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Hospital

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El hombre entró dando traspiés por la puerta de urgencias de aquel hospital. Tenía la cara blanca como la cera, los ojos extraviados, como mirando sin ver nada, y la frente brillante de sudor. Rozaba la cuarentena e iba correctamente vestido, con traje, zapatos caros y corbata, aunque esta última había sido aflojada en un vano intento de que no dificultase su jadeante respiración.

Alzó la mano derecha, tratando de pedir ayuda, e intentó decir algo, pero de su boca no salió más que un gemido ininteligible. Acto seguido se derrumbó pesadamente contra el suelo. Por sus labios resbalaba sangre, aunque en el resto de su cuerpo y ropa no se apreciaban heridas ni signos de violencia.

Un médico, dos enfermeras y un celador se precipitaron en su ayuda. Tendieron su cuerpo en una camilla e intentaron reanimarlo durante largos minutos...

La doctora Castro apoyaba su atractivo cuerpo de treinta y cinco años en un taburete alto, colocado al lado de la cafetera en la sala de descanso del personal. Por las mañanas esa sala solía estar bastante concurrida, pero por las tardes era un lugar tranquilo y solitario. Y ella necesitaba estar sola.

Su expresión mostraba signos de atontamiento, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Pero ¿acaso no lo había recibido? No en la cabeza desde luego, pero sí un golpe que no esperaba.

Apenas hacía tres horas que se había dado de bruces con la camilla en la que reposaba aquel cuerpo ya inerte. Su colega acababa de tirar la toalla en su infructuoso intento por salvarle la vida. No necesitó más que una mirada para reconocer aquellas facciones. Menos mal que su autocontrol le permitió, aunque a costa de un gran esfuerzo, contenerse. Por las ganas habría abrazado el cuerpo ya sin vida de Emilio y las lágrimas se habrían escapado sin control de sus ojos.

Pero no podía hacer eso, no debía. Entre sorbo y sorbo de café se preguntó si era para tanto, si en realidad aquella pérdida era tan dolorosa. A fin de cuentas hacía un año que medio compartían sus vidas. Sólo a medias, porque ella seguía casada con su colega de profesión. De ahí que no hubiese podido dar rienda suelta a sus emociones, ya que la situación se habría vuelto embarazosa. El instinto de seguridad y de no tener que inventarse explicaciones poco creíbles para su marido habían prevalecido sobre lo demás.

A medida que los minutos pasaban la sensación de vacío aumentaba dentro de ella. Lo cierto era que aquel abogado, al que había conocido de casualidad, se había convertido en la razón de su existencia. Junto con su trabajo. Pero no ya su matrimonio, que se había gastado en menos de cuatro años, condenado a no ser más que un contrato entre dos personas que se ven lo inevitable y comparten lo imprescindible. El trabajo hospitalario, con sus guardias, emergencias y horarios de locos, había ayudado a esta situación.

Tienes un aspecto horrible, Laura - sonó una voz a su lado.

Era Sonia, la enfermera con la que tenía más amistad, una chica de no más de veinticinco años, pero aplicada y competente como la más veterana.

Estoy algo cansada, he tenido bastante trabajo hoy - se apresuró a mentir, aunque lamentó no poder hablar con ella sinceramente y descargar todo lo que tenía dentro.

No te quejes, que a mí me queda toda la guardia por delante. En fin, me tomaré un buen café y al tajo. ¿Te sirvo uno? - añadió, señalando el vaso vacío que Laura tenía en la mano.

Sí, por favor - fue la mecánica respuesta de ella.

No prestaba atención a nada. En la mano derecha tenía un bolígrafo que hacía bailar con habilidad entre los dedos. Delante, en aquella especie de barra bar en miniatura, tenía un folio en blanco. No paraba de darle vueltas a la cabeza sobre lo que le acababa de pasar a Emilio. En cuanto Sonia se fuese, iría anotando todo lo que se le ocurriese y que pudiese tener relación.

Su café, doctora - dijo la enfermera, con su tono gracioso de siempre, mientras colocaba al lado del folio el humeante café.

Gracias. Espero que te sea leve el turno de tarde - respondió, intentando sonreír.

Eso espero - replicó Sonia, para después beberse de un largo trago su café y arrojar a la papelera el vaso de plástico-. Llevo mal lo de trabajar por las tardes - añadió mientras se estiraba el uniforme- pero qué le vamos a hacer.

Hazme un favor - dijo Laura, cuando Sonia ya se dirigía a la puerta-. Cuando veas al doctor Vegas dile que si sabe algo de lo que le pasó al hombre que se desplomó en la entrada venga a verme.

En recepción no se habla de otra cosa, del tipo que cayó redondo y murió sin que pudiesen hacer nada. ¿Fue Vegas quien lo atendió?

Sí, fue él - aclaró Laura sin apartar la vista de su folio y con un tono que daba por zanjada la conversación.

De acuerdo, se lo diré. Nos vemos - remató Sonia, desapareciendo por la puerta.

Laura se concentró de nuevo en su asunto. Sin pensar añadió dos terrones de azúcar a su café. Se disponía a escribir algo cuando una pequeña mancha blanca llamó su atención sobre el negro suelo. Era una tarjeta promocional de algún sitio. Pensó dejarla donde estaba, pero al cabo de un minuto se agachó a recogerla. Era la tarjeta de un restaurante, que alguien habría perdido. La colocó sobre la encimera y siguió con lo suyo.

Emilio gozaba de una estupenda salud. A sus treintinueve años practicaba deporte con cierta regularidad y su peso era ideal. Además no hacía ni diez días que ella misma le había realizado un chequeo completo, incluyendo analítica. Todo estaba más que correcto, sin el menor síntoma de alarma.

Además era absurdo. Habían pasado la noche juntos, aprovechando que su marido estaba de guardia, y no había notado la menor señal de que algo pudiese pasarle. Es más, él había estado de lo más activo, haciéndole el amor con ganas y varias veces. No pudo evitar sentir un intenso cosquilleo en el sexo y notar como sus pezones se endurecían, al acordarse de estas cosas. Cosas que, por desgracia, no volverían.

Anotó esto en la hoja de papel, descartando también un fallo cardiaco. Él tenía el corazón perfecto y, se diga lo que se diga, los infartos sí avisan, a veces con varios días de antelación. Estaba más que claro que el hombre que había dormido con ella, aquél que penetraba su sexo, a veces con delicadeza, a veces con modales más rudos, no tenía pinta de enfermo cardiaco.

Por lo que le habían dicho tampoco tenía heridas en el cuerpo, aunque este punto aún tenía que confirmarlo. Y lo más raro de todo: aquella efusión de sangre por la boca...

Todo esto le daba muy mala espina. Aunque Emilio era abogado y, ya se sabe, los abogados a veces andan metidos en asuntos turbios. Sonaba muy peliculero, pero no lo descartó. Aunque pensándolo bien, ella sabía muy poco de la vida de él. Después de un año no conocía más que las cosas más generales: su profesión, que era soltero, su edad... y otra cosa que nunca comentó con él. Sabía que no era la única. Al menos había otra mujer en estos últimos meses.

Pero tampoco podía reprochárselo. Ella estaba casada y nunca había escuchado la más mínima insinuación de lo que hacer con su vida y su marido. En eso y en otras cosas él era todo un caballero, no cabía duda. Aunque estaba claro que había otra mujer. Laura lo sabía muy bien porque él se comportaba con ella del mismo modo que ella lo hacía con su marido. Pequeños detalles que si no se sabe a lo que se está jugando pasan desapercibidos, pero que para ella eran muy evidentes. Por ejemplo nunca dejar el móvil al alcance del otro, anulaciones de citas de forma un tanto brusca, pretextando alguna urgencia, algún que otro viaje fuera de la ciudad. Vamos, lo mismo que ella llevaba haciendo durante doce meses.

Entre sorbo y sorbo de café reflexionó sobre si esto podría tener algo que ver con su repentina muerte, pero no vio nada claro. Daba por seguro que esa otra mujer sería alguien relacionada con su trabajo: una abogada joven, tal vez alguna fiscal (de las muchas que había ya en los tribunales). O incluso alguna clienta, ya que otra de las pocas cosas que sabía de él era que se ocupaba principalmente de derecho de familia, donde divorcios y separaciones están a la orden del día.

A estas alturas Laura ya había emborronado el folio casi por completo, pero sus ideas empezaban a acabarse. Justo en ese momento sonó la puerta. El doctor Vegas entraba con unos papeles en la mano.

Una enfermera me ha dicho que esto podría interesarte - dijo, agitando los papeles.

Gracias Miguel. Me gustaría darles un vistazo - respondió ella, dando la vuelta al folio y colocando encima un libro que tenía a mano.

He metido prisa a los de la autopsia, me daba miedo que lo que mató a ese tipo fuese algo contagioso - comentó, mientras se sentaba junto a ella en otra silla alta.

¿Y no lo es? - quiso saber ella, con expresión de creciente curiosidad.

No, no lo es. O al menos eso creo, a falta de algún análisis más. Además me temo que es algo que nos suena. ¿Un café?

Sí. Continúa, por favor - replicó ella, con cierta impaciencia.

Verás - continuó Miguel mientras servía los cafés- ese hombre tiene el aparato digestivo virtualmente disuelto. Estómago e intestinos hechos puré. ¿Te suena de algo?

No te estarás refiriendo a...

Exacto. A aquel extraño virus que aislamos en el laboratorio y que había provocado la muerte de aquel hombre que venía de un viaje por la India.

Depositó los dos cafés y siguió su discurso con calma:

Realmente es milagroso que en su estado pudiese llegar hasta el hospital. El anterior cayó como un trapo nada más bajar del avión y murió también casi en el acto. Cuando los de emergencias nos lo trajeron ya estaba cadáver, pero al menos pudimos aislar el virus. De todos modos no se han dado más casos ni en España ni en los países europeos que yo conozco.

Entonces, ¿cómo pudo contraerlo el hombre que murió esta mañana?

Pues por lo que sabemos ese virus no se contagia fácilmente, al menos no por el aire. En mi opinión - añadió, con tono ceremonioso- lo debió coger en un viaje por algún país remoto.

No, eso no es posible - respondió Laura con rapidez-. Es decir, es posible, pero supongamos que ese hombre no viajó a ningún lado - añadió, tratando de reparar su error-. Entonces ¿cómo podría haberse contagiado?

Pues no se me ocurre otra cosa que la de que se inoculase el virus él mismo, o bien...

Que alguien se lo inoculara - añadió Laura, lo que para ella era obvio.

Eso mismo. Aunque lo veo casi imposible. La única cepa del virus que hay en España y seguramente en Europa está en este hospital, en el laboratorio de epidemiología - comentó Miguel, con cierta incredulidad.

¿No se han mandado muestras a otros hospitales? - quiso saber ella, a fin de descartar posibilidades.

No, rotundamente no. Han venido doctores de otros sitios, pero no se han llevado muestras, sólo informes. Al no saber la toxicidad del virus en el Ministerio dieron órdenes claras de que no saliese de este laboratorio.

Estás muy informado de este tema - dejó caer ella, con cierta suspicacia en la voz.

Ya sabes que estoy publicando artículos sobre enfermedades raras. Me pareció un caso interesante. En realidad nunca había visto un virus que produjese ese efecto tan contundente - respondió él, sonriendo bajo sus gafas.

De acuerdo, echaré un vistazo a eso que me traes - dijo Laura, cogiendo los papeles y con su típico tono que invitaba a su interlocutor a irse despidiendo.

Espero que encuentres lo que sea que busques - respondió Miguel, poniéndose de pie y guiñando un ojo, gesto que a ella le pareció raro.

Se fue sin más. Ella bebió otro poco del café e hizo ademán de abrir aquel legajo, pero en realidad ya tenía casi todos los datos que necesitaba. A Emilio lo habían envenenado con un virus letal. Ni más ni menos. Se le erizaron los vellos de la nuca cuando pensó que tenía que haber sido alguien del hospital. Y que no podía haber sido casual. Nadie se tomaría la molestia de sacar una muestra del virus para dársela al primero que se encontrase y ver cual era el efecto.

Volvió a coger el folio y por la parte no escrita empezó a hacer anotaciones. Al laboratorio podría haber entrado cualquiera que trabajase en el hospital. Pero nadie sabía del peligroso juego que se traían Emilio y ella. Mejor dicho, ella no sabía que nadie lo supiese, pero visto el derrotero que habían tomado los acontecimientos se convenció con rapidez que alguien debería saberlo. Eran demasiadas casualidades.

El caso era saber quien. El primer nombre que acudió a su cabeza fue Miguel y así lo anotó en el folio. Habían sido compañeros de facultad y mantuvieron una breve relación nada más licenciarse. Tal vez de algún modo se enteró de aquello y por celos decidió actuar de ese modo tan expeditivo. Él tenía acceso al virus y sabía perfectamente cuales eran sus efectos. Pero no tenía sentido en el fondo. Por esa regla de tres debería haber sentido celos de su marido años antes. Y no había ocurrido nada.

No veía ningún nexo claro. Ni siquiera veía probable que Miguel supiese que ella tenía un lío con otro hombre y menos aún que ese hombre fuese Emilio.

La figura de su marido fue la siguiente en dibujarse en su cabeza. Y su nombre fue escrito en el folio: "Carlos". Desde luego que no le creía capaz de algo así, pero ya no sabía que pensar. Él podía haberse dado cuenta de que había otro hombre, lo mismo que ella sabía que no era la única por el otro lado. También podría haber indagado para llegar a saber de quien se trataba concretamente. Incluso, al trabajar en ese mismo hospital, no habría tenido problemas para sustraer una muestra del virus y luego inoculársela a Emilio de alguna manera. Sonaba a locura, pero también lo era el hecho de que un hombre, el que a ella más le interesaba, había muerto asesinado hacía unas pocas horas.

Siguió tomando café, pero no importaba, ya que aunque no lo tomase no iba a poder dormir en varias noches. La mente de Laura se negaba a admitir que su marido, Carlos, pudiese haber asesinado a Emilio. Pero bien podría haberlo hecho y podía tener motivos. Recordó que Carlos era experto en toxicología, pero evidentemente era mejor usar un virus raro que cualquier veneno por sofisticado que sea, ya que este último siempre acaba dejando rastros. Rastros que pueden acabar conduciendo al culpable.

Cada vez estaba más convencida de esta teoría. Hasta el punto de que en cuanto acabasen con los últimos análisis de la autopsia y llamasen a la policía (porque a Laura no le quedaba duda de que así sería), pensaba hablar con ellos y contares todo aquello. Desde luego no volvería a casa. La idea de estar bajo el mismo techo que un asesino no era agradable.

Respiró hondo y se llevó las manos a su dolorido cuello. Llevaba demasiado rato en aquella postura y había pensado demasiado. Trató de evadirse aunque sólo fueran unos minutos de todo aquello. De modo casual desvió la mirada hacia su derecha y vio la tarjeta que había recogido del suelo. La miró con más detenimiento: "Restaurante Imperium". Se puso un poco triste, ya que Emilio y ella habían ido a comer y a cenar allí bastantes veces.

De golpe se puso en guardia de nuevo. ¿Cómo había llegado hasta allí esa tarjeta? Desde luego que cuando ella entró no estaba, la habría visto destacar sobre el suelo negro. Apareció justo después de que Sonia se hubiese marchado, de eso estaba segura. También lo estaba de que cuando llegó Miguel la tarjeta ya estaba sobre la encimera, a su lado. Entonces se le debió haber caído a Sonia...

Sonia. Con rapidez anotó el nombre de ella en el folio y trató de pensar rápido. Ella desde luego podía tener acceso al laboratorio del hospital. Es más, sabía que había estado allí, ya que según le dijo estaba haciendo un trabajo titulado "Infecciones hospitalarias", para el cual era imprescindible charlar con gente del laboratorio y estudiar las instalaciones.

Pero eso tampoco aclaraba mucho más. Estaba al mismo nivel que cientos de personas del hospital. Giró la tarjeta y en una de las esquinas vio apuntado un número de teléfono. Eran unos números diminutos, apenas visibles, pero que coincidían con el número del nuevo móvil de Emilio. Laura lo sabía bien, ya que ella misma se lo había regalado hacía pocos días. Tampoco dejaban dudas aquellos números tan pequeños, escritos con un bolígrafo de punta finísima, como el que usaba él.

De un golpe todas las evidencias apuntaban a Sonia. Claro, ella era esa otra mujer con quien él llevaba meses viéndose. Anotó todas estas cosas en el folio. Cuando estaba acabando notó un fuerte ardor de estómago, que se iba intensificando a medida que pasaban los segundos.

Lentamente giró la cabeza y vio que en su mano izquierda aún tenía un vaso de café casi vacío. El ardor ya abarcaba también su vientre. Sus dedos se crisparon sobre el vaso de plástico. Pero el peligro no venía de aquel café, que le había servido Miguel, sino del anterior, que tan cortésmente le había ofrecido la propia Sonia. Notó un fortísimo pinchazo en el estómago, como si se lo hubiesen atravesado con una flecha, y trató de gritar, pero su garganta no respondió.

Encogida sobre la silla, llevó una de sus manos al estómago y aún por encima de la ropa notó que estaba ardiendo. Probó a gritar de nuevo, pero tampoco pudo emitir más que un ligero gemido de dolor. Su vista se nublaba por momentos, pero logró distinguir una figura que entraba y cerraba la puerta tras de si. Entonces escuchó lo siguiente:

Tienes un aspecto horrible, Laura.

Evidentemente era Sonia quien le hablaba, con un tono que asustaría hasta a la persona más serena. Laura quiso decirle algo, pero fue imposible.

Caramba, caramba - comentó en tono jovial, señalando el folio de Laura-, que lista es la doctora Castro, que veo que ya lo había descubierto todo. Que pena que no te vaya a servir de nada.

Laura era consciente aún de todo, aunque el dolor la atenazaba por completo. Podía sentir el sudor en su cara y el bamboleo de su silla alta. La vida se le escapaba a toda velocidad, sin que nada pudiese detenerla.

Sonia con un aplomo encomiable recogió la bolsa de la papelera, donde estaban los vasos vacíos, incluido aquél en el que había puesto una pizca de aquel virus tan efectivo. Echó en ella la hoja en la que Laura había escrito y la tarjeta con el número de Emilio.

Ya no me va a hacer falta, me temo.

En ese momento Laura cayó de la silla. Ya casi sin poder moverse y respirando con suma dificultad. Notó algo pastoso, amargo y caliente en la boca. Sabía muy bien lo que era.

No me guardes rencor - añadió Sonia cuando se marchaba-. La culpa fue de él. Le dije que o te dejaba o sino tendría que mataros a los dos. No me hizo caso y ya ves.

Fueron las últimas palabras que Laura pudo escuchar ... al menos en esta vida. Sus sentidos se fueron apagando hasta nublarse por completo.

En cuanto a Sonia daba la impresión de que no había hecho nada extraordinario, pese a haber matado a dos personas. El pasillo estaba desierto. Avanzó por él con naturalidad. Arrojó la bolsa por el conducto que ella sabía que llevaba directamente al triturador de basuras y, dando un rodeo, volvió con naturalidad a sus quehaceres cotidianos en el hospital.

A los dos minutos se cruzó con Miguel, que le dijo:

Ya hablé con la doctora Castro. Parecía algo preocupada, ¿sabes qué le pasa?

No tengo ni idea - respondió ella con total tranquilidad-, pero seguro que a estas horas ya se le habrá pasado, fuese lo que fuese.

Por cierto, cada día estás más guapa, Sonia. Un día de estos te invito a cenar, ya verás - añadió Miguel, medio en serio, medio en broma, pero sin apartar los ojos de la tentadora figura de ella.

Sería un placer, pero te advierto que soy más peligrosa de lo que aparento.

Pues me encantaría comprobarlo - concluyó él, con uno de sus característicos guiños de ojo.

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Mi instinto básico

Ella quería tener más

Fábula de la viuda negra

Por una buena causa

Seven years

El opositor

¿Tanto te apetece morir?

Satanas Death Show

Días de sangre y de swing

Voy a comprar cigarrillos y vuelvo

Invitación para el nuevo Ejercicio sobre CRÍMENES

Relatos Históricos: La copa de Dionisios

Relatos Históricos: Al-Andalus

Relatos Históricos: 1968

Relatos Históricos: Qué golfa era Carmela

Relatos Históricos: Franco ha muerto, viva el gay

Relatos Históricos: Campos de Cádiz

Relatos Históricos: El soldado

Relatos Históricos: El beso

Relatos Históricos: El primer vuelo

Relatos Históricos: 1929 en Wall Street

Relatos Históricos: En bandeja de plata

Relatos Históricos: Así asesiné al general Prim

Relatos Históricos: El primer gaucho

Relatos Históricos: Yo, el Rey

Relatos Históricos: La maja y el motín

Relatos Históricos: El niño del Kremlin

Relatos Históricos: Tenno Iga No Ran

Relatos Históricos: Las prisioneras de Argel

Relatos Históricos: Un truhán en las Indias

Relatos Históricos: Mar, mar, mar

Relatos Históricos: Un famoso frustrado

Relatos Históricos: Clementina

Relatos Históricos: El caballero don Bellido

Relatos Históricos: Cantabria indomable

Relatos Históricos: En manos del enemigo

Relatos Históricos: Nerón tal cual

Relatos Históricos: Alejandro en Persia

Relatos Históricos: El juicio de Friné

Relatos de Terror: Ojos violetas

Relatos de Terror: Silencio

Relatos de Terror: Nuria

Relatos de Terror: El bebé de Rosa María

Relatos de Terror: El nivel verde

Relatos de Terror: La puerta negra

Relatos de Terror: Aquella noche

Relatos de Terror: Sombras

Relatos de Terror: No juegues a la ouija

Relatos de Terror: Rojo y diabólico

Relatos de Terror: Lola no puede descansar en paz

Relatos de Terror: Aquel ruido

Relatos de Terror: Asesino

Relatos de Terror: Fotos en tu desván

Relatos de Terror: Estúpido hombre blanco

Relatos de Terror: Despertar

Relatos de Terror: Confesión

Relatos de Terror: No mires nunca atrás

Relatos de Terror: Viaje sin retorno

Relatos de Terror: La pesadilla

Relatos de Terror: La playa

Registro de tráfico ilegal - por Esther

Llámame si quieres - por Solharis

Una noche de invierno - por Dani

Clásico revisitado - por Desvestida

Trópico - por Trazada30

Por un puñado de euros - por Yuste

Lengua bífida - por Alesandra

Obediencia - por Némesis30

Hotmail - por Espir4l

Recuerdos - por Némesis30

Ese día estaba yo muy ansiosa - por Esther

Una noche de primavera - por Dani

La sopa - por Solharis

Diez minutos - por Sasha

Celos - por Scherezade

25 líneas dulcemente apasionadas - por Alesandra

Hay que compartir - por Espir4l

Trescientas palabras - por Trazada30

Mi obra de arte - por Lydia

Esa sonrisa divertida - por Trazada30

Ciber amante - por Scherezade

Una noche de otoño - por Dani

Despertar - por Espir4l

En el coche - por Locutus

La mujer de las pulseras - por Yuste

Los pequeños detalles - por Némesis30

Sola - por Scherezade

La oportunidad llega sola - por Elpintor2

Por el bien común - por Wasabi

La vida en un segundo - por Iván Sanluís

La ciclista - por Genio

16 añitos - por Locutus

45 segundos a euro - por Alesandra

Necesito una verga - por Esther

No soy tuya - por Donnar

Más que sustantivos - por Wasabi

Maldito alcohol - por Lachlainn

El preso - por Doro

De ocho a ocho y media - por Superjaime

Esperando - por Scherezade

Ladrón de coches - por Sociedad

Taxista nocturno,servicio especial - por ElPintor2

No me importa nada más - por Hera

Una noche de verano - por Dani

Vampirillos - por Desvestida

Siempre hay un hombro amigo - por Yuste

En mi interior - por Nemésis30

Almas - por Egraine

El tren de lavado - por Lydia

Despertar placentero - por Lince

Piel de manzana - por Sasha

Me fascina - por Erotika

Hace muchos años - por Trazada30

El dragón - por Lobo Nocturno

La fila - por Locutus

La cita - por Alesandra

Tardes eternas - por Ornella

La realidad supera la imaginación - por Genio

Instinto primario - por Espir4l

La sorpresa - por Solharis

38. La verdad en el fuego

Gönbölyuseg

Carta a un desconocido

Enfrentarse al pasado

Alejandría

La venganza de Aracne

Un relato inquietante

El libro maldito de Bartholomeus Nazarí

El apagón

El pasillo oscuro

Ejercicio 2 Las apariencias engañan - Va la novia

Naufragios: Libertad

Naufragios: Outdoor Training

Naufragios: Crucero de Empresa

Naufragios: Naufragio

Naufragios: Háblame del mar, marinero

Naufragios: Enemigos

Naufragios: La Invitación

Naufragios: El naufragio del Zamboanga