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Nimbo (5: El regreso del Señor G)

en Dominación

EL REGRESO DEL AMO

A los tres días después de mi primera dilatación, contando dos noches desde el fatídico momento que siguió a ese día, El Señor G regresó.

No estábamos avisados pero, conscientes de su temperamento impredecible, sabíamos que en cualquier instante podía aparecer así que nos encontró preparados. Hacia el atardecer del tercer día, de sopetón, cruzó el umbral con una sonrisa cansada y depositó una pequeña bolsa de viaje en el suelo.

--Tengo el culo cuadrado del viaje en tren—fueron las primeras palabras que dijo—Simut, prepárame un baño, por favor.

Me dí cuenta de que algo desentonaba en Él pero en un principio no supe qué era; seguía siendo el mismo de siempre, alto, guapo y de tez pálida, pero algo me despistaba... comprendí, sólo tras unos minutos de fijarme en Él, que era la primera vez que le veía con ropa “de verdad”, con ropa actual.

No he dicho nada en capítulos anteriores sobre la indumentaria del Amo... Obviando el hecho de que Zugaar era un mundo “aparte”, aislado de todo convencionalismo social, en el que cada uno vestía como quería—en caso de que fuera Dominante—o con el primer jirón que le daban—en el caso de los perros y perras callejeros-- y El Señor G en ese tema seguía su propia particularidad.

Todas las veces que yo le había visto en la fortaleza vestía de negro. Pero huía de la sencillez... no le importaba lo recargado. Entre sus preferencias destacaban el cuero y las cadenas. Solía llevar pantalones que se ajustaran a sus piernas y botas altas, provistas de múltiples hebillas que enganchaban tiras anchas de piel de lado a lado. De cintura para arriba siempre le había visto llevar también cuero, habitualmente con remaches de metal, cadenas de grosor variable o tiras de diferente amplitud que le cruzaban el abdomen y el torso, ajustando el tejido a su entramado muscular. Debajo de la prenda principal a veces se adivinaba una malla de red que iba sujeta a sus manos, prendida en algún anillo plateado que llevara. Le gustaba el rojo en las piedras, el negro en la ropa, y el brillo del acero o la plata en los detalles. Jamás le vi con algo dorado.

Sin embargo, aquella tarde en que regresó, iba vestido con una sencilla camiseta—negra, eso sí— unos pantalones vaqueros azul marino, y el pelo lacio castaño oscuro recogido en una coleta. Sólo conservaba las botas de piel, que pasaban desapercibidas debajo de las perneras, y que perfectamente cualquier persona podría llevar en la ciudad. Los vaqueros se veían rígidos, parecían nuevos... me pregunté desde hacía cuanto tiempo no se los ponía, si es que era la ropa que guardaba para mezclarse con el mundo fuera de La Fortaleza, o si los habría comprado especialmente para no destacar, donde quiera que hubiera ido.

Dejando su maleta en la entrada, marchó rumbo a Sus aposentos, lugar hacia donde Simut ya se había adelantado para prepararle el baño. El reloj de sol marcaba las seis de la tarde, iluminado por la débil luz anaranjada del crepúsculo de la isla, cuando nos llamó a todos—a los cuatro—para que nos reuniéramos con Él en su estudio.

Acompañada de mis hermanos en pruebas, con el temblor previo a verle que ya empezaba a aceptar como característica permanente antes de tener un encuentro directo con Él, me dirigí por los intrincados corredores hasta el lugar donde nos esperaba.

El Señor G parecía rejuvenecido después del baño; el cansancio había desaparecido parcialmente de su rostro aunque aún quedaba una leve huella, un rastro bajo sus ojos... Se había vestido con una sencilla túnica gris, dando prioridad a la comodidad, y nos sonreía desde detrás de la enorme mesa con patas como garras de león, sobre la que no hacía mucho había sido yo azotada varias veces. Quizá por vincular, dentro de mi mente, esa habitación al amor y al castigo, estar ahí me sobrecogía.

--Os he echado de menos...--pronunció con los ojos brillantes—Sentaos, por favor.

Apuntó con el mentón a las robustas sillas que se encontraban al otro lado del escritorio; había cuatro, una para cada uno de nosotros.

Se escuchó en la estancia un difuso murmullo de agradecimiento, y luego el discreto arrastrar de las sillas sobre las losas de piedra cuando Simut, Samiq, Niobe y yo nos acomodamos frente a Él.

--Samiq--El Señor G le miró y sonrió—ya me han informado de que has estado trabajando...

--Vaya, Amo—el aludido bajó los ojos—Las noticias vuelan...

La risa del Señor G, explosiva y desenfadada, resquebrajó un poco la tensión que, por lo menos a mí, me trababa.

--Así es—reconoció--y mucho más si tienes los contactos adecuados...

Miró a Simut, quien se encogió de hombros y rió a su vez.

--¿Por qué me mira, Amo?--preguntó.

--No sé, Simut, dímelo tú...

El humor del Señor G parecía excelente a pesar de su cansancio.

--Nimbo...--las tripas se me subieron la la boca cuando escuché que decía mi nombre—también me han informado de tus avances...-- me miró y sonrió levemente—He de hablar contigo.

A continuación me citó después de la cena en Sus aposentos personales, para mi estupor. Jamás había visto dónde pernoctaba Él, dónde dormía o pasaba noches de desvelo. Me encogí sobre mí misma y asentí, preguntándome por qué diablos querría ver allí a alguien tan vulgar como yo... me sentía como un agente contaminante para Sus habitaciones, una intrusa inoportuna, no sé si consigo hacerme entender. Samiq me miró de soslayo y me sonrió de forma alentadora; debía de citarme allí para algo bueno...

Por otra parte, recordé con horror mi lesión de hacía tres noches y maldije mi mala suerte. ¿Por qué tenía que citarme el Señor G en Sus aposentos privados precisamente aquel día? Si se daba el caso remoto de que quisiera usarme... por detrás... sería un desastre, se daría cuenta de cómo me encontraba, de en qué estado se encontraba mi piel... yo no quería que lo ocurrido trascendiera.

--Bien...--El Señor G sonrió satisfecho, dada por zanjada la cuestión, y se giró hacia Simut--¿cómo vas con las piezas?--le preguntó.

--Todo lo que me encomendó está hecho, Amo.

La sonrisa del Amo se amplió.

--Oh, eres estupendo... la próxima vez dile al gato que te ayude, enséñale cómo hacerlo... ¿quieres apuntarte a alguna clase?--le preguntó—hay dinero de sobra...

Yo escuchaba sin comprender demasiado bien a qué se referían. No entendía de qué hablaban cuando empleaban la palabra “piezas”, ¿piezas de qué? Poco después Simut me lo explicó, porque no pude remediar preguntárselo mientras cenábamos los cuatro juntos, sin El Amo. En cuanto a lo de las clases, sabía que en Zugaar se impartía formación—de cara a esclavos mayoritariamente, aunque también había seminarios para Dominantes—sobre multitud de disciplinas o temas que cualquiera podía necesitar: música, cocina, gimnasia, estética, sexualidad, literatura, historia... Nunca había asistido yo a ninguna de estas clases, pero sí había llegado a mis oídos que algunas eran gratuitas—la mayoría no lo eran-- y que eran impartidas por Dominantes tanto como por esclavos de nivel avanzado.

Simut bajó los ojos y enrojeció levemente.

--Verá, Amo... no se lo pediría si realmente no lo necesitara—musitó--pero echo mucho de menos el arpa...

--Oh, desde luego—repuso éste--¿Te gustaría volver a tomar clases? Me imagino que conservas el instrumento...

--Claro, Amo—asintió Simut—en perfecto estado... y sí, si no fuera molestia, me gustaría volver a las clases...

El Señor G sonrió con un destello de comprensión en los ojos.

--No es ninguna molestia, Simut, al revés; disculpa mi mala memoria, pero ando a tantas cosas últimamente que me había olvidado de tu amor por el arpa... has hecho bien en decírmelo, porque si no, no hubiera recordado que necesitabas volver. Haz una cosa—le conminó—sepárame esta noche o mañana las piezas que has hecho, ordenadas por metales, tráemelas para que les dé el visto bueno y te daré el dinero para pagar las lecciones. ¿Alguien más está interesado en formarse de cara al otoño?

Hizo un barrido general, resbalando la vista sobre cada uno de nosotros.

--Hay dinero de sobra—nos alentó, al ver que ninguno decía nada—Si alguien necesita algo o quiere formarse, que lo piense y me lo diga, no muerdo... al menos para esto prometo no morder—añadió con un guiño.

No pude evitar sonreír para mis adentros. Imaginé Sus dientes clavados en mi piel y comprendí que para mí no habría mayor delicia... excepto un beso Suyo, algo con lo que no podía ni debía siquiera soñar. Mi mente se ponía en movimiento sola, no podía frenarla, e imaginé a la contra lo agradable que resultaría besar Su piel, suave y pálida como el mármol.

El Señor G preguntó un par de cosas más; se preocupó por el estado de las perforaciones de Samiq, examinó su pequeña herida que ya comenzaba a curarse, hizo referencia a algún asunto más de índole común y nos comentó que tenía cosas que hacer en su estudio y que cenaría allí. Simut, como brazo derecho Suyo que empezaba a entender que era, asintió y Le preguntó si deseaba algo en particular para cenar, a fin de llevárselo.

Solucionadas estas cuestiones abandonamos el estudio del Amo G, yo aún con las mejillas arreboladas y la cabeza dando vueltas.

--Me ha citado en Sus aposentos...--dije a Samiq en voz baja cuando éste pasaba a mi lado rumbo a la sala de esclavos.

Simut y Niobe se dirigieron a la cocina, separándose nuestros caminos, y me quedé a solas con el Plata.

Samiq me sonrió y me apretó el brazo.

--Eso es genial, Nimbo—respondió--qué suerte tienes, hermana...

--Pero,¿qué me va a hacer?--como persona burda que yo era, la pregunta que me quemaba en los labios salió sin aditivos.

Samiq se echó a reír.

--Pues... el amor, probablemente...

Mis ojos se abrieron como platos, jamás hubiera esperado esa respuesta.

--¿El amor?--repliqué incrédula, tratando de procesar aquello en mi mente.

Mi hermano miró al techo y soltó una franca carcajada

—Bueno, es la manera “romántica” de decir que querrá usarte... y no es tan diferente si lo piensas, para mí al menos no...

Sonrió de manera enigmática y se adelantó unos pasos para asir, con un suave movimiento felino, el pomo de la puerta. La mantuvo abierta y me flanqueó la entrada a la sala de descanso.

“Oh, no...dios...usarme hoy no” imploré al dios en que hacía mucho tiempo que no creía.

--Ve tranquila—murmuró mi hermano, cerrando la puerta a mis espaldas—El Amo es bastante sádico, pero no está loco... aunque a simple vista pueda parecerlo, ahora que no nos oye...

Durante las horas que siguieron no fui capaz de tranquilizarme. Simut y Niobe trajeron la cena y apenas pude probar bocado, aunque la ensalada de verduras—me di cuenta de que, quizá por deseo del Amo, nuestra dieta y la de Él era exclusivamente vegetariana—tenía una pinta estupenda y olía maravillosamente.

Después de cenar, cardíaca, me dirigí a las habitaciones del Amo según lo acordado. Tuve que pedirle a Simut que me acompañara, porque por supuesto no tenía ni idea de cómo llegar.

A medida que había ido avanzando el día, la quemazón que sentía en el ano se había ido exacerbando; sentía esa parte de mi anatomía sobrecargada, inflamada y pulsante, tan dolorida que ni siquiera pensando en lo que me aguardaba conseguí olvidarme de lo acontecido hacía tres noches. Huelga decir que me he ido refiriendo a algo que aún no les he contado... pero si les interesa saberlo, se lo contaré probablemente en el capítulo siguiente... porque aunque fue un malísimo trago, no tiene sentido que lo esquive más.

Simut me dejó temblando ante las temidas dobles puertas de entrada; murmuró una frase de ánimo y se alejó por el pasillo. Antes de desaparecer doblando un recodo, se giró hacia mí y me lanzó una sonrisa alentadora. Le devolví la sonrisa, aunque sin tenerlas todas conmigo, y cuando le perdí de vista me giré hacia las puertas, respiré hondo y traté de tranquilizarme. Sentía el tambor de mi corazón dentro de la cabeza, desbocado contra mis sienes. Pensé que si seguía así, en ese estado de nervios imposible de controlar, no sería capaz de articular palabra cuando El Amo G me preguntara algo. La sola perspectiva de que Él iba a hablarme, la certeza de que se encontraba al otro lado de aquella puerta, bastaron para marearme.

Cerré los ojos con fuerza, reprimí un jadeo de angustia y me obligué a mí misma a llamar con los nudillos a la puerta. Tuve que llamar dos veces, porque la primera casi no hice ruido sobre la superficie de madera y nadie me respondió.

--Adelante--escuché nítidamente la voz del Amo G desde dentro de la habitación, la segunda vez que llamé.

Casi me meé de miedo, tengo que reconocerlo.

La gran puerta cedió con un chasquido cuando la empujé, y sin atreverme a levantar la mirada del suelo penetré en la habitación en sombras. A día de hoy no sé de dónde saqué las fuerzas para dar aquellos pasos que me conducirían al patíbulo.

--Pasa, Nimbo—la voz del Amo G procedía de un rincón oscuro, a varios pasos de mí. Comprendí que la habitación, de la que lo único que podía ver era una mullida alfombra carmesí bajo mis pies, debía de ser grande—No te quedes en la puerta...

Avancé unos pasos temblorosos y me detuve cerca del rincón de donde procedía la voz. Junté los pies, enlacé las manos a la espalda y agaché la cabeza en la posición que había visto adoptar a mis hermanos cuando aguardaban órdenes.

--Acércate más, pequeña...

Un paso más, dos, tres. Volví a detenerme de nuevo. El corazón amenazaba con salírseme por la boca.

--¿Aquí está bien, Señor G?--musité.

No me respondió. Escuché un ruido de ropa cayendo suavemente y justo después el arrastrar sibilante de un mueble sobre la alfombra. Me di cuenta de que probablemente estaba retirando una silla para levantarse. El sonido acolchado de unas pisadas me confirmaron aquella sospecha.

Anulé lo que el cuerpo me pedía, presa del terror: apartar la cabeza para no ver cómo se acercaba. Haberlo hecho sería un gesto horrible de descortesía. De manera que me obligué a mantenerme en mi sitio, sin girarme ni un centímetro, y a la temblorosa luz de las velas distinguí Sus botas avanzando hacia donde yo estaba, deteniéndose justo frente a mí.

--Hola Nimbo, buenas noches.

Pensé que se me paraba el corazón.

--Buenas noches, Señor G—conseguí articular.

--Llámame Amo—dijo en voz baja, al tiempo que acariciaba mi mejilla con extrema suavidad.

A continuación le sentí moverse a mi alrededor, dando vueltas en torno a mí, examinándome y quemándome con sus ojos, clavándomelos como si fuera capaz de ver a través de la ropa y por debajo de la piel. Se situó detrás de mí y colocó la palma de su mano sobre mi pecho que subía y bajaba. Mantuvo ahí su mano sin hacer presión, sólo sintiéndome.

--Estás muy nerviosa, pequeña...--me dijo al oído.

Sentí el aleteo de sus labios en mi cuello y cómo sepultaba su nariz en la curva de mi hombro. Aspiró de forma prolongada como un depredador huele una presa antes de comérsela. Me dio la sensación, no supe por qué, de que iba a morderme... pero no lo hizo. En lugar de eso se apartó de mi piel y lentamente se inclinó de nuevo hasta mi oído.

--¿Qué pasa, cielo?--inquirió, rodeando mi cintura con Sus brazos para atraerme hacia sí.

--Tengo miedo, Señor...--respondí en un tono apenas audible. Pero me escuchó, y de pronto sentí cómo su mano se estrellaba contra mi nalga derecha, propinándome un sonoro cachete por encima de la túnica.

--Llámame Amo—reiteró, cruzando el brazo sobre mi cadera, presionando contra mi abdomen.

--Lo siento, Amo...

Me costó bastante pronunciar aquello, pero no vacilé porque me horrorizaba disgustarle.

--Eso está mejor... ¿Te sientes incómoda llamándome así?

Reflexioné durante unos segundos.

--No... Amo, incómoda no...--murmuré, tratando de escoger las palabras con cuidado y además ser sincera—pero me desconcierta que Usted quiera que le llame así... porque yo deseo con toda mi alma ser Suya, pero no lo soy... y llamarle Amo me parece algo muy serio, me duele hacerlo porque siento que... que me estoy engañando...

Estas últimas palabras salieron desflecadas de mi garganta y se perdieron en la oscuridad de la habitación. Flotaron en el poco aire que quedaba entre nosotros, como si fueran los mismos jirones de mi alma.

El Amo guardó silencio unos segundos, como analizando mi respuesta.

--Nimbo, pequeña...--me dijo, afianzando su abrazo—yo no quiero que sientas que estoy jugando contigo. No lo hago—musitó--Es tu sinceridad una de las cualidades que me han hecho elegirte...como mía—hizo énfasis en esta última palabra—y quiero intentar tenerte, ¿por qué te resulta tan difícil de creer? ¿es por que no tienes collar?

Lo que acababa de escuchar de sus labios me provocó por dentro. Sentí fuego y hielo en el estómago, una opresión en el pecho y ganas de reír y llorar al mismo tiempo.

--Amo, ¿realmente Usted desea que yo sea suya?

Me hizo girar suavemente hacia Él y me obligó a levantar la barbilla. Al notar mi resistencia instintiva, se rió.

--Mírame a los ojos, Nimbo.

Levanté la mirada hacia Él, como lo haría un animal acorralado que no tuviera otra alternativa. Se me cortó la respiración cuando miré su rostro relajado, tranquilo, enmarcado por jirones de pelo castaño perfectamente peinado. Como ya me había ocurrido con anterioridad, perdí la noción del tiempo al enfrentarme a sus ojos ambarinos, quedando hipnotizada sin remedio en ellos, atrapada como una mosca en una tela de araña. El Señor G me deslumbró abriendo sus labios en una sonrisa. Tuve que enlentecer mi respiración de forma consciente para no hiperventilar.

--Ahora, por favor--murmuró sin dejar de sonreír—repite esa pregunta que acabas de hacerme.

Dios santo. Aquello me paralizó de verdad. Mi cara debió reflejar pánico.

--Oh, venga—rió el Señor G—no voy a comerte... aunque no es por falta de ganas...

Un fulgor perverso atravesó sus ojos y me hizo estremecer.

--¿Usted desea que yo sea suya?--apenas me salió la voz.

--Sí--asintió, mirándome fijamente.

A continuación me asió de las manos y las retuvo a mis espaldas. Me asusté por la rapidez de su movimiento, pero por supuesto me dejé hacer. Con la mano izquierda sujetó con firmeza mis muñecas y con la derecha comenzó a rodearlas con algo que no pude ver pero parecía un trozo de cuerda. No sé si lo llevaba en las manos antes o lo cogió en algún momento sin darme yo cuenta... La cuerda no era agradable; su rudeza me mordía y me quemaba la piel al más leve movimiento.

--Tranquila--murmuró, mientras con rapidez anudaba los dos extremos de la cuerda—ya está...

Una vez me hubo inmovilizado las manos, dejándome prácticamente indefensa, se inclinó hacia mí hasta rozar mis labios con los suyos.

--Tengo muchas ganas de disfrutarte—su aliento cálido acarició mi piel—Ven...

Me estrechó contra sí y por primera vez sentí su deseo. Sentir el deseo de un Amo palpitando en Su cuerpo, las ganas de estar con una, es una sensación incomparable... de las máximas sensaciones a las que un esclavo puede aspirar. Sentí algo duro que presionaba contra mi cadera y me agité entre los brazos del Señor G, embriagada por el olor de su piel... aquello empezaba a ser demasiado para mí.

--Haga de mí lo que quiera, Amo—recuerdo que acerté a decir—soy Suya...

Con un rápido movimiento se colocó de nuevo a mis espaldas y me asestó un mordisco en un hombro; no pude evitar que se me escapara un grito.

--Vamos a la cama...--gruñó, empujándome suavemente para hacerme avanzar.

Tratando de no perder el equilibrio—caminar en la oscuridad con las manos atadas sin saber adónde se dirige una resulta complicado—traté de recorrer los pasos que el Señor G me marcaba. Vi como estiraba el brazo para coger una vela, y a la luz vacilante de la llama distinguí el contorno y los bordes suaves de lo que parecía un inmenso colchón.

El Señor G dejó la vela en una mesita cercana a la cama y palmeó el colchón.

--Siéntate a mi lado, Nimbo—me conminó.

Hice lo que me pidió con la mayor elegancia que fui capaz... aunque mis movimientos se me antojaron terriblemente torpes por el deseo, el miedo y la vergüenza que sentía. El Señor G me acarició la cara.

--¿Sigues asustada?--musitó, apartándome un mechón de pelo de los ojos.

--Sí... Amo—admití. Cómo me costaba pronunciar aquella palabra...

--¿Nunca has sido propiedad de nadie, Nimbo?--preguntó dulcemente, recorriendo mi mejilla con las yemas de los dedos.

--No, Amo, nunca—respondí.

--Entiendo--sonrió--¿Has estado con algún Dominante alguna vez... jugando de manera puntual?

Asentí. El cuidado con el que pronunciaba sus preguntas llegó a emocionarme.

--Sí, Señor... Amo—corregí inmediatamente—varias veces me han usado de manera puntual.

--Entiendo, pequeña—El Señor G hizo un gesto afirmativo con la cabeza—gracias por ser sincera.

--Gracias a Usted por todo—no pude evitar decirle.

--Por nada...--sonrió Él, rodeándome los hombros con un brazo y depositando un suave beso en mis labios. Sentí su respiración súbitamente acelerada contra mí—tengo muchas ganas de probarte...

A continuación selló mi boca con sus labios, enganchando mi labio inferior entre los dientes, y movió la lengua despacio hacia dentro. Me besó lenta pero intensamente, saboreándome a gusto, presionando mi lengua con la suya en suaves torbellinos, sin dejarse un rincón de mi boca sin recorrer. Se separó de mí, tomó mi barbilla y atrajo mi mejilla hasta su pecho revestido de cuero, orientándola ligeramente hacia la izquierda. Sentí el latir lleno de su corazón, fuerte y rápido, reverberando en mi oído.

--Vaya, a lo mejor esto no es suficiente...

Ante mi asombro, aflojó las correas que cruzaban su torso de lado a lado, desabrochando las hebillas, y dejó al descubierto parte de su pecho.

--Ven...

Tomó de nuevo mi mentón con delicadeza y situó mi cara directamente sobre la piel caliente. Ya no sentí la sombra del latido, sino el retumbar claro que aporreaba dentro de Él, procedente de la maquinita que se movía bajo Su piel bombeando Su sangre.

--Gracias, Amo...--musité.

El Señor G sonrió, apretó mi cuello con suavidad y me giró el rostro para besarme, esta vez con más decisión y pasión intencionada. Me penetró la boca con su lengua y se inclinó sobre mí para socavarme, presionando mi cuerpo con el suyo hasta que sentí su peso completamente sobre mí. Basculé y cedí a sus deseos tumbándome boca arriba sobre el colchón, sintiéndole encima de mí.

Mordió mis labios, besó mis mejillas, mi cuello, mi nariz,mis párpados.

--Tengo corazón como tú—murmuró en mi oído—no voy a hacerte daño...

Creo que de no haber tenido las manos atadas, le hubiera echado los brazos al cuello.

Siguió besándome incansablemente, clavándome al lecho, mis puños se incrustaban contra mis nalgas bajo su peso. Me separó las piernas introduciendo una de sus rodillas entre ellas, me sujetó los hombros contra el colchón y continuó saboreándome con deleite. Aferró entre sus dedos mi pecho izquierdo, frotó y pellizcó el pezón por encima de la túnica. Gemí con los dientes apretados y me moví por puro instinto contra él, abrazando su pierna con mis muslos.

--¿Qué pasa, tesoro?--murmuró con tono lascivo--¿Tú también tienes ganas?

Mordió con apremio mis labios y contesté con un aullido dentro de su boca. Dio un par de sacudidas de cadera contra mí. Pude notar la dureza de su polla contra mi muslo desnudo.

--¿Vas a ser mi puta de buena gana esta noche o tendré que obligarte?--masculló.

--Estoy... estoy deseando ser Su puta, Amo—jadeé contra su cuello, avergonzándome de lo evidente que resultaba mi cachondez.

--Ya lo noto...--sonrió Él, dándome un cachete con controlada exactitud en la mejilla. Aquella pequeña bofetada, lejos de dolerme, espoleó mis ganas de sentirle—me estás mojando la ropa con los jugos de tu coño...

Me retorcí bajo su cuerpo, terriblemente hambrienta de sus besos y de su voz.

--Lo siento, Amo—me disculpé, tratando de separar mi entrepierna empapada de su muslo.

Pero él volvió a clavarme la rodilla entre las piernas.

--No me evites, zorra—resolló—me gusta sentir lo cerda que eres...

--Amo...--gemí, perdiendo el control, apretando su pierna entre las mías, frotándome contra Él—disculpe a esta zorra, por favor, apenas puede controlarse...

--¿Te he dicho yo que te controles?

--No, Señor...

Me di cuenta de mi error demasiado tarde. Una fuerte bofetada me cruzó la cara haciéndome volver la mejilla sobre la almohada. Sentí deseo de llorar porque, sin saber exactamente por qué, la bofetada me dolió más en el alma que en la cara.

El Señor G me contempló y besó dulcemente la castigada mejilla.

--Llámame Amo—murmuró--No te aviso más...

--Lo siento de veras, Amo, perdóneme, por favor...--me di cuenta de que estaba sollozando.

--Tranquila, Nimbo—me apaciguó, volviendo a la carga con sus caderas, girándome de nuevo la cara para volver a besarme.

Aquel hombre me estaba derritiendo, me estaba calando dentro, hasta lo más profundo de mi ser más allá de la piel.

--Gracias, Amo, por su paciencia...--resollé agitándome contra Él, liberando mi instinto de perra en celo.

--Pues no creas que tengo mucha...--sonrió contra mi mejilla, deslizando la mano sobre mi estómago por debajo de la túnica-- a decir verdad no es una de mis virtudes...

Se irguió unos centímetros por encima de mí y estiró el brazo hasta la mesita que había junto a la cama. El destello de algo plateado entre sus dedos me hizo retroceder.

--Tranquila--replicó, apoyándose sobre un codo—Sólo es una navaja...

Le miré con ojos desorbitados. “Tranquila... sólo es un cuchillo de sierra”... hubiera podido decirme.

Ante mi atónita mirada, desplegó la hoja brillante y la acercó a mi pecho. Con una media sonrisa perversa, asió con los dedos la tela de la túnica a la altura del escote y deslizó la hola afilada sobre ella, rasgándola de parte a parte.

Gemí al sentir su aliento en mis pechos desnudos. Los pezones se me erizaron al sólo contacto de su piel y su ropa cuando se inclinó de nuevo sobre mí. El cuchillo ni me había rozado, y sin dejar de besarme volvió a plegarlo y lo dejó al alcance de su mano sobre las sábanas negras.

--Mi pequeña, tengo ganas de azotarte...

Dicho esto, se puso de rodillas entre mis piernas y terminó de desgarrar la túnica, agarrando los jirones del escote con ambas manos, tirando de ellos hacia los lados con fuerza. Posó sus labios entre mis pechos y rodó con ellos hasta mi estómago, donde me asestó un mordisco que juzgué demasiado controlado en comparación con los anteriores.

--Oh, Amo...

Volvió a erguirse y de un salto se incorporó y abandonó la cama.

--No te muevas, pequeña, voy a por una cosa...

Se giró y se perdió en la oscuridad de la alcoba, lejos de la luz de la vela. En cuestión de segundos regresó, llevando entre sus manos un látigo corto de varias colas.

--Mira, zorrita—dijo, mostrándome el objeto para que lo contemplara de cerca—esta pequeña obra de arte la he fabricado yo mismo...¿Te gusta?

Fijé la vista en las colas de cuero trenzado, fuertemente entrelazadas en la base, cada una de ellas terminada en una pequeña bola metálica bajo la que sobresalía un extremo cortante. Por supuesto mi piel ya había probado varias veces un látigo corto... pero verle a Él, empuñando con firmeza aquel mango de cuero, desató en mí un furioso deseo hasta ahora desconocido. Me di cuenta de que anhelaba que aquellas cuñas cortantes perforaran mi piel, sentir el aire desplazado por el látigo al ser levantado, sentir su sombra cernirse sobre mí... guiado por Su mano.

Mentiría si dijera que el primer azote se hizo esperar. Se notaba que el Señor G tenía ganas; con cada golpe de látigo que recibía en mis pechos me parecía que podía palpar su excitación.

Cada vez que las colas restallaban, una serie de marcas lineales, como pequeños cortes superficiales, quedaban trazados en mí cruzando mis pechos de parte a parte. El Señor G no mostró miramiento alguno para esquivar los pezones: los azotó también en varias ocasiones, diría que con puntería.

--¿Qué tal, perrita?--preguntó cuando paró para tomar aire--¿necesitas que frene?

Aquella pregunta me extrañó muchísimo.

--¿Que frene Usted?--inquirí.

El Señor G asintió mirándome, sus labios apretados en una mueca que los convertía en una delgada línea cruzando su rostro.

--Sí, claro, no vas a ser tú...--se sonrió y meneó la cabeza, como si juzgara increíble tener que explicarlo.

Me retorcí un poco sobre el colchón buscando una mejor postura porque el escozor entre mis nalgas se estaba volviendo insoportable, bastante más que los azotes recibidos en los pechos.

--No, Amo, está bien así...--qué rara me sentí alentándole...

--De acuerdo—replicó, y sin dejar pasar más tiempo volvió a la carga con el látigo.

Esta vez empleó más fuerza y me los propinó más seguidos. Sentía que la sangre corría con cada mordisco de aquellas colas con remaches cortantes; bajé durante una fracción de segundo los ojos y lo comprobé.

Se inclinó sobre mí y me lamió los pechos con hambre. Dejó el látigo a un lado, me sujetó de la cintura y pasó la lengua con suavidad por cada gota de sangre que resbalaba por mi piel. Mientras sellaba mis pezones con los labios, acariciándolos de cuando en cuando con los dientes, levantaba la vista y la fijaba en mí: ojos serenos en comparación con la sonrisa perversa de deleite que veía en sus labios y sentía sobre mi piel.

Lamía cuidadosamente mi sangre, la saboreaba y en lugar de tragarla subía hasta mi boca y me la devolvía con un beso. Aquellos besos calientes en los pechos sangrantes y luego en la boca me daban escalofríos. Su lengua era placentera allí por donde pasaba, independientemente del escozor de los azotes.

Cuando mis pechos se habían convertido en un ramaje de trazos sanguinolentos, y toda la piel de mi escote estaba reluciente de mi sangre y su saliva, se arrodilló entre mis piernas y me agarró del pelo. Me miró y se mordió los labios, con un destello oscuro en los ojos.

--Tengo ganas de follarte fuerte—murmuró.

Jadeé y cerré los ojos. Acto seguido sentí que deslizaba los dedos bajo la parte de mi túnica que aún quedaba entera y los hacía rodar, húmedos de su boca, entre mis muslos temblorosos. Aquellos dedos se dirigieron con determinación a mi sexo, lo acariciaron con deseo, con rudeza; El Señor G retrocedió unos centímetros con su brazo para penetrarme con dos de ellos de manera brusca. Sus nudillos se me clavaron en el periné y no pude evitar dejar escapar un gemido. Mi voz rasgó el aire y aquel sonido de disfrute flotó entre nosotros; Él se rió y me penetró con los dedos más fuerte y más rápido, presionando hacia dentro como si quisiera llegar a mi útero.

--Ven, zorra...

Me separó más las piernas, me tomó de las caderas y las atrajo hacia Él para acoplarlas a las suyas.

Escuché un sonido metálico cuando bajó la cremallera de sus pantalones, y la caricia del cuero al descender por sus muslos. Pensé que iba a tocarme directamente con su polla, que lo próximo sería sentirle dentro de mí... y culeé esperándole sin poder estarme quieta. Tenía muchísimas ganas y, al mismo tiempo, algo se estaba desmoronando en mi interior: una enorme muralla que caía sin remedio, para bien o para mal, dejando sólo escombros ante la realidad de mis sentimientos. Con cada piedra que caía mi alma se liberaba de un enorme peso, pero también se sabía frágil como el papel de fumar.

Sentí ganas de gritar y de llorar cuando me la clavó. Su polla dura como un garrote se abrió paso en mis entrañas sin encontrar resistencia. Sentí deseos de arañarle la espalda, de tocarle, de abrazarle... pero no pude, claro; aún tenía las manos firmemente atadas a mi espalda. En aquella postura, con las piernas abiertas rodeando su cintura, tumbada sobre mis manos inmovilizadas, me hallaba completamente a su merced.

Empezó a asestarme pollazos con una determinación férrea, embistiéndome a golpes de cadera, a un ritmo tan rápido y virulento que me hizo pensar que le faltaba poco para correrse. De pronto paró unos segundos, jadeo como tratando de controlarse, y sin previo aviso me metió por el culo un dedo de su mano derecha. Me penetró por detrás salvajemente con toda la extensión de su dedo, y yo no pude contener un grito... que lógicamente ya no era de placer. Su dedo ahí dentro me provocó un dolor agudo que no pude eludir, aunque me arrepentí mil veces de no haber aguantado a pesar de saber que hubiera sido imposible.

El Señor G paró inmediatamente al sentir cómo culebreé para retroceder y al oírme gritar.

--Nimbo, ¿qué pasa?--jadeó, sin sacar el dedo de mi culo. Por el tono de su voz detecté que estaba extrañado, más que contrariado.

--Amo...--no supe qué decirle, no quería mentirle pero sí esquivar la verdad, aunque eso no tenía sentido porque Él se iba a dar cuenta...

--¿Qué pasa?

Separó su torso de mí y sacó despacio su dedo de mi culo; apoyó las palmas de las manos en el colchón como si me flanqueara con una jaula que era su propio cuerpo. Me obligó a mirarle a los ojos.

--¿Qué pasa, Nimbo?--reiteró--¿te duele?

--Un poco, Amo...

Frunció el ceño con gesto de no entender y me dijo lo inevitable:

--Déjame ver...

Intenté resistirme, no quería darme la vuelta... pero una sola mirada Suya bastó para que la orden fluyera clara, sin necesidad de palabras. Lentamente, sabiéndome sentenciada, me arrodillé y me giré para que el Señor G pudiera contemplar el destrozo que me habían hecho ahí detrás...

Tuve la esperanza de que fuera una lesión que pasara desapercibida, tal vez el Señor G no se daría cuenta... pero aquella esperanza se convirtió en polvo cuando le escuché detrás de mí, con una voz que me hizo temblar, preguntarme lo que tanto temía:

--¿Quién te ha hecho esto?

No respondí. Estaba aturdida, no sabía qué decir.

--¿Qué es esto?--El Señor G iba entrando en un estado de ira por momentos. Le temblaba ligeramente la voz--¿Nimbo, qué es esto?

--Un desgarro, Señor...--logré musitar. Estaba tan apenada y asustada, tan avergonzada, que olvidé por un momento llamarle Amo como Él me había exigido. Sin embargo no dio muestras de que aquello le afectara.

--Ya lo veo, joder—respondió con rabia--¿Pero de qué? ¿Es del día en que te ayudaron a dilatarte? ¿Quién te ayudo?

Vacilé un poco antes de responder. No quería decir quién había sido, pero tampoco que culparan a Samiq o a Simut, que me habían atendido y ayudado invirtiendo en mí su tiempo y su experiencia.

--De esa noche, Amo—murmuré sin querer mirarle.

--¿De esa noche? Vamos Nimbo, dime, ¿quién te lo ha hecho? No me hagas sacártelo por la fuerza, por favor...--añadió, apremiante--¿Ha sido Samiq? ¿Simut? ¿Ha sido alguno de tus hermanos? ¡Dime!

--Amo, preferiría no decirlo...

Temí cualquier reacción, un azote, una bofetada... pero tenía que intentarlo. Era la verdad, me hubiera tirado a un río de lava antes de decirlo... entre otras razones porque intuía las consecuencias que mi confesión traería.

--Nimbo, lo que prefieras tú, aquí no importa nada—replicó--exijo saber quién te lo ha hecho.

--Amo...

--¡Nimbo!

--Prefiero que me castigue...--me mordí los labios, odiaba disgustarle.

Se levantó de un salto y comenzó a caminar a grandes zancadas, como un león enjaulado, trazando círculos con sus pasos por la habitación.

--Está bien, está bien...--vi como trataba de calmarse—A ver Nimbo, contéstame sólo a esto... ¿Ha sido alguno de tus hermanos?

Quedé en silencio durante algunos segundos. Al ver que no contestaba, el Señor G viró bruscamente, se colocó frente a mí y me zarandeó.

--¿Ha sido alguno de tus hermanos?--reiteró, elevando el tono de voz. Nunca le había visto tan enfadado... a decir verdad, me di cuenta de que nunca le había visto enfadado.--No puedo permitir que manipules esto como quieras, Nimbo; te juro que como no me contestes mañana a la salida del sol estarás fuera de aquí... No quiero una esclava que no sepa deberse a mí.

Asentí debilmente.

--Tiene razón, Amo—musité—perdóneme, por favor...

--Nimbo--pronunció mi nombre con una inflexión rara—estoy al borde de mi límite... ¿ha sido alguno de tus hermanos en pruebas, o no?

Exhalé el aire que había contenido aterrada.

--Sí, Amo...

--Bien.

El Señor G se puso los pantalones, y a pecho descubierto abandonó sus habitaciones indicándome que le siguiera.

--¡Simut! ¡Samiq!--vociferó, golpeando con furia las puertas que guardaban las habitaciones de mis hermanos--¡Niobe! ¡Todo el mundo fuera!

Poco después se escuchó un crujir de pasos vacilantes, un abrir y cerrar de puertas cuando mis hermanos, despertados de aquella manera súbita, abandonaban sus respectivas habitaciones sin saber lo que estaba pasando.

--A la sala principal—bramó el Señor G, imprimiendo la energía de la furia a cada uno de sus pasos--¡Todos!

No me atreví a levantar la mirada del suelo mientras ellos nos seguían. Traté de quedarme atrás pero el Señor G no me dejó rezagarme.

--Nimbo, ¿a qué esperas?--me recriminó—tú también.

Llegamos a la sala principal y El Señor G nos hizo entrar con un rictus de disgusto, cerrando de golpe la puerta a nuestras espaldas.

Una vez dentro me cogió del brazo, apartándome del resto, y le indicó a mis hermanos que se colocaran de pie frente a nosotros, bajo las cadenas que pendían del techo colgando más o menos hacia el centro de la habitación.

--Nimbo--pronunció, en tono de voz deliberadamente bajo, como si temiera alterarse más—ahora es muy importante que me contestes sinceramente...

--Sí, Amo—asentí, mientras vi cómo avanzaba hacia mis hermanos y se colocaba junto al Dorado, sin mirarle.

--¿Ha sido Simut?--preguntó con claridad.

Ya sabía lo que por lógica ocurriría.

--No, Amo—admití con lágrimas en los ojos.
El Señor G se aproximó al Plata y lo señaló con frialdad.

--¿Ha sido Samiq, Nimbo?

--No, Amo—negué con la cabeza.

El Señor G cerró los puños hasta que sus nudillos tomaron el color de la cal. Se alejó del Plata y se colocó junto a Niobe.

--Entonces no me queda otra posibilidad...

Guardó silencio unos segundos, como si esperara que alguien confirmara la sencilla deducción.

--Pero tengo que preguntártelo, Nimbo—murmuró, agachando la cabeza con un gesto de decepción profunda--¿Ha sido Niobe la que te ha causado esa lesión?

Alcancé a ver cómo Samiq y Simut intercambiaban una mirada de no entender nada de lo que estaba pasando.

Asentí débilmente con la cabeza. El Señor G se acercó a mí.

--Nimbo, por favor—masculló en mi oído—necesito que me digas un “Sí” o un “No”. Tan simple como eso...

Suspiré y clavé la mirada en el suelo. Mi peor momento había llegado. Pero me debía al que podría ser El Amo que me poseyera, y tenía claro qué era lo correcto en ese sentido.

--Sí...

Aquella afirmación que salió de mis labios, pronunciada con voz temblorosa, fue suficiente para el Señor G, que taladró a Niobe con la mirada y a continuación, bullendo de ira, contra todo lo esperado se dirigió a la puerta para abandonar la habitación.

--Esperad aquí—gruñó, y salió dando un sonoro portazo.

Un silencio sepulcral se inflamó entre nosotros, conforme el eco de los pasos del Señor G se fue desvaneciendo.

No me atreví a levantar la vista del suelo, no quería mirar a ninguno de mis hermanos. Quién podría saber lo que en aquel momento ellos pensaban de mí... acababa de vender a una hermana, eso era lo peor que podía yo hacer... era algo abyecto y rastrero.

Pasaron unos minutos interminables y recuerdo que fue Samiq quien, como no, rompió el denso silencio.

--Me imagino que El Amo habrá querido ahorrarle a Nimbo la humillación de mostrar lo que le has hecho—escupió con veneno, girándose hacia Niobe—no sé lo que es aunque puedo imaginármelo...

Me sentí tremendamente pequeña, me hubiera gustado contestar algo pero no se me ocurría qué decir. Deseé que la tierra me tragara.

--No te importa—replicó la Plata. Aunque en su voz se apreciaba su chulería habitual, también se detectaba un nervioso aleteo.

--Oh, desde luego que sí—continuó Samiq, impelido a dar su opinión abiertamente—claro que me importa, y mucho; Nimbo me importa—concluyó, para mi asombro—y espero sinceramente que pagues.

--¡Ja!--graznó la Plata—ya te gustaría a ti verlo, ¿verdad?

--Te aseguro que ni Samiq ni yo tenemos esa necesidad—intervino Simut, con reposada serenidad—lo que en realidad nos gustaría es que nada de esto hubiera ocurrido, pero ya es tarde para eso. ¿Qué es lo que has hecho?--preguntó.

Me armé de valor y levanté la vista para mirar a Simut. Por el brillo de sus ojos pude ver que todo aquello le dolía. Samiq estaba que echaba chispas, mordiéndose la lengua de una manera casi literal.

--¿Por qué le has hecho daño?--reiteró Simut, buscando la mirada de Niobe.

Ésta sonrió amargamente y agachó la cabeza.

--No tengo por qué darte explicaciones—silbó entre dientes.

--No, claro que no—terció Samiq sin poderse controlar—como tampoco se las habrás dado a Nimbo. Espero que pagues—reiteró con rabia—de verdad. Y sí, no me importaría verlo.

El lapso de silencio que se hizo tras esta afirmación fue suficiente para escuchar un ruido de pasos que se acercaban: el Señor G regresaba de nuevo a la estancia principal.

Con terror me pregunté qué pasaría a continuación; qué destino le aguardaría a Niobe tras mi confesión, cuándo terminaría todo aquello... Odié aquel fatídico momento para el que ya no había vuelta a atrás... había perdido la oportunidad de estar con el Señor G aquella noche, de que Él gozara de mí a su antojo y como quisiera; cuánto me hubiera gustado sentir un orgasmo Suyo... y tal vez Él me hubiera permitido a mí, aquella vulgar esclava en pruebas, dejarme ir también con Él...Nunca lo sabría. Odié ese momento, esa noche, cómo la odié.

Pero como ya imaginan, lo que ocurrió cuando el Señor G cruzó de nuevo la puerta es otra historia... y por supuesto, tengan por seguro que en breve se la contaré.

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