miprimita.com

Antecedentes y Sucesiones - 20

en Lésbicos

Se leía “RES. A.D MCMXIV” sobre la puerta doble marrón que tenía las típicas aldabas antiguas y doradas; muy pulidas y muy relucientes, igual que las placas metálicas que protegían la parte inferior de cada puerta. Por alguna razón que ella no se explicaba, sentía como si tuviera demasiadas horas de estar parada frente a las puertas, con la llave en la mano, y sin querer entrar. Sí, no quería entrar, pues, de que podía, podía. Lo que no sabía era por qué no quería entrar. Cosas del sexto sentido.

Era de tarde. Levantó su mano izquierda para ver la hora, y, en lugar del Patek Philippe de siempre, tenía un Movado en oro blanco y fondo negro, muy clásico, lo cual le pareció raro, pues ese Movado lo había arrojado en un basurero della Facoltà di Architettura, o quizás había sido en Villa Borghese. «Quizás metí la mano en el basurero», se encogió entre hombros, y, como por arte de magia, en cuanto vio que eran las cuatro y media en punto, entró al edificio que había tenido enfrente desde hacía sabía Dios cuántas horas.

                El pasillo llevaba directamente al patio central, en donde cualquier vecino podía sentarse a fumar mientras bebía un verdadero café, al cual había nombrado con propiedad y exactitud. «Un caffè grande, ristretto, lungo, machiatto, cortado, capuccino o espresso». Antes de llegar al patio, porque no le gustaba cuando había otra persona además de ella, dobló hacia la izquierda para subir cuatro bloques de escaleras, pues el ascensor del edificio nunca le había generado tanta confianza al ser casi que una réplica de aquellos que se habían hundido con el Titanic, «besides, makes me feel claustrophobic». Así de estrecho y pequeño debía ser como para que le activara la fobia de la que no padecía. Las escaleras le gustaban porque, al ser un edificio viejo pero adecuadamente restaurado y mantenido, eran del ancho, por la altura, por el grosor perfecto para llegar sin mayor cansancio hasta el cuarto piso de altura europea, al quinto de altura americana.

                Llegó al piso deseado, quizás hasta más rápido que el ascensor, y, omitiendo la existencia del ala derecha, cruzó hacia el ala izquierda para llegar a la moderna puerta de roble tintado y de perillas plateado mate.

Abrió la puerta y se encontró inmediatamente con el comedor; rectangular mesa de vidrio para cuatro solitarias y minimalistas sillas, y, al lado derecho, estaban esas dos enormes pinturas abstractas de Nicola De Maria, y ni hablar de la alfombra gris que cubría el uniforme piso de madera.

A la izquierda se extendía la sala de estar, de sillones y sofás minimalistas de cuero anaranjado y estructuras metálicas en negro, y dos pinturas más de De Maria. Frente a la sala de estar, la cual le gustaba por la magnífica iluminación natural con la que contaba, estaba la abierta cocina de gabinetes blancos y encimeras negras, de doble horno, «porque, ¿por qué no si cocinan tan bien?», y de un mastodonte de refrigerador y de la mejor ventilación que se podía pedir.

— Ciao! —elevó su voz, arrojando las llaves del Jaguar y del apartamento sobre una de las encimeras de la cocina mientras revisaba los sobres de correspondencia que estaban, como siempre, sobre la primera encimera, al lado del recipiente en el que, pareciendo de revista de decoraciones, había siempre cinco duraznos, tres peras bosc, y tres granny smith.

     — Tesoro —emergió él por entre la puerta del pasillo que daba hacia el estudio y hacia las escaleras que llevaban a los dormitorios—. ¿Cómo te fue?

     — Bien, bien… —murmuró, pasando de sobre en sobre porque no había nada interesante, y, de igual forma, ninguno era para ella, sólo era curiosidad—. ¿Y a ti?

     — Bien, también —sonrió, y la envolvió libremente entre sus brazos para darle un beso en la cabeza—. No te esperaba tan temprano.

     — Sí… no sé, no tenía nada que hacer —se encogió entre hombros—. Espero que no sea “tan” temprano.

     — En lo absoluto —sonrió de nuevo mientras sacudía su cabeza—. ¿Quieres algo de beber?

     — ¿Qué tienes?

     — Tengo… —suspiró, volviéndose con agraciados pasos hacia el refrigerador para abrir la puerta de las bebidas—. Lo que más te guste —guiñó su ojo, mostrándole una hilera de botellas de San Pellegrino, dos botellas de Grey Goose acostadas, y latas de limonada rosada “Minute Maid”, porque eso era lo que Emma bebía por veneno de soft drink favorito—. Y no creas que se me olvidó que tenía que comprar Dr. Pepper —dijo, revelando una hilera de latas en la puerta.

     — Te acordaste —rio muy complacida por el gesto, y caminó hacia el refrigerador para sacar una botella de Pellegrino—. Agua estará bien.

     — ¿Estás nerviosa? —resopló, sabiendo que, cuando estaba nerviosa, evitaba el alcohol a toda costa porque, de ingerirlo, su torpeza social sería víctima de las exageraciones.

     — ¿Estás tú nervioso? —contraatacó, pues ganas de responder esa pregunta no tenía.

     — Un poco, sí —dijo con sinceridad—, es primera vez que hago esto.

     — Sí, creo que te hice esperar un poco demasiado —rio—. La primera vez casi a los treinta…

     — A la edad que sea, y la vez que sea, creo que el sentimiento sería el mismo.

     — ¿Ah, sí? —preguntó con ese tono tan distintivo en ella.

     — Claro.

     — ¿Cuál sentimiento? —vomitó curiosamente mientras alcanzaba un vaso para servirse un poco de agua.

     — Supongo que son celos.

     — Ay, no molestes —rio—. Ni que tuviera complejo de Edipo y me estuviera casando con un clon tuyo… —le dijo, volviéndose hacia él con su rostro—. Como tú, sólo tú —sonrió.

     — No deja de sentirse como que me están robando a mi hija —repuso con esa ceja derecha hacia arriba.

     — Nadie me está “robando” —sacudió su cabeza con una leve risa nasal—. Estoy yendo por voluntad propia, por libre albedrío.

     — Tal vez no “robando”, pero sí se siente como si te estuvieran arrancando de la familia —intentó explicarse un poco mejor.

     — ¿Así se siente mamá también? —frunció su ceño, pero no con enojo sino con ternura.

     — No me malinterpretes, estamos muy contentos, muy alegres por ti… pero eso no significa que no se sienta extraño —dijo, intentando evadir la respuesta tan evidente.

     — Desde que trabajo con Perlotta ya no vivo aquí —repuso—. El “vacío” no lo van a sentir.

     — Es una sensación que no puedo explicar, Tesorino —se encogió entre hombros—. Tu mamá y yo sabemos que no es que te vas a vivir a Florencia, porque ni eso es lo que nos hace sentir así, es sólo el hecho de que realmente ya te fuiste de la casa… y no me refiero a que tienes casi diez años de no vivir con nosotros, porque vives a quince minutos de aquí… y Castel Gandolfo tampoco queda en Bratislava a distancia de auto —rio.

     — Y tampoco es que me estoy mudando a Castel Gandolfo ya, primero tengo que tener un techo, eso de dormir bajo las estrellas no es lo mío —bromeó ligeramente—. Además, irme a vivir a Florencia… a la villa de la Nonna —sacudió su cabeza con cierto asco, o quizás no asco pero sí rechazo—, es demasiada inversión en un jardinero… sabrá Dios qué tenía en la cabeza cuando decidió poner tantos arbustos y tantos cipreses…

     — ¿Cuándo es que empiezan a construir? —preguntó, no sabiendo qué responder ante la locura de su ya difunta suegra.

     — En julio —respondió entre los sorbos de agua gasificada—, y, claro, estás más que invitado antes… digo, por si quieres ver cómo nivelan el terreno.

     — Prefiero ver el producto ya terminado, tú me conoces.

     — Está bien, pero después no digas que no te invité a conducir una aplanadora —bromeó.

     — Lo reconsideraré, lo reconsideraré —dijo con una mirada de estar cambiando de parecer, siempre había querido conducir una máquina de esas—. Cambiando un tema por otro, porque me estoy poniendo más nervioso de lo normal, ¿hablaste con tu hermano?

     — Dijo que va a procurar salir lo antes posible del trabajo para poder venir a tiempo para la cena —asintió—. ¿Qué vamos a cenar?

     — Vamos a hacer ravioli… creo que rellenos de ricotta y langosta.

     — Suena bien, muy bien —sonrió.

     — Ciao! —llamó la voz de Sara desde la puerta principal, y ambos se asomaron por entre los límites de la pared para sonreírle—. Emma, Tesoro —sonrió, caminando hacia ella con las bolsas del supermercado entre las manos—. Vienes temprano —y la saludó con un beso en cada mejilla mientras Franco le quitaba las bolsas para descargarla.

     — Salí temprano del trabajo, y, como eran las cuatro y media, supuse que aquí estarían —repuso, viendo a su papá, de reojo, sacar las cosas de las bolsas de tela—. ¿Qué tal va la Capilla?

     — El calor, el calor… —sacudió su cabeza con frustración, y fue suficiente información al respecto.

     — Y el verano ni ha comenzado —rio Emma.

     — Lo mismo le dije yo ayer —rio Franco, volviéndose hacia ellas sin haber desempacado todo y enrollándose las mangas de su camisa blanca, pero Sara lo detuvo con un gesto para ella enrollárselas, pues, de hacerlo él, no le quedarían del mismo grosor ni a la misma altura.

     — Ustedes son crueles —sacudió Sara su cabeza de nuevo.

     — Sólo no decimos mentiras —dijo Franco.

     — Y establecemos lo obvio —añadió Emma.

     — En fin, ¿a qué hora podemos esperarlos? —rio Sara con una mirada de “a veces me dan ganas de matarlos”.

     — A las seis en punto me dijo que aquí estarían.

     — ¿Los cuatro? —preguntó Franco.

     — Los cuatro —asintió Emma.

     — ¿Vas a ir a tu casa a cambiarte o así te vas a quedar?

     — ¿Creen que debería cambiarme? —frunció su ceño, volviéndose a ver desde donde «ni modo» estaban sus ojos.

Vestía jeans ajustados a sus piernas, lo más que se pudiera pero sin que su circulación se viera comprometida, una blusa ligera de algodón gris para que su torso tuviera la apropiada ventilación bajo la ligera chaqueta blanca, sin cuello y manga tres cuartos, que dejaba que sus stilettos fueran de cualquier color, que en esa ocasión, por cosa rara, no eran stilettos sino unas altas cuñas que pasaban por el nombre de “espadrilles” en Jimmy Choo, y que tenían corcho para amortiguar, cuero genuino y sin tinte, y una pequeña placa dorada en la punta de la plantilla como decoración, en la cual se leía el nombre del diseñador.

— No lo sé —corearon los dos al mismo tiempo, y se encogieron entre hombros.

     — Creo que así estoy bien —murmuró para sí misma como si intentara convencerse.

     — ¿Estás nerviosa? —resopló Sara en cuanto vio el rostro tenso de su hija.

     — Lo normal —asintió silenciosamente—. Pero, más que eso, no he dormido nada por estar trabajando en el proyecto de Napoli… me está succionando la vida entera.

     — Bueno, bueno, ¿por qué no vas a recostarte un rato? —sonrió Franco, sacando la cajetilla de cigarrillos del bolsillo frontal de su camisa para ofrecerle a Emma el número de su deseo.

     — Y te despertamos cuarto a las seis para que no te veas tan dormida —añadió Sara, sacudiendo su cabeza ante el ofrecimiento de Franco y ante la aceptación de tres cigarrillos que Emma tomaba con sus dedos.

     — No es una mala idea —asintió, viendo a su mamá doblarle las mangas a su papá—. ¿De verdad me despiertan a esa hora?

     — Si no nos crees, programa la alarma también —rio Franco, obteniendo una mirada entrecerrada de “muy gracioso, papá”, y vio a Emma retirarse por el pasillo.

     — Jamás la había visto así de nerviosa —comentó Sara calladamente en cuanto Emma se retiró de la cocina.

     — ¿Y tú? —rio él—. ¿Alguna vez te habías sentido así de nerviosa?

     — He parido tres veces —entrecerró la mirada, dándole la excusa de siempre—. No me hables de nerviosismo.

     — Iba más por la línea de Laura —sonrió.

     — Ay, cómo eres —resopló, terminando por fin de doblarle las mangas—. No fui yo quien casi le agradece a Stavros por casarse con ella —entrecerró la mirada.

     — Fue sólo una tentación, nada concreto —se defendió—. ¿Lista para cocinar?

     — Lista —asintió Sara, llevando sus manos a la corbata de Franco para quitársela, pues ya veía cómo se enterraría en la harina, que era lo que siempre sucedía—. ¿Te encargas tú de la pasta o de la langosta?

     — Langosta, mil y cien veces langosta —acezó, pues a él no le quedaba bien la pasta, siempre se le agrietaba al momento de aplanarla, y le quedaban algunos grumos.

     — Eso pensé —sonrió, ahuecándole fugazmente la mejilla de corta barba.

Emma se recostó en el comodísimo diván marrón del cuarto de estudio, y, mientras veía las altas libreras que estaban repletas de aquellas colecciones de pastas duras verdes, azules, rojas y marrones, llevó uno de los cigarrillos a sus labios para encenderlo con el Ronson Princess, «¿desde cuándo he tenido yo uno de estos?», frunció su ceño como si no entendiera, pero, en cuanto recibió la primera oleada de humo en sus pulmones, porque vaya celestial sensación que tanto había extrañado, se le olvidó que tenía un encendedor de esos en su mano.

                Se quedó viendo el techo como acostumbraba, pues le gustaba el contraste de lo blanco de la pintura contra lo marrón de las vigas, era como si la relajaran con estilo, y, entre inhalación y exhalación, sintió cómo realmente caía en ese modo de relajación casi total hasta quedar en ese estado de descanso sin caer en el sueño; era el momento de simplemente detenerse a respirar, a inhalar, a repasar mentalmente ‘Francesca da Rimini’, a exhalar, y a simplemente dejarse ir en el momento. «No más de mover baños sólo porque sí, sólo porque a Alessandro se le metió en la cabeza que quiere mover un baño sí o sí, no más del Ristorante Sistina, no más de la restauración dell’Accademia di Belle Arti…».

                Cerró sus ojos al compás del principio del fin del tercer cigarrillo, y, como si se tratara de olvidarse de todo, porque siempre seguía siendo su escape a pesar de ser realidad, ficción o una situación de realidad alterada, se puso a recordar ese momento en el que la vida le había cambiado.

Por alguna razón o circunstancia, hacía año y medio, meses más-meses menos, se encontró con un cliente que era tan «maldito» que se le había antojado eso de la originalidad de alto costo, «más bien “originalidad a alto costo”», y, como no conocía más mundo que Armani por sentido patriótico y por sentido regional, porque venía de la Emilia Romagna como el diseñador, quiso que él mismo diseñara desde la alfombra del baño de visitas hasta el bar; y, claro, por dinero baila cualquiera, hasta ella, pero Giorgio Armani no; él no era “cualquiera”. Para su buena suerte, porque de esa tenía bastante, pasaba que la hija de Alessandro, el que quería mover el baño sólo porque sí, trabajaba en Armani Casa desde ya varios años y era la encargada del programa de textiles y muebles a la medida «y jodidamente al gusto». Como la hija de Alessandro era la Gerente de Diseño de Interiores, ergo de producción de muebles también, era ella con quien Emma debía tratar para que el cliente no le cortara las nalgas y las expusiera cual trofeo de Bob Esponja sobre la chimenea que iba a ponerle en la sala de estar: «”Wet Painters”, episodio 50a (tercera temporada)». Fue como una bofetada doble; una con el derecho de la mano y otra con el reverso, de ida y de regreso, así fue como se sintió Emma con el apretón de manos que, sin saber por qué, se convirtió automáticamente en un beso doble; uno en cada mejilla, y no fue que eso le cayera como dolorosa bofetada, sino como parte de una monumental epifanía. «Insisto, todo fue culpa de Alessandro», porque siempre mantuvo a su familia como en un gran secreto, y todo secreto es demasiado intrigante y atractivo.

Ella no supo cómo, o por qué, pero, antes de que se le entregaran los muebles, que ella había tenido que subir a Milán para ver personalmente el producto final, y personalmente empacarlo y transportarlo, porque, de no ser así, su cliente seguiría con su amenaza de cortarle las nalgas para exhibirlas sobre la chimenea que ya le había construido, fue que había terminado en la cama de aquella rubia tras numerosas copas de vino tinto. Pero tampoco podía culpar al vino, o a le fettuccine alla bolognese con demasiado queso que para ella había sido hasta muy poco, y definitivamente tampoco podía culpar a esa canción que sonaba en el fondo mientras la rubia le hablaba sedosa y calladamente, y ella sólo podía verle los labios de tantas ganas que tenía de besarla; «qué descortés eso de no verla a los ojos», pero no se aguantaba, y no se aguantó.

Indiscutiblemente, cuando se despertó a la mañana siguiente, supo que algo estaba mal, «”mal”», y no en el sentido de malo sino de raro, porque, en ese momento, justo en cuanto vio a la sonrisa de la rubia y postcoital melena que contemplaba su soñoliento y torpe amanecer, supo que todo lo que había sucedido antes de esa noche era lo “malo”, lo que no debió haber sido, y, aunque no sabía exactamente por qué, sólo supo qué era, «y siempre pensé que era culpa de Alessandro, por haber mantenido tan protegida de todo el estudio como si se tratara de un secreto de Estado», pero Alessandro tenía una muy buena razón: Luca, el hijo mayor de su socio, era un hipersexual, un promiscuo conocido y reconocido, un amante del sexo y no de las mujeres como tal.

Después de esa noche vinieron muchas noches después, fines de semana en los que la rubia llegaba a Roma y fines de semana en los que ella llegaba a Milán, vacaciones coordinadas y calculadas con demasiadas exactitudes para coincidir en la casa del Lago Como que tenía la familia de Emma, o para coincidir en la villa en la Toscana y visitar el único viñedo que le quedaba al legado de la familia Peccorini, o para coincidir en el apartamento que los papás de la rubia tenían a la orilla del mar en Livorno. Quizás no llevaron esas escapadas adultas y adúlteras en secreto porque nunca les preguntaron y ellas nunca lo admitieron en público, quizás porque les gustaba eso tan privado, quizás porque era muy de ellas, y quizás porque no querían compartir eso tan “excéntrico” «y relativamente mítico por sensación y sentimiento», porque, a pesar de no saber qué era eso, y qué eran ellas entre sí y consigo mismas, era más concreto, real, y sano que cualquier otra variación y/o variable que la vida podía ofrecerles por aparte.

No había sido hasta casi un año después de haber comenzado la relación, porque al fin habían tenido el coraje para definirlo con etiquetas de valores y descripciones, que Emma había decidido hablar con sus papás para aclararles, de su boca, que ella todavía no sabía exactamente si era heterosexual, homosexual, bisexual, o qué, pero que, sin duda alguna, era «“Sophiesexual”».

Sí, sí, las quijadas de Sara y Franco se cayeron hasta el suelo con la noticia, pues realmente nunca sospecharon un comportamiento evidente en Emma, y no era que se escudaban en que había tenido dos o tres relaciones serias con hombres, pero, como Emma no era del tipo que presentaba a sus parejas en sociedad porque le gustaba la vida privada, sus papás pocas veces habían tenido interacción con sus parejas, y la quijada se les cayó más por eso, porque Emma estaba prácticamente presentándoles a su pareja de forma discreta e indirecta.

Ninguno de los dos hizo un escándalo, ni se escandalizaron, sólo se pusieron de pie, porque estaban sentados en el sofá de la sala de estar cuando Emma se los había comunicado, y la abrazaron con una sonrisa, lo cual significaba que luego, con el paso de las horas y los días, llegarían a procesarlo por completo.

Vino el mes de septiembre, mes en el que a Sophia, tras lo que ella llamaba “una cagada sin remedio ni remiendo”, no le había quedado de otra más que presentar una digna renuncia por respeto a sí misma y a su reputación; fue el mes en el que decidió irse de Milán para entrar a trabajar con su papá, por consiguiente con Emma, cosa que todos sabían que era peligroso «por el escenario de “¿y qué pasa si ustedes terminan? ¿No sería eso muy incómodo?”», pero, a decir verdad, ni Emma ni Sophia se detuvieron nunca a pensar en eso, quizás por inmadurez emocional o quizás por seguridad emocional, pues no creían en la posibilidad de que eso pudiera llegar a suceder.

Del lado de Sophia, de la encantadora rubia que siempre se despertaba con Emma entre sus brazos, su mamá, Camilla, lo había tomado como cualquier otra noticia: con indiferencia e irrelevancia, pues a ella le daba igual qué era y qué no, a ella sólo le importaba que Sophia estuviera tranquila y que fuera feliz. A su papá, Alessandro, siempre le interesó que fuera un hombre merecedor quien se llevara a su hija mayor, pero, desde que Sophia, con diecisiete años les había arrojado la noticia sobre un ayuno dominical, se había resignado a que no tendría un yerno con quien departir mientras las tres mujeres de su vida hacían las compras, bueno, se había resignado a que Sophia no le daría un yerno sino una nuera. E Irene, la hermana menor de Sophia, la que había abusado de los genes recesivos en todo sentido, ella simplemente había crecido con esa idea de que su hermana nunca había tenido novio, y de que no le gustaban los hombres, y para ella eso era normal, tan normal como que sus papás se querían bien.

Pues, a raíz de que Sophia se regresó a Roma, y que no quería irse a vivir con sus papás por considerarse una adulta hecha y derecha, aceptó la invitación de Emma para vivir juntas en el apartamento de la Via Nizza, y, desde entonces, desde hacía nueves meses que vivían juntas, todo se había dado con los mejores colores, los mejores tratos y las mejores sensaciones, que ambas familias se habían involucrado amigablemente, tanto a nivel de suegros como a nivel de cuñados; de desayunos tardíos en casa de los Volterra, de cenas en casa de los Pavlovic, de salidas al cine con Irene, o con Marco y su esposa, de compras de suegras y nueras, de almuerzos de suegras, «y de juegos de la Roma en el Stadio Olimpico, en especial cuando se trata de un juego contra la Lazio».

                Se volcó sobre su costado para acomodarse en una potencial posición fetal, así como solía dormir al lado de Sophia, y se aseguró de quedar con la espalda casi fusionada al cuero del respaldo para sentirse como si estuviera siendo sostenida por la rubia; sólo le faltó la respiración contra su cuello, eso que la relajaba tanto y que al mismo tiempo le hacía suaves cosquillas.

Vio la habitación a mirada entrecerrada, logrando ver el escritorio de su papá, con la HP y toda la artillería que necesitaba un economista para mantenerse al tanto de toda bolsa habida y por haber en todo momento, y, más allá, en la esquina en la que se mantenía la pecera con peces payaso y que pretendía ser una minúscula parte de un arrecife de coral, estaba el Yamaha de media cola que era tocado todas las noches por al menos veinte minutos, o lo que duraran los antojos de la noche, lo que Tchaikovsky o Rachmaninoff tuvieran para dar.

Cerró sus ojos al ya no tener ningún cigarrillo que fumar, y, en cuanto el mundo se volvió oscuro, sólo supo arrepentirse de no haber tenido tiempo para entrar a la cama la noche anterior, pues eso de “mover el baño” le estaba quitando el sueño de forma literal, «¿porque a quién carajos se le ocurre mover un baño sólo porque sí?», y Alessandro la tenía quebrándose la cabeza también, aunque ella ya había dicho mil veces, y una más, que era mejor y más fácil pellizcarle los testículos al león mientras se vestía un jumpsuit de carne cruda. De igual forma, habiendo trabajado toda la noche en eso, en intentar encontrar una solución que no fuera «“es más fácil demoler y construir que sólo cambiar ese baño de lugar”», no había podido enrollarse contra Sophia, quien se había quedado dormida con “Project Runway” en el televisor. Y, como no había podido dormir con ella, decidió mejor acordarse de la noche anterior, noche en la que sí había compartido la cama, y no sólo la cama.

                Se acordó de cómo, con el share violeta, había asaltado a Sophia en la cocina; la rubia con las manos sobre una encimera, obligando a que su trasero saliera un poco para que ella, tomándola por la cadera, la penetrara con malicia, para luego penetrarla de frente, con las piernas a los hombros, para dejar que Sophia la cabalgara de frente y de espalda mientras se estimulaba su clítoris o tomaba de sus senos. Todo para que, cuando había sido su turno, poder recibir el más sensual y cariñoso abuso anal entre besos y caricias. Y eso la mató hasta las siete de la mañana del día siguiente.  

                La alarma le sonó exactamente a las cinco con cuarenta y minutos, y ella, abriendo sus ojos, procuró sentarse y tomar uno que otro respiro profundo, pues no sabía si era el nerviosismo en sí o el hecho de que la alarma, «porque suena como si fuera alarma nuclear», siempre le lograba sacar la mierda del susto. Es que, de no ser así, nunca se despertaba, pues podía haraganear y dormir todo el día si no era porque tenía que trabajar o porque tenía que hacer el mate de que trabajaba. Después de todo, ella estudió Arquitectura y Diseño de Interiores por no querer enfrentar a sus papás y decirles que quería estudiar Diseño de Modas, «porque eso me habría hecho una costurera», y ejercer la Arquitectura no era nada sino un dolor de cabeza que era obligación, por lo que siempre prefería ambientar cuanto espacio fuera posible; así fuera algo pro bono, «si es que tal cosa existe».

— ¿Descansaste? —sonrió Sara en cuanto la vio emerger en la cocina con una cara ya más fresca a pesar de que el nerviosismo se le notaba por cómo frotaba rápida y ligeramente sus pulgares contra el resto de sus dedos.

     — Sí, un poco —asintió Emma, no pudiendo evitar inhalar y degustar el aroma que las colas de langosta despedían al estar siendo salteadas en un poco de mantequilla, ajo, ralladura de limón, sal y pimienta fresca, aroma que el extractor de olor succionaba y que las ventanas abiertas dejaban escapar—. Huele demasiado rico.

     — Prueba —le ofreció Franco un trocito de langosta que había recogido con la cuchara de madera, y Emma lo recogió con sus dedos para llevarlos a su boca—. ¿Qué tal? ¿Sabe bien?

     — Doctor Pavlovic —rio Emma, succionando las puntas de sus dedos para quitarles el sabor, aunque luego se lavaría las manos—, ¿usted tiene un Doctorado en Finanzas o en Gastronomía?

     — Me halaga, Arquitecta Pavlovic —le devolvió la mención del título—. Pero el Doctorado es en Finanzas.

     — Y en este momento pienso que es una pena que no sea en Gastronomía —guiñó su ojo.

     — Así de bueno estará —rio Sara, que se volvía al molino para seguir aplanando la última hoja de pasta—. Escogimos un Pinot Noir para los que quieran vino tinto, y Pinot Grigio para los que quieran vino blanco, ¿te parece?

     — Para ustedes los adultos, sí, claro —asintió con una risita que implicaba la vetustez de sus progenitores y de los de Sophia.

     — Sí, sí, y para la niña una limonada rosada —dijo Franco, devolviéndole la burla.

     — Pero con Grey Goose —se defendió Emma—, con Grey Goose.

     — Y para la otra niña una Dr. Pepper —se burló Sara, refiriéndose claramente a Sophia.

     — Deberían estar agradecidos de que no somos unas alcohólicas anónimas —frunció su ceño.

     — Tienes razón, pero tampoco es mejor que sean un par de alcohólicas reconocidas —sacó Sara la lengua.

     — Nada de eso —se le arrojó en un cariñoso abrazo por la espalda—. Tú sabes muy bien que me enseñaste a moderarme.

     — Personalmente te enseñé —asintió Sara con una risa, pues le daba cosquillas cuando Emma la abrazaba así.

     — Tan bebedora ella —bromeó él, porque Sara no bebía otra cosa que no fuera vino o champán, en ocasiones especiales bebía algo más.

     — Desde siempre y para siempre —la apretujó Emma con la burla que eso significaba, y se estiró un poco, no por falta de altura, sino sólo para darle un beso en la mejilla.

     — Emma, hazme un favor y saca las otras sillas de la bodega, ¿quieres? —sonrió Franco, sacando la langosta del fuego, aunque, bueno, fuego no era porque la cocina era eléctrica, y Emma asintió—. Ahora extiendo la mesa.

     — Sólo cuatro sillas —le dijo Sara, sólo por si el cerebro de su hija seguía dormida.

     — Creo que sólo cuatro adicionales hay —se encogió entre hombros con una risa, desapareciendo por un costado.

     — Cuatro Volterra, y cuatro Pavlovic, ¿verdad? —elevó Franco su voz—. ¿O viene “la Doña” también?

     — Si Trenitalia la suelta antes de las siete, sí —respondió Emma desde la bodega, «por el coño de Atenea, ¿desde cuándo “la Doña” trabaja para Trenitalia? ¿Desde cuándo vive aquí?».

Sophia se despertó sin saber exactamente por qué, sólo era de esas veces en las que probablemente se trataba de enormes ganas de ir al baño, o de sed, o de que Emma le había robado las sábanas y le había dado frío, o, al contrario, de que ella le había robado las sábanas a Emma y se estaba muriendo de calor.

Pero no, ni lo uno, ni lo otro. Ni esto, ni aquello.

                Se rascó los ojos para poder enfocar un poco en la oscuridad, y, luego de haberlo hecho con los respectivos suspiros mentales, tomó su teléfono para ver la hora, «las tres con veintisiete», y suspiró por la hora, porque era hora de seguir durmiendo.

Se volvió hacia el lado izquierdo, pues, como cosa para-nada-rara, se había despertado sobre su abdomen pero viendo hacia el armario empotrado que daba de su lado, y vio a Emma acostada sobre su costado izquierdo, dándole la espalda como cosa para-nada-rara. No tenía la sábana encima, ni siquiera de esas noches en las que se la dejaba a la cadera, y el aire acondicionado estaba a unos afables diecisiete grados, pues era la temperatura a la que habían acordado desde que a Sophia no le gustaba dormir en un congelador, y dieciocho grados era realmente demasiado caliente para la pubertad tardía y crónica en la que Emma se encontraba desde mucho antes de su pubertad real.

Buscó el borde de la sábana bajo la que ella se encontraba, porque, aunque le gustara ver a Emma dormir en un culotte negro, el cual delataba la minúscula y disimulada incomodidad de aquellos reglamentarios días del mes, le arrojó las ciento catorce hebras de algodón egipcio blanco encima, pero, como ella era ella, y quizás por estar todavía un poco dormida fue que se sintió con el poder absoluto de acercarse a Emma para adoptar su posición y abrazarla por su abdomen, que fue por eso que frunció su ceño.

                Emma arrojó la colilla del cigarrillo a la acera en cuanto vio que la Tiguan negra se estacionaba al otro lado de la calle, por lo que supo que exactamente, detrás de ella, venía el S60 rojo flamenco metálico en el que se sentaba la cabellera rubia de gafas oscuras Dolce.

Esperó a que se estacionara, y, aunque pareciera una omisión, fue directamente al trío que llevaba el apellido “Volterra” como si fuera un deporte olímpico.

— Arquitecto Volterra —sonrió para el calvo hombre que vestía su típica camisa polo bajo la chaqueta casual de coderas de cuero, y lo saludó con un apretón de manos que se convirtió en un beso en cada mejilla—. Arquitecta Rialto —se volvió hacia la lacia rubia platinada.

     — Emma, por favor —rio Camilla mientras recibía un beso en cada mejilla—. Cero formalidades, por favor.

     — Nene —sonrió Emma, dejando a un lado las formalidades que le costaba quitarse porque se trataba de sus jefes, quienes, al mismo tiempo, eran los papás de la rubia que se veía al espejo retrovisor para aplicar algo tan sencillo como un lipbalm, y se volvió hacia la mente maestra que había confabulado el plan perfecto de primero estudiar Química y Farmacia para luego entrar directamente y sin titubeos a Medicina.

     — “Cognata” —resopló a su oído, pues ellas no se daban un beso en cada mejilla sino un abrazo febril, y, aunque Emma quisiera estar en el momento, en el educado y fraternal abrazo, sólo pudo estar acosando a Sophia, quien ya caminaba hacia ella con una sonrisa de gafas oscuras tipo diadema.

     — Cara mia —exhaló sonrientemente Sophia para que Irene la soltara y se la dejara en libertad, pues ella quería saludarla, quería verla después de tanto tiempo de ni siquiera cruzarse con ella por el estudio.

     — Mon amour —sonrió Emma, cayendo entre los brazos de la rubia, quien la había tomado en un sorpresivo pero bienvenido y-para-nada-incómodo beso de labios.

     — Qué rico beso —susurró, y le sonrió con sus celestísimos ojos al compás del secuestro de su mano—. ¿Todo bien?

     — Demasiado —asintió Emma, que, de no ser porque Camilla se aclaró la garganta, ellas se habrían olvidado del mundo entero al sentir esa necesidad y ese equipaje que se acumulaba en cuestión de minutos y horas de no verse.

     — ¿Vamos? —entrecerró Sophia la mirada para emitir el descontento con su mamá, pero ya luego tendría tiempo a solas con Emma, y qué bueno que era viernes.

     — Espero que no les moleste la comida casera —dijo Emma para todos, irguiéndose para emprender camino hacia el interior del edificio.

     — Sabes que no hay nada como la comida casera —respondió Camilla, viendo hacia ambos lados de la calle, por mera costumbre, aunque la vía sólo era de un sentido—, y que es algo que siempre decimos.

     — Para no perder la costumbre —rio Sophia, recibiendo a Emma en su hombro izquierdo y sintiendo cómo la abrazaba al tomarla de la mano y del brazo.

     — ¡Ay, Ca! —exclamó Alessandro, llevando sus manos a su rostro—. ¡Se nos olvidó el vino en casa!

     — Nada, nada, Alec —sacudió Emma su cabeza—. No te preocupes, tenemos hasta de sobra —sonrió reconfortantemente mientras se adelantaba, todavía tomada de la mano de Sophia, para abrirles la pesada puerta del edificio.

     — Pero qué vergüenza venir con las manos vacías —sacudió Camilla la cabeza, estando un tanto sonrojada por la misma olvidadiza vergüenza, e Irene que la remedaba de labios mudos, pues era tan predecible que cualquiera sabía qué era lo que podía salir de su boca.

     — Para nada, Camilla —rio Emma—. Olvídalo, no pasa nada; de verdad es una invitación completa, como siempre —sonrió, viendo pasar a Irene para, por fin, dejar pasar a Sophia y pasar ella—. Mi amor —detuvo a Sophia con un suave tirón de mano—, ¿desde cuándo tuteo a tu mamá? —susurró, viendo a Alessandro pedir el ascensor.

     — Desde siempre, mi amor —sonrió ella un tanto confundida, y se confundió todavía más en cuanto Emma transformó su expresión facial en un intricado rompecabezas—. ¿Te sientes bien? —le preguntó con su ceño fruncido, todo porque escuchaba cómo los pensamientos de Emma hacían más ruido de maquinaria pesada que el para-nada-sutil sonido del ascensor.

     — Sí, sí —sacudió Emma su cabeza, pero la confusión no se le quitó, y sonrió como si la estuvieran forzando a hacerlo.

     — ¿De verdad te sientes bien? —le preguntó de nuevo, pues la sonrisa no la había convencido en lo absoluto—. Es que no tienes por qué rendirle homenaje a la tradición de “una semana con mi familia, una semana con tu familia” —sonrió—. Podemos cancelarlo si no te sientes bien —dijo, acariciando su mejilla con sus nudillos.

     — No, no —sacudió Emma nuevamente su cabeza—. Cansancio nada más —rio nerviosamente, y volvió a emprender marcha hacia el ascensor, en donde, por respeto a los Volterra, se uniría a ellos en aquella estrecha jaula.

     — Mi papá tiene que bajarle al ritmo —comentó Sophia—, siempre que se le ocurre una “genialidad” te arrastra a ti.

     — Es lo que hace el trabajo entretenido —se encogió entre hombros, y mató el tema por estar ya demasiado cerca de ellos.

Sophia se aferró a Emma, y comprendió por qué se había quitado la sábana; estaba ardiendo, y estaba ardiendo de tal manera que no sabía siquiera si era una fiebre común y silvestre, pero, cuando colocó su mano sobre su frente, aun sin saber si era fiebre o no, supo que era algo más, pues Emma, en cualquier otra circunstancia, se habría despertado inmediatamente por el insoportable calor.

                Frunció su ceño, y continuó intentando averiguar si era fiebre de la ya no común y silvestre. Posó su mano en lo que dejaba de su cuello, «hirviendo», la posó sobre su espalda, «hirviendo», y no sólo estaba hirviendo, sino que estaba empezando a humedecer la camisa desmangada gris. Asumiendo que era fiebre, porque realmente estaba «hirviendo», la cubrió con la sábana y se acostó tras ella para abrazarla, pues, si no se estaba despertando, no debía ser tan grave como para recurrir a despertarla, y, por si era calor, colocó el aire acondicionado en lo más bajo, pues ella, junto a ese horno que tenía por prometida, fácilmente se calentaría.

                Emma tomó la botella de Pinot Grigio, vino que era rechazado por demasiados snobs del mundo cotidiano y culinario, pero los Peccorini lo defendían porque habían sido productores de dicha variedad, y los Volterra-Rialto no peleaban ningún vino por ser simplemente vino, y llenó la copa de Sophia, quien se sentaba a su lado derecho, «¿desde cuándo se siente a mi lado derecho y no a mi lado izquierdo?».

— ¿Te sientes bien? —le preguntó con un susurro Sophia, pues vio a Emma quedarse en blanco ante la epifanía de la confusión, aunque, más que la confusión, le llamó la atención eso de que se pasara de la parte más ancha de la copa al estarle sirviendo.

     — Sí, ¿por qué? —frunció su ceño, reaccionando rápidamente y levantando la botella para interrumpir el vertimiento.

     — No sé, te siento rara.

     — No, no… nada que ver —sonrió con la misma falsedad de antes—. Sólo cansada.

     — Bueno, bueno, perdón por el atraso —interrumpió Sara con dos platos en el brazo izquierdo y uno en la mano derecha—. Espero que haya valido la pena la espera —sonrió, colocando un plato frente a Alessandro, Irene y Camilla, y Franco colocó un plato frente a Marco, quien recién llegaba, uno para Sophia, y otro para Emma.

Era un plato blanco para cada uno, un plato relativamente pequeño; de ensalada, y, en efecto, era una ensalada que entraba en el término de “fresco” por frescura y no por el nombre de típica “ensalada fresca”; ahí no había lechuga, ni tomate, ni cebolla, no, ahí había pepino, melón verde y melón naranja, todo en viruta y sin semillas, y con vinagreta de jengibre, arándano y albahaca.

— Esto está buenísimo —exhaló Marco, que quizás lo sintió demasiado rico porque no había comido en todo el día, pero realmente sabía muy bien aun sin hambre.

     — “Demasiado buenísimo” —lo corrigió sonrientemente Sophia, quien se sentaba frente a él—. Muy rico, Sara, muy rico, muy, muy, muy rico —dijo, atrapando una lasca de melón verde y una de pepino para probar otra combinación.

     — Muchas gracias, Pia —sonrió agradecidamente la autora de la ensalada, «not even Ina Garten can beat this»—. Si quieres más, hay más también.

     — Gracias, pero creo que prefiero guardar espacio para gli ravioli.

     — Sabia decisión, Cognata —rio Marco.

     — ¿Sabia de sabiduría o sabia de que es mejor para ti? —bromeó Emma.

     — Sabiduría absoluta, de la una y de la otra —guiñó su ojo.

     — Marco —interrumpió cortésmente Camilla—, ¿cómo va todo en la bolsa?

     — Como descubrieron que en “Cicala e Guzzetta” estaban haciendo uso de información privilegiada, ahora a todos nos están investigando —se encogió entre hombros—. Pero, de no ser por eso, todo va bien… pues, dentro de lo que cabe; con esto de que Marlboro está teniendo un decaimiento del tres por ciento… ay, hay de todo —sacudió su cabeza.

     — Y Natasha —sonrió Alessandro—, ¿no nos acompaña hoy? —«¿Natasha?».

     — Llamó cuando venía entrando, todavía está en el trabajo; supongo que sigue intentando resolver una crisis de huelga antes de que siquiera se les ocurra hacer huelga —rio.

     — Ya tenemos semanas de no verla, ¿cómo está?

     — Bien, bien —sonrió para Camilla, quien le había hecho la pregunta—. Siempre con trabajo, pero ahora está viendo cuándo se tomará las vacaciones que le deben para ir a visitar a sus papás.

     — Ah, sería de aprovechar —dijo Alessandro—. Nueva York es muy bonito, ¿alguna vez has estado allí?

     — No, no en Nueva York —sacudió su cabeza—, pero mi hermana siempre me cuenta de cuando estuvo con el Arquitecto Pensabene haciendo la pasantía.

     — ¿No piensas acompañarla esta vez? —preguntó Sara.

     — Lo más seguro es que sí.

     — Mi amor —susurró Emma para Sophia—. How exactly did I meet Natasha?

     — En Manhattan —sonrió como si no entendiera el porqué de las preguntas de Emma, quizás era un cuestionario de sabiduría, como si se tratara de aquel milenario juego de “Newlyweds”—, mientras hacías tu semestre de Arquitectura en Parsons y trabajabas con Pensabene —«¡¿Parsons?!».

     — ¿Soy amiga de Natasha?

     — Ay, mi amor, las cosas que preguntas —rio Sophia, pero Emma no le dio una mirada que le dictara que era una broma—. Claro que sí, y lo sabes.

     — ¿Y por qué Natasha está aquí?

     — La privación de sueño es mala en ti —frunció su ceño, y Emma no respondió. La convenciste de venir a estudiar su Máster aquí, ¿no recuerdas?

     — ¿Y Phillip?

     — ¿Phillip? —ladeó su cabeza con su ceño fruncido—. ¿Quién es Phillip?

     — Eso quisiera saber yo —rio con una suave carcajada nerviosa que se hacía pasar por genuina gracia, porque «what the fuck is going on?!».

     — Ay, mi amor, de verdad que ya necesitas dormir —rio Sophia, ahuecando su mejilla con su mano izquierda, que fue cuando Emma vio que no llevaba el anillo de compromiso, «seriously, what the-double-fuck is going on?!».

     — Sí, ¿verdad? —sonrió, estando realmente asustada por su ignorancia real y no aparente.

     — Bueno, bueno —rio Marco, interrumpiendo la plática de susurros disimulados que tenían ellas dos—. Mejor compartan, ¿cómo va la reambientación del Palazzo Manfredi?

     — ¿Quién te dijo que estábamos reambientando el Manfredi? —frunció Emma su ceño.

     — ¿Tú? —se carcajeó él.

     — Va bien, Marco, va muy bien —intervino Sophia—. Lo que más atrasa, aunque nadie lo crea, es la enorme vista que tiene del Coliseo.

     — Y claro, cómo no, si lo tiene al lado —rio Franco.

     — No sabía que el Manfredi era un Hilton —comentó Sara.

     — No, no lo es —sacudió Camilla su cabeza—. Cuenta como cliente personal y no corporativo, sino los Hilton nos cortan la cabeza —rio, «¿Hilton? Eso no puede ser»—. Además, por el momento no tenemos proyectos con ellos, por eso es que Emma y Sophia se pueden encargar de eso.

     — Ah, no sabía que estaban trabajando juntas en eso —dijo Franco—, creí que sólo eras tú —señaló a Emma con las cuatro puntas del reluciente tenedor que atravesaba una lasca de melón.

     — No —respondió Emma rápidamente, pues ya había entendido por dónde iba la cosa, «quizás».

     — Ellos contrataron a Emma, y ella me pidió que le ayudara —sonrió Sophia, rescatándola de no saber qué más decir, «pero, bueno, al menos eso no ha cambiado, por muy feo que se escuche».

     — Ah, qué bueno —sonrió Franco, lanzándole una mirada de orgullo a Emma—. Y tú, Irene, ¿cómo vas en la universidad? ¿Todo bien?

     — Sí, sí, todo bien —asintió la tímida pero cálida mujer que tenía cara de niña todavía.

     — ¿Cómo te fue en la prueba de laboratorio que tenías el miércoles? —le preguntó Emma, asombrándose instantáneamente por no saber cómo era sabía que había tenido una prueba de laboratorio, «bueno, sí, quizás es el no dormir… o el thinner».

     — Yo creo que bien —rio suavemente, colocando su tenedor y su cuchillo sobre el plato al ya haber terminado—. La otra semana nos dan las calificaciones, pero yo creo que lo apruebo con una B, ojalá y con una A.

     — ¿No dijiste que podías no hacer la prueba del trimestre si tenías una B o una A? —preguntó Emma nuevamente, sintiéndose ya un poco más cómoda con la situación en la que estaba, todo porque, aparentemente, sí sabía.

     — Bueno, van a hacer un promedio de las tres pruebas de laboratorio que hemos hecho hasta la fecha, y, quienes estén en el diez por ciento más alto, esos serán los que no hagan la prueba trimestral —asintió la alborotada melena marrón oscuro.

     — Pues ojalá y sea una A —sonrió Marco—. Digo, para que eleve las probabilidades de que estés en el diez por ciento superior y te exoneren de hacer la prueba trimestral.

     — Tú y tus probabilidades —rio Irene—. Pero sí, eso espero yo también.

     — ¿Es muy difícil? —preguntó Franco, estando interesado de sobremanera en el tema y sin saber exactamente por qué.

     — Bueno, dicen que esa prueba es raro que alguien la apruebe, la llaman “el imposible”… son diez preguntas referentes a un objeto en especial; el año pasado fue un hueso humano, el año antepasado fue una concha de ostra, y hace tres años fue un litro de leche —le explicó—. Y, bueno, el laboratorio de esta semana sí fue difícil…

     — ¿De qué trató? —murmuró Emma, colocando ya sus cubiertos sobre el plato y llevando la servilleta de tela a sus labios para limpiar cualquier resto inexistente de vinagreta.

     — Era en grupos, y teníamos que investigar el tiempo de absorción contra los componentes de una tableta para desinhibir el sistema digestivo —respondió con naturalidad, viendo que ya Franco, Sophia, Emma y Marco le prestaban absoluta atención—. La meta era reducir el tiempo de absorción; optimizarlo.

     — ¿Y eso cómo se hace? —preguntó Alessandro, dándose cuenta de que él no sabía nada sobre lo que Irene hacía o dejaba de hacer.

     — No me digas que hicieron pruebas en humanos —bromeó Marco.

     — No, para nada —rio Irene—. Teníamos ocho horas para elaborar un método, un proceso, o lo que fuera, sólo teníamos que reducir el tiempo de reacción pero sin alterar los componentes o las cantidades de cada componente.

     — ¿Y eso cómo se hace? —rio Marco.

     — Bueno, hay un programa que hace una simulación, y básicamente eso es lo que utilizamos —dijo por explicación, pero se dio cuenta de que no era suficiente para las miradas curiosas que la acosaban—. O sea, una tableta normal, una tableta que no es cápsula, no lleva todos los componentes mezclados en toda su estructura, sino que lleva un orden específico que corresponde a cada nivel de pH con el que se encuentra; el nivel de pH de la boca es diferente al nivel de pH del estómago… entonces, básicamente, esta tableta lo que tiene son capas cilíndricas de los componentes, por así decirlo: la primera capa se disuelve en la boca, la siguiente en el esófago, la siguiente en el estómago, y así hasta que se termine en el núcleo… claro, cada tableta es distinta, porque, si se trata de algo más sencillo, como de una Aspirina, eso está diseñado para disolverse en el estómago y ser absorbido casi inmediatamente, pero, algo que es más complejo y que contiene enzimas digestivas, tiene que ser delicadamente calculado para que cada enzima tenga la reacción en el lugar correcto, porque, al ser proteínas, si no están en el pH óptimo, se desnaturalizan y no sirven; se arruinan.

     — Entonces, si no podían alterar los componentes, y por lo visto tampoco el orden de los componentes, ¿qué hicieron? —preguntó Franco.

     — Bueno, una tableta no es por gusto que también se le llama “comprimido”, porque los componentes van comprimidos para crear esas capas de las que hablo —respondió en una primera instancia—. Definitivamente en orden tienen que ir, porque la pepsina no funciona en el esófago, entonces eso se tenía que respetar… lo que hicimos fue aplicar el doblaje del origami; sólo fue una propuesta, porque hay mil dobleces que se pueden hacer, pero, al ser un doblez, que es lo mismo que una capa aunque no esté tan comprimida como la de una tableta normal, es que la placa, por así decirlo, se desprende y se absorbe lo más rápido posible… claro, no sabemos si la propuesta es siquiera viable, es más una locura, pero el profesor está abierto a ese tipo de cosas —se encogió entre hombros—. Otros grupos presentaron lo que ellos consideraban una dieta específica para cuando se debe tomar esa tableta, o un momento específico en la digestión en el que se absorbiera más rápido, o un sujeto en específico que se filtrara por género, edad, y no me acuerdo qué más… en fin, éramos seis grupos, y hubo cuatro propuestas distintas si no me equivoco.

     — Suena muy interesante —sonrió Franco, llevando la copa de vino tinto a sus labios.

     — “Interesante” —se saboreó Marco la palabra, como si no tuviera sentido o le faltara sabor—. Diría “loco” más bien —rio.

     — ¿Por qué loco? —frunció Emma su ceño.

     — ¿Origami no es eso de que doblan papel así y asá? —preguntó al aire, y todos asintieron—. Bueno, pues doblar los componentes de la tableta como si fuera alguna figurita de origami… no sé, está muy loco, de la nada me sales con una grulla.

     — “Rebuscado” diría yo —le dijo Emma a Irene con una sonrisa reconfortante, pues no quería que se viera afectada por las bromas de su hermano—, e “interesante”.

     — “Innovador” también —agregó Sara en defensa de la menor de las Volterra.

     — Bueno, es que la idea vino de una técnica que tienen los japoneses para ingerir ciertas sustancias; por estética, porque no hay otra explicación a ningún nivel molecular o químico, tienen las sustancias sólidas en forma de figuras, como de copos de nieve, o de estrellas, o de cubos, que, al entrar en contacto con el agua, se extienden hasta la forma original, y se disuelven… —dijo Irene para Marco, porque, sin saber por qué, le había herido su orgullo, o quizás su Ego también—. Lo que nosotros propusimos fue investigar sobre la forma en la que se debía hacer cada doblez de acuerdo a la forma y al pH del órgano objetivo, porque la textura y la forma del esófago no es la misma que la del estómago.

     — ¿Eso no es algo que deberían estar haciendo un Cirujano General, junto con un Gastroenterólogo, un Endocrinólogo, o qué sé yo? —frunció Marco su ceño.

     — Nosotros sólo damos una propuesta, no hacemos el procedimiento en realidad, y esas propuestas se exponen a la comunidad médica y a la comunidad de químicos y farmacéuticos para que, quien tenga interés, pueda desarrollarla.

     — ¿No sería eso como que te robaran el crédito? —preguntó Sophia.

     — Cuando sí han desarrollado las propuestas, siempre han incluido al equipo de estudiantes, o les han comprado los derechos —sacudió su cabeza—. Pero eso sólo sucede una vez cada cien propuestas, o cada más… me imagino que se ríen de las barbaridades que se nos ocurren.

     — Eso debieron haber dicho del que dijo que podían hacer un mapeo cerebral —dijo Franco con aire alentador—. O del loco que quiso aplicar radiación para reducir el tamaño de un tumor.

     — Además, Thomas Alba Edison no falló “n” cantidad de veces para crear un bombillo; él encontró “n” cantidad de formas para cómo no crearlo —agregó Emma, dándole una mirada matadora a Marco para que dejara de atacarla con ese tipo de comentarios que no eran groseros pero que generaban presión y nerviosismo en su tímida cuñada.

     — Bueno, bueno, dejen en paz a Irene —rio suavemente Sara, quien se ponía de pie para recoger los platos ya vacíos, y Franco que la imitaba pero para ir a la cocina a arrojar los ravioles en el agua hirviendo.

     — Sí, bueno, ¿y qué tal todo? —sonrió Marco para Camilla y Alessandro—. ¿Algún proyecto interesante?

     — Recién nos entra la remodelación y la restructuración de un espacio para que el IF ponga sus nuevas oficinas —dijo Camilla, agradeciéndole con la mirada a Sara, pues le retiraba el plato.

     — ¿IF no es la consultora? —frunció el rubio y flojamente rizado hombre de treinta y un años mientras se rascaba el pecho por entre el cuello entreabierto de su camisa blanca, y Camilla asintió—. ¿Para poner oficinas aquí, en Roma, o para las oficinas centrales en Luxemburgo?

     — Por el momento es para venir a Roma, si todo sale bien, nos estarían contratando para hacerlo en Luxemburgo luego —dijo Alessandro, pues era él quien estaba al frente del proyecto.

     — Ah, Etta —rio Marco para Emma—, trabajando para consultores —la molestó burlonamente porque a Emma no le gustaban los consultores, en especial las sedes de las consultoras, pues era allí en donde empezaba la cabeza de las serpientes, «pero Phillip es consultor, y él me cae bien», frunció ella su ceño—. Ay, no te enojes, no es para tanto —frunció sus labios con una disculpa sincera que iba implícita.

     — No, no —sacudió ella la cabeza.

     — Pia está al frente de la ambientación —dijo Camilla, viendo a su hija tomarle la mano a Emma por encima de la mesa mientras la veía con esa mirada que le daba ternura—, Emma tiene la boutique esa en Ginebra —sonrió, y Emma ensanchó la mirada, «¿en Ginebra? ¿Qué “boutique” en Ginebra?».

     — No sabía que estabas con eso —rio Marco—. ¿Qué boutique?

     — Mmm… ninguna en especial —frunció Emma su ceño, pues no sabía qué responder, «porque realmente no sé para qué “boutique” estoy trabajando».

     — Mi amor, no seas modesta —sonrió Sophia, acariciándole los nudillos con su pulgar—. Vuitton está intentando encontrar a una persona que se encargue de la imagen de todas las tiendas, y, bueno, creo que la encontraron —dijo, viendo a Emma a los ojos con cierto cariño, pero ella no podía ocultar la confusión del momento, «¿Louis Vuitton? ¿Desde cuándo?».

     — Ay, Etta, qué elegante —guiñó Marco su ojo derecho—. Aunque te imaginaba más de Dolce… o de Versace.

     — Ambientar Dolce es sólo poner toda superficie en negro para que la ropa resalte —repuso Emma con automaticidad, como si fuera su cerebro quien se hubiera apoderado al cien por ciento de su boca—, Louis Vuitton te deja jugar con las temporadas y con la ropa… además, tienen más dinero —rio.

     — Ergo, pagan más —concluyó Camilla con un asentimiento, «¿desde cuándo Camilla usa la palabra “ergo”? ¿Y desde cuándo está casada con Volterra? ¿Y por qué Irene no es tan bronceada?».

No, no, es que eso debía ser el efecto secundario de una sobredosis de alguna droga ilícita, «o sea, la vida alterna que me imaginé debió ser producto de LSD, o del thinner, o qué sé yo».

— Cia-a-o! —canturreó la femenina y un tanto aguda pero gutural voz, la cual había abierto la puerta del apartamento como si fuera la de su propio hogar; así de grande era la confianza—. Buonasera a tutti! —sonrió, cerrando la puerta tras ella.

     — Natalia! —corearon todos en ese claro acento italiano, y corearon todos menos Emma, quien estaba al borde del colapso nervioso por una presumida etapa temprana de Alzheimer, «o de demencia, o de qué sé yo».  

     — Qué bueno que nos acompañas —emergió Sara desde la cocina, y, rápidamente, Franco se materializó de la misma forma pero con una silla para ella, la cual colocaría al lado izquierdo de Emma al estar ella a la esquina.

     — Mamá, mamá —rio Marco, quien se había puesto de pie como un resorte en cuanto la había visto, y caminó hacia ella para darle un beso en los labios a su esposa, «¡¿Esposa?!», me gruñó guturalmente una Emma perpleja.

     — Mi amor, ¿qué tienes? —susurró Sophia ante el gruñido de la mujer que le había triturado la mano y que no dejaba de ver a Natasha con ojos cuadrados e incrédulos.

     — ¿Desde cuándo Natasha usa zapatillas para ir a trabajar? —siseó anonadada, manteniendo su mirada clavada en sus delgados pies envueltos en unas zapatillas Alexander McQueen negras con pinceladas bordadas rojas.

     — ¿Qué tiene de raro? —resopló.

     — ¿Por qué no usa stilettos?

     — ¿Quieres que deje los dientes y a Carlotta en el adoquinado o qué? —bromeó.

     — ¿Carlotta? —frunció su ceño.

     — Ay, mi amor, de verdad que necesitas dormir; ya no das una —rio, señalándole el torso de Natasha mientras ella caminaba a sonrientes pasos hacia la silla que Franco le había colocado con tanta amabilidad.

     — Oh my gosh, Nate, you’re like eleven months pregnant! —exhaló Emma con la mirada ancha, siguiendo aquel vientre y abdomen rígidamente inflados.

     — Emma, non parliamo inglese a tavola —la reprimió Sara con tono sonriente pero regañón; maternalmente regañón, «¿desde cuándo? ¿Y desde cuándo tengo acento americano y no británico?».

     — Ciao, Etta —sonrió Natasha al tomar asiento a su lado.

     — Nate, estás embarazada —susurró.

     — Estableciendo lo obvio —se burló suavemente, «pero si no eres tú la embarazada, es tu cuñada», la vio fruncir su ceño—. No es un marcianito, es un feto —sonrió, tomándole la mano para colocarla sobre su vientre, pues quizás pateaba.

     — ¿Cuánto tiempo es que tienes? —siseó, acariciando el vientre de quien en todo mundo, real o ficticio, era su mejor amiga sí o sí.

     — Veintisiete semanas, no once meses —rio, viendo a Emma sonreír en cuanto sintió la suave patada, que quizás no fue una patada sino un simple movimiento—. Hace mucho que no me llamas “Nate” —le dijo con la nostalgia que eso le provocaba.

     — Lo siento.

     — ¿Lo sientes porque ya no me llamas así o porque me llamaste así?

     — ¿No sé? —elevó la mirada y se encogió entre hombros.

     — No me llamas así desde que me casé con tu hermano.

     — Santa Inquisición y con razón —rio Emma un tanto asqueada, porque hasta ese momento fue que entendió que Phillip no existía, y que Natasha era su cuñada, su embarazada cuñada: “la Doña”—. Pero no pasa nada, Nate —sonrió reconfortantemente.

     — Natalia, ¿qué tal en el trabajo? —preguntó Franco por cortesía.

     — Vamos, vamos —se encogió entre hombros al no saber qué o cómo responder.

     — ¿Problemas? —preguntó Alessandro automáticamente por su naturaleza curiosa.

     — Estoy pensando en dejar el proyecto de Trenitalia —asintió ella muy cómodamente, y, contrario a lo que Emma hubiera esperado, nadie ensanchó la mirada con asombro.

     — ¿Por qué? —murmuró Emma, la única que estaba asombrada y no sólo por eso.

     — Para regresar a trabajar con Filippo, él solo no puede llevar la consultora —rio—. Estoy cobrando mil quinientos euros al día, y me tienen llevando café, o sacando fotocopias, o escaneando cosas —se encogió entre hombros—, me gusta trabajar con Trenitalia, y quisiera regresar, pero ya no voy a seguir con ese proyecto; no me parece justo ni para mí, ni para ellos.

     — Impresionante ética laboral —asintió Camilla—, no cualquiera lo hace.

     — Prefiero seguir haciendo consultorías que sí valgan la pena y que sí valgan el tiempo —repuso modestamente Natasha—. Pero, en fin, todavía no lo sé; la encargada del proyecto es una loca que creo que nunca había estado al frente de nada, y creo que vendió el proyecto como no era.

     — Suele suceder que las personas quieren hacer lo imposible —comentó Emma, no pudiendo evitar referirse a eso de “mover el baño” de Alessandro—, porque no todos conocen la expresión “no se lo recomiendo”.

     — Bueno, bueno —interrumpió Alessandro, sabiendo que era con él el iracundo comentario—. ¿Y qué tal vas con el embarazo?

     — Todo va muy bien —sonrió ella.

     — ¿Nada de dolores, ni de falta de sueño, ni de retención de líquidos? —preguntó Camilla.

     — La espalda me duele un poco, y he tenido uno que otro calambre pero nada grave, pero líquidos no estoy reteniendo; todavía tengo tobillos… el sueño sigue bien, todavía puedo dormir acostada…

     — Nos dice Marco que quieres ir a ver a tus papás, ¿no es muy peligroso viajar así?

     — Estoy pensando en ir luego —respondió, viendo cómo Marco le ofrecía un vaso con agua con gas—. Mis papás quieren venir para cuando nazca Carlotta, quizás y, en la baja por maternidad, me regreso con ellos para estar unas semanas por allá, al menos para que mi familia la conozca… sino, hasta después —sonrió.

     — Ah, entendimos que era un “ya” —comentó Alessandro.

     — No, no, por el momento no quiero dejar de trabajar hasta que ya no pueda —sacudió su cabeza.

Inhalaba el ya difuminado Chanel no. 5 de su cuello porque era lo único que podía hacer a ese nivel, pues, a nivel físico, se aferraba a ella para sentirla contra su pecho, y había escabullido su mano por entre sus apretados y compactados brazos para sentir el latido de su corazón por encima de la camisa, la cual, con el paso de cada segundo, se humedecía cada vez más, y más, y más.

— Mi amor… —susurró contra su húmedo cuello, porque ya le estaba preocupando que, ante tal fiebre, no se despertaba pero ni por intención de broma—. Mi amor… —besó su hombro y su cuello, pero Emma no estaba en la disposición de despertarse.

¿Desde cuándo Emma dormía así de sólido, así de impenetrable, así de indespertable, así de profundo? Era como una roca muda y sorda, y que victimizaba a su respiración; la iba haciendo más densa, y más densa, y más densa.

— Dai, dai —sonrió Franco, levantando su copa de vino blanco—. Sólo quiero decir que es un gusto tenerlos en nuestra casa, y que son siempre bienvenidos.

     — Eres muy amable, Franco —sonrió Camilla, imitándolo con su copa para, con una fugaz mirada de brindis, llevarla a sus labios.

     — Y, bueno… —interrumpió Emma sin razón aparente, pues ella nunca hacía brindis, ni nada—. Quizás no es el mejor momento para hacer esto —dijo, poniéndose de pie a pesar de no saber ella por qué lo hacía ni de dónde le estaban saliendo las palabras—, pero realmente no me aguanto, y quizás voy a ser muy egoísta, pero creo que voy a disfrutar más de los ravioli si hago esto primero —sonrió, bordeando la mesa hasta llegar a donde Alessandro y Camilla se sentaban lado a lado, y se inclinó por entre ellos para hablar con ambos al mismo tiempo—. Todavía no le pregunto a Sophia porque quería consultarlo antes con ustedes, no sé realmente por qué me siento tan anticuada, pero creo que así es lo correcto —dijo, viendo a ambos alternadamente y sintiendo cómo las sonrisas de sus papás se clavaban en ella, en especial la de su papá—. Alessandro, yo sé que tú eres mi jefe a tiempo completo, y, Camilla, yo sé que tú eres mi jefa la mitad del tiempo —murmuró, no logrando ocultar su nerviosismo—, y yo a ambos los respeto mucho; demasiado… y es por eso que, antes de ser impulsiva con Sophia —levantó la mirada para ver a Sophia al otro lado de la mesa—, quería saber si estaría bien si le pregunto a Sophia si se quiere casar conmigo —dijo, viendo cómo el rojo invadió el rostro de Sophia, el rojo de la misma intensidad que describía las amplias sonrisas de sus papás y las miradas perplejas de sus suegros.

     — Yo… —musitó Alessandro.

     — Si Sophia acepta, yo no tengo ningún problema con eso —sonrió Camilla, volviéndose hacia Alessandro junto con Emma.

     — Sí, acepto —dijo él.

     — Papá, se supone que eso es lo que yo tengo que decir —rio Sophia, viendo a Emma erguirse y caminar hacia ella con la mano en el bolsillo de la chaqueta.

     — ¿Y aceptas? —preguntó Emma, sacando, contrario a lo que todos esperaban, un reluciente anillo plateado de brillantes partecitas transparentes, todos esperando una cajita, y no.

Emma dibujó una fervorosa sonrisa, cosa que hizo a Sophia también sonreír, pues fue que supo que estaba soñando algo bueno a pesar de que evidentemente tenía el termostato arruinado; debían ser los días de la filmación de Kill Bill en sus entrañas.

— I wish I knew what you’re dreaming of —susurró, dándole besos suaves en su cuello.

Estaba en esa habitación que no estaba muy segura por qué conocía, los colores no eran familiares, tampoco la distribución, simplemente, por estar parada en el centro de la habitación, sintió ese doloroso frío que la obligaba a apretar los dientes y a abrazarse a sí misma por el mismo traicionero subconsciente, o quizás de la parte real de su vida aun fuera de eso que sabía que no era cierto en ese momento, cosa que no sabía cómo sabía.

                No sabía cómo había llegado allí, si un segundo atrás estaba sentada a la mesa del comedor del apartamento de sus papás, enfundándole el Van Cleef & Arpels en el dedo anular de la mano izquierda a Sophia, «pero no, a Sophia yo le di un Tiffany, no un Van Cleef porque el único que tengo es el de mi mamá», y el anillo era de diamantes blancos, no amarillos, y era más ancho que el Tiffany, pues, de la parte frontal, se anudaba como a un botón con una laza, «y el concepto del anillo está bien, pero no es el mismo del Tiffany amarillo».

— Ah, Tesoro —sonrió Franco al entrar a la habitación junto con Sophia—. Qué bueno que ya estás aquí.

     — ¿Qué hacemos aquí? —preguntó ella con su ceño fruncido.

     — Vamos a darle la bienvenida a Sophia en la familia, ¿no te acuerdas? —dijo, sentándose en un sofá que prácticamente había salido del suelo, «así empezó Alicia en el País de las Maravillas; con alucinaciones… esto es LSD, como mínimo».

     — Mi amor, no te preocupes, todo estará bien —le dijo Sophia, ahuecándole las mejillas para luego darle un beso en los labios.

     — No entiendo —frunció su ceño, y, de repente, se alejó como por arte de magia hasta la esquina, en donde no encontró facultad alguna para moverse, para hablar, siquiera para entender por qué era que nada de eso le parecía bueno, o sano, o bien.

     — Será rápido —le guiñó Franco su ojo derecho—, lo prometo.

Respiró con una pesadez que Sophia no le había conocido antes, la pesadez más pesada, tan pesada que trascendía a la densidad con la que había estado respirando antes.

— Mi amor… —frunció Sophia su ceño, irguiéndose para encender la luz de la lámpara de la mesa de noche.

Pero Emma era tanto la agresora como la víctima a pesar de que no estaba agrediendo a nadie, simplemente era cómplice al no poder decir un simple «detente», al no poder gritar un «¡ya no más!», al no poder pedir piedad, al no poder rogar misericordia, y se sentía tan cómplice que sentía como si fuera ella misma quien “incluía” a Sophia en la familia de esa tan denigrante y violenta manera.

— Mi amor —la llamó de nuevo, ahora moviéndola un poco con ambas manos por el hombro.

Sólo podía ver eso que ella tan bien conocía; esa mirada, a pesar de nunca habérsela visto en un espejo, sabía que era la misma que ella había construido incontables veces a pesar de ser ya familia, a pesar de ser la familia.

— Mi amor —elevó su voz, cuidando de no gritarle, porque, por alguna razón, supo que no era momento de ceder a utilizar ese recurso, aunque nunca era momento.

Las manos le ardieron, todo porque ahora, siendo su subconsciente su peor enemigo, parecía como si ella era la agresora real y directa, la autora intelectual y material de esa llamada “inclusión”. Y le ardieron tal y como si estuviera poniéndolas cada una sobre una hornilla en lo más caliente que daba para calentar; ese olor, esa sensación, ese dolor.

— Emma —frunció su ceño, y la sacudió con más fuerza, pues ya había empezado a hacer esos puños de enojo, de impotencia y de desesperación, y se estaba enrollando en posición fetal como si buscara protegerse de algo—. ¡Emma! —gritó, perdiendo completa y absolutamente la racionalidad y la calma, y quizás fue por la sacudida que le dio, porque no fue la más suave ni la más delicada por la desesperación misma, pero tampoco fue lo suficientemente fuerte como para hacer que Emma literalmente rodara en caída libre hacia el suelo, acción que había sido desencadenada por la misma intensidad de lo que cualquiera podía intentar catalogar como una pesadilla común y silvestre, cosa que para Emma no era ni común, ni normal, ni siquiera sobre un monstruo bajo la cama—. ¿Mi amor? —suavizó su tono de voz, viéndola moverse hasta quedar contra la pared de su lado y que veía hacia todos lados como si intentara ubicarse en tiempo y en espacio, porque eso hacía.

Emma tosió, y tosió, y tosió, e intentaba recuperar el aliento, tanto por la secuencia de imágenes de “inclusión familiar” como por la sorpresa del golpe que prácticamente ella misma se había auspiciado; parte por culpa, parte por merecimiento, parte por accidente, parte por obligación para despertarse.

                Reconoció el lugar en el que estaba, sintió la alfombra con sus pies desnudos y sus adoloridas manos, las cuales tuvo que verse para asegurarse de que había sido un sueño nada más, pero, al ver que las palmas estaban demasiado rojas, se puso de pie en agitado silencio, y, a pesar de que vio la confusa mirada de Sophia, no le importó nada más que saber si estaba o no soñando, de saber si era o no real, porque no era momento para confiar en nada ni en nadie, mucho menos en sí misma.

— Quítate la ropa —murmuró seriamente, absteniéndose a tocarla, por lo que simplemente envolvió sus manos en un par de impotentes y furiosos puños.

     — ¿Mi amor? —ensanchó la mirada con una exhalación.

     — No quiero tener que repetírtelo —dijo, dejándole ver esa grieta que tenía su autocontrol, la cual cada vez se hacía más larga, más profunda, y más ancha, y que se extendía en ramificaciones a lo largo y a lo ancho, y que, detrás de eso, sólo existía un verdadero y real supremo enojo, por lo que simplemente se quitó la camisa—. Toda la ropa —frunció su ceño, apretando más sus puños por la desesperación momentánea que encontraba en lo que su irracionalidad consideraba “ineptitud” en Sophia.

Sophia se puso de pie en un doloroso silencio, pues era primera vez que se sentía así de intimidada, de pequeña, y, de alguna forma, maltratada, pero no tenía tiempo para pensar en eso, sólo tenía tiempo para intentar calmar en Emma lo que fuera que la tenía así.

                Bajó rápidamente su hípster sin ver a Emma, sólo viendo al suelo, por lo que no se dio cuenta cuando Emma se movió para encender la luz principal de la habitación.  

La iluminación le dio esa sensación de miedo, porque, a pesar de no estar a oscuras, no quería ver; no sabía a dónde iba Emma con eso de “quítate la ropa”, en ese tono nunca se lo había dicho. El tono trascendía a una simple orden.

                La timidez y el pudor, que creía haber perdido, la poseyeron de nuevo para hacerla querer que la tierra se la tragara antes de que Emma se la comiera y no como le gustaba que lo hiciera. Su mirada era baja, ciertamente triste, y su lenguaje corporal no decía nada sino una gama de colores de insultos y ofensas hacia su persona, en especial cuando Emma se acercó a ella solamente con la mirada, y, a milimétrica distancia de su piel, la investigó y la analizó con profundidad; centímetro a centímetro, segundo a segundo, desde su frente hasta sus pies.

— Tu espalda —murmuró con el mismo tajante tono, haciendo que Sophia se volviera sobre sí para mostrarle su revés.

No era sexy, no era seductor, no era fino, no era tranquilo, en especial porque era escalofriantemente acosador; cero cariño y con cierta anulación de lo que podía apreciarse como respeto.

— Ya, gracias —suspiró una pizca más tranquila al ver que no había ninguna marca en ella, y, antes de que Sophia pudiera decirle algo, salió de la habitación como si intentara personificar a un tornado; aventando la puerta, con pasos pesados, mascullando sus refunfuños, y frotando sus cutículas contra sus pulgares.

Llegó a la cocina, en donde, a pesar de ser todavía casi-ayer, sacó una botella de Grey Goose del congelador para, sin clase ni etiqueta, empinársela por uno, dos, tres, cuatro, cinco tragos, o hasta que sintió que, al fin, el cerebro se le congelaba y callaba el infierno que le atribuía la absoluta culpabilidad de todo.

                Le daba la espalda al pasillo, a la sala de estar, al comedor, a la vista de la oscura madrugada, al mundo entero, y se la daba por la mera vergüenza que según ella veía reflejada en las palmas de sus manos, las cuales tenían un natural color de pasividad, pero eso no le quitaba la culpabilidad mental a ningún nivel; ni consciente, ni inconsciente, ni subconsciente.

                Sophia, quien se había vestido con ese patético pero justificado nudo en la garganta, y que por la sensación de abuso se había metido en un pantalón y en una bata; a lo más cubierta que el poco tiempo le había podido dar, la vio desde la mesa del comedor, en donde se quedó de pie sin dar un paso más hacia adelante, pues, cuando lo intentó, sintió cómo su corazón amenazaba con salir vía vómito nervioso. La observó por unos momentos, momentos en los que ambas eran prácticamente inertes y ajenas, pues ninguna se movió, quizás ni respiraron, simplemente se quedaron con sus vistas pegadas en lo suyo; Emma en sus manos, las cuales descansaban sobre la encimera y encerraban la botella de Grey Goose, y Sophia en Emma.

Observó a Emma romper el hielo de lo inerte en cuanto se aflojó el cuello al compás de una profunda respiración, la cual sólo delataba el próximo colapso que podía consistir en cualquiera de los trillizos del “¿qué hice?”, “¿qué me pasa?”, “¿qué pasó?”, y la vio resignarse con un tembloroso suspiro ante los dos primeros trillizos, por lo cual llevó la botella a sus labios y se la empinó de nuevo.

                No era momento para decir un “¿no crees que es muy temprano para estar bebiendo?”, ni por broma ni por desaprobación, ni por una mezcla de ambas que se conocía como “broma seria”, y tampoco era momento para dejar que esa distancia de seis considerables metros las separara por algo tan ridículo como el miedo.

— Could I have some, too? —murmuró una cohibida rubia que se protegía de la intimidación al estarse abrazando a sí misma como si tuviera frío, y Emma, tras el duro y tosco trago de golpe, le alcanzó la botella sin decir nada y sin darle la mirada—. Emma… —susurró al verla tan descompuesta, tan descompuesta que no le dio ni la mitad de un trago a la botella; algo que probablemente necesitaba, y llevó su mano a su hombro para acariciarlo, pero Emma se apartó—. ¿Quieres estar sola? —ella sacudió la cabeza—. ¿Necesitas estar sola? —preguntó.

Cualquier otra persona habría tomado la reacción de Emma como un “sí”, como un “sí, por favor déjame sola” o un grosero “sí, por favor vete”, o como cualquier otro demencial rechazo sin fundamentos, pues se tomó su tiempo a pesar de no estar pensando ni titubeando para responder, simplemente la atacó ese nudo constrictor en la garganta, ese para el que tenía que respirar profundamente porque no quería desplomarse; no podía ceder a él, no porque no le gustara verse vulnerable, sino que, cuando cedía, sentía como si las consecuencias nunca se detendrían, que la catarsis duraría el resto de su vida, y era por eso que prefería tragárselo lo más que podía.  

                Sophia le devolvió la botella en silencio, pero tampoco se retiró, sólo quiso estar presente mientras veía cómo se desenvolvían las cosas, en especial las suyas, pues, mientras el tiempo pasaba y más veía de una Emma que parecía tenerse miedo a sí misma, más entendía que, hacía unos momentos, había recibido hasta demasiado tacto y demasiada amabilidad entre lo que realmente estaba fluyendo por las venas de quien se empinaba la botella para absorber todo tipo de descontrol.

— Yo… —exhaló luego de unos momentos, exactamente cuando a la botella le quedaba sólo la mitad de su vida—. Lo siento tanto… —suspiró, dejando que las emociones se apoderaran de su expresión facial para dibujar vergüenza, arrepentimiento, culpa, y una gama de colores que Sophia nunca le había conocido, e inhaló la congestión nasal que esas dos gotas oftálmicas le provocaban como efecto secundario—. No sé qué me pasó… —dijo con su temblorosa voz.

     — Mírame —susurró, intentando buscar su mirada con la suya—. Por favor, mírame… —repitió, sintiendo cómo el nudo de su garganta se hacía más grande, y más grande, y más grande, y más apretado, porque no había nada peor, ni más despedazador, que ver a una Emma desecha y hundida en eso que no tenía nombre—. ¿Por qué no me miras? —suspiró en una voz muy pequeñita.

     — No puedo —sacudió su cabeza.

     — ¿Puedes tocarme? —ella sacudió nuevamente su cabeza—. ¿Puedes hacerme un Latte? —preguntó, resolviendo cambiar de estrategia, no para que olvidara el tema, ni para que lo pospusiera, sino para que se distrajera un poco y lograra relajarse, además, viendo cómo iba la situación, ya sabía que no era un viernes para dormir hasta pasadas las seis—. Si no puedes, no te preocupes, no pasa nada —logró sonreír nanométricamente.

Emma vio sus manos, el derecho y el revés, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y analizó el incoherente temblor que tenía en ellas, por lo que las envolvió en puños para relajar sus inquietos nervios y permitir un mayor y más normal flujo de sangre en ellas.

                Tomó una de las tazas que estaban sobre la cafetera, porque eran tazas especiales para Latte, y la colocó sobre la rejilla para luego llenar el portafilter del café que todavía había en el molino.

                Sophia suspiró con alivio y cedió a la debilidad de sus piernas para caer, lentamente, sobre el suelo y apoyar su espalda contra la puerta del prístino blanco gabinete.

Cerró sus ojos mientras escuchaba a Emma hacer lo que tenía que hacer; sacar la leche del refrigerador, colocarla en la jarra de aluminio, liberar el vapor, vaporizar la leche, etc., y, mientras escuchaba el proceso del Latte distractor, giró su anillo del dedo anular entre sus dedos de pizca de la mano derecha, no como señal de dudas o titubeos, sino porque era una maña y una manía que la hacían sentir parte de algo más grande que sólo ella misma.

— Aquí tienes —aclaró Emma su garganta, ofreciéndole la taza sobre un platillo miniatura al cual le había colocado dos biscotti de vainilla y limón que habían sido sumergidos, hasta la mitad, en chocolate blanco; todo para que no bebiera café con el estómago vacío.

     — Gracias —sonrió, intentando no verla a los ojos porque sabía que le incomodaría y no por falta de confianza, porque a Emma no le importaba que la viera llorar, pero era porque no tenía cara para darle a Sophia, y tomó el Latte para apoyarlo sobre su regazo extendido mientras Emma se deslizaba a su lado derecho, así como debía ser y así como era siempre—. ¿De verdad crees que está bien que lleve el cabello en una ponytail alta a la fiesta de Margaret? —le preguntó antes del primer sonriente sorbo de Latte, pues Emma le había dibujado un tembloroso corazón, que, en otra ocasión, por ser tembloroso, habría botado el Latte entero para repetirlo hasta que tuviera el corazón más limpio y delineado. Emma asintió—. Mierda —comentó como para sí misma, estando muy al tanto de que lo hacía adrede para que Emma escuchara—, estos biscotti están muy ricos, ¿quieres probarlos? —sonrió, simplemente ofreciéndole el largo biscotti que todavía no mordía con un gesto a ciegas de movimiento de brazo y codo.

     — Gracias —murmuró calladamente, robándole un pequeño mordisco de la punta sumergida en chocolate blanco, y vio cómo Sophia la conocía demasiado como para no ofrecérselo todo—. Era como un mundo ideal… —suspiró, cerrando sus ojos y entrelazando sus dedos para abrazar sus piernas de rodillas elevadas, sobre las cuales reposaba su frente—. Circunstancias ideales, situaciones ideales… era como demasiado perfecto para ser perfecto de verdad.

     — ¿Qué tan perfecto? —murmuró, intentando sonar relativamente desinteresada, pues, cuando había demasiado interés, Emma tendía a retraerse demasiado, a veces hasta llegar al punto de cerrarse por completo y tragarse todo en silencio y sin compartirlo con nadie, ni siquiera con su lado razonable.

     — El clima era perfecto; ni muy caliente ni muy frío para ser verano, de eso de poder llevar desmangado bajo chaqueta y sin sudar, de tener sol que no quemaba por vapor, ni por luz, ni por nada, que simplemente iluminaba con tonos anaranjados, y había brisa constante… cielo despejado, una que otra nube por aquí y por acá —suspiró, cerrando sus ojos para obligarse a sacar lo más que pudiera antes de que la culpa la atacara—. La calle estaba limpia, el adoquinado era uniforme… la hora era perfecta, quizás había tráfico, quizás no, pero no se escuchaba nada; todo era muy tranquilo para ser Roma.

     — ¿Tarde o amanecer en Roma? —balbuceó entre los hirvientes sorbos de Latte.

     — Las cuatro y media de la tarde en punto —respondió.

     — Ideal y específico —sonrió.

     — Vi la hora en mi reloj —se encogió entre hombros—. Que por el reloj fue que empecé a sentirle ese sabor raro a la situación, eso ideal…

     — ¿No era tu reloj?

     — Ese reloj lo tenía mientras estudiaba Arquitectura, un reloj que usaba por casualidad porque era el que rebotaba de la mesa de noche a la mesa del comedor, a la habitación de mi mamá, al portavasos del auto, y lo usaba tan poco, lo movía tan poco, que un día me lo puse sin siquiera darme cuenta que ya no tenía batería… y, en mi histeria de no tener un reloj que servía en la muñeca, lo tiré en un basurero de Villa Borghese —se encogió nuevamente entre hombros, y escuchó una suave risa nasal de Sophia, lo cual la relajó un poco más.

     — ¿Estabas en Villa Borghese?

     — Cerca —sacudió la cabeza—. ¿Sabes dónde queda Via Lombardia?

     — Ubícame, por favor.

     — La Embajada Americana queda al final o al principio de Via Veneto, depende de cómo lo veas, y luego, en dirección a Villa Borghese, está Via Ludovisi, Via Lombardia, Via Lazio…

     — ¿Una antes del Marriott? —Emma asintió—. Ya sé dónde es, ¿allí estabas?

     — Allí está el apartamento de mi papá —asintió, y, habiendo dicho eso, Sophia suspiró, pues ya sabía más o menos por dónde iba todo.

     — ¿Por qué dices que era algo ideal?

     — Mi papá estaba vivo… seguía casado con mi mamá, y teníamos la mejor relación del mundo, casi tan buena como la que tengo con mi mamá.

     — ¿Tenías buena relación con tu mamá?

     — Tal y como la tengo el día de hoy —asintió—. Y tú…

     — ¿Yo qué? —frunció su ceño.

     — Tu mamá estaba casada con Volterra… que no sé por qué mierda lo llamaba “Alessandro” —dejó que una risa nasal se le escapara, porque eso sí que era insólito al nivel de anormalidad; el “Alessandro” le sonaba cínico, sarcástico, e irónico.

     — ¿”Sophia Volterra”?

     — Me gusta más cómo suena “Sophia Rialto” —asintió—, pero sí, llevabas su apellido con honor, igual tu hermana… que era incómodamente tímida y callada.

     — Como dijiste: “situación ideal” —rio.

     — Y loca —sacudió su cabeza—. Mi hermano estaba casado con Natasha, razón por la cual yo le había perdido cariño a Natasha… porque me daba asco —se encogió entre hombros.

     — ¿Tu hermano con Natasha? —resopló—. Eso no lo veo ideal, lo veo imposible.

     — Y Natasha como con setenta años de embarazo —dijo, dejando caer sus rodillas para graficar con sus manos el tamaño de aquella barriga.

     — Ay, cómo eres —se carcajeó.

     — Te lo juro… y era tan escandaloso que llevaba zapatillas para trabajar —asintió, por fin viéndola a los ojos, a esos tranquilizadores y cristalinos desvelados ojos.

     — Eso debió ser traumatizante —dijo, no pudiendo evitar que se le saliera un poco lo cínico, y todo por intentar suavizarle el momento a Emma.

     — Varias cosas me traumatizaron —asintió—. Que tu hermana quería aplicar origami para la forma en la que se hace la ranitidina, que mi hermano no había hecho fraude y que era un abnegado esposo y futuro padre, que Natasha se fuera a vivir a Roma para cobrar mil quinientos euros al día por una consultoría particular con Trenitalia, que tu hermana no fuera bronceada…

     — ¿Algo con lo que yo te haya traumatizado? —preguntó con las curiosidades al máximo.

     — No exactamente, es sólo que sentí como si los papeles se hubieran invertido en ciertas cosas… en el noventa por ciento de las cosas en realidad —se encogió entre hombros—. Tú me tratabas a mí como yo te trato, y yo te trataba a ti como tú me tratas.

     — ¿Eso es malo?

     — No que yo sepa —sacudió su cabeza—, fue como si estuviera dejando que te proyectaras… o algo así; no sé cómo explicarlo.

     — Did I make you smile? —preguntó con un susurro, colocando la taza de Latte sobre el platillo para colocarlo todo sobre el suelo y acercarse más a Emma.

     — ¿Por qué lo preguntas? —frunció su ceño.

     — No sé, hubo un momento en el que sonreíste.

     — Debe haber sido porque dijiste que sí —se encogió entre hombros, y levantó su mano izquierda para señalar su anillo de nogal con su pulgar.

     — ¿Tu papá no estuvo de acuerdo? —vomitó un tanto insegura.

     — Al contrario —suspiró—, en realidad creo que estaba bastante emocionado por eso.

     — Mmm… —frunció sus labios para no preguntar lo evidente.

     — He hit you —susurró, y Sophia vio cómo la mirada se le transformaba de inmediato, tal y como si estuviera reviviendo las imágenes en su cabeza como una película de nunca acabar—. Y no sé… llegó un momento en el que se sintió como si era yo quien lo hacía.

     — Oh… —exhaló, entendiendo al cien por ciento el porqué de su actitud—. ¿Lo hiciste?

     — Se siente como si lo hice —respondió ahogada en vergüenza y en culpa—. No dije nada, no hice nada… dejé que te lo hiciera.

     — Pero no me hizo nada, mi amor —susurró, ofreciéndole una mano para que se la tomara, pero Emma sacudió la cabeza con una mirada que pretendía excusarla—. You’re not gonna touch me any time soon, are you?

     — Necesito digerirlo —sacudió su cabeza, y la vio intensa y penetrantemente a los ojos—. Y necesito que me perdones.

     — ¿Por qué me pides perdón? —frunció su ceño, y Emma no supo exactamente cómo o qué responder—. No me hiciste nada, no tienes por qué pedirme perdón.

     — ¿Entonces por qué me siento tan mal? —siseó—. Lo que te hice fue no hacer nada.

     — Fue una grosería de tu subconsciente, mi amor —sacudió la cabeza—. No tiene sentido que me pidas perdón o que te sientas mal por lo que pasó allí.

     — En ese momento nada es imposible y no pude hacer nada, ¿cómo crees que se ve eso aplicado a la vida real? —frunció sus labios y su ceño.

     — Tú dime, mi manual de interpretación de sueños lo dejé en la oficina —se encogió entre hombros.

     — Si no te puedo defender y proteger en circunstancias en las que puedo hacer que James Bond se encargue de los árbitros comprados de la Calcio, ¿cómo crees que es en circunstancias reales del aquí y el ahora?

     — So far… you have outdone yourself —sonrió reconfortantemente—. You have been simply outstanding at it… without question —dijo, viendo cómo a Emma eso no le ayudaba tanto como habría creído—. ¿Qué es lo que sientes con exactitud?

     — ¿Aparte de culpa? —Sophia asintió—. Vergüenza.

     — A ver —suspiró, conteniéndose las ganas de reposar su cabeza sobre el hombro de Emma—. Culpa no tienes porque no lo hiciste ni en el sueño ni en la vida real, y tampoco puedes sentirte culpable por algo que pasó en ese mundo que no tiene sentido… porque hasta tú misma me has dicho que las cosas que sueñas son eso: incoherentes —dijo, y Emma tambaleó su cabeza—. Sino mira cómo es eso de que te llevas bien con tu hermano, y que Natasha está embarazada de él como con un dinosaurio —«y se iba a llamar “Carlotta”»—, y que no usa stilettos, y que Alec y mi mamá están casados, y que, bueno… mi amor, suena feo, pero tu papá vivo no está; eso debería ser suficiente como para que veas el grado de incoherencia, de imposibilidad, de “what the fuck”… yo estoy más que segura de que, si alguien me hace algo, así sea que me sopla el cabello, tú vas y ves cómo le rompes los brazos, la boca, la cartera, o lo que sea, pero me defiendes y me proteges, ¿o no es así? —elevó ambas cejas, dejando a Emma con esa información que la haría reflexionar sobre la culpa—. Definitivamente sólo en un sueño no me defenderías pero ni de una cucaracha con alas —rio—, y quizás sólo para verme la cara de pánico.

     — No controlo lo que sueño —se encogió entre hombros, como si quisiera sacudirse esa idea de las manos, pues esa expresión de pánico en Sophia sí era como para reírse a carcajadas.

     — Y es precisamente eso lo que intento decirte —sonrió—. Ahora, en cuanto a la vergüenza… —suspiró—. No considero que seas una persona débil, o que se deje de cualquier cosa o de cualquier persona…

     — Tú sabes que mi… —la interrumpió, pero Sophia sólo levantó su mano para evitar que siguiera hablando.

     — Yo sé lo que tu papá significa a ese nivel, y yo no te puedo criticar el único miedo que te conozco.

     — Pero es un miedo muerto, cremado, y sabrá Dios en dónde está… —repuso, sabiendo que tenía razón, quizás y más razón que Sophia.

     — Muerto o no, sigue siendo tu papá; no puedes sólo borrarlo de tu memoria —sacudió su cabeza—. Me parece injusto que te siga jodiendo aun estando en calidad de cenizas, pero me parece injusto porque te ataca cuando estás más vulnerable, cuando no puedes defenderte como sé que sabes hacerlo cuando estás despierta.

     — Es sólo que… —suspiró, ahogando eso que no sabía cómo decir.

     — Dime una cosa, ¿desde cuándo que tienes pesadillas?

     — Empezaron a eso de los nueve, creo, y se hicieron más intensas y frecuentes después de que mis papás se divorciaron —respondió con naturalidad—, no sé si eso fue catalizador… o qué.

     — No, mi amor, me refiero a últimamente —sonrió enternecida.

     — Mmm… —bostezó contra su puño—. No sé, ya tengo bastante tiempo de no tener algo así de perturbador… digo, con mi papá, porque cosas raras sí he soñado pero nada grave —se encogió entre hombros.

     — No sé qué hiciste para quitarle el poder que tenía —le dijo, tomando su Latte para darle otro sorbo—. Digo, al principio, cuando recién empezábamos, tenías con mayor frecuencia…

     — Asumo que es porque colgó los guantes —se encogió nuevamente entre hombros.

     — ¿Ves? —sonrió—. El hecho de que ya no esté en el mundo carnal le resta casi un año de poder adquisitivo —dijo, haciendo que Emma sonriera un poco por el último término.

     — Un año en el que acumuló fuerzas para caerme hoy con patadas al hígado —susurró.

     — Pero no pasó nada, mi amor.

     — Es que no sé cómo explicarlo —frunció sus labios por frustración.

     — Intenta, por favor… de la forma que sea.

     — Si me lo hace a mí no es tan malo, porque sí tiene efecto, pero es algo que sé cómo funciona, que conozco a nivel mental y físico, estando dormida y despierta… pero hoy que te lo hizo a ti, no sé… —suspiró—. Odio ver cómo mi equipaje te hace daño, así sea en un sueño; para mí no sólo es un sueño… es un miedo, un ataque de pánico, una fobia.

     — Yo sé que no es “sólo” un sueño, es que no sé cómo más decir que no es real —dijo con tono de disculpa—. Yo sé que yo no puedo entenderlo tan bien como quieres porque a mí nunca me levantaron la mano…

     — Y no quiero que lo entiendas —dijo rápidamente—. No quiero que lo entiendas nunca, porque, para entenderlo, tienes que pasar por eso —le dijo con la mirada seria—. No quiero que quieras entender, no quiero que necesites entender, no quiero que intentes entender.

     — Lo entiendo a nivel de que he visto lo que te hace, cómo te afecta; no lo entiendo por haberlo vivido en carne propia —repuso un tanto a la defensiva—. Así como tú odias que a mí me duela una pestaña, así odio que estés en situaciones como esas y yo sin poder ayudarte; me hace sentir inútil, me parte en mil pedazos ver cómo escalan las cosas de mal a peor, y de peor a “coma-mierda” —dijo, como si eso tuviera más sentido de lo que realmente tenía—. No busco que compartas eso conmigo, porque sé que es pedirte demasiada apertura y porque sé que es algo que es más complicado de lo que creo que es, no busco que me incluyas en un sentido de compartir porque puedes no decirme nada al respecto y sólo darme a entender lo que necesitas —sonrió, y se quitó la bata para alcanzársela a Emma—. ¿Qué necesitas?

     — No lo sé —se encogió entre hombros, y sacudió su cabeza para rechazar la bata y entrar en un repentino silencio de fabricación de pensamientos—. ¿Me perdonas?

     — No tengo nada que perdonarte —frunció su ceño.

     — Te maltraté —repuso, viéndola a los ojos.

     — Sí, tu subconsciente es grosero con tu inconsciente —asintió—, pero a mí no me pasó nada.

     — No sólo en eso —sacudió la cabeza—. Cuando me desperté… —suspiró—. Ese trato no te lo mereces.

     — No…

     — No —la detuvo antes de que siguiera hablando—. No me digas que no pasó nada, que no me preocupe, que no te hice sentir mal…

     — No era tu intención —dijo, estando muy consciente de que Emma ya había logrado tomar las riendas del control que conocía y que era por eso que ya se había dado cuenta de todo lo real—. Y entiendo por qué necesitabas que lo hiciera.

     — Pero no era la forma —sacudió la cabeza—. Pude haberlo pedido amablemente…

     — No voy a mentirte —suspiró—, no se sintió bien —dijo, viendo a Emma castigarse a sí misma y en silencio—. Pero entiendo que era necesario, que era importante, y también entiendo que la desesperación no sabe de amabilidades —intentó razonar con su actitud autoflagelante—. Quizás no lo entiendo todo, y quizás nunca lo haga porque es como tú dices; que tengo haberlo vivido para saber de qué estoy hablando —le dijo, adoptando la misma posición de rodillas elevadas y piernas recogidas para apoyar su sien izquierda sobre la cúspide de sus miembros inferiores, todo por encararla de la misma forma—. No le encuentro la gracia al dolor, y definitivamente tampoco le encuentro la gracia a que te duela… y no sólo hablo de lo que eso significa a nivel físico, sino a nivel emocional también, porque eso implica que te enojas contigo misma, que te sientes capaz de ser como él a un punto en el que ya no lo ves como una posibilidad, como algo tendencial, como que eres propensa a recurrir a eso, sino que lo empiezas a ver como un hecho concreto, y eso implica que no confías en ti misma pero ni para verme porque crees que con verme me puedes lastimar, y que es por eso que no quieres tocarme, que quieres estar sola, pero también creo que es justo en ese momento en el que no debes estar sola, que no debes cerrar puertas y ventanas, porque entonces sólo te convences de lo que yo sé que no eres capaz.

     — Me tienes demasiada fe… —murmuró, y Sophia asintió—. El problema con la fe, con ese tipo de fe que tú tienes, es que no tiene límites.

     — No está diseñada para que tenga límites —sonrió—. Sólo porque tú no te tienes fe, o porque no confías en ti misma… no significa que yo no puedo tenerte fe, o confiar en ti.

     — No me gusta que me veas así —susurró, dándole pie a una conversación que continuaría en susurros.

     — Como dije antes: no considero que sea una debilidad.

     — No es por eso —sacudió mínimamente su cabeza—. Te mereces un trato óptimo, un excelente y buen trato.

     — Y eso tengo, y lo tengo porque me lo merezco y porque me lo quieres dar —asintió—. Pero yo no estoy contigo porque tienes dinero, o porque tienes buen gusto, o porque tienes una cama muy cómoda, o porque eres italiana… o búscale tú un porqué que te guste —se encogió entre hombros—. I’m not beside you, I’m with you —sonrió—. Yo sé que todo tiene sus ups and downs, que todo tiene colores cálidos y fríos, que todo tiene dos lados; es natural, y no estoy contigo porque todo es bueno.

     — Eso último suena tan bien que suena muy mal.

     — Tenemos desacuerdos, quizás no tenemos desacuerdos dramáticos de gritos, de aventar puertas, de vernos mal y demás, pero sí tenemos desacuerdos sobre cualquier cosa que se te ocurra; cosas que no nos gustan pero que, a pesar de no compartirlas y no estar de acuerdo, o de no gustarnos, las aceptamos y las respetamos porque no todo se va a hacer como yo quiera o como tú quieras…

     — Eso sería aburrido.

     — Así sea que yo quiera TPX y tú quieras CTX, que a mí me guste Justin Timberlake y a ti Madonna, que yo coma french toasts con leche condensada y tú con miel de maple… diferencias hay, y, al final del día, we agree to disagree porque hasta para eso logramos encontrar un punto medio que no implique dejar de ser como somos.

     — ¿Eso qué significa?

     — Significa que, si tú y yo fuéramos iguales, que todo fuera bueno… tendríamos un enorme problema —sonrió—. Sería como narcisismo elevado a la infinita potencia; como hacerme el amor a mí misma, como hablar conmigo misma todo el tiempo… —frunció sus labios con asco y sacudió la cabeza—. Yo no estoy contigo porque somos iguales, porque eso lo tengo muy claro desde el principio, y es la diferencia la que me parece interesante y la que sé que te entretiene…

     — Entonces es malo que todo sea bueno…

     — Hasta a una persona sana le sale alto el colesterol a veces, mi amor —sonrió—. Una relación sana también tiene sus ratos raros, sus ratos amargos… pienso que la sanidad está en cómo se decide lidiar con esos ratos.

     — Well, I ain’t no rose —sacudió su cabeza.

     — I’d say you are, but a very odd one —resopló—. But you can’t just love the sweet red velvety smellyou have to love its green stem and its sharp thorns, too —dijo, notando cómo Emma parecía sonrojarse entre vidriosos ojos—. There’s beauty in its thorns, there’s beauty in your thorns, Em —susurró sonrientemente.

     — Sophie…

     — No tengo vocación de jardinera, sé que las espinas están ahí por razones de peso; que protegen, y tampoco tengo intenciones de cortarlas sólo para no punzarme.

     — ¿Me perdonas? —susurró de nuevo.

     — ¿Me perdonas tú a mí?

     — ¿Yo a ti por qué?

     — Por haberte tirado de la cama.

     — No tengo por qué perdonarte el hecho de que me sacaras de allí, así se necesitara que me tiraras de la cama.

     — Entonces yo tampoco tengo por qué perdonarte el hecho de que te aseguraras de que no tenía ni un rasguño —guiñó su ojo.

     — Sophie, por favor —suspiró con su ceño invertidamente fruncido.

     — I do forgive you —sonrió cortamente—. Do you forgive me?

     — I do —susurró en ese plan ceremonial.

     — Bene, ¿estás más tranquila? —Emma asintió—. ¿Qué quieres hacer?

     — ¿Cómo?

     — Sí, ¿qué quieres hacer? —se encogió entre hombros—. Es muy temprano como para que empieces a arreglarte para ir a la oficina.

     — Lo sé —asintió—, y se me quitó el sueño.

     — Entonces, dime, ¿qué quieres hacer? —preguntó de nuevo—. ¿Quieres salir a trotar conmigo o sin mí, quieres recostarte y que veamos una película, quieres jugar algo, tocar piano, que nos quedemos aquí hasta que sea hora de empezar a arreglarnos?

     — Tú tienes que dormir —dijo nada más, poniéndose de pie para estirar sus piernas.

     — No tengo sueño —le dijo, viéndola desde abajo.

     — Pero sí puedes cerrar los ojos, al menos para descansar.

     — Will you be joining me? —preguntó, poniéndose de pie sin la reglamentaria ayuda de Emma.

     — Sophie… —suspiró un tanto frustrada.

     — No pregunté si me ibas a abrazar, pregunté si ibas a estar en la misma cama conmigo —sonrió, sabiendo que la semántica era arma de astucia.

     — No quiero estar en esa cama —susurró un tanto avergonzada, pues, con sólo pensar en su habitación, se acordaba de cómo había denigrado a Sophia.

     — Supongo que es bueno que haya sofás y una cama en la habitación de huéspedes también.

     — Mmm… —suspiró densamente.

     — Sólo quiero intentar algo contigo, si no funciona puedes acostarte en el suelo, ¿de acuerdo? —sonrió.

     — Está bien —asintió, rascando su cuello mientras guardaba la media botella de Grey Goose en el congelador y Sophia le daba tres profundos sorbos a su Latte para dejar la taza casi vacía.

En otra ocasión, Sophia pudo tomarla de la mano, pero, al no ser una de esas otras ocasiones, sólo la guio hacia la habitación de huéspedes, pues tampoco tenía ganas de acostarse en un sofá si quería intentar eso que tenía en mente.

— ¿Por qué no cierras las cortinas y pones el aire acondicionado a la temperatura que te guste? —le dijo, señalándole las cortinas con el dedo mientras ella tiraba de las sábanas a las que no estaba acostumbrada por ser un insípido y frío Ralph Lauren y no una suavidad Frette—. Ven aquí —susurró, llamándola a que se colocara frente a ella—. Me asusta que no te hayas quejado de tu camiseta —le dijo, refiriéndose claramente a la oscuridad del sudor.

     — No me he quejado porque eso implicaría que me la tengo que cambiar… y, bueno, no quiero entrar ahí —se encogió entre hombros.

     — Lo sé —asintió, y llevó sus manos a su camiseta para quitársela frente a ella—. Pero cámbiatela, por favor —dijo, y se la alcanzó para ver cómo Emma la tomaba para atraparla entre sus piernas mientras se quitaba su camiseta mojada—. Se debe sentir mejor, ¿no?

     — Gracias —asintió suavemente.

     — Métete a la cama —dijo en lugar de decir “de nada”, y Emma, muy obediente, así lo hizo—. No te voy a tocar, tampoco me vas a tocar, al menos no con las manos —sonrió, metiéndose en la cama al mismo tiempo que apagaba la luz.

     — Tú sí me puedes tocar…

     — Puedo, sí, pero no quieres —sonrió, acomodándose a su lado para quedar frente a frente con Emma, pues ambas se habían acostado sobre sus antagónicos y contrarios costados, y sólo sus piernas alcanzaban a rozarse—. ¿Así está bien?

     — Perdón por no haberte dejado dormir hasta las seis y quince —frunció sus labios.

     — No te preocupes por eso —sonrió—.  Sleep is overrated.

     — Mmm… —suspiró, sabiendo que para Sophia, el sueño, era todo menos un lujo sobrevalorado—. ¿En qué piensas?

     — En que es primera vez que me acuesto en esta cama —resopló.

     — ¿Te parece cómoda?

     — Sí, ¿a ti no?

     — No me puedo quejar de doce pulgadas de altura, memory foam más-o-menos-firme… al menos no en una California King Bed —se encogió entre hombros.

     — “California King Bed” —saboreó las palabras—. Suenas a Rihanna.

     — Bueno, supongo que no es muy de lo literario decir “a bed as big as fuck” —se encogió nuevamente entre hombros, y Sophia que rio.

     — ¿Por qué tienes una California King size Bed en la habitación de huéspedes y una King size Bed en nuestra habitación? —vomitó su curioso cerebro.

     — Cambia la conjugación del verbo “tener”.

     — ¿Por qué tenemos una California King size Bed en la habitación de huéspedes y una King size Bed en nuestra habitación? —se corrigió.

     — En realidad nunca me han gustado las camas grandes —respondió, tomándose un momento para escoger sus palabras—. Si ves en mi casa; la cama de mi mamá es de lo más grande que puedes encontrar en medidas italianas, igual que la cama de mi hermana, la mía era una cama individual.

     — Cierto, pero creí que habías puesto una individual porque no tenías pensado vivir allí, o qué sé yo —se encogió mentalmente entre hombros.

     — No tenía planes para irme de mi casa cuando lo hice —sacudió su cabeza, llevando sus manos a las sábanas para cubrir a Sophia hasta sus hombros—. Si ves las proporciones y la distribución de mi cuarto… mmm… no es exactamente la más convencional, ni la más accesible; Alessio siempre me dijo que lo había diseñado bajo los efectos de una potente marihuana que tenía orégano, raíces y semillas de birkes —resopló divertida, pues no había sido marihuana, sino uno de esos lapsos mentales en los que había mandado al carajo todo tipo de convencionalismos para tener lo que quería—. Mi cuarto no tiene un espacio que tenga las dimensiones para meter una cama más grande que una individual… siempre me gustó dormir contra la pared.

     — Y una King size bed no debe ir contra una pared.

     — Eso es de mal gusto —estuvo de acuerdo, o quizás sólo era que era Sophia quien había absorbido esa mentalidad, pues a ella eso no le quitaba el sueño en lo absoluto, pero tenía que aceptar que, a nivel de estética, eso sí estaba mal en todo sentido—. Además, pienso que, entre más espacio para dormir se tiene, más loco se duerme.

     — Yo me he caído de todo tamaño de camas, y creo que me he caído hasta de la cama de arriba de una litera —rio.

     — De nuestra cama no te has caído.

     — Todavía —resopló—. Bueno, es que, ahora que lo pienso, siempre me he caído por el lado izquierdo, y, como tú duermes de ese lado, creo que es como tener de esas barandas de seguridad.

     — Arquitecta, ambientadora, y baranda de seguridad —dijo, enumerando sus funciones como si se tratara de una hoja de vida.

     — Entre otras cosas, sí —asintió con la voz—. Pero, bueno, ¿por qué tenías esa cama desde antes?

     — Simple estética e imagen; es como los calzones de conejitos, o la combinación de muebles blancos de acabados lisos y sencillos con paredes rosadas, o sofás forrados con plástico: it’s tacky, it’s cheap, and it’s below bad taste —se sacudió en un escalofrío que hizo que su voz temblara temporalmente—. Me parece irónico que una diseñadora de interiores no siga los parámetros de lo que es y lo que debe ser… es como que el dietista sea gordo, o que el dentista no tenga una sonrisa bonita— dijo, y vaya cuánta razón tenía—. Y, cuando tú no utilizabas la mitad de la cama, o tres cuartas partes, yo no pasaba de la mitad del lado en el que dormía —se encogió entre hombros.

     — ¿Tres cuartas partes? —resopló—. Cómo eres de mala…

     — Mi boca sólo está llena de verdad —sonrió para sí misma—. En fin, esta cama nunca fue pensada para estar en la otra habitación porque esta cama estaba para mi mamá; era como una presión para que viniera con mayor frecuencia… o para que viniera en realidad.

     — Ya vino —sonrió.

     — Ha venido dos veces desde que vivo aquí, y la primera vez vino porque yo no podía salir del país.

     — Y va a venir una tercera vez —le dijo, conteniéndose las ganas de alcanzarle su mano para ahuecar su mejilla—. ¿No te da la impresión de que va a venir con mayor frecuencia?

     — No, ¿a ti sí?

     — No sé —se encogió entre hombros.

     — ¿Te ha dicho ella algo?

     — No hablo tanto con tu mamá como crees —resopló, pues, últimamente, al menos en la última semana, había hablado con ella más que con la suya.

     — Entonces, ¿por qué te da esa impresión?

     — Por el comentario que hizo para la boda de Phillip y Natasha —repuso, pero a Emma eso no le dijo nada concreto—. Dijo algo de viajar en primera clase y que era eso lo que podía hacer la diferencia.

     — Ah, vea pues, Licenciada Rialto —suspiró—, estamos casi a un año de ese comentario y no veo que mi mamá haya decidido tocar la Gran Manzana de nuevo.

     — No puedes culparla por eso, no creo que tú quieras que venga… mucho menos si es con Bruno.

     — Para Bruno me he mentalizado para el treinta de mayo, ni un día antes… pero mi mamá siempre es bienvenida en mi casa, que también es tu casa, así como tu mamá es bienvenida para cuando quiera cambiar de tipo de caos —sonrió—. Y no culpo a mi mamá por no venir, pero tampoco puedo negar que me gustaría que viniera; yo no me enojo si viene en febrero, o en abril, o cuando quiera —habló su mamitis.

     — ¿Y ella lo sabe?

     — Claro que lo sabe, se lo he dicho hasta más allá del cansancio.

     — Bueno, quizás pueden arreglar verse cada seis meses, o yo qué sé.

     — ¿Y qué me dices de tu mamá?

     — ¿Qué hay con mi mamá?

     — ¿No te gustaría que viniera con mayor frecuencia? —rio—. Digo, para tu mamá sí aplica eso de “con mayor frecuencia” porque ya estuvo aquí dos veces, que es el mismo número de veces que ha estado mi mamá pero en más tiempo.

     — A mí me gustaría, sí…

     — ¿Pero?

     — A veces, cuando pienso en eso, me encuentro pensando en a quién vendría a ver; si a Alec o a mí.

     — ¿Así o más dramática? —resopló.

     — En lo más mínimo —sacudió su cabeza—. Aunque ella no me lo diga, porque no tiene que decírmelo, vive en esa faceta en la que Alec también está involucrado.

     — ¿Y qué faceta es esa?

     — Tú sabes —frunció sus labios—, esa en la que es adolescentemente annoying; ver a una mujer de casi sesenta años comportarse como una adolescente no es atractivo, no es bonito: es vergonzoso.

     — Se gustan, ¿qué quieres que hagan?

     — Quiero que, si se gustan, que dejen de jugar… quiero que, si tienen algo en común, que lo reconozcan.

     — ¿Y ese “algo en común” eres tú?

     — Y el insípido gusto que tienen por el cine y la literatura francesa, y por la mala maña que tienen de meterse en lo que no les toca, y por creer que son tan buenos haciendo las cosas cuando en realidad son las personas más descuidadas —dijo con aire de estar asintiendo.

     — Cuidado con el odio, mi amor.

     — No es odio, es que de verdad me desespera.

     — ¿Has pensado en quitarles un “algo” de encima?

     — ¿En decirles que sé que fui fruto de Septimus y de Murphy Brown? —rio.

     — ¿Fruto de quiénes? —ensanchó la mirada.

     — “Stardust”, la película en la que sale Claire Danes, Sienna Miller, Robert DeNiro, Michelle Pfeiffer… que son creo que siete hermanos, y el séptimo, ergo “Septimus”, es el que yo juro que es el hermano perdido de Alec.

     — ¿Sinestro? —frunció su ceño.

     — ¿Quién?

     — “The Green Lantern”, que tiene una turbo-frente, orejas puntiagudas y piel magenta —sonrió.

     — ¿Sí te das cuenta de que a esas películas tan malas eres la única que les presta tanta atención, verdad?

     — Ay, bueno, ya sé de quién hablas. ¿Y Murphy Brown?

     — ¿No sabes qué es Murphy Brown? —abrió la mirada.

     — Es una SitCom de finales de los ochenta, si no me equivoco, pero no sé a quién de Murphy Brown te refieres.

     — A Murphy Brown.

     — Ay… —rio—. Ya no voy a poder ver de la misma manera a tu mamá.

     — Dime si no es cierto.

     — Tal vez en Murphy Brown no tanto, pero hay un discurso que ella dio durante el tributo a Jack Nicholson en el Kennedy Center Honors, creo que fue en el dos mil, o dos mil uno, o dos mil dos… o uno de esos años, pero en ese discurso sí eran primas distantes; con el mismo peinado.

     — ¿Y la misma nariz y la misma voz?

     — Misma nariz, sí, pero de misma voz… muy, muy, muy parecida; la de tu mamá es más como rasposa.

     — Bueno, sí, mi mamá parece que ha sido una chimenea empedernida toda su vida —resopló—, pero creo que nunca ha tocado un cigarrillo… hasta se aleja cuando alguien está fumando cerca de ella.

     — Es más extrema que mi mamá —comentó Emma—. A ella sólo no le gustaba que fumara dentro de la casa, en especial dentro de la cocina porque decía que esa capa de humo que se adhería a las paredes era lo que no la dejaba saborear bien la comida con el olfato.

     — Yo no sé si sea eso cierto, pero me suena a una buena excusa.

     — Creo que nunca fumé en la cocina, y siempre me salía aunque sea al balcón para fumar, porque siempre procuraba salirme del edificio, pero creo que lo decía más por mi papá.

     — ¿Fumaba mucho?

     — No exactamente, pero tenía sus mañas… él trabajaba de cuatro de la mañana hasta las dos y media de la tarde, nos iba a traer a la escuela porque Dios-me-libre-que-usáramos-el-transporte-público, pasaba por un lugar de comida rápida para que mi hermana comiera en el auto, porque, como odiaba comer en la escuela, no querían que se durmiera sin haber comido en el camino hacia la casa; se quedaba dormida comiendo —rio—. Se sentaba a hacer tareas conmigo, a tocar piano, que siempre empezábamos con la Marcha del Cascanueces para luego ver cómo iba con Beethoven o con Strauss, se corregía lo que se tenía que corregir —dijo eufemísticamente—, y luego ya me dejaba ser para que fuera a jugar en los columpios del jardín, o a intentar terminar de leer “Matilda” o a que entendiera “Le Petit Prince” en francés cuando todavía no sabía más que “omelette au fromage” —se encogió entre hombros—. La cosa es que, como a eso de las cuatro y media, ya íbamos a dejar a mi hermana a clase de Ballet y nosotros nos íbamos a jugar tenis. Cuando regresábamos a casa, mi mamá ya había llevado a mi hermano de la práctica de calcio, y ya estaba preparando la cena. La maña de mi papá era que saludaba a mi mamá, veía qué se estaba inventando mi mamá para que cenáramos, se iba a bañar, y, cuando bajaba, que todavía no estaba lista la cena, se sentaba en la cocina a esperar a que estuviera lista la cena, y fumaba cuantos cigarrillos le tomara a mi mamá terminar la cena… decía que le gustaba ver a mi mamá cocinar, creo que eso lo saqué de él.

     — ¿A qué te refieres?

     — Me gusta verte cocinar… aunque creo que, más que hereditario, es porque yo no sé cocinar —rio—. A falta de no saber hacerlo, me gusta verlo.

     — Las cosas que has cocinado, las has cocinado bien… no entiendo por qué dices que no sabes cómo cocinar.

     — Sé lo básico; que la sartén debe estar caliente, que el aceite de oliva no es para todo aunque yo jure y perjure que sí, que hay cosas que se hacen mejor en olla que en sartén, y que todo sabe bien con sal y pimienta.

     — Haces un excelente Steak au Poivre, un excelente puré de papas, extrañamente sabes reducir una salsa bordelaise sin que te quede viscosa, sabes escalfar huevos sin escalfador y sin vinagre, cosa que es difícil para cualquiera, y ni hablar de que puedes abrir huevos con una mano y separarlos sin pasártelos de mano en mano, sabes hacer pasta desde cero, sabes cómo hacer para que la mantequilla no se te queme, y, aunque me digas que no, sabes perfectamente bien cuáles son los pasos y los componentes para batir claras de huevo a mano.

     — Madre soltera —dijo por excusa—, algo se aprende.

     — Sí, sí —rio—, whatever helps you sleep at night.

     — Ay… —frunció Emma sus labios—. En fin, no nos desviemos del tema, ¿no piensas decirles que eres ese “algo en común”?

     — Lo considero seriamente cuando se ponen con ese estrés de que no saben hacer nada —rio.

     — Ese estrés se los inyectas tú, que haces cosas que de alguna forma tienen que ver con los dos, y no les dices, o les das versiones diferentes.

     — De alguna parte tengo que sacarle la gracia, ¿no crees?

     — Yo sé, yo sé, ¿pero hasta dónde los vas a llevar?

     — Hasta que me aburra, supongo.

     — Eres mala, Sophie —resopló.

     — Ay, si no soy yo la que tiene el secreto de Estado.

     — Secreto es que sepas su secreto y no se los digas.

     — No me caes bien cuando te pones así —hizo un puchero que se veía y se sentía a pesar de la oscuridad—. Pero, no sé… mi papá no se ha dignado ni a contestarme el teléfono —dijo, refiriéndose a Talos—, y ya me cansé de que la secretaria me diga que le va a pasar el mensaje, no me interesa hablar con ella sino con él.

     — Es entendible, pero, ¿a qué viene eso?

     — A que, bueno, si tengo a mi papá en mi boda, ¿no crees que es lo normal tener una foto de familia?

     — Pues sí, en realidad por eso es que estoy tratando de que se los digas —respondió, reacomodándose entre las sábanas y las almohadas para tener algo que abrazar al todavía no sentirse completamente ella misma como para poder abrazar a Sophia.

     — A veces, cuando Alessandro patina en estrógeno, a mí me entra la estupidez y me asombro cuando me encuentro pensando en que sería su culpa no estar en la foto familiar, pero después, quizás después de un Latte, la inteligencia me regresa como si se me oxigenara el cerebro, y pienso que sería culpa de Alessandro y de mi mamá… y mía.

     — Bueno, pero aquí no se trata de que con culpa compartida nadie tiene la culpa.

     — Precisamente, por eso digo que, si no me lo dicen en estas seis semanas que quedan, realmente se me va a salir porque no quiero que después venga el arrepentimiento de no haberlo incluido… así fuera por estupidez o por cobardía.

     — Seis semanas y contando, entonces —resopló.

     — Claro, no creas… que habrá fotografías con él y fotografías sin él, pues, para tener ambas posibilidades de recuerdos para enmarcar —rio.

     — Tu mamá sabe que yo sé —susurró, como si se tratara de un jugoso chisme—. Y sabe porque Alec le dijo que sabía.

     — ¿Ves cómo son de chismosos? —se carcajeó—. Ojalá y no piensen que porque tú sabes, yo también lo sé.

     — Yo a tu mamá le dije la verdad; le dije que yo a ti no te había dicho nada, y que tampoco te iba a decir… y creo que he mantenido mi palabra.

     — Sí, porque nunca me has dicho que Alessandro contribuyó con el cromosoma “X” para la determinación de mi género —sonrió, porque era cierto, Emma nunca se lo había expresado de forma explícita, mucho menos se lo había insinuado, y sólo trataban el tema cuando era Sophia quien lo ponía sobre la mesa, y el tema se trataba de cierto modo que se daba por sentado de que Alessandro era lo que era a pesar de que nunca se mencionaba, al menos no de la boca de Emma, como lo que era, como un progenitor bajo el apodo y/o título de “papá” o “padre”—. Y que heredé la mitad de su material genético.

     — Ojalá y sea la mitad buena —sonrió Emma.

     — Sé que no hay Alzheimer’s, ni fibrosis quística, ni Huntington’s, ni sickle cell anemia, ni Celiac’s, ni Talasemia…

     — Mi amor —rio Emma con la mirada ancha—. ¿Le estudiaste el historial médico-familiar al Señor o qué?

     — No exactamente —sacudió la cabeza—. He’s a talker when he’s drunk.

     — ¿Cuándo lo emborrachaste?

     — Hace meses ya, cuando recién venía a la ciudad.

     — No me imagino lo interesantes que eran sus conversaciones… hablando sobre las enfermedades del historial familiar —rio.

     — ¿Tú tienes alguna sorpresa en tu historial médico familiar?

     — Aparte de una amplia selección de cáncer… —suspiró—. Hay uno que otro caso de derrame cerebral, pero los han sobrevivido —rio—. El cáncer viene de la línea de mi mamá, los derrames de la de mi papá… ah, y creo que hay varios casos de depresión en la de mi papá también.

     — Ay, ¿y en el Bloque Soviético quién no estaba deprimido? —bromeó Sophia.

     — Para que veas… cuando tenía como cuatro o cinco, dice mi mamá que a mi abuelo le agarró feo, tan feo que no quería comer, que no quería hacer nada, y pasó como tres días sentado en la mecedora, sin pararse, sin hacer absolutamente nada, y, cuando se paró de la mecedora, no me acuerdo si fue embolia o trombosis… pero dobló el pico.

     — Mierda, qué feo —frunció su ceño, pero, al cabo de unos segundos, escuchó a Emma reírse—. ¿Me estás tomando el pelo?

     — Tengo las manos bajo la almohada —dijo cínicamente—. Y no, no es broma.

     — ¿Y por qué te da risa?

     — Me parece demasiado insólito, como un gran “what the fuck”.

     — Bueno, sí —rio Sophia—. ¿Y tu abuela paterna?

     — ¿Qué con ella?

     — ¿Cómo tiró la toalla?

     — Todavía no la tira —rio.

     — No sé por qué siempre te entendí que sí —frunció su ceño.

     — Pero si nunca hablo de ella.

     — Precisamente.

     — No, mi abuela Sabina, hasta donde sé, sigue viva.

     — ¿”Hasta donde sabes”? —se asombró Sophia por el desinterés, aunque quizás era por la misma relación con su papá.

     — Cuando mi papá tenía como quince, mi abuela Sabina no se casó de nuevo porque no creía en el divorcio pero sí se atrevió a vivir en pecado con… ay, ¿cómo es que se llama? —se preguntó a sí misma en voz alta—. “Pippo”, pero no sé si de “Pippo” o si de “Filippo”; yo siempre lo conocí como “Pippo”.

     — No sabía que tenías un abuelastro.

     — Pocas veces lo traté, porque ni mi papá ni mis tíos se llevaban bien con él —repuso con rapidez—. Mi abuela tuvo dos hijos más con Pippo, no me acuerdo si el mayor o el menor es el que tiene mi edad.

     — ¡¿Qué?! —exclamó arrastradamente.

     — Mi abuela tuvo a mi papá y a mis tíos antes de cumplir los veinte —intentó explicarle con aire de excusa—. Quizás a mi tía Teresa la tuvo con veintiuno, máximo con veintidós, no estoy segura… —dijo, haciendo una pausa para lubricarse la garganta—. Mi abuela tendrá ahorita… quizás… mmm… mi papá le llevaba tres años a mi mamá… y mi abuela tuvo a mi papá de dieciséis o diecisiete… ahorita tiene setenta y cinco o setenta y seis —se encogió entre hombros—. Mmm… creo que es el menor el que tiene mi edad, y el mayor tiene la edad del hijo mayor del tío Salvatore, que Gio debe tener treinta y cinco.

     — Tienes un tío de tu edad —se carcajeó descaradamente en cuanto proceso la información.

     — Tíastro, si es que eso existe —asintió—. Lo que tuvo mi abuela de fértil lo tengo yo de estéril —respondió tardíamente a la carcajada de Sophia.

     — Cinco hijos… me duelen las caderas y se me acaba el ácido fólico de sólo pensarlo —rio Sophia.

     — ¿Alguna vez te he enseñado a mi abuela Sabina?

     — No que yo sepa.

     — Sabrías si te la hubiera enseñado —rio Emma.

     — ¿Por qué?

     — Porque tiene una cara que nunca se olvida —sonrió—. Está entre Raquel Welch y Jaclyn Smith, pero no sé si es el peinado o qué… tiene algo como tétrico.

     — A lo importante —rio, pues no sabía cómo podía ser una “abuela tétrica” sin caber en una película de terror—. ¿Entre Raquel Welch y Jaclyn Smith?

     — Mjm.

     — Hm… —se saboreó lo que sólo ella sabía que estaba pensando—. Algo de eso tienes en alguna parte —asintió, estando muy de acuerdo en que la genética era genética y que no podía filtrarse sólo porque sí tras una generación.

     — Mi hermana se parece mucho a mi abuela, pues, físicamente hablando, claro.

     — Ah, ese amor que se te rebalsa por tu hermana —rio.

     — Te consta que sí la quiero, y que la quiero mucho… y que lo muestro hasta demasiado.

     — En Whatsapp hay cuatro emojis que simulan un beso; el que está contento, el que está como obligado, el sonrojado, y con el que se pasaron de azúcar con wink y corazoncito —rio—. Tú le das el obligado cuando ella te da el que te hace necesitar insulina. 

     — Pero se lo doy —refunfuñó—. Y eso es más de lo que puede nacerme… además, sabes que mis emojis se reducen a tres nada más.

     — Espera, regresemos a tu abuela Sabina —dijo de repente—. ¿No tienes herencia de ella?

     — Pero por mi papá, ¿por qué?

     — Creo que por eso creí que ya no estaba en el mundo carnal.

     — Mmm… —suspiró—. A ver si puedo explicarlo, porque a veces ni yo lo entiendo.

     — Soy toda oídos.

     — Mi abuelo Félix era militar condecorado de aquí y de allá, por esto y por lo otro, y, en realidad, no sé de dónde tenía tanto dinero para la pensión que cobraba —rio—. Bueno, sí sé, pero es un poco insólito.  

     — ¿Qué hacía?

     — Trdelník —respondió automáticamente.

     — ¿En un idioma que mi rubia cabeza pueda comprender?

     — Es… mmm… digamos que tienes un tubo de acero al que le enrollas masa alrededor y lo empiezas a girar al fuego; normalmente van cubiertos de azúcar y canela, o con almendras, hoy ya existen con Nutella por el interior.

     — Entonces… ¿tu abuelo era panadero?

     — No —rio—. No sé cómo, o por qué, él compró como una franquicia de eso, porque es pan artesanal en todo lo que solía ser Checoslovaquia, y Hungría y Austria, y, cuando se murió, al no haberse divorciado de mi abuela Sabina, y por necio de nunca arreglar el testamento, eso le quedó a ella… entonces, cuando a mi abuela le hicieron el traspaso, y que estaba por casarse con Pippo, ella decidió venderlo para que después no hubiera peleas entre una familia y la otra; eso se repartió entre los tres hijos de mi abuelo Félix, a ella le quedó una parte, y lo que le había tocado a mi papá, en aquel entonces, él, a diferencia de mis otros tíos, jugó con él hasta generar más dinero, y más, y más, y más… supongo que son mañas de economista que tenía un motto de “es la bolsa o la vida” —se encogió entre hombros—. Y por eso es que yo tengo parte de esa herencia.

     — Entonces sí sabes de dónde tenía tanto dinero —rio.

     — O sea, sí, pero nunca me imaginé que un negocio de panes diera tanto dinero —repuso con esa naturaleza ignorante, porque realmente no sabía—. Cuando mi abuela Sabina se muera, dudo que quede algo para repartir… en especial entre la familia que no es con Pippo, a esa familia ya le dio lo que le tocaba.

     — ¿Nunca hablas con ella?

     — La última vez que hablé con ella, de que la fui a ver a Perugia y todo, fue en navidad del dos mil… —cerró un ojo, típica expresión mortal de querer recordar—. Diez, creo...

     — ¿No hablaste con ella para cuando lo de tu papá? —frunció su ceño.

     — No —suspiró—. Marco siempre ha sido muy pegado a ella, con él fue con quien habló, y, por lo que me contaron, no quedé muy bien con ella —rio.

     — ¿Tu hermana te lo dijo? —preguntó, pero Emma sólo rio—. ¿Qué pasa?

     — A mi hermana hay dos cosas que la cagan del miedo, y digo dos puntos: las ratas y los ratones, y mi abuela Sabina —rio.

     — ¿Por qué?

     — Como mi hermana se llevaba bien con mi papá mientras vivía con mi mamá, cosa que me parece lo normal, lo justo y lo natural, y no juzgo ni me quejo, cuando iba a pasar el fin de semana con él, y que iban a casa de mi abuela Sabina, siempre salía regañada por una o por otra cosa… como a los trece o catorce dijo que ya nunca más quería ir a esa casa.

     — ¿Por qué?

     — Algo pasó con uno de mis tíos —rio—. Fue algo de un accidente con una silla, que mi hermana creo que no vio por dónde iba, se chocó contra uno de ellos, y él se cayó y se fue a tener con la boca en el filo del asiento, o algo así.

     — A-auch —se quejó ajenamente.

     — O sea, uno de mis tíos de los que tienen mi edad —aclaró.

     — ¿Cómo se llaman?

     — Rocco es el mayor, y Dante el menor, si no me equivoco.

     — ¿Y tus primos? —preguntó, dándose cuenta de que, al Emma nunca tocar ese tipo de temas, ella tampoco los tocaba y que, de esas cosas, no sabía absolutamente nada.

     — A ver… del tío Salvatore —suspiró, elevando su pulgar para empezar a enumerar—. Está Giordano, el mayor, que tiene treinta y cinco o treinta y seis, y él, si no me equivoco, es profesor de matemática y física en una escuela… luego está Salvatore, que andará por los treinta y tres o recién cumplidos los treinta y cuatro, y él sí sé que es ortopeda —dijo, levantando su dedo índice, y, a continuación, levantó el dedo del medio—. Luego viene Pasquale, que sé que está por cumplir treinta y dos porque tiene la edad de mi hermano, y él es Ingeniero Sanitario, y, por último, Beatrice que tiene veinticinco o veintiséis, y creo que ella es la que le ayuda a mi tía Elisabetta y al tío Salvatore con la contabilidad del hotel.

     — Ah, ¿tus tíos tienen un hotel? —exhaló un tanto asombrada.

     — En Napoli —asintió.

     — I see… ¿y tu tía Teresa tiene sólo una hija, verdad?

     — Puede decirse que sí —rio.

     — ¿Cómo que “puede decirse que sí”?

     — Elmo tiene veintitrés o veinticuatro, y es el ser más mimado que yo he conocido en toda mi vida —rio.

     — ¿”Elmo”?

     — Así se llama, no es apodo —dijo, y Sophia se carcajeó—. Mi tía quería ponerle Carlo, si no me equivoco, y mandó a mi tío a que lo inscribiera en la alcaldía, y dice mi tío que en el camino, aparte de que iba borracho, se le olvidó el nombre, y que dijo lo primero que se le vino a la cabeza, porque fue que lo vio de la ropa que llevaba el pedazo de gente ese que llevaba… y, bueno, pasaron como cinco años de que “Carlo” aquí y “Carlo” allá…

     — Espera, ¿tu tía no sabía? —rio.

     — Mi tío siempre dijo que tenía que cambiarle el nombre al niño, pero nunca lo hizo —rio—. Y, bueno, cuando ya tenían que inscribirlo en la escuela, fue que mi tía se dio cuenta de que se llamaba “Elmo” y no “Carlo”.

     — ¡No! —se carcajeó descaradamente.

     — Yo no sé qué pasó, porque como que no podían cambiarle el nombre hasta que el niño fuera mayor de edad para que él escogiera su nombre… y así pasó dieciocho años de su vida, con el “Elmo”.

     — ¿Y se cambió el nombre?

     — Nadie lo conocía como “Carlo” —sacudió su cabeza—. Se quedó con su nombre.

     — Para llamarte Elmo… —suspiró, intentando contenerse la burla.

     — De mis primos, es con el que mejor me llevo… bueno, es que no me llevo casi nada con el resto, pero con él sí nos escribimos de vez en cuando y de cuando en vez; nunca me burlé como los demás de que se llamara Elmo.

     — ¿Cómo lograste eso?

     — O sea, risa sí me da, y por eso nunca lo llamo por su nombre, para evitar reírme en su cara, pero tampoco fui tan mala de que, cada navidad, le regalaban sólo cosas del muñeco peludo rojo ese… aun el año pasado, hay unos Elmos que se ponen a bailar, eso le regaló mi hermano.

     — Mmm… la primera vez es chistoso.

     — Exacto —sonrió.

     — ¿Y qué hace él?

     — Mi hermana y yo, cuando hablamos de él, siempre usamos el apellido por respeto… pues, para que sepas: “Polsinelli”.

     — ¡Ah! —rio—. ¡Él es Polsinelli! —exclamó epifanísticamente, pues ya había escuchado hablar de él—. El que amaneció sin ropa en la Fontana di Trevi

     — El mismo —asintió Emma—. Pero eso fue cuando estaba en la escuela todavía.

     — Como si eso le quitara lo vergonzoso —rio.

     — Mmm… tienes razón, no se lo quita —sonrió.

     — ¿Qué hace él?

     — Chef en un hotel en Roma.

     — Tienes unos primos muy distintos —le dijo, acomodándose un poco más entre las sábanas, pues ya el frío del aire acondicionado empezaba a enfriarle los pies—. ¿Alguno tiene hijos?

     — Giordano tiene dos hijos, Salvatore creo que está por ser papá por primera vez, si no es que ya es papá, y Beatrice que tiene un Baby Johnson.

     — ¿”Baby Johnson”?

     — Sí, uno de esos niños que no tienen ni un año y que son extremadamente bonitos —rio.

     — ¡Ah! —rio—. Un “Baby Johnson” —siseó para sí misma, pues el término le gustaba. ¿Cómo no lo había escuchado antes?—. ¿Y tu hermano?

     — ¿Qué con él?

     — ¿Novia, esposa, hijo en camino, estéril?

     — Si no me equivoco, a la novia la trasladaron a Bruselas.

     — ¿Se va a ir con ella?

     — Ya se fue con ella a Londres, a Livorno, y a no sé dónde más, no sé si la va a seguir… —se encogió entre hombros—. Realmente, por raro que se escuche, me tiene sin cuidado.

     — ¿De verdad no viene a la boda?

     — Me dijo que “gracias” por la invitación, pero que él no tenía ni tiempo ni dinero para venir a algo que no existía, que él sí tenía que trabajar porque mi papá fue injusto con él.

     — Mmm… —suspiró con un gruñido.

     — Yo sólo le dije que tuviera cuidado con el hígado, porque no era necesario ser alcohólico para arruinárselo —rio.

     — ¿De verdad no te molesta que sea así?

     — Así ha sido toda la vida, me dejó de importar hace mucho… pero sí me sigue afectando que sea tan grosero con mi mamá.

     — ¿Le dijo algo?

     — Mi hermana me contó que un día que estaban en Roma, que estaban cenando, que ese día mi hermano había recibido la invitación para la boda, que le había llamado sólo para reclamarle que por qué dejaba que yo hiciera cosas así —se encogió entre hombros.

     — ¿Cosas así de estúpidas? —preguntó con ese tono que sólo implicaba que ya conocía demasiado bien a su cuñado.

     — Yo no considero que sean estúpidas —susurró—. No es mi culpa que, porque él no es feliz, yo no pueda serlo haciendo de mi culo un florero si así se me da la gana.

     — No le hagas caso.

     — Yo no le hago caso —rio—. Pues, a veces me divierten las estupideces que dice… me parece asombroso cómo alguien puede tener mierda en lugar de sesos.

     — Tus hermanos llevan las de perder contigo —bromeó.

     — Laura no es tonta —repuso un tanto a la defensiva—. Es bastante inteligente en realidad, pero puede más la haraganería y las ganas de hacer lo que le gusta —se encogió entre hombros—. Mi hermano sólo estudió economía para ser el orgullo de mi papá… porque, como economista… mmm… —sacudió la cabeza—. No es por gusto que le dicen “Scammer Borghese”; es un ambicioso tonto —rio.

     — Mmm… cambiemos de tema, mejor —susurró.

     — ¿De qué quieres hablar?

     — De lo que sea menos de tu hermano —sonrió—. Escoge tú.

     — No sé —bostezó repentinamente.

     — ¿Quieres dormir un rato más? —preguntó con esa tierna vocecita que evidenciaba sus ganas de ser mimada y de mimar.

     — Nop —sacudió su cabeza.

     — ¿Tienes sueño?

     — Evidentemente.

     — Mmm… —suspiró—. I’ll tell you what —sonrió, volcándose sobre su espalda para, bajo las sábanas, sacarse hasta la última prenda de ropa que tenía.

     — I’m not really in the mood for sex —susurró, intentando no sonar grosera.

     — No me estoy ofreciendo tampoco —rio, volviéndose sobre su costado para adoptar nuevamente aquella cómoda posición.

     — Oh —elevó ambas cejas—. Lo siento.

     — ¿Qué te parece si dormimos un rato más?

     — No tengo ganas de dormir, Sophie —susurró.

     — Pero tienes sueño…

     — A ver, tengo sueño pero no quiero dormir —se corrigió.

     — Yo voy a estar aquí, y te voy a despertar si vuelves a tener uno de esos sueños raritos —sonrió—. Y me quité la ropa para que, si vuelve a suceder, sólo necesitemos encender la luz para que te asegures de que no me ha pasado nada… ¿te parece?

     — ¿Tú vas a dormir también?

     — No tengo mucho sueño, será por el Latte… pero aquí me voy a quedar, con ojos cerrados si quieres para que no sientas que te estoy acosando —sonrió de nuevo, y, esperando cualquier cosa menos eso, recibió a una Emma que se enrollaba contra ella.

     — ¿Puedo quedarme aquí, así?

     — Sure —susurró, evitando moverse para no hacer que Emma se moviera, porque eran contadas las veces que era Emma quien se enrollaba contra ella, y, a pesar de que tampoco se lo esperaba, se le dibujó una sonrisa en cuanto Emma tomó su brazo derecho para colocarlo sobre su espalda; quería un abrazo—. Buenas noches, Arquitecta.

     — Buenas noches, Sophie —balbuceó contra su tibio pecho.

     — Que sueñes con los angelitos —sonrió, acomodando su cabeza para que sus labios quedaran sobre su cabello.

 

***

 

— ¡Emma María! —exclamó Phillip con esa millonaria sonrisa de cejas elevadas y brillantes ojos grises—. ¿Vienes a que te demos una lección de baile? —sonrió, alcanzándole la mano junto con un movimiento astuto y seductor de pies.

     — ¡Uf, Felipe! —frunció sus labios con cinismo al compás de una mirada entrecerrada, y empezaba a saborear la canción que recién comenzaba con ese beat «groovy»—. I can bust a move on my own —sonrió—. ¿Puedo robármela? —le preguntó, alcanzando a tomarle la mano a Sophia, esa que viajaba por el aire porque, por alguna razón, las manos casi siempre iban arriba con ese paso de lado a lado pero con estilo, el paso universal.

     — Baby —llamó a Sophia con ese tono afroamericano—. We gon’ dance like Beyoncé —dijo graciosamente con su índice al aire, pero sus dedos se compactaban de tal forma que se veía afeminado, y él lo sabía—. Ya know, mhm —le mostró la mano izquierda, mostrándole el derecho y el revés mientras movía la cabeza de lado a lado. «Fucking “Single Ladies”».

     — Yeh, baby —repuso la caucásica rubia en una perfecta imitación—. I kno’ what you mean —chasqueó sus dedos tres veces, de lado a lado, y adquirió el talante corporal de a quienes eso representaba.

     — “Laters, baby” —rio, citando a aquel otro millonario ficticio que él tanto aborrecía sólo porque sí, «porque, ¿quién en su sano juicio seductor dice “laters, baby”?», y tiene razón.

     — Hola, mi amor —sonrió Sophia—. ¿Vienes a sudar la barra libre? —rio, acercándose a Emma con su pecho para colocar su mano izquierda sobre su hombro desnudo.

     — ¿Tú también me vas a regañar por eso? —dibujó un gracioso puchero.

     — Es tu barra libre —rio, acercándose ahora con su cabeza para realmente acortar la distancia—. ¿Está todo bien?

     — Sí, ¿por qué?

     — Te vi hablando con Bruno —se encogió entre brazos, y, de un momento a otro, tomó ella el control de lo que Emma no tenía idea de cómo sentir porque el alcohol, por muchas cosquillas que le estuviera haciendo, no la dejaba pensar en otra cosa que no fueran los labios de Sophia—. ¿Todo bien con él?

     — Sí, mi amor —sonrió, dejándose llevar por la rubia que le marcaba los tiempos que ella reconocía pero que, aparentemente, no podía aprovechar individualmente—. Are you having fun?

     — As a matter of fact, I am —asintió, empujando a Emma hacia atrás, manteniéndola tomada de las manos, para luego halarla hacia ella—. You make me love you, love you, baby, with a little L.

     — There you were shouting out, checking up your altercations, getting upset in your desperation, screaming and hollering, how could this love become so paper thin?

     — You’re playing so hard to get —gruñó, pues Emma la había halado de tal forma que había apoyado su frente contra la suya, halando sus manos hacia abajo para tirarla contra ella.

     — You’re making me sweat just to hold your attention.

     — Así no —suspiró.

     — ¿Por qué “así” no?

     — Porque me dan ganas de besarte —se sonrojó.

     — ¿Verdad? —rio, y la haló más fuerte de las manos para, con un ladeo de rostro, encontrar sus labios con los suyos.

Se colocó las manos de Sophia a la cintura para que la tomara como debía ser, porque un beso, sin esa sensación de sostenimiento que pasaba por caricia, no era un beso real.

                Sí, sí, todos seguían bailando (excluyendo a la mesa de los adultos responsables porque habían encontrado la plática perfecta, o sea la excusa perfecta para no pararse de la mesa), pero a Emma no le importó ser esa persona que tan mal caía en una pista de baile; la que se quedaba parada, la que estorbaba, inerte, sin bailar.

Claro, es que un beso bien dado no se podía dar si se pretendía bailar, además, por cuánto tiempo tenía de no sentir a Sophia de esa forma, era muy probable que, de no besarla, enloquecería y la atacaría de esa forma que a cualquiera le parecería un tanto agresivo pero que para Sophia era prácticamente normal. Era eso de tomarla por la cadera y por la cintura hasta hacerla dar ese minúsculo brinco para que quedara a horcajadas alrededor de ella, y quizás la apoyaría sobre alguna superficie, o se apoyaría de alguna pared mientras se tomaba el tiempo para calmarse las ganas, pues quitárselas nunca podría.

A Emma sólo le faltó mostrar su recto, largo y grosero dedo para quienes la juzgaran, pero, como nadie la juzgaba, no hubo necesidad de hacerlo. Y tampoco tenía tiempo para hacerlo.

                Sara y Camilla sonrieron, porque un beso así era al tipo de besos a los que ellas estaban más-o-menos acostumbradas a ver; a veces más, a veces menos, igual que los Roberts. En realidad, los únicos que se alarmaron, aunque debo decir que a distintos niveles, fueron Bruno, porque era la primera impresión de cercanía física de ese tipo que veía en la persona que recién empezaba a conocer, Luca, porque le pareció demasiado sano como para lo que se veía en la pornografía y porque se notaba la delicadeza con la que Emma trataba y dejaba que la trataran, porque así le gustaba y él no se lo habría imaginado, y estaba Alessandro, que era primer beso así de “intenso” que presenciaba en la vida real y en vivo y en directo, pero de “intenso” nada.

Quizás, dentro de todo, lo que más le asombró fue esa sensación de haber estado equivocado, pues, al ver que Sophia era quien parecía tener el control, todo porque tenía las manos a la cintura de Emma, sintió como si todos sus esquemas de vida estuvieran comprometidos y estuvieran siendo cuestionados con rigor.  

Ah, sólo él quería respuestas y explicaciones sobre quién era el “hombre” de la relación. Mentalidad anticuada y angosta. Y le pareció perturbador pensar que su hija era el “hombre” en esa relación. Repito: mentalidad anticuada y angosta.

— Uy… —sonrió a ras de sus labios.

     — Perdón —rio nasalmente, y atrapó suavemente su labio inferior entre sus dientes.

     — Así está mejor —gruñó, queriendo poder hacer una cosa o la otra: o detener o acelerar el tiempo para poder abusar de ella y con ella.

     — Baila conmigo, ¿sí? —mordisqueó su propio labio inferior, alejándose de la rubia para volver a tomarla de las manos y bailar como ella quisiera que bailaran.

     — Sí sabes que esto no es “Timber”, ¿verdad? —rio Sophia, optando por abrazarla fuertemente por la cintura a pesar de que eso, o los movimientos que ese abrazo permitía, no eran los que fluían con el ritmo de aquella canción.

     — No te preocupes, que si es eso lo que quieres bailar, pues en este momento se me van al carajo y la ponemos —rio Emma, acordándose de cómo esa canción en especial hacía que Sophia perdiera el control, todo a tal punto de que aquel día, random en realidad, habían sufrido del aburrimiento de un jueves lluvioso, y nada mejor que encenderse el ánimo con canciones como esas; coletas altas, saltos, brincos, carcajadas, que Sophia había intentado enseñarle a bailar country de línea, «porque una mierda más graciosa que eso no existe», porque, por si fuera poco, había materializado un sombrero de cowboy y unos botines Malone Souliers que hacían el trabajo junto con el short de denim y una camisa, correctamente a cuadros rojos y blancos, que se había anudado a medio abdomen para no tener que abotonarla y poder dejarle ver la falta de sostén.

     — Más tarde, cuando se vayan ellos —rio, marcándole cierto atrevido y sensual contoneo con sus manos y con su cadera—. Me dijo Phillip que, para cuando ya no aguantes a Louboutin, Natasha tiene tus TOMS —sonrió.

     — Más tarde, cuando pierda las ganas de verme lo más elegante que se pueda —repuso, ahuecando su mejilla con su mano.

     — Ah, cuando ya te veas con maquillaje pesado… porque, de la nada, ya estás borracha, ¿no?

     — No te quejes, que borracha te caigo bien también —rio.

     — Sí, sobria y ebria me caes bien —asintió—. But these panties… —se acercó a su oído con sus labios—. This thong in particular…

     — I’m looking forward to taking it off —expulsó Emma rápidamente.

     — Es la que más ganas me han dado que me quites —sonrió.

     — Sophia, Sophia, Sophia… —suspiró, sacudiendo su cabeza y emitiendo ese sonido de falsa desaprobación con su lengua contra el cielo de su boca—. No me provoques así que me duele.

     — A mí me duele que me veas así —reciprocó con una aireada seducción de labios y mirada.

     — ¿”Así” cómo?

     — Como que me estás violando.

     — Es que eso estoy haciendo —sonrió, haciendo que Sophia gruñera con mirada entrecerrada—. Lo hago con cariño, pero, de que te estoy violando, te estoy violando —elevó su ceja derecha, y la iba elevando cada vez más al mismo tiempo que su mano derecha bajaba por la espalda de Sophia hasta, con todo el descaro del mundo, tomarla por el trasero.

     — A-ay… —suspiró.

     — Pero te estoy violando despacio, con cariño, con ganas… porque te tengo ganas desde ayer, y tú sabes lo que esas ganas acumuladas significan, ¿verdad, Sophie?

     — Son tantas ganas que no es justo —asintió.

     — ¿Qué? —frunció Emma su ceño.

     — Eso te lo manda a decir mi clítoris —rio.

     — ¡Dios mío! —gruñó ahogadamente cual Diva de cine.

     — No, no “Dios”… clí-to-ris —sonrió—. Pero mi clítoris es tuyo.

     — Hazme un favor, ¿quieres? —elevó su ceja derecha, y la acercó más a ella con esa mano por el trasero.

     — ¿Quieres que vaya a traer hielo de nuevo? —sacó su lengua.

     — Dile a tu clítoris que mi lengua le manda a decir que se prepare —dijo, y mordisqueó ligeramente su labio inferior por el lado derecho.

     — ¿Ves cómo no es justo? —frunció su ceño para hacerle un puchero que sólo imploraba que la vida no fuera tan injusta.

     — ¿Qué tiene de injusto que mi lengua quiera abusar de él? —ensanchó la mirada.

     — Eso nada —sacudió su cabeza, y le dio un lento y pausado beso en su mejilla—. Injusto es que, si sigues bebiendo, lo que voy a subir a la habitación es un cadáver —guiñó su ojo.

     — Aparentemente todos tienen un problema con la cantidad de alcohol que estoy ingiriendo —entrecerró su mirada.

     — Sabemos que eres una alcohólica en stilettos, eso nadie te lo quita —sonrió—. No te estoy diciendo que dejes de beber, porque eso es aburrido, pero, por favor, tone it down a notch, ¿sí?

     — Ya pasé lo difícil —asintió—. Era más que todo para digerir a Bruno.

     — Está bien, mi amor —sonrió, volviendo a tomarla de las manos para asesinar la incomodidad de estar simplemente de pie en aquel lugar en el que, los únicos que habían aceptado a bailar con Luca, eran Clark y Lance—. Ahora, baila conmigo, ¿sí?

     — Lead the way —sonrió de regreso, todo para ser girada en una vuelta que la terminaría de colocar con su espalda contra el pecho de Sophia.

Era sexual para quien nunca las había visto bailar. O, bueno, también era sexual en todo sentido, aunque no sexual del tipo grosero, sino que era tragable y tolerable, pues no había nada de malo en que, tomándola por la cintura y por la cadera, rozara salaz pero sensualmente su pelvis contra su trasero en un mismo vaivén.

                En otra ocasión, en una ocasión en la que no estuvieran frente a sus progenitores, porque el respeto para ellos no se les había olvidado ni en la cama ni en ninguna parte y porque no eran cosas que tenían que ver si ellas podían evitarlo, en otra ocasión, en una ocasión en la que pocos las conocieran, o nadie for that matter, Emma se habría aferrado a su trasero con ambas manos, no sólo para aferrarse y para seguir el contoneo, sino para realmente sentir a Sophia prácticamente a través de cualquier tipo de textil, y, por si eso no fuera poco para procesar, Sophia habría jugado con los bordes del vestido de Emma para acariciar sus muslos, o quizás sólo habría recorrido su torso con ambas manos. Sí: “R-E-S-P-E-C-T”, y no sólo porque Aretha Franklin así lo dijo.

— ¿Todo bien? —le preguntó Sara, viéndolo hacia arriba al ella estar sentada y él de pie.

     — ¿Por qué no habría de estarlo? —resopló, llevando su mano a su saco para desabotonarlo mientras tomaba asiento a su lado—. Hablamos de tramezzini con prosciutto y mozzarella, de que el tequila estaba fuerte, y de cosas normales.

     — ¿”Cosas normales”?

     — Sí —sonrió, tomando la copa de vino que había dejado olvidada—. De por qué no estaba bailando con Sophia, de qué vamos a hacer mañana y el domingo, sobre diciembre… y nos tuteamos, bebimos, y reímos —dijo para la tranquilidad de Sara.

     — ¿Tan banal?

     — Y más banal que eso —pareció guiñar su ojo—. Me porté bien y se portó bien, nada de qué preocuparse.

     — Tramezzini con prosciutto… —suspiró, viendo a Emma dejarse llevar por el evidente pero tímido erotismo del cuerpo de la rubia, pero, ¿cuál erotismo? Si así bailaban prácticamente todos. «Porque… ay, estas generaciones»—. ¿No comieron lo suficiente, o qué? —rio, notando las miradas confusas de Camilla y Bruno—. Digo, para estar hablando de comida…

     — ¿Preferirías que habláramos de algo más serio y menos banal? ¿Que no habláramos de tramezzini con prosciutto? —elevó sus cejas el canoso hombre de cabello perfecto.

     — Buen punto —se encogió entre hombros.

     — ¿Puedo hablar un momento contigo, Camilla, por favor? —le dijo Alessandro desde donde ya Margaret y Romeo se habían concentrado en analizar el ambiente con una risa y una sonrisa que pronto se transformaría en que ellos también se unirían a “la juventud”.

     — Claro que sí —suspiró un tanto hostigada, pues, habiendo visto cómo bailaban, ya se imaginaba por dónde iba el tema de conversación—. Si me disculpan un momento —sonrió para Sara y Bruno, quienes, con el cambio de música, porque ese acid jazz debía ser dosificado para ser disfrutado con optimismo, ya se preparaban para estirar las piernas y dejar que la vetustez le cuidara la copa a cada uno.

 

***

 

Balbuceó prácticamente de repente en un idioma que yo no reconocí, aunque asumo que fue la expresión ofensiva que más describía su sorpresa, la cual, por segunda vez en el día, la había tirado al suelo desde la cama.

Todavía no sé si el vómito verbal había sido por la sorpresa de haber dormido tan bien después de haber dormido tan mal, o por la sorpresa de haberse despertado sola en aquella enorme cama que no le gustaba por lo mismo: por grande, y, porque, si se despertaba sola, la cama se sentía infinita, o quizás fue por la sorpresa de su actitud suicida, aunque esa baja altura nunca podía ser utilizada para tal cosa.

                Salió de la habitación como pudo, porque, a pesar de estar despierta y aparentemente alerta, no podía evitar ese rebote contra todo lo que sus piernas o sus hombros encontraran a su paso; la esquina de la cama, la puerta, el marco de la puerta, y la puerta de nuevo.

                Vio al Carajito sentado frente a la puerta, como si estuviera esperando a que ella saliera, y su cara le describía toda la confusión que se apoderaba de él; ¿qué estaba haciendo ahí?

— Sophia —la llamó en su adormitada voz, todavía rebotando entre las paredes del pasillo—. ¡So-phia! —elevó su voz, dejando que la confusión, la desubicación y el miedo se le notaran más de lo que había querido, pero, al escuchar ruidos en la cocina, se dejó guiar hasta allí.

     — Oh, good —sonrió Sophia—, you’re up —la vio a los ojos a través de sus gafas de marcos rojos, sabiendo la confusión de la que Emma estaba padeciendo en ese momento.

     — ¿Qué estás haciendo? —frunció su ceño, deteniéndose del respaldo de la silla de la cabeza de la mesa del comedor.

     — Almuerzo —dijo con tono de “¿no es obvio?”, pero para Emma no era obvio.

     — ¡¿Almuerzo?! —ensanchó la mirada—. ¿Qué hora es?

     — Las… —suspiró, volviéndose sobre su hombro para robarle la hora a la cocina—. Once y veintitrés —se volvió hacia ella, y reanudó el movimiento con la cuchara en el recipiente—. Te veías tan bien durmiendo —se encogió entre hombros, como si intentara excusar su atrevimiento—, que llamé a Gaby para decirle que te ibas a tomar el día libre.

     — Why would you do that? —balbuceó confundida.

     — Why? —resopló, levantando la tabla con la cebolla finamente picada para incluirla en el recipiente anterior—. Because I can —sonrió, dejando a una Emma con la boca abierta y sin saber qué decir—. ¿Crees que puedes estar lista en… digamos veinte minutos?

     — ¿Lista para qué? —frunció sus labios.

     — ¿Vas a estar lista en veinte minutos? —dijo con aire repetitivo.

     — Uhm… —suspiró, y quizás, por ese misterio, creyó que se trataba de un sueño demasiado real, después de todo, no estaría raro—. ¿Vamos a salir o qué?

     — Sí, vamos a salir.

     — ¿Código de vestimenta?

     — Jeans and a Tee would do it —le lanzó otra sonrisa, y omitió su presencia para obligarla a retirarse a tomar una ducha.

     — Jeans and a Tee —suspiró, saboreando el código entre sus oprimidos labios que se tiraban hacia un lado y hacia el otro, lo cual sólo significaba una amplia y severa duda, o intriga en este caso—. ¿Qué cocinas? —preguntó, dándose tiempo para digerir el hecho de que esperaban simple denim y algodón de ella; porque se había sentido como si le hubieran dicho «Levi’s and Gap», o algo parecido, pero, en realidad, sólo esperaban uno de aquellos Balmain que tanto atesoraba, más que los Armani, porque le quedaban bien de cada calculada y meticulosa pulgada, y, en cuanto a la camiseta, se esperaba alguna poesía sarcástica que no tenía marca reconocida, sino un muy probable “Made in China” en la etiqueta, o una fabulosa “camiseta”, sí, entre comillas, que hablara hasta de una exageración de Carolina Herrera, o de Saint Laurent; todo estaba por verse.

     — El almuerzo —sonrió, tomando el dispensador de aceite de oliva, probablemente extra virgen, para verter uno o dos segundos de aquel espeso líquido amarillento en el recipiente en el que batía o mezclaba sabía sólo ella qué—. Por favor, ve a ducharte, sino… me veré obligada a vestirte y a arrastrarte sin ducharte —sonrió provocantemente.

     — No serías capaz —frunció su ceño, dando un paso hacia adelante.

     — Ah- ah-ah! —canturreó con su dedo índice derecho en lo alto para detener sus próximos pasos—. Hoy me siento omnipotente, así que no me retes —le advirtió, guiando su dedo de tal forma que terminó por señalar la habitación—. Ducha, ya —siseó.

Emma no supo por qué, pero, definitivamente, esa clase de tono exhortativo le gustaba, y quizás era por la rareza de su existencia, pues Sophia raras veces exhortaba algo, y, cuando lo hacía, era en ese tono que no era el mismo con el que ella ladraba órdenes cuando estaba casi al borde del punto de ebullición con Selvidge, o con Segrate, o con quien fuera.

                Se encogió entre hombros ante el «yes, ma’am» mental que se cuadraba militarmente con rectitud, y, tal y como exhortado y esperado de ella, se vio atraída a una ducha en la que era víctima del pop de Sophia; “Meet Me Halfway”.

El agua no era tan caliente como lo habría sido durante una ducha por la mañana antes de ir a trabajar, porque las duchas frías, contrario a lo que le hacía a la sarta de mortales ordinarios que habitaban en el mundo, le daban frío, obviamente, y eso sólo lograba que le dieran ganas de regresar al interior de sus sábanas para caer en un infalible sueño; las duchas calientes, aparte de que eran la costumbre porque era lo que siempre la había hecho sentirse limpia a casi un nivel de esterilización, porque siempre se sentía sucia/adulterada de alguna forma después del tacto paterno, la hacían querer que el aire fresco, así fuera urbano y con polución, la refrescara. Supongo que cada quien tiene sus formas.

                Y, pues sí, se duchó como siempre, enjuagando su cabello, que, al aplicar el shampoo, parecía que se quería arrancar el cuero cabelludo al rascarse con tanto placer aunque no le picara nada, todo para luego dejar que la constante y relativamente fuerte cascada le quitara hasta la última burbuja de abundante espuma mientras ella se detenía con una mano de la pared lateral y con la otra mano del vidrio que normalmente se empañaba hasta más-o-menos-la-altura-de-su-busto.

                Salió de la ducha, primero con el pie derecho y luego con el izquierdo, empapando la alfombra color almendra, porque ella salía goteando de la ducha para tomar la toalla del perchero, contrario a Sophia, quien se estiraba sobrehumanamente para alcanzar la toalla y secarse parcialmente dentro de la ducha.

Inhaló la temporal congestión nasal, tomó la toalla, y, como si fuera cuestión de vida o muerte, secó primero su rostro y luego sus brazos para, cómodamente, quitarse el exceso de agua del cabello, y amarrarse la toalla al cuerpo.

                Mientras Emma se encargaba de, con la pierna apoyada del borde del mármol del par de lavamanos, esparcir esas seis-siete-ocho gotas, de aceite prácticamente sin olor, en cada pierna, Sophia sacaba los soufflés del horno, los cuales habían crecido demasiado bien en altura y en nivelación.

Inhaló el aroma de la mezcla de harina, lácteos y romero, y, junto con una sonrisa, los empacó tal y como le habían enseñado hacía muchos años. Empacó el pan, la entraña, la lechuga fresca, el queso provolone sobre la entraña, la mantequilla, y el guacamole.  

                Se colocó aquel sostén Kiki de Montparnasse, obviamente negro, y se lo colocó porque era el que estaba de primero en la línea, aunque quizás también fue porque reducía un poco por el ajuste y la forma de la copa, y, sin querer queriendo, porque su TOC así se lo dictaba, se metió en la típica tanga negra que podía hacer juego con el sostén. Quizás.

Luego vino el jeans, porque era lo más genérico y podía utilizarse con cualquier camisa y con cualquier par de zapatos, por lo cual optó por un Balmain skinny que no era ni claro ni oscuro, simplemente perfecto, y, en cuanto llegó a la gaveta de las camisetas, fue que encontró el primer problema. ¿Era T-shirt de esas genéricas que eran cómodas y sencillas, las cuales eran las sarcásticas, o era T-shirt de esas que entraban en la categoría mencionada en Bergdorf’s o en Saks?

Paseó sus dedos por los sarcasmos impresos, y se detuvo, por cuestiones de la vida, en aquella camiseta negra que tenía la impresión en blanco: “Do NOT read the next sentence”, y, abajo, en letra más pequeña, se leía un risible “You Little rebel. I like you”. Suspiró y pasó de largo, o más bien cerró la gaveta para abrir la de las camisetas que se podían encontrar con una etiqueta más cara, y, sin pensarlo, sacó una camiseta de cachemira, o quizás no era de eso, pero era tan suave que parecía serlo, y era blanca con “n” cantidad de elefantes, de los cuales solamente su contorno estaba delineado en gris.

Los zapatos fueron el problema real, pues, al no saber a dónde la llevaban, no sabía si subirse en un par de stilettos Ferragamo, o si meterse en sus Converse blancos que ya no eran blancos por el abuso esporádico, o si deslizarse en un par de zapatillas Krakoff, o si, tras la influencia del primer sueño, del sueño perturbador, subirse en un par de “alpargatas” de cuña. Y, sí, fue en las últimas a las que se subió, aunque no eran Jimmy Choo sino Tory Burch y de diez centímetros de altura.

— Estoy lista —murmuró Emma, asomándose por el pasillo con su Bottega Veneta azul marino al hombro.

     — You’re not gonna need your bag —susurró, tomando ella un bolso relativamente grande, porque ahí había guardado todo lo que había cocinado, y le alcanzó un bolso más pequeño y de cuero a Emma, uno largo que tenía tinte anticuado.

     — ¿A dónde es que vamos? —frunció su ceño, tomando el bolso para colocárselo al hombro del que se había descolgado su Bottega.

     — A almorzar —sonrió, pasando de largo hacia la puerta principal, en donde, por mala costumbre, estaba el Carajito como dueño y señor de la zona, al cual le enganchó la correa al arnés que le había puesto con anterioridad.  

     — ¿A qué hora te despertaste? —le preguntó, viendo al Carajito salir del apartamento como si ya conociera y reconociera todo, y sólo supo empezar a rezar por que no desgraciara la alfombra del pasillo, porque parecía ser que las alfombras eran lo único que desgraciaba.  

     — Como a las siete y media —respondió un tanto avergonzada—. Y yo sé que yo no soy tu jefa, y que tampoco tengo el poder necesario como para darte el día libre… pero pensé que te vendría bien; estas dos semanas no han sido tan fáciles con eso de que Alec te incluyó en el proyecto de la Old Post Office…

     — Sólo estoy consultando —susurró, tomándola de la mano para salir del apartamento, y Sophia sonrió ante el roce que había nacido de ella—, no es nada de gran peso.

     — No es por el peso a largo plazo —sonrió, halándola para tomarla por el brazo sin soltar su mano—, es sólo que tienes bastante con qué lidiar ahorita… un día libre no te viene mal.

     — Está bien —suspiró—, ¿y cuál es tu excusa?

     — ¿La mía? —resopló, y Emma asintió—. Mi novia es tres-cuartos-dueña del estudio, y es mi jefa —sonrió—. Ésa es mi excusa.

     — Mmm…

     — ¿Es excusa válida?

     — Demasiado —asintió de nuevo, elevando su índice para presionar el botón del ascensor—. Y me gusta que la utilices para cuando tienes ganas.

     — No pretendo abusar, tampoco —murmuró sonrojada.

     — No es abuso, es uso —guiñó su ojo, elevando sus manos de dedos entrelazados para darle un beso en sus nudillos—. ¿Dormiste bien?

     — Increíblemente —asintió, y anticipó la siguiente pregunta de Emma—. Me desperté porque me dieron ganas de ir al baño, no te quería despertar y por eso fui a nuestro baño, en el camino me interceptó Vader… y, bueno —se encogió entre hombros—, me quedé despierta desde entonces.

     — ¿Desayunaste?

     — Two poached eggs —asintió—, y le di uno revuelto al cuadrúpedo…

     — ¿Ah, sí? —sonrió, adentrándose en el ascensor con un tan sólo paso, que, en cualquier otra ocasión, habría encerrado a Sophia entre ella y la pared solamente con su cuerpo para provocarla con un beso atestado de anticipación.

     — Sí, acuérdate de que nos dieron una lista de lo que supuestamente puede comer que comemos nosotros.

     — De eso sí me acuerdo, y sé que el huevo es bueno… pero me refería a ti.

     — Y salmón ahumado —asintió de nuevo—, con bagel y philadelphia, claro.

     — Qué rico —dibujó esa suave sonrisa que se tiraba del lado izquierdo.

     — Imposible quejarse —repuso con una sonrisa que prácticamente se reflejaba—. ¿Tienes hambre?

     — ¿Qué llevo aquí? —asintió.

     — Refreshments —respondió, pero Emma, con la mirada, le pidió más que sólo una categoría en el menú—. Limonada común y silvestre —resopló—, con menta y hielo.

     — Ah, “limonada común y silvestre”, pero con menta —rio—. ¿Limonada con limón o limonada con lima?

     — Lima.

     — ¿Endulzada con?

     — ¿Azúcar? —resopló con su ceño fruncido.

     — Podía ser miel.

     — No es remedio para la gripe —sacudió su cabeza—. Con brown sugar.

     — ¿Y tú qué llevas ahí? —sonrió, señalando el bolso que llevaba Sophia en la mano izquierda.

     — El almuerzo —respondió como lo había hecho las veces anteriores.

     — Asumiendo que no me vas a decir qué hiciste de almuerzo, mucho menos a dónde vamos —suspiró, saliendo del ascensor a un pasillo que estaba iluminado tanto por luz natural como por luz sintética, mezcla que le gustaba mucho porque lograba contenerse y regularse para no ser cegadora a pesar del reluciente sol de verano—, ¿a qué hora tienes que estar donde Oskar?

     — No sé si ir en realidad.

     — ¿Por qué no?

     — Es sólo una coleta… está como para DIY.

     — Deja que alguien más te lo haga, ¿sí?

     — ¿No confías en mis habilidades de hairstylist? —dibujó un puchero cínico.

     — No es eso —sacudió la cabeza—, es sólo que me gusta que no levantes ni un dedo para que las cosas se hagan… y sé que te da pereza estar maquillándote por media hora frente al espejo… por eso digo que dejes que alguien más lo haga.

     — ¿Tú a qué hora tienes?

     — A las cuatro.

     — Mmm… está bien, sólo porque no vas a estar —frunció sus labios, y luego dibujó una de esas sonrisas que normalmente recibían un beso, fuera sobre ella o en la mejilla, o en la sien, o en alguna parte, pero hoy sólo recibió una sonrisa que tenía más aire compensatorio que de otra cosa—. ¿Qué puedo esperar de hoy por la noche? —preguntó, siendo ya una pregunta de rutina para cuando se refería a algún evento que tenía que ver con Margaret.

     — Creo que Thomas Keller es el encargado de la comida —sonrió, saludando a Józef con una sonrisa silenciosa.

     — Creo que mi ignorancia es muy grande —frunció su ceño, pero se relajó en cuanto Emma dejó su mano para abrazarla con su brazo por los hombros.

     — Chef ejecutivo de Per Se —repuso, rápidamente.

     — Ah —inhaló su sorpresa—. Bueno, Filarmónica… Per Se… máscaras…

     — No sé exactamente qué se puede esperar, los cumpleaños de Margaret… tú sabes que son como secreto de Estado —se encogió entre hombros—. Lo que sí te puedo decir es que serás la rubia más atractiva de entre esas setecientas-y-qué-me-importa de personas —sonrió, llevando sus labios a su sien, porque bendita fuera la diferencia de estaturas en ese momento, todo porque Sophia había decidido quererse antes de lo que sabía que sería una noche elevada en doce centímetros de Giuseppe Zanotti, «gracias, Dios, por los Converse».

     — Eso no lo sabes —murmuró, pasando su brazo por la espalda baja de Emma.

     — Ah, pero sí lo sé —sonrió—. Y puedo jurarlo hasta por adelantado —guiñó su ojo.

     — Pienso diferente —repuso un tanto sonrojada, y sólo intentó contradecirla por la incomodidad de saberse la más atractiva.

     — ¿Qué piensas?

     — ¿Que serás tú?

     — Ah, pero yo no soy rubia —rio—, y me refería a las rubias.

     — Oh… —dijo ante la bofetada de lo explícito—. Tienes algunas partes rubias —refutó.

     — Que tenga tres cabellos rubios no significa que sea rubia —sonrió, deteniéndose al borde de la acera por la fuerza que Sophia aplicaba alrededor de su cintura—. ¿Picnic en Central Park? —rio con su ceño fruncido.

     — Te tardaste demasiado —asintió.

     — ¿A qué se debe?

     — Creo que necesitas un cambio de ambiente —sonrió—. O sea, que no sea del apartamento al trabajo, y del trabajo al apartamento, que no sea el Pond, que no sea Saks, Bergdorf’s o Barneys, que no sea Rockefeller… que no comas sentada en una silla cómoda, que no comas de un menú, y que, no sé, que respires aire más-o-menos-fresco, que salgas un rato de la concrete jungle, que veas algo que no sea una pantalla con retina display… que se te olvide —se encogió entre hombros, y se lanzó a la calle para cruzarla—. Necesitas detenerte un segundo, y respirar.

     — ¿Expresé algún síntoma de estrés mientras dormía? —frunció su ceño, y Sophia sólo lanzó una risa—. Digo, ¿hablé?

     — En todo el tiempo que llevo durmiendo en la misma cama contigo, creo que nunca has hablado dormida, sólo hablas más de lo normal cuando te estás quedando dormida —sonrió—, y hablas cosas divertidas y comprometedoras.

     — Y después preguntan por qué no me gusta hablar hasta quedarme dormida —rio—. Pero, bueno, si no hablé, si no expresé nada de forma explícita, ¿qué pasó?

     — No sé si estás en negación o realmente no te acuerdas —murmuró un tanto confundida, más porque sabía que podía haber una laguna mental.

     — La pesadilla no tiene nada que ver con estrés —sacudió la cabeza.

     — Ah, entonces sí sabes por qué la tuviste…

     — No, no sé por qué la tuve —suspiró, intentando no ceder a la particular incomodidad que el tema le provocaba—. No controlo ni el cuándo, ni el cómo, ni el por qué… pero sí sé que no tiene nada que ver con estrés, porque he estado estresada en numerosas ocasiones, y eso no se manifiesta, mucho menos así de ligero como se manifestó esta vez.

     — ¿Llamas a eso “ligero”?

     — Sophie… —suspiró, y se detuvieron frente a frente sobre la acera a la que recién llegaban—. Nada de eso estaba mal hasta el final, a eso le llamo “ligero”, y eso no significa que la situación o la sensación sean “ligeras” —le dijo, cuidando su tono, pues no quería sonar enojada, porque no lo estaba, simplemente no podía evitar incomodarse—. Hay veces en las que, así como comienza, así termina: mal —sonrió, aventurándose consigo misma para saber si tenía la fuerza de voluntad y la confianza necesaria como para ahuecarle la mejilla—. Me voy a adelantar a cualquier comentario mental que puedas tener: “no, no me he acostumbrado a esas cosas a pesar de estarlas teniendo desde hace demasiado tiempo, y sí, sí me molesta tenerlas”.

     — I’m sorry —dijo con labios, pues la voz le falló.

     — Sé que tienes preguntas, y opiniones, y demás… no es nada sino normal, en especial cuando no es un tema del que hablamos con tanta frecuencia, al menos yo no hablo del tema con tanta libertad —sonrió.

     — Es que nunca he tenido algo parecido, tener preguntas supongo que es mi forma de entender.

     — Lo sé, por eso no me enoja, ni me extraña —se encogió entre hombros, y volvió a tomarla de la mano para que continuaran el camino hacia donde fuera que Sophia quería tener esa sesión de “darse aire fresco”—. Puedes preguntarme lo que sea, eso lo sabes.

     — Puedo preguntar, pero no sé si voy a obtener respuesta —rio.

     — Respuesta vas a tener, pero no sé si sea la que buscas, o lo que buscas —se escudó tras lo que siempre parecía escudarse; entre la semántica y la evasión de aquellos temas densos, todo porque creía fielmente que eso no debía compartirlo con nadie para no ponerles una carga más—. Pero puedes preguntar lo que sea.

     — ¿De verdad? —elevó su ceja izquierda, y sólo porque la vio de reojo al estar caminando lado a lado.

     — Sí, ¿por qué no?

     — ¿”Lo que sea”?

     — Lo que sea —asintió.

     — Si te pudieras cambiar el nombre, ¿qué nombre escogerías? —sonrió.

     — Me refería a preguntas referentes al tema de mis pesadillas —frunció su ceño al no estar entendiendo.

     — Ah, ¿no puedo preguntarte lo que sea sobre “lo que sea”? —resopló cínicamente.

     — Mi papá quería que me llamaran “Isabella”, mi abuela Sabina quería que me llamaran “Sofronia” —dijo, y Sophia dibujó una mueca de burla oprimida con su labios—. Lo sé, lo sé, “Sofronia” —resopló ante la incredulidad de tal nombre—. Mi mamá, yo no sé qué se le metió en la cabeza, que quería que me llamara “Eleanora” —se encogió entre hombros—. La Nonna, ella quería que sí o sí me llamaran “Caterina”, como su mamá.

     — Esos nombres suenan muy alejados del que tienes… ¿cómo llegaron al que tienes?

     — “Sofronia” era un no-no triple porque sonaba a sufrimiento literal, “Caterina” estaba de moda y tenían serias preocupaciones con los homónimos, “Eleanora” no estaba mal, pero a mi papá no le gustaba porque era un nombre demasiado de adulta, e “Isabella” era un nombre demasiado de niña según mi mamá… y llegaron a mi nombre simplemente porque, justo antes de que naciera, mi abuelo le regaló una copia de “Emma” a mi mamá —sonrió—. Creo que sólo les gustó cómo sonaba, y, no sé, supongo que vieron que el nombre puede ser de niña pequeña o de adulta —se encogió nuevamente entre hombros—. Desde “Little Emma” hasta “Doña Emma” —rio—. Además, no era de esos nombres con los que la gente cometía atropello tras atropello; podía ser pronunciado como “Émma”, en italiano, o como “Emmá”, en francés… aunque, bueno, años después supe que mi nombre es más germánico que otra cosa.

     — ¿Y “Marie”?

     — Mi mamá quería dos nombres, sí o sí, por lo mismo de los homónimos… y “Maria” era un nombre demasiado común, así que, ¿por qué no “Marie”? —sonrió—. Se lo inventaron al paso que iban.

     — ¿Y cómo te gustaría llamarte?

     — Mi nombre me gusta mucho, muchísimo —suspiró con una expresión muy transparente—. Pero, si necesitas una respuesta más adecuada a tu pregunta, mis gustos de nombres son un poco raros, supongo.

     — Ya me picaste la curiosidad.

     — Me gusta el nombre “Saveria”… y “Antonella”.

     — “Saveria” —repitió para sí misma con una sonrisa—. Me gusta.

     — ¿En serio? —ensanchó la mirada.

     — “Saveria Pavlovic” —asintió—, tiene personalidad… tiene peso… I’d hit that.

     — I guess so —sonrió un tanto complacida por el hecho de compartir un gusto en algo tan peculiar—. ¿Tú te quisieras cambiar el nombre?

     — No, me gusta cómo me llamo… —sacudió su cabeza.

     — ¿Segundo nombre quizás?

     — Me querían poner “Demetria” —resopló—, pues, como segundo nombre.

     — ¿Por qué no te lo pusieron al final?

     — En la forma que tenían que llenar en el hospital, con mi nombre y todo eso, sólo había una casilla para el nombre y una casilla para el apellido —se encogió entre hombros—; un nombre y un apellido, para eso era para lo que tenían espacio.

     — Víctima total del papeleo, Sophia Demetria —guiñó su ojo.

     — ¿No te molesta el “Demetria”? —frunció su ceño, adentrándose ya al mundo de Central Park, en donde parecía ser otra dimensión a pesar de que, a un metro de sus espaldas, circulaban numerosos autos amarillos.

     — El único nombre que me molesta es “Panagiotis” —sacudió su cabeza, y Sophia lanzó una carcajada—. I’m glad you find me amusing, Miss Rialto.

     — Es sólo que me da risa que te estorbe tanto alguien que no significaba mayor cosa, si no es porque no significaba nada —dijo con la resaca de su risa.

     — No es lo que significó, porque el tiempo es temporal aunque parezca tener carácter de ser eterno —se aflojó el cuello—, pero me molesta lo que te dijo.

     — No puedes darle tanta importancia a una mente tan cerrada —suspiró.

     — Una mente cerrada no goza del derecho de abusar verbalmente de una persona que no comparta sus ideas y sus formas de vida —refutó—. No me puedes decir que no te afectó lo que te dijo…

     — ¿Qué no dudaba en que había decepcionado a mi papá? —frunció su ceño, y Emma sólo gruñó ante el recuerdo—. Bueno, él no sabe lo que a mi papá le decepciona y lo que no —se encogió entre hombros—. Y, sinceramente, no me afecta saber que lo decepcioné a él…

     — Todavía me cuesta entender cómo es que te podías dar los besos con él —aflojó su cuello.

     — Del mismo modo en el que tú te los dabas con Fred —contraatacó con una risa.

     — Al menos Fred se peinaba —elevo su ceja derecha—. Y lo que tenía de rubio no lo tenía por demasiado tiempo bajo el sol, sino porque tenía genética que influía.

     — Sólo bromeaba —rio—. Tranquila.

     — Sorry —susurró un tanto avergonzada por su sobrerreacción—. ¿Alguna otra pregunta random?

     — Varias —asintió—. Pero no sé si estás como para que las respondas.

     — ¿Tienen que ver con Pan? —«de mierda».

     — Hasta donde yo sé —suspiró—: no.

     — Entonces, pregunta lo que quieras —sonrió.

     — Está bien… —rio—. ¿Segura?

     — Ya me picaste la curiosidad —la remedó.

     — ¿Cómo fue tu primera cita?

     — ¿Así o más random? —ensanchó la mirada, y, ante el encogimiento entre hombros de la rubia, lanzó la carcajada—. Son del tipo de preguntas que salen cuando recién estás conociendo a alguien, o no sé.

     — Siempre te estoy conociendo —repuso con un tono serio, pero la seriedad sólo nacía en la seriedad del conocimiento, no de una presunta ofensa—. Y son cosas que probablemente no me muero por saber, pero que son parte y arte del “small talk”… porque no quiero hablar de nada profundo.

     — Mmm… —entrecerró la mirada y dibujó una sonrisa un tanto divertida—. ¿Qué tantos detalles quieres?

     — Con quién fue, cómo fue, qué fue… yo qué sé —sonrió, tirándola de la mano para evitar ir en dirección al Pond, para ir más hacia el Zoológico aunque no fueran allí.

     — Mi primera cita fue con Massimo Nocella —comenzó diciendo como si se tratara de la voz de Gloria Stewart mientras narraba los comienzos de la vívida imagen sepia de “Titanic”, como si introdujera a un nuevo personaje a la historia, quizás porque eso precisamente hacía a pesar de que sólo era una mención común y corriente—. Fue dos o tres meses antes de que Marco regresara a Roma.

     — ¿Marco tu hermano, o Marco Ferrazzano?

     — Ferrazzano —dijo, como si eso no fuera obvio—. En fin, la cosa es que Nocella era un niño de mi clase, quizás y era el más aceptable de mis compañeros.

     — ¿Físicamente?

     — No era la gran cosa, pero también tengo que aceptar que no era feo… para nada feo —repuso—. Él tocaba piano conmigo en la escuela, y luego, como yo dejé de tocarlo, sólo teníamos dos o tres clases juntos pero éramos amigos; era mi compañero de mesa en Italiano, Economics y AP Physics, y, como mi mamá siempre insistió en ella ir a recogerme a la escuela, y no siempre llegaba a las tres y media, sino que se tomaba su tiempo —resopló ante el recuerdo que guardaba con burla y con nostalgia—, siempre hacíamos homework juntos… bueno, él esperaba a que mi mamá llegara y, a veces, cuando él no llevaba su vespa, mi mamá lo acercaba a su casa, que quedaba en la Via Tiburtina, y luego ya nos íbamos a casa, que, para ese entonces, ya vivíamos en casa de mis abuelos en Valle San Lorenzo… bueno, en Belvedere en realidad —frunció su ceño, porque qué mala maña tenía de decir que era lo mismo, debía ser la costumbre, pues desde pequeña se había referido a Belvedere como si fuera el núcleo del Valle San Lorenzo, o como si toda la región se llamara “Valle San Lorenzo”.

     — Eso es siempre en Castel Gandolfo, ¿no?

     — Te diría que sí, porque sólo son como dos calles las que te separan del Lago Albano, pero sé que es mala maña mía decir que sólo Castel Gandolfo existe alrededor del Lago —rio—. O sea, no es Castel Gandolfo, queda del otro lado del Lago —sonrió.

     — ¿Es bonita la casa? —preguntó, sabiendo que no importaba cuántas tangentes surgieran del tema, pues se trataba de tener una conversación banal, una verdadera “small talk”.

     — Es una villa de principios de mil novecientos, con seis dormitorios, cinco baños, es monstruosamente espaciosa, dos salas de estar, y tiene un como apéndice que era donde mi abuelo tenía sus libros y su música, y su piano, y su cello, y… —suspiró, elevando su mano de esa forma en la que significaba un “sabrá Dios qué más porque yo no me acuerdo”—. Lo bonito es que la casa queda en medio de una hectárea de sólo verde: pinos, castaños, cipreses… arbustos, y lo que se te ocurra; a mi abuela siempre le gustó eso de vivir entre plantas que se pudieran controlar y manejar… ah, y no tiene piscina, pero, en el sótano, hay una especie de baño turco-griego que, ahora que lo pienso, está inundado de morbo —se carcajeó.

     — ¿Por qué lo dices? —resopló ante la epifanía de Emma.

     — En “Death Becomes Her”, cuando Bruce Willis está en el área de la piscina con Isabella Rossellini, no sé, la ambientación se parece mucho; el piso es de mármol, la whirlpool tiene azulejos muy pequeños, y, no sé, la iluminación hace que el agua se vea como fosforescente —se encogió entre hombros.

     — ¿Cuántas tardes pasaste en ese baño? —preguntó con una risa de media curiosidad y media burla.

     — Nunca —se sonrojó.

     — ¿Nunca?  

     — Creo que entré dos o tres veces a esa parte de la casa —sacudió la cabeza—. Ese espacio, en especial, me daba escalofríos.

     — ¿Te daba miedo el baño griego? —rio burlonamente.

     — No, no miedo —frunció su ceño—. Creo que hasta ahorita entiendo que era por la intensidad de la dosis de morbo que tenía… que asumo que sigue teniendo.

     — Pero, ¿morbo por qué?

     — Mmm… —suspiró, y buscó en su base de datos una explicación que se entendiera—. Es como estar en una casa de una Stepford Wife y que, tras la puerta número dos, esté un “Red Room of Pain”.

     — Mmm —rio guturalmente—. ¿Tú, citando a “Fifty”?

     — Para mayor entendimiento de la situación —asintió.

     — Entonces, para ti un baño griego-turco es como un cuarto de sadomasoquismo —murmuró, saboreando la mala comparación entre sus labios.

     — Es el “what the fuck?!” de la casa —asintió—. Es que no tiene nada que ver con el resto de la casa, simplemente no tiene sentido.

     — Que no tenga sentido no significa que sea morboso.

     — No, no —sacudió su cabeza—. Ni sinónimos ni antónimos, es sólo que, cuando entras… no sé, te quedas como si recién entraras a otra dimensión.

     — So, the idea doesn’t really make any sense for you… but still, it’s kinda morbid.

     — “Morbid”… —tambaleó su cabeza—. More like “kinky” —se encogió entre hombros—. Pienso que es como tener un harén detrás de una puerta.

     — Ah, sólo no estás acostumbrada a eso, entonces.

     — Supongo que eso es —resopló—. Pero no pienso que un harén sea morboso… o “kinky” —aclaró antes de que Sophia se apresurara a molestarla con eso.

     — Pasemos del harén —rio—. ¿Por qué es morboso, entonces?

     — Te deja una sensación de baño medieval, pero en las paredes hay formas que te dejan con un sabor de que es un poco tétrico…

     — ¿Sabes que lo que me estás describiendo es un baño húngaro, verdad? —rio, viendo a Emma ser víctima de la ignorancia—. Es como el Király, o el Rudas; un baño de aguas termales, diseñado para ser un baño común o compartido, con arcos, bancas, fuentes y demás.

     — ¡Eso! —asintió—. ¡Eso es precisamente lo que es!

     — Ahhh… —elevó ambas cejas—. ¿Es más octagonal o rectangular?

     — Octagonal.

     — ¿La “piscina” tiene varios octágonos en el suelo? —preguntó, a lo que Emma asintió—. Veo por dónde va el morbo, entonces…

     — Al menos —rio con alivio—. Pero, bueno, volviendo al tema inicial —sonrió, viendo que se acercaban a un árbol que daba una generosa sombra sobre una planicie cubierta por césped—, mi primera cita fue con él, con Massimo.

     — ¿Qué hicieron? —le preguntó un tanto de reojo, pues se había adelantado un poco, todo porque el Carajito iba directo al tronco del árbol.

     — Fuimos al cine, a ver “Head Over Heels” —sonrió.

     — ¿Qué película es esa?

     — Una comedia romántica, pero es tan, pero tan, pero tan mala, que realmente nos reímos a carcajadas —rio, acordándose de la trama tan decadente—. Y, después del cine, fuimos a cenar.

     — ¿Qué cenaron?

     — ¿McDonald’s? —frunció su ceño con cierta vergüenza.

     — So much for romance… —se burló con la dosis justa de respeto—. ¿Fue él tu primera vez?

     — ¿Massimo? —rio, y escaló a carcajada.

     — Asumo que no.

     — Ni siquiera supe que era una cita hasta que él me lo dio a entender sobre una cheeseburger sin pepinillos y sin salsa de tomate —se encogió entre hombros.

     — Espera, ¿cómo es que fuiste en una cita sin saber que era una cita? —frunció su ceño.

     — Él me dijo que si quería ir al cine a ver esa película, no dijo nada que implicara que era una cita —se encogió nuevamente entre hombros, y tomó el extremo de la correa que Sophia le alcanzaba, pues sería ella quien rodearía el árbol para amarrar al Carajito con cierta libertad de movimiento, «con cuatro metros de libertad»—. Yo llegué en mi auto, él en su vespa, y simplemente nos reunimos frente al cine… y, bueno, cuando me fue a dejar al auto, que ya me iba, como que quiso besarme y yo no me dejé.

     — Auch —se quejó por lástima—. ¿Cómo te fue con eso en la escuela después?

     — Fue lo suficientemente maduro, y no se enojó ni nada… al menos no lo manifestó con la misma intensidad e intención de Luca.

     — ¿Qué Luca?

     — Perlotta.

     — Cierto —asintió, no sabiendo cómo se le había podido olvidar aquella inmadurez—. ¿Todavía hablas con Massimo?

     — Es con uno de los pocos, de mis compañeros del colegio, con quienes todavía tengo contacto… quizás no nos hablamos muy seguido, pero sí sabemos en qué anda el otro, y nos felicitamos para nuestros cumpleaños, y para navidad, y todo eso.

     — ¿No es lo suficientemente cercano como para que lo invites a la boda?

     — Mis amigos de la escuela, con los que todavía hablo, ya saben que me caso.

     — ¿Por qué no me enteré de eso? —ensanchó su mirada.

     — ¿Porque no eres de las novias celosas y paranoicas que revisan mi teléfono? —sonrió, viendo a Sophia sacar la típica manta para picnic, esa de patrón de puntos cian sobre fondo blanco y bordes azul marino.

     — Aparte —asintió, alcanzándole una de las esquinas a Emma para que le ayudara a extenderla.

     — Bueno, Massimo, Fiorella, Bettina, Cesare y Mariano… todos saben —sonrió de nuevo—. Y, bueno, por el momento hemos quedado en que nos vamos a reunir en diciembre porque todos vamos a estar en Roma… creo que se me había olvidado mencionarlo.

     — Ah, ¿voy a conocer a tus amiguitos? —rio.

     — Sólo si quieres —asintió.

     — Creo que es tiempo de que nos fusionemos —comentó con una risa nasal mientras asentía y se desplazaba por el césped para evaluar la fineza con la cual la manta había sido extendida, «perfetto».

     — I’ll be more than happy to go to Greece to meet your friends —repuso Emma, estando más que de acuerdo.

     — De la escuela sólo me quedé con los Gounaris —suspiró.

     — ¿Esos no son los gemelos?

     — Dimitrios y Paulos —asintió—. Pero está difícil que nos logremos reunir para que los conozcas juntos, porque separados no tienen tanta gracia —rio, quitándose los Converse así como siempre lo había hecho: con la punta del derecho presionaba el talón del izquierdo para sacar el respectivo pie, y luego, con los dedos enfundados en un par de punteras psicodélicas, sacar el otro pie; Dios la librara de caminar con zapatos sobre la manta, no sobre donde comería. Ella también tenía sus “cositas raras”, lo que Emma llamaba “trastorno obsesivo-compulsivo”.

     — Uno de ellos está en Fukuoka, ¿no? —preguntó, arrodillándose sobre la manta para luego sentarse y poder sacar sus pies de las cuñas, las cuales simplemente se aseguraban con bandas anchas que se cruzaban a la altura de sus dedos, pero que dejaban la abertura de peep-toe, y a la altura de su tobillo.

     — En Fukutsu, en las afueras de Fukuoka —asintió—, y Paulos está en Cambodia.

     — Paulos es el profesor de historia e inglés, ¿verdad?

     — Te acuerdas bastante bien para que sólo te lo haya mencionado una vez —rio.

     — Presto más atención de la que aparento —sonrió, posando ya ambos pies sobre la manta, pero, al no gustarle sentarse con piernas extendidas mientras tenía la espalda recta, porque eso sí dolía, decidió cruzarlas en padmasana para mayor comodidad, y Sophia le alcanzó sus gafas oscuras, las aviadoras Balenciaga de nogal que tenían el vidrio apenas ahumado—. ¿Cómo fue tu primera cita?

     — Creo que eso es algo que no quieres saber —rio, colocándose ella sus anteojos, porque ella necesitaba más ver que ver opaco.

     — ¿Fue con Pan? —«de mierda».

     — Mjm —murmuró gutural y calladamente.

     — Oh, goodness gracious! —rio con un gruñido, que era en ese tipo de expresiones en las que realmente sacaba lo británico que había aprendido en aquella época oscura en una escuela americana.

     — Te lo dije…

     — Dime que al menos te llevó a un lugar mejor que McDonald’s.

     — He actually cooked for me —susurró.

     — ¿Él hizo qué? —ensanchó la mirada con asombro, y Sophia sólo asintió en silencio mientras enterraba aquellos sostenedores en el césped, los cuales servían para la jarra de limonada fresca y fría, y para los vasos—. ¿Comiste rico?

     — No fue la mejor bolognese que he comido en mi vida, pero sí… no estuvo nada mal.

     — ¿Alguna vez te he hecho mi bolognese? —se inclinó hacia ella para susurrárselo al oído.

     — No —sacudió su cabeza.

     — Good —rio—. No quiero ganarme el título de la peor que te has comido en toda tu vida.

     — Eres una exagerada —rio con su mirada entrecerrada mientras servía uno de los vasos con la limonada—. Sé que no te queda mal.

     — Que sepa tus secretos no significa que me quede bien.

     — ¿Mis secretos?

     — Que no hay que temerle al vino, que en realidad se puede hacer peso con las especias, que es imperativo arrojarle champiñones frescos, que la carne debe ser de ternera, que para acentuar el sabor de la salsa base le arrojas tomates secos, que se necesita, por lo menos, un cuarto de taza de albahaca fresca, y que la crema es puramente opcional —dijo, viendo cómo Sophia la veía con cierto asombro, aunque era más orgullo que eso—. No creas, sí te observo.

     — Demasiado —asintió con una exhalación, y dibujó una sonrisa—. Pero me gustó más nuestra primera cita, porque primeras citas sólo he tenido dos.

     — Y me cuesta creerlo —sonrió, chocando suavemente su vaso contra el de Sophia.

     — A mí no me invitaban a salir tanto como te imaginas —elevó su ceja derecha, y Emma se reflejó con automaticidad, pero su ceja se elevó más alto que la de su rubia contrincante—. Al menos no me invitaban tanto como a ti.

     — Que David me invitara a salir dos o tres veces por semana no encierra el término real de que me invitaran a salir —rio, viendo a Sophia colocar su vaso en el sostenedor para llevar sus manos al bolso que ella había llevado.

     — Extrañamente no lo había tomado en cuenta —sacudió su cabeza.

     — Bueno, igual, me cuesta creer que no te invitaran a salir —se encogió entre hombros.

     — Nunca me interesó la disciplina deportiva del “dating”, aparte que, quienes me invitaban a salir, eran todos hombres —rio, sacando los dos recipientes de cerámica blanca, los cuales tenían doble compartimento, y le alcanzaba uno a Emma junto con un tenedor.

     — ¿Empezamos por el postre? —elevó su ceja derecha.

     — Goat cheese and herbes de Provence soufflé —sonrió—, y la ensalada es rúcula, pera, y toasted pine nuts.

     — Yum —rio nasalmente, y se inclinó hacia Sophia para darle un beso en su sien derecha.

     — Buen provecho para ti también —murmuró, alcanzándole su sien a Emma, quien se tomaba todo el tiempo del mundo para hacer un beso pausado.

     — ¿Y la vinagreta? —susurró, y recompuso su postura de espalda recta, la cual luego se encorvaría por mala maña, pues, cuando comía sentada, tendía a apoyar sus codos de sus rodillas para sostener el plato, o el recipiente en este caso, en la mano izquierda y poder indagar con la mano derecha.

     — Cierto —rio, burlándose de sí misma por ser tan olvidadiza, y sumergió su mano para sacar un curioso frasquito de líquidos y sedimentos segmentados—. Shallots, Dijon, red wine vinegar, olive oil, salt, pepper, and sugar —describió rápidamente mientras agitaba el frasquito para mezclar los ingredientes mencionados—, y no hice mucha porque sé que no eres fanática de las vinagretas —le dijo, vertiéndole una ligera espiral sobre la porción de ensalada.

     — Gracias —sonrió, viéndola a ella y no al líquido—. You are so beautiful —susurró aireadamente, como con un suspiro.

     — ¡Em! —rio cortadamente a medida que el rojo inundaba su rostro.

     — Es que no puedo creer que ninguna mujer te invitara a salir.

     — ¿No hemos tenido nunca este tema de conversación? —frunció su ceño, intentando deshacerse de su rubor mientras vertía vinagreta sobre su ensalada.  

     — No que yo sepa —sacudió su cabeza, todavía manteniendo su penetrante mirada en el rostro de Sophia.

     — Cuando estaba en la escuela, nunca me permití estar completamente cómoda con eso —murmuró, sintiendo cómo Emma se apoyaba de la manta para acercarse a ella, para prácticamente rozar su rodilla con la suya, aunque Sophia tendía a sentarse con su pierna derecha doblada y bajo la izquierda, la cual mantenía extendida por costumbre, y ella no intentaba erguirse, porque, aunque caminara relativamente erguida, no gozaba de la rectitud de la que Emma sufría gracias a los libros y al palo de escoba de la Nonna—. Aunque nunca me gustó cómo se manejaban las cosas en el trabajo de mi papá, porque a la mesa se llevaban muchos temas interesantes que no eran para el privilegio del conocimiento público, tampoco me interesaba estorbarle en su carrera… yo no sé si él sabía en ese entonces, porque sé que mi mamá supo prácticamente desde que nací y no se molestó en decírmelo —rio, como si estuviera indignada con ella por eso—, pero mi papá nunca me dijo nada, tampoco lo insinuó, él simplemente se abstenía, como en todo —se encogió entre hombros, y desvió la mirada de la de Emma para clavar su tenedor en la ensalada—. Creo que, de habérmelo dicho él, o de haber insinuado que no quería que se viera tal y tal cosa, probablemente no lo hubiera hecho como por acto de rebeldía, pero, como se desentendió del asunto, siempre creí que le debía esa clase de respeto… de no ser una rebelde sin causa más, de no darle tantos problemas, porque tampoco me nacía, yo realmente era muy tranquila; hacía lo que tenía que hacer, y hacía lo que quería, pero tampoco arrastraba al mundo conmigo… al punto de que yo nunca salí del clóset como tal, sino que mi mamá fue quien me sacó de ahí —rio.

     — Mmm… pero, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? —asintió, no logrando entender la conexión.

     — Mientras yo estaba en Atenas, yo no me dejé ser lesbiana, sino que decidí jugar a ser straight… de ahí mi relación con Pan —dijo con tono explicativo—. No sé si cuenta como negación, porque yo sabía que era lesbiana, y no me lo negaba, pero, no sé… —se encogió entre hombros—. Yo me fui de Atenas sin siquiera haberme dejado tener esa libertad de poder decir “ella está cogible” —resopló, haciendo que Emma riera, cosa que le pareció rara, pues eso era potencial material para aferrarse a los celos, así como con Pan—. Podía decir que estaba “linda”, o que era “atractiva”, porque esas son cosas que tampoco puedo dejar de decir sobre un hombre.

     — Es relativamente impersonal —comentó en la interrupción, o quizás no interrumpió, pues Sophia había llevado el tenedor a su boca.

     — Y no es como que realmente vas a hacer algo al respecto, puedas o no —asintió con la boca llena pero cuidando de que nada se viera en la imagen; arte que había dominado junto con Emma, pues así era más fluida la conversación.

     — Monica Bellucci está increíblemente cogible, como tú dices —rio Emma.

     — Exacto, pero eso no significa que se van a dejar —contraatacó con una sonrisa.

     — Exacto —asintió con una risa nasal, pues quería reír bien, pero, al tener la boca atestada del primer bocado de soufflé, no pudo.

     — Pero, bueno… continuando con el tema al que no le ves congruencia —bromeó—, cuando a mí me preguntaban qué quería estudiar, yo decía que quería estudiar Química para luego especializarme en Food Chemistry, o en Clinical Chemistry —se encogió entre hombros—, y yo estaba convencida de que yo eso iba a estudiar, no mentía ni engañaba, hasta hice el examen de admisión en la Kapodistriakoú…

     — ¿Y qué pasó?

     — Paulos salió con que él se iba a estudiar a Berlín, Dimitrios salió con que él se iba a estudiar a Bucharest, y, de repente, se me encendió el bombillo de querer irme de la casa, y no sólo eso, sino que quería irme de Atenas, de Grecia, de Europa… no necesariamente irme lo más lejos posible, porque eso habría sido Auckland, pero nueve mil kilómetros de distancia quizás me iban a dar esa sensación de “libertad”… supongo que ése sería el término.

     — Pero de Química a Diseño de Interiores, es un gran salto.

     — Cierto, sí… no son tanto como “leyes o diseño de modas”, pero casi —asintió—. Pasó que, por ahí por octubre del año en el que me iba a graduar, que ya Paulos y Dimitrios habían puesto el ojo en las aplicaciones para el siguiente semestre, y que yo quería irme, una de las amigas de mi mamá se iba a cambiar de casa, y, como mi mamá no trabajaba, ella la acompañaba a ver las casas. Un fin de semana que yo no estaba haciendo nada productivo, y que tampoco pretendía buscarle propósito a mi vida porque estaba tirada en mi cama recuperándome de una resaca silenciosa, obra de mis primas, mi mamá me sacó para que la acompañara a ella y a Delphine a ver una casa en Vironas, no muy lejos de donde nosotros vivíamos, y, junto con nosotras, iba la decoradora para que le dijera qué se podía hacer, en bruto, con la casa; si necesitaba alteraciones, o qué. Eso se fusionó de alguna forma con mi obsesión por los muebles, porque no había tienda de muebles a la que yo no entrara, y, si era un almacén tipo Macy’s, en el país que estuviera, yo iba a ver los muebles; a veces, cuando no tenía nada que hacer, me iba a IKEA sólo porque sí, sólo a ver… y, como me di cuenta de que había una forma de ganarse la vida haciendo esas cosas, empecé a buscar carreras, certificados, diplomados, y lo que fuera, y, después de leer tanto sobre diseño de interiores, como que me enamoré más de eso que de los muebles…

     — For a change —resopló, pues, en ese momento, sabía que era al revés.

     — La forma en la que te describen la carrera, el tipo de estudio, los cursos que llevas… no sé, se me subió a la cabeza porque pensé que al fin iba a poder usar esos muebles que parecían estar abandonados, o que nadie compraba, porque se me metió que cada mueble tenía un lugar en el mundo —se encogió entre hombros—. Terminé con la Interior Design School en Londres, pero era sólo un diploma de un año, y necesitaba más sustancia que sólo eso para tener una excusa de peso para cuando les explicara a mis papás que me quería ir, también tenía a Kingston University, pero sólo lo tenía en masters degree y no era exactamente Diseño de Interiores sino todo lo contrario; Paisajismo y Planeación Urbana, y necesitaba un grado de Arquitectura o de Ingeniería Civil, al final apliqué al Vancouver College, a SCAD en Atlanta, en Savannah y en Hong Kong, a UCLA y a la Universidad Tecnológica de Sidney.

     — UCLA creo que es la que está más arriba en el ranking, al menos de esas cuatro que has mencionado —comentó, aunque fue más un vómito cerebral.

     — Extrañamente, yo no me guie por el ranking, ni se me ocurrió buscarlo por eso, sino por pensum —rio ante su lapso de torpeza de aquel momento—. Yo sólo quería estudiar eso.

     — Pero que no fuera en Europa —rio.

     — Exacto —asintió, y llevó nuevamente el tenedor a su boca—. Con Sidney tuve problemas para que me reconocieran mis calificaciones y mi título, y era increíblemente cara.

     — ¿Más que Savannah?

     — Como quinientos dólares australianos por credit point, y eran cuarenta y ocho credit points —rio.

     — Veinticuatro mil por todo el bachelor —murmuró con la mirada entrecerrada—. No es tanto… y no puede ser más cara que Savannah.

     — No, no lo es —sacudió su cabeza—. Savannah, en aquel entonces, costó como treinta mil por año, y eso sólo por inscripción y matrícula, porque a eso tenías que sumarle como seis mil dólares por atragantarme de la comida de la cafetería cuando se me diera la santa gana, y cosas básicas… como vivienda, porque yo no iba a vivir en los dorms, comida, porque no siempre tenía ganas de comer lo mismo y con el mismo sabor, y dinero para alcohol, para cigarrillos, para internet, un buen televisor, un buen cable, y las demás locuras del mes —sonrió.

     — Consentida —sonrió, y le dio un beso en la mejilla, la cual se movía por estar masticando.

     — Por mis papás, siempre —asintió—. La cosa es que a Sidney no me pude ir porque no me reconocieron calificaciones, porque, como hice dos cursos paralelos para graduarme de la escuela, decidí aplicar con las calificaciones locales porque eran mejores que las del Baccalaureate. Vancouver me puso en lista de espera, y UCLA y SCAD me aceptaron… y terminé decidiéndome por Savannah por el simple hecho de que nunca había estado en Georgia —se encogió entre hombros.

     — Ajá, entonces, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? —rio con cierta burla, pero le lanzó un beso de ojos para ahondar su broma cariñosa.

     — Creí que, al venir aquí, como que me iba a dar la oportunidad de encarnar el alma lésbico que llevo dentro —rio, correspondiéndole el gesto de ojos—, pero no.

     — ¿No te dejaste?

     — No me da miedo lo que la gente piense sobre si soy o no soy, me da miedo incomodar a las personas con alguna actitud que adopte, porque tenía un compañero en la universidad que era obnoxiously gay, de esos que no se pueden soportar y que son todo manos, voz afeminada, que se maquillaba más que yo, y que era realmente insoportable… abrumaba a cualquiera con su personalidad exagerada, con los comentarios saltados y salidos… —sacudió su cabeza—. Fue eso de que pesaba más lo que no quería ser, por eso no me incomodó mantener lo de nosotras relativamente en secreto.

     — Sé a lo que te refieres…

     — No niego que soy lesbiana, porque lo soy, eso está más que claro, pero sí pienso que hay cosas que puedo guardarme porque no es obligación compartirlas con el mundo.

     — No, no es obligación —rio—. Al menos no del tipo “hola, mucho gusto, soy lesbiana”, que ya la etiqueta releva tu nombre.

     — Exacto —sonrió—. Además, una o dos veces fui a un gay-bar o un gay-club, y… no… —sacudió su cabeza con desaprobación, quizás y de sí misma—. No es un ambiente que me gusta, porque no me gusta cazar ni ser cazada, no con esa insistencia… y tampoco me gusta encontrarme con straight men que me dicen “it’s a shame you’re a lesbian”, o porque hay una cantidad impresionante de toqueteo… creo que por eso me gustó que lo de nosotros fuera como muy suave, muy sutil, nada intenso, hasta pareció un juego mudo, por así decirlo.

     — ¿Quién cazó a quién aquí? —frunció su ceño.

     — How the fuck should I know? —rio—. Sólo pasó.

     — Cierto —asintió con una risa nasal.

     — No sé si cuenta como parte de una negación de la que no me he dado cuenta, pero… no sé, yo te puedo decir que soy lesbiana, y, si alguien me lo pregunta, también se lo diré, pero eso no significa que me haya bautizado en la esencia de la bandera del arcoíris, y que por eso voy a ir al Love Parade, o como se llame…

     — Yo… —suspiró—. Puede ser que no sea parte de esas manifestaciones en las calles para pelear por los derechos de la comunidad de la LGBT, quizás no tengo tiempo, quizás no tengo ganas porque tanta gente me estresa, pero sí admito que me estoy aprovechando de lo que lograron aquí —sonrió—. Otherwise, I wouldn’t be marrying you.

     — Cierto, muy cierto —asintió, reconociendo que Emma tenía razón.

     — Pero también sé que hay formas de pedir las cosas, y que todo tiene su tiempo natural, y sé que de no existir la posibilidad me la habría inventado sólo para hacerlo; la habría redefinido a mi gusto… porque, que una ley no exista, no me va a privar de hacer lo que quiero hacer y cómo quiero hacerlo.

     — Sí sabes que el asesinato sigue siendo ilegal, ¿verdad? —bromeó.

     — Tu soufflé debería ser ilegal —repuso ella, señalando repetidas veces su medio soufflé con su tenedor—. Es injusto que sólo haya uno; podría comer una docena.

     — Me gusta que te guste —se sonrojó.

     — Y la ensalada está muy bien también —sacudió su cabeza para reflejar lo increíble que era su sabor.

     — Me gusta que te guste —repitió calladamente, pero sólo por esa tímida vergüenza que no podía explicar por qué tenía ante un halago, o un cumplido, o un elogio.

     — ¿Algo más que quieras preguntarme? —preguntó Emma ante el severo rubor de las mejillas de Sophia, el cual tuvo que apreciar sin sus gafas oscuras.

     — ¿Por qué no te viniste a estudiar aquí?

     — Mmm… —suspiró, que Sophia no supo el porqué del suspiro, pues dudaba entre una elección de palabras para la explicación y una explicación que tuviera que ver con su ya-difunto-suegro, pero ambas cosas tenían que ver.

     — ¿Fue por rebeldía? —rio nasalmente para apaciguar el estrés en el que Emma había entrado, pero ella, aparte de lo que ya mencioné, sólo musitó por tener la boca demasiado llena.

     — ¿Rebeldía? —frunció su ceño, tragando de golpe.

     — Sí, recuerdo que dijiste que tu papá quería que vinieras aquí a estudiar… —murmuró, casi castigándose al paso de la expulsión de sus palabras, porque, ¿por qué ése día demasiadas cosas tenían que ver con él?

     — Mmm… —suspiró con su mirada entrecerrada, como si buscara una respuesta hasta para sí misma—. No —dijo a secas, y le clavó el tenedor a un trozo de pera con rúcula para recoger una semilla de piñón tostada y, así, construir el bocado perfecto, y Sophia esperó a que elaborara en su respuesta—. Mis papás decidieron inscribirnos en escuelas privadas como por decisión unánime, y no porque querían separarnos de “la escoria italiana”, así como dice el tío Salvatore, que así se refiere él al proletariado… a lo que yo llamo “clase media” o “clase trabajadora” —rio—. Mi mamá dice que en muy pocas cosas estaban ellos de acuerdo de esa forma, y nuestra educación era en lo que ellos estaban en la misma página, que sabían qué era lo que querían para nosotros, etc., y es algo que le creo, porque mi papá sí estaba muy satisfecho con la educación que nos dieron a los tres, eso era algo que decía con orgullo, que decía que había sido una de las mejores inversiones y que ni la bolsa se lo podía ni superar —se encogió entre hombros—. La cosa es que ellos se decidieron por el Britannia porque el currículum académico era envidiable, era impecable; tenía de todo como para que nosotros nos desarrolláramos en todo ámbito pero con cierta disciplina, y luego nos pasarían al St. George’s, porque el Britannia sólo llegaba hasta primaria, si no me equivoco, el problema fue que yo no pude entrar al Britannia, y, como el St. George’s era un “sí o sí”, y empezaba en primaria, tuvieron que buscar una alternativa, y la AOS era lo más cercano y tenían programas “especiales”, porque acuérdate que yo no hablaba —rio—. Bueno, el tema no es ese, sino que, como vieron que yo encajaba bien en la AOS, nunca me sacaron porque temían hasta que me aburriera de estar en la escuela, y, bueno, ellos siempre, partiendo de nuestra educación, intentaron impulsarnos a que, lo aprendido, fuera en cultura, idiomas, conocimiento académico, o lo que fuera, fuera puesto en práctica.

     — ¿Cómo?

     — Que abrazáramos eso y que lo exploráramos un poco más, o sea, que fuéramos al país del que habíamos aprendido —dijo por explicación—. Cuando mis papás se divorciaron, llegaron al acuerdo de que mi mamá se iba a encargar de la escuela de los tres, y mi papá de la universidad de los tres, por eso fue que a mi papá, en su locura o visión, se le ocurrió hacer un college fund para mí “por cualquier cosa”, pero no sé cómo funcionan esas cosas, y tampoco sé cómo funcionaban en aquel entonces, pero, cuando yo le dije a mi papá que yo no me quería venir a estudiar aquí, él perdió todo ese dinero —suspiró con su ceño fruncido, y Sophia ensanchó la mirada en asombro—. Realmente no sé cómo funciona eso, pero él como que había designado los fondos para Harvard, porque a mis hermanos los quería mandar a Cambridge, o quizás sólo fue para el estado de Massachusetts, no estoy segura.

     — Pero ellos no estudiaron en Cambridge.

     — No, pero el dinero de mis hermanos estaba en una cuenta aparte, ya en libras esterlinas —se encogió entre hombros ante la ignorancia sobre el asunto—. Bueno, pero por eso fue que se enojó conmigo —rio, no pudiendo evitar sacudirse ante el escalofrío que aquella película mental le provocaba, esa que le ardía en la geométrica cicatriz de su espalda—. No fue por rebeldía, ni por ir en contra de lo que quería mi papá, porque, en realidad, yo sí averigüé de Arquitectura en Parsons, en Notre Dame, en Rice, en Cornell, y en Penn State, hasta apliqué y todo, y me aceptaron, pero, como yo no quería dejar a mi mamá, apliqué a la Sapienza y a la de Florencia, y, de paso, sólo por saber hasta dónde llegaba mi alcance, apliqué a Cambridge y a Harvard sólo porque sí —se encogió entre hombros, y su Ego rio de brazos cruzados, lleno de arrogancia, mientras se pavoneaba con la ceja derecha en alto—. Realmente, yo sí sufro de mamitis aguda —confesó, pero eso ya lo sabía Sophia—. Y más que mamitis, es ese característico olor y sabor de estar en casa, que iba a estudiar en una buena universidad aunque no fuera la mejor, y que… bueno… —suspiró con cierta vergüenza—. Marco —dijo calladamente—. No puedo negar que él no tuvo al menos un cinco por ciento de peso, que casi no es nada, pero peso tuvo; las cosas iban bien, llevábamos ya un par de meses de ser novios, él estaba terminando en la Sapienza, y, no sé… el error más común y corriente —rio.

     — Creo que es un error si te quedas por alguien en un cien por ciento —le dijo con tono reconfortante—, y creo también que sólo es un error si, al final del día, te arrepientes de haber tomado esa decisión.

     — No me arrepiento —sacudió su cabeza—, ni en ese momento me arrepentí.

     — Entonces no fue un error —sonrió, y llevó el último bocado de soufflé a su boca.

     — Supongo que no —dijo calladamente, imitando a Sophia con el último bocado del suyo—. Marco y mi hermano ingresaron juntos al St. George’s —suspiró, adelantándose a las preguntas que sabía que Sophia tenía—. Como mi hermano se fue a vivir con mi papá después del divorcio, dejé de verlo… y, bueno, mi hermano y yo tuvimos una época, cuando yo tenía dieciséis-diecisiete, que nos empezamos a llevar sorprendentemente bien, al punto de que íbamos al cine, o a comer sólo porque sí… no sé, como que estábamos en una época en la que era simplemente “bien” —sonrió con cierta nostalgia, porque realmente se habían encariñado el uno con el otro—. Éramos más como amigos que como hermanos.

     — No sabía —susurró, tomando el recipiente de porcelana de las manos de Emma para guardarlo junto con el suyo.

     — Mi hermano me invitó a una de las fiestas que hacían sus compañeros de economía, y allí estaba Ferrazano… pasamos la noche hablando —se encogió entre hombros, y vio a Sophia sacar dos baguettes de mediano tamaño y que tenían la perfecta cantidad de harina espolvoreada.

     — ¿Puedo saber de qué hablaron? —preguntó con la cantidad justa de interés, porque sí le interesaba saber a pesar de que no parecía importarle mucho.

     — Banalidades —respondió insípidamente, y Sophia elevó ambas cejas, pero no porque quería una elaboración al respecto, sino porque no encontraba la mantequilla—. Empezamos con lo más banal e incómodo de todo; el clima —rio—, y luego escalamos a películas, programas de televisión, música, libros… luego nos quedamos hablando sobre la calcio como por una hora, discutiendo los fichajes de principio de temporada, los posibles fichajes para la siguiente temporada, nos mudamos a la Premier League, y luego a la Bundesliga, y luego a la Liga Española… y ya luego entramos a lo más personal, supongo, a qué estábamos haciendo —se encogió entre hombros—. Yo creo que, de haber crecido con él, o sea, de haberlo conocido de todo el tiempo, nunca habría aceptado a salir con él, supongo que, como no era ese el caso, lo interesante no se le cayó… ni siquiera porque usaba un reloj Casio de esos que son un big no-no —rio.

     — No sé por qué siempre creí que te había parecido “cute” y no “interesante” —comentó sin la más mínima cantidad de celos, porque realmente no le importaba a ese nivel.

     — Mmm… —tambaleó su cabeza, viendo a Sophia esparcir mantequilla sobre ambos interiores de las tapas de los—. ¿Nunca te lo he mostrado? —frunció su ceño.

     — No —murmuró, y Emma, por no haber llevado bolso, y era por eso que no llevaba ni identificación de ningún tipo, ni un paupérrimo billete de veinte dólares de socorro, ni su teléfono, sumergió su pulgar y su índice en el bolsillo de Sophia para pescar el suyo—. ¿Me lo vas a mostrar?

     — ¿Quieres verlo? —preguntó, pues no se había dado cuenta de que había dado por sentado que sí quería.

     — Sure —sonrió, y, por estar cerca de su mejilla, le plantó un beso corto y rápido, que fue por eso que Emma sonrió—. So

     — No sé en qué momento la cosa se puso seria, porque empezamos a tratarnos como “Ferrazzano” y como “Piccolina”, porque así me decía en lugar de decirme “hermanita de Marco”, pero, de repente, realmente no sé cómo, las cosas se calentaron y no en el sentido de sexo sino de intensidad —dijo, estando casi completamente consumida en el teléfono de Sophia—. La “amistad” que tenía con mi hermano se cayó en cuanto las cosas se enseriaron con Ferrazzano, no sé por qué y tampoco me interesa saber, pero con él no cambió y conmigo sí… aunque, bueno, si había podido cambiar para ser amigable, supongo que también podía sufrir una regresión —rio—. No establecimos nunca el comienzo del noviazgo, él simplemente se empezó a referir a mí como “mi novia” y yo a él como “mi novio”, aunque yo siempre lo llamé “Ferrazzano” porque llamarlo “Marco” tenía sabor a incesto —dijo, trayendo a Sophia a una carcajada.

     — Ay, no —dijo con la resaca de su risa, y colocó la entraña, ya con el queso provolone derretido, sobre la cama de lechuga—. ¿Qué solías hacer con él?

     — Mmm… —suspiró—. Su familia tenía, o tiene todavía, una casa en Isola del Giglio, y nos íbamos por el fin de semana, solos o con sus amigos —se encogió entre hombros—. O salíamos a caminar por la ciudad, o íbamos a un pueblo cualquiera a conocer… o nos íbamos a Civitavecchia, a la casa de sus papás.

     — Dos preguntas —murmuró, esparciendo ahora la cantidad justa de champiñones salteados y cebollas caramelizadas sobre el abundante queso.

     —  Adelante.

     — ¿Tu mamá te dejaba ir por el fin de semana con él?

     — Sí —rio nasalmente—. “The talk” me la dieron hasta el cansancio, y, en realidad, mi mamá fue quien me llevó exclusivamente al ginecólogo para que me diera anticonceptivos…

     — That must have been really awkward —se burló.

     — O sea, no entró conmigo al consultorio, pero sí me llevó… de igual forma ninguna de las dos sabíamos que tenía los óvulos blindados.  

     — Ah, ¿tu mamá entonces sí sabe?

     — Claro que sabe —asintió—. Se lo dije al salir del ginecólogo la vez en la que creí que había tenido un “ups”… “ups” que del que nunca le dije.

     — ¿Y qué te dijo?

     — “No sé qué decirte” —rio—. Aquí está —rio de nuevo, y le mostró el teléfono a Sophia.

     — ¿Ése es Marco? —frunció su ceño, y, con incredulidad, o con asombro, o con una mezcla de ambas cosas, elevó su mirada para ver a una Emma que asentía.

Era un hombre que tenía ciertos aires de adolescente, y eso se abstraía de una fotografía realmente reciente. Ahora, con treinta-y-casi-tres-años, no había sabido aprovechar sus ciento ochenta y tres centímetros de altura porque había decidido engrosar su constitución física, lo que no significaba que era gordo, porque gordo no era; era simplemente grueso de una extraña forma, y quizás ni era grueso como tal, sino que era la rara forma en la que estaba parado, o quizás sólo era el contraste que había entre él y la raquítica mujercita a quien abrazaba como si fueran amigos y no novios, porque se notaba que era la novia, y eso de “amigos” quizás se debía a la fuerza que ejercía con su brazo sobre sus hombros.

                Definitivamente era la forma en la que estaba parado lo que lo hacía ver extremadamente raro. No, definitivamente él era raro.

Era de cabello negro un tanto largo, y la textura no era ni lisa ni ondulada, era rara, porque se notaba que utilizaba mucho gel para tirárselo hacia atrás pero que, para esa fotografía, el gel ya se había anulado y que era por eso que una onda, rizada de la punta, caía sobre su lado izquierdo, contrariando al camino al lado derecho que se había dibujado. Sus cejas parecían dos rectángulos poblados de vellos parejos y que lograban separarse con considerable distancia, pero quizás era por eso que sus ojos sí eran de impresionante calidad al ser perfectamente pardos. La nariz era… sólo era, no tenía nada de especial, pues no era respingada, no era aguileña, no era ni corta ni larga, simplemente era. Se notaba que no sacaba mucha barba, bueno, es que sólo sacaba barba del mentón y del bigote, la sonrisa era cegadoramente blanca, de esas blanqueadas con cloro para dejar de ser naturales, y era tan blanca que no se podía distinguir entre un diente y otro; era lista, era recta, era como un bloque. Y tenía mentón de Superman: ancho, cuadrado, y partido por la mitad. Su cara era tan rara, y quizás interesante, que opacaba la de la mujercita a su lado, ella pasaba desapercibida.

                La vestimenta era otro tema, un tema confuso en realidad, más que el de su complexión física.

Llevaba un traje azul, que quizás era azul marino pero que, por la iluminación sintética de la fotografía, o sea el retoque para Instagram, se veía de un vibrante azul que no tenía intenciones de ser azul marino, pero no era de ese azul esclarecido y brillante que recientemente se había puesto de moda, no, era raro. A Sophia le acordó a un estilo Zara o H&M. Camisa blanca de cuello ancho y separada a lo italiano, «obviamente», y llevaba una corbata del ancho adecuado con el nudo adecuado, algo que Emma le había enseñado, en un color que se acercaba al granate pero que cometía el error de dejar que medianos puntos blancos la invadieran. Al llevar el saco abierto, mostraba lo curioso de su cinturón, pues no era de elegante cuero, sino era más juguetón o náutico, era de ese material del-que-ahorita-no-me-acuerdo-el-nombre, y que tenía el enganche de la hebilla de cuero sintético marrón pálido, así como la lengua, y que era a dos tonos en tres franjas: azul marino, crema, azul marino de nuevo.

El pantalón estaba tallado a sus piernas, que se notaban ser gruesas pero no por gordura, sino por la forma en la que caminaba y por el tenis que seguía practicando. Sí, era de cap hacia atrás.

Y sus zapatos. ¡Sus zapatos! Ay, no. Ambas sacudieron la cabeza, porque ambas lo estaban analizando con detenimiento. Eran unos mocasines de gamuza marrón, oscuros, muy oscuros, y se notaban que eran Gucci por la forma de la hebilla que los adornaba, porque no servía para nada. Y sin calcetines de ningún tipo. Ni siquiera un intento.

— ¿Ése es Marco? —repitió Sophia con su ceño fruncido.

     — Ése es Ferrazzano —asintió Emma.

     — Tiene cara de ser un maldito —rio.

     — ¿Qué? —se carcajeó Emma.

     — Sí, tú sabes… es el tipo de cara que tiene Mourinho, y que tiene Gordon Ramsay… —se encogió entre hombros—. Cara de desgraciado, de que va a throw you under the bus si tiene que hacerlo.

     — No sé, estoy demasiado acostumbrada a su cara —rio, e hizo el teléfono a un lado.

     — No sé por qué siempre creí que era rubio —comentó, volviéndose al plato fuerte, que ahora esparcía guacamole sobre el interior de la tapa superior para luego cerrar el panino y alcanzársela a Emma junto con una generosa porción de papas al gratín de dos quesos: cheddar y mozzarella «para complementar al provolone».

     — Si fuera rubio, realmente fuera horrible —repuso Emma—. Bueno, no es que sea un deleite visual, pero hay peores.

     — Busca refugio en lo que más te convenga —bromeó la rubia por nacimiento pero no por actitud.

     — ¿Cuál era la otra pregunta? —rio nasalmente, recibiendo ya su plato fuerte, que no era plato en sí, sino un recipiente de porcelana, «un tupperware de porcelana», a lo que Sophia contestaba “entonces no es un tupperware”.

     — Es más un comentario, supongo —sonrió, encargándose ahora del guacamole de su panino.

     — Adelante.

     — Pasabas mucho tiempo con sus papás…

     — Creo que gracias a eso es que a tu mamá no le tuve miedo —asintió, volviéndose sobre su hombro izquierdo para asegurarse de que el Carajito seguía vivo y que seguía ahí, y, claro, ahí estaba—. Estaba nerviosa, pero no le tenía miedo.

     — ¿Y tu mamá con Ferrazzano?

     — Funny that you ask —murmuró, pues, de alguna forma, se remitía a la parte buena del sueño que había tenido por la madrugada—. Eres a la primera persona a la que yo involucro con mi mamá.

     — ¿Y Fred?

     — Él porque una vez tomó mi teléfono y decidió presentarse con ella —sacudió su cabeza—. Siempre consideré que eso de presentarle a mi pareja a mi mamá ya era algo sumamente serio… pues, que era más como para que aprobara y comprobara la seriedad de la relación, ya casi cuando las cosas iban en la línea de “tie the knot” —sonrió—. Además, mi mamá nunca me pidió conocer a Marco, ni porque no lo conocía como otra cosa que no fuera el amigo de mi hermano.

     — Y conmigo… —se volvió hacia ella, y notó que no había empezado a comer por estar esperándola—. ¿Me involucraste con tu mamá porque era serio o porque tuviste que hacerlo?

     — Eso de “tener que”, aunque fue una imposición —dijo con su ceja derecha hacia el cielo, pero luego sonrió—, me tenía cagada del miedo y no porque buscaba una aprobación como tal de parte de mi mamá, sino porque temí de esas actitudes maternales que tienden a avergonzarte como por naturaleza; que contara historias vergonzosas, o que hiciera cosas vergonzosas… como que bailara en el supermercado.

     — ¿Qué? —rio con su ceño fruncido.

     — Eso lo hizo una vez… —sacudió su cabeza—. Ver-gon-zo-so —dijo, y Sophia que rio ante la imagen mental de su imaginación—. Me tenía cagada del miedo, y me tenía muy nerviosa, porque… bueno, era como estrellarla contra la pared de la Sophiesexualidad —se encogió entre hombros, y tomó el panino entre sus manos para darle el primer mordisco, todo porque Sophia lo había hecho primero. Ah, el arte de comer juntas—. No era que tenía vergüenza de estar contigo —vomitó ante el silencio que Sophia creaba, pero sólo era porque tenía un gigantesco mordisco de celestial panino—, sólo pensé que era como caerle con patada al hígado por estar atacándola doble; presentándole a mi pareja, y que de hombre no tenía nada.

     — Falacias… I’m what a juicy pussy is all about —asintió con la boca llena, y Emma se atragantó con el mordisco que apenas podía masticar.

     — ¡Sophia! —exclamó entre una tos.

     — ¡Emma! —la remedó con una mirada juguetona y una risa de labios comprimidos.

     — Creí que era yo la que decía ese tipo de cosas como si nada y de la nada —rio, recibiendo la sien de Sophia sobre su hombro.

     — Acción y reacción no patentada; no gozas de derechos exclusivos… y yo también puedo —sacó su lengua.

     — Veo que sí puedes —sonrió, y le dio un beso en la frente—. ¿Alguna otra pregunta sobre Ferrazzano?

     — ¿Algo más que quieras agregar? —sacudió su cabeza, tanto para la pregunta de Emma como para su conciencia, la cual le gritaba un “sí” muy claro, pero no era un tema en el que quería entrar con tanta profundidad porque no valía la pena.

     — Full disclosure if you want —se encogió entre hombros, y dio otro mordisco a su panino—. A nivel emocional, fraternal, de historias, a nivel sexual, a nivel gastronómico… lo que quieras.

     — Mmm… —tarareó.

     — Fueron dos años y medio buenos —sonrió con sinceridad—, conmigo él fue muy correcto, muy caballeroso, muy respetuoso —dijo, y vio a Sophia elevar ambas cejas—. Durante la relación sí lo fue —añadió, pues sabía a qué se debían esas cejas en lo alto—. Realmente no creo que sea mala persona, pero sí sé que, en su desesperación, no hizo las cosas bien.

     — ¿No peleaban? —preguntó, sabiendo que era una pregunta un tanto desligada del tema.

     — Claro que peleábamos —rio—, en especial cuando se trataba de quién era mejor; si la Roma o la Lazio.

     — ¿Por eso peleaban? —entrecerró su mirada.

     — Y porque yo nunca quería ir con él a misa, ni con él ni sin él, y sobre lo que hacíamos en nuestro tiempo libre.

     — ¿Qué? —frunció su ceño.

     — No había domingo que no fuera a misa de siete, y, cuando estábamos juntos, yo me quedaba durmiendo, o pretendía dormir, todo para no ir… y me acusaba de atea, y blah, blah, blah —se encogió entre hombros—. Y, con lo del tiempo libre, que, a veces, yo quería estar con mis amigos de la universidad y él quería salir a hacer cualquier cosa, o al revés… aunque creo que el tema principal de las peleas era que él nunca salía conmigo y con mis amigos porque decía que era un “kínder”, pero yo sí tenía que salir con él y sus amigos.

     — La diferencia de edades… —suspiró.

     — Tres años no es tanta diferencia —rio—. Aunque creo que, a esa edad, sí lo es… ah, y peleábamos por temas de política también.

     — ¿Por qué nosotros no hablamos de eso? —preguntó un tanto extrañada, pues era cierto, no hablaban sobre eso.

     — Dos puntos —elevó Emma sus dos dedos erguidos—: primero, tú no eres una fanática de un partido político —comenzó diciendo, y Sophia sacudió la cabeza—, segundo, a mí me cuesta simpatizar con alguien en un sistema bipartidista, como en el que vivimos en este país, y ni siquiera tengo derecho y/o deber de votar —sonrió.

     — Muy cierto —asintió.

     — Además, no hablamos de política porque tenemos mejores cosas de qué hablar.

     — Muy cierto, también —rio, y, rápidamente, dio otro mordisco a su panino.

     — ¿Qué quieres decir? —susurró, pero Sophia sólo sacudió su cabeza—. Por favor, dilo.

     — If he was so nice and gentle with you, why did you guys break up?

     — Porque, de un momento a otro, no sé qué se le metió en la cabeza de que empezó a compararme con otras personas… y empezó a querer que yo hiciera las cosas de otra forma; como lo hacía su hermana porque ella era perfecta, o que pensara como pensaba mi hermano, o que creyera en lo que él creía… me quería moldear a su gusto, y, de paso, empezó con los celos.

     — Ah, pero como tú no eres celosa —bromeó.

     — Yo no le tengo celos a una banca —entrecerró su mirada.

     — ¿Te cogiste a una banca? —rio.

     — O sea… —refunfuñó, por lo que Sophia rio con una estrepitosa carcajada, qué fácil era molestarla—. Le tenía celos a Luca, le tenía celos a Silvio, le tenía celos a Alberta, a Anjelica, a Alfonso, y a Fabrizio.

     — ¿Y esos quiénes son?

     — Mis amigos de la universidad —elevó su ceja derecha.

     — Primera vez que los mencionas —susurró.

     — ¿En serio?

     — En serio —asintió—. ¿Todavía tienes contacto con ellos?

     — Con Anjelica y con Alfonso —asintió—. Silvio se consiguió una esposa celosa, Alberta dijo que no quería tener nada que ver con personas tan ordinarias y de tan mal gusto como nosotros, y a Fabrizio se lo tragó la tierra el día después de que, en pleno Laboratorio di Costruzioni, gritó que él ya no quería estudiar Arquitectura porque detestaba esas siete horas de laboratorio.

     — ¡¿Siete horas?! —exclamó escandalizada.

     — De ocho y media de la mañana a dos de la tarde, con media hora para almorzar —asintió—. Un lunes.

     — ¡Y lunes! —rio—. Con justa razón ya no quiso.

     — Ya no quiso porque no se iba a graduar —murmuró—. No había aprobado “Istituzioni Matematiche” ni “Progettazione Urbanistica II”.

     — De igual forma, no me digas que siete horas de laboratorio no eran pesadas.

     — Era último año, sólo tenía cuatro materias —sacudió su cabeza.

     — ¿Último año para ti o para el resto de los mortales?

     — Cuando yo empecé a tener problemas con Marco, mi solución fue meterme de clavado en la universidad, así que decidí abusar de la amistad que tenía mi papá con el rector y con el decano; tomé materias del año siguiente, y por eso fue que me pude graduar antes, y, cuando terminé con Marco, fue que me fui un semestre a Bratislava.

     — Interesante —dijo, aunque eso ya lo sabía.

     — Luca era de mi año, pero, como rápidamente se enojó conmigo cuando regresé de Bratislava, me quedé siendo amiga del resto, que eran del año de más arriba.

     — ¿Por qué nunca me los habías mencionado?

     — Porque no tuvieron tanto peso, éramos amigos de oportunidad, no porque realmente fuéramos amigos… y, bueno, con Anjelica sí mantuve contacto porque entró a trabajar con Alessio, y con Alfonso porque con él hice mi proyecto final y sí nos hicimos somewhat friends for real… amigos “amigos” no somos, pero sí nos hablamos una vez entre tantas.

     — Dime una cosa, si tú eras la niñera del hermanito de Luca, ¿cómo hiciste cuando él se enojó contigo? —explotó alrededor de la incógnita más grande.

     — Él no llegaba a la casa hasta que yo me había ido, o entraba por la puerta de la cocina —respondió con ligereza.

     — ¿Y por qué eras niñera in the first place?

     — A ti no te voy a dar la respuesta que le pude haber dado a cualquier otra persona —le dijo, y llevó un tenedorazo de las papas gratinadas a su boca—. No necesitaba el dinero porque mi mamá no era tacaña, siempre mantuvo mi cuenta de crédito a cero y mi cuenta de débito en generosos números negros… simplemente sabía que Alessio tenía un buen estudio de Arquitectos e Ingenieros, que él era un buen Arquitecto, y mi meta era simplemente escabullirme de alguna forma para terminar trabajando con él.

     — De niñera a asociada —rio—. Ambiciosa.

     — Prácticamente imposible, y estúpido a decir verdad… el problema fue que Luca me profetizó con él de tal forma que él supo, al principio, que no era ni tan mala ni tan bruta, y, cuando Luca se enojó conmigo, él ya me había tomado la confianza suficiente como para lanzar ese “y tú, ¿qué piensas sobre esto?”, y me mostraba un plano, o me enseñaba cosas adicionales porque me veía “potencial” —se encogió entre hombros.

     — So… ¿por qué no te quedaste trabajando con él?

     — Él me ofreció trabajo desde el momento en el que empezamos con mi proyecto final, que fue de cómo optimizar el acceso y la fluidez de un centro deportivo, porque eso era lo que estaba construyendo en ese momento… pero, hablándolo más despacio, quedamos en que yo necesitaba algo más que sólo un título de Arquitectura, que necesitaba un plus.

     — ¿Él tiene un plus?

     — Es Ingeniero Civil, Arquitecto, y tiene un Máster en Planificación Urbana —asintió.

     — No sabía.

     — No lo presume —rio—. La cosa es que él me dijo que a él no le importaba si era Paisajismo, si era Geografía, si era Derecho Urbanístico, pero que fuera algo que a mí me gustara y que fuera algo que pudiera utilizar de alguna forma para ampliar mi potencial; fuera estético, funcional, o se tratara de accesibilidad o de construir la Volkshalle de Hitler…

     — ¿La qué? —exhaló.

     — La “Volkshalle” era un monstruo de construcción, con un domo igualmente monstruoso, que Hitler quería construir en Berlín; era entre monumento y cagada masiva de concreto—se encogió entre hombros—. Sólo se ha construido en la imaginación de Robert Harris, que escribió una novela sobre el final alternativo de la Segunda Guerra Mundial, que Alemania había ganado, y seguramente fue construida por cualquier otro loco con imaginación.

     — Interesante dato, mi amor —sonrió.

     — La cosa es que yo le comenté mis ganas de estudiar Diseño de Interiores, y me dijo: “búscate la mejor universidad para eso, o la universidad que más te guste, y luego veremos si en realidad quieres trabajar conmigo” —rio.

     — Y, cuando terminaste Diseño, ¿qué pasó?

     — Entré a trabajar con él, que fue por eso que construimos la casa en la que mi mamá vive ahora, pero, con lo de Ferrazzano… en realidad él no sabía qué pasaba, pero sabía que algo no estaba del todo bien, y fue él quien me dijo de que su amigo, o sea Volterra, tenía un estudio aquí, y blah, blah, blah, el resto es historia —sonrió—. Cuando hablo con él, siempre me dice “te envié un par de meses a donde Alec, para que respiraras un aire diferente, y nunca regresaste”, y se ríe.

     — ¿Te gustaría ir a trabajar con él en algún momento?

     — No podría acostumbrarme al tipo de clientes con los que él trabaja —sacudió su cabeza—. A mí no me interesa que un cliente me diga que tiene “x” cantidad de dinero para construir una casa… a mí me gusta el cliente que quiere que lo traten como rey porque está abriéndole la cartera de par en par al estudio, y que, cuando yo digo que algo debe ser así, o asá, él sólo me dice que sí y no pregunta ni siquiera “¿cuánto me va a costar eso?” —rio—. Aquí, el noventa por ciento de clientes que entran por las puertas del estudio, saben que pueden costearse cualquier invento, sea suyo o sea mío…

     — Que lo que predomina es “no me importa cuánto me va a costar, sólo quiero que lo haga” —asintió con una risa.

     — Me interesa el cliente que me pide una cotización y que, cuando se la entrego, me dice “me la imaginé con tres ceros más” —añadió Emma—. Por lo tanto, no, yo no me iría a trabajar con Alessio… si yo me regreso a Roma es porque me aburrí de ser Arquitecta, y porque ya ambienté toda la Tri State Area —rio—. Si yo me regreso a Roma es porque decidí jubilarme y retirarme —dijo, viendo a Sophia dibujarle una sonrisa demasiado ancha—. Además, yo aquí tengo un estudio al que manejo como a Volterra se le da la gana, pero tengo algo que es mío… y tú sabes cómo me siento al respecto de lo que es mío.

     — Es tuyo —asintió Sophia—. Es tuyo.

     — Exacto —sonrió complacida—. Es mío… pero, ¿qué hay de ti?

     — ¿Qué conmigo? —balbuceó con la boca llena.

     — ¿Te gustaría regresar a Roma, o a la ciudad que sea?

     — Por ahora estoy bien aquí —sonrió—. Y sé que voy a estar bien por mucho tiempo aunque no sé cuánto tiempo es “mucho tiempo”, y quizás nunca llegue el momento en el que me entre la urgencia y la desesperación por irme, ya sea a Roma, o a la ciudad que sea… pero, por ahora, ni me entusiasma ni me molesta la idea —se encogió entre hombros, y Emma dejó caer su quijada—. ¿Qué?

     — Fue una respuesta muy bonita —sacudió su cabeza para sacudirse el asombro.

     — No sé si es conformismo o que me rendí…

     — ¿Cómo que te rendiste?

     — Que ya no peleo por las cosas, o quizás no “pelear”, pero ya no insisto, ya no las busco…

     — ¿Y por qué tienes que pelear por ellas? Digo, ¿qué es lo que quieres?

     — No sé —rio—. Tengo un trabajo que me gusta y hago lo que me gusta, vivo en una ciudad que me gusta y en un apartamento que me gusta, tengo dinero en la cartera, tengo salud, tengo comida, tengo pocos amigos pero los que tengo son excelentes amigos, no duermo sola y tampoco me siento sola, y te tengo a ti…

     — ¿Tienes todo lo que quieres?

     — No puedo pensar en una tan sola cosa sobre la que diga “eso no lo tengo” —asintió.

     — Esa sensación de que lo tienes todo, al menos todo lo que quieres y lo que necesitas, es una sensación a la que cuesta acostumbrarse porque no toda la gente logra llegar a ese punto, no todos logran tener todo lo que quieren y necesitan; no es lo que suele suceder —sonrió—. Reconocer, aceptar, y procesar que eres y estás feliz… es difícil.

     — ¿No debería ser lo más fácil?

     — Cuando vas tan rápido; que todo es correr, correr, y correr… pasas por alto que lo tienes todo, pasas por alto que no sólo estás feliz sino que eres feliz también —se encogió entre hombros.

     — Enlighten me, please.

     — Te lo digo porque eso me pasó a mí —rio nasalmente—. Quizás no iba corriendo, porque ya había llegado a donde me sentía cómoda, pero sí estaba como ensimismada… o quizás “ensimismada” no es el término correcto, sino como que estaba tan concentrada en el trabajo, en ese miedo de perder lo que había ganado, que lo demás me importaba muy poco o no me importaba nada… yo no tuve una wake up call de la vida, no fue que me dio un infarto al corazón por estrés en el trabajo, simplemente llegué a un punto en el que los planetas se alinearon y no sólo me apagaron la banda sin fin para que dejara de correr, sino que me detuvieron a que viera alrededor mío y no necesariamente a las personas que me rodeaban sino a qué rodeaba yo y qué me rodeaba a mí.

     — No estoy segura si te estoy entendiendo —murmuró calladamente.

     — Yo llegué a donde estoy simple y sencillamente porque, no sé por qué, Alec me complació cuanto capricho tuve; me mimó, me llevó y me trajo, me mantuvo contenta y no sé por qué —se encogió entre hombros—. Él conmigo nunca conoció el “no”, nunca me contradijo, nunca hizo algo que sabía que me iba a incomodar o a molestar… no hasta que me dijo que te iba a meter en mi oficina —rio—. Pánico, vil pánico, porque, si siempre me consintió todo, y me mimó, y sabía que había cosas que me incomodaban, ¿por qué estaba yendo en contra de eso? Me detuve a ver qué era lo que había hecho mal, porque, según yo, eso era un castigo para mí… pero desvarié, y desvarié, y desvarié, y llegué al punto en el que me di cuenta de que sí, trabajo tenía, y estaba donde quería estar, pero que una serenidad como la tuya no la tenía, y tampoco gozaba del lujo de la despreocupación porque mis prioridades estaban relativamente mal… bofetada de la vida; eso fue —rio, como si no pudiera negarlo, y le dio un mordisco a su panino—. Tú y yo empezamos como empezamos, lo que sea que eso haya sido, y fue creciendo, y creciendo, y creciendo… y, no sé en qué momento pasó, pero me encontré más o menos en esa misma situación, sólo que esta vez, ya no vi el mundo pasarme enfrente, y tampoco me vi corriendo, sino que realmente llegué a donde sí quería estar en todo sentido; mi trabajo seguía teniéndolo, y a eso no le hice caso porque en ese momento lo di por sentado, por eso supe que mis prioridades habían cambiado —sonrió—. I was having so much fun, I was enjoying everything like I had just experienced it for the first time in my life… I enjoyed watching you, I enjoyed breathing you, I enjoyed kissing you, I enjoyed hugging you, I enjoyed going to bed with you, I enjoyed waking up next to you, I enjoyed everything about it… pero, por muy raro que esto suene, por primera vez sentí alivio, y me gusto sentirlo.

     — ¿Alivio por qué?

     — Porque, por primera vez, yo no giraba alrededor de mí misma, ya nada giraba alrededor de mí… y se sintió bien dejarme de importar tanto, fue como bajar la guardia, respirar profundo, y encontrar algo que me satisficiera más; girar alrededor tuyo me satisface muchísimo más que girar alrededor de mí misma, y que todo gire alrededor tuyo… me hace feliz porque me hace sentir como que tengo más propósito que significado, porque, aunque suene trillado, de verdad me hace feliz verte, sentirte, y saberte feliz… y no porque mi felicidad sea tu felicidad, o la tuya la mía como tal, sino porque es lo más fresco que he conocido en mi vida, y prácticamente lo más puro —dijo, y su Ego asintió con aprobación.

     — Oh my… —exhaló Sophia sonrojada—. Para que no hables mucho, y que no te guste hablar mucho… mierda —rio nerviosamente—. Dices unas cosas que… —suspiró, y gruñó, y no pudo evitar tomarla por la mejilla para traerla a un beso de labios.

Se lo robó, porque no le avisó que se lo daría, mucho menos que se lo arrancaría. Fue un poco feroz, pero sólo porque ya no podía con las ganas de besarla, esas ganas que se había tragado, con sobrehumano esfuerzo, desde que se había despertado colmada de terror, pues, aun en aquel momento degradante para su persona, su subconsciente quería besarla para que se calmara, y había querido besarla mientras dormía pero ella y su buen uso de razón respetaban que Emma no estaba para eso.

                El beso fue de esos que eran como para que Emma la tumbara sobre la cama, en esta ocasión sobre la manta, para ella colocarse encima y entre sus piernas, de tomarla de las manos para colocarlas sobre su cabeza mientras la embestía, de sentirla suya al extremo grado de poseerla sin agresiones y sólo intensidades.

Pero no.

                Emma reaccionó al beso con correspondencia, no con una movida de realmente tumbarla, sino que se reflejó cual espejo y llevó su mano a su mejilla para reciprocar, aunque dejó que la rubia fuera quien marcara todas las pautas del beso.

Fue un momento como el que ella recién describía, un beso que la obligaba a detenerse para verse en dónde estaba, y la respuesta no era exactamente “Central Park”. Aunque no le gustaba que la tocaran después de tener la desgracia de soñar lo soñado, o parecido, o relacionado, y que esa actitud le duraba más de lo que cualquiera creería a pesar de tener sonrisas y risas de por medio, en ese momento se dio cuenta de que, en realidad, ése tipo de afecto, de cariño, y de tacto, era lo que le faltaba; la hacía sentirse mejor, o quizás no mejor pero sí menos mal con esa culpa de la que no tenía culpa en verdad, y la hacía sentirse como que todo estaba perdonado aunque no había nada que perdonar, ni siquiera que disculpar.

                Aflojó la tensión de sus labios, porque su consciencia, siendo en ese caso su peor enemiga por mantener ese sentimiento de culpa y de que en realidad no quería ni merecía afecto ni roce, no la había dejado relajarse para dar el cien por ciento de la calidez y de la suavidad de sus labios. Ellos adquirieron movilidad y flexibilidad, empezaron a ladearse, a envolverse entre los de Sophia, a envolverlos, a intercalarse y a traslaparse, a obligarla a soltar ese denso suspiro contra su mejilla que significaba, en otras circunstancias, un gemido muy sexual. Pero es que simplemente se sentía muy bien, se sentía muy rico.

Y hubo lengua. Bueno, hubo un poco de lengua, no mucha. Pero hubo. Hubo la necesaria, la justa, la perfecta, esa que, apenas se abrían sus labios, salía con timidez para acariciar un labio o el otro, o los dos de la rubia, para que, al cerrar el beso, se volviera a esconder tras los suyos y quizás tras sus dientes también.

Ya con hombros relajados, con brazos vencidos, y con la razón adormitada, embrutecida e hipnotizada, dejó que Sophia le ganara el derecho del labio inferior, aunque, realmente, fue el poder de la suave succión que tenía, como segundo plano, el coqueteo húmedo de su lengua.

                Emma dibujó una boba sonrisa ante las cosquillas que esas succiones le provocaban, y rio nasalmente contra su pómulo, quizás porque las cosquillas le habían corrido a lo largo de sus nervios, de sus venas y sus arterias, y le habían plagado el cuerpo, hasta el más pequeño de sus vasos capilares y de sus terminaciones nerviosas, con ese hormigueo que aflojaba la rectitud de su espalda, de su cuello, y que afloraba el génesis de la risa estúpida.

Ante la sonrisa, Sophia dejó de besarla, no porque quería, porque no quería, sino porque ella sonrió también, y fue por eso que le dieron tiempo y espacio a un suave jugueteo de nariz contra nariz y de nariz contra pómulo, y de risas nasales de ojos que no veían ojos sino labios inferiores que estaban aprisionados por dientes superiores con malicia, con coqueteo, con graciosa y placentera retención de ganas de seguir besando.

— Buenas tardes, Licenciada —susurró con la misma sonrisa, y peinó su flequillo tras su oreja.

     — Buenas tardes, Arquitecta —repuso Sophia, estando muy complacida con tener a la versión de Emma que más le gustaba; la tranquila, la serena, la despreocupada, la sin culpas ni culpabilidades de algún juego retorcido de su propia enemiga consciencia.

     — That was one hell of a kiss —elogió el poder de sus labios.

     — That was one hell of a statement —repuso con una sonrisa—. Or confession… I don’t know what it was.

     — No sé, pero es la verdad —se encogió entre brazos, y se volvió hacia la derecha ante la inconfundible figura que se acercaba a ellas—. ¿Por qué? —preguntó un tanto cavernícola, refiriéndose con precisión a que Gaby caminaba con dificultades en sus típicos tacones de gamuza negra.

     — Ella se ofreció, yo no le pedí nada —se defendió, pero Emma no preguntaba un “¿por qué Gaby está aquí?”, sino un “¿por qué siempre tiene que interrumpir momentos de suma importancia?”.

     — Buenas tardes, Arquitecta —sonrió Gaby, quien había visto gran parte del beso desde lejos, pero, ante el conocimiento y el entendimiento de la situación, no había tenido nada qué pensar ni qué comentar al respecto—. Buenas tardes, Licenciada —añadió, viendo a ambas mujeres verla con cabezas ladeadas, por lo que se sintió un tanto incómoda.

     — Buenas tardes, Gaby —rio Emma nasalmente—. Sien… ¿tate? —rio, pues no tenía butaca para ofrecerle, sino una planicie para que tuviera que hacer malabares entre las carpetas que abrazaba con fuerzas de brazos cruzados, su bolso, y la incomodidad de sentarse de pie al suelo con tacones y falda que le llegaba a la rodilla—. Sí, siéntate, por favor —dijo, extendiéndole las manos para que le diera las carpetas y ella pudiera usar sus manos para arreglarse su falda.

     — Gracias —susurró, intentando saber cómo manejar el tema del sentado—. Buen provecho.

     — Gracias —corearon las dos, aunque Sophia con papas gratinadas en la boca.

     — Sé que es su día libre —le dijo Gaby, extendiéndole las manos a Emma para que le regresara las carpetas, porque era ella quien debía sostenerle las cosas a Emma para que se sentara, no al revés—, pero el Arquitecto me pidió que por favor firmara unos pagos, que le confirmara si quería participar de lleno en el proyecto de la Old Post Office, y le traje lo que supongo que le puede interesar para la plaza de internos —sonrió.

     — Old Post Office: no —dijo, recibiendo la carpeta de los pagos para firmarlos con el bolígrafo que Gaby también incluía en la entrega—. No, no —sacudió su cabeza.

     — Dijo que iba a decir eso —repuso Gaby con timidez, pues no podía evitar sentirse intimidada por cómo Emma trazaba rápidamente su firma mientras mantenía la seriedad del “no”, porque “no” era realmente “no”, y eso ella lo sabía, pero Volterra insistía—, y me dijo que le dijera que considerara que el pago acaba de subir dos cifras.

     — Puede subir seis cifras —rio nasalmente, pero mantuvo la cara fría y seria—, no me interesa; tengo Patinker & Dawson, tengo a Newport encima, y tengo ese monstruo de Oceania, y, por si fuera poco, todavía estamos ajustando los diseños de la Torre —sacudió su cabeza.

     — Él dijo que diría eso —repitió—, y me dijo que ahora lo viera desde el punto de vista de ambientación.

     — Tampoco —pasó de página para continuar firmando.

     — En ese caso, porque también dijo que usted iba a decir eso —rio nerviosamente—, me dijo que le preguntara a usted, Licenciada —se volvió hacia Sophia, quien engullía su panino porque quería ahogar la inanición sexual que ese beso le había despertado—, si quería usted la parte de ambientación.

     — Ok —murmuró entre un encogimiento de hombros, y vio a Gaby congelarse.

     — Ah, seguramente te preparó para todas las respuestas negativas —rio Emma, cerrando la carpeta de pagos y abriendo la carpeta de las “modificaciones de Volterra”, que, con sólo verlas, pensó un elocuentísimo “está loco”.

     — No —se ahogó en su pequeñita voz.

     — Yo lo hago —se encogió Sophia nuevamente entre hombros—. Así me paguen un dólar o un millón —añadió—. De todas formas, y de todas maneras, yo le diré personalmente a Alec que sí lo haré.

     — Espera —elevó Emma la mirada—, ¿no se suponía que ellos se iban a encargar de la ambientación? —preguntó un tanto confundida, y Gaby asintió con miedo—. ¿Para cuándo quieren esos diseños?

     — ¿Para ayer? —sollozó.

     — Primero quieren que se termine en el dos mil quince, y es imposible, eso se puede terminar en el dos mil dieciséis, y ahora, con cinco meses de atraso, ¿quieren que alguien se saque una ambientación del…? —frunció su ceño y entrecerró su mirada: diálogo mental en voz alta.

     — Sólo quieren que termine los diseños iniciales —respondió Gaby—, ya tienen el concepto y todo.

     — Haynes debe haber renunciado —rio Emma.

     — Bueno, si sólo se trata de terminar los diseños… con mayor razón, sí lo hago —intervino Sophia.

     — Quieren retoques, ajustes, modificaciones… bueno, todo está aquí —dijo Gaby, alcanzándole la carpeta más gruesa, esa que pesaba como un Don Quijote, y quizás en una inexistente versión extendida—. El lunes a las diez y media la han convocado a una reunión en D.C. para que vea el lugar y que puedan discutir sobre la ambientación.

     — Entonces voy a necesitar que me reserves lo necesario para las horas que son —repuso Sophia.

     — No se preocupe por eso, ellos se encargarán de eso, al llegar a la oficina coordino con Mr. Johnson —sonrió.

     — ¿Algo más? —elevó Emma su ceja derecha, pues vio que Gaby tenía la intención de decir más, pero que había preferido callarse—. Sólo dilo, no te vas a meter en problemas.

     — Es que el Arquitecto me dijo que, cuando yo se lo ofreciera a la Licenciada, ustedes iban a tener una conversación, y que todo iba a terminar con usted sí iba a tomar el proyecto para no cargar a la Licenciada, porque usted sabe que es prácticamente obligación tomarlo, y que, bueno, la Licenciada iba a ser su segunda —se encogió entre brazos.

     — Ay, Alessandro… ay, Alessandro —rio nasalmente Emma, sacudiendo su cabeza y tomando el teléfono de Sophia para llamarlo.

     — Arquitecta, por favor, no le diga que yo le dije —imploró la aterrada mujercita de cabello negro.

     — No te preocupes —sacudió su cabeza de nuevo, y llevó el teléfono a su oreja para esperar un tono, dos, tres, y—: Volterra —lo saludó antes de que él pudiera siquiera musitar un corporativo “Volterra”, o un simple “aló” o “¿sí?”.

     — ¿Emma? —se escuchó por el altavoz.

     — Te informo que estás en altavoz —asintió, como si él pudiera verla asentir—. ¿Hay algún problema con que Sophia se haga cargo de la Old Post Office y yo sea su segunda? —preguntó, yendo directamente al grano.

     — No —se aclaró la garganta, intentando no sonar sorprendido por lo tan “al grano”.

     — Bueno, entonces que así sea —sonrió—. Y, respecto a tus modificaciones… —suspiró—. Te he dicho toda la semana que estás loco, y te lo repito hoy: estás loco —rio—. Buenas tardes —y le colgó—. Listo, no hay ningún problema —rio, viendo a Sophia sonreír a pesar de que no sabía por qué sonreía con exactitud, aunque, en realidad, era un avance para Emma; había pasado de no compartir ni el oxígeno, a ceder proyectos grandes, y no por complacer a su novia, sino porque simplemente no quería, pero, si Sophia trabajaba en ellos, quería encargarse personalmente que nada le faltara ni que se le dificultara, por eso le gustaba ser la segunda de Sophia—. Ahora… ¿me llevas por los candidatos? —suspiró, volviéndose a la tercera carpeta con una sonrisa, típico reflejo de la de Sophia.

     — Hay una Diseñadora de Interiores y Paisajista —asintió Gaby, viendo que Emma no se molestaba en hojear la carpeta sino que sólo se encargaba de llevar su panino a la boca—, major y minor respectivamente, graduada de Ohio State, tiene veintitrés años…

     — Siguiente —sacudió Emma su cabeza.

     — Arquitecto graduado de UCLA, veintiséis años, con un certificado de NYU en Diseño de Interiores…

     — ¿Experiencia como ambientador? —Gaby sacudió la cabeza—. Siguiente —repitió.

     — ¿Bachelor en Paisajismo y Master en Diseño de Interiores, graduada de Cincinnati, veinticuatro años?

     — Suena bien… continúa.

     — Experiencia de tres meses en De La Torre —añadió.

     — ¿Estilo?

     — Minimalista.

     — ¿Sólo minimalismo tiene en su portfolio?

     — Sí.

     — Siguiente —sacudió su cabeza, y llevó el panino de nuevo a su boca.

     — Graduado de Diseño Gráfico en SCAD, con máster en Diseño de Interiores, también en SCAD, veintisiete años.

     — Mmm… —suspiró, o gruñó, no sé, y sacudió su cabeza—. ¿Estilo?

     — Arts & Crafts y Country.

     — Basically the same —sacudió su cabeza.

     — Arquitecta, si me dice cómo quiere que los filtre, además de que tienen que saber usar los programas que usted quiere, y que sepan hacer renderings, le diría si tengo algo bueno o no —sonrió Gaby.

     — Quiero a alguien versátil, que tenga más personalidad que sólo “minimalismo” porque está de moda o que tenga un tan sólo estilo entre varios estilos; costero y mediterráneo no tienen tanta diferencia como si me dicen tradicional y loft, o que me digan Arts & Crafts y Country, necesito que me muestren potencial por lo menos en dos estilos… y quiero que sea fresco, con un punto de vista imponente… or am I reaching for the stars here? —frunció su ceño, y Sophia se echó a reír, pues Emma, literalmente, había citado a Miranda Priestly.

     — Diseñador de Interiores, graduado de Bachelor y Máster en SCAD… —comenzó diciendo, y, en cuanto Emma asintió, se sintió llena de confianza—. Veintiséis años, domina tradicional y tropical, y estuvo cinco meses en Huniford.

     — Así los quiero, Gaby, precisamente así —sonrió Emma—. ¿Qué más?

     — Nada más —sacudió su cabeza con un poco de vergüenza.

     — ¿”Nada más”? —elevó su ceja derecha.

     — Bueno, hay uno más, pero no sé si sea exactamente lo que busca.

     — Dime.

     — Bachelor y Máster en Fine Arts de Diseño de Interiores, graduada de Parsons, seis meses con Poggenpohl —suspiró.

     — ¿Y cuál es el problema con ese prospecto?

     — Veinticinco años, con Poggenpohl estuvo los últimos seis meses del dos mil doce y sus estilos son Mid-Century Modern…

     — ¿Y…?

     — Transicional —vomitó, y, contrario a lo que esperaba, Emma dibujó una sonrisa.

     — Hired —canturreó Sophia en voz baja, haciendo que Emma se volviera hacia ella con la mirada entrecerrada.

     — Llámalos para una entrevista el lunes, tú sabrás a qué hora tengo tiempo —sonrió.

     — ¿A los dos?

     — A los dos —asintió, pues, aunque ya la del estilo transicional estaba con el contrato listo, también tenía que darle una oportunidad al otro candidato, o quizás sólo fue por necedad ante una Sophia que ya sabía su futuro—. Y que lleguen con portfolio físico, por favor.

     — ¿Algo más? —preguntó entre un asentimiento.

     — Sí —asintió una tan sola vez—. Cuando termines de hacer, lo que sea que tengas por hacer, puedes irte a casa… Caroline se puede encargar de las llamadas.

     — Gracias, Arquitecta —sonrió Gaby, poniéndose de pie porque esa era su señal de salida aunque Emma no la estaba echando de ahí—. De igual forma, si necesita algo, yo voy a estar en la oficina, y, si ya no estoy allí, puede llamarme o escribirme —dijo, intentando no vomitar un “me quedo hasta que termine el horario”, porque esas cosas ya había aprendido a no discutírselas; se ahorraba una cara de disgusto y un “If I’m not here, then you shouldn’t be either”, cosa que sólo contaba para esos días libres, o para las tardes libres, porque, cuando Emma se tomaba sus vacaciones, Gaby, a pesar de estar en época de mortal aburrimiento, debía estar allí por cualquier cosa, y era por eso que Emma había pensado en Hawaii, «porque se lo merece… en especial por aguantarme».

     — Como siempre —asintió con una sonrisa, y, en cuanto se puso de pie y se acomodó la falda, Emma le alcanzó las carpetas.

     — Gracias —susurró, volviendo a abrazarlas como si las guardara con su vida—. Que tengan buen fin de semana —sonrió con una corta reverencia que hacía por costumbre.

     — Igualmente, Gaby —sonrió Sophia, y ambas la vieron darse la vuelta para irse.

     — Si la tecnología sigue avanzando… eventualmente Gaby sabrá que te tengo entre las piernas —bromeó Emma, todavía con su mirada fija en Gaby, quien luchaba por no clavar los tacones en el césped.  

     — And, eventually, she’ll also know how fast, how deep, and how hard you fuck me —asintió.

     — By then, she’ll know where I’m fucking you —repuso con cara plana, pero no pudo evitar elevar su ceja derecha y volverse a Sophia.

     — She already knows if we’re together or not… —rio nasalmente con su ceño fruncido.

     — I didn’t mean “where” as in a “what place” we’re fucking… I meant “where” as in “which hole” I’m fucking you —sonrió, y adoró y gozó cómo el rojo invadía el rostro de Sophia, en especial la mirada un tanto ancha por cómo había jugado con su dedo índice; primero señalándose a sí misma y luego señalándola a ella.

     — I got it! —rio nerviosamente—. Tú también puedes decir esas cosas…

     — Respira, ¿quieres? —ladeó su cabeza, y relevó su alta ceja derecha por su alta ceja izquierda.

     — Jesus Christ… —suspiró con una risa entrecortada.

     — ¿Así, o prefieres regresar a las preguntas raras?

     — Preguntas raras, porque éste no es el lugar apropiado para que deje que me mojes —sacudió su cabeza, y Emma se acercó a su sien para darle un beso.

     — Pregunta lo que quieras —sonrió a ras de su sien.

     — Es, en realidad, algo demasiado personal —murmuró tímidamente, viendo a Emma devolverse a los tres-cuatro mordiscos de panino que quedaban.

     — ¿Y desde cuándo tenemos tú y yo cosas privadas y personales? —rio, sabiendo que, por mucho que compartieran, todavía había cosas que no sabían una de la otra, pero que, si preguntaban, la respuesta no iba a ser negada.

     — It’s regarding your… infertility.

     — Ah —rio nasalmente, y atacó el panino con un enorme mordisco.

     — ¿Ves? Demasiado personal.

     — Mnm —sacudió la cabeza al compás de la gutural negación, y masticó un poco más para poder tragar a gusto—. Yo no soy infértil, yo soy estéril —sonrió, viéndola a los ojos.

     — ¿No es lo mismo? —frunció su ceño.

     — No, mi amor —suspiró—. Ser infértil es que puedes concebir, pero no tienes una gestación exitosa… ser estéril es que no puedes concebir.

     — So, cuando dices que tienes óvulos blindados, ¿a qué te refieres?

     — No es como que un espermatozoide no puede entrar, porque eso sería una calcificación, o qué sé yo; es sólo una metáfora que Natasha se inventó —rio—. Yo sólo tengo óvulos de mala calidad.

     — ¿”Mala calidad”?

     — Cuando se supone que mis óvulos están “maduros”, no lo están en realidad.

     — ¿Y no los podrías madurar ni con la hormona que les falta para madurar?

     — I don’t like to play God, Sophie —sacudió su cabeza—. And I don’t like to taunt with what’s written to really be.

     — I’m just asking.

     — Lo sé —sonrió—. Pero, tampoco es tan fácil… el ginecólogo, en aquel entonces, me explicó que era como tener un auto de dos puertas a las que les había abollado ambas puertas de forma que no se podían abrir… por eso es que Natasha salió con lo de “blindado”, porque, si no se puede entrar, es impenetrable, aunque yo sé que el concepto está raro —se encogió entre hombros—. Y, realmente, por muy mal que suene, cuando me dijo que era estéril, me sentí aliviada... porque uno siempre dice que uno no va a ser como sus papás, pero, al final, termina siendo muy parecido, y comete los mismos errores, y hace las mismas cosas; fue como que me dijeran que de verdad no iba a ser como mi papá porque no iba a tener con quién ser así.

     — Pero sí sabes que no eres como él, ¿verdad?

     — Sé que soy como él, decir lo contrario sólo sería señal de necedad y negligencia, pero también sé en qué cosas no soy como él… y, a veces, saberlo no es suficiente escudo como para no sentirme capaz de hacerlo; siento que pierdo demasiado control y que lo pierdo demasiado rápido, y, como te dije, no es en algo en lo que me gustaría hacer “damage control”.

     — Entiendo —sonrió, y se acercó para darle un beso en la mejilla, la cual ya se llenaba del último trozo de panino—. ¿Qué te compraste con tu primera paga? —preguntó, viendo a Emma reír nasalmente por el cambio exagerado de tema y de tono.

     — ¿Con mi primer cheque o con mi primera paga?

     — Cheque.

     — ¿Con Alessio o con Alec?

     — Con Alec.

     — Fui a meterme a Pizza Hut y me tragué una pizza entera, una orden de cheese sticks, una jarra de Mountain Dew, y una orden de cinnamon sticks —sonrió.

     — What the… —frunció su ceño.

     — Una pizza grande, con la orilla de tres quesos, los toppings eran: tres quesos, extra queso, extra italian sausage a la izquierda, vegetariana a la derecha pero sin aceitunas negras, poca salsa… —suspiró ante el sabor del recuerdo.

     — ¿De verdad fuiste a Pizza Hut? —rio, y estaba de lo más incrédula posible.

     — Fui, senté mi trasero en esa butaca de cuero sintético rojo, saqué mi supersized-obese interior, y empecé a comer… y seguí comiendo, y seguí comiendo —rio—. Después de eso no comí como por una semana.

     — ¿Qué te poseyó?

     — No lo sé, pero Belinda puede dar fe de que eso sí sucedió.

     — ¿Fuiste con Belinda?

     — Y Belinda se comió una pizza de pepperoni —asintió—, una orden de pan con ajo, y se tragó una jarra de Pepsi.

     — ¿Postre?

     — No, ella no alcanzó a comer postre, y yo me lo comí por orgullo.

     — No, que si quieres postre —se carcajeó.

     — Oh… —se sonrojó—. ¿Qué hay?

     — Cocoa Krispies treatshome-made —sonrió, destapando un recipiente en el que se veía el cielo en la tierra.

     — Oh my… —sonrió Emma, y llevó su vaso de limonada sólo para beberla hasta el fondo, comió la última papa gratinada, y sumergió su mano en el recipiente para sacar aquel rectángulo pegajoso que olía a eso que no sabía a chocolate, con marshmallow derretido en mantequilla—. ¿Te diste gusto?

     — Bastante —asintió, sabiendo que se refería al tiempo en el que había cocinado, y vio a Emma clavarle los dientes al crujiente y abrumadoramente dulce postre—. ¿Rico?

     — De lo mejor.

     — Good. ¿Quieres ir en una cita conmigo? —preguntó, tomando un rectángulo de postre y echándose hacia atrás hasta recostarse completamente sobre la manta, y Emma se volvió hacia ella.

     — ¿En una cita? —Sophia asintió, o lo hizo con su dedo—. Claro, dime cuándo.

     — Hoy.

     — Pero hoy tenemos el cumpleaños de Margaret —frunció su ceño.

     — Well, would you like to join me as my date? —preguntó con frescura.

     — Creí que eso iba implícito.

     — Bueno, como a veces no te das cuenta de que estás en una cita —bromeó con descaro.

     — ¡Ay! —se sonrojó Emma—. Eso fue sólo esa vez.

     — Bueno, para que quede claro —dijo, y, con una elevación juguetona de cejas, introdujo el mordisco de postre a su boca.

     — ¿A qué hora te recojo? —sonrió.

     — ¿A qué hora quieres recogerme? —rio, y Emma comprendió que Sophia, por alguna razón, le había dado un doble sentido.

     — ¿A qué hora quieres que te coja? —elevó su ceja derecha.

     — Tú preocúpate por la recogida, no por la cogida —guiñó su ojo.

     — Sí sabes lo que me estás diciendo, ¿verdad?

     — I do. Do you? —la señaló a ella.

     — ¿Que no puedo cogerte hasta después de que me cojas? —frunció su ceño, como si eso no fuera obvio.

     — Es que yo te voy a coger, tú me vas a recoger —rio la sonrisa de camanances.

     — Ah, quieres cogida doble por tú haberme cogido, ¿no? —elevó nuevamente su ceja derecha, y llevó sus dedos al triángulo de pecho desnudo que el minúsculo escote de la camisa le dejaba, y lo rascó suavemente con seducción.

     — Me gusta cuando te la cobras, yo qué culpa —asintió.

     — A horny Little thing is what you are —resopló, y se recostó al lado de Sophia.

     — Oh, and you love to take care of my hornyness —sonrió lascivamente.

     — Como me dijo Siri la vez que le agradecí por programar la alarma: “I aim to please” —repuso.

     — ¿Qué haces agradeciéndole a Siri? —rio, y la risa escaló a carcajada.

     — A veces me encuentro tratándola como si se tratara de Gaby —se encogió entre hombros—, además, ser educado no cuesta nada… pero ése no es el tema, Licenciada Rialto —se volcó sobre su costado para encararla con mayor comodidad—. ¿A qué hora la recojo?

     — Siete y media… en punto —susurró, viéndola a los ojos, los cuales se veían como si se tratara de la otra cara de la moneda en referencia a la madrugada.

     — Siete y media en punto será —sonrió, llevando su mano hasta su mejilla para, con las yemas de sus dedos, acariciar su sien y su mejilla—. Gracias por el almuerzo.

     — Fue un placer cocinar para ti.

     — No hablaba sólo sobre la comida —susurró.

     — ¿Te sientes mejor?

     — Como no tienes idea… gracias.

     — Fue un placer —sonrió minúsculamente, lo suficiente como para ahondar sus camanances, y Emma acarició el camanance que tenía al alcance.

     — You are so beautiful… so, so beautiful, Sophie —suspiró junto a un susurro.

     — You’re not so bad yourself —repuso juguetonamente, haciendo a Emma reír a través de su nariz.

 

 ***

 

— ¿Qué pasa ahora? —suspiró Camilla con una mirada de hostigamiento absoluto.

     — ¿Cómo que “qué pasa ahora”? —frunció Volterra su ceño.

     — Pues, sí, ¿de qué te vas a quejar esta vez? —se cruzó de brazos.

     — Me pintas como si sólo sirvo para quejarme —refunfuñó, y Camilla exhaló una risa que decía más que mil palabras.

     — Bueno, ¿qué quieres, entonces? —rio con mayor volumen, y sacudió su cabeza con ese aire que destruía a Volterra en consternación—. ¿O me sacaste de ahí para verme como me estás viendo? Porque eso lo podemos hacer ahí adentro, no necesariamente en el pasillo, o lo podemos hacer en otro momento —sacudió sus manos por el aire.

     — No me digas que no te molesta la forma en la que… —susurró.

     — ¿En la que… “qué”? —resopló.

     — Ni siquiera sé qué es lo que están haciendo —frunció su ceño.

     — ¿Bailando? —se encogió entre hombros.

     — Eso difícilmente cuenta como “bailar” —sacudió su cabeza—. Emma no tiene papá, y si su mamá no le dice nada, pues no es mi problema, pero Sophia es mi hija y ella no va a estar teniendo sexo con ropa, mucho menos el día de su boda.

     — Eso difícilmente cuenta como “tener sexo con ropa” —frunció su ceño, y sacudió la cabeza lentamente ante la decepción del momento—. Y nadie dice nada porque no es nada… además, la última vez que revisé, Sophia todavía no había recibido tu confirmación de paternidad, lo que significa que Talos no está aquí para regañarla —batió su dedo índice de lado a lado—. Y, por si eso no fuera suficiente, eso que están haciendo, eso a lo que yo llamo “bailar”, es de lo más santo que les he visto… porque cosas “peores” he visto —entrecerró su mirada, y, ante la consternada expresión facial del hombre que no sabía nada más que quedarse mudo, se dio la vuelta.

     — ¿”Peores”? —balbuceó, llamando la atención de Camilla, quien se volvió sobre su hombro—. ¿”Peores”? —repitió molesto, y dio los dos pasos que Camilla le había sacado de ventaja—. ¿”Peores”?

     — No “peores”, pero sí he visto cosas que a tu mente cerrada sí le molestarían… no te amargues por un simple baile —suspiró.

     — ¿Acaso tú las has visto tú-sabes? —entrecerró la mirada.

     — ¿”Yo-sé”-qué? —sonrió provocadora y no provocativamente.

     — Como sea que eso se llame —balbuceó.

     — ¿Teniendo relaciones? —rio la rubia mujer, a la cual le gustaba molestar a Alessandro como por pasatiempo, porque había cosas que, a pesar del tiempo y la distancia, no cambiaban—. Sexo es sexo, ¿acaso tú nunca lo has tenido? —resopló—. Que yo sepa, tú y yo lo hicimos… sino, mira con quién baila Emma, que es la prueba de eso.

     — Tú… —musitó, y ahogó un gruñido de puños cerrados.

     — No las he visto teniendo sexo, Alessandro —suspiró, sacudiéndose el tema de encima con ambas manos—, y tú tampoco deberías haberlas visto…

     — Pero…

     — Pero nada —rio, y, rápidamente, se inclinó hacia él para robarle cualquier tipo de palabra, letra, signo de puntuación mental, imagen mental, recuerdo; para apagarle el cerebro, pues le plantó un beso de labios contra labios—. Relájate, ¿quieres? —sonrió, llevando sus dedos a los labios del estupefacto hombre que había enmudecido y muerto en vida de la impresión, y limpió los rastros de brillo labial—. Bébete un vaso con agua, y disfruta de la fiesta —suspiró, y, tal y como si nada hubiese sucedido, se dio la vuelta y desapareció tras las puertas del salón, dejando a un inmóvil Arquitecto que no sabía qué acababa de pasar. 

Mas de EllieInsider

Antecedentes y Sucesiones - 28

Antecedentes y Sucesiones - 27

Antecedentes y Sucesiones - 26

Antecedentes y Sucesiones - 25

Antecedentes y Sucesiones - 24

Antecedentes y Sucesiones - 23

Antecedentes y Sucesiones - 22

Antecedentes y Sucesiones - 21

Antecedentes y Sucesiones - 19

Antecedentes y Sucesiones - 18

Antecedentes y Sucesiones - 17

Antecedentes y Sucesiones - 16

Antecedentes y Sucesiones - 15

Antecedentes y Sucesiones 14

Antecedentes y Sucesiones - 13

Antecedentes y Sucesiones - 12

Antecedentes y Sucesiones - 11

Antecedentes y Sucesiones - 10

Antecedentes y Sucesiones - 9

Antecedentes y Sucesiones - 8

Antecedentes y Sucesiones - 7

Antecedentes y Sucesiones - 6

Antecedentes y Sucesiones - 5

Antecedentes y Sucesiones - 4

El lado sexy de la Arquitectura (Obligatorio)

Antecedentes y Sucesiones - 3

Antecedentes y Sucesiones - 2

Antecedentes y Sucesiones - 1

El lado sexy de la Arquitectura 40

El lado sexy de la Arquitectura 39

El lado sexy de la Arquitectura 38

El lado sexy de la Arquitectura 37

El lado sexy de la Arquitectura 36

El lado sexy de la Arquitectura 35

El lado sexy de la Arquitectura 34

El lado sexy de la Arquitectura 33

El lado sexy de la Arquitectura 32

El lado sexy de la Arquitectura 31

El lado sexy de la Arquitectura 30

El lado sexy de la Arquitectura 29

El lado sexy de la Arquitectura 28

El lado sexy de la Arquitectura 27

El lado sexy de la Arquitectura 26

El lado sexy de la Arquitectura 25

El lado sexy de la Arquitectura 24

El lado sexy de la Arquitectura 23

El lado sexy de la Arquitectura 22

El lado sexy de la Arquitectura 21

El lado sexy de la Arquitectura 20

El lado sexy de la Arquitectura 19

El lado sexy de la Arquitectura 17

El lado sexy de la Arquitectura 18

El lado sexy de la Arquitectura 16

El lado sexy de la Arquitectura 15

El lado sexy de la Arquitectura 14

El lado sexy de la Arquitectura 13

El lado sexy de la Arquitectura 11

El lado sexy de la Arquitectura 12

El lado sexy de la Arquitectura 10

El lado sexy de la Arquitectura 9

El lado sexy de la Arquitectura 8

El lado sexy de la Arquitectura 7

El lado sexy de la Arquitectura 6

El lado sexy de la Arquitectura 5

El lado sexy de la Arquitectura 4

El lado sexy de la Arquitectura 3

El lado sexy de la Arquitectura 2

El lado sexy de la Arquitectura 1