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Gabriel

en Hetero: General

Gabriel tenía dos cualidades que estimulaban el rechazo hipócrita de la gente del pueblo. Bueno, tres. La primera cualidad era su silencio, incomprensible para muchos. Por norma general, la gente está acostumbrada a llenar la realidad de palabras, sea o no necesario; no sé si esto será cosa de donde yo vivo o se trata de una pandemia extendida por todo el mundo, ya que no he tenido la suerte de viajar tanto como hubiera querido.

La segunda cualidad era que, gracias a su silencio, Gabriel era diferente. ¿Diferente a quienes? Pues a los que hablan de más. Las cosas que decía eran sólo las necesarias y no siempre eran del agrado del resto. Respondía escuetamente cuando le saludaban sin preguntar qué tal—salvo que realmente le interesara—y normalmente no hablaba del tiempo, de si hacía frío o el cielo estaba nublado...realmente pasaba por un antipático por evitar toda aquella parafernalia de conversaciones superfluas. Si alguien le preguntaba algo, o decía lo que pensaba o, si creía que era mejor callar, respondía con un gruñido seco encogiéndose de hombros. Todas estas cosas le fueron otorgando poco a poco la etiqueta de “extraño” y, posteriormente, la fama de “tonto del pueblo”, ya que no era normal lo que hacía Gabriel...Era pescador, qué demonios, había visto más amaneceres que ninguno de nosotros ahí fuera, frente al embarcadero donde llegaban las olas rizadas en calma. Los pescadores hablan del tiempo, se supone...si ellos no hablan del tiempo, ¿quién lo hace?

Y, para colmo—tercera cualidad—Gabriel era extranjero. Los que se atropellan en la vida considerando la realidad un lugar cotidiano, un espacio vacuo que hay que llenar de palabras hasta desbordarlo, generalmente odian todo aquello que no entienden. Y claro, a Gabriel no le entendía nadie; no hablaba, no agradaba por el hecho de agradar, no hacía nada salvo pescar, y por si fuera poco su aspecto externo era diferente, y su acento y su forma de hablar eran peculiares. Con “aspecto externo diferente” me refiero a sus casi dos metros de altura, su tez morena atezada por los innumerables veranos que pasaba al sol, y su cabello negro brillante que le llegaba más abajo de los hombros, entre otras cosas. Tenía aspecto de tener mucha fuerza—los músculos se le marcaban bajo la sempiterna camisa de cuadros roja y blanca e incluso se recortaban contra la tela desgastada de sus vaqueros—pero nunca nadie le había visto hacer ningún tipo de ejercicio físico, al contrario; siempre parecía tranquilo, inmóvil, pescando en calma...desafiando los límites de la paciencia de cualquiera.

Siempre me ha dado igual lo que piense la gente, más en un pueblo como el mío donde todos piensan lo que piensa el más fuerte. A mí me gustaba Gabriel. Me gustó desde que era pequeña y le vi por primera vez, cuando ambos éramos niños.

Me gustaba su forma de hablar, aquella particular simpatía que irradiaba cuando te acercabas a él—yo notaba que sonreía de manera sincera cuando nos encontrábamos—e incluso llegué a soportar con entereza sus silencios. Me transmitía una paz diferente y necesaria para vivir. Gabriel fue para mí como una droga; desde que experimenté los efectos derivados de estar junto a él, ya no pude dejarlo.

Fuimos creciendo y cambiando dentro de este agujero humano conocido como Dos Lagos, el pueblo del que nunca he salido. En realidad, todos cambiamos menos Gabriel. Externamente sí, desde luego; creció como el resto y se convirtió en un hombre, pero continuó con su misma tranquilidad exasperante para la mayoría—cosa que me regocijaba, tengo que admitirlo—y mantuvo su esencia frente a todo lo demás.

Cuando cumplí veinte años, comencé a salir con Hugo, el hijo del dependiente del colmado, huérfano de madre desde que nació. Nos hicimos novios rápidamente, demasiado pronto para mí y demasiado tarde para mis padres, que respiraron aliviados ya que estar soltera a los veinte años era algo “amenazante” que podía convertirme, como poco, en alguien tan extraño como Gabriel.

Hugo era un hombre machista, pero buena persona en el fondo. Tenía ciertas costumbres aborrecibles como no escuchar, masticar con la boca abierta y desconectar de cualquier persona que estuviera a su lado cuando estaba frente al televisor. Por ende, los pies le olían a agua sucia, no sé por qué. No era el olor de las chinas de la playa ni el olor de la tierra adherida a la piel, era un tufo como a rata descompuesta en un lecho de humedad. No soportaba sus pies, ahora que hablo de ello lo veo claro. Por ese tipo de detalles se distancia uno en las relaciones, quizá; y también porque el otro pegue puñetazos en la mesa de vez en cuando, te ningunee o te insulte.

Por qué empecé a salir con Hugo, se preguntarán ustedes, si apenas le soportaba. Pues es sencillo: porque él se fijó en mí, simplemente.

Siempre me he considerado una mujer bastante poco agraciada, física y mentalmente. Soy bajita y más bien tirando a gorda, y mis facciones no tienen nada de especial salvo quizá los ojos, que me han dicho alguna vez que los tengo bonitos. Lo único que salvaría de mi físico es el pelo, que entonces llevaba muy cuidado—cuando me hice novia de Hugo-- y largo casi hasta por la cintura, cepillado hasta la extenuación para hacer notar los reflejos dorados entre el habitual tono castaño.

Por otra parte, intelectualmente yo no resaltaba demasiado, pues casi nunca tenía nada que decir.

Hugo era uno de los muchachos más guapos del pueblo, y cuando me propuso que fuéramos novios acepté sin dudarlo, no por miedo a convertirme en una solterona extraña a mis veinte años...sino porque, en el fondo, por culpa de la jodida moral herrumbrosa de Dos Lagos y de mi inseguridad, me aterraba no ser aceptada por ningún hombre, me daba pavor pensar que tal vez no era merecedora de que nadie me quisiera. Así que le dije que sí...y comencé a vivir un infierno. Un infierno silencioso del que nadie fue testigo...excepto Gabriel.

Continuaba buscándole, acudiendo de cuando en cuando al embarcadero para sentarme a su lado en la madera semi podrida y cruzar miradas y silencios. Sus palabras oportunas y su paz eran, en ese momento de mi vida, más necesarias para mí que ninguna otra cosa. Y eso que no le contaba nada de mi situación personal con Hugo...me hubiera muerto de vergüenza con sólo hablarle a alguien de sus gritos y sus desprecios.

La realidad se mantuvo precaria, en una especie de cuerda floja en la que alternaba un enorme sufrimiento—las palabras de Hugo eran, casi siempre, muy dolorosas—con preciosos momentos junto a Gabriel que eran verdaderos remansos de paz.

Pero todo cambió una bochornosa tarde de verano, casi al anochecer, en la que tuve la primera pelea abierta con Hugo. Ya no recuerdo por qué ocurrió. Comenzó insultándome con desinterés, como siempre, pero no sé por qué aquella vez se me ocurrió replicarle y la cosa llegó más lejos. Hugo no soportaba que yo viera a Gabriel; continuamente se aferraba a que le avergonzaban mis encuentros con el “tonto” del pueblo, pero yo creo que en el fondo lo que le ocurría era que estaba enfermo de celos. Aquella tarde me increpó una y otra vez con ese tema, y yo me defendí. Hugo era un hombre demasiado cerrado en sí mismo para darse cuenta de que sus escupitajos me alejaban de él y me acercaban a Gabriel, el objeto fácil de su ira, la absurda cabeza de turco para nuestros problemas.

Aquella tarde, como digo, no me quedé callada. No guardé el silencio acostumbrado ante sus palabras hirientes. Y, sorprendido por esto, Hugo reaccionó como una fiera.

Lo siguiente que recuerdo es angustia, mucha angustia. Miedo hasta un extremo difícil de soportar. Salí de casa de Hugo—donde pasaba la mayor parte de mi tiempo—dando un portazo y eché a correr, y mi instinto me llevó al embarcadero. Estaba tan asustada que ni siquiera podía echarme a llorar, necesitaba ver a Gabriel. La patada que Hugo me había propinado en las costillas cuando me acorraló en la cocina de su casa aún me dolía cuando llegué a aquel pequeño reducto de soledad compartida.

Tal y como yo había esperado, Gabriel estaba sentado al borde del embarcadero, su semblante pétreo fundiéndose con el mar en aquella hora color rosa.

No hizo falta mirarle más que una vez.

Ante mi asombro dejó su caña de pescar a un lado y se acercó a mí para abrazarme con torpeza. Era la primera vez que sentía su cuerpo tan cerca del mío; la primera vez a decir verdad que le tocaba...y me di cuenta de que me gustaba su olor. Su piel y su ropa olían a sudor dulce y humano mezclado con agua y arena; escuchar el martilleo de su corazón bajo la tela era como ponerse una caracola junto al oído.

Me sentía llena de relámpagos, enfadada, descontrolada, deshecha, dolorida. Y quise provocarle.

Correspondí a su abrazo con fuerza, como si quisiera cobrarme su falta de contacto durante todos aquellos años, igual que el oso que se despereza tras invernar y sale de caza con hambre atrasada.

Como si un espíritu extraño me poseyera, deslicé mis manos hacia abajo por su espalda y aferré sus nalgas de acero atrayéndolas hacia mí, golpeándole la pelvis con mi cintura sin dejar de abrazarle. La reacción de Gabriel no se hizo esperar y pronto sentí su lengua en mi boca, moviéndose en desaforados círculos, como si algo hubiera despertado también en él y--de la misma manera que yo-- tuviera hambre.

La noche cayó sobre nosotros en el embarcadero mientras, sin hablar, me desnudaba sobre la madera encharcada de olas. Presionó sobre mis hombros para tumbarme sobre los rudos listones y, luchando por controlar su respiración, fue apartando mi ropa poco a poco, arrancándola con cuidado, obviando los botones de la blusa y la cremallera de la falda. La cremallera no pudo romperla, y tras luchar con ella un par de veces decidió subir la prenda por encima de mis caderas para poder trepar por mis muslos con sus enormes manos y acariciarme las nalgas.

Abracé sus robustas caderas con mis rodillas, anclando los talones en su espalda, y gemí cuando sentí en mi entrepierna la brutal dureza de su sexo por debajo de la tela de sus vaqueros. Gabriel se hundió en mis bragas con los pantalones puestos y restregó su polla dura contra mí, al tiempo que jadeaba dentro de mi boca y aprisionaba mi pezón izquierdo entre sus dedos pulgar e índice.

Me deshice de su beso para murmurarle al oído las ganas que tenía de hacer el amor con él, las ganas que había tenido siempre...y en silencio, sonrió y me sujetó los brazos para devorar mis pechos enfermos de falta de atención. Lamió mis pezones duros como piedras y los paladeó con la boca abierta, jugando con ellos entre sus dientes, resollando, mordiendo. Deslicé mi mano derecha entre nuestros cuerpos y tiré con desesperación de los botones de su pantalón, para sentir en la palma de mi mano aquel pollón bajo el suave algodón de su calzoncillo, ya humedecido de gotas calientes.

No podía dejar de besarle.

Con un gruñido se despojó de su camiseta y me dejó lamerle los pezones, también erectos, el estómago y la fina línea de pelo oscuro que nacía debajo de su ombligo y se perdía en la goma de sus calzoncillos. Introdujo un dedo por debajo de mis bragas para comprobar mi humedad y, con un bronco gemido me las bajó hasta las rodillas. Comencé a pajearle por encima del calzoncillo al tiempo que él me masturbaba furiosamente con todos sus dedos y con el canto de su mano.

Separé las piernas todo lo que pude, pues me moría por sentirle, y aferré su hombro con los dientes para no gritar mientras comenzaba a correrme con sus brutales caricias, una vez tras otra. Al darse cuenta de las convulsiones de mi cuerpo y de la intensidad de mi mordisco, Gabriel redobló el ritmo de su masaje sacudiendo su potente brazo arriba y abajo, y me penetró con uno de sus dedos hasta que sus nudillos se incrustaron en mi periné. Gemí como una cerda y me clavé en él, perdiendo de nuevo el control de mis caderas que se agitaban hasta casi tocar el cielo; un calor como si tuviera dentro el mismo sol inundaba todo mi cuerpo expandiéndose desde el pecho hasta las puntas de los dedos de manos y pies.

Traté de serenarme y busqué su boca mientras intentaba bajarle por fin los calzoncillos. Después de aquel tremendo orgasmo sentía un temblor de tierra dentro de mí que no cesaba, de una intensidad tal que me entraron ganas de llorar. Mi alma no tenía cimientos; estaba aturdida, emborronada, a punto de deshacerse... y se lo dije con los ojos. Los suyos, grandes y negros, poblados de una gruesa mata de pestañas como la cola de un pavo real, se abrieron de par en par y me respondieron que me entendía. Sus mirada me golpeó en pleno pecho diciéndome que él también quería estar dentro de mí, meterse en mí, hasta el fondo del alma llena de arena.

Atrapó entre sus dedos mi mano que se afanaba en su ropa interior y terminó de bajarse los pantalones y los calzoncillos por sí mismo, liberando su verga cuyo grueso tronco cubierto de venas latía preso de la excitación. Agarré aquel miembro de punta golosa y reluciente y comencé a ordeñarlo, primero tímidamente y luego con furia, tal como Gabriel me indicaba haciendo presión sobre mi puño, incrementando el ritmo.

No cruzamos una palabra. Él sólo me agarraba la mano para que le masturbara frenéticamente, cerraba los ojos y gemía con los dientes apretados. Yo le pajeaba de manera demencial mientras me hundía en sus caricias de fuego, arqueaba la espalda para sentirle más adentro, y enroscaba mis piernas en las suyas pues sentía que cada centímetro de mi piel le necesitaba desesperadamente.

Gabriel...

Unidos por las bocas, las manos en los respectivos sexos, tuve la certeza por primera vez en mi vida de que estaba donde quería estar (en otro mundo), exactamente con quien quería estar, haciendo lo que más deseaba hacer.

Cómo deseé sentirle dentro y que me destrozara sin dejar de mirarme, sin dejar de entenderme, sin dejar de amarme y de arrancarme el corazón con sus ojos.

--Fóllame...--fue lo único que le dije al oído. Quizá no era la palabra adecuada...pero las palabras son sólo eso: palabras.

Gabriel se irguió sobre mí y separó los labios de mi vagina con extremo cuidado. Comenzó a pajearse con rudeza justo a la entrada de mi sexo; yo sentía su glande inflamado rebotando en mi vulva, como si fuera de goma. Estaba empapada y le necesitaba dentro, tanto que el coño mismo me dolía, me ardía de pura agonía.

Le así las musculosas nalgas con ambas manos para atraerle hacia mí y con un gemido prolongado me la clavó de un solo golpe, hasta el mismísimo útero, grabando en mis profundidades cada recodo, cada surco de su miembro grueso e hinchado como un garrote. Comenzó a bombear dentro de mí con fuerza y a buen ritmo; sus caderas chocaban con la piel de mi estómago con un sonido hueco y podía sentir sus pelotas cargadas rebotando contra mi humedad, cada vez más fuerte, cada vez más rápido.

Emitió un rugido gorgoteante con la boca cerrada y me tiró fuerte del pelo, perdiendo por fin el control de sus acometidas en esa fase maravillosa previa al orgasmo, penetrándome con todas sus fuerzas, invadiéndome el alma con su delicado silencio y con la potencia de su enorme corazón.

Sentí cómo se derramaba dentro de mí, empujando con desgarro, apresando mi carne entre sus labios prietos. Deseé prolongar aquel instante hasta el infinito. Deseé estar siempre con él, no separarme nunca de su cuerpo, no dejar atrás jamás aquellos ojos sencillos que hacían explotar mi interior.

Aquella noche dormimos en el embarcadero, los cuerpos entrelazados a la sombra de las estrellas, dejando que el aliento de la noche enfriara nuestra piel ardiente y húmeda de sudor.

A la mañana siguiente, nada más romper el alba, recogí los jirones de mi ropa y me marché sin decir nada, dejando que Gabriel continuara durmiendo con aquella sonrisa de niño feliz dibujada en sus labios.

Esa misma tarde le vi mientras paseaba por la playa. Yo iba caminando descalza por la arena de la mano de Hugo, quien no era ni por asomo consciente del origen de mi ensoñación. Jugué con las puntas de los pies en el agua, mientras escuchaba atenta dentro de mí la música de los ojos de Gabriel, envuelta en su magia y con su olor todavía en el cuerpo.

Aquella fue la última vez que le vi. Después de aquella tarde, Gabriel desapareció y no dejó rastro, igual que si nunca hubiera existido. El mar se quedó desierto, y el embarcadero vacío.

A mí lo que menos me dolía eran las bofetadas de Hugo, que con el paso de los días se fueron transformando en palizas. Lo que no podía soportar era aquella ausencia negra, y las grietas que con cada nuevo día sin él se abrían más y más en mi pecho.

Hoy pienso que mi vida importa poco. No quiero ser rescatada. Simplemente vivo pendiente de aquel día en el que hicimos el amor, y sueño con volver a sentirle cerca...

DarkSilver, 12 de Agosto 2009.

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