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Nuestra perra -III

en Dominación

                                                                                     Nuestra perra-III

Cuando abandonó el piso de aquellos chicos, presa de un ataque de rabia, comenzaba a llover. El cielo plomizo había estallado por fin sobre la calle oscura, sucia, lanzando contra la acera despiadados goterones como piedras. Salió escopetada del portal y comenzó a caminar rápidamente hacia ninguna parte; el hecho era que no tenía adónde ir. Juró y perjuró, blasfemó e insultó a medio mundo dentro de su mente, mientras su gabardina beige se le pegaba al cuerpo y el pelo le caía a chorretones por la cara.

--¡Hijos de puta!—exclamaba en voz baja, sin dejar de caminar en dirección contraria al edificio, sin rumbo--¡Hijos de puta! ¿Pero qué se han creído?

La cara le ardía en contacto con las frías gotas. Poco a poco, sintió las lágrimas agolpándose en sus ojos, confundiéndose con el torrente de lluvia, emborronándole la calle mojada. Se sentía idiota por haberse ilusionado con aquello, aunque hubiera ido allí sin tenerlas todas consigo. En el fondo de su ser había albergado una pequeña chispa, una llama de esperanza, pero estaba claro que había hecho mal dejándose guiar por ella, muy mal.

“Demonios, Esther, todo tiene un precio” le susurró de pronto una voz interior.

 “Pero hay precios que no estoy dispuesta a pagar”, se rebeló ella, gruñendo entre dientes a un interlocutor imaginario.

No. Ni de coña podría aceptar algo así. Vergüenza le daba pensar que en un primer momento había sentido curiosidad, algo parecido al morbo. Inti le había gustado desde el principio, o por lo menos le había llamado la atención, aunque se daba cuenta de que era muy diferente a ella. Jen también le había gustado… físicamente, claro, porque no había visto mucho más… aunque había algo en su mirada que era bueno, o al menos eso quería pensar. Pero Alex...  no podía negar que era atractivo, eso sí; sin embargo su forma de hablar y de dirigirse a ella (ese “niña” le había picado en lo más hondo), su manera de hablar de ella como si no estuviera ahí, sin mirarla, señalándola como a un objeto cualquiera, riéndose a mandíbula batiente sin cortarse un pelo… la habían sacado definitivamente de quicio. Aunque la verdad era que él había sido el único que, de mejor o peor manera, había llamado las cosas por su nombre.

Una puta, nada menos, querían que fuera. Una zorra, su zorra, la zorra de ellos para usarla a su antojo. Pero hasta dónde podían llegar, cómo se atrevían. Ella no era ninguna puta;  le encantaba el sexo, claro que sí, pero solo con quien ella quería, como y cuando le apetecía.

Como en todo lo demás, funcionaba a base de caprichos. Nunca se había parado a pensar, a lo largo de su vida, que había destrozado más de un corazón en su camino eterno en pos del placer; nunca lo imaginaría. Como tampoco se imaginaba que en aquel piso, delante de aquellos chicos, no había podido esconder su esencia de niñata malcriada y caprichosa destrozavidas. Pero  a los ojos de Alex, avispados como pocos y curtidos en personas de todo tipo (demasiado curtidos a decir verdad), esto no había pasado inadvertido.

Se paró de pronto, confusa, en mitad de la acera de una calle que no conocía. Miró alrededor en busca de una boca de metro pero no la encontró. Solo farolas que parpadeaban bajo la lluvia, como siniestras sombrillas negras, y el rótulo mal iluminado de una cafetería a pocos metros de donde se hallaba.

Rebuscó en sus bolsillos con los dedos empapados, acolchados y enrojecidos por el frío. Poca cosa encontró en ellos, por desgracia: dos monedas de un euro, una de cincuenta céntimos y una pequeña piedra caliza. ¿Cómo coño había ido a parar una piedra al bolsillo de su gabardina?, se preguntó anonadada.

Se secó las lágrimas con rabia y echó a andar hacia la cafetería. Al menos allí podría ponerse a cubierto y esperar a que cesara el chaparrón, para proseguir después su camino a ningún sitio.

Odiaba presentar un aspecto desangelado –y lo tenía: mojada hasta el tuétano y llorosa como un perro abandonado, con la ropa empapada y la desesperación pintada en la cara—pero aun así penetró en el establecimiento, encogida, sin apenas hacer ruido. Rehuyendo las miradas de quienes pudieran alzar la vista hacia ella, se deslizó hasta una mesita en una esquina, apartada, junto a la ventana. Se desplomó sobre la silla y escondió la cabeza entre las manos. La lluvia tamborileaba fuerte contra los cristales, resbalando las gotas como lágrimas de cristal líquido junto a ella. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué demonios podía hacer?

Se apartó las manos de la cara para responder a la camarera que se había acercado.

--Un café, por favor—le dijo casi en tono de súplica. Al fin y al cabo, tenía que tomar algo. Se dijo que ese café sería, probablemente, el último que iba a poder tomarse en mucho tiempo. No quiso pensar en aquello.

Fuera, al otro lado de la ventana, un vehículo estacionó frente a la cafetería. A Esther le deslumbró la luz de sus faros y el reflejo en la negra carrocería, de modo que apartó los ojos sin poder ver quién descendía de aquel coche. Si lo hubiera visto, probablemente se hubiera ido a esconder al baño, se hubiera metido debajo de la mesa o hubiera salido simplemente de allí.

La puerta de la cafetería se abrió y poco después se cerró con un chasquido, cuando la silueta calada con un impermeable marrón hubo entrado en el establecimiento. Esther advirtió movimiento a su izquierda, y casi de inmediato sintió el ruido de unos pasos que se acercaban sobre las baldosas llenas de agua. Súbitamente, levantó la cabeza y lo que vio la dejó helada. Frente a ella, mostrando una sonrisa franca y una mirada que hasta cierto punto podría ser de preocupación, estaba Jen.

--Hola…--saludó él en voz baja, tímidamente.

Ella retrocedió un poco sobre la silla. No le quedaban fuerzas para discutir, después de aquella llorera.

--hola…--murmuró sin apenas despegar los labios.

--Qué sorpresa encontrarte aquí—dijo él—vine a comprar tabaco…

Señaló con una inclinación de cabeza la máquina expendedora que había a pocos metros de la mesa, contra la pared.

Esther asintió levemente. Ella también fumaba. De hecho se moría por un maldito cigarro, pero no tenía dinero para comprarlo ni arrestos para pedirlo.

--Bueno…--dijo Jen—voy a sacarlo…

Se alejó despacio hacia la máquina. Esther observó sus movimientos, pausados, tranquilos. No sabía qué había en ese chico, pero, aunque se revolvía contra ello, algo en él le hacía sentirse mejor. Era como si… como si su presencia la calmara, en cierto modo.  En el piso, hacía un escaso periodo de tiempo, había sido el desabrido de Alex el que la había sacado de sus casillas, aparte de todo lo propuesto. Sin embargo, Jen, por descabellada que fuera la “oferta”, había tratado de plantearla con sosiego y educadamente, al menos.

--¿Te importa que me siente contigo un minuto?

Se había vuelto a acercar. Tímido pero no obstante seguro de sí mismo, al parecer.

Esther murmuró algo ininteligible y le señaló la silla vacía que había frente a ella, también junto a la ventana.

--Gracias…--murmuró Jen, y se acomodó dejando sobre la mesa un paquete de Lucky Strike y un mechero.

--Yo también fumaba Luky…--se le escapó a Esther. Miraba el paquete como si fuera una golosina.

Jen se dio cuenta y dejó escapar una leve risa.

--¿Fumabas?—inquirió--¿lo dejaste?

--Qué remedio—replicó ella—no tengo dinero…

Él sonrió y le acercó el paquete de tabaco.

--Si es por eso, no te cortes—le dijo—coge uno, anda.

Esther miró el paquete medio abierto, indecisa, durante unos segundos, pero finalmente no pudo resistirse. Alargó la mano, nerviosa, tiró de uno de los cigarros y lo sacó de la caja.

--Gracias…--musitó sin mirarle.

--De nada, por favor—repuso él, mientras le acercaba la llama del mechero para que lo encendiera.

Ella aspiró y lanzó al aire una voluta de humo. Cerró los ojos, con una expresión entre la paz y el alivio, cuando sintió en la lengua el añorado sabor de la primera calada.

--Gracias, de verdad—reiteró—realmente lo necesitaba…

--¿Cómo has llegado a esta situación?—inquirió Jen con suavidad, jugando con el mechero entre los dedos. Tenía dedos rápidos, dedos largos de mago, pensó Esther--¿no tienes a nadie que te ayude?

Esther reprimió un sollozo. No estaba preparada para una pregunta tan directa, y no quería contestarla, pero se sentía en deuda con Jen en cierto modo. En deuda por un cigarro, tenía gracia.

--No…--repuso—en este momento no tengo a nadie, no. Tengo casa… la casa de mis padres—sorbió fuerte por la nariz—pero no quiero volver allí…

La tormenta arreció al otro lado del cristal; los árboles se combaban bajo el viento, sacudiendo contra la ventana sus ramas desnudas de hojas.

--¿Por qué no quieres volver?—murmuró él.

Esther movió la cabeza, crispó la boca en un mohín y cerró los ojos.

--No quiero hablar de eso—musitó—por favor, es de noche, estoy cansada, mojada… no preguntes.

Jen sonrió levemente. Extendió el brazo y acarició el dorso de la mano de Esther, quien mantenía los ojos cerrados y temblaba de pies a cabeza.

--Estás helada de frío…--musitó, apretándole los nudillos bajo la palma de su mano—deberías quitarte ese abrigo mojado…

Esther le miró entonces con una expresión extraña.

--Puedes ponerte el mío— dijo él, señalando su impermeable—está casi seco, sólo le han caído unas gotas cuando he bajado del coche…

Despacio, sin dejar de mirarle a los ojos, ella se quitó la gabardina empapada y la colgó detrás, en el respaldo de la silla. Jen se inclinó hacia delante y le puso su abrigo por los hombros, a modo de capa. Esther sonrió quedamente y enrojeció al notar el peso de la prenda.

--Gracias…--murmuró—eres muy amable…

--No es nada—repuso él—es de lo poco que puedo hacer por ti.

Le acarició de pronto la mejilla con la palma de la mano, con la suavidad de quien acaricia un perro perdido. Esther cerró de nuevo los ojos y se frotó imperceptiblemente contra la dulzura de aquella caricia. La mano de Jen estaba caliente;  dejaba por donde pasaba un rastro de calidez sobre su rostro frío, mojado de lágrimas y lluvia.

--A menos que… pueda hacer algo más—añadió él, rozándole el lóbulo de la oreja con la punta del dedo.

Ella abrió los ojos de par en par.

--¿A qué te refieres?—preguntó.

Él le devolvió la mirada de frente, con calma.

--Tú dirás—respondió—Si puedo hacer algo más por ti, no tienes más que pedírmelo…

Pareció que ella relajaba un poco su cara de susto. Y pareció también como si estuviera tentada de decir algo, pero en el último momento cerró la boca, contrayendo los labios con fuerza hasta que palidecieron.

--Igual te parece esto una falta de respeto--dijo Jen—y discúlpame por adelantado, pero… si necesitas dinero, podría prestarte algo,  al menos para salir del paso. También podrías pasar esta noche en casa;  no te preocupes, olvídalo todo, no te pasará nada. Simplemente pasarás la noche allí, comerás algo y dormirás a cubierto. No quiero que te quedes en la calle, Esther, por favor. Pronto cerrarán esto.

Faltaban unos veinte minutos para las doce de la noche. La camarera mordía un bolígrafo, impaciente, revisando cuentas tras la barra de la cafetería.

Esther apretó aún más los labios y levantó la vista, conteniendo las lágrimas. Se sentía fatigada, sin fuerzas, terriblemente deprimida. Y ese chico, ese que apoyaba la moción de emputecerla, parecía ser el único capaz de escucharla, comprenderla y ayudarla en aquel callejón sin salida. Qué espanto.

Era una niña débil, mimada, arruinada. A lo largo de su vida, sobre todo durante su infancia, le habían dado muchas cosas inútiles y pocas cosas importantes para sobrevivir. No le habían enseñado nada, ni la habían escuchado apenas. No le habían dado ejemplo tampoco: su padre, alcohólico, ocasionalmente violento, ocasionalmente loco; su madre, deslumbrada por el mundo material, inconsciente en todo momento de que tenía una hija.

No tenía recursos útiles porque, simplemente, no los había podido aprender. Se había agarrado a las soluciones prácticas que hacían que su limitado mundo particular fuese mejor. Su vida giraba en torno a cosas que no tenían ninguna relevancia, salvo para ella y para su madre, y adolecía de la falta de otras esenciales para sentirse tranquila y feliz, otras cosas que ni siquiera sabía que existían. De alguna manera, había sido una niña “mal tratada”, mal criada; y probablemente  hasta ese momento seguía siendo una niña, una niña que aún acusaba todas aquellas carencias aunque  de manera enrarecida,  resabiada por el paso del tiempo.

Por eso solía manipular a otros. Era la única forma que conocía de acercarse a las personas: intentar controlarlas, llevarlas a su terreno. De hecho, como no era capaz normalmente de ver más allá de los objetos, utilizaba a los demás para conseguir cosas; no los arrastraba hacia ella por sentimientos de ningún tipo, sino para lograr “algo”, un objetivo inmediato, un objeto. No era muy consciente de que aquello le provocaba a larga más insatisfacción, y sólo un nuevo objeto tras la dilución del anterior cerraba el círculo y volvía a abrir uno nuevo. Tampoco era consciente, en absoluto, de que pasaba por la vida sin ver realmente a ninguna otra persona; ¿es que acaso existía alguien más allá de ella y sus intereses? A pesar de su edad, mantenía una gruesa capa de cemento entre ella y el mundo que le impedía sentir la realidad de otros.

Cuando saltaba alguna chispa entre ella y otro ser humano, una chispa de la naturaleza que fuera, sentía algo parecido a una colisión en una pista de coches de choque. Una sacudida imprevista, completamente física:  ”¡Bum!”

En aquel momento de su vida, montada ya la guerra con sus padres, sintiendo que la convivencia con ellos era insoportable, su objetivo—inmaduro, como todos-- era lograr un nuevo hogar de la manera más fácil y con el mínimo esfuerzo. Por eso había tenido los cojones de buscar piso sin nada en el bolsillo, porque en el fondo de su ser se consideraba infinitamente guapa, mejor que los demás, deslumbrante… ella no necesitaba pagar, no como el resto de los mortales.

--No –negó con la cabeza, obstinada—no quiero ir a vuestro piso, Jen.

Él asintió con la cabeza.

--Lo entiendo, cielo—le dijo—buscaremos un hotel, entonces. Ya sé que no te solucionará mucho pero… al menos dormirás a cubierto esta noche. Está jarreando.

Aquella fue la baza definitiva. Lo que dijo Jen  le estalló a Esther en mitad de la frente con la contundencia de un golpe dado a un gong.

--Vamos, tengo el coche fuera—le dijo él, alentándola, levantándose de la silla—te invito al café… buscaremos una pensión cerca de aquí, hay varias en esta manzana.

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