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Calor

en Jovencit@s

CALOR.

(Dedicado a SexDevil, por darme la inspiración necesaria para escribirlo. Y quiero decirte, que para mí es un honor ser tu musa inspiradora. Un beso tierno.)

Miradas de deseo.

No era la primera vez que aquella bella mujer, de unos 30 años entraba en nuestro bar, pero sí fue la primer vez en que me fijé en ella. Venía muy acalorada, sudando y casi parecía que iba a desfallecer. Nada más entrar, se sentó en una silla y mirándome fijamente a los ojos me dijo:

Guapo, tráeme algo para beber, una lata de coca-cola o algo así. Bien fresco, por favor.

Enseguida – le dije, quedándome embobado ante la visión de su falda de gasa, subida hasta más allá de las rodillas y su escote sudado, mostrando el nacimiento de sus pechos.

Ni siquiera me había fijado en él las otras veces que había entrado en aquel bar. Pero aquel día en que, acalorada como nunca lo había estado, sedienta y casi desfallecida, entré en el bar y le vi tras la barra observándome, pensé que aquel jovencito que tendría unos 17 ó 18 años, era muy atractivo. Le pedí que me trajera algo de beber, pues estaba muy sedienta, y en menos de un minuto le tenía junto a mí, con la coca-cola en la mano y sus ojos perdidos en mi escote.

Gracias, guapo – le dije, cogiendo la lata de su mano.

Cuando sentí sus dedos rozando los míos al tocar mi mano, fue como si una corriente eléctrica atravesara mi cuerpo, y de repente, sentí que deseaba besarla, acariciarla, tenerla entre mis brazos y amarla hasta el infinito, dándole el mayor de los placeres posibles. Y creo que ella lo notó al mirarme a los ojos para preguntarme cuanto me debía.

Al ver que se quedaba embobado mirando mi escote con aquella mirada de deseo, me sentí profundamente halagada, era la primera vez que un jovencito se fijaba en mí de aquella manera. Se puede decir, que aquel día aquella mirada lasciva, de aquel atractivo jovencito me levantó el ánimo, sobre todo porque desde que mi marido me había abandonado por su joven secretaría de 20 años, me sentía perdida y minusvalorada. Le miré a los ojos tratando de desviar su mirada de mi escote y le pregunté:

¿Cuánto te debo?.

Uno cincuenta. – Me contestó.

Abrió su bolso, sacó un monedero de él, rebuscó y me tendió las monedas. El nuevo roce de sus dedos sobre mi mano, me excitó un poco más. La imagen de esa hermosa mujer, desnuda, haciéndome el amor, se dibujó ante mi mente. En ese preciso instante supe que sería mía. No sabía cuando ni como, pero sería mía, aunque fuera sólo por una vez.

Abrí mi bolso, saqué el monedero, busqué las monedas y se las di.

Gracias, guapo.

Abrí la lata, mientras él seguía frente a mí, mirándome. Parecía que no podía quitar su mirada de mí, hasta que su padre (supongo que era su padre, porque se parecían mucho), le llamó.

Me dio las gracias con la más dulce de las voces y con cierta cara de fastidio porque su padre acababa de llamarlo.

Aquella situación me enterneció y no pude evitar imaginarme entre los brazos de aquel adolescente, mientras sus labios besaban los míos y su sexo me penetraba dulce y ansiosamente.

Le vi alejarse de mí con paso lento y cansado. Su culito redondo y joven me pareció tan perfecto y hermoso. Pero de repente, me dije a mi misma que no podía pensar aquellas cosas, yo era una mujer de 33 años y él sólo un adolescente de 17 ó 18 años. Así que terminé de beberme la coca-cola y salí del bar.

- Fermín – me llamó mi padre.

- Voy - le dije y dirigiéndome a la guapa mujer le dí las gracias.

Me dirigí hacía la barra y cuando me giré hacía ella, después de coger la bandeja que mi padre había dejado sobre la barra, la vi saliendo por la puerta. Su cuerpo perfecto se dibujó bajo aquel liviano vestido al tras luz del sol. Sus marcadas y redondas caderas, sus bien torneadas piernas, me llevaron al más hermoso éxtasis mental que se pueda sentir. Y la vi perderse, tras entrar en el portal de enfrente. ¿Cuándo volvería a verla? ¿Cuándo volverían a cruzarse nuestros ojos? ¿Cuándo podría sentirme dentro de ella, tenerla en mis brazos, amarla como nunca había amado a nadie? No sabía cuando ni como, pero sería mía, aunque fuera sólo una vez.

La primera caricia.

Salí al balcón por enésima vez para ver si el taxi ya había llegado. Hacía más de diez minutos que había llamado al servicio de taxis. Y entonces le vi. Allí estaba el guapo muchachito, ayudando a descargar al chico de las cervezas. Llevaba unos téjanos muy ajustados, y una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto sus bien musculados brazos. Su mirada se cruzó con la mía por un segundo y le sonreí, me devolvió la sonrisa y volviéndose hacía el camión de cervezas cogió una caja.

Me sonrió y le devolví la sonrisa. Estaba preciosa, con aquel vestido negro de tirantes y el pelo recogido en un moño. Hacía dos días que no la veía, así que verla me alegró el día. Mi sexo saltó en mis pantalones, recordando el sueño que había tenido la noche anterior, un sueño en el que ella había sido mía y nos habíamos amado hasta más allá de cualquier límite. Un sueño en el que sentí mi sexo erecto, apresado por su caliente y húmeda vagina. Era mejor que dejará de pensar aquello. Cogí una caja de cervezas y traté de concentrarme en mi trabajo.

Volví a entrar para ponerme los zapatos. Estaba en mi habitación cuando sonó el telefonillo del interfono. Fui hasta él y abrí, era el taxista que ya había llegado. Me abroché los zapatos y salí de casa. No tenía demasiadas ganas de salir, porque debía ir al juzgado a firmar los papeles de la separación, pero tenía que hacerlo. Cuando llegué a la calle, allí estaba él, con una caja de cervezas en el hombro, la piel sudada, sus ojos mirándome con deseo y aquella permanente sonrisa. Pero entonces, una moto pasó a toda velocidad junto a él, dándole un golpe que lo hizo caer al suelo. La caja de cervezas cayó sobre su brazo y oí como se quejaba.

La vi correr hacía mí, con cara preocupada, mientras el chico de las cervezas, me quitaba la caja de encima del brazo que me dolía bastante. Se agachó a mi lado, y con voz preocupada me preguntó:

¿Estás bien?

Justo en ese momento mis padres salían por la puerta del bar.

Si, estoy bien, tranquila, sólo me duele el brazo. – Le respondí, incorporándome y quedándome sentado sobre el suelo.

Me sonrió y tocándome el brazo comprobó como estaba.

Creo que te lo has roto. – Me dijo – Si quieres puedo llevarte al hospital, tengo un taxi ahí mismo esperándome.

No, no hace falta. – Dijo mi madre.

No me cuesta nada, de verdad. Anda vamos. – Repuso ella haciéndome levantar del suelo y llevándome hasta el taxi. Aquello me parecía un sueño. Porque ella, la mujer de mis sueños, me iba a llevar al hospital.

Subimos al taxi los tres, él, su madre y yo. Y le dijimos al taxista que nos llevara al hospital más cercano. Él iba sentado en medio, entre su madre y yo. Durante el trayecto no dejó de mirarme, sus ojos dibujaban el deseo en cada mirada y yo trataba de alejar aquellos pensamientos, aquellas imágenes de él haciéndome el amor sobre mi cama de matrimonio. Traté de no pensar en aquello, pero repentinamente, sentí la mano del muchacho sobre mi rodilla acariciándola suavemente, miré a su madre que miraba al frente y eso me alivió. Su caricia me excitó, le miré sonriendo y aparté su mano cuidadosamente.

Cuando mi mano acarició su rodilla, un torrente de sensaciones se agolparon en mi cuerpo, por un momento dejé de pensar en el brazo roto y me concentré en aquella piel caliente, suave y tierna. Fue como acariciar a una diosa, pero ella muy cuidadosamente y sonriéndome, me apartó la mano de su rodilla, parecía que le incomodaba, quizás porque mi madre estaba allí, quizás porque no me deseaba como yo a ella. No sé, pero la decepción me cubrió el corazón en aquel momento y el dolor del brazo volvió a mí.

Gracias a Dios, estabamos entrando en el hospital y el taxista paró justo enfrente de la entrada de urgencias. Salimos los tres del taxi y la hermosa mujer pagó, a pesar de que mi madre le insistía en que no hacía falta.

No es ninguna molestia. – Le dije a su madre, cuando me insistió en que pagaba ella el taxi, que bastante molestia había sido tomar prestado mi taxi, pero no le dejé pagar.

El chico parecía triste y apesadumbrado, sobre todo desde el instante en que aparté su mano de mi rodilla, pero, ¿qué podía hacer? Aunque su caricia fue muy cálida y agradable, e incluso me excito, no podía permitirlo. Su madre estaba allí, al otro lado del asiento de aquel taxi, ¿qué pensaría la pobre mujer, si veía que me dejaba acariciar la rodilla por su adolescente hijo?. Entramos en urgencias y tras pasar por la recepción para rellenar los papeles, nos sentamos en la sala de espera.

Mi madre se levantó para ir a por un café, estaba cansada de esperar. Ella seguía allí, sentada junto a mí. Era tan hermosa.

¿Cómo te llamas? – Me atreví a preguntar.

Isabel ¿y tú?.

Miguel. ¿Por qué has apartado mi mano antes, no te ha gustado? – Le consulté.

Claro que me ha gustado, pero estaba tu madre y.... – Se calló quizás por vergüenza y quizás porque en ese momento mi madre, desde la máquina y mientras esperaba que saliera el café, nos miró.

Su mano estaba posada junto a la mía, entre las dos sillas, tapadas por nuestros cuerpos. Acerqué mi dedo índice a la palma de su mano y se la acaricié muy suavemente, ella cerró los ojos al sentir la caricia, luego los abrió, me miró y me sonrió, cogiendo amorosamente mi dedo con su mano.

Aquella caricia me electrizó, me llenó de vida. Deseaba besarle, amarle, darle lo mejor de mí, pero era tan joven. Abrí los ojos, le miré, le sonreí y la alegría se dibujó en sus ojos, devolviéndome la sonrisa. Mi mano abandonó la suya y justo en ese momento le llamaron. Su madre se acercó casi corriendo a él y ambos me miraron.

Les espero aquí, no se preocupen por mí – dije.

Vi como ambos se alejaban de mí y entraban en la sala de curas. Mientras esperaba empecé a pensar en como sería sentir los besos de aquel adolescente sobre mi piel, sentir sus caricias, su joven e inexperto sexo dentro de mí. Mi sexo empezó a humedecerse, hasta que me dí cuenta de que estaba loca. No podía pensar en algo como aquello, no podía desear a un adolescente, si casi podría ser mi hijo, ¿qué locura se estaba apoderando de mí?.

Cuando mi brazo estuvo enyesado salimos de la sala de curas y nos dirigimos a la sala de espera. Isabel seguía allí, con la mirada perdida en el suelo. Me acerqué a ella:

Gracias. – Le dije.

Ella levantó la vista y me sonrió.

De nada. ¿Cómo estás?

Bien, no ha sido nada, una pequeña rotura en el cúbito.

Me alegro.

¿Quieres que te llevemos? – Le pregunté.

Me miró con cierta tristeza y me respondió:

No, gracias, tengo una cita en el juzgado a la que ya llego tarde.

Bueno, pues que te vaya bien, ya nos veremos. – Le dije esperanzado.

Sí, seguro. – Añadió ella.

 

Le vi alejarse de mí hacía la salida, con su madre cogida del brazo que tenía sano. Aquel "ya nos veremos" me dio esperanzas, porque sentía que necesitaba verle. Ya no sólo me parecía un adolescente que me miraba con deseo, en sus ojos había algo más. Algo que me atrapaba y me empujaba a desearle.

 

Agradecimiento.

Una semana después de aquel incidente mi madre me obligó a ir a visitarla. Me dijo que debía darle las gracias, por lo bien que se había portado aquel día, y porque desde entonces, cada día a primera hora de la mañana, pasaba por el bar para preguntar como estaba.

Mi madre había comprado un ramo de rosas rojas para regalárselo, averiguó su piso y me dijo:

Anda ve a darle las gracias a esa mujer, que se ha portado muy bien con nosotros.

Yo estaba nervioso, pero feliz, porque por fin, después de una semana, podría volver a verla y quien sabe, quizás besar sus labios y acariciar de nuevo su mano y su suave piel.

No esperaba a nadie aquella tarde, por eso me sorprendió que sonara el timbre. Pero fui a abrir. Miré por la mirilla, y entonces le vi. Miguel estaba allí, frente a la puerta de mi casa, con su brazo roto y un ramo de rosas rojas en la mano. Abrí apresuradamente la puerta y le sonreí.

Hola, pasa.

Hola. – Dijo él, ofreciéndome las rosas y entrando – Son para ti, para darte las gracias.

No tienes nada que agradecerme, lo hice encantada.

Cerré la puerta tras de mí y le hice pasar hasta el comedor.

¿Quieres tomar algo? – Le pregunté mientras él se sentaba en el sofá.

No. – Me respondió. Así que me senté a su lado.

Y entonces sus ojos se cruzaron con los míos y sentí un deseo irrefrenable de besarle.

Vi ese deseo en sus ojos y tímidamente acerqué mi boca a la suya, tenía miedo de que me rechazara, pero por un segundo, decidí jugármelo todo por aquel beso. Sus labios se unieron a los míos, sentí ese calor que sólo unos labios experimentados poseen, y crucé la puerta incursionando en su boca, lamiendo sus dientes, buscando su lengua y jugando con ella. Mis manos se deslizaron hasta su cintura y la atraje hacía mí.

Su beso me pilló un poco por sorpresa al principio, pero luego me dejé llevar. Le deseaba, y necesitaba sentirle. Mi corazón empezó a latir desbocado, al igual que él suyo. Podía sentirlo, pegado a mi pecho. Mis manos recorrieron sus hombros, mientras su mano sana acariciaba mi seno por encima de la fina camiseta que llevaba. Por un segundo, pensé que aquello no estaba bien, él era sólo un adolescente y además hasta sería virgen, pero al sentir su mano acariciando mi seno con suavidad, ese pensamiento desapareció y me dejé llevar. Sus labios descendieron por mi cuello, mientras su mano se adentraba por debajo de mi camiseta, acariciando mi piel.

Su piel era suave, y su cuello olía a aire fresco, aspiré su aroma, cerré los ojos y me dejé llevar por las sensaciones, deseaba a aquella mujer. Deseaba sentirla, tenerla entre mis brazos y hacerla gozar como nadie la había hecho gozar. Le quité la camiseta, y con cierta torpeza le desabroché el sujetador. Sus ojos deseosos me miraban, nuestros labios volvieron a unirse en un profundo beso y luego se separaron, besé su pecho desnudo. Era un busto pequeño, perfecto, suave y terso. Deseaba tanto perderme entre aquellos senos.

Dejé que su boca lamiera mis tetas, que erectas palpitaban de deseo. Mi sexo se humedeció al sentir su boca alrededor de mis pezones. Deseaba aquel muchacho más de lo que nunca había deseado a ningún hombre, deseaba sentirle dentro de mí, dejar que mi cuerpo se fundiera con el suyo en una unión perfecta. Su boca experta, a pesar de su juventud, me hizo gemir de placer, mientras mordisqueaba y lamía mis pechos.

Sus gemidos de placer me hicieron denotar que estaba disfrutando, así que seguí lamiendo aquellos dulces cántaros de miel que se mostraban majestuosos ante mí. Podía sentir la agitación de su respiración, el placer que le estaba proporcionando. Sus manos empezaron a desabrochar mi pantalón. No podía creer lo que me estaba pasando, aquella hermosa mujer, me deseaba tanto como yo a ella, no cabía duda.

Empecé a desabrocharle el pantalón. Deseaba tenerle dentro de mí, sentirle en mí. Nuestras bocas bailaban al son del deseo. Mi mano se deslizó dentro de su slip y saqué su miembro, erecto, excelso, perfecto. Él me abrazaba, me acariciaba, me besaba. Sus movimientos eran a veces torpes y otras apresurados. Sobé su sexo con suavidad, moviéndolo arriba y abajo. Miguel se estremeció, gimió; mientras sus mano apretaban mi seno desnudo y me arrancaban un gemido de placer. El fuego del deseo nos quemaba las entrañas a ambos.

Cuando sentí el calor de su mano alrededor de mi sexo, mi cuerpo se estremeció. Por fin, mi deseo se estaba haciendo realidad. Aquella hermosa mujer, aquella diosa del Olimpo, sería mía, sólo mía, aunque fuera sólo por un segundo. Deslicé mi mano hasta su sexo, lo palpé por encima de sus braguitas, después las aparté y rocé el mágico botón del deseo. Ella se agitó excitada, acercó su boca a mi cuello y me mordió salvajemente, luego lo chupeteó.

Sus dedos acariciando mi clítoris hicieron que mi sexo se deshiciera en mil humedades. Le deseaba. Necesitaba sentirle dentro. Sus dedos se deslizaron desde mi clítoris a mis labios vaginales, los acarició y luego hundió uno de sus dedos en mi agujero. Gemí, y me convulsiones, sentí otro dedo penetrando en mi y el deseo ardiendo entre mis piernas. Yo seguía masajeándo su sexo que saltaba en mi mano, crecía, se hinchaba y se excitaba. Me miró a los ojos y me dijo:

Te deseo tanto. – El fuego de la pasión brillaba en ellos.

Se puso de rodillas ante mí, yo me situé al borde del sillón con las piernas abiertas.

Le quité las bragas, las deslicé por sus piernas con lentitud. Su sexo húmedo y palpitante se asomó entre sus piernas. Me acerqué a ella, guié mi sexo hasta el suyo y muy suavemente lo empujé dentro de aquel cálido agujero. Sus piernas se cruzaron detrás de mi culo, al igual que sus brazos alrededor de mi cuello, se apretó contra mí y empezó a moverse sobre mi erecto falo. Era mía, mía por fin, sólo mía. Su cuerpo y el mío estaban unidos al fin en una fusión perfecta. También yo empecé a empujar hacía ella, sintiendo su húmeda y cálida vagina alrededor de mi sexo.

Le sentí dentro de mí, llenándome, y empecé a moverme sobre el instrumento. Nos besamos, mientras nuestros cuerpos bailaban al mismo compás, uno dentro del otro, dándose placer. Cerré los ojos y dejé que las sensaciones me colmaran. Su sexo se hinchaba dentro de mí, mientras sus manos apretaban mis nalgas y me empujaba hacía él en un constante frenesí. El placer supremo empezaba a surgir de mis entrañas, extendiéndose poco a poco por todo mi sexo, explotando al final en un enardecido orgasmo.

Noté las convulsiones de su vagina alrededor de mi sexo. Empecé a empujar hacía ella, cada vez con más rapidez, mientras oía sus gemidos en mi oído. Mi sexo estaba a punto de llegar al orgasmo. Embestí una y otra vez, sintiendo su vagina alrededor de mi sexo, sintiendo su humedad, su placer, y en pocos segundos el semen empezó a salir de mi pene, llenando su vagina, vaciándome en ella. Cuando dejé de convulsionarme, la miré a los ojos, nos besamos y le susurré:

Te amo.

Ella me respondió con más firmeza:

Te amo.

Y el amor se derramó entre nosotros.

Erotika (Karenc) del grupo de autores de TR.

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