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Nuestra perra-IX

en Dominación

Gateando  por el pasillo—o más bien “perreando”, aunque este término pueda resultar evocador para los fans del reggaton—Esther llegó por fin al cuarto de baño. De la misma manera que cuando uno hace el pino ve la realidad vuelta del revés en un principio, todo cambiaba desde aquella posición. Las cosas parecían más grandes y más lejos, como fuera del alcance, cuando uno iba a cuatro patas, pensó.  Y como no estaba acostumbrada a la realidad del piso, todo lo que veía sobre ella le resultaba de alguna manera amenazador.

Acordándose de que desde aquel momento tenía expresamente prohibido encerrarse en ningún sitio, entró a la pequeña habitación y dejó la puerta entornada. Ella siempre había sido muy celosa de su intimidad. Nunca antes había renunciado a ella, como tampoco había dejado aparte su mundo material, sus “cosas”, a las que se agarraba como una pequeña urraca. Todo eso iba a terminar. Vagamente se daba cuenta de ello.

Sin embargo, de forma gratuita y en menos de una hora había vivido cosas que no había experimentado nunca en su vida.

“Si quieres crecer, siempre estás a tiempo”

Aquella frase que le había dicho Jen, pronunciada como siempre con amabilidad, con tranquilidad, le daba vueltas en la cabeza mientras abría el grifo y ajustaba la temperatura del agua. La voz de ese hombre resultaría alentadora aunque dijera algo monstruoso, reflexionó.

Se metió por fin bajo el chorro caliente, puso una sustanciosa cantidad de gel verde en la palma de su mano y comenzó a enjabonarse todo el cuerpo con meticulosidad. Inti la quería “limpia”… no sabía hasta qué punto, pero intuía que de manera extrema. Y no quería ganarse más bofetadas por ese día, ni tampoco desde luego un castigo peor por no cumplir con eso.

Era la primera vez que había llorado así en mucho tiempo; y más que iba a llorar aquel día, pero eso no se lo imaginaba. Ese primer llanto había sido sólo la punta del iceberg, la tapadera de la caja de Pandora.  La última vez que había llorado con auténtico sentimiento lo había hecho sola, encerrada en la habitación donde dormía en casa de sus padres, sumida en la desesperación. No recordaba cuándo lloró a lágrima viva delante de alguien; en aquel momento, mientras se lavaba, le parecía que nunca. Dejando aparte su infancia, claro.

Y la reacción de aquellos hombres ante su llanto la había descolocado. Inti no le había dado prácticamente ninguna importancia—“no me importa en absoluto que llores”, algo así le había dicho. Y Jen se había mostrado conmovido, pero sin dejar de entender el llanto como algo simple y natural.

Era la primera vez que ocurría eso.

En las contadas ocasiones en que Esther había llorado así, antes de conocer a sus “Amos”, y se había dejado ver por alguien, la actitud de ese alguien hacia ella siempre había cambiado. La actitud afectiva. Cuando Esther era una niña, su padre no podía soportar el hecho de verla llorar; lo consideraba un signo de debilidad, de su propia debilidad, encarnado en su hija. Y se volvía violento verbal y físicamente, aunque nunca le había agredido a ella de forma directa; era más de destrozar puertas, patear muebles y romper objetos estrepitosamente. Esto le había angustiado muchísimo a ella entonces, como es lógico, y hablamos de una angustia secreta, siempre escondida ante otras personas y muy difícil de poner en palabras. Nadie que desconoce el entorno de un niño puede imaginarse dónde reside la angustia de ese niño. Así que, frente a estos “ataques”, Esther-niña nunca estuvo protegida. Su madre había estado allí, claro… pero eso había servido de poco. Y siempre, ante vecinos o en el colegio, había parecido una niña “normal”.

 Jamás ella hubiera sido capaz de articular, por sí misma, el pensamiento de que si su padre se volvía violento cuando la veía llorar, era problema de él y no culpa de ella… pero claro, era ella quien había sufrido las consecuencias directas, en definitiva.

La reacción de Inti había sido inocua, pero la de Jen había sido fuera de serie. Literalmente. Fuera de serie, porque eso sí que jamás se lo había planteado nadie.

“Llorar es bueno, es necesario para liberar tensión. Suéltalo con toda tranquilidad”.

Esa frase la había dejado en blanco. Era lo que menos hubiera esperado escuchar, y era precisamente lo que necesitaba. El corazón le dio un vuelco.

                                               -0-

Regresaban al piso después de haber ido a casa de los padres de Esther. La  chica había pasado el trayecto de ida relativamente bien, nerviosa, pero manteniendo la calma; sin embargo el camino de vuelta había sido más difícil para ella. Jen conducía en silencio, enfilando ya las pequeñas calles que llevaban al núcleo donde estaba el piso, sin saber muy bien qué decir o si era preferible no decir nada.

Esther había palidecido tras pasar por casa de sus padres,  y en aquel momento miraba por la ventana con la mano apuntalada en la barbilla, como escondiendo su rostro. En el maletero llevaban dos bolsas de plástico negras, de esas que se utilizan para escombros de jardín, en las que se encontraban las pertenencias que había elegido rápidamente para llevarse. Algo de ropa, algo de aseo, algunos libros… y un cuaderno para escribir. No era mucho en realidad, aunque la ropa de invierno abultaba en las bolsas. Quiso coger algo de dinero pero Jen no se lo había permitido: “Todo cuanto necesites corre de nuestra cuenta”,  había dicho. Ni siquiera había querido aceptar la posibilidad de guardárselo.

Finalmente, Jen estacionó a pocos metros del portal del piso. Detuvo el coche, extrajo la llave de contacto y miró a Esther, que seguía con el cuerpo girado hacia la ventanilla.

--Nena…--le dijo en voz baja, rozándole el hombro.

Ella asintió sin mirarle, y manteniendo la cabeza agachada se movió trabajosamente para abrir la puerta del copiloto.

Avanzaron hacia el portal; Jen sujetaba las dos bolsas en la mano y con el otro brazo rodeaba los hombros de Esther, como si temiera que esta se desvaneciera.

--Esther…--Le dijo, al descender del ascensor en el sexto piso, segundos antes de abrir la puerta—Hoy tu prioridad ha de ser el Amo Inti…

Ella asintió brevemente. Parecía aún conmocionada.

--Sé que no es buen momento para ti ahora—continuó Jen—sé que esto puede ser difícil. ¿Te encuentras bien?

Ella sacudió la cabeza como para quitarse de encima una idea molesta.

--Sí…--repuso en un hilo de voz.

--¿Crees que podrás hacerlo?

Esther suspiró. Levantó la mirada y recorrió con los ojos el descansillo de la escalera, las bolsas negras, deteniéndose finalmente en la puerta cerrada del piso.

--Sí…--dijo al fin—creo que podré hacerlo.

Jen asintió brevemente sin tenerlas todas consigo.

--Bien… no te preocupes, Inti puede ser borde,  pero no está loco.

--Lo sé…

--Todo fluirá.

Él la miró, le pareció a Esther que con cierta pena. Sus ojos oscuros, densos, se clavaron en ella durante un momento con un destello de preocupación.

--Yo… estaré también en casa—añadió—estaré cerca.

Y sin querer dilatar más la espera ante la puerta, deslizó la llave en la cerradura y tiró del picaporte hacia él. La puerta chasqueó y se abrió con un quejido metálico.

El vestíbulo se hallaba en penumbra—el día estaba nuboso—nadie había encendido ninguna luz. La casa estaba en silencio. Esther se obligó a dar un par de pasos hacia el vestíbulo, precedida por Jen, quien depositó las bolsas negras en el suelo junto a la puerta. Al sentir el olor de la casa inundándole las fosas nasales, un olor que ya empezaba a reconocer, Esther agachó la cabeza como si el aire se volviera un yugo sobre sus hombros. Fijó la vista en el suelo y se encogió, dándose cuenta de que unos pasos firmes se acercaban por el pasillo.

--Hola—saludó Jen.

--Hola—respondió Inti desde el pasillo, acercándose.

Esther clavó los ojos en sus zapatillas, sin atreverse a levantar la cabeza. Eran unas deportivas grises, limpias y algo gastadas; la puntera era notoria y se veía reforzada, la suela  de goma era gruesa y listada, de color más claro, igual que los cordones. Esther podía ver también los pantalones de Inti, al menos de rodilla para abajo: vaqueros azul claro desvaído, casi blancos, cuya tela blanda se arrugaba sobre la punta de las zapatillas.  Sintió un escalofrío al mirar aquellas piernas paradas delante de ella, en actitud expectante, ligeramente separadas. Eran unas piernas delgadas, pero sus músculos se intuían marcados bajo aquella tela de papel.

--Hola, tú—saludó Inti, dirigiéndose a ella--¿Eso de ahí son tus cosas?

Señaló con una inclinación de cabeza las bolsas negras junto a la puerta.

--Sí, Amo…

--Déjalas en la habitación donde dormiste esta noche. No las deshagas. Te espero en el salón, ahora.

Y dicho esto, se giró y echó a andar por el pasillo. Jen se volvió hacia Esther y buscó sus ojos una vez más, tratando de infundirle un poco de ánimo. Pero ella ya estaba poseída por el miedo, temblando de los pies a la cabeza.

--Todo va a ir bien—le dijo Jen antes de alejarse—estaré aquí mismo.

Ella no fue capaz ni de darle las gracias. Se inclinó hacia las bolsas de ropa, las agarró con firmeza como un autómata y echó a andar hacia el fondo del pasillo, donde se encontraba la habitación que Inti le había indicado.

Poco después volvía, casi arrastrando los pies, hacia el salón donde la esperaba Inti.

--Entra.

Estaba sentado en un sillón que había junto al sofá de dos plazas; el sillón donde Esther había visto a Alex repantingado la noche anterior viendo “La Guerra de los Mundos”. Tenía las piernas estiradas y  los pies apoyados en un puff que había colocado delante del sillón; en la mano sujetaba una vara corta, rígida, terminada en una lengüeta de cuero.

--Mientras ibas a casa de tus padres he rescatado algunas cosas de la hípica junto a la cual trabajo, cerca de aquí…--le dijo mientras acariciaba la fusta entre sus dedos—material de doma. ¿Qué te parece?

Esther dio un paso atrás sin saber qué responder. Había comenzado de nuevo a temblar, esta vez le parecía que sin control. No podía apartar los ojos de la fusta ni de los dedos de Inti, que se movían de arriba abajo sobre ella, acariciándola delicadamente, jugando con la lengüeta final.

--Ponte de rodillas—ordenó él, sin levantar la vista de la fusta--Nunca ha usado nadie algo como esto para llamarte al orden, ¿verdad?

--No…--respondió Esther, arrodillándose. Estaba tan nerviosa que casi pierde el equilibrio de una manera estúpida al hacerlo.

El cuerpo de Inti se contrajo como si éste se preparara para dar un salto.

—no, Amo—concluyó Esther, cuando se sintió firme en aquella nueva posición.

Él se relajó ostensiblemente.

--Bueno, hay que probar cosas nuevas—sonrió, con los dientes apretados--¿no crees?

A ella le aterrorizaba “probar” aquello, no hacía falta ser un lince para deducirlo. Su terror era un dulce delicioso para Inti, lo masticaba lentamente, con fruición.

--Sí, Amo, lo creo—no quería que se le escapara nada, iba a esforzarse al máximo por no hacer nada que a Inti pudiera molestarle, no quería problemas con él, realmente no los quería. Qué equivocada estaba al pensar que eso dependía únicamente de ella—Amo… ¿puedo preguntar una cosa?

--Adelante, perra, pregunta.

Con cierto esfuerzo, Esther reunió el valor para formular la duda que le estallaba en la cabeza desde que había visto al Amo Inti, al entrar en el salón.

--¿Me va a azotar, Amo?

Le causaba ansiedad no saberlo. Le urgía saberlo.

Sin levantar los ojos del suelo, atemorizada, escuchó la risa que sofocaba Inti entre sus labios. Éste tardó un poco en contestar.

--¿Debería, tú crees?—respondió--¿Me has dado algún motivo para ello?

Esther guardó silencio. Justo aquella mañana le había dicho aquel mismo hombre que los motivos no siempre eran “necesarios”.

--Creo que no, Amo…

--¿Crees?—le espetó él—Vaya descontrol que llevas, ¿no?—y sin esperar respuesta añadió—si no sabes cuándo haces las cosas bien o mal, perra, estamos apañados. Estás apañada—rectificó—porque no soy yo quien sufrirá las consecuencias…

Otra vez se volvió a sonreír. La risa que reprimía, aquella que no quería dejar salir quién sabe por qué motivo, le daba escalofríos a Esther.

--Lo siento, Amo…

--Sí—asintió él—siéntelo por ti, perra, por cada error que cometas. Mírame—le ordenó.

No. No podía…

--Perra…--la voz se tornaba impaciente—Te he dicho que me mires.

Despacio, Esther levantó la cabeza. Temía los ojos de Inti más que a nada en el mundo en aquel momento, le parecía.

--Eso es.

Continuará...

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