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La fiera sola

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La fiera sola

Dentro de su cueva negra, en las entrañas de la tierra, la fiera llora. No es una enorme bestia de alma repulsiva, pero su escamoso cuerpo produjo asco a cuantos la conocieron, y por ello decidió encerrarse para siempre tras un muro de piedra. Lo hizo porque no quería causar miedo a otros con su espantosa fealdad, y también porque su corazón sufría cuando la despreciaban. Más aún cuando fue ella misma la que decidió convertirse en monstruo, hace ya mucho tiempo, cuando alguien la amenazó de muerte si no lo hacía.

La luz del sol le ciega ahora. Sólo está cómoda al abrigo de la oscuridad, donde nadie puede verla, donde nadie la escucha…en su cueva maldita, donde la nada adquiere cuerpo y el dolor del abandono se expande por cada una de sus células como un cáncer ávido de lágrimas.

La fiera está enferma, necesita palabras de otro que no sea ella misma, está enferma de soledad.

Llora sin hacer ruido, temerosa de que la oigan, y en el fondo de su alma llora porque se han olvidado de ella.

Su alma intenta fusionarse con el granito que le rodea, tratando de convertirse en algo inanimado, duro, sin fisuras para el musgo y el liquen. Pero no se ha parado a pensar que lo que es duro, normalmente, se fragmenta con facilidad.

El llanto de la fiera es un canto contra el miedo, una confirmación de que está viva a pesar del tiempo y el fracaso. No encuentra sitio para esparcir sus propias cenizas. No tiene a nadie. Está completamente herida, herida de muerte, completamente sola. Sólo un lecho árido de sueños es testigo del paso de los días.

Sabe que la vida se abrió camino en ella, desde el principio, con dolor.

El canto es un antídoto contra la pena, pero el remedio para el dolor es sólo la muerte. Primero la muerte de la fealdad, luego la muerte de la luz y finalmente la muerte de la vida. Ya no recuerda si ese es el orden correcto de las cosas.

La fiera sabe que si se mueve la matarán, y que si se queda quieta morirá. Por eso llora. Por eso canta.

Opta por no comer, por no beber el agua que necesita, por no vivir. Sólo siente la pérdida porque no hacerlo está fuera del alcance de su voluntad. La fiera no podrá morir hasta que deje de sentir…

Cierto día, un caminante pasa por la entrada de la cueva donde está llorando la bestia. Queda extasiado escuchando y se pregunta de dónde procederá aquel cántico que a él le parece tan triste y a la vez tan puro, tan bello. Se sienta a escuchar y pasa el resto del día, y la noche que le sigue, escuchando la canción de aquellos sollozos que acarician su alma como gotas de diamante, como perlas. El caminante no recuerda haber escuchado jamás algo semejante.

El hombre regresa a su pueblo y avisa a sus seres queridos para que vayan a la cueva a escuchar el canto mágico. Él no sabe que se trata del llanto de una repugnante bestia, del lamento profundo de una alimaña carnívora que muere de hambre en su propia tumba.

Varias personas acuden a la montaña donde está escondido el monstruo. Se sientan frente a la roca y escuchan.

A pesar de que permanecen en silencio, la bestia percibe su presencia. La fiera sola, envuelta en bruma, enferma de ausencias, está tan débil que decide esperar. Cree que vienen a matarla. Y, aunque eso la aterra, siente alivio.

Pasan los días y las noches.

Ella—pues sabe que es hembra, aunque poco a poco ha ido perdiendo consciencia de sí misma—se pregunta por qué no derrumban su escondrijo de una maldita vez, porque no entran, por qué no la degüellan. Y mientras tanto sigue llorando en su silencio, llorando de miedo suplicando a dios que los hombres la maten por fin.

Uno de los que escuchan su llanto, un hombre joven y valiente, harto de esperar, decide internarse en la caverna oscura. Quiere saber de dónde procede el cántico más hermoso que ha oído en su vida, quiere saber cuál es la garganta, quien es el dueño de esa voz maravillosa.

Tras vagar por intrincadas galerías, pintando las paredes de tiza para no desorientarse, llega por fin al lecho de inmundicia donde la fiera descansa, casi muerta.

Ésta abre sus ojos y se da cuenta de que se le ha olvidado hablar.

El hombre se acerca con miedo, pues no esperaba ver un cuerpo tan deforme y tan repugnante. Pero sin embargo le dice a la fiera:

"Gracias. Tu voz es hermosa".

La explosión que tiene lugar dentro del monstruo solo es apreciable por una pequeña llamita que reluce en sus ojos. Las palabras del joven traspasan su alma como lanzas repletas de veneno y durante un segundo se siente conquistada, traicionada, llena de amor y llena de odio. No puede comprenderlo.

Y su corazón, tanto tiempo escondido de la luz y la palabra, no puede soportarlo. Estalla en mil pedazos dentro de su piel, reventándola por dentro.

Ante la atónita mirada del hombre, la fiera se desploma en el suelo con una sonrisa de felicidad. Por fin ha logrado descansar, una vez que se le ha partido el corazón.

A decir verdad el hombre no lamentará su pérdida, aunque al comprender que el monstruo ha muerto él llora, pues ha alcanzado su alma a través de la hermosa voz. Voz que, gracias al cielo, no volverá a hendir la roca desierta nunca, nunca más.

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