Yo las veía, y nadie me podía convencer de lo contrario. Yo
las veía. Nítidas, negras. Se movían, tenían forma humana, tenían cabeza,
cuerpo, brazos, manos... ¿Por qué nadie me creía? ¿Por qué mis padres no
quisieron creerme?
Recuerdo la primera vez. Hasta entonces sólo las había sentido en la oscuridad,
me rozaban, alguna vez creo que me golpearon, mientras yo dormía. Yo desperté
súbitamente. Fue por aquel entonces cuando dejé de dormir, cuando sufría insomne
el pánico. Por eso, en mitad de la madrugada gritaba y llamaba a mis padres.
Ellos lo quisieron solucionar, dejándome la puerta del dormitorio abierta. Pero
no sirvió de nada. Ellas continuaron acosándome. Al final mis padres accedieron
a mis suplicas para calmarme. Dormiría con la luz del pasillo encendida. Qué iba
a saber yo que aquello sólo serviría para abrirles la puerta definitivamente.
La primera noche con luz en el pasillo tampoco pude conciliar el sueño, pero
ellas no aparecieron. Ni siquiera la segunda, ni en toda esa semana las vi.
Pasados los días pude incluso dormir algunas horas, fruto de la tregua que me
estaban dando y del cansancio acumulado.
Pero sólo se estaban riendo de mí. Me estaban haciendo creer que la luz las
había espantado. Era mentira. Estaban allí.
La primera vez sólo vino una. Yo intentaba dormir, como siempre recostado de
medio lado, con la vista fija en la puerta de mi habitación. Y allí apareció. La
sombra estaba en el pasillo. Una sombra aséptica. Primero solo un cuerpo con una
cabeza que parecía no tener cabello. Redonda. La sombra estaba quieta, inmóvil
en el pasillo. Sentí de nuevo la taquicardia, las convulsiones cardiacas que
acostumbraba a sufrir en la oscuridad volvían a fustigarme. La sombra estaba
quieta pero acechante. Yo mudo, paralizado por el pánico. Ella alargó una mano,
la levantó en dirección a la puerta y grité, pude gritar, llamar a mi padre. No
tardó en llegar a mi habitación
- He visto una sombra papá, una sombra en el pasillo, junto en la puerta de mi
habitación.
Mi padre inspeccionó toda la casa. Ni rastro de ser viviente. Pero es que
aquello no era un ser viviente, estaba seguro. Intentó calmarme y al rato se
volvió a acostar. No volvió a aparecer pero yo no pude volver a dormir, ni esa,
ni las siguientes noches.
Cuando Ellas regresaron ya no lo hicieron en solitario. Volvieron en parejas, o
incluso en tríos algunos días. Mi miraban, yo lo notaba. Sé que no puedo ver sus
ojos, porque sólo son sombras, pero sé que me miraban y sé, ahora lo sé bien,
que hablan, que susurran entre ellas y se ríen, se ríen de mí.
Yo aguantaba el miedo, el terror, los temblores, las taquicardias, el dolor.
Pero ellas sabían que mi resistencia era limitada. A principio siempre igual.
Inmóviles, mirándome. Pero transcurrida buena parte de la noche iniciaban el
camino hacia mi cama. Aquello no lo podía aguantar, necesitaba ayuda, llamaba
otra vez a mi padre, en gritos agónicos y desesperados.
Y él no me creía, nunca me creyó.
- Así no podemos seguir, Sergio. Tienes ya ocho años, y no puedes creer en
fantasmas. Es imposible que haya alguien en casa. ¿No te das cuenta?
- No son personas papá, son sombras.
- Pero hijo, no digas tonterías, las sombras solo las causan los objetos o las
personas, no aparecen solas.
¿Y eso quién lo dice? ¿Acaso algún científico ha estudiado las sombras? ¿Acaso
se sabe de que están hechas las sombras? No, nadie lo sabía. Ni siquiera yo por
aquel entonces.
Ellas colapsaron mi vida. En el colegio llamaron a mis padres. No rendía, no
hablaba con nadie. Me llevaron al médico, al psiquiatra infantil, al psicólogo.
No tenían ni idea. Fobia a la oscuridad dicen que padecía, algo relativamente
normal a mi edad, sólo que lo mío se había agudizado. Qué sabrán ellos. No las
ven. Yo no tenía fobia a la oscuridad, tenía fobia a Ellas.
Sólo podía dormir los escasos días en que mi padre se iba de viaje y mi madre me
dejaba acostarme en su cama con ella. Allí no entraban. Allí estaba seguro.
Ellas no querían testigos de su presencia. Sólo me querían a mí.
Llegaron las vacaciones. Mis padres me llevaron de camping, junto con mis tíos y
mis primos. Decían que me vendría bien pasar un tiempo en el campo y estar con
otros niños aunque mis primos fueran más pequeños que yo, de 6 y 4 años.
Al principio claro que me vino bien. Ellas no estaban interesadas en mis primos
y como dormía con ellos en la misma tienda se guardaban mucho de aparecer por
allí. Pero yo intuía que sólo esperaban su oportunidad.
Y no tardaron en tenerla. Mis primos tenían sus propios miedos, infundados, no
como el mío. Eran niños y sobre todo Juan, el menor, la mayoría de las noches
lloraba para dormir en la tienda de sus padres. Al final acabó trasladándose
definitivamente con ellos. Nos quedamos solos mi primo Andrés y yo.
Andrés enfermó un día. Tuvo unos fuertes dolores de estómago. Estoy seguro que
ellas lo provocaron. Sus padres lo llevaron también a dormir en su tienda. Y me
dejaron solo. Nuevamente indefenso. Solo con Ellas.
No tardaron en llegar. Las vi perfectamente a través de la tela. La luminosidad
de la luna era suficiente para Ellas. Allí estaban, fuera de la tienda junto al
doble techo. Eran más grandes de lo normal. Al principio solo dos, pero una de
Ellas llegaba desde el suelo de un lado hasta dar la vuelta y casi tocar con sus
manos el otro extremo de la tienda. Otra en la puerta, como esperando a entrar.
Estaban ansiosas esa noche. Por primera vez pude escucharlas, como se reían,
como susurraban. Me metí dentro del saco para no verlas pero Ellas golpeaban las
paredes de mi refugio de campaña. Volví a sacar la cabeza y comprobé que ya no
eran dos, eran diez o veinte y rodeaban la tienda. Las sombras habían formado un
círculo. Venían a por mí.
Perdí el control, me puse a chillar como un poseso, a golpear las paredes de la
tienda. Ellas no se iban. Yo seguí gritando, estaba fuera de mí pero aun así
pude ver como llegó otra nueva sombra, se acercaba a la puerta, estaba abriendo
la cremallera. Aumenté la intensidad de mis llantos desesperados, pedí socorro y
me refugié inconscientemente el fondo de la tienda como inútil defensa.
La cremallera terminó de abrirse y apareció mi padre. Ellas desaparecieron de
inmediato. Esa vez no se enfureció. Debió verme en la cara la expresión del
terror sufrido.
Fue el final de las vacaciones. Mis padres decidieron adelantar la vuelta.
Querían que nuevos médicos estudiaran mi caso de inmediato.
No dio tiempo a consultar a los especialistas. La primera noche en casa pedí que
me dejaran dormir con ellos. Mi padre se negó. Estaba enfurecido, harto de lo
que él consideraba niñerías completamente injustificadas.
Esa noche llegaron temprano. Se acaban de acostar mis padres. Y allí estaban,
volvían en grupo. Al menos seis de Ellas se quedaron apostadas en torno a mi
puerta. Primero quietas y en silencio. Su siguiente paso fue iniciar el juego de
brazo y manos, agitándola, alargándolas hasta entrar en mi cuarto, anunciándome
que estaban listas para venir a por mí. Se fueron acercando, abandonando el
pasillo, para ir entrando en mi habitación donde desaparecerían y serían
incontrolables. Dos de Ellas insertaron la cabeza en la oscuridad de la
habitación, las otras reían cada vez más fuerte.
- Paapaaaaaaaaaaaaaa
No tuve más remedio, sabía que su enfado iba ser terrible pero lo prefería a
caer en las garras de las sombras. Sin embargo aquel grito fue mi perdición.
Mi padre, se levantó mucho más colérico de lo que yo podía prever. Llegó hasta
mi cama, me cogió del cuello y me zarandeó. Me gritaba pero yo apenas podía
entenderle. Mi madre le sujetó para que no me pegara.
- Se acabó. No voy a consentir más tu actitud. Si lo que quieres es llamar la
atención, lo has conseguido. Se acabó el dormir con la luz. Dormirás con la
puerta cerrada y a oscuras, como todos los niños de tu edad.
Apagó la luz de mi cuarto y cerró la puerta de golpe. Casi de inmediato empecé a
sudar, pero no de calor, era un sudor frío. Sólo había sentido algo así cuando
tuve la gripe y 40 de fiebre. El sudor me estaba empapando el pijama, tenía
ganas de vomitar, el pánico me absorbía, tiritaba de frío y miedo. Pensé en
encender la luz de la mesilla, pero estaba agarrotado, era incapaz de moverme,
mis manos y piernas no respondían.
Me tocaron la cabeza y pude todavía apartarme en un movimiento instintivamente.
El miedo impidió incluso que gritara. Pude por fin alargar la mano hacia la
lámpara, pero me sujetaron el brazo. Me cogieron el otro brazo, las piernas, me
oprimieron la cabeza y la agitaron de un lado a otro. Me estaban haciendo daño
mucho daño. El dolor era agudo en mi frente y en mis brazos. Me golpeaban el
estómago y el pecho. Grite y grité pero ya nadie me pudo escuchar.
El doctor que vino a mi casa a la mañana siguiente era un desconocido. No le
había visto hasta entonces. Me trasladaron a otro lugar, extraño y frió. Me
colocaron en una catre metálico y me practicaron una especie de operación.
Al terminar, mi padre lloraba desesperado.
- La culpa es mía, sólo mía doctor.
- No es suya, señor. Su hijo debía padecer alguna enfermedad congénita no
detectada. Es muy raro que un niño de esta edad fallezca de un infarto de
corazón. La autopsia ha confirmado que su hijo sufrió un ataque cardiaco agudo.
No fue un infarto. Los médicos siguen sin saber nada.
Al menos ahora mi padre sabrá la verdad. El no me creyó. Ahora verá que todo lo
que dije fue real, que mi miedo estaba justificado.
Ahora él verá las sombras. Verá mi sombra.
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Carta a un desconocido
Enfrentarse al pasado
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El libro maldito de Bartholomeus Nazarí
El apagón
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Ejercicio 2 Las apariencias engañan - Va la novia
Naufragios: Libertad
Naufragios: Outdoor Training
Naufragios: Crucero de Empresa
Naufragios: Naufragio
Naufragios: Háblame del mar, marinero
Naufragios: Enemigos
Naufragios: La Invitación
Naufragios: El naufragio del Zamboanga