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Fight (2)

en Hetero: General

Para nat J

El brutal orgasmo del que fui víctima a manos de Suka—más que a manos, a “lengua”--me había dejado agotada. Sólo fui consciente a medias del traqueteo del coche por la carretera hasta “La Pocilga”—no el sitio de los cerdos, sino la casa de huéspedes donde me alojaba, llamada así--, lugar donde él me dejó. Debió de darse cuenta de mi estado de shock porque subió conmigo las escaleras, cargándome contra su cadera, hasta depositarme sobre la cama. Me imagino que June habría llegado ya y no habría cerrado con llave en espera de mi regreso. No recuerdo cuándo se marchó Suka, aunque creo que antes de irse me dijo algo… algo de lo que soy incapaz de acordarme. Lo que sí tengo presente fue el contacto con las sábanas cuando caí a plomo sobre la cama, el olor a limpio de la ropa blanca contra mi nariz que me hizo caer, en cuestión de segundos, en la relajación más absoluta y profunda.

Abrí los ojos casi a medio día; aunque no llevaba reloj supe que no era temprano. La luz del sol se colaba sin piedad por las ranuras de la persiana, dibujando líneas discontinuas en la pared de la habitación y sobre las sábanas revueltas. Me giré y comprobé que no había nadie a mi lado en la cama. Probablemente, June se habría despertado mucho antes que yo y en ese momento ya llevaría horas activa, moviendo su culo inquieto por las inmediaciones.

Recordé de pronto que estábamos de “vacaciones forzosas”, en espera de que la organización del torneo ultimara todos los preparativos de nuestro viaje a Geska.”Un día más”, me dije, cruel y vacío, en el que no había en lo que ocupar el tiempo…o estaba todo por hacer, según se mirara. Un día más sin mi hija.

Pero el primer pensamiento no fue para mi pequeña, como solía ocurrirme nada más despertar. Aquella mañana, lo primero que recordé al abrir los ojos fue el rostro de Suka, porque había soñado con él. Fue un sueño extraño en medio de tinieblas, algo confuso; no sabría decir si duró horas o segundos. En él, yacíamos abrazados en la oscuridad, y le sentía tan cerca—casi dentro de mí—que podía oler cada centímetro de su piel, empaparme de él, respirar en él. En el sueño, su voz me acariciaba como una lengua de fuego y su sonrisa ronroneaba contra diferentes lugares en mi piel: entre mis pechos, en mi cuello, en mi mejilla, junto a mi corazón… Lo más preocupante de aquella fantasía nocturna fue, me di cuenta con terror,  lo segura que me sentía por estar a su lado. Sin saber por qué, sentía que junto a él sería capaz de solucionarlo todo. No recordaba jamás, en el mundo real, haber experimentado esa sensación de calma y certeza infinitas. Nunca, con nadie, había yo sentido esa confianza… y desde luego en Suka no podía confiar de esa manera, pero mi puñetera mente había recreado ese escenario y lo había elegido a él. Me sentí un poco idiota, y moví con rabia la cabeza para sacudirme aquel sueño de encima.

Me metí bajo la ducha y pensé, mientras el agua caliente me ayudaba a contactar de nuevo conmigo misma y con el mundo, que lo que haría a continuación sería ir a buscar un teléfono para llamar a mi hija. No tenía una cochina moneda para gastar en una cabina, pero quizás en la casa de huéspedes no les importara que hiciera uso de la línea unos minutos… porque tendrían que tener teléfono a pesar de estar en un pueblo de mala muerte, pensé.

Sí, lo tenían. Y la persona de la recepción fue muy amable, no hizo falta rogar ni explicar que, aunque no tenía dinero, necesitaba escuchar la voz de mi hija. Marqué con mano temblorosa, sintiéndome algo culpable por haber dormido hasta tan tarde, preguntándome qué estaría haciendo mi niña y con la cabeza a explotar: no sabía cómo contarle aún que me quedaba un largo viaje,  y en cuanto a lo del enfrentamiento con Serkami, había resuelto no decírselo. Se preocuparía mucho si lo supiera. No quería que sufriera… El fin de nuestros problemas podía estar muy cerca, y supongo que en el fondo yo esperaba llegar a lo más alto sin que ella se enterase del camino que había tenido que recorrer. Quería protegerla, aunque tuviera que mantenerla en la ignorancia para ello; quería que fuese una niña feliz, a pesar de que en el lugar donde ella se encontraba eso era complicado.

Me cogió el teléfono el señor Kavian, y me dijo que Ashia, mi hija, no podía ponerse. Tanto el señor Kavian como su mujer me asqueaban—y me asquean-- bastante, pero al menos no vivían como alimañas y habían pactado conmigo la manutención de mi hija durante mi ausencia. El precio de esto era, como se pueden imaginar, parte del premio que yo recibiría tras el torneo. En caso de no ganar, había hipotecado el cuidado de mi hija con mis propios servicios, firmando un contrato en el que me comprometía a continuar trabajando para ellos, como hacía antes de marcharme, durante el resto de mi vida activa. De modo que, de una manera u otra—bien pagándoles o en el peor de los casos limpiando su mierda los días que me quedaran—me aseguraba de que mi hija tuviera una cama, comida y agua, y ropa para vestirse. Cualquier madre que quisiera a su hija lo hubiera hecho, y yo amaba a Ashia más que a nadie en el mundo.

Con el auricular atenazado en la mano, los nudillos blancos, reprimí las ansias de insultar a ese maldito cabrón y de conminarle a que le pasara el teléfono a mi hija. Me daba miedo indisponerme con el matrimonio porque tal vez mi rabia, o mi falta de control, pudieran repercutir de alguna manera sobre Ashia… cosa que jamás me hubiera perdonado. Ya era bastante con que mi pequeña me tuviera lejos, como para encima dar motivos a unos mal nacidos que podían hacerle daño. No confiaba en absoluto en el matrimonio Kavian, pero sabía que eran codiciosos y que sólo por el aroma lejano del dinero que se llevarían no se propasarían con mi hija incumpliendo el acuerdo que teníamos.

Antes de colgar, el muy desgraciado me dijo algo; algo importante, pero lo soltó como quien no quiere la cosa:

--Tu hija te ha enviado una carta. Una carta y un paquete. El envío hasta el campamento costaba un dinero que no le hemos dado, porque ya bastante nos cuesta mantenerla, como comprenderás…

Me esforcé por no decir una barbaridad. ¿Costarles mantenerla? ¿Tanto como para no pagar el suplemento de un envío? Había que ser miserable para decir aquello.

--Así que lo hemos mandado a la oficina de correos más próxima—continuó el indeseable—ya lo tendrás ahí pendiente de recogida, seguramente.

--De acuerdo, Señor Kavian—si encima pretendía que le diera las gracias por hacerme un favor, iba de cráneo—espero que no haya sido demasiada molestia—escupí con ironía.

--En absoluto—se regocijó al otro lado—qué menos que cumplir todos los deseos de nuestra pequeña Ashia, siempre que podamos, claro…

--¿Seguro que no está en casa ahora?—insistí.

--Es una lástima, pero ha salido, como ya te dije. Está de compras con mi mujer—no sé por qué, no le creí ni una palabra--¿quieres que le diga algo de tu parte?

Respiré hondo.

--Sí...dígale que la quiero, por favor, y que… en cuanto tenga lo que me ha enviado, la llamaré.

--Espero que haya regresado para entonces—replicó con voz gomosa—se lo diré, Ahki…se lo diré.

Sobrepasada por la impotencia, colgué el teléfono. Me quedé unos segundos ahí, contemplando el auricular como una estúpida; si la energía de la ira pudiera verse, hubiera podido contemplarse el aparato ardiendo en aquel momento, envuelto en llamaradas verdosas.

Desentumecí mi cuerpo, y mi mente se puso a trabajar a la velocidad del rayo. “La oficina de correos más próxima” pensé “¿Dónde está?”. Busqué en mi muñeca el reloj que no llevaba. Dios santo, era tarde. Pero ¿cómo de tarde?

Crucé el vestíbulo del hostal como una exhalación y me precipité contra la puerta acristalada. Tenía que salir, tenía que ir rápido.

Reconozco que crucé la calle sin mirar, como un pollo sin cabeza. Casi me desparrama los sesos el capó de un todo terreno rojo que frenó con brusquedad a escasos centímetros de mí, a tiempo, gracias a dios.

No sabía adónde iba. El corazón me latía con fuerza a la altura de la boca. Miré a ambos lados de la estrecha calle, sin lograr distinguir nada que se pareciera remotamente a una oficina de correos. Hice un esfuerzo por aplacar mi ansiedad, y me dije con súbita lucidez que lo más inteligente que podía hacer era preguntarle a alguien…

--Perdone…--casi increpé a una señora mayor--¿Podría decirme dónde está la oficina de correos?

La anciana, cargada con bolsas de la compra, me miró con fijeza entornando los ojillos de charol negro.

--¿Oficina de correos?—meneó la cabeza con amabilidad—No hay ninguna oficina de correos aquí…

Aquellas palabras me golpearon como un mazo.

--¿No hay?

La mujer negó con más insistencia.

--No, hijita… los jueves viene un furgón desde la ciudad y reparte el correo. Pero aquí en el pueblo no existe ninguna oficina.

Me sentí algo mareada al oír aquello.

--Perdone… La ciudad… ¿está muy lejos?

La anciana sonrió y su rostro se marcó de arrugas.

--Eso depende—respondió—en coche, a un par de horas de camino.

Me subieron por la garganta unas ganas arrolladoras de llorar.

--Muchas gracias…--dije torpemente, y me giré para ir en dirección contraria a la anciana.

Un par de horas en coche… ¿Cómo podría yo…? Era frustrante que algo sencillo—leer unas palabras de mi hija—pudiera volverse tan complicado.

--¡Eh, Ahki!

Escuché un chirriar de frenos contenido al clavarse un coche en el asfalto, y eso me sacó de mi burbuja. Para bien o para mal, había reconocido aquella voz, así que ya antes de volverme sabía que me encontraría cara a cara con Suka y con su displicente sonrisa.

Había aparecido de pronto, como un ángel invocado por mis demonios internos.

--¿Qué haces? ¿Dónde vas?—pregunto desde su coche cuyo motor rugía impertinente, como si odiara estar parado.

Me acerqué a él y me aclaré la garganta, en un esfuerzo porque mi voz sonara normal y no transparentara cómo me sentía.

--A ningún sitio…

--¿Estás bien?—se quitó unas brillantes gafas oscuras y frunció las cejas—parece que hubieras visto al diablo…

--Sí, sí…estoy bien--me apresuré a responder—no te preocupes. ¿Dónde vas tú?—dije por preguntar algo.

--A entrenar—sonrió. Como no.

--Ahá…

--¿Te vienes?

Su proposición tenía cierto tinte socarrón, estaba cargada de veneno dulce.

--No… no puedo, imposible—meneé la cabeza.

--¿Por qué no?

--Tengo que encontrar un autobús o algo…—dije atropelladamente—…o algo que me lleve a la ciudad… tengo que recoger una cosa allí.

Suka se echó a reír.

--¿Un autobús?—preguntó enarcando las cejas—Debes estar de broma, supongo… aquí con suerte pasará un carro tirado por bueyes…

--¿No hay autobuses en este maldito pueblo?

Aquel cochino sitio empezaba a cansarme. ¿Cómo era posible que sus habitantes vivieran tan sumamente alejados de la mano de dios?

--Yo no he visto pasar ninguno—replicó Suka encogiéndose de hombros—y teniendo en cuenta la calma chicha que hay aquí, de hacerlo ocurrirá cada mil años…

--No puede ser…

Maldije mi mala suerte. A veces, sin venir a cuento, la mínima dificultad cobraba dimensiones astronómicas, hasta convertirse en un escollo absurdo e imposible. Parecía que la probabilidad de encontrar un autobús en aquel pueblo era equiparable a la de ver un eclipse…

--Venga—Suka hizo una seña resuelta con la cabeza, señalando el asiento vacío del copiloto—sube, vamos, yo te llevo.

--No, no, no…--me apresuré a disentir.

--Venga, Ahki, no seas boba. Sube—insistió.

--Suka…--traté de explicarle—te lo agradezco, de verdad…pero la ciudad está a dos horas de camino, acaban de decírmelo…

Aquel encantador demonio cerró los ojos en un gesto de hastío, sin dejar de sonreír.

--Ahki, conozco la ciudad y sé dónde está…

--Pues razón de más…

--¿Razón de más?—desechó mi argumento con un ademán—vamos, me gusta conducir. No me hagas bajar del coche para ir a buscarte—añadió, sonriendo amenazante.

Derrotada por su franqueza—“me gusta conducir”—y su altanería, agradecida al mismo tiempo, avancé con paso inseguro hacia el vehículo. Suka estiró el brazo, accionó el tirador de la puerta del copiloto, y yo monté a su lado en aquel cascajo ruidoso.

--Allá vamos…

Se colocó de nuevo las gafas, pisó a fondo el embrague y metió la primera marcha con decisión. En la primera oportunidad giró a la izquierda para enfilar la carretera y, una vez en ella, aceleró a gusto.

Durante los primeros minutos del viaje no fui capaz de decir nada: me encontraba agarrotada, tiesa como una viga de hierro, ahí sentada a su lado. Me sentía incómoda pero esperanzada. Algo en mí se burlaba de mi mala suerte, aquella semilla de destrucción que siempre se manifestaba cuando yo no salía adelante por mí misma, esgrimiendo la eterna idea de que me encontraba, gracias a mi torpeza, en el lugar inadecuado… pero les juro que de pronto, en medio de aquella tensión, una suave certeza se deslizó en mi cerebro, en respuesta a tanta ironía contra mi misma: “No es tan malo salir adelante en compañía, a veces”. No soy de buen conformar, pero pensar en aquello me relajó un poco.

--Y… ¿qué tienes que hacer en la ciudad?—preguntó Suka, rompiendo el lapso inicial de silencio—Parece algo importante…

Pensé que contestarle “a ti no te importa” no era justo, a pesar de lo poco que me apetecía contarle lo que iba a hacer. Hablar de mi hija, mencionarla simplemente, me dolía. No obstante, respiré hondo e hice un esfuerzo por contestarle:

--Tengo que ir a recoger una carta y un paquete que me ha enviado mi hija.

--Ajá…

Supongo que mi tono de voz sonó demasiado seco y cortante para que él preguntara nada. Sin embargo, pareció sopesarlo unos segundos y, por supuesto, invariablemente preguntó.

--No sabía que tenías una hija—se giró levemente para mirarme, el tiempo justo para lanzarme una de sus sonrisas como misiles tierra-aire--¿Dónde está ella?

--Lejos—repuse, a regañadientes—cerca de la capital de Ahgara, en una colonia de antiguos mineros.

La imagen del Señor Kavian escupiendo su tisis con sus característicos accesos de tos cruzó mi mente. Casi siempre que evocaba su recuerdo, mi labio superior se retraía y temblaba ligeramente en un gesto de asco.

--Vaya, ¿y qué hace allí?

Qué mal me sabía hablar de todo aquello.

--Está viviendo con un matrimonio para el que yo trabajé—traté de resumir—ellos se comprometieron a cuidarla durante mi ausencia.

Suka asintió, fijando por un momento la vista en las indicaciones de la carretera.

--¿Qué edad tiene?—inquirió.

--Siete años…

--Vaya, es pequeña aún para estar lejos de su madre—sonrió.

--Lo es, pero como podrás imaginar, terminé separándome de ella tras intentar todo lo demás, fue mi última opción.

Suka me miró,  separó la mano derecha del volante y rozó por un segundo mi brazo.

--Desde luego Ahki, eso está claro… no pretendí molestarte, lo siento.

Me esforcé en sonreír.

--No me has molestado…me duele hablar de mi hija, eso es todo. Es duro tenerla tan lejos.

Él asintió.

--Tiene que serlo…

De nuevo las ganas de llorar, como agua creciente estrellándose contra mi dique. Necesitaba llegar a la ciudad ya. La espera estaba resultando una pesadilla.

--Vas a correos, entonces—dedujo él.

--Sí… no sé si lo encontraré abierto…

Me señaló con la rodilla el pequeño reloj colocado en el salpicadero. Marcaba las once cuarenta. Con alivio, caí en la cuenta de que no era tan tarde como yo había supuesto.

--Si nos damos prisa, llegaremos a tiempo—resolvió—y nos daremos prisa…

Me lanzó una sonrisa torva y aceleró un poco más sobre la desierta lámina de asfalto.

--Suka… gracias, de verdad.

--No tienes por qué dármelas—contestó—en serio, lo hago encantado. Y no quiero molestarte haciendo preguntas—añadió con suavidad—me dejé llevar por la curiosidad, lo siento. No volveré a preguntar nada.

Me recosté sobre el asiento y cerré los ojos. ¿Me apetecía hacer partícipe de mi mundo a Suka, aunque sólo fuera mediante un par de frases reveladoras? ¿Necesitaba compartir lo que sentía o era mejor callar?

--No te disculpes, por favor—le dije—soy yo quien no quiere parecer una desagradecida. Es que me cuesta mucho hablar de ese tema… nunca hablo de esto, de hecho. No estoy acostumbrada, lo siento. Pero…no me molestas, de verdad.

Escuché como sonreía a mi lado. No quise mirar su cara en aquel momento. Él no era tonto, tenía que percibir de alguna manera que mis barreras temblaban en su presencia.

--¿Cómo se llama tu hija?—quiso saber, extendiendo el brazo una vez más hacia mí para apretarme la mano.

--Ashia—repuse.

Me soltó y volvió al volante. Fijó de nuevo la vista en la carretera que se extendía ante nosotros.

--Me gusta—sonrió—creo que hace mucho tiempo hubo una antigua región que se llamaba así…o parecido.

Asentí.

--Parecido—respondí.

Afortunadamente, la carretera se ofrecía despejada ante nuestros ojos. Ningún obstáculo nos cortó el camino, y ningún incidente mermó la celeridad del coche; Suka condujo con los ojos fijos en el asfalto, directo a nuestro objetivo. El tiempo se engrosaba y tomaba consistencia como un enemigo de roca, gracias a mi impaciencia, pero por fin alcancé a ver, tras tomar una pronunciada curva, los contornos emborronados de la ciudad. Respiré con alivio.  

--Ya estamos…--murmuró, aminorando para detenerse frente al primer semáforo en rojo que nos encontrábamos en muchos kilómetros.

La ciudad se erguía, desafiante y cargada de humaredas, entre la constante lengua de tierra arcillosa poblada de árboles.

--No sé exactamente donde está lo que buscamos, pero no hay mucho que recorrer…--reflexionó Suka, girando a la derecha para introducirse en la avenida principal.

Optó, de manera muy inteligente, por ir hacia el centro. Supongo que pensó que allí, en el punto de mayor actividad, encontraríamos lo que buscábamos. Y no se equivocó.

No hizo falta desandar camino ni preguntar a nadie; súbitamente mis ojos chocaron con el cartel gris y amarillo que señalaba, con grandes letras en negro, mi deseado puerto de salvación.

--¡Para el coche!—exclamé.

Suka se hizo a un lado rápidamente y frenó con brusquedad. Casi desciendo del vehículo en marcha.

--¡Gracias, gracias!—recuerdo que le dije, cerrando de golpe la puerta del coche--¡vuelvo en seguida!

Con ambas manos agarré el tirador de la puerta, una enorme barra de metal terriblemente frío. Cuando noté que cedía y que la doble hoja se abría por mi empuje, me sentí desfallecer de felicidad.

Me precipité al único mostrador que había nada más entrar, tras el cual un empleado colocaba unas cajas, encorvado casi a nivel del suelo.

--Buenos días…--tuve que tragar saliva para que me saliera la voz—venía a buscar un paquete…

El empleado tardó varios minutos en atenderme, haciendo gala de una flemática parsimonia. Sin embargo finalmente corroboró mis datos, examinó una hilera de papeles y cajas recorriéndolas con el dedo, y volvió al mostrador con algo entre las manos.

****

Sin apenas creer que lo había conseguido, ni siquiera por notar el crépito del papel marrón contra mi pecho, abandoné la oficina con paso vacilante. Una vez fuera, al calor del sol, me dejé caer sin más en uno de los escalones de la entrada, resbalando mi espalda húmeda de sudor  pared abajo.

Allí estaba. Lo tenía entre las manos. Un paquete marrón claro con un lazo de cuerda, de tamaño mediano, y un sobre blanco. Escuché un portazo metálico y distinguí a contraluz las piernas de Suka avanzando hacia mí.

--Ya está hecho—escuché que decía, y a continuación sentí las yemas de sus dedos sobre mi cabeza—ya está hecho.

Le miré, sin ser capaz de encontrar palabras para agradecerle aquello.

--Puedes subir de nuevo al coche…--aventuró, frunciendo los ojos bajo el implacable bochorno—hace demasiado calor aquí, te va a dar una insolación…y parece que va a empezar a llover.

En efecto, estrías eléctricas se adivinaban en el cielo cargado de nubes. El calor, encerrado contra la tierra sobre nuestras cabezas, resultaba insoportable.

Asentí despacio. Era como si mi cuerpo se negara a moverse.

--Venga, vamos…--se inclinó hacia mí y tiró con suavidad de la mano que me quedaba libre. La otra sujetaba con fuerza el paquete y el sobre contra mi pecho—vamos, Ahki.

Caminamos hasta el coche, yo con la sensación de tener las piernas hechas de mantequilla; él detrás de mí, como el fantasma de una sombra, escoltándome. El haber entrado en el vehículo y haberme sentado junto a él, en el asiento del copiloto, no lo recuerdo; mi memoria salta automáticamente al instante en el que empecé a pelearme contra el apretado nudo de la cinta y decidí, en un espasmo de lucidez, mirar primero el sobre.

Tuve que respirar un par de veces y secarme los ojos—lágrimas o sudor por toda aquella precipitación, ya no lo sabía—antes de leer lo que mi hija había escrito.

No lo escribiré aquí.

Sólo diré que, cuando conseguí que aquel amasijo de letras tuviera sentido, un estilete de hielo atravesó mi alma. Ni yo misma podía creer cómo podían conmover tanto aquellos trazos desiguales, temblorosos pero fuertes sobre el papel. No era en sí mismo lo que decía sino cómo lo decía.

Un bandazo del coche me sacó de mi trance. Fui consciente, súbitamente, de que Suka llevaba tiempo con el motor en marcha y  había detenido el coche a un lado de la carretera, imposibilitado de seguir adelante por la violenta cortina de lluvia que arrojaba el cielo. No sabía cuándo había empezado a llover ni cuánto tiempo había pasado Suka conduciendo, alejándonos de la ciudad.

--Hemos patinado--masculló entre dientes—el asfalto está hecho un desastre…

Le miré anonadada, sin saber qué decir.

--Lo mejor será parar—concluyó, apagando el limpiaparabrisas, dándose por vencido.

Cuando todo se aquietó de nuevo y sentí que volvía a tener corazón, rompí ansiosa el papel que envolvía el paquete. Contenía un librito de pastas duras; al tocarlo y mirarlo más de cerca me di cuenta de que se trataba de un álbum de fotos de los antiguos. Dentro del álbum, a falta de fotografías, mi hija había pegado recortes de imágenes (imágenes muy variadas, pero todas ellas con algo especial) y dibujos hechos por ella. Había dibujado en el álbum una historia… lo que a ella le gustaría que ocurriera. En muchas de las páginas, me pintaba a mí.

Supe que era el regalo más bonito que me habían hecho nunca, y no estaba con ella para darle un abrazo. Me costó tomar aire para respirar… y entonces, con un último coletazo de agonía, el nudo que atenazaba mi garganta se volvió demasiado pesado para soportarlo y se deshizo de pronto en oleadas de energía roja, violenta e imparable. La pena se transformó en un dolor agudo, arrollador, imposible de mantener encerrado en el cuerpo. Abrí la boca y traté de respirar, ahogándome a través de las lágrimas que caían como ríos, buscando aire tras aquella acometida de oscuridad; quise hablar, prevenir a Suka, pero sólo conseguí emitir un quejido ronco previo al descontrol. Sintiéndome derrotada, por un momento incapaz de seguir en la realidad, sepulté la cara entre las manos deseando morir. Cómo dolía. Mi maestro solía decir que las emociones tenían un ciclo, que ningún dolor era eterno y que dependía de cada uno de nosotros reunir el valor necesario para sentirlo, de igual forma que podemos sentir la alegría o la tristeza… así pues me encogí sobre mí misma y esperé, mientras la tormenta me atravesaba.

Cerré los ojos, aún protegidos tras las manos, y me concentré en escuchar el violento jarrear de la lluvia contra el techo del coche.

Me estremecí al notar que Suka se abría camino entre los asientos para acercarse a mí; le sentí muy cerca, su muslo pegado al mío. Me abrazó la cintura, estrechándome con fuerza contra él, y murmuró algo que no pude entender. Me sentía tan pequeña y tan impotente que ni siquiera intenté desasirme. Álbum y sobre se escurrieron de entre mis dedos y fueron a caer a mis pies con un ruido sordo.

 Suka atrajo mi cabeza contra su clavícula—su mano se me antojó enorme-- y comenzó a acariciarme el brazo con suavidad, apenas rozándome con la punta de los dedos. Busqué a tientas su piel por puro instinto y encontré su otra mano, que se cerró inmediatamente sobre la mía. Presioné la mejilla contra su pecho y sentí el calor de su ropa, bombeando su corazón por debajo de ella contra mis sienes, con un martilleo firme y acompasado. Aquel retumbar parecía lo único estable a lo que aferrarse en aquellos momentos. “Pum, pum, pum”…su pulso latía con claridad, grande y seguro en medio del diluvio, entre las cuatro paredes de aquel pequeño habitáculo.

Me dejé llevar sumergida en aquel abrazo; me deje mirar y tocar a pesar del dolor. Él acortó la escasa distancia que nos separaba apretándome con más firmeza contra sí, y acto seguido noté el calor de su aliento sobre mi cuello. Tras una inspiración profunda, exhaló una bocanada de aire que rebotó contra mi piel, y al instante siguiente sentí sus labios presionando unos centímetros por encima de mi hombro.

Mi cuerpo se puso rígido al contacto con aquel húmedo aleteo, pero no retrocedí. Quizá en parte deseaba sentirlo.

--Lo siento, Ahki—murmuró en mi oído, por encima del histérico tambor de la lluvia, y aflojó la presión de su abrazo—perdóname que te haya… no era momento de besarte, creo.

--Hazlo…--susurré con los ojos cerrados. De pronto, le necesité como la tierra seca al agua.

Suka rezongó y frotó su frente contra mi mandíbula.

--No estoy seguro de haberte entendido bien…--gruñó quedamente.

No me sentí con fuerzas de pedírselo otra vez, así que incliné un poco la cabeza aún sin abrir los ojos y le besé en algún lugar cerca de la boca. Tuve tentaciones de replegarme en mí misma después de hacer aquello—de nuevo por un acceso de culpabilidad y vergüenza—pero mi cuerpo no quiso obedecerme.

Sentí de nuevo la respiración de Suka, levemente acelerada contra mi sien, y a continuación sus labios, esta vez en mi mejilla, cruzándose con una lágrima. No me atreví a mirarle y temblé cuando pasó la lengua por la salada gota, cortándole el camino hasta la barbilla.

--Todo tiene solución, Ahki…--murmuró, besándome de nuevo en la comisura de los labios.

Quise responder pero tampoco pude. Realmente, me di cuenta de que no sabía si eso era verdad. Algo me decía que sí, que siempre existía un camino… pero en aquel momento no era capaz de verlo. Sentía tanta añoranza y tanta rabia… en aquel agujero al que pocas veces me atrevía a asomarme, Suka estaba resultando ser la única criatura capaz de acompañarme. Qué ironía. ¿Por qué le permitía entrar? ¿Por qué a él? ¿Y por qué él quería mirar ahí dentro?

Me estrechaba con su mano izquierda y me acariciaba con la derecha; caricias blancas pero cada vez más firmes y rápidas, como si quisiera sacudirme de encima el dolor y la tristeza. Sus manos resbalaban por mi antebrazo hasta mi codo, yendo y viniendo; las puntas de sus dedos trazaban laberintos cerca de mi hombro, deteniéndose cuando estaban a punto de traspasar la frontera imaginaria con mi escote, sin querer ir más allá, volviendo atrás cuesta abajo por mi brazo. Acaricié su muñeca, su codo; le noté tenso, con los músculos contenidos bajo la cálida piel.

--¿Estás a gusto conmigo?—preguntó en voz baja.

--Sí…--conseguí articular--y… siento mucho todo esto.

Sonrió cerca de mi cuello.

--No entiendo, ¿Qué sientes?—murmuró.

--No es normal que yo…

“Me eche a llorar con un desconocido” iba a concluir, pero me frenó la idea de que ya no sabía si Suka era un desconocido, o un amigo… o qué.

--No es normal que yo…--me obcequé, pero él me cortó con un suave beso en los labios. Bonita manera de hacer callar.

--“No es normal”…--musitó, cuando se separó de mí--¿y a quién le importa si es o no normal? Lo que te está pasando es humano…

Sin darme tiempo a responder, volvió a besarme. Rozó mis labios con los suyos una y otra vez, luego pasó a mi mejilla, después a mi nariz; me besó la comisura de la boca, los ojos, la frente, la barbilla…parecía que no quisiera dejarse un resquicio de mi rostro sin tocar. Eran besos cautos, leves, y a la vez osados. Sentí que me besaba con inmenso cariño pero que al mismo tiempo se contenía. Me di cuenta de que mi respiración se había acelerado pareja a la suya.

--Suka… gracias…--musité.

--Gracias a ti, por compartir esto conmigo.

No pude más. Me giré hacia él y le rodeé con los brazos, buscándole la boca. La encontré de golpe, entre abierta, húmeda y expectante. Sus labios temblaron ligeramente y se abrieron más para recibirme en un cálido beso. El tímido contacto inicial se transformó casi inmediatamente en una búsqueda brutal, casi violenta, como si quisiéramos lamernos las almas a fuego vivo. Se separó unos centímetros de mí para tomar aire y me miró con los ojos brillantes, la boca contraída en una fina línea.

--¿Todo bien, cariño?—preguntó.

Qué dulce sonaba su voz. Cuánto necesitaba volver a probar aquellos labios. Qué sed tenía.

Asentí y estiré el cuello para llegar de nuevo hasta su boca. Explotaron sus ganas y me taladró con la lengua, abrazándome con tanta fuerza que se me cortó la respiración y tuve que revolverme para zafarme.

Me avergüenza reconocerlo, pero me entraron ganas de desnudarme con él y, por primera vez en mi vida, de dejar que me tocara por todas partes y me hiciera el amor. Nunca me ha gustado esa frase: “hacer el amor”, siempre me ha dejado un regusto a hipocresía fácil. Sin embargo, en aquel momento no había palabras más justas ni mejores para mí.

Como no quería decírselo, intenté transmitírselo con la mirada. Sus ojos me respondieron anhelantes y algo incrédulos, creo que me entendió. Le cogí la mano y la coloqué suavemente sobre mi pecho, sintiendo inmediatamente el calor indeciso de su palma. Volví a besarle con hambre, con furia. Él se decidió a deslizar dos dedos bajo el cuello de mi camiseta y comenzó a moverlos despacio, sin querer desplazarlos más allá.

--Tócame, mi amor—le rogué—por favor…

Gimió con los dientes apretados y presionó la palma de su mano contra mi pezón, que se endureció al instante. Frotó con decisión mientras se inclinaba sobre mí para meterme la lengua en la boca más profundamente. Me besó a sus anchas, respirando dentro de mí. Abrí las piernas instintivamente cuando apresó mi pezón entre sus dedos; una brusca humedad empapó mis bragas.

No podía creerlo. Le había llamado “amor”. No sólo eso… le había llamado “MI amor”… debía de estar volviéndome loca. Ya era inútil desdecirme y pedir disculpas por aquella blasfemia; ya no tenía sentido fingir ni querer demostrarle que no me tenía a su merced. Hijo de puta, cómo le odiaba. Y cómo le quería. Le quería conmigo, en aquel instante, eternamente.

Su cuerpo envarado se cernía sobre el mío, sin tocarlo, en una posición extraña adaptada al exiguo hueco que había entre los dos asientos. Supuse que se tenía que estar clavando la palanca del freno de mano en algún sitio… y sin embargo, no se decidía a colocarse encima de mí, sino que permanecía cruelmente separado, haciendo esfuerzos por mantener el equilibrio y no caer sobre mi cuerpo. Eso hacía que mi espera por él fuera más trepidante y que mi hambre se transformara en ansia… un ansia incisiva que llegaba a doler.

--Suka…

Le agarré por la camiseta y tiré con fuerza de él para hacerle perder estabilidad. Su torso se precipitó sobre mis pechos pero él hizo fuerza hacia atrás con las caderas, en un último intento por mantenerse separado. Yo no podía ir a su encuentro desde mi posición en el asiento del copiloto, replegada bajo su tórax.

--¿Quieres que pasemos a la parte de atrás?—murmuró con voz ronca, irguiéndose de nuevo sobre mí.

--¿Tú quieres?

Él rió nervioso.

--Claro…

Me moría de ganas de pasar con él al asiento de atrás y poder amarnos y devorarnos a gusto, como dos fieras en libertad. Me sacudí deliberadamente la vergüenza y todos los arcaicos sentimientos inservibles, los eché a un lado y… decidí que si se notaba que le quería no importaba tanto. Decidí disfrutar, decidí merecerlo. No recordaba haberme sentido nunca tan viva.

Suka se deslizó entre los asientos y tiró de mí con suavidad, sin dejar de mirarme a los ojos, sonriendo. No separé mis ojos de los suyos y le seguí. Me acomodé a su lado en el asiento trasero del coche; no era un espacio inmenso pero al menos no había ya huecos ni palancas impertinentes que nos estorbasen.

--¿Qué quieres, Ahki?—murmuró mientras levantaba torpemente mis piernas y las colocaba sobre las suyas.

--No lo sé…--musité, avanzando con las caderas hasta quedar prácticamente sentada encima de él. “Lo quiero todo”, gritó una voz dentro de mi mente. “Te quiero a ti”.

No era inseguridad, sino respeto, lo que percibía en él. Eso me sorprendía. En realidad no estaba preparada para sentirlo. Pero también me otorgaba más aplomo. Separé las piernas, casi cabalgando sobre su muslo duro, y me incrusté en su pierna mientras de nuevo le buscaba la boca.

--Me estoy excitando mucho…--rezongó, moviéndose levemente debajo de mí.

--Yo también—contesté, buscando su rodilla con mi sexo para clavarme más en él.

--Joder, Ahki…me apetece follarte…

Mi columna vertebral se estremeció al oír aquello y culebreó, sacudida por un escalofrío desde la nuca hasta el coxis. En mi fantasía me moría por sentirle dentro, aunque desde luego también sentía miedo.

--Pero no hace falta…--se apresuró a añadir entre jadeos—esto también me gusta…

Fuera, parecía que alguien lanzaba con ira cascotes sobre el techo del coche. Goterones gruesos caían con estrépito amenazando con destrozar nuestra precaria guarida; la realidad tras los cristales era un misterio de oscuridad, difuminada por los chorretones de lluvia y las gotas como pedradas en el parabrisas.

Traté de calmar el ardor entre mis piernas frotándome contra él y guié su mano hasta la cintura de mis pantalones cortos. Sus dedos lucharon unos instantes con el botón mientras me horadaba con la lengua, y finalmente consiguió desabrocharlo. La cremallera le siguió con una obscena crepitación. El olor de mi propio sexo excitado se adueñó del habitáculo, y no sabría decir si eso me aturdió de puro azoramiento o si me dio aún más alas.

--Dios, Ahki…

Sentí sus dedos, rígidos y duros, frotando la humedad de mis bragas, curioseando con ansia entre mis pliegues por encima de la fina tela. Gemí al contacto de sus caricias y abrí las piernas aún más, todo lo que la anchura de mis pantalones desabrochados me permitía. Hizo fuerza con la muñeca y se las arregló para meter toda la mano debajo de mis bragas, batallando contra las costuras del pantalón, para acariciarme con todos los dedos. Levanté las caderas con brusquedad y de un tirón me bajé los pantalones, que  fueron a caer rodando por mis pantorrillas hasta mis tobillos. Deslicé un pie fuera de la tela para sacarlo de aquel molesto encierro y poder abrir las piernas a gusto; quería sentir toda la furia y las ganas de aquel hombre contra mi centro de placer. Le froté la polla dura con la otra mano, por encima de sus apretados pantalones vaqueros que amenazaban con reventar. Suka emitió un gemido prolongado.

--¿Te importa que me desabroche yo?—resolló—No es por sacármela…--añadió con un acceso de risa—es que me estoy haciendo daño…

Me encaramé sobre él y me acomodé a horcajadas mirándole de frente. Por toda respuesta a su pregunta, me incliné sobre su pelvis y tiré de la fila de botones que salvaguardaban su erección de hierro. Le desabroché con violencia los vaqueros, liberando la suave tela de sus calzoncillos contra la cual se apreciaba una mancha de humedad, pequeña y circular, que coincidía con la punta de su rabo.

Juro que en ese momento, al ver aquello, me relamí por instinto.

--Mmmm…--Suka gimió con los ojos cerrados, murmuró algo ininteligible y colocó mi mano bruscamente sobre su polla. Como yo ardía en deseos de meterle mano, de tocarle, agarré el contorno de su rabo con fuerza y busqué algún resquicio por donde meter los dedos.

“Es grande, gorda, dura”…pensé “ahora te mueres de ganas de sentirla, pero te hará daño…”

Comprendí que en ese momento era inútil pensar. No existía la nostalgia, ni lo amargo, ni el ayer. Existía el instante y el ahora; aunque había miedo, existía mi violento deseo, mis ganas de gritar, mi inexplicable amor, intenso como una llama que enciende alguien en un momento dado. Existía Suka, su cuerpo latiendo contra el mío, su pulso, su respiración, su calor, su polla.

--Quítate las bragas—me exhortó al oído.

--Quítamelas tú—le reté.

No se hizo esperar. Me levantó el culo con una mano y con la otra me despojó de la pequeña prenda que aún me quedaba; prenda que fue a caer, como una voluta de encaje, sobre mis pantalones en el suelo del vehículo.

Una vez liberada, me escuché gemir con una voz que no reconocí como mía. Me acomodé sobre su palpitante dureza, húmeda, caliente… le abracé con las piernas y me froté contra ella casi con desesperación, mojándole el calzoncillo y el estómago. Estaba disfrutándole como un auténtico animal: sólo sabía que era hembra… sólo sabía que era hembra y que tenía ganas de él.

Le besé la boca y le lamí los labios; tiré de su camiseta para despojarle de ella y rodé con la boca más abajo de su cuello, bebiendo de cada oasis que encontraba en cada rincón de su piel. Besé y acaricié con las manos sus hombros, su torso plano, sus axilas; pasé la lengua por su nuez, lamí sus pezones. Me estaba dirigiendo sin remedio a un punto de no retorno, pero no me importaba.

--Perdona por eso de “amor” que te dije…--le solté sin saber por qué, cuando mis labios se detuvieron junto a su oreja—no sé lo que digo…

Escuché como se reía quedamente.

--No me disgustó oírlo—replicó.

--No quiero que te asustes…--gemí, frotándome contra su polla.

--¿Te parezco asustado?—gruñó, moviendo su cadera debajo de mí.

Sonreí en su boca y volví a besarle.  Empujé su estómago suavemente hacia atrás para acceder a la goma de sus calzoncillos y tirar de ella hacia abajo. Suka se mordió los labios y levantó la cadera para terminar de bajarse pantalones y calzoncillos hasta las rodillas. Cuando volvió a acomodarse contra el respaldo, observé su polla dura vascular con pesadez, sobrecargada. Ver aquello me puso aún más cachonda si cabe.

--Quítate la camiseta…--me pidió.

Me saqué la prenda por la cabeza y quedé unos minutos contemplándole. Mis pezones subían y bajaban al compás de mi respiración; pedían lengua, gruesos y duros al calor que desprendíamos, apuntándole al rostro con insolencia.

La idea de estar allí con él, casi desnudos en el interior de un coche sobre el que caía poco menos que el diluvio universal, se proyectó como el fotograma de una película dentro de mi cabeza. Se me antojó que ese era el momento de ser feliz de una vez, aunque fuera sólo por un instante. Deseaba resarcirme y sentirme yo misma, disfrutar, sacudirme de una vez todos los odiosos fantasma, gritar. Abracé a Suka por la cintura y volví a sentarme sobre él, esta vez sintiendo la húmeda punta de su rabo entre mis piernas, rozando mi clítoris. Gemí al sentirle allí y me retorcí sobre sus muslos, empapándole de mi excitación. Me mordió con fuerza en el cuello y yo clavé las uñas en su cintura, atrayéndolo hacia mí, presionando su espalda entre arañazo y arañazo.

--Suka, joder…

--Dime…

Los dos jadeábamos sobre una cuerda floja, pendientes de un hijo, locos de ganas: él por clavármela con un golpe seco de cadera, yo por sentir ese tronco duro hasta el mismísimo útero.

--Métemela…por favor…

Suka resopló y se retorció debajo de mí. Metió la mano entre mis piernas y posicionó la punta de su polla a la entrada de mi vagina.

--Ven…--murmuró en mi oído, y tiró suavemente de mis caderas hacia abajo.

Sentí que por fin entraba en mí, penetrándome despacio, como un ariete resquebrajando tejidos ajados de soledad a su paso. Aparté sus manos, levanté de nuevo las caderas y retrocedí. Me detuve a escasos centímetros de sus muslos, a medio camino, sin querer clavármela del todo.

--Quédate quieto…--le pedí.

Él asintió y se humedeció los labios.

--No te preocupes—respondió en voz baja, y esbozó una sonrisa nerviosa—Hazlo tú.

Le tenía dentro hasta la mitad, duro como una roca. Sentía su glande inflamado palpitar, iracundo, contra las paredes de mi vagina; sentía cómo mi carne se abrazaba a la suya poco a poco, cada vez yo más abierta y él más firme.

Respiré hondo e hice fuerza con las caderas hacia abajo para incrustármela del todo. Suka tembló, abrazó mi cintura con los brazos y tiró de mí para alcanzar mis labios. Me metió la lengua en la boca y me hizo gemir de gusto con la boca llena, socavándome a lengüetazos cada vez más agresivos mientras yo me acomodaba encima de él, frotando mi clítoris contra aquella dureza que tenía dentro, dando pequeños botes húmedos sobre sus rodillas. Reptó con la mano derecha en dirección a mis pechos—la izquierda continuaba agarrando con firmeza mi cintura--, se humedeció los dedos en la boca y comenzó a apretar y a pellizcar el pezón que le quedaba más cerca.

--¿Todo bien?—jadeó, deteniéndose junto a mi oreja antes de continuar bajando con la boca.

--Sí…--gemí. Sentía la extraña sensación de que podía volverme a echar a llorar en cualquier momento, al notarle ahí, resquebrajando mi sensibilidad. Pero qué más daba. Era libre, joder.

--¿Me dejas moverme?—inquirió con voz quebrada.

--Sí…--le dije—pero cómeme las tetas…

Gimió con los labios pegados; me agarró con ambas manos por la cintura para sujetarme, y me asestó un virulento golpe de cadera hacia dentro. Apretó los músculos para mantenerse lo más metido en mí posible, y comenzó a bombear moviéndose también hacia los lados, como si quisiera ensanchar la abertura que le cercaba, chapoteando en mi lodazal. Su excitación me espoleó y me moví con intensidad encima de él, adelante y atrás y en círculos, haciendo que mis pechos rebotaran en su boca. Abrió los labios y atrapó entre ellos mi pezón derecho; inmediatamente sentí la furia de sus dientes en torno a él mientras lo succionaba con fuerza.

--Joder…--casi sollocé de placer; las caderas de Suka parecían mecanizadas, moviéndose rítmicas, empujando hasta lo más profundo como queriendo partirme en dos.

--¿Te gusta?—resolló, sin dejar de moverse.

--Sí, joder…

Una de sus manos se deslizó desde mi cadera hasta mi culo, y apresó con determinación una de mis nalgas.

--Qué gusto, Ahki…

Sentir de nuevo en la boca el dulce sabor de su saliva y su lengua, al tiempo que su polla me rompía por dentro, me hizo desear correrme.

--Suka…--sólo decir su nombre desencadenó otra violenta oleada—me quiero correr…

Continuó follándome, redoblando el ritmo y la intensidad de sus acometidas, súbitamente avivado.

--Córrete, cariño…--jadeó—disfruta…

Como si aquellas fueran palabras mágicas, me noté de inmediato previa a la inmensa contracción, al salto al vacío. Saboreé ese instante sin nombre, restregándome agitada contra él, y espere al siguiente impulso…

--Suka, voy a correrme…

Me dejé caer, gemí, le abracé la polla con todo mi cuerpo y grité.

--Oh…--escuché que jadeaba—sí…

Presionó mi hombro con su mano derecha, su mano izquierda apretando mi cadera, atrayéndome hacia él mientras me cosía a pollazos desde abajo, con fiereza. Con cada contracción de mi orgasmo sentía su polla entrando violenta y después retrayéndose, retrocediendo para volver a destrozarme el coño. Gemí dentro de su boca, deseando que aquel indescriptible placer no acabara nunca.

Me pareció que mi orgasmo duró horas; horas enteras fagocitándole con el vacío que tenía entre mis piernas, horas tirando de él hacia dentro de mi cuerpo, tensa, apretándole para que no saliera nunca.

Cuando por fin mi interior se calmó, tomé de nuevo conciencia de mis caderas que se movían solas buscando el último pulso eléctrico, la última bocanada de placer. Abrí los ojos y le descubrí sudoroso, caliente, aguantando por no estallar, los ojos  fijos en mí y las pupilas dilatadas. Traté de sonreír.

--¿Qué tal?—me sonrió a su vez. Su voz sonaba entrecortada. No podía evitar moverse contra mí con pequeños embates involuntarios. Imaginé que estaba deseando correrse.

--Bien…--aquella palabra se quedaba corta, desde luego, pero no fui capaz de decir otra cosa.

Su sonrisa se amplió y me atrajo de nuevo hacia sí, sus caderas contra las mías.

--¿Qué tal tú?—pregunté.

Él resopló y mordió brevemente la piel de mi escote.

--Muy cachondo…--culeó contra mí.

Me moví fuerte sobre sus caderas, súbitamente excitada de nuevo. Me di cuenta de que si continuaba así, moviéndome con él dentro, rozándome con él, sintiéndole caliente y duro, tendría irremediablemente un segundo orgasmo de forma inmediata.

--Tienes ganas de correrte…--aventuré en su oído. Se movió más rápido.

--Sí…--murmuró—pero aún puedo aguantar un poco más… si no te mueves mucho.

Reí nerviosa.

--No tienes por qué aguantar—jadeé, apartando un mechón de cabello para despejar su frente perlada de sudor—córrete cuando quieras…

--¿Puedo correrme dentro?—musitó.

Asentí con vehemencia. Cuando tuve a mi hija el parto se complicó, tuvieron que intervenirme y me quitaron la posibilidad de tener más hijos.

--Sí, sí…--le animé—no hay problema con eso.

Sonrió de nuevo, tratando de recuperar el resuello, y se inclinó sobre mí para besarme el cuello con suavidad.

--Entonces te espero uno más y me corro contigo—murmuró—estás a punto otra vez…

En verdad lo estaba. El cuerpo me pedía estallar de nuevo sobre él, volver a dejarme ir, era casi como dejarme morir.

--No hace falta…

Colocó el dedo índice sobre mis labios y me regaló una sonrisa perversa, al tiempo que volvía a la carga empujando dentro de mí.

--Cállate ya—me dijo—déjame darte otro, por favor…

Gemí y volví a acoplarme a su ritmo, incrustándome en él. Esta vez busqué deliberadamente el orgasmo, sabiendo que Suka se derramaría cuando me sintiera,  terriblemente excitada por ello. Me revolvía por dentro de gusto imaginándole perdiendo el control.

--Vamos, Ahki—rozó con los dientes el lóbulo de mi oreja—disfrútalo…

Ahogué un grito contra su mejilla y me incliné hacia atrás, dejando que mi pelvis danzase sola a ritmo del segundo estallido de placer. Era como tener dentro una inmensa bola cargada de energía que aumentaba, hasta volverse incontenible, arrollándolo todo a su paso por mis venas y arterias hasta la misma punta de los dedos de mis manos y pies. Me sacudí abandonando toda cordura, todo pensamiento, y sentí que Suka me agarraba con fuerza, elevaba las caderas y me poseía ferozmente, clavándose en mí con toda su energía. Escuché que emitía un gruñido ronco; resopló, y comenzó a moverse  al tiempo que su polla se descargaba por fin dentro de mi cuerpo. En mitad de mi orgasmo, creí sentir el disparo caliente de su semen dentro de mí, perdiéndose en mis profundidades, rebosándome.

--Cabrón…--bufé agitándome, loca.

Me agarró con más fuerza para sentirme mejor y follarme a gusto, clavándome las uñas, inclinándose hacia mí, buscando mi cuerpo, presionando con los labios entre mis pechos, boqueando.

Sacudido por los impulsos finales de su orgasmo, yo ya cayendo en la más absoluta relajación, me abrazó con fuerza. Le sentí temblar.

Mientras recobraba el ritmo normal de su respiración me sujetó fuerte entre sus brazos, apretándome contra sí como si quisiera grabar su cartografía en mi cuerpo. El furor inicial fue siendo, poco a poco, aplacado por un mar tranquilo surcado de vez en cuando por alguna ola aislada, residual.

Creo que los seres humanos somos, o nos sentimos, especialmente vulnerables después de un orgasmo; desnudos por dentro, volviendo poco a poco a la realidad en compañía de otro, en ese tramo nebuloso entre el sueño y la vida. Por eso, los instantes posteriores a esa experiencia siempre me han parecido grandes; en ese pequeño lapso de tiempo hay un lugar para la dulzura infinita. Y también quise disfrutar de ello. Por eso le rodeé con los brazos, descansé mi barbilla sobre la curva de su hombro y le susurré al oído:

“Gracias”.

Sonrió contra mi coronilla y siguió con sus dedos el camino de mi columna vertebral.

--Gracias a ti—murmuró.

Durante unos minutos se mantuvo dentro de mí, recobrándose. Mi barbilla descansaba en la curva de su cuello, asomándose a su espalda; alcanzaba a distinguir el borroso contorno del asiento que tenía en frente, sin lograr enfocar aún del todo.

--Mientras recogías el paquete, hice una llamada—murmuró de pronto, sin dejar de acariciarme.

Asentí imperceptiblemente, sin querer abandonar aquel delicioso “piel con piel”.

--Una llamada a mi hermano—prosiguió. Hizo una pausa de algunos segundos—Nunca te he hablado de mi hermano Daren, ¿verdad?

--No—respondí—nunca.

Suka se acomodó sobre el asiento. Se aclaró la voz y me dio un beso fugaz en la parte de atrás del cuello.

--Daren es mi hermano mayor—me dijo—vive en la provincia de Kiu, cerca de la costa.

Deslizó la mano sobre mi espalda para continuar acariciándome con suavidad.

--Vive en un castillo—continuó—siempre fue un fanático de los castillos, en realidad, y no ha descansado hasta poder permitirse vivir en uno…

Fruncí el ceño.

--Sí que debe de tener poder, para vivir en un castillo…

Suka sofocó una carcajada a mis espaldas.

--¿Poder?—replicó—Sí, puede que también tenga poder, pero lo que desde luego tiene es dinero.

Retrocedió unos centímetros y me obligó a levantar la cabeza para mirarle a los ojos.

--Ahki, quiero proponerte una cosa…

Le miré extrañada.

--¿Qué cosa?—pregunte.

--Bueno… la situación de tu hija te apena—dijo despacio—desde luego, no es el mejor sitio para una niña donde está ahora… ni tampoco la compañía que tiene es la mejor.

Me puse a la defensiva inmediatamente. ¿A qué venía hablar de mi hija en ese momento?

--No, es cierto, pero no hay nada que pueda hacer, ya te lo dije.

--Sí lo hay—repuso, con un súbito brillo en los ojos—es lo que quería decirte. Mi hermano tiene una escuela donde entrena luchadores…para diversos fines. El castillo donde vive es esa escuela, él es el dueño. Hay mucha gente allí, y algunos tienen hijos. Sé que apenas me conoces y que esto tal vez te parecerá una locura, pero quizá… quizá tu hija podría estar bien allí… durante un tiempo.

Le miré confusa, sin estar segura de estar entendiéndole.

--Suka, ¿qué quieres decir?

Apartó los ojos y fijó la mirada en el suelo.

--Bueno… quiero decir que, si te parece bien,  podríamos ir a buscar a tu hija cuando quieras; mañana mismo, incluso…todavía nos quedan unos días antes de partir.

--¿Ir a buscarla? ¿A Pretum? ¿Para qué?

Sonrió, ligeramente azorado.

--Pues… tal vez podamos ir los tres a Kiu—explicó pausadamente—tú ves cómo es todo eso, conoces a mi hermano, y si te parece bien podríamos dejar a la niña a su cargo. Allí tendrá todo lo que necesite: cama, comida, otros niños…

Traté de procesar aquella información de manera eficiente, pero me había quedado bloqueada. Esa proposición era lo que menos me podía esperar. Y, sí, parecía una locura.

--Por supuesto no tendrás que pagar nada—añadió precipitadamente—y estarás en contacto permanentemente con ella a través de Daren. Hablarás con ella cada vez que quieras, y cuando finalice el torneo volveremos allí. Incluso… si tú quisieras, podrías entrenar con nosotros…conmigo, y quedaros el tiempo que gustéis.

Dios mío, por un momento pensé que sonaba maravilloso. Pero qué demonios, ¿cómo iba a dejar a mi hija en un sitio extraño, a cargo de un completo desconocido? Los Kalvian eran unos indeseables, pero… ¿quién sabía cómo sería aquello?

--Es sólo una estancia transitoria…--murmuró Suka—una estancia mejor.

No supe qué decir ni qué hacer.

--¿Por qué lo haces?—le espeté, mirándole directamente a los ojos--¿Por qué me propones esto?

Se encogió ligeramente de hombros.

--Me gusta ver que estás bien—repuso. Extendió la mano y me acarició la mejilla—Antes, cuando me contabas lo de Ashia, te vi muy preocupada y triste. Es normal—añadió—a mí tampoco me seduciría la idea de que mi hija estuviera viviendo con esa gentuza que mataría por un puñado de monedas.

Bajé los ojos. Tenía razón, y su planteamiento tenía lógica… además de sonar tentador. Pero no podía decir que sí.

--Mientras me lo contabas—continuó—deseé que las cosas no fueran así. Me pareció injusto para ti y también me dio miedo por la niña. Y entonces pensé en mi hermano. Y… mientras recogías el paquete, me tomé la libertad de llamarle y comentarle la situación. Sólo le conté por encima, lo suficiente para obtener una respuesta de su parte. Y bueno, él me dijo…como yo suponía, que no hay problema ninguno. Que tienes a tu disposición la escuela para lo que desees, y que no sería ningún problema acoger a tu hija durante el tiempo que haga falta.

De manera que ya había actuado. Durante unos instantes me sentí víctima de una encerrona.

--No tienes que decirme que sí ahora…--murmuró, acariciándome la mejilla con ternura—puedes pensártelo con tranquilidad y decidir lo que quieras. Sólo estamos limitados por el tiempo que nos queda… antes del torneo.

--Suka—carraspeé—gracias, de verdad. Me resulta tentador, pero… no puedo aceptarlo.

Sonrió y se irguió unos centímetros sobre mí, moviendo a un lado las caderas para salir de mi interior. Con cuidado, se deslizó fuera de mí y se acomodó en el asiento, mirándome con ojos brillantes y una leve mueca de decepción.

--Bueno… piénsatelo, al menos, ¿vale?

Asentí, intentando pensar con claridad.

--No es una decisión para tomarla a la ligera…--me dijo—pero, por favor, piénsatelo.

Detuve a tiempo el impulso de preguntarle qué sacaba él con todo aquello. Después del momento que habíamos pasado, me chirriaba pensar en motivaciones ocultas… pero, sinceramente, me costaba creer que lo único que el quería a cambio era que la situación de mi hija mejorase. Él no conocía a Ashia, nunca la había visto… y apenas me conocía a mí; habíamos tenido un par de encuentros sexuales, sólo eso. Sólo sexo oral y un polvo… no era bueno pensar que había habido algo más ahí.

Negué con la cabeza, me sentí idiota al darme cuenta de que para mí sí había habido algo más. Amistad y afecto en grandes cantidades, por razones desconocidas.

--Suka… es que… me cuesta entender por qué haces esto—intenté formular mi pensamiento con claridad—quiero decir, por qué muestras el deseo de que a mi hija y a mí nos vaya bien.

Ante mi asombro, soltó una carcajada.

--Por dios, Ahki… ¿es que tiene que haber un motivo?

Cavilé unos segundos. En mi mundo, desde luego, sí tenía que haberlo. Pocas veces había visto hacer a la gente cosas por que sí.

--Sólo quiero que las cosas vayan mejor—dijo con voz queda—ya te lo dije. Además… seguro que te mueres de ganas por ver a Ashia…

Por supuesto que me moría de ganas. De hecho, el ir a buscarla era la primera tentación cada vez más difícil de superar. El verla, poder abrazarla, estrecharla entre mis brazos, escuchar su voz, acariciar su pelo…

--También puedo llevarte a verla, simplemente, si quieres. Podemos quedarnos en Pretum un día o dos—aventuró—y luego volver.

--Oh, no… eso es un viaje larguísimo…

Sonrió.

--No son más que kilómetros en coche—replicó—y la verdad, me encanta pensar en tener algo que hacer.

--No, no…--insistí—tú estás bien donde estás, con tus planes, tus entrenamientos… déjalo, Suka.

De nuevo se echó a reír.

--Esto ha sido lo mejor—meneó la cabeza—“tú estás bien donde estás”… sí que sabes sobre mí, Ahki…ahora me entero de que estás dentro de mi cabeza para saber lo que más me conviene…

Me guiñó un ojo y volvió a disentir, con ademán de tirar la toalla.

--Eres dura de roer--dijo entre dientes—pero yo también lo soy. Estaré pendiente de tu decisión… sé que lo pensarás.

Me encogí de hombros. Por mí podía esperar sentado. Sin embargo, tenía que admitir que con aquella proposición había sembrado en mí una pequeña semilla de esperanza: una pequeña ventana abierta de pronto en una casa oscura, por la que se colaba un tenue rayo de sol.

--Lo pensaré…--dije a regañadientes, por si se le ocurría volver a insistir.

Me di cuenta de que había parado de llover. El chaparrón se había ido con la misma brusquedad con que se había desatado.

--Quizá deberíamos volver al pueblo…--aventuré. No me sentía incómoda con él, pero sí me sentía súbitamente extraña, con la cabeza bullendo llena de ideas en las que no quería pensar.

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