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Nuestra perra-VI

en Dominación

A estas alturas te puedes imaginar, querido lector, la importancia de que todo quede bien atado...

                                                                           Nuestra perra-VI.

Esther se despertó tarde al día siguiente. Se incorporó levemente al sentir la luz del sol a través de las ranuras de la persiana y buscó un reloj sobre la mesilla, pero no lo encontró. Le dolía todo el cuerpo. Cerró con fuerza los ojos y los volvió a abrir, tomando consciencia poco a poco de donde estaba. Aturdida, sintió como todos los recuerdos de la noche anterior se volcaban en su cerebro, de golpe. Se le erizó el pelo de la nuca al revivir todo lo acontecido, y al pensar en lo que la había llevado allí, a aquella cama donde en ese momento se encontraba.

Y qué cama tan calentita y amable. Había dormido profundamente, descansando como hacía mucho tiempo que no hacía.

Estaba en el cielo entre aquellas sábanas, sintiendo el peso del mullido edredón sobre su piel, casi nadando entre los pliegues de la ropa inmensa que le habían prestado. Si hubiera tenido algún estímulo para levantarse lo hubiera hecho, pero realmente le daba terror salir de la habitación. Se preguntaba qué se encontraría fuera, del mismo modo que no sabía si todo había acabado después de aquella noche o si, por el contrario, se desplegaba un futuro incierto ante sus ojos, un cambio de rumbo a través de un camino desconocido, totalmente oscuro, sembrado de espino.

Aguzó el oído sin querer salir de su cueva caliente. No se escuchaba ni un ruido que hiciera pensar que había alguien aparte de ella misma en la casa. Tal vez los chicos se hubieran marchado a trabajar… Esther no sabía qué día de la semana era, tal era su descontrol; quizá aquel fuera día laborable, en cuyo caso sería bastante probable no encontrarles en casa. Aunque por otra parte algo le decía que aquella era una forma muy optimista de pensar.

Se dio la vuelta en la cama, tratando de rehuir la pregunta que la acosaba desde dentro de su ser: ¿qué haría finalmente? ¿Qué decisión tomaría respecto a la oferta que le habían planteado?

Jen le había sugerido que lo pensara y ella no había pensado en nada; había caído a plomo sobre el colchón y dormido como un bebé nada más aterrizar en la cama. No había pensado en absoluto, pero sintió de pronto una tentación salvaje de lanzarse al vacío, una especie de morbo que pellizcaba las capas más profundas de su ser. ¿Se podía tomar una decisión de ese calibre sin haber pensado en ello?

No tenía nada. Si se marchaba de allí dando por finalizado el asunto, rechazando la propuesta de los chicos, seguiría igual que estaba, igual de mal. Eso le resultaba aterrador. No se veía capaz de continuar hacia delante ella sola.

Tal vez podría probar… sin pensar demasiado en lo que le pudiera suceder. Como se suele decir, podría esperar y “cruzar el puente cuando llegase a él”. Podría intentarlo, caer en la tentación de dejarse ir a pesar del miedo y el orgullo, doblegarse como un junto bajo la batida del viento. Si luego resultaba que el precio a pagar por vivir allí era demasiado elevado, podría simplemente decirlo y marcharse. En cuanto a eso no podía haber ninguna duda, desde luego.

El recuerdo de los ojos de Jen, serenos, fue la garantía que necesitó para reunir un poco de valor, el indispensable para resolver qué les diría de momento a los chicos. Aferrándose a la imagen de aquel que la rescató con un maldito cigarro, de aquel que le dio calor y de alguna manera cariño, compadeciéndola—o al menos eso sentía ella—se desembarazó de las sábanas calientes y puso los pies en el suelo.

Se frotó los ojos para acostumbrarse a la luz del sol y, despacio, se acercó a la puerta para salir al pasillo. Una vez en el corredor, se dirigió sigilosamente a la cocina sin saber por qué. La puerta de la cocina estaba cerrada; cuando se acercó más escuchó un débil rumor de voces al otro lado que parecían discutir en voz baja.

Se detuvo unos instantes allí, rozando con los dedos el pomo de la puerta, sin atreverse a accionarlo. Respiró hondo, trató de desconectar su mente de aquella incertidumbre, y con la sensación de irrealidad propia de algunos sueños giró el picaporte por fin. Las voces enmudecieron al escucharse el chasquido de la puerta al abrirse.

Esther, encogida por el frío matinal y por el temor, el corazón como un tambor desbocado que amenazaba con salírsele por la boca, miró a Inti y a Jen sin saber qué decir. Ambos chicos se hallaban sentados frente a la mesa de la cocina, sobre la que yacían unos cuantos folios diseminados, algunos escritos y otros en blanco, y un número considerable de útiles de escritura desperdigados sin ningún orden.

--Vaya, buenos días, Esther—saludó Jen--¿qué tal estás? ¿Has dormido bien?

Ella bajó los ojos, desarmada de nuevo ante aquella amabilidad que empezaba a resultarle familiar.

--Buenos días…--murmuró, sin mirarles—he dormido fenomenal…muchas gracias.

Jen sonrió.

--Me alegro.

Inti le indicó con una inclinación de cabeza la cafetera.

--Hay café recién hecho y tazas en el armario—le dijo—si quieres tomar algo más no tienes más que pedirlo.

--Gracias…--musitó Esther.

Casi más por obedecer que por otra cosa, cogió una taza del armario y la llenó hasta la mitad del oscuro líquido humeante.

--¿Puedo ponerme un poco de leche?—preguntó en un susurro.

Inti dejó escapar algo parecido a una risilla entre dientes.

--Tienes razón—dijo, girándose hacia Jen—es adorable cuando pide las cosas.

Jen sonrió y asintió, antes de responderle a Esther.

--Claro, cariño, cógela. Está ahí mismo, en la repisa.

“Cariño”. Esa palabra le hubiera sonado rara a Esther procedente de otros labios, y le hubiera hecho sentir como poco incómoda, pero pronunciada por Jen parecía normal, natural, como si ambos se conocieran de toda la vida. Nunca antes le había ocurrido, nunca antes un extraño se había “ganado” el derecho a llamarla así y ni mucho menos había conseguido que a ella le gustara.

El “adorable” que había dicho Inti, sin embargo, era otro cantar. Le producía escalofríos pensar a qué se había referido con aquella frase; Jen le parecía transparente, Inti no. Inti se le antojaba opaco, cargado de doble sentido, impenetrable para su mente, impredecible por tanto.

--Gracias—dijo, y procedió a servirse un tímido chorrito de leche--¿Dónde está Alex?

No había ni rastro de él.

La sonrisa de Jen se amplió.

--Está de guardia—repuso--¿no ves lo tranquilitos que estamos?

Ella trató de sonreír. No pudo disimular el gesto de alivio que se dibujó en su rostro. Sus hombros se relajaron como si de pronto hubieran dejado de soportar una pesada carga.

--¿De guardia?—inquirió en tono apocado.

Los chicos asintieron. Inti alargó la mano hacia los papeles que había sobre la mesa y comenzó a apilarlos, golpeando suavemente los cantos de las hojas sobre la mesa para que coincidieran.

--Sí, trabaja en un centro de menores, a las afueras—explicó Jen, apartando la silla, invitándola a sentarse con ellos—él y yo trabajamos juntos en realidad, en el mismo sitio, aunque tenemos cometidos diferentes.

Esther se sentó despacio y frunció levemente el ceño.

--¿Cometidos diferentes?

Se dio cuenta de que sabía muy poco, nada en realidad, sobre las vidas de aquellos chicos, y se dio cuenta de que de pronto le interesaba “saber”. Desconocía a qué se dedicaban, qué hacían… lo desconocía todo, en verdad, salvo lo poco que había podido vislumbrar la noche anterior.

--Así es—respondió Jen.

Esther titubeó unos instantes.

--Y… ¿qué es lo que hacéis… si se puede saber?

Él sonrió de nuevo, ampliamente.

--Sí, claro que se puede saber—repuso—él es educador, yo soy enfermero.

--¿Educador?—se extrañó Esther abriendo mucho los ojos, sin poder dar crédito. ¿Cómo era posible que ese cerdo engreído desempeñara tal labor?

Jen se carcajeó de su desconcierto. Inti meneó la cabeza mordiéndose los labios, conteniendo un súbito acceso de risa.

--Sí, educador, aunque te parezca increíble—continuó Jen—el centro es un hogar para chavales con problemas, procedentes de familias y entornos conflictivos… llevamos más de tres años trabajando allí. Muchos de ellos necesitan medicación y seguimiento, y bueno, todos necesitan un punto de referencia al que agarrarse… al menos hasta que sean mayores de edad.

--Me cuesta creer que ese punto de referencia sea Alex--se le escapó a Esther mientras removía vacilante su café.

--A mí también—corroboró Inti sin quitarle el ojo a sus papeles.

--A mí me parece que es competente en su trabajo—terció Jen—sabe lo que hace. Y le gusta.

Esther se encogió ligeramente en la silla. Imaginar a Alex apoyando a una banda de chicos descarriados se le antojó imposible. La palabra “educación” no era compatible con Alex de ninguna de las maneras, al menos hasta donde ella había visto.

--Creo que te voy a acompañar con el café…--dijo Jen, levantándose--¿tú quieres, Inti?

--No, gracias—replicó el aludido. Se notaba que tenía ganas de ir directo a cierto tema en particular—lo que quiero es hablar con Esther.

Sabía que aquel momento llegaría, y sabía que no se encontraría preparada para responder de inmediato. Esther bajó los ojos, escondiéndose de nuevo tras sus gruesas pestañas, y asintió levemente.

--Claro…--Jen se sirvió una taza de café y se sentó a caballo en la silla, mirando a Esther con expectación—dinos, Esther… ¿pensaste algo?

La aludida afirmó con la cabeza.

Inti tamborileó suavemente con los dedos sobre la mesa.

--Y… ¿qué has pensado?—inquirió Jen.

Ella tragó saliva.

--Quiero intentarlo—repuso, sin querer levantar la vista de su taza.

--Ahá.

--Quisiera…--se atragantó y tosió ruidosamente.

--Tranquila…--intentó apaciguarla Jen. Extendió la mano hacia ella pero apenas la tocó.

--Quisiera intentarlo…--murmuró ella, recobrándose—pero si descubro que no puedo hacerlo, prometéis dejarme marchar, ¿verdad?

--Si quieres dejarlo y marcharte no tienes más que decirlo—repuso Jen—nadie te pondrá ningún impedimento si tomas esa decisión.

--No somos unos secuestradores—replicó Inti con una media sonrisa—si decides aceptar nuestras condiciones y quedarte aquí será sólo porque tú quieres. Tú tienes la última palabra; como persona adulta, actúas por propia voluntad.

Esther asintió. Las palabras de Inti, pronunciadas con su concisión y sequedad habitual, eran ciertas. Ella era una persona adulta, y como tal, en ese momento se hallaba en pleno uso de sus facultades para decidir si prefería vagar sin rumbo o por el contrario se avenía a ser tratada como una… como una perra.

--Si quieres intentarlo—retomó Inti—hemos estado trabajando en una serie de puntos sencillos, llámalo contrato si quieres, mientras dormías.

Ella asintió.

--En estos puntos se resume lo que esperamos de ti, lo que queremos que seas, así como tus obligaciones como esclava, perra o como lo quieras llamar. En cuanto a derechos, si asumes tu condición, solamente tienes dos: el derecho a marcharte y el derecho a expresarte con educación. Te daremos libertad para escoger una palabra-llave, una palabra segura, que signifique que estás pasando por algo que no puedes soportar. El uso de esa palabra hará que paremos de hacer cualquier cosa que te estemos haciendo, pero no permitiremos que abuses de ella, ¿me explico?

Esther miraba el tablero de la mesa, sin verlo. Sus ojos estaban abiertos, acuosos, fijos. No pestañeó ni una vez mientras escuchaba aquello.

--¿Me explico?—insistió Inti con un deje de impaciencia.

Ella asintió pesadamente, encogida sobre la silla.

--Háblame como una persona, y no agaches tanto la cabeza—la conminó él—no eres un burro.

Otra vez esa manera cortante de hablar. Esther no sabría si sería capaz de acostumbrarse a ella. No podía entender por qué le dolía tanto, si apenas conocía a aquel chico. Sintió ganas de llorar; la barbilla le tembló ligeramente.

--Sí—pronunció.

El silencio era denso entre ellos ahora. Jen hizo amago de extender de nuevo el brazo hacia ella pero Inti le frenó agarrándole.

--Por favor, los arrumacos déjalos para la intimidad—le espetó—ya le has dado suficiente cancha. Ahora vayamos al tema y hablemos claro, ¿te parece?

Esther escuchó el largo suspiro que lanzó Jen al apartarse de ella.

--De acuerdo—le oyó que decía, con una voz diferente a la habitual—hablemos.

--Bien…

Inti extendió ante sí los papeles y los rotó un poco sobre la mesa para que Esther pudiera leerlos. Estaban escritos a mano, con pulcritud; la letra era firme, sencilla, regular y clara. Las Aes mayúsculas llamaron la atención de Esther; eran rudas, triangulares, más grandes que el resto de las letras. Las crestas de las efes y las bes apuntaban alto, como si quisieran invadir la línea superior aunque se detenían justo a la distancia apropiada para no hacerlo; lo mismo sucedía con los pies de las pes, las y griegas, las jotas y las ges. La presión que el autor, quien quiera que fuese, había ejercido sobre el útil de escritura dejaba patente que el texto había sido escrito con decisión y energía.

--Todo por escrito—le indicó a Esther señalándole las hojas—creo que no falta nada…

Ella se inclinó unos centímetros más para ver mejor, pero aunque distinguía con claridad las palabras, no conseguía leer una frase del tirón.  Forzó los ojos pero siguió sin lograr arrancarle sentido al texto; no eran sus ojos los que fallaban, era su cerebro embotado, paralizado.

--Estoy muy nerviosa…--dijo al fin, apartándose de aquellos papeles. Sentía que las pupilas le ardían.

--Está bien—concedió Inti—lo leeremos entre los tres, detenidamente, ¿de acuerdo?

--Gracias…

A Esther le sonó lejana su propia voz, como si estuviera viviendo aquella realidad desde algún compartimento acolchado en su cabeza. Se sintió de repente muy fatigada, desconectada de todo lo que creía fijo en el mundo; deseó simplemente desaparecer. Pero lógicamente, eso no iba a ocurrir.  Había llegado el momento de enfrentarse a todo aquello, de saber por fin qué era exactamente lo que esos chicos querían… los tres, incluido el eternamente dulce Jen.

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