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Nuestra perra-XIV

en Grandes Series

Esther salió de la cabina sin saber muy bien qué había ocurrido dentro de ésta.

En aquel momento Alex estaría buscando las llaves del coche, o tal vez ya estaba bajando en el ascensor para llegar hasta el vehículo, con el fin de ir a buscarla.

¿Cómo había ocurrido aquello?

Le parecía como si en la conversación ella no hubiera tomado parte.

Resignada—aunque todavía le quedaba la posibilidad de salir huyendo—se adelantó unos pasos hacia el edificio rojo, que era lo que, se dijo, resultaba más llamativo en aquel entorno gris. Si Alex llegaba, sería donde primero miraría en su busca, seguro.

¿Quería que la encontrara, que la recogiera?

Tuvo miedo. Necesitaba ir a por sus cosas, era cierto… pero ¿y si?… ¿y si ese hombre?…

No, no le parecía alguien capaz de hacerle daño, ya no. Inti era otra cosa; Alex era un payaso bocazas, “perro ladrador, poco mordedor”, como solía decirse. No estaba del todo segura pero lo poco que había visto de él le hacía dilucidar que Alex era ese tipo de persona. Y se dio cuenta de que no le importaban ya sus comentarios fuera de lugar ni sus dentelladas. Había vivido cosas mucho peores en el piso, sin duda. Ya Alex no tenía poder sobre ella, ya le había otorgado suficiente.

Así que, hasta cierto punto airosa y orgullosa de sí misma, a pesar de su decadencia como indigente de primer grado, apoyó la espalda en la pared de ladrillo y esperó.

El vehículo negro no se hizo esperar, y estacionó en doble fila justo delante de Esther en apenas diez minutos. Nada más escuchar ella el tirón del freno de mano se abrió la puerta y Alex bajó. Con un par de zancadas salvó el tramo que le separaba de ella.

--Eh…--le dijo.

Se quedó parado delante de Esther, observándola durante unos segundos.

--Chica, vaya cara tienes…--comentó. Extendió el brazo hacia ella y, ante la sorpresa de la chica le apretó levemente la mano—dios, estás helada… ¿has dormido en la calle?, ¿lo has dicho en serio?

Ella asintió.

--¿Estás loca?

 Por un momento Esther creyó que iba a zarandearla, pero no lo hizo

--¿Tú sabes el frío que hace por la noche aquí?

Claro que lo sabía… aunque, a decir verdad, ni siquiera se había dado cuenta del paso de las horas al hallarse sumida en ese extraño trance, sentada en el banco.

--Podías haberte muerto de frío, joder…

Alex estaba subiendo el tono y hablaba cada vez más rápido. Esther pensó vagamente que estaba comenzando una bronca en toda regla, y se sintió aturdida, sin saber cómo cortar aquello. Sintió de pronto un dolor agudo en la parte de atrás de la cabeza, como si llevara un casco muy apretado. El dolor se hizo horriblemente afilado en cuestión de segundos, como un aguijonazo, y se movió cual codiciosa serpiente por la parte derecha de su cráneo. Esther cerró los ojos con fuerza, pero el dolor no cedió. Después de todo, lo menos que le podía pasar después de lo que había vivido aquellos últimos días era que le doliera la cabeza…

--Sube al coche, anda—dijo Alex, al ver el rostro contraído de la chica. Comprendió que debía tener un poco de cuidado, que la muchacha probablemente no estaba bien, así que hizo un esfuerzo supremo para morderse la lengua.

Aterida de frío—de pie lo notaba mucho más—Esther avanzó como pudo hasta el coche, donde le esperaba Alex con la puerta del copiloto abierta, en actitud vigilante. Cada paso le dolió como los siete infiernos, no sólo por sus maltrechas nalgas, sino porque sentía las piernas como vigas de acero, duras, oxidadas.

No dejaba de tener gracia… ninguno de los chicos encajaría en el perfil de príncipe azul, o príncipe de cuento (del color que fuera), y sin embargo, dos de ellos la habían rescatado ya al menos una vez. Aunque desde luego eso de rescatar era algo muy relativo…

Una vez hubo subido Esther al coche, Alex tomó posiciones al volante y arrancó sin decir palabra. Recorrieron una calle y otra, deshaciendo el camino que había hecho Esther el día anterior en su frenética huida.

--No has comido nada desde la última vez que nos hemos visto, ¿verdad?—le preguntó él.

Ella le miró inquieta. Estuvo a punto de soltarle una fresca (“y a ti qué coño te importa”), pero después de todo, Alex le estaba haciendo un favor acercándola al piso en coche. Era el momento idóneo, además: ni Inti ni Jen estaban en casa, así que podría organizar sus cosas sin ningún tipo de agobio, aunque necesitara hacerlo a buen ritmo para marcharse cuanto antes y dejar atrás por fin ese maldito lugar.

--No—le dijo—desde que comí polla, no he comido nada.

Pareció que Alex iba a decir algo pero cerró la boca con fuerza.

--Esther…--Estiró los brazos y apretó el volante con los dedos. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono de voz nunca escuchado antes por Esther en él—Oye, lo siento. No pensé que lo que dije…

La chica abrió los ojos de par en par y los clavó en él. Alex apartó la mirada y fijó la vista en la carretera. A Esther le dio la impresión de que estaba tenso, nervioso, poniendo excesiva atención al acto de conducir que—se le notaba—era algo automático para él.

--No pensé que lo que dije fuera a afectarte tanto—continuó él,  con la vista al frente—no pensé que iba a provocar… todo lo que vino después. Fue una broma,  lo siento. Lo siento de verdad. No imaginaba que Inti fuera a hacer eso. No me lo podía imaginar.

Esther se encogió de hombros, aunque no podía ocultar que estaba anonadada. Lo último que podía esperar de alguien como Alex era una disculpa… y lo que había dicho después. Si él era el hombre de piedra, el gigante gélido,  imposible de descolocar… Incluso el dolor de cabeza había pasado a un segundo plano de lo perpleja que se hallaba.

--Mi padre no me educó bien—repuso, parafraseándole.

Él chasqueó la lengua y se giró levemente hacia ella para, acto seguido, volver a mirar al frente.

--Esther…

--Es verdad. Es un alcohólico fuera de control. Es un maltratador.

Ya casi habían llegado al edificio donde vivían los chicos. En coche no estaba lejos del punto donde Alex había recogido a Esther. Él estacionó próximo al portal, pero en lugar de salir del coche se volvió a la chica, ahora abiertamente sin esconder la mirada.

--¿Un maltratador?

--Alex…--Esther asió la manilla de la puerta del coche y tiró de ella, pero el seguro estaba echado y no pudo abrirla—no voy a hablar de eso. En realidad no quiero hablar de nada…

--¿Tu padre te maltrataba?—preguntó Alex, haciendo caso omiso.

--Bueno, eso es lo que hacen los maltratadores, ¿no?

Él se mantuvo en silencio unos segundos, mirándola fijamente. Extendió la mano y le rozó la lívida mejilla: continuaba helada. Sin decir nada, empezó a pulsar botones dentro del habitáculo del coche. Puso la calefacción a todo trapo y apagó el susurro de la radio, armatoste que se conectaba por defecto siempre que alguien arrancaba el motor. Colocó con los dedos las salidas de aire para que Esther pudiera notar en su cuerpo el calor de forma más directa, y la verdad que sentirlo fue para ella una bendición.

--¿Lo sabe Inti?

Comprobando que los intentos de salir del vehículo no serían más que una pérdida de tiempo, Esther sacudió la cabeza, resignada.

--¿Y Jen?

Ella no contestó.

--Estás loca—sentenció Alex de nuevo. No lo decía como algo peyorativo, simplemente era muy torpe—definitivamente. Sales de casa por un padre maltratador y te metes aquí… no lo entiendo.

¿Había salido de casa por eso?

No, se dijo, no sólo por eso. Pero no tenía ganas de decirle nada a Alex. Intuía que el chico no pararía hasta sacarle todo el pus que se acumulaba tras sus precarias cicatrices.

--Mira, yo… si te soy sincero… nunca me he tomado el tema este de la dominación muy en serio. Pensé que era un juego sexual más que ponía cachondos a algunos degenerados y degeneradas. A mí también, claro, por qué no; todos somos degenerados a nuestra manera. Ya sabes, imaginaba que todo sería disfrutar de humillaciones, palmaditas en el culo, esposar las manos, jugar con la fusta, dar por detrás, etc. Daba por hecho que las amenazas eran parte del juego, y que se podían hacer ciertas cosas a través del “pacto”, pero no imaginaba algo como lo que vi, la verdad. Mi mente lo había diseñado de otra forma, seguramente porque es algo que nunca me había llamado la atención. Nunca antes lo había pensado.

Esther le escuchaba, hipnotizada por el runrún del aire caliente al salir y por el calorcito que comenzaba a anidar debajo de ella, a sus pies. Le parecía no conocer al chico que hablaba con ella, tan turbado; todo parecía ser una especie de pesadilla subrealista.

--Y desde luego no imaginé que esto trascendía a las emociones—concluyó él.

No era un hombre de las cavernas, después de todo. Cuando quería, podía expresarse con asombrosa claridad y corrección

—Pero, Esther, en serio, ¿es que quieres destruirte?

--Oye, ya sé que eres educador de jóvenes problemáticos—le soltó ella—pero yo no soy una de esas chicas que están allí, dondequiera que tú trabajes…

Alex frunció levemente el ceño.

--Trabajo como educador, sí—respondió—pero soy psicólogo. Me licencié en psicología, al menos.

--¿Qué?—Esther casi se atraganta—Eso sí que no me lo puedo creer…

--Ya, no te creas, yo a veces tampoco.

Ella soltó una carcajada rancia. Era imposible, vamos, impensable del todo.

--Mi padre murió el año pasado—continuó él—también era alcohólico, “descontrolado”, como tú dices.

--Lo siento…

--No lo sientas, al menos su muerte no. Era un hijo de la gran puta, que me perdone mi abuela. Amenazaba, insultaba y acosaba a su familia, era capaz de cualquier cosa por un trago. A veces nos daba de hostias a mi hermano y a mí, para que no nos olvidáramos de que teníamos padre. La mayor parte del tiempo estaba fuera, pasando olímpicamente de su familia y de todo; era mejor así, claro. Recurría a los golpes para recordarnos que existía. Por eso no me cabe en la cabeza que una persona pueda sentir placer con un maltrato… o con dolor, salvo que sea masoquista, claro. Al principio creí que ese era tu caso… pero no, tú no eres masoquista, cuando le plantaste cara a Inti lo supe. Entonces, ¿por qué, Esther, por qué aceptaste? No lo entiendo. ¿Es porque no viste otra opción?

--Al principio sí—contestó esta—pero luego… algo en todo eso empezó a… gustarme.

Alex meneó la cabeza.

--Es peligroso, Esther. Emocionalmente, me refiero.

--Sí, debe serlo. Creo que me estoy volviendo loca. Esto de estar hablando contigo ahora es una locura.

--Y tampoco entiendo cómo Inti o Jen viven esto de la manera en que lo hacen—Alex seguía ofuscado en su tema-- Les conozco, sé que no son sádicos. Son un poco cabrones pero vamos, una cosa normal. Aunque ya… no sé qué pensar.  No sabes cómo lo siento, Esther.

--Bueno, ahora ya no hay manera de arreglarlo…--respondió esta, sonriéndole por primera vez, quedamente—en realidad no hay nada que arreglar, creo.

--Desde luego, si me admites mi opinión, creo que lo último que necesitas son golpes. No quiero meterme en tu vida, espero que no te importe que te diga esto…

--No te preocupes—murmuró Esther.

Estaba alucinada de lo coherente que resultaba Alex. “De modo que esto es lo que hay en el fondo” Pensó. Una sorpresa muy chocante, demasiado, ya no sabía ni qué creer.

--Ahora comprendo lo que hiciste, y entiendo perfectamente que salieras pitando. Antes de lo que vi… yo pensaba que accedías a eso por gusto, aparte de por propia voluntad, que eso ya lo doy por hecho.

--No, no—Esther sacudió la cabeza con rechazo—no me gusta el dolor, y nunca he sido “perra”, nunca. No sabía ni lo que significaba serlo—se sonrió durante una décima de segundo. Dios, le estaban entrando otra vez ganas de echarse a llorar, ¿es que las lágrimas no iban a agotársele nunca?

--Yo había entendido…

--Habías entendido que era una “guarrilla”, en tu argot.

--Sí—reconoció él, a su pesar—Bueno, una chica que por gusto se aviene a todo.

--Pues no…

Alex la miró con auténtica compasión.

--Entonces… ¿por qué accediste a ese jodido pacto?

Ella calló. Lo había hecho por necesidad, pero no, no sólo por eso. Lo había hecho por Jen… y más tarde, había descubierto la sumisión y el placer de la entrega guiada Inti. Podría decirse que también fue por vicio, pero algo profundo que brillaba más allá la había capturado, la había atraído como la luz a las polillas. Por primera vez había querido creer en algo a ciegas, pero estaba claro que se había engañado a sí misma. Los cuentos de hadas no existen, sólo existen humanos que ven lo que quieren ver. Y la entrega era un cuento, en definitiva, una fantasía al fin y al cabo. Qué equivocada había estado, y cómo le habían dolido los cintazos, por dentro y por fuera. Le embargó la vergüenza, y no quiso decir nada más.

--Bueno… no quieres decírmelo.

--Alex, por favor, déjalo. Es muy complicado de contar.

--Vale…—respondió el chico.

--¿Podemos subir al piso ya, por favor?

--Sí, claro.

Alex bajó del coche y le abrió la puerta a Esther. Ella salió, y según puso los pies fuera del vehículo se dijo que no sería capaz de soportar un segundo más a la intemperie. Se encaminó presurosa al portal, seguida por aquel chico de pelo oscuro, más alto que ella, cuyos ojos ya no se parecían tanto a los de una serpiente.

Entraron al piso y, de pronto, él la abrazó. Esther se asustó muchísimo, se le subió el corazón a la boca. No podía esperar nada como eso. Creía haber cubierto ya el cupo de sorpresas, por dios bendito.

Los brazos de Alex se cerraron en torno a su cuerpo con fuerza; Esther tuvo que amoldarse a su amplio torso para que no le faltara el aire. Sin soltarla, el chico cerró la puerta dando una patada hacia atrás. Se oyó un portazo que hizo que la pared temblara, y cuando se hallaron completamente separados del resto del mundo por cuatro paredes, él la estrechó aún más fuerte contra sí y le presionó la frente contra su cuello.

--No lo sabía—repetía al oído de Esther, en un susurro—no tenía idea, lo siento mucho. No lo sabía…

Esther no estaba segura de saber a qué se refería, pero en el estado de shock que se encontraba no se le ocurrió preguntárselo. Aceptó como pudo el abrazo, al principio envarada y tensa, sin saber dónde poner las manos; luego, por fin se relajó y reclinó suavemente el rostro contra el pecho del chico. Escuchó el latir de su corazón, lo sintió como un temblor de tierra contra su mejilla. Fuerte, profundo, lleno. Un gigantesco tambor.

Con la nariz sepultada en la camiseta de Alex, captó el olor a detergente mezclado con su piel, como si el chico hubiera cogido la prenda de la lavadora misma. Olor a jabón que se mezclaba con otras notas diferentes, dejando el rastro de una fragancia desconocida. Le parecía que aquel olor particular, almizclado y cerrado, cada vez era más intenso a medida que se atrevía a sentir más la piel de él. Así olía Alex, se dijo. Tomó aire profundamente, cerró los ojos y lo capturó en sus pulmones. Oh, aquel olor era muy agradable… por fin podía descansar.

Levantó un poco la cabeza, persiguiendo el aroma auténtico, más allá de camisetas y jabones. Aún sin abrir los ojos, rodó con la punta de su nariz sobre el cuello de Alex y aspiró profundamente donde notó el pulso. La piel de esa zona estaba caliente y se erizó con el contacto… y sin pensar en lo que hacía, Esther le besó.

Fue un acto completamente primario, animal. Y se trató de un beso fugaz, apenas un roce con los labios.

Alex retrocedió un poco, pero aún sin soltarla. Aún el rostro del él estaba fuera de la vista de Esther, apoyado sobre sus hombros, sellando el abrazo. Esther se arrepintió de su atrevimiento e intentó zafarse, aunque fue un intento absurdo, de hormiga, en comparación con el gigante de acero que la sujetaba.

De pronto aflojó rápidamente para tomarla de las manos. Le clavó las pupilas en los ojos; Esther no fue capaz de decir una palabra. Alex se llevó a los labios las manos de la chica y las besó con delicadeza. Mantuvo por unos segundos aquellas manos heladas al calor de sus labios, sin apenas tocarlas.

--Estás helada de frío—murmuró.

Esther separó ligeramente las piernas. Deseaba que Alex la abrazara otra vez.

--Ya no tanto—le respondió.

Él la miro y sonrió un poco.

--Ven—la llamó—deja que te dé un poco más de calor…

Esther se moría de ganas de descansar, por fin. De dejarse caer, de dejarse querer.

Y fue.

Alex la abrazó con todo su cuerpo. La volvió a rodear con los brazos, atrayéndola hacia sí, y presionó cada parte de su cuerpo contra ella. Estómago contra estómago, pierna rodeando pierna. Sus caderas, sin embargo, no se atrevían a juntarse.

Esther se apretó contra él y su olor le pegó como una bofetada. Dios, cómo le gustaba. ¿Qué demonios le estaba pasando?

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