LOS RELATOS FANTÁSTICOS DE LOS AUTORES DE TR. LA BIBLIOTECA
38. La verdad en el fuego por Solharis
Siendo muy joven y queriendo ya conocer todas las respuestas, el noble Veritios se consagró al estudio. No dejó que las diversiones de la juventud ni más tarde las ambiciones de la madurez le distrajeran de su empeño; tampoco se dejó tentar por la pereza y los placeres. Su familia estaba entre las más ilustres y nobles del culto y próspero reino de Divitia, tierra de sabios donde no era inusual que un individuo de alto linaje se interesara por el conocimiento y las artes; de hecho, cualquier noble que se preciara había de adquirir cierta cultura si no quería pasar por un patán.
De todas formas, la voluntad del joven iba más allá, porque quería ser un verdadero sabio, y todos le admiraban, tanto por su inteligencia como por su dedicación. Él quería saberlo todo, así de sencillo y nada menos, e iluminar a sus contemporáneos y descendientes. Los que no apreciaban el valor del conocimiento entenderían cuán equivocados estaban y le escucharían ávidos de comprender.
Como tenía los medios y el tiempo que sus riquezas le concedían, pudo adquirir gran número de libros que leer, y así conoció a Arqueum, sabio entre los sabios, que había disipado las nieblas de la ignorancia en un tiempo anterior en el que la búsqueda de la verdad había sido prohibida y los sabios huían de los ignorantes y supersticiosos que les perseguían. Eran tan profundas y tan escogidas sus palabras que el joven sintió algo que, para que puedan entenderlo los profanos que viven en la ignorancia, podría compararse a la devoción del enamorado hacia su amada; y esto sería quedarse corto, como saben los que aman a esa mujer casta y exigente que es la sabiduría.
Como no pudiera encontrar más libros ni mejores maestros en su reino, marchó a la ciudad estado de Cognitia, donde había sido construida una biblioteca aún más antigua en tiempos ya olvidados y que no tenía igual. El soberbio edificio tenía la planta de una estrella de ocho puntas, por los también ocho grandes discípulos de Arqueum, y se elevaba hasta setenta metros sobre los ignorantes que nunca podrían entrar en ella. Sus colosales muros eran de piedra regia y adusta, sin adornos, como corresponde al espíritu de los que no tienen tiempo para distracciones ni frivolidades en su búsqueda de conocimiento. Cada una de las ocho puntas acababa en un portal y sobre éste una inscripción con el sencillo y contundente lema: "la verdad está aquí".
Veritios la leyó y, sin dejarse llevar por el prematuro entusiasmo, siempre comedido y prudente, entró, y en su interior había tantas columnas y pasillos rodeados de misterio y tantos libros que leer, que ya no dudó de que la verdad realmente había de estar allí. Solamente era cuestión de tiempo, y de completa dedicación, encontrarla al fondo de una estantería.
Había hasta diez plantas en la biblioteca y no se podía acceder a la siguiente sin permiso. Nada más llegar al portal, un anciano de ojos severos y túnica gris le había salido al paso para plantearle un acertijo. No le ignoró sino que se detuvo a meditar en el problema hasta que, al cabo de unos minutos, le dio una respuesta que satisfizo al interrogador. Entonces el anciano le había sonreído y dejado pasar, pues quería probar su paciencia y su interés por resolver cualquier problema. De haberle ignorado, le hubiera despedido inmediatamente: nada podría aprender quien llegase con esa actitud.
A pruebas como esta fue sometido Veritios a lo largo los muchos años que viviera en la biblioteca, porque entre los sabios habían sido elegidos algunos como bibliotecarios y ellos eran los venerables vigilantes de la sabiduría, también llamados los Guardianes de la Memoria. Defendían con extremo celo no sólo que los libros no fueran dañados o robados, y hubiera sido más fácil robar a un rey su corona mientras la ostentaba, sino también que sólo los preparados pudieran leerlos. Así, Veritios halló libros escritos con extraños alfabetos ideados por los bibliotecarios. Entonces sólo podía armarse de paciencia y descifrar el rompecabezas. Muchos y enrevesados criptogramas hubo de resolver e incluso encontró libros hechizados con conjuros de locura y ceguera.
Pero él los leyó todos, sin despreciar una sola página: filosofía e historia, geografía y matemáticas, hechicería y alquimia... Como la vida fuera demasiado breve para leer todos aquellos libros, aprendió la ciencia mágica que puede alargar la vida y la utilizó a sabiendas de que es una ciencia peligrosa y siniestra y que la inmortalidad no fue hecha para el hombre.
Leyendo a todos los sabios comenzó a descubrir fallos en las ideas de su idolatrado Arqueum, y esto fue para él un desengaño amargo que no fue compensado por la alegría de la superación, porque ahora estaba más alto que su maestro y le faltaba poco para superar a todos los hombres.
Accedió a la décima planta y siguió leyendo. Lo hacía durante horas y a veces durante días. Las verrugas habían salpicado su rostro y su juventud había escapado pero él apenas se había apercibido de nada; ya no sentía su cuerpo y sólo dormía cuando era imprescindible y comía sin saborear, mientras leía algo ligero como la "Hermenéutica de los sabios de Atzabán" o "El arte del sofisma profundo" del sabio Armadnor. Dormía en los dormitorios de que disponía la biblioteca y no salía jamás al exterior. Tampoco debatía con los demás sabios, a los que creía muy por debajo de él, sino que prefería la soledad y el silencio.
Pero había una inquietud que evitaba con mucha más dificultad, y es que, a pesar de que era cada vez más sabio y profundo, por cada problema que resolvía aparecían otros problemas más complejos para reemplazarlo; y las preguntas más importantes e inquietantes continuaban ahí, sin respuesta. Seguía sin saber dónde estaba la felicidad de los hombres o el sentido del mundo. A veces sentía el desánimo y la duda y ésta fue su única lucha interior en su largo estudio.
Llegó el momento y cerró el último libro. No tenía todas las respuestas y esto le aturdió. ¿Cómo era posible? Preguntó a los venerables bibliotecarios y le dijeron que no quedaban más libros para él, que era el primero y único que leyera la biblioteca entera. No les escuchaba sino que se sentía furioso y extraño.
A partir de entonces su humor empeoró progresivamente y gustaba ahora de polemizar con los otros estudiosos, muy inferiores todos, y encontrar con facilidad errores en sus planteamientos. Era un goce ácido para él derrotarlos y humillarlos con su afilada y sarcástica lengua. Sufría la enfermedad del escepticismo, que aleja a un hombre del resto de la humanidad más incluso de lo que puedan hacerlo la peste o la lepra, porque esa separación es de mente y espíritu: el escéptico no puede entender ni ser entendido por los demás hombres.
Finalmente, en uno de sus arranques de ira, su carácter se había agriado como el de un lobo viejo y solitario, arrancó las páginas de un libro, y esto no pudieron perdonárselo los bibliotecarios. Le instaron a abandonar la biblioteca y a no regresar si no era para pedir perdón y someterse a un castigo por su acción. Prefirió dejarles y conservar su orgullo.
Y cuando estuvo en el exterior era de noche, y vio el cielo estrellado como no lo había hecho desde que entrara en el sagrado edificio del saber y no saliera en tantos años. Las estrellas estaban tan lejos de él como las respuestas. Quiso llorar pero ¿de qué serviría?, si no había dioses, ¿quién podría escucharle?
La noche era helada y vagó como un vagabundo y queriéndose abandonar a sus pensamientos, sin que se lo permitiera la brisa helada, hasta que así encontrara a unos viajeros que se calentaban alrededor de una hoguera. Le invitaron a sentarse con ellos y él no dijo nada, se acercó y disfrutó del calor en silencio. Se sentía desdichado y vacío pero el fuego le calentaba y le abrigaba con una sensación de comodidad que había olvidado. Las lenguas rojas que brotaban de la madera le hipnotizaban como las serpientes que se mueven en su cesto en los países de oriente, y él sólo podía mirar el fuego. Fue bajo ese hechizo que tuvo entonces su revelación y todos los misterios quedaron resueltos.
Cuando Veritios osó regresar a la gran biblioteca, los sabios le miraron primero con incredulidad y luego con respeto e incluso temor, porque había algo distinto en su mirada. Él, que había sido siempre discípulo y buscador de saberes nuevos, era ahora el maestro y venía armado con una verdad sólida e indiscutible.
Yo tengo todas las respuestas. ¡Escuchadme, necios, porque he sabido escuchar e Ignum me ha hablado! Él me ha dado el mensaje y el sentido que debo compartir con todos los hombres.
¿Y quién es ese Ignum, que no hemos oído hablar de él? preguntó un sabio.
Ignum es el principio y fin de todas las cosas. Él es el fuego que no se apaga y al que debemos obediencia. El fuego que crea y también destruye, que nos da vida y que puede arrebatárnosla. Arde en el Sol durante el día y en las estrellas en la noche.
Hablaba con una convicción que asustaba a algunos y hacía sonreír a otros.
Así pues, ¿adoras el fuego como hacen los salvajes que han hecho de la fuerza de los elementos y de la naturaleza sus dioses? opinó un anciano de despectiva sonrisa.
Ignum es la única y todos le adorareis o pereceréis en él, porque su poder está en su fuerza y no es como las palabras que se desvanecen.
Le creían loco pero él no perdió en absoluto los nervios sino que sacó de una estantería el libro "Principios de filosofía" de Arqueum, el libro que había adorado como ningún otro en su juventud, y encendió un fuego en él moviendo los dedos. Pronto la llama prendió en la antiquísima edición y fue tal la sorpresa que quedaron boquiabiertos, viendo como uno de sus tesoros perecía, antes de reaccionar.
¿Creerás ahora en la fuerza de Ignum? desafió al que antes se había sonreído de su dios. Antes de que pudiera reaccionar, Veritios cogió firmemente su muñeca y llevó su mano a las brasas a las que se había reducido el libro. El sabio aulló de dolor y Veritios rió.
El poder de Ignum se demuestra con los hechos y no con los argumentos. ¿Crees ahora?
¡Sí, creo! suplicó el sabio y Veritius retiró su mano.
Los sabios estaban tan escandalizados que aquellos pacíficos hombres amenazaron a Veritios con la muerte si regresaba.
Claro que he de volver. Es la sagrada misión que me ha sido encomendada. Dijo tranquilamente antes de dejarles de nuevo.
Y Veritios anduvo por las plazas y los mercados de la ciudad y allí encontró gente dispuesta a escucharle. La mayoría de los habitantes gustaba de debatir las ideas de los sabios en acalorados debates que carecían del rigor de aquellos pero no de su pasión. Sin embargo las palabras de Veritios eran nuevas para ellos. Llegaban al corazón y no a la cabeza. Hablaba de poder y obediencia y de respuestas y verdades sencillas y absolutas, sin matices. Encendía las pasiones de los mundanos y de los místicos, de los inteligentes y de los simples, y de los mansos y de los apasionados por igual, como sólo la convicción tan firme como absurda puede conseguir. Cuando regresó a la biblioteca, le seguía la muchedumbre fiera y temible, armada con azadas, cuchillos, garrotes y brutalidad. Los sabios salieron de la biblioteca para encontrarse con ellos. Eran hombres pacíficos que habían perdido el conocimiento de los conjuros ofensivos. Sólo los bibliotecarios podrían haberse enfrentado al poder de Veritios pero habían desaparecido misteriosamente.
Veritios se acercó confiado y sonriente por su victoria.
Sabed, vosotros que os hacéis llamar sabios, que no hay otra verdad que la de Ignum, el fuego eterno que crea y destruye. Vuestras falacias han confundido durante demasiado a los hombres y ha pasado el tiempo de las dudas.
No habló más sino que un grupo de fanáticos entró en la biblioteca y la incendió con sus antorchas. Viendo el humo escapar por los ventanucos del edificio, los sabios sintieron la desesperación. Muchos no se atrevían a elevar los ojos pero otros tenían más ánimo y apretaban los puños y se mordían los labios.
Mirad como vuestro mundo ha terminado. Ahora debéis elegir: someteos a Ignum o pereced con vuestros sofismas. Sentenció Veritios con voz terrible.
Muchos tuvieron miedo y pidieron clemencia. Otros se sentían tan decepcionados que ya nada les importaba y renegaron de sus ideas. Incluso hubo algunos, sobre todo entre los más jóvenes, que quedaron deslumbrados por Veritios y por ese poder nuevo que anunciaba y se unieron a él.
Sin embargo, la mayoría se mantuvo firme. Algunos se burlaron de ese dios y plantaron cara al impasible Veritios mientras que el resto prefería desafiarle con su silencio. No hubo compasión para ellos: fueron conducidos dentro de la biblioteca.
Una vez allí se creyeron en la antesala del mismísimo infierno. El fuego prendía en los antiquísimos manuscritos como en un mar de aceite. El saber de siglos ardía en minutos y las hojas de papel amarillento se retorcían como doloridas hasta quedar reducidas a cenizas mientras estanterías enteras se derrumbaban. El crepitar del fuego agobiaba sus oídos y el espantoso calor les hacía sudar, pero no tanto como el miedo y la desesperación. Perdieron toda la fe en ese momento y quisieron salir de allí pero las puertas habían sido atrancadas. Fueron cientos los sabios que murieron en las llamas y maldiciendo a los que esperaban fuera su muerte.
De este modo la gran biblioteca de Cognitia ardió en una noche y en un día, y los seguidores del nuevo dios erigieron sobre sus ruinas un templo y recogieron las brasas que quedaron del incendio para encender el fuego que ardería durante siglos en el gran altar de Ignum.
El resto sería largo de contar pero se reduce a lo mismo: los ejércitos de fanáticos conquistaron el reino de Divitia y también los países vecinos, y llegaron aun más lejos. Quemaban las bibliotecas a su paso y destruían los libros. Los sacerdotes suplantaron a los sabios y ya no hubo universidades y escuelas donde se hablara de sabiduría sino templos donde se hacían sacrificios y repetitivas oraciones; y así la ciencia se convirtió en dogma y la sabiduría en superstición.
Sin embargo, había algo que Veritios no sabía. Él, que creía conocer todos los secretos de la biblioteca, desconocía que existía en un sótano muy profundo, realmente una onceava planta secreta. Allí se habían refugiado los bibliotecarios y sobrevivido al incendio.
Era demasiado orgulloso. Pretendía saberlo todo y el sabio tiene que ser, ante todo, humilde. Sentenció el jefe de los bibliotecarios.
Habían discutido muchas veces acerca de si Veritios sería digno de descubrir la planta secreta y encontrar los libros más antiguos y venerados, conservados desde el principio de los tiempos, pero el sabio se había negado a darle permiso y el tiempo le había dado la razón.
Luego, dejando los valiosísimos libros protegidos en el mágico refugio, abandonaron en silencio Cognitia. Sobrevivirían a un mundo supersticioso y hostil, eran grandes hechiceros, y rescatarían los libros que conservan la sabiduría de los hombres, hasta el día en que la humanidad escarmentara y el arrebato del fanatismo pasara; entonces la sabiduría tendría de nuevo su lugar.
FIN
© Solaris - 2005.