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Nuestra perra-XIII

en Dominación

Apenas salió a la calle y anduvo unos metros, se paró en medio de la acera y estalló, rota en sollozos. Temerosa de que ellos pudieran verla desde la ventana, se obligó a seguir andando, cegada por las lágrimas.

Sentía dentro de ella tanta frustración…

¿Cómo había podido creer, cómo había podido consentir ese trato, de principio a fin? Ahora, desde la crudeza de su soledad, con el cielo emborronado de nubes como único techo sobre su cabeza y los pies por fin en el suelo, le parecía que todo lo acontecido había sido una pesadilla. Le zumbaban las sienes y tuvo que sujetarse a algo—no veía claramente qué era, tal vez un árbol, o una farola—para no caer. Allí, en medio de la calle, con transeúntes yendo y viniendo del trabajo, o paseando con sus hijos o sus perros, su realidad de hacía un momento le resultaba tan ajena que daba la sensación de que nunca hubiera existido.

Pero las marcas que cruzaban su culo como huellas indelebles del reciente tormento, y el dolor que sentía con el sólo acto de caminar, atestiguaban lo contrario.

Se forzó a echar a andar de nuevo. Recorrió calles con el único propósito de poner distancia entre aquel mundo dantesco y ella misma. Era doloroso pensar que había sido una imbécil por consentir aquello, por ni tan siquiera pensar que una convivencia así podría funcionar… pero, a su pesar, también tenía grabado a fuego en su alma el inmenso placer que había sentido, aunque se resistía con todas sus fuerzas a aceptarlo.

El placer había sido sexual, desde luego, salvaje y desconocido. Un placer como nunca se había atrevido a sentir, una montaña rusa de depravación y sobresaltos nada más empezar, caliente, orgásmica, donde sus más negros sueños tenían cabida por fin. Un placer que en aquel momento le parecía que lo había vivido otra persona, otro ser: la perra viciosa.  Pero no sólo se trataba de eso.

La voz de Jen, su dulce resistencia cuando había ido a verle para… para… mejor no pensar para qué; la breve aprobación de Inti, las caricias de Jen por debajo de la mesa, la aceptación del primero golpeándose el muslo para que ella gateara junto a él… La habían llenado tanto…

No recordaba haber sentido un placer igual, una paz igual.

¿Por qué? Se lamentó por dentro. Ya no le quedaban lágrimas y sentía auténticos deseos de tirarse de los pelos. ¿Por qué, dios santo?

Hijo de puta, le había dado fuerte. Esther necesitaba borrar cuanto antes ese recuerdo de su cabeza; aquel instante en el que Inti la había colocado sin previo aviso sobre la mesa y se había liado a cintazos con ella, por un motivo completamente injusto además, si es que había algo que justificase aquello.

Alex la había provocado. Ese chico no tenía límite a la hora de bromear. Lo que había dicho la había hecho saltar…

En su fuero interno, a Esther le hubiera gustado haber podido contenerse. Aunque sólo hubiera sido para darles en las narices a los dos, uno que hablaba de algo de lo que no tenía ni puta idea, aplastando delicado cristal con sus botas “pisamierdas”, y el otro anteponiendo diligencia ante todo, indiferente a todo. Y Jen. Jen se había callado como un cabrón, no la había protegido, y eso había sido como apoyar a los otros dos. Se dio cuenta de que en realidad no le conocía, y se sintió imbécil por haberse sentido segura con él, por haber pensado algo tan absurdo como que estar a su lado era garantía de no sufrir daño. Imbécil, idiota, tonta.

Jen había abierto la boca pero sólo lo había hecho para recordarle a Inti un par de cosas que éste ya sabía. Y al otro no le había importado un carajo, desde luego.

Inti la había vejado y humillado delante de todos. Le había marcado la piel. El impacto del cinturón sobre su carne había sido terrible, desproporcionado, tanto que ahora le parecía a Esther que lo había olvidado. Igual que lo que les pasa a las mujeres después del parto, pensó, ya que aunque ella no había dado a luz nunca, había oído comentar que por cruenta que hubiera sido la experiencia, todo ese dolor se olvidaba. Más que olvidarlo, lo había bloqueado en su cabeza; de alguna manera, se sentía incapaz de reaccionar  aún ante su encuentro con el cinturón.

Quería apartar de sí aquellas imágenes del mundo vuelto del revés. Cuanto antes. Lo necesitaba. Pero el culo le ardía, lo que la devolvía una y otra vez a lo ocurrido.

En sentarse no quería ni pensar.

Aunque el “contrato” no tuviera ninguna validez legal, se alegró en su fuero interno de no haberlo firmado…

Era como, al fin y al cabo, no haber acabado de comprometerse a aquello. Había probado, y no lo había soportado… y menos mal.  Se preguntó qué hubiera sido de ella, qué hubiera pasado en el caso de haber obedecido y finalmente firmado aquel sinsentido. Y la respuesta que le envió su alma—no su cerebro—siempre inoportuna e incontrolable, no la entendió.

A pesar de su dolor, se sentó en un banco, aturdida. Miró alrededor: no tenía ni idea de dónde estaba,  ni tampoco sabía dónde ir.

Una palabra saltó en su mente, escrita en grandes letras negras sobre un lienzo blanco, como en una enorme pantalla de cine dentro de su cabeza: desesperación.

No iba a volver a casa de sus padres, no podía. Desde aquel mismo momento, comprendió que se había convertido en una “sin techo”.  Esta idea fue como una náusea y tragó saliva con fuerza, aunque apenas le quedaba, para comérsela junto con el resto de sus miserias. No se daba mucha cuenta, pero para bien o para mal, estaba actuando como nunca antes. Estaba empezando, tan sólo empezando, a afrontar algunas cosas. Pero le faltaba un impulso final para el movimiento, ya que su esquema de pensamiento le llevaba a la misma pregunta: “¿y ahora, qué? ¿Qué hacer, dónde ir?”

Era menos doloroso—o al menos eso le parecía—regodearse en su propia desgracia sobre aquel banco.

Escondió la cabeza entre las manos y lloró a borbotones. En las últimas horas había llorado más que en toda su vida.

Mientras dejaba a las lágrimas fluir, se dio cuenta de que tenía que volver en algún momento al piso de los chicos, a recoger sus cosas. O no. Aún conservaba el papelito arrugado donde había apuntado direcciones y teléfonos de los anuncios del periódico, donde ellos habían publicado el suyo buscando a alguien para la habitación que tenían libre. Probablemente era la habitación de Inti o de Alex antes, ya que había visto que ellos compartían un solo cuarto. Se dijo que habrían hecho el cambio por auténtica necesidad económica, y sin embargo habían aceptado que ella viviera allí, ocupando ese lugar, a pesar de que no podía pagar nada…

¿Cómo que nada?

Los abusos, los insultos, los azotes. Eso era más que suficiente para varios meses, qué demonios.

Estaba enfadada, rabiosa, herida, dolorida. Perdida. Sin ninguna esperanza.

Lloró más aún cuando se permitió pensar que echaba de menos a Jen… a ese maldito cabrón, y también a Inti… de algún modo.

Le gustaban.

Dios santo, ¿Por qué era tan imbécil?

Le parecía que no se podía estar más loco en este mundo, ni más roto.

Cuando se hubo recompuesto tras unos minutos de llanto a lágrima viva, rebuscó con mano temblorosa el papelito de los teléfonos en su bolsillo.

Aún le quedaban unas monedas sueltas; podía acercarse a una cabina y llamar desde allí, para anunciar que iría a recoger el resto de sus pertenencias y de paso gritar un par de cosas a esos tres malnacidos.

Pero no era capaz.

Las horas fueron pasando, y la tarde invernal dio paso a la noche. Vencida por el agotamiento, abrazándose las rodillas sobre ese mismo banco, Esther fue cayendo poco a poco en un estado que no era sueño, pero tampoco vigilia.

No recordaba cuando por fin había roto el alba del día siguiente, pero un frío intenso que sentía hasta el tuétano de los huesos le hizo levantar la cabeza, desperezarse, y contemplar las gotas escarchadas en las ramas desnudas de los árboles, sobre su cabeza.

¿Había pasado la noche allí?

No podía ser…

No sabía qué hora era, pero el sol estaba saliendo; se adivinaba un resplandor naranja tras los edificios que la rodeaban.

Sólo podía mantener los ojos entreabiertos en una fina ranura. Estaban hinchadísimos de tanto llorar. Le dolían. Por no hablar de su trasero, y en realidad de todo su cuerpo. Se había quedado anquilosada en ese banco duro y helado como una piedra, y al intentar levantarse sintió protestar cada uno de sus músculos y huesos. El culo le ardía, por el contrario, y lo sentía enorme e inflamado bajo la ropa, palpitando. Esa sensación era traicionera, por la misma evidencia… era como si, a pesar de la ropa, otras personas pudieran ver lo que le habían hecho. Igual que si uno se cagaba encima pero no se le notaba.

Necesitaba desesperadamente tomar algo caliente. Calentarse por dentro.

Repasó el dinero que le quedaba en el bolsillo… insuficiente. Debía elegir entre tomarse un café—no le daba para más—o llamar por teléfono a aquellos cabrones, cosa que sentía que tenía que hacer lo antes posible para quitárselo de encima. Era una prueba dura y le daba miedo, pero sentía que tenía que hacerlo. Aunque sólo fuera por sus posesiones materiales que no quería abandonar ahí, y por el deseo de gritarles, de lanzarles toda su ira.

Había seguido andando, alejándose de su precario asentamiento, y de pronto se detuvo frente a una cabina telefónica. No esperaba encontrar una, no de manera tan fácil, como si hubiera brotado de pronto de la acera para casi chocarse con ella.

“Es una especie de señal”, se dijo. Era especialista en ese tipo de explicaciones místicas para los fenómenos simples y naturales. Y, gracias al inmenso poder de lo místico sobre algunos seres humanos, empujó la puerta de la cabina y entró.

Se sentía más calor allí, se dio cuenta de inmediato. No hasta el punto de ser agradable, pero sí al menos un poco de calor. Con los dedos inflados y rojos de frío, se las arregló para sujetar el papel con una mano y con la otra pulsar en los botones el número de los chicos.

La endiablada máquina se tragó las monedas con un tintineo ambicioso, e inmediatamente se escuchó el pulso de la señal al otro lado de la línea. La mano de Esther que sujetaba el auricular tembló mientras esperaba. Escuchó la señal una vez, dos, tres… pensó que nadie contestaría al teléfono, y se dio cuenta de que no había contado con ello. Si la llamada se cortaba y ella no conseguía hablar, habría malgastado sus últimas monedas inútilmente… y sólo le quedaría pedir, como una mendiga, para volver a intentarlo o para comer.

No sabía si deseaba que ocurriera esto, que se cortara la comunicación sin que nadie contestara, a pesar de las consecuencias…

--¿Sí?

Oh, no. Habían contestado. Y lo peor de todo, no había sido capaz de reconocer el tono de voz, no sabía quién de los tres había sido.

--¿Jen?—aventuró con cierta esperanza.

Se produjo una breve pausa al otro lado.

--No, está trabajando—contestó la voz al fin.  Esther no podía haber tenido peor suerte, ya que la voz que ahora escuchaba con toda claridad no era otra que la de Alex--¿quién es?

Tampoco la había reconocido a ella.

Esther hinchó sus pulmones de aire y se armó de valor. Aunque cuando habló, apenas le salió la voz… a pesar del aplomo que se esforzó en mantener, el frío le había destrozado la garganta, lugar que acababa de comenzar a dolerle como si tuviera dentro de ella la fragua de Vulcano.

--Soy Esther—fue lo que dijo.

De nuevo unos segundos de silencio.

--Esther, soy Alex…--la voz de él sonaba distinta, prudente. ¿Realmente era él?

--Ya lo sé—respondió ésta. No tenía mucho tiempo; el dinero que había metido en la cabina pronto se acabaría, y no le quedaba más. Todos los reproches que guardaba en la recámara para soltar a grito pelado parecieron esfumarse de repente—Necesito pasar por allí a recoger mis cosas…

No sabía aún que haría con las dos inmensas bolsas y le parecía descabellado imaginarse a sí misma arrastrándolas por la acera, como una indigente de lujo. Sin embargo, en su improvisado equipaje había metido calcetines gordos (sus pies en aquel momento eran dos cuchillas desprovistas de sensibilidad), prendas de lana y un abrigo de plumas que en aquel momento se lamentaba profundamente por no haber cogido… necesitaba esas prendas, al menos si su destino era pasar más noches como aquella, al raso en la calle.

--¿Desde dónde llamas?—le preguntó Alex--¿Dónde estás?

“Y a ti qué te importa”, pensó Esther, pero no quiso decirlo.

--No lo sé muy bien…--reconoció. La voz se le quebró en un acceso de tos.

--¿Cómo que no? ¿Dónde has dormido?

--En la calle—respondió esta, no tenía tiempo ni ganas de elaborar una mentira. Al fin y al cabo, no era culpa de ella si no tenía dónde ir… ¿o sí? Bah, mejor era no pensarlo.

--¿En la calle?—Alex había subido la voz. No daba crédito--¿pero ahora dónde estás? Dime el nombre de la calle, te paso a buscar…

--¡No!—exclamó Esther sin poderse contener—aún tengo la dirección del piso, lo encontraré sin problemas… ¿Inti está en casa ahora?

Iba a preguntar en un principio si era buen momento para pasar por allí… pero había cambiado la pregunta porque, si Inti estaba en casa, desde luego no lo era. Alex no le gustaba ni un pelo, pero de él podía pasar… de Inti y de Jen no, pero al menos este último estaba fuera, trabajando.

--No, no está—respondió Alex—estoy sólo yo. Pero dime, ¿cómo se llama la calle donde estás ahora y qué número te pilla más cerca? Tengo aquí el  coche, voy a recogerte en un minuto…

Alex solo en casa. Vale. Podría con ello. Podía pasar tranquilamente de un idiota degenerado, aunque le pesaba el recuerdo de haber sido humillada de aquella manera frente a él. Pero ese pensamiento no servía de nada, había que ser fuerte, se sacudió a sí misma.

--No tengo ni idea de cómo se llama la calle—confesó—no veo nada escrito…

--Vale…—repuso él. Un pitido resonó en la línea, avisando de que la llamada se cortaría si aquel trasto del infierno no recibía más monedas--¿y qué es lo que ves?

Esther se asomó por los cristales cochambrosos de la cabina. Espoleada por el pitido, contestó con rapidez:

--Una farmacia…--dijo. Se fijó en una marquesina marrón que antes no había visto—una parada de autobús… del autobús 33 y 35—forzó la vista para enfocar los grandes números rotulados en la parte de la marquesina que le quedaba a la vista—un edificio rojo de ladrillo, con una placa de metal en la puerta…

--La escuela técnica de fotografía—dijo Alex inmediatamente—Sí que te has ido lejos… voy a por ti, no te muevas de ahí.

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