El despacho de Thomas Williamson era pulcro y ordenado, luminoso y sencillo, sin más adornos que un cuadro de Kandinsky. Y no es que le interesara el arte abstracto, ni de ningún otro tipo, simplemente estaba ahí colocado y jamás le había dedicado alguna atención. Éste era el lugar que quería para hacer negocios, porque así era él en su trabajo: serio y metódico, que no escrupuloso, muy distinto al hombre que llevaba una caótica vida personal.
Con cuarenta y dos años, Thomas se consideraba joven por su atractivo físico, no importaba que se tiñera las incipientes canas, y por el hecho de que no hubiera una familia que le atase. Sí, había existido una señora Williamson, hacía mucho tiempo atrás. Pero ella no había entendido que un ocupado hombre de negocios no podía estar mucho tiempo con ella. Tampoco que necesitaba desahogarse... No la echaba de menos: con dinero podía conseguir las mujeres que quisiera y sin otra obligación que ser generoso con ellas.
Con su desenfrenada vida personal Thomas trataba de romper la monotonía del despacho, pero ese día le esperaba una cita fuera de lo corriente. Se trataba nada menos que de un tal Búho Silencioso... ¡Se había partido de risa mientras le contaba con detalle su secretaria cómo se había presentado el piel roja en la oficina! Tanta gracia le había hecho, que había aceptado citarse con el indio, de lo que ahora se arrepentía porque tenía mucho que hacer esa mañana.
Pero Búho silencioso acudió muy puntual.
Reprimió la risa al ver entrar a aquel indio y sus tres acompañantes, todos muy bien trajeados y con corbata (no les hubiera permitido entrar allí de otra forma), pero bien emplumados... ¡Menudos payasos! ¡Había que tener valor!, pensó Thomas, sintiendo cierta curiosidad porque nunca había visto a un indio. Llegó a sonreírse pero el tal Búho Silencioso le miró de una forma que le turbó. Los ojos de ese anciano de rostro apergaminado y solemne, con los cabellos trenzados más blancos que grises, eran de un verde descolorido poco frecuente. Los indios que le acompañaban eran más jóvenes y altos. Parecían guardarle un gran respeto y así, de pié y con los brazos cruzados, parecían postes totémicos. Búho Silencioso tomó asiento.
- Buenos días, señor Búho comenzó Thomas con su lengua sarcástica y afilada, deseando echarles enseguida de su despacho -. ¿Qué tiene usted que ofrecerme?
- Buenos días, señor Williamson. Seré claro: sé que usted vendería cualquier cosa y he venido a comprar.
- Todo se compra y se vende, amigo dijo Thomas, como si fuera una sentencia muy sabia -. Pero esto es una empresa constructora y si ustedes no tienen nada que construir...
- Señor Williamson, estoy aquí para comprar su alma.
La tremenda oferta dejó a Thomas sin habla. Hasta que reaccionó:
- Si esto es una broma, es de muy mal gusto. Abandonen mi despacho de inmediato.
- Yo no hablo en broma, señor Williamson. Es una oferta y traigo dinero. Y se dirigió a uno de los indios -. Puma Sigiloso.
El indio que se llamaba Puma Sigiloso puso un maletín sobre la enorme mesa en forma de c y dejó ante la vista de Thomas fajos y fajos de billetes.
- Veinte millones de dólares añadió Búho Silencioso antes de que Thomas hiciera la evidente pregunta. Mi pueblo tiene ingresos considerables gracias al casino.
Si había algo que impresionaba a Thomas era el dinero. Con dinero de por medio, aquello había dejado de ser una payasada para convertirse en un negocio más. Pero resultaba tan increíble...
- ¿Y qué contrato hay que firmar? preguntó con sarcasmo.
- Estos pactos no se escriben en papel ni se escriben con tinta.
Acto seguido, los indios cerraron las cortinas y el despacho quedó en semipenumbra. Thomas se sintió incómodo e intimidado por la mirada penetrante de Búho Silencioso: ¿es que aquellos ojos no parpadeaban nunca?
- ¿Acepta usted darnos su alma, con todas sus consecuencias?
Thomas dudó. No creía que existiera alma ninguna, ni un Dios, ni cualquiera de esas tonterías. Pero tardó un momento en responder con toda la sangre fría que pudo:
- Desde luego que acepto. Mi alma es suya, y los veinte millones de dólares que hay en ese maletín son míos.
El anciano asintió con la cabeza y comenzó un cántico gutural e ininteligible, sin dejar de mirarle un momento con los ojos fríos e impasibles.
- Los espíritus son testigos de que este hombre ha vendido su alma, por voluntad propia e irremediablemente dijo al acabar.
Por un momento, a Thomas le pareció que los ojos del indio eran más brillantes y que los rasgos de su cara se deformaban demoníacos, pero al abrir las cortinas, el Sol llenó el despacho y Thomas se sintió otra vez el amo en su sillón. Los cuatro indios se dispusieron a salir, dejando el maletín sobre la mesa.
- Ahora, a esperar a mi muerte, ¿no? preguntó Thomas, para no parecer intimidado lo más mínimo.
- Serás nuestro mucho antes, hombre blanco respondió el anciano indio, en un tono que disipó toda la prepotencia del empresario, antes de cerrar la puerta y desaparecer.
****
Al final, la entrevista con aquellos excéntricos no había sido tan inútil, pensó Thomas. Ya hacía rato que, atareado con una y otra llamada, había olvidado las siniestras palabras de Búho Silencioso y si creía que aquello había ocurrido realmente era porque en la mesa había un maletín con millones de dólares. ¡Pues no había sido mal negocio!
No tuvo tiempo de reflexionar en lo ocurrido; tampoco en los días siguientes. Su vida no experimentó cambios hasta esa noche.
No estaba solo en su apartamento. A ella la había comprado y ya había tenido tiempo de desabrocharle y bajarle los pantalones para chupársela. Le daba mucho placer que se la mamaran y se lo tragaran luego. Bien podía hacerlo con lo que le había costado... Pero entonces, por alguna razón, intuyó que era observado y se inquietó.
¡Qué ridículo! ¡Nadie podía entrar en la habitación de su apartamento! Olvidó aquello y trató de concentrarse en la boca que se la chupaba, pero la sensación volvió. No sabía por qué, pero tenía la certeza de que no estaban solos. Perdió el climax.
- Levántate dijo secamente -. Es mejor que te vayas.
La prostituta se levantó más que extrañada. Ningún cliente la despedía de esa forma.
- Como quieras dijo, encogiéndose de hombros y luego arreglándose la revuelta melena -, has pagado por adelantado. ¡Buenas noches!
Thomas se marchó a la cama, muy frustrado. Pero la sensación de no estar solo no le abandonó. Sintió tanta inquietud que se levantó después de un rato para atrancar la puerta. Luego consiguió dormir con mucho esfuerzo.
Se sintió muy ridículo por lo que había ocurrido esa noche. No le dio más vueltas y se puso manos a la obra en la oficina. Volvió a eso de las ocho de la tarde, cansado, y encontró a una vecina, no conocía su nombre, que siempre bajaba a esa hora a la calle para pasear un perrillo de color rojizo.
- ¡Muévete, Doggie! ¿Qué te pasa? ¿No quieres salir a pasear? le decía la impaciente mujer al perro.
Pero el perro se había quedado quieto en el sitio, mirando a Thomas con una atención que no le pareció normal en un perro. Es más, le pareció que le miraba con tristeza, con lástima, como si fuera inteligente. También Thomas se había quedado paralizado, y tardó en reaccionar.
Ya en el apartamento, se sintió furioso consigo mismo por aquellas estupideces. ¿Se estaba dejando sugestionar por la payasada del otro día con los indios?
Las noches que siguieron fueron muy intranquilas. Sin desearlo lo más mínimo, recordaba cosas en las que nunca quería pensar. Pensó en sus padres, a los que nunca había visitado, en la mujer que le había dejado... Resultaba doloroso y no podía controlarlo. Era como si alguien rebuscara en su mente.
- Por fin te has dado cuenta.
Oyó la voz con toda claridad, pero no con los oídos, sino con la mente.
- ¿Quién eres? dijo en voz alta.
- Soy Búho Silencioso, desde luego.
- ¡Maldito sea el jodido indio! dijo Thomas -. Esto empieza ser cosa de psiquiatras, y malditas las ganas que tenía de hablar con uno de esos sacadineros.
- Deja de decir necedades y no cierres tu mente. Sabes que antes o después te someterás.
- ¡Yo no me someteré a ningún producto de mi imaginación!
Thomas apagó la luz y se echó boca abajo sobre la cama, pensando en dormir. Oyó una suave letanía y notó que algo que trataba de entrar en su mente, muy hondo. Era una sensación muy extraña y al principio no se resistió, pero después sintió horror.
- ¡Calla de una vez! ¡Maldito seas tú y toda tu raza! ¡Dejadme en paz, puñeteros fantasmas! gritó, despertándose histérico.
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A partir de esa noche, la mente de Thomas se deterioró con rapidez.
Se sentía observado continuamente, no sólo desde fuera sino también desde dentro. Esta sensación de no poder ocultar ni siquiera los pensamientos era espantosa.
- Te vigilaré hasta que aceptes que no tienes alma ni voluntad propia, hombre blanco había dicho la voz.
Y tenía razón: era como si su mente se hubiera abierto por completo y no pudiera esconder nada. La voz lánguida de Búho Silencioso estaba ahí y le sorprendía en cualquier momento. La voz del indio chiflado, pensaba con desprecio pero también con temor.
Evitaba incluso tratar con los escasos animales con que tenía ocasión de encontrarse. Los perros ya no le miraban de la forma estúpida que a él le había parecido siempre, sino que intuía en ellos lástima, miedo y asco, como si fueran capaces de intuir lo que los humanos no podían percibir.
Frente a todo esto, Thomas se defendía con el sarcasmo y el escepticismo, pero no funcionaba: aquellas sensaciones eran muy reales. Finalmente pensó que estaba enfermo y necesitaba atención psiquiátrica. Era terrible pensarlo, pero la otra posibilidad era tan horrorosa, tan espantosa que no podía aceptarla...
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Se prometió que se concedería unas pequeñas vacaciones para despejarse. Pero sólo después de acabar de cerrar el trato con Edward Milles, representante de la Mega Markets S.A. Era un fabuloso contrato para la constructora de Thomas y él se jugaba mucho. Durante semanas, habían negociado las dos empresas, cenas y reuniones de negocios incluidas, y ahora Milles cerraría definitivamente el trato. Después Thomas podría descansar, con la confianza de un ascenso casi seguro a su regreso.
Como si ambos tuvieran prisa, Thomas y Milles acordaron en entrevistarse a primera hora de la mañana. Sólo quedaba firmar y empezar a construir diez hipermercados en diferentes estados del medio oeste de los Estados Unidos.
Milles era mayor que Thomas, tenía cincuenta y cinco años, y carecía de su atractivo y vitalidad. Era un individuo regordete y gris, antipático desde los brillantes zapatos hasta el bigotillo ceniciento bajo las enormes gafas. Sonreía, sin embargo, como buen empresario, con una sonrisa desagradable y forzada pero necesaria. Antes de firmar, Thomas le preguntó sobre su vida privada, como si le importara, y los dos hombres fingieron que había algún tipo de amistad entre ellos.
- Ese hombre es perverso.
Thomas volvió la cabeza, ante el asombro de Milles, al oír la voz del indio. ¡Maldición! ¡Era el peor momento para escucharle! Intentó concentrarse en la firma del contrato pero la voz continuó diciendo:
- No vas a firmar ese contrato, Thomas. Tú le odias y lo sabes.
Sí, le odiaba. Cierto es que Thomas se sentía superior a todos y les miraba por encima del hombro, pero es que no era desprecio sino odio. Quizá porque era el tipo de hombre en que se había convertido...
Thomas sintió algo dentro de él que sacaba todos estos pensamientos. Furioso, apretó los puños y cerró los ojos. Un sollozo largo y débil salió de su boca cerrada. El representante de MegaMercados estaba atónito.
- Disculpe, ¿le ocurre algo, señor Williamson?
¿Que si le ocurría? Su mente era un torbellino y no podía dejar de odiarle. Recordó a sus padres, que tanto se habían esforzado por darle una educación y a los que ya no visitaba. Hubiera querido dejarlo todo y volver con ellos. Luego pensó en Mary. Ella le había abandonado. Le había dejado solo y no había superado su perdida. No había querido a ninguna otra mujer: por eso había buscado tantas. Thomas sollozaba como un niño, con los labios apretados y las lágrimas escapando de sus ojos cerrados.
- ¿Se encuentra bien?
La furia le desbordó entonces. Echándose hacia delante sobre la mesa, agarró la cabeza de Milles con ambas manos y le mordió la oreja.
- ¡Ahhhgg! chilló su víctima mientras le clavaba sus dientes, pero cuando el despiadado Thomas le arrancó la oreja de un tirón, los chillidos se convirtieron en alaridos.
Alarmada, la secretaria entró en el despacho. Lo que encontró fue que el lado izquierdo de la cabeza de Milles estaba ensangrentado y le faltaba la oreja que ahora estaba en la boca de Thomas. Chillando, se cubrió la cara con las manos, corriéndose el carmín por la boca y las mejillas. Chilló todavía más cuando Thomas, después de haber masticado la oreja hasta convertirla en un trozo de carne amorfa, la escupió al suelo y mordió la otra oreja. Por mucho que se tapara la cara, la secretaria supo cuándo le arrancó la oreja derecha... Al abrir los ojos, vio una cabeza gorda y redonda, ensangrentada por ambos lados, agitándose como una pelota.
Ya no eran dos seres humanos. Milles chillaba y gemía como un animal torturado y Thomas tenía sangre desde las encías hasta la barbilla, pero quería más. Ahora le mordió las fofas mejillas, arrancándole pedazos de carne hasta dar con el hueso de la quijada. La desquiciada mujer no esperó para ver cómo Thomas le arrancaba los labios con los dientes y escapó, tropezándose en la huida.
Los dos vigilantes de la empresa tardaron un segundo en reaccionar cuando entraron en el despacho. Fue un segundo, pero es que en la Academia no les habían preparado para ver a una bestia humana comer a bocados la cara de un hombre. Los fornidos vigilantes se estremecieron de horror y olvidaron que el atacante era el hombre para el que trabajaban.
Fueron hasta Thomas y tiraron de él para separarlo de Milles. Tuvieron que emplearse a fondo para reducirle, pero después de ver la cara destrozada, a la que faltaba piel y carne por todas partes, sintieron horror. Golpearon a Thomas con furia, y como éste no se rendía, le agarraron por la cabeza y la estrellaron contra la cubierta de cristal de la mesa. El cristal se rompió y también la nariz de Thomas, que quedó inconsciente.
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Psicosis aguda y hostilidad paranoide: los psiquiatras no tuvieron dudas a la hora de considerar a Thomas un perturbado mental y salvarle de la pena capital.
Pero Thomas no les agradeció nada cuando se encontró encerrado en una habitación, con una camisa de fuerza y atiborrado de inútiles antipsicóticos. Ocupaba las horas en hablar consigo mismo. Ya no podía resistirse de ninguna forma a la voz
- ¿Por qué? preguntaba - ¿Por qué me has hecho esto?
Y una voz, que no era fruto de una psique perturbada, sino que le llegaba desde muy lejos, le respondió pacientemente, como si fuera un niño:
- Hace mucho tiempo, hombres como tú vinieron a esta tierra y corrompieron a mi gente. Éramos entonces gente sencilla, pero ellos nos enseñaron a comprar y vender y nos engañaron. Así lo perdimos todo, nuestras tierras y también nuestros valores y tradiciones.
>> Pero hemos aprendido a hacer negocios. Sabemos cómo piensa el hombre blanco y ahora somos nosotros quienes ganamos los tratos. Tú serás nuestro, como tantos otros que creyeron hacer el mismo negocio a nuestra costa.
Thomas pensó en estas palabras y lloró. Luego dejó de resistirse y hasta su propia alma dejó de pertenecerle...
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Rápidamente los jugadores hicieron sus apuestas. Colocaron las columnas de fichas sobre los cuadrados numerados y esperaron a que la bolita de la ruleta dejara de moverse.
- El veintitrés dijo con voz atona el crupier.
No demostraba ninguna emoción aquel hombre que se había enriquecido especulando con ferrocarriles, para acabar trabajando en un casino durante noventa años...
Tampoco tenían ninguna ilusión el resto de los que trabajaban allí. Sus miradas estaban vacías y cansadas, como si todos los días fueran lunes. En un rincón, Donald Trump barría el suelo con desgana pero sin pausa, y el ex presidente Bush se afanaba abrillantando una máquina tragaperras.
Y Thomas Williamson tenía la misma expresión impasible que todos ellos. No pensaba en nada mientras repartía las cartas para el black jack porqu: ya nada era suyo, ni siquiera su mente, que ahora pertenecía a Búho Gris. Trabajaría por siempre en aquel lugar. No había futuro y no quería seguir viviendo.
Pero hasta un estúpido hombre blanco sabe que un trato es un trato.