El Engaño del Cadejo
La vieja Lencha paseaba dando saltitos fuera de la iglesia. Andaba mugrienta, chimuela, con aliento a podredumbre y con su cabello espinudo. Usaba harapos hediondos a orines y a alcohol como ropas. De sus ojos emanaba un líquido vidrioso, armado con sus penas y con el virus de la conjuntivitis. Era tristeza cristalizada, sufrimiento tieso por el aire del desprecio. Se reía sola, carcajeándose como gallina cacareando. Su locura era su única felicidad; una felicidad falsa; ¿euforia o calor de vieja? Era sin duda, la última defensa de su mente contra su miserable realidad. "Se volvió loca por ver al Cadejo", decían las vecinas pedantes e hipócritas del barrio al verla pasar.
Jóvenes por favor, ¡una ayudadita para esta pobre anciana! chilló hipócritamente la Lencha, junto a dos jóvenes que pasaron a su lado.
No tengo Doña Lencha respondió sinceramente uno de los muchachos, el que tenía barba de pelusa, el más noble de los dos.
¡Ya tenga! gritó enfadado el otro joven, soltando dos monedas de un peso sobre la huesuda mano de la loca ¡pero por favor, ya deje de chingar!
¡Dios se lo pague patojo! dijo la vieja Lencha, haciendo un ademán de que santiguaba al muchacho.
Los jóvenes se alejaron a paso apresurado de las afueras de la iglesia del pueblo, mientras la Lencha pegaba saltos de alegría por la limosna recibida, gritaba de felicidad con un timbre de voz escalofriante, de esos que sólo se oyen en las casas de locos.
¿Por qué le diste dinero a Doña Lencha? De seguro va a usar el dinero para comprar trago reclamó Miguel, el muchacho de la barba de pelusa.
¡Es una pobre vieja! ¿Qué importa que lo use para eso? ¿Qué diferencia podría hacer? ¡Más hecha mierda no puede estar! aclaró el otro joven, Fermín, el despreocupado, el ignorante, el pendenciero y el más mierda del dúo.
La señora no está bien de la cabeza, Fermín. No creo que el alcohol le ayude en su estado.
Tranquilo Miguel, de seguro le ayuda a olvidar todo lo que sea que la atormente.
Miguel no dudó que Fermín comprendía a la Lencha mejor que él, ya que el pasatiempo favorito del segundo era tratar de olvidar, ¿y qué mejor fórmula para olvidar que con el líquido que sirve para eso? La alegría artificial, el gozo de ricos y pobres, el bendito y maldito alcohol.
¿Quién no se va a volver loco luego de ver al Cadejo? se cuestionó Miguel, pensando en "voz alta", enfocado aún en la Lencha.
¿El Cadejo? ¡Por favor! Sácame de la duda ya sobre ese bicho... ¿Qué hace? ¿Qué come? ¿De dónde salió? preguntó Fermín con cara de incrédulo.
Miguel se dispuso a recitar la famosa historia que tantas veces le había contado su madre:
"El Cadejo solía ser un hombre de pestañas largas, como las hojas de la planta de opio. El hombre-adormidera, le decían. Estaba obsesionado con la monja Madre Elvira de San Francisco, quien era casi una santa, exceptuando por la vanidad de su cabello largo que siempre mantenía envuelto en una trenza gruesa. Un día el hombre-adormidera, desesperado, fue tras la Madre Elvira, a quien encontró en la iglesia acomodando las hostias. Al verla, en sus ojos de pestañas largas se prendió el fuego de la lujuria y le nació la pecaminosa determinación de tomar allí mismo a la monja. La mujer de Dios, horrorizada, luchó por soltarse de las garras sucias e impúdicas del pestañudo, quien la hacía alucinar con sus caricias, las cuales concentraba en las partes que más la hacían mujer. Lo que el perverso no sabía es que se estaba disputando a la monja contra el mismísimo Diablo, quien comenzó en ese mismo instante a tratar de arrastrar a Madre Elvira hacia el infierno, halándola de la trenza, ya que sólo se podía aferrar de ella desde la parte que estaba cubierta por el pecado de la vanidad. Con la ayuda de Dios, Madre Elvira logró zafarse momentáneamente de ambos monstruos. Corrió hacia su recinto y tomó unas tijeras de costura con las que se cortó la demoníaca trenza. Ésta, al caer al piso, comenzó a arrastrarse como una serpiente decapitada, que en un arranque de furia se lanzó al cuello del hombre-adormidera, quien perseguía a la monja. Aquel ataque de la trenza se fusionó con el pestañudo, transformándolo en la creación más horrenda de Lucifer: El Cadejo; el perro del infierno. Desde ese entonces, el perro maldito, se ha quedado en la tierra vagando por las noches, con sus ojos rojos y brillantes como brasas encendidas, siguiendo a los borrachos y a los trasnochadores en sus caminatas nocturnas. Contradictoriamente de lo que se pueda pensar, a los que elige los protege y cuida, pero siempre esas atenciones tienen un precio muy alto, porque la misión diabólica del Cadejo es ganar almas para su creador."
¡Vaya Miguel esa mierda da miedo! musitó Fermín, con la voz un tanto quebrada pero si me lo estás contando así, para que deje de beber junto con mi vida nocturna, estás perdiendo el tiempo, amigo.
El comentario provocó la risa de los muchachos, rompiendo el sagrado silencio de aquella tarde caliente y húmeda. Fermín, de pronto tragó saliva, tratando de empujar un bulto imaginario que tenía trabado en el pecho, sus ojos se tornaron llorosos y envolvió a su amigo con el brazo sobre el hombro y con la expresión inundada de sentimiento.
Miguel, amigo, tengo algo que contarte dijo Fermín, con un hilo de voz; Ligia ¡ACEPTÓ CASARSE CONMIGO!
La noche siguiente, Fermín se encontraba en la cantina celebrando su compromiso matrimonial. Es curioso como los humanos necesitan del trago para calmar sus excesos de tristeza, así como sus excesos de alegría. Miguel, como siempre, no lo acompañaba, ya que éste, estudiaba de noche. Él era el bueno, mientras que Fermín era el otro.
Los compañeros de bebida de Fermín, dejaron de cantar de preocupación, cuando éste, anunció que se retiraba. Su casa estaba a unas cuantas cuadras del bar, pero el pueblo por las noches se había tornado peligroso. A pesar de la insistencia de sus compañeros de encaminarlo, Fermín, aún lleno de plena felicidad artificial, necio como todos los borrachos, se dispuso a retirarse solo. Mientras se acercaba a la puerta abierta de salida, detrás de la nube de humo, producto de los fumadores del bar, tuvo la impresión de ver dos destellos de luz roja chispeante que parecían chencas de cigarrillo encendidas. Entrecerró los ojos para enfocar mejor lo que había tras la cortina de humo, para llevarse la sorpresa que fuera del bar, aparentemente, no había nada.
Con el mismo paso de un equilibrista sobre la cuerda floja, Fermín, comenzó a movilizarse hacia la calle derecha mientras cantaba una canción ininteligible. El corazón casi se le sale del pecho al notar unos ruidos de gruñidos caninos frente a él. Dos perros callejeros jugueteaban bruscamente en la orilla de la banqueta. Uno era grande, de color café, y arremetía contra otro más pequeño, de color blanco, que contestaba harto mostrando su frustración pelando los dientes y meneando ansiosamente la colita.
La borrachera de Fermín se congeló unos segundos, cuando la cómica escena de los chuchos jugueteando, se convirtió en un escape de aullidos de pánico. Los perros emprendieron una huída desesperada, chillando con la cola entre las patas, dejando un camino de orines como si hubieran divisado a la muerte. Fermín volteó de soslayo, y al no ver nada, decidió girar completamente, perdiendo el balance por un segundo. Estaba desesperado por encontrar la fuente de pavor que había espantado a los graciosos perros. Divisó una figura canina y oscura entre las sombras. Si aquello era un perro, sin duda era el más grande que Fermín había visto en su vida, pero los perros, por muy fieros que sean, no tienen ojos brillantes como colillas de cigarrillo encendidas, pensó Fermín. En las mandíbulas del canino se dibujó una pequeña y siniestra sonrisa llena de filosos colmillos.
El escéptico de Fermín, echándole la culpa al licor y a la historia de Miguel, se dispuso a caminar con paso ligero. Escuchaba un sonido similar a los cascos de un carnero, sonando al mismo ritmo de sus pasos, siguiéndolo. Cada vez que Fermín hacía una parada para verificar si el animal aún lo seguía, éste también se detenía, y se quedaba observando al borracho directamente a los ojos, esbozando al mismo tiempo la sonrisa macabra llena de colmillos. Se mantenía a una distancia prudencial que se iba acortando cada vez más y más. La desesperación y el miedo hicieron a un lado la borrachera de Fermín y lo impulsaron a correr con todas sus fuerzas. La vida se le iba en alejarse lo más posible de aquel horrendo perro que lo seguía. Al dar la vuelta en la esquina, Fermín manchó sus calzoncillos de excremento, al encontrarse al animal de ojos de colillas encendidas, esperándolo sentado del otro lado de la banqueta. La calle se llenó de absoluto silencio, ni siquiera se escuchaba el canto de un grillo, el único sonido que Fermín podía escuchar, era el de su corazón tamboreando de pavor.
Fermín, comenzó a correr como nunca había corrido, su cuerpo dio de sí como nunca se lo había imaginado. La inercia provocada por la velocidad con que corría, evitaba que la mierda en sus calzoncillos acariciara sus nalgas. ¡PUM! El pobre tropezó con una piedra que lo hizo chocar de bruces contra el piso y rodar un par de veces sobre la calle. Su vista se nubló momentáneamente por unos segundos, cuando la intensidad del dolor se disipó debido al recuerdo del miedo, pudo ver los ojos encendidos de su perseguidor a unos centímetros de su cara. El resollar intenso de aquel horrible animal expulsaba un olor a putrefacción, era el olor que tienen los cuerpos purulentos, mezclados con azufre, cuando se queman en el infierno. El olor, el shock y el estado de ánimo le produjeron somnolencia a Fermín, no supo distinguir el momento exacto en que cruzó la línea entre los sueños y la realidad. Pudo haber jurado que el espantoso animal se paró en dos patas como un oso, y comenzó a rodearlo dando pequeños pasos y brincos como si estuviera realizando una danza; una danza cadenciosa y espeluznante; una danza macabra.
Fermín, de pronto se encontró hundido en un pantano lodoso lleno de cabezas humanas con ojos sin pupilas. Las cabezas emitían llantos y gritos de horror y dolor, chillaban haciendo una sinfonía de sufrimiento. Pudo ver a la bestia, alimentándose de las pequeñas cabezas que gritaban desesperanzadas al ser destrozadas en sus fauces. El apetito del perro de ojos de fuego era insaciable, se aproximaba cada vez más a la cabeza de Fermín, quien se retorcía gritando, tratando de zafarse del lodo mugroso y rojizo del pantano. No pudo evitar que aquel lodo lo deslizara lentamente, llevando su cabeza a la ubicación en que las demás eran devoradas por la bestia, quien abrió la boca lista para propiciar una enorme mordida, pero en vez de eso, emitió un gutural y escalofriante rugido en el que disparó un enjambre de moscas rojizas, asquerosas y hediondas que le entraron a Fermín en la cara, la nariz y la boca. Pudo sentir el aleteo de los bichos en su lengua, ahogando su grito de horror, para luego darse cuenta que el espantoso escenario había desaparecido y ahora se encontraba tirado en un basurero, al lado de la puerta trasera de una fonda, con moscas normales en su boca. La vieja Lencha se encontraba sentada a la par de Fermín, pellizcándole las piernas, como si estuviera comprobando la calidad de un filete de res, previo a comprarlo en la carnicería.
Fermín, todo asustado, luego de sacudirse a la Lencha, se puso de pie con la peor cruda de toda su vida, acompañada de un doloroso palpitar en las sienes. Notó que sus ropas estaban hechas jirones, no tenía idea de cómo había llegado a aquel lugar. Luego de varios minutos, logró reunir los suficientes datos para orientarse de regreso a su casa, al llegar a ella, en la puerta vio a Miguel junto con Ligia, conversando con un par de sus compañeros que habían estado con él, en el bar, la noche anterior. Cuando Ligia lo vio, rompió en llantos de alegría y corrió a empaparlo con sus lágrimas en un abrazo. Lo besó en la boca y en ambas mejillas, como si tuviera siglos de no verlo. No le importó el olor asqueroso a basura y mierda que envolvía a Fermín.
¡Mi amor por Dios!, ¡qué bueno que estás bien!, ¡estaba muy preocupada!
Fermín se sintió muy querido, al notar que todas las personas que chismeaban por su paradero, minutos antes, lo rodearon con expresiones y muestras de afecto y cariño, pero sobre todo de duda y sorpresa. Como siempre, el buen Miguel procedió a narrarle el motivo de la gran preocupación que los acogía:
"¡Fermín, hermano, ayer hubo una tremenda balacera en las afueras del bar en el que estuviste! Todo se dio apenas unos minutos después de que te saliste del lugar. Cinco pandilleros trataron de asaltar a un par de tipos que estaban armados hasta los dientes. Corrieron disparándose en dirección hacia acá. No sé como te alejaste tan rápido del lugar, pero que bueno que estás bien, hermano. Ligia y yo temíamos de que te hubiera alcanzado alguna bala perdida o algo peor".
Fermín se contestó a sí mismo las preguntas que seguramente sus amigos se habían hecho. Alguien o algo, lo había desviado de la ruta de peligro y lo había arrastrado hacia la basura para esconderlo de los maleantes. Era lógico que sus ropas estuvieran hechas hilachas al haber estado dentro de una boca llena de colmillos, que tiró de él para arrastrarlo al basurero. No importaban los métodos poco ortodoxos que el misterioso ente había utilizado para protegerlo, pensó Fermín, ya que más valía estar golpeado, con la ropa destrozada y hediondo a basura y mierda, que haber muerto en una balacera.
Dos días de miedo paranoico pasaron por Fermín luego de aquella horrible experiencia. No fue a trabajar, no fue a ver a Ligia ni tampoco salió a beber. Se hacía ovillos en la cama por el miedo, cada vez que se recordaba de la historia de Miguel. El Cadejo sin duda lo había protegido, pero, ¿con qué le iba a cobrar después?
La ansiedad y la necesidad de alcohol, como siempre, vencieron todas las demás emociones de Fermín. Sabiendo que no había nada "consistente" que tomar en casa, se dirigió irremediablemente al bar. Como era de esperarse se picó y el elíxir del olvido comenzó a darle a Fermín la paz que no podía encontrar en otras cosas. Llegó la noche, pero aún así no se detuvo. Bebió, comió, cantó, se vomitó y se sumergió por completo en sus fantasías etílicas. Más tarde, todos sus conocidos ya se habían retirado. Los que lo acompañaron hasta la hora de cierre del bar no eran las personas con las que Fermín acostumbraba a salir. Se lo llevaron casi cargándolo a un callejón oscuro. Eran tres hombres que habían elegido a Fermín como su próxima víctima de robo. El borrachín ya no tenía mucho dinero luego de todo el guaro que había consumido, pero sin duda valían algo su reloj, sus cadenas, su anillo de graduación y sus zapatos. Cuando el acto delictivo comenzó, Fermín, con su último respiro de realidad, trató de evitar el hurto, a lo cual uno de los malhechores enfurecido, reaccionó dándole un tremendo puñetazo justo en la boca del estómago, que sacó de Fermín todo el aire con olor a licor. Enardecidos y excitados, los demás tipos comenzaron a patear en el piso, a diestra y siniestra, al inocente alcohólico.
Un olor putrefacto inundó de pronto el ambiente. El olor era tan insultante, que los malhechores se detuvieron extrañados por la proveniencia del fétido aroma. Un crujido de huesos, acompañado de un horrible alarido de dolor, rompió el suspenso cuando la boca del Cadejo trituró por detrás de la rodilla, la pierna del ladrón que le había propinado el primer golpe a Fermín. El monstruo haló del tipo como si éste fuera un muñeco de cartón con cabeza de plastilina. El movimiento certero y rápido del animal, provocó que el cráneo del malhechor se destrozara al chocar contra la pared de uno de los muros encalados del callejón. Fermín en posición fetal, adolorido pero conciente, sonrió malévolamente al reconocer los sonidos en el ambiente, con los que pudo imaginar lo que sucedió después: El Cadejo, dio alcance a los otros dos tipos, a los cuales descuartizó lentamente. Primero les quebró con sus mandíbulas los huesos de las extremidades, luego aplastó sus rostros y sus cabezas con sus poderosas patas y al final se dio un festín con sus entrañas.
***
Fermín se levantó feliz por la mañana, sabiendo que era viernes, se fue a trabajar lleno de ánimo. Al salir del trabajo se dirigió al bar sin ningún temor. Ahora era invencible y nadie podía tocarlo. Tenía un aliado infernal que cuidaba por sus huesos, mejor de lo que su ángel de la guarda había hecho por él en toda su vida. Salió borracho del bar a altas horas de la noche y encontró a su siniestro protector, el cual fijó su mirada, de ojos de brasas encendidas, intensamente en Fermín a manera de saludo.
¡Hola amigo! Creo que no te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí, ¿verdad? preguntó Fermín en tono burlón, mascullando las palabras.
El Cadejo sonrió malévolamente y se le insinuó corriendo hacia en medio de la calle. Se detuvo, volteando a ver hacia Fermín, luego dio otros tres pasos hacia delante y lo volteó a ver de nuevo con su mirada de fuego.
¿Quieres que te siga? Está bien, anda que yo te sigo prometió Fermín a la bestia infernal, quien pareció reírse levemente de complacencia.
El Cadejo se movía sin hacer ruido si así lo deseaba, todo lugar por donde pasaba se encontraba siempre desolado. Parecía tener la habilidad de detener el tiempo al momento de movilizarse. Su gracia animal parecía la de una hiena, con la fuerza y agresividad de un león, pero contaminada con la inteligencia humana, que tiene la capacidad de planear los peores actos de maldad.
El horror se apoderó de Fermín, al ver que el Cadejo lo conducía hasta la casa de Ligia.
¡Ni lo pienses! advirtió a la bestia, encolerizado, pensando que la deuda del Cadejo sería más difícil de pagar de lo que se hubiera podido imaginar.
Fuera de sus expectativas, el perro se posó a la par de la ventana de la sala. Hizo con el hocico una mueca para invitar a Fermín a acercarse y observar.
Lo que encontró Fermín, hizo que los vellos del cuerpo se le erizaran por la ira, tuvo una sensación similar a la que siente una víbora de cascabel cuando se le pisa. Vio a la rubia Ligia, desnuda, sudorosa y recostada con las piernas abiertas y tensas sobre la orilla del sofá. Un joven, de cuerpo delgado pero un tanto atlético, la follaba con fuerza aferrándose de sus muslos, jadeando. Los pechos desnudos de Ligia se bamboleaban al compás de las embestidas del tipo. Por lo gemidos que Ligia emitía, se podía deducir que le estaban dando la cogida de su vida. Por medio de alguna fuerza sobrenatural, Fermín pudo escuchar lo que decían:
Así mi amor, duro si, más duro . ¡DURO!
¿Así te coge el idiota de Fermín? ¿Qué crees que nos haría si nos encontrara follando como estamos?
¡Umm! ¡No pares Miguel ! ¡TE AMO!
El nombre que escuchó, fue la última confirmación que Fermín necesitó para saber de quien se trataba, aunque no era tan difícil de adivinar, luego de ver el rostro con barba de pelusa, o más bien, ¡BARBA DE MARICÓN!, que tenía el "judas" que estaba teniendo sexo con, ¡su novia!; ¡SU PROMETIDA!
¡Así que aquí viene a estudiar este maldito cabrón! se dijo Fermín a sí mismo, para luego escuchar un gruñido burlón de la bestia que yacía echada a su lado, observando complacida la reacción que su protegido había tenido ante la desdichada revelación.
Fermín extrañado, miró al demonio perruno, con la interrogante de lo que el monstruo esperaba de él. El Cadejo empezó a utilizar sus demoníacas patas delanteras para cavar un hoyo frente a su protegido. Grandes pedazos de tierra eran retirados por las diabólicas garras del perro de Luzbel. Algo brillante y plateado fue revelado debajo de la tierra, captando la atención de los ojos iracundos de Fermín. Era algo metálico, largo, plano y filoso. Se trataba de un puñal con un mango, aparentemente, hecho de huesos humanos.
¿Quieres que los mate? preguntó ofendido Fermín, mientras el perro le ofrecía el puñal, emitiendo gruñidos al empujarlo con el hocico. El borracho tomó el arma, la cual le produjo que las venas de su mano y de su brazo se hincharan con una fuerza electrizante. Volteó a ver de nuevo hacia dentro de la ventana, para ver a Miguel, jadeante de placer, dando las últimas embestidas de la deliciosa eyaculación que le provocaban las contracciones vaginales de Ligia.
¡PUES LO HARÉ! gritó Fermín volviendo la mirada al perro que había desaparecido. Volteó a ver hacia el interior de la casa, donde estaban Ligia y Miguel, y éstos, también se habían esfumado. Sólo el puñal había quedado en sus manos, sin la electricidad que lo había hecho vibrar anteriormente. Escuchó un sonido de que alguien se acercaba a la puerta, por lo que la incerteza y la confusión lo obligaron a salir corriendo de allí.
La noche siguiente, Fermín no podía dormir. En su cabeza vio cada poro de la piel de Ligia, profanado por las manos y el pene de Miguel. Sentía un ardor por dentro que le quemaba, era el ardor que producían dos ojos de colillas de cigarro encendidas. Tomó el puñal de su mesa de noche y se dirigió a la casa de Miguel. Minutos después encontró a su "supuesto" amigo, a la mitad del camino, en una calle solitaria. Un rictus de preocupación envolvía el rostro de Miguel.
Fermín, hermano ¿dónde has estado? Ligia me llamó para decirme que ha estado preocupada por ti.
¿Ligia te llamó eh? ¿Y no aprovechó para pedirte que fueras a la casa a follártela otra vez?
¿De qué estás hablando hermano? Ligia es tu prometida si esto es una broma, déjame decirte que no me parece nada graciosa.
¿Le das por el culo también? Anda cabrón, quita esa cara de imbécil y acepta que te has estado follando a mi novia ¡EN MIS NARICES!
Al gritar de esa forma, Fermín puso al descubierto el puñal que llevaba en su mano, lo cual provocó que Miguel sintiera un balde de agua fría en la espalda.
¡Por favor Fermín!, ¡no cometas una locura...!
Sin embargo, Fermín no amagó ni un segundo más. Le dio un abrazo de despedida a su amigo, al mismo tiempo que le enterró completa la hoja del puñal en el hígado. Sintió claramente la sangre tibia de su víctima deslizarse suavemente entre el mango de hueso y su mano. Miguel, con la mirada perdida, apretando tembloroso el hombro de Fermín, fue cayendo lentamente, hasta quedar de rodillas frente al protegido del Cadejo. Fermín, con las imágenes de lo que había visto en la sala de la casa de Ligia, revoloteando en su cabeza, lanzó un par de fulminantes puñaladas más, que hicieron mella en el pecho de su víctima, quien gritaba envuelto en llanto, no sólo por el dolor de ser asesinado a sangre fría, sino también por el dolor de ser ejecutado por un amigo al que quiso siempre como un hermano
Fermín se encontró ante la presencia del Cadejo, éste jadeaba como un perro normal cuando acaba de lamer la vulva de una perra en celo. Realmente se veía excitado y complacido por el infame asesinato que acababa de realizar su protegido.
¡Vamos por la que sigue! ordenó Fermín a su guardián, y con la misma parsimonia con la que se derrite un hielo dentro de un vaso de agua hirviendo, se dirigieron hacia la casa de la desventurada Ligia.
Al llegar a su destino, Fermín notó que el Cadejo se había esfumado. No encontró rastros del mismo por ninguna parte. Se asomó a la ventana y como una pesadilla recurrente, encontró una escena similar a la de la noche anterior. ¡Miguel se encontraba sobre Ligia, follándola salvajemente! Le lamía los pezones como si fuera un animal bebiendo agua, a lo cual, Ligia se retorcía placenteramente presa de un paroxismo salvaje. Las caderas de Miguel comenzaron a moverse con una rapidez sobrehumana. Con el pubis azotaba sin piedad las redondas nalgas de Ligia, quien parecía llorar de placer por estar teniendo sexo con algo que la penetraba como un taladro mecánico.
Fermín estaba horrorizado, observó de nuevo su mano empapada de la sangre coagulada del que se decía su amigo, sólo para asegurarse que sus ojos no lo engañaban. Una risa macabra y rugiente le sonó con eco en la cabeza, provenía de "Miguel", a quien de pronto las pestañas se le habían alargado tanto que se asemejaban a las hojas de la planta de opio, las cuales, procedieron a incendiarse, tornándole los ojos en brasas encendidas, luego el cuerpo se le ensanchó, los músculos se le acrecentaron y comenzó a brotarle pelo negro de la piel a mansalva hasta oscurecerlo por completo. Ligia permanecía con la cabeza inclinada hacia atrás gimiendo, y a la vez, expulsando espuma por la boca, con la mirada de sus ojos blanquecina, sin pupilas. Fermín ante aquella visión, emitió un grito de horror que se mezcló junto con el rugido diabólico de satisfacción del Cadejo.
***
Ya habían pasado 50 años, a la par de la iglesia del pueblo se sentaba a pedir limosna un viejo loco, llamado Fermín. La locura lo protegía del desprecio y el asco que todos los demás sentían por él. "Se volvió loco por haber visto al Cadejo y por haber asesinado a su mejor amigo y a su prometida", decían las vecinas pedantes e hipócritas del barrio al verlo.
FIN
Nota: La parte que explica el origen del Cadejo, es mi breve interpretación del capítulo "La Leyenda del Cadejo" del libro "Leyendas de Guatemala" (1930) escrito por El Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias (1899-1974).
Dedicado a mi mejor amigo y maestro "G.O.", por sus valiosísimos consejos.
Malefromguate.