ahí y por allá entre risas y cosas que sólo entre ellos entendían. Ella debía ser la más rescatable de entre los Timofeyev. Valentino se había perdido en un camino de hormigas.  

Batti recién comenzaba a trabajar con su mamá; se había graduado de la Facultad de Jurisprudencia de la Sapienza el año anterior y tenía intenciones de especializarse en diritto del lavoro e della previdenza sociale. Tenía los característicos ojos verdes de la familia, era de cejas relativamente pobladas, de cabello alocado y de canas prematuras, de barba densa y corta, y de mejillas eternamente enrojecidas.

Baldo era la versión traviesa de su hermano mayor, se le notaba en los ojos por el tono de verde que tenía. Pero era más cariñoso. Estudiaba scienze e culture enogastronomiche en la Roma Tre, y ya había aprobado el primer nivel del curso de Sommelier en Milán.

Gabriele, por el contrario, carecía del encanto de los hijos de la tía Regina. Era un sin sabor de corte de cabello hípster, que se concentraba en charlar idioteces por medio de alguna red social con alguna de sus “conquistas”, y que se tomaba un respiro para asegurarse de que su ajustada camisa marcara sus bíceps.

Era raro. Doblemente raro que, en el mismo día, había sido Sophia quien se despertaba primero. Bueno, eso podía yacer en el simple hecho de que se había dormido antes. Tal vez. Y, más raro aún, fue que Emma no se enteró de cuando Sophia se escapó de entre sus brazos por una urgencia renal.

Era la ventaja de estar en casa; no tenía que utilizar eso que, por muy suave que fuera, daba lo que fuera por no utilizarlo desde que había conocido la maravilla del bidet. No había nada como un poco de agua más fría que tibia. Además, aunque era un mito eso de ducharse cuando las cosas se encendían en el área para censurar, lo necesitaba para bajar la temperatura que se había subido durante su sueño. Supuso que algo había tenido que ver la meta del día. Y, hasta cierto punto, no se aguantaba por compartir tales perversiones con la italiana que tan plácidamente dormía.

                  Entendía la fascinación, entendía por qué a Emma le gustaba tanto verla dormir. Se veía tan pura y tan pacífica, como si estuviera en el lugar más seguro, sin embargo sabía que ese no era el caso en algunas ocasiones. Pero se veía insoportable e insufriblemente «cute and sweet», lo cual era difícil notar en el día a día por la rigidez del carácter, la profesión, y la reglamentaria distancia de brazo.

Entre sus ganas de querer despertarla con un beso tras el siguiente, decidió que no valía la pena precisamente porque notaba la serenidad de su estado, lo cual era atesorado cuando se trataba de contrarrestar o compensar aquellos tragos amargos.

                  Necesitaba agua. El champán y el vino ocasionarían futuros estragos.

Extrañó escuchar el molesto chillido del tiki anaranjado y los torpes ronquidos del pequeño can que parecía no tener intenciones de crecer. Esperaba que se estuviera portando bien bajo el cuidado de las personas que básicamente les habían hecho ver que, con el ajetreo de la semana, era imposible cuidarlo apropiadamente. Habían tenido razón. Además, le venía bien conocer otros lugares y otras personas, y otros canes.

                  Se acordó de los deseos de su futura esposa: pollo para la cena. El nivel de dificultad, para cocinar aves, era casi nulo para ella, pues Andrea Buonarroti —su profesor de cocina en Milán— se lo había enseñado hasta el cansancio. La dificultad estaba en cómo prepararlo, pues, entre el aburrimiento y el paladar quisquilloso de la arquitecta, sólo quedaba la opción de rebuscarse para darle algo nuevo y, sino, diferente.

Pollo a las hierbas era demasiado clásico, no importaba si se trataba de hierbas italianas o francesas. Todo tipo de preparación americanizada como chicken parmesan o Alfredo, etc., a la barbacoa o en alguna tediosa ensalada césar, estaba descartado, así como también lo estaban todas las recetas que involucraran pasta. Pollo dentro de la gastronomía mexicana y tex-mex: tacos o enchiladas, burritos, chimichangas, etc. tampoco eran una opción. Debía ser algo fácil de comer y no tan condimentado o pesado, nada frito, o con esos inventos saludables que incluían espinaca, alcachofas, quinoa, espárragos, coles de Bruselas, o que se convertían en el relleno de un pimiento, o en algo tan nefasto como una cazuela.

Siendo la mujer inteligente que era, no se complicó mucho la existencia y revisó qué tenía en la alacena para alegrar más que sólo el estómago que descansaba sobre su costado izquierdo.

Fue fácil tras ver los ingredientes que tenía a la mano; semillas y aceite de sésamo, salsa de soya, azúcar, miel, y fécula de maíz. Además, tenía jengibre y ajo, y arroz y brócoli. Sabía que toda cena debía tener una proteína, un almidón o carbohidrato, y alguna verdura para prevenir la medieval enfermedad de la gota. De algún lado se tenía que sacar uno que otro nutriente adicional. Además, eso servía para que la consciencia quedara tranquila.

                  Se sirvió un segundo vaso con agua. Visitó la habitación de huéspedes, en donde, sobre la cama, estaba lo que probablemente había generado su meta del día y que había provocado el contenido de su sueño.

Les dio un segundo vistazo, esta vez con mayor detenimiento y serenidad porque no sentía la presión del par de ojos verdes que la acosaban como si le exigieran claridad en un momento de demasiada información que debía ser digerida demasiado rápido.

Las formas eran interesantes. Lograban despertar su curiosidad.

No. ¿A quién engañaba? No había necesidad de despertar su curiosidad, pues eso había sucedido meses atrás cuando había incursado por primera vez en lo que ella misma llamaba «sexy butt stuff». Lo disfrutaba, eso no lo negaba, pero no lo anunciaba a los cuatro vientos o a cualquier civil que se le cruzara en el camino.

Se preguntó por qué lo disfrutaba en realidad, si era por lo tabú del tema o qué. Supuso que su gusto nacía en el hecho de que había sido una revelación de principio a fin, que todo lo que había pensado, y lo que no, había sido refutado del modo más sensual y erótico posible. Había algo seductor en lo que al misterio del lado oscuro del placer se refería, eso atraía, la travesura y la rebeldía per se era lo que atraía. Estaban los factores de la sanidad y salubridad en términos de pulcritud, del dolor, de la salud, y de los malentendidos y los falsos juicios.

Se debía ser claro, la zona era tan limpia como lo era la persona en cuanto a la higiene personal en general se refería. El dolor existía si la técnica no era la adecuada, pues el foreplay no era sólo ensartar un dedo y voilà!; el foreplay era la parte sensual e íntima, y el acto era, sin olvidar los epítetos anteriores, la parte traviesa y erótica. Pero el dolor también podía ser placentero porque podía llevar a un estado de euforia sin igual que terminaría en un orgasmo de malditas y masivas proporciones. En cuanto a la salud, y a esos dichos de que estaba diseñado sólo para expulsar y no para recibir, no sabía qué decir. «I just don´t care, I enjoy it». Y, para ser honesta, le encantaba el hecho de que era con Emma.

Ahora, volviendo a los juguetes «o implementos» de placer anal, le daba risa nerviosa el hecho de que Emma supiera exactamente lo que quería y cómo lo quería sin ella realmente saberlo. Sí, la arquitecta lo había descifrado muchísimo antes que ella. Hoy que lo tenía todo enfrente le era más que sólo claro y, prácticamente, no podía esperar el momento en el que pudiera probar el primero.

Fue por eso que tomó el primer buttplug de la serie de lo que Emma había llamado “the starter kit”, el más pequeño y más corto de todos, y, porque su orgullo no le iba a pedir que lo utilizaran, decidió irse por el camino que solía funcionar siempre: que a la arquitecta le costara un poco de trabajo para también poder sentir la gratificación.  

                  Tomó aquel cilindro de madera en el que había puesto las entradas para el musical de Motown, ese que le había sucedido al cubo que Emma no había podido abrir, y guardó el juguete en el interior.

El cilindro lo había hecho antes que el cubo, pues, originalmente, era lo que utilizaría para guardar el anillo. Por alguna razón, en aquel entonces, le pareció demasiado fácil y poco personal porque había comprado los planos y las instrucciones de una tienda judía en Queens. Era un rompecabezas un tanto inusual, se trataba de girar y de guiar un extremo del cilindro por diversas canaletas internas, un laberinto, hasta lograr liberarlo. Emma lo había descifrado en poco menos de veinte minutos. Fue por eso que la caja había sido una mejor opción: la había ideado y diseñado ella misma luego de hacer la investigación respectiva en la materia de los rompecabezas tridimensionales.

                  Regresó a la habitación. Colocó el cilindro sobre el libro que Emma había abandonado, y, porque la imagen era de aquellas que conseguiría apreciar pocas veces en la vida, se apresuró a capturarla unas cuantas veces con la cámara que le había regalado para su cumpleaños. Luego, se incorporó nuevamente a su lado.

Se enrolló contra su pecho, tanto para sentir su respiración en la frente como para escuchar los sonidos de su sístole y a su diástole. No olía a la seriedad y a la elegancia de los días hábiles, ni al Tom Ford ni al Chanel No. 5. Olía a frescura cítrica, al exfoliante de verbena y bergamota con el que se había frotado las pecas de sus hombros. Olía reconfortante.

La abrazó por la cintura hasta poder posicionar su mano sobre su espalda. Podía sentir ambas cosas, el tamborileo y cómo ligeramente se inflaba y se desinflaba. Sus ojos se concentraron en ese hueco que le había acosado por la mañana. «Yes, a sexy-as-fuck-indentation». Era desquiciante en la materia de la sensualidad.

No cerró los ojos porque no tenía sueño, pues era más el cansancio físico y mental rezagado, por lo que sólo se dedicó a examinar la piel de su pecho milímetro a milímetro. Pensó en cómo, si Emma hubiese continuado practicando el tenis, su pecho también se hubiese podido plagar de las mismas pecas de sus hombros y su espalda. Supuso que era algo como una intervención divina, pues, de haberlas tenido, ella sólo habría podido enloquecer el doble en la mitad del tiempo.

Pecas imaginarias al lado, repasó nuevamente sus clavículas y la escotadura supraesternal —el nombre anatómico correcto—, y siguió la línea hasta llegar a esa fisura que formaba la libertad de las copas C por la posición en la que estaban. Quiso poder perderse en ella. Más tarde lo haría. Lo agregó a la lista de cosas que describían su meta del día.  

                  Entonces cerró sus ojos para simplemente escuchar la tranquilidad con la que respiraba. Al fondo alcanzaba a escuchar la fastidiosa voz del doctor de la televisión, pero era más fuerte el repique en su pecho. Sintió una respiración profunda fuera de lo común, no tan abrupta como esas que le indicaban que se había despertado, y la vio arquear fugazmente su comisura derecha como si sonreía por algo realmente ameno.

Se preguntó qué podría estar soñando, si es que eso era posible, pues, hasta donde sabía, o era algo perturbador o no era nada. Se iba a los extremos, como siempre.

— Oye, ¿tú y ella…? —le preguntó Baldo, aprovechando que Batti se había largado a contestar una llamada y que Irene que se había levantado para traer un par de Moretti.

     — ¿Qué? —lo miró de reojo, rehusándose a volverlo a ver para no delatar nada que pudiera ser utilizado con fines de incomodar a Irene de algún modo. Eso era algo que no podía permitir.

     — ¿Son algo? —arqueó ambas cejas.

     — No, no somos algo —disintió—. Pero tampoco somos nada —agregó rápidamente mientras colocaba un pimiento asado sobre un crostino—. Es complicado.

     — ¿Por ti o por ella?

     — Es complicado —disintió de nuevo—. Por las dos.

     — Alex, tú eres cualquier cosa menos complicada —repuso su primo—. Si te complica es porque no vale la pena.

     — ¿Sabes lo difícil que es encontrar a alguien que no sea unidimensional? —Baldo sólo rio nasalmente—. Me complica en el sentido que me cuesta, que no me lo da hasta masticado. No me complica la vida.

     — Te la complicará si no te corresponde —dijo sabiamente, pero Alex sólo exteriorizó su opinión en forma de una risa nasal muy callada que confesaba más de lo que debía—. Tú sabes que el diablo opera de mil maneras.

     — No es mi perdición —sacudió lentamente su cabeza con un aire arrogante, porque sabía más de lo que podía llegar a admitir.

Alex se había enamorado, por primera vez, cuando tenía catorce años. En aquel entonces se lo achacó a los cambios de la pubertad, esas hormonas de las que le habían hablado con tanta reticencia y reserva, que no era nada sino natural sentir esas emociones que se intensificaban, en cuestión de segundos, a mil por hora. Le sucedía con todo; con la tristeza, la alegría, el enojo, y eso que creía que era el amor. Sí, ella había sufrido un desarrollo tardío.

                  Fue por la época en la que Annabella estuvo fuera del país por casi un mes, que había sido por eso que había dejado a Alex bajo la custodia de la única persona a la que le confiaba a su hija: a Ottavio. Porque en ningún momento confió en su senil madre.

Un día, digamos que fue un jueves, las hormonas no habían sido nada sino despiadadas con Alessandra Santoro. La intensidad era tal, que apenas había tocado su plato de gnocchi al pomodoro; su comida favorita. Eso ya era una clara señal de que algo no andaba bien, pero, lo que había sido realmente preocupante, era, aparte de su ensimismamiento, que no había bebido la coca cola a la que nunca se podría resistir.

¿Sabe mal? —le preguntó Ottavio, señalándole el plato—. ¿Es la salsa? —preguntó ante su silencio.

     — No tengo hambre —balbuceó, teniendo el atrevimiento de alejar su plato como si se tratara de un rechazo personal.

     — Algo tienes que comer —le dijo, intentando no ofenderse por su gesto o preocuparse por un potencial regaño de su ex esposa, y se puso de pie para caminar hasta el congelador.

     — No tengo hambre —repitió, ahora con un disentimiento cabizbajo.

     — ¿No quieres ni siquiera un cucciolone? —sonrió desde el congelador, sabiendo que se había rebajado a ofrecerle un helado por almuerzo.

     — No, gracias —suspiró, intentando contenerse una rabieta—. ¿Puedo retirarme? —le preguntó con una mirada que le suplicaba un consentimiento sin cuestionamientos.

     — En un momento —asintió—. Primero dime qué pasa.

     — Nada —se encogió Alex entre hombros.

     — No puedes timar a un timador, Piccolina —se sentó frente a ella con una sonrisa—. No te puedes ir hasta que tu respuesta no me satisfaga.

     — No me puedes obligar a decirte —frunció su ceño.

     — Tienes toda la razón —rio orgulloso—, pero eso va en contra del hecho de que me preocupa verte así.

Alex lo miró penetrantemente, casi enojada porque la tristeza era mayor. Ottavio no le quitó los ojos de encima, y simplemente esperó entre el colapso mental que intentaba sobrevivir. Se preguntó si con Annabella era igual de reservada y hermética. Se preguntó si era la primera vez que sus ánimos se tropezaban con el suelo. Se preguntó si había suficiente confianza entre ellos como para que le compartiera algo que parecía ser de índole personal o íntima.

¿Qué le ves a Catalina? —le preguntó Alex al cabo de unos minutos de intenso silencio.

     — Tiene una actitud ligera —comenzó diciendo, optando por ser lo más honesto posible para poder esperar el mismo nivel de honestidad en reciprocidad—. Es graciosa, cariñosa, y comprensiva. Me tiene paciencia. Se ríe de mis chistes sin importar cuán malos son. Me gusta que puede hablar sin decir una tan sola palabra, y que le puedo compartir cosas porque sé que no me juzga. Es intelectual pero con la dosis justa de vanidad. Y me encanta escucharla hablar sobre lo que sea. Supongo que es el tono de su voz, ronco pero sensible, y me gusta cuando intenta enseñarme algunas palabras en francés —enumeró unas cuantas cosas, obviando el detalle que escucharla era tan placentero como el sexo—. ¿Qué es lo que hace que te guste la persona que te gusta? —le preguntó frescamente, porque, de sonar muy curioso, sólo lograría enfrascarla de nuevo. Alex lo miró como si no supiera cómo responder—. ¿Cómo se llama?

     — Eso no es importante —contestó apresuradamente.

     — Es ese niño, ¿verdad? —ella sólo lo miró fijamente—. ¿Cómo se llama? —preguntó para sí mismo—. Torani. —dijo al fin—. El de tu grupo de historia. Torani.

     — No —suspiró—. No tiene importancia, de verdad.

     — ¿No se llama Donatello, verdad? —arqueó su ceja derecha, porque, según él, ese era un nombre demasiado feo.

     — Ya no preguntes —suplicó con un sollozo de desesperación.

     — ¿Por qué? —frunció su ceño ante la desproporcionada reacción.

     — Porque la respuesta no te va a gustar, y prefiero que te quedes sin respuesta, y que se me pase, a que te enojes de por vida —contestó con ese tono que parecía haber invocado a Annabella para hablarle con tal autoridad.

     — ¿Enojarme? —ladeó su cabeza—. Lo único que puede enojarme contigo es que hagas que te suspendan de la escuela por algo tonto —le dijo—, y, si no es eso, no es ni grave ni para siempre.

     — Que no sea grave no significa que no sea para que te enojes.

     — Alessandra, sólo dime qué pasa o de quién se trata —suspiró él con un tono tan tajante como el que era digno de aplicar para los regaños que nunca le daría.

Alex se aferró a la silla. Ella sabía perfectamente lo que ocurría, echarle la culpa a las hormonas o a la pubertad era una excusa tan barata como las que Irene Papazoglakis le daría años más tarde. Lo supo desde siempre, al menos desde el momento en el que se encontró observando de más a las amigas de Annabella, especialmente a Eugenia. El dilema estaba, en realidad, en ser completamente honesta o en serlo a medias.

Agachó la cabeza y jugó con sus dedos como si buscara la respuesta entre ellos. La vergüenza la invadió en cuanto supo que su papá no se merecía medias verdades o medias mentiras, que se merecía más que sólo respuestas monosílabas o tonos autoritativos.

                  Él ató cabos más rápido de lo que Alex pudo reunir la valentía para intentar tartamudear la única verdad y realidad que haría o destruiría su relación con él.

Supo que la respuesta de su hija no era la más fácil de decir, y que, en definitiva, no sería la más fácil de escuchar y de aceptar. También supo que su actitud, ante lo que su Piccolina estaba por confesarle, era tanto lo que terminaría por consolidar su relación, como lo que podía comenzar a destruirla. Eso lo tenían claro los dos.

El tiempo de espera le pareció eterno, y estuvo a punto de decirle que sabía lo que no podía verbalizar, pero supo que era necesario poner el tema sobre la mesa para ambos: ella necesitaba decirlo y él necesitaba escucharlo de su boca. Y se preparó con la ayuda de un suspiro. Mentalmente, intentó decir la respuesta de todas las formas imaginables e inimaginables para saber con qué palabras podía reaccionar. No quería sonar desmoralizador u ofensivo, mucho menos desalentador; no quería que sintiera que se rehusaba a aceptarlo, o que simplemente la rechazaría. Quería sonar reconfortante, comprensivo, dispuesto a apoyar.

Ottavio Santoro sólo había experimentado esa sensación cuatro veces en su vida, esa sensación de que alguien lo tomaba por el corazón y se lo estrujaba hasta hacérselo añicos, esa sensación asfixiante. Tres, de esas cuatro veces, habían sido debido a su Piccolina; la primera fue cuando la escuchó llorar a causa de un coctel de vacunas que le habían inyectado a los pocos días de haber nacido, la segunda cuando la ley le informó que la perdería de manera parcial, y esta vez.

                  Ahora Alex se sumergía en una vergüenza tan grande que su fisiología consideraba que era tan grande y dolorosa como el infame coctel de vacunas de hacía tantos años. Esta vez era diferente, era una tortura diferente, un dolor casi mental y definitivamente emocional, no físico, por lo que se hundió de igual modo en un llanto callado y conmovedor que podía sólo nacer en todas las versiones de impotencia que podían existir.

                  Ottavio se puso de pie y se sentó a su lado. La envolvió con su brazo y la trajo contra su pecho. Sintió cómo Alex empuñaba su camisa con la fuerza con la que quería envalentonarse para decirle algo, ya no importaba si una verdad o una mentira.

Priscilla —logró balbucear al cabo de lo que parecieron ser horas.

     — ¿No se siente igual que tú? —preguntó él, pues no tenía sentido preguntar si la había lastimado; eso era claro. Ella disintió—. ¿Te ofendió de algún modo? —ella disintió de nuevo— Está bien. Todo estará bien —murmuró reconfortantemente.

     — Lo sé —repuso Alex, intentando inhalar su congestión nasal.

     — No dejes que te quite el hambre —le dijo, dándole un beso en la cabeza.

     — ¿No estás enojado? —irguió la mirada sin poder evitar fruncir su ceño.

     — Alex, las mujeres son lo más hermoso de este planeta —disintió mientras se encogía entre hombros—. Además, siempre he dicho que tu buen gusto lo sacaste de mí —rio, logrando hacerla reír un poco también—. ¿Sabe tu mamá?

     — ¿Bromeas? —sacudió la cabeza.

     — Gracias por contarme —repuso con una sonrisa, y se acercó a su frente para darle un beso—. Ahora, necesito que entiendas dos cosas nada más —Alex asintió—. La primera es que no quiero que te lastime cualquier mujer. La única mujer que puedes permitir que te lastime es esa mujer que te ha correspondido como se debe, y esa mujer no será Priscilla, o la siguiente, o la siguiente, sino que vendrá en muchos años. Y sabrás que es la mujer correcta porque es la que te quita no sólo el hambre, sino el sueño, y el aliento. Pero también tienes que saber que esa mujer no hará que te pierdas en ella, esa mujer será la que se pierda en ti sin que se lo pidas. ¿Entendido? —ella asintió de nuevo—. Y, la segunda cosa que quiero que entiendas, es que no quiero que te avergüences nunca ni por quién eres, ni por lo que haces, ni por lo que crees, ni por lo que te gusta. Si a alguien no le gusta algo de ti, simplemente no vale la pena. No quiero que te inviertas en personas que no valen la pena, ¿de acuerdo?

     — De acuerdo —inhaló nuevamente su congestión nasal.

     — Bien —sonrió—. Tienes que almorzar —le dijo de nuevo—. ¿Te comes los gnocchi o te llevo a Burger King?

Era por eso, precisamente por eso, que Alex no recurría a los galones de helado de chocolate para levantarse el ánimo cuando las hormonas jugaban en su contra. Recurría a Burger King, de preferencia al de Piazzale Flaminino, pues era lo que le reconfortaba la psique y el estómago por igual.

— Pensé que podías querer una —le dijo Irene, y le alcanzó la Moretti más fría que pudo encontrar.

     — Gracias —sonrió Alex, dejando que golpeara su botella con la suya para brindar en silencio.

     — ¿Qué se hicieron Batti y Baldo? —preguntó mientras tomaba asiento a su lado.

     — Los enviaron a ayudarle a Caterina con el horno de leña —le dio un sorbo a su cerveza—. ¿Cómo la estás pasando?

     — Bien. Todos son muy amables —se sinceró.

     — No todos, pero la mayoría —dijo, refiriéndose al perfecto ejemplo de lo antisocial, Gabriele, quien seguía sumergido en su teléfono y en sus audífonos—. ¿De qué quieres tu pizza?

     — ¿No dijeron que eran para compartir? —frunció su ceño.

     — ¿Para qué compartir si puedes tener una sólo para ti? —sonrió con su ceja arqueada y con la boquilla de la botella a ras de sus labios.

     — ¿Hablas de una pizza? —rio Irene calladamente.

     — Sí —se acercó a ella de tal modo que llamó la atención del antisocial de su primo, el que se sentaba a una esquina de la mesa—, pero aplica para todo lo demás en la vida —sonrió.

     — Tienes razón —susurró, no pudiendo evitar mirar cómo sus labios parecían querer seducirla en público. ¿Acaso no tenía vergüenza? No desde aquella tarde hacía demasiados años—. No podrías lidiar con dos Irenes.

     — No quiero tener que lidiar con dos Irenes —disintió ligeramente—. Te quiero sólo a ti —sonrió inocentemente, y se flageló mentalmente por lo atrevido que eso había sonado. Esperaba no ahuyentarla con eso.

     — La quiero de prosciutto e funghi —dijo, omitiendo el comentario y desviando su mirada hacia la izquierda, pues sintió cómo los verdes ojos de Gabriele condenaban la escena de inmoral.

Alex rio y se puso de pie para, rápidamente, ir hasta donde sus primos favoritos se encargarían de ponerle más queso a su pizza y a la de Irene.

                  Irene se quedó ahí, sentada a la mesa en la que Gabriele todavía la miraba con recelo y repulsión. No supo si fue por su cruda e impertinente desaprobación, o por las últimas palabras que habían salido de Alex. No supo, en verdad no supo. Resolvió el momento con beber su cerveza en la misma cantidad de tiempo en la que sería nuevamente acompañada por la señorita Santoro.

                  Observó el área en la que los adultos departían temas banales para compartir estrepitosas e infalibles carcajadas. Notó que, cada cierto tiempo, el señor Santoro la volvía a ver, ajeno a la celebración de su medio siglo de vida, como si estuviera analizando su comportamiento a solas y mientras orbitaba alrededor de Alex. Era un tanto incómodo, pero supuso que él sólo quería proteger a su primogénita. Y estaba en lo correcto.

                  El señor Santoro sabía de la existencia de Irene Papazoglakis desde aquel año en el que su hija había estudiado un semestre en Atenas. Sabía en qué se había especializado en la escuela, qué había comenzado a estudiar en Grecia, por qué había decidido migrar a Roma, por qué había cambiado de carrera, cuáles eran sus planes para el futuro, qué le gustaba hacer en su tiempo libre, y, lo más importante, sabía su ascendencia.

Sí, era cierto, desde aquella confesión, Alex aprendió a confiar más en su papá que en su mamá, pues ella tuvo ciertas dificultades para digerir la noticia.

Cuando ella regresó, fue él quien la recogió en el Fiumicino para luego llevarla a comer un añorado plato de gnocchi al pomodoro, su especialidad por ser su plato favorito. Le contó todo sobre las últimas dos semanas de las que él no sabía nada, y la conversación se fue desenvolviendo y derivando hasta que, por primera vez en esos cinco meses, mencionó a una tal “Nene”.

Ottavio Santoro lo supo desde el principio, quizás fue por el tono de voz o por las palabras que su hija había escogido para hablar sobre ella, quizás fue la frecuencia con la que la había mencionado, o quizás era sólo el instinto que había aprendido a desarrollar desde aquella desgracia de Priscilla.

                  Alex confesó que había cometido el pecado de juzgar un libro por su portada. Había visto a Irene en clase de inglés, historia, y sociología; una niña que se callaba la mayor parte de comentarios audaces para poder utilizar su boca en pro de algo más útil, como algo relacionado con la clase del momento. Parecía ser una nerd, casi un ratón de biblioteca, porque siempre sabía algo sobre lo que los profesores hablaban y tenía fama de siempre obtener buenas calificaciones. Era la hija de un político para muchos corrupto, y de una nadie. No se llevaba con nadie, sólo con aquellas personas que habían nacido en cuna de oro, como Berenice y Larissa; las hijas de otro par de políticos corruptos del PASOK. Además, su mirada parecía delatar su altanería y su desprecio por el humano promedio, algo que sólo le acordaba al engreído tío Giacomo.

Pero fue gracias a Mrs. Sideris, y a su inestable estado mental, que Alex terminó por serle asignada a Irene. Fue porque sabía hablar italiano, pues nunca estaba de más tener de su lado a alguien que pudiera traducir o explicar con mayor claridad. Así fue como Alex llegó a conocer a la verdadera Irene, no a la que afamaban sus compañeros de clase.

                  Y, sí, aunque Ottavio supiera quién era Irene, sólo tenía una vaga idea de lo que Alex en realidad sentía por ella. Debía ser porque ni ella estaba consciente de la magnitud. Pero había que aclarar algo: él no estaba al tanto de la esencia del trato actual, de esa zona gris en la que se encontraban. De haberlo sabido, probablemente se habría opuesto. Sin embargo entendía que Alex era tan dueña de sus propias decisiones como consciente de sus emociones.

Abrió sus ojos poco a poco, sin un asustadizo suspiro de por medio y como si buscara ubicarse, lo más rápido posible, en tiempo y espacio. Se ahogó temporalmente en un bostezo como si fuera lo único que necesitara para caer en un estado mentalmente vegetativo del que tardaría aproximadamente cinco minutos en salir. Se reacomodó sobre la almohada, y escabulló su brazo por debajo de la que no le pertenecía como si buscara matar dos pájaros de un tiro; un espacio fresco que pudiera enfriar su mano, y un estiramiento que le ayudara a librarse de las ligeras hormigas del entumecimiento. Tras el movimiento, sintió la familiar respiración aterrizar sobre su pecho. Le hacía cosquillas.

— ¿Cuánto dormí? —susurró amodorradamente.

     — Como veinte minutos más que yo —contestó Sophia, rápidamente escalando su torso por sus clavículas para poder darle un beso de buenos días.

Emma, acostumbrada a dominar a la rubia en lo que a un beso se refería, agradeció el hecho de haber hecho el mínimo esfuerzo para poder recibir la primera muestra de cariño real de las últimas semanas. Había extrañado eso; la lucha por quién conquistaba el labio inferior, los ligeros roces de sus lenguas, los suaves tirones con los dientes, y las caricias que Sophia siempre hacía en su cuello y en su mandíbula con sus manos. Había extrañado el cariño y la intimidad que eso proveía.

— Debiste despertarme —le dijo mientras la recibía sobre ella para que se recostara sobre su pecho.

     — ¿Para qué? —resopló Sophia, acomodando sus piernas entre las suyas—. Pocas veces tendré la oportunidad de verte dormir.

     — Dos veces en un mismo día —resopló—. Qué vergüenza.

     — Tú me observas todos los días y yo no te digo nada —irguió su cabeza para mostrarle un ceño muy fruncido—. Además, parecía que estabas teniendo un muy buen sueño —Emma sólo rio nasalmente—. ¿Qué soñabas?

     — Nada importante —le dijo, recogiendo su flequillo para ocultarlo tras su oreja.

Sabía que sus sueños, buenos o malos, nacían de un hecho tan real como verdadero; de un recuerdo que podía revivir gracias a los cinco sentidos más básicos, y de un factor fantástico que lograba enredarse con lo certero para terminar construyendo una compleja realidad alterna de la que muchas veces agradecía su carácter perecedero. En esa ocasión, todo se había remontado a una conversación que nunca ocurrió y que nunca ocurriría en esta vida o en la siguiente. No se quejaba, había sido catártico y nostálgico por igual, y había sanado una que otra laceración que dejaban las palabras que nunca habían sido exteriorizadas. Sabía que vivir en el pasado, o aferrada a él, era como pretender nadar el Atlántico con grilletes en los pies. Sin embargo, revisitar el pasado era algo sobre lo que tenía poco control racional.

— ¿Tú? —ladeó su cabeza ligeramente hacia la derecha—. ¿Soñaste con colores patrióticos?

     — No —resopló mientras disentía—. Soñé contigo.

     — Debió ser un sueño demasiado bueno —rio su Ego.

     — Sure. The way you fucked me was outstanding —asintió con un aire tan matter-of-factly.

     — Eso no es un sueño, es una realidad —señaló aquel personaje que se apoderaba de la arquitecta—. Care to share some details?

     — ¿Para qué? —frunció su ceño con la única intención de jugar con ella—. Dile a tu Ego que se conforme con saber el resultado. El qué y el cómo son irrelevantes —repuso casi severamente—. De igual modo, fue sólo un sueño… la realidad es un tanto distinta.

     — No sé si ofenderme —jadeó dramáticamente.

     — Eso sería sólo absurdo —rio—. Mis intentos de ofenderte, o de insultarte, te parecen “cute”.

     — A mí sí. Mi Ego es otra historia.

     — Puede ser… —se encogió ligeramente entre hombros, sabiendo perfectamente que, cuando su Ego se sentía ofendido, aquello sólo podía terminar en un asalto sexual que la dejaría en estado comatoso—. It’s just that I know that neither you nor your Ego are going to fuck me with… what do you call it? —frunció su ceño mientras buscaba encontrar el término adecuado—. A “strap-on”, I believe it’s called.

     — Quid pro quo, Licenciada Rialto —se carcajeó Emma.

     — Estoy dispuesta a negociar —asintió.

     — Abordamos este tema siempre y cuando estés preparada para abordar el otro tema que tenemos pendiente.

Sophia pareció pensarlo por unos cuantos eternos segundos que sólo servirían para torturar a una Emma que ignoraba el hecho de que el tema que ella quería tratar ya había sido abordado por su parte.

Fine —suspiró con falsa desgana.

     — Adelante —le cedió la palabra.

     — Yo sé que te deshiciste de la cosa roja —dijo Sophia, refiriéndose claramente a aquel artefacto que había adquirido para su cumpleaños número veintinueve—, y, aunque no me opuse, nunca me diste una explicación —se encogió entre hombros—. Nunca me pareció que no lo disfrutaras.

     — Eso es porque sí lo disfruté en ambas ocasiones.

     — Entonces, si lo disfrutaste, ¿por qué concluiste en que debíamos deshacernos de eso?

     — Soy una mujer. Tú eres una mujer.

     — Muy observadora —rio la rubia.

     — Se supone que debemos tener sexo como mujeres.

     — What the… —frunció su ceño y se rompió en una carcajada que sólo lograría confundir a la italiana que se encontraba entre ella y la cama sin escapatoria alguna.

     — Comunicación, por favor —balbuceó Emma.

     — ¿Cómo se supone que debemos tener sexo como mujeres? —dijo corta de aliento.

     — Yo qué sé —alzó sus manos—, pero sé que no es como mis papás lo hicieron para manufacturarme.

     — Dos cosas, y digo dos puntos: es altamente perturbador que utilices a tus papás como ejemplo, y la idea es limítrofemente estúpida.

     — Bueno, admito que mis papás no son el mejor ejemplo, pero se trata de ser lo más escueto y directo posible. En cuando a lo otro, ¿qué tiene de estúpido?

     — Estás jugando con mi cabeza, ¿verdad? —rio Sophia.

     — No esta vez —disintió, haciendo que la rubia, por primera vez en mucho tiempo, se asombrara por sus convencionalismos; creía haberlos conocido todos.

     — No hay tal cosa como “se supone que debemos tener sexo como mujeres”. Sexo, para mí, se trata de placer. Si a ti te da placer que yo te haga esto, o lo otro, pues eso voy a hacer, y no importa si lo que utilizo, para provocarte ese placer, lo tengo o no pegado al cuerpo.

     — No le veo el atractivo a eso de tener un pene —resopló—, no nací con eso; no lo necesito.

     — De haber nacido con uno, yo no estaría aquí —repuso la rubia.

     — Entonces, ¿cuál es la gana de que me ponga uno?

     — ¿Cuál es la diferencia entre un dildo y uno de esos? —frunció su ceño—. Es el mismo instrumento, con la misma forma, pero uno te lo quedas en la mano y el otro te lo pones a la cadera. Y, sea como sea, la sensación te gusta.

     — Claro que me gusta, eso no lo niego.

     — Entonces, ¿qué?

     — Tú no has tenido tanta experiencia con uno de esos.

     —  ¡¿Y qué?! —se carcajeó Sophia—. No se trata de que tú puedes disfrutarlo porque tienes experiencia con uno de esos.

     — ¿De qué se trata sino?

     — Se trata de que yo también quiero —«obviamente»—. Mi creatividad ha alcanzado niveles impensables con todas las veces que te lo he insinuado —agachó la cabeza hasta dejar que su frente se posara sobre su esternón—. Es simple ergonomía: pene y vagina pertenecen uno en el otro por simple diseño de la naturaleza, pero el hecho de que tú no tengas uno no significa de que eso deje de ser así. De que da placer, da placer.

     — ¿Cómo me puedes hablar de ergonomía cuando se trata de un pene? —rio Emma.

     — Porque tiene esa forma por algo más que sólo para hacer que la vida se genere, con mayor facilidad, en una de tus trompas de Falopio. Por algo es que no tiene forma de martillo o de bicicleta. Y mi vagina es igual a la tuya.

     — Con eso tienes razón, no lo niego.

     — ¿Pero?

     — ¿Por qué demonios quieres que te abuse con una de esas cosas yo a ti? —frunció su ceño—. ¿Es porque ya no te satisface lo que te hago? ¿O es porque piensas que ya me aburrí de que hay poca variedad?

     — ¿Abusarme? —balbuceó—. ¿Consideras que abusé de ti cuando lo usé contigo?

     — No.

     — ¿Por qué conmigo sería diferente? —dijo, irguiendo su cabeza para mirarla a los ojos. Emma se encogió entre hombros—. Get your head out of your butt and listen to me, will you?

     — Está bien —suspiró un tanto incómoda.

     — No fantaseo con el falo en sí, fantaseo exclusivamente contigo. ¿Sabes lo fascinante que sería tener tus manos libres? ¿Sabes lo fascinante que sería que me toques mientras me coges?

     — Siempre te toco —repuso casi ofendida.

     — Tendrías más control —le dijo, sabiendo que, aunque eso era caer bajo, era precisamente lo que haría que el Ego de Emma abogara por ella ante los inconsistentes convencionalismos de los que parecía sufrir esporádicamente—.You could get a full frontal picture of me while riding you. You can fuck the bejesus outta me while pinning me down with both hands. You can say that you made me cum without even touching me.

     — ¿Cómo y para cuándo lo quieres? —resopló Emma, sabiendo perfectamente que la movida táctica había sido perfecta.

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