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Nimbo (3: no hay mal que por bien no venga)

en Dominación

DE CÓMO LLEGUÉ A ESTAR BAJO EL TECHO DEL AMO G.

Quizá este debería de ser el primero de los segmentos para comenzar a relatar mi andadura... sólo quizá, porque también pasaron cosas antes y no sé si reuniré el valor necesario para contarlas. El pasado siempre resulta más turbio y contaminado que el presente; el futuro es oscuro, pero puede vivirse con ilusión... el pasado sin embargo, al menos en mi caso, resulta un ancla enlodada en mi vida; es algo denso que evoca tristeza. Incluso hay recuerdos que no quiero ni mirar, porque a pesar del tiempo aún me siguen provocando dolor y miedo. Así que, ateniéndonos a la realidad, esto no es el principio de ninguna historia...

Pero imagino que les gustará saber, o como poco les intrigará, como alguien como yo—una perra callejera en la inmensa fortaleza de Zugaar—pudo llegar a formar parte de la unidad de esclavos que poseía el Amo G. Pues bien, intentaré contárselo.

Es bien triste decir que los recuerdos que tengo del día en que mi vida en la fortaleza cambió son neblinosos, y están rasgados, como componiendo un puzzle en el que faltaran piezas. Esto sucede así porque ese día, y la noche anterior, había recibido yo una de las más brutales palizas de mi vida... y no he recibido pocas, pero ninguna como esas.

En los sótanos de la fortaleza, donde pernoctábamos las perras sin dueño, no hay espejos, así que no puedo darles una descripción del aspecto que mi cara y mi cuerpo presentaban. Sólo puedo decirles que me habían pateado el esternón y notaba el sabor de la sangre en la garganta cada vez que tragaba, que por un ojo apenas distinguía otra cosa que formas borrosas y por el otro no veía absolutamente nada, y que la espalda me dolía con el sólo esfuerzo de mantenerme erguida. Ah, y la cabeza. La cabeza se había convertido en algo parecido a una calabaza llena de fuegos artificiales, zumbante, hipersensible al mínimo rayo de luz.

Las perras callejeras no tienen dueño, no son de nadie... y por tanto son de todos. A veces, lamentablemente, constituyen un saco para que un descerebrado se desahogue. Podemos quejarnos, por supuesto, porque estas cosas no deberían pasar... pero salvo que haya lesiones graves, es raro que la queja trascienda porque nadie responde por nosotras (digo “nosotras”, incluyéndome, porque en ese momento yo lo era): nadie nos conoce, pero nos usan todos. Es una desgracia anónima que desgarra el corazón, porque toda alma sumisa en Zugaar quiere sentirse llena, amada, quiere pertenecer a alguien... desgarra el corazón, como digo, y en ocasiones el cuerpo. Lo que ocurre es que el cuerpo se acostumbra, no así el alma. El corazón va entristeciéndose, cubriéndose de un velo turbio de dudas... una se pregunta por qué, qué es lo que tiene que hacer para que un buen Amo se fije en ella, cómo hacerlo, si existirá ese Amo de deseos que la cuide y la tenga... si existe posibilidad para ella, entre tantas almas sedientas como hay.

Las perras callejeras, como digo, no tienen quien las cuide. Tampoco quien las castigue. Por eso, para las faltas que cometen—que suelen ser bastantes—se instauraron los castigos comunitarios.

El castigo comunitario es un proceso que ocurre cada siete días o seis. Consiste en que un Amo de Zugaar, al que le corresponda esa tarde o esa noche ya que la responsabilidad va rotando, se encarga de citar y administrar los castigos que han ido acumulando los perros y perras callejeros. A veces las listas son tan largas que desaniman hasta al más paciente de los Dominantes; la mayoría de ellos considera una cruz que le toque ocupar el puesto de administrador de castigos, porque además no se puede soslayar: hay que hacerlo bien.

La cosa funciona de la siguiente forma. Un Dominante de la fortaleza observa una falta en un perro o una perra callejera, una falta del tipo que sea: de disciplina, de respeto, de protocolo... da igual. Ese Dominante, sin aplicar castigo alguno en ese momento pues se sobrentiende que tiene sus ocupaciones—tal vez tenga esclavos a los que atender, asuntos que no pueda dejar pasar—anota el número del perro en cuestión y la falta cometida. Digo el número, porque los perros callejeros no tienen nombre en la fortaleza, sólo un código de cinco caracteres que se les grava en la piel cuando deciden ingresar. Una vez anotado el número que identifica al perro tanto como la falta, el Dominante en cuestión entrega el papel o donde quiera que lo haya apuntado a la persona encargada de administrar el próximo castigo comunitario. Esa persona, el Dominante al que le corresponde aplicar los correctivos, agrupa los números y saca una lista que cuelga, dos días antes, en los sótanos de la fortaleza. A la vista de todos queda el número y la falta, no así el castigo. Las personas que, formando parte de esa lista, no acudan a la sala destinada al castigo comunitario, son expulsadas esa misma noche de la fortaleza sin posibilidad de readmisión.

Hay veces en las que el Dominante que anota el número del perro y la falta propone un castigo que queda en secreto. La persona que aplica los castigos es la que decide si el correctivo propuesto es coherente o no, actuando como filtro neutral. Para casos muy especiales, o faltas muy graves, el Dominante encargado puede acudir al Consejo, o directamente a Arcoro, la suma autoridad dentro de los muros de Zugaar.

Les cuento todo esto porque el día que mi vida cambió, el día posterior a la noche de la paliza, yo tenía que acudir a cumplir un castigo... por causa de un error flagrante que había cometido con el mismísimo Arcoro, cinco días antes. El error no voy a contárselo... porque me avergüenza bastante, pero dejémoslo en que no fue intencionado. Fue una falta producto de mi boca grande, de mi torpeza y de mi falta de tacto: sólo la punta del iceberg de mis virtudes.

Yo ya sabía que en el próximo castigo comunitario mi nombre iba a estar de los primeros... y la verdad era que iba bastante mentalizada; con lo que no contaba era con el estado lamentable en el que me hallaría para ese día.

No tenía muchos amigos entre los callejeros—era lógico, había mucha competencia y caíamos en querer hundirnos los unos a los otros, en avanzar a costa de los errores de los demás—y de todas formas nadie podía acompañarme, así que tuve que ponerme en marcha sola, abandonar el jergón que me correspondía en el sótano y dirigirme hasta la sala de castigos palpando las paredes, como buenamente podía. No recuerdo bien cómo llegué, pero sí recuerdo la idea fija de que tenía que pasar desapercibida. No quería tener problemas y que me echaran... quería simplemente asumir mi castigo y largarme, descansar después el tiempo que pudiera y seguir luchando, desde el silencio, por lo que más deseaba en el mundo. Así que me senté al final de la sala, casi en la esquina de uno de los largos bancos de madera, contra la pared, y en silencio esperé a que la estancia se fuera llenando. No era frecuente, pero algunas veces asistía a los castigos comunes algún Dominante sin nada que hacer, por el puro morbo de contemplar los que se llevaran a cabo en público, o algún miembro del Consejo para vigilar que todo se cumpliera...y yo bajo ningún concepto quería llamar la atención.

Pregunté a quien estaba a mi lado, tapándome la cara, quién era el Amo destinado a aplicar los castigos esa tarde, porque desde donde me hallaba no podía verle con el ojo que me quedaba sano... y me dijo mi compañero de banco que se trataba de G, un Dominante que afortunadamente tenía fama de ser coherente, aunque severo. Le conocía poco, tan sólo de cruzarme con Él un par de veces; recordaba haberle visto acompañado de sus esclavos personales: dos hombres, uno rubio y espigado, el otro moreno y de tez pálida, y una mujer muy bella. Pero lógicamente jamás había tenido la oportunidad ni tan siquiera de chocarme con él, así que poco sabía... sólo me quedaba confiar en lo que se decía de Él: que no era un desquiciado como el animal que me había pateado, cuyo nombre prefiero omitir, y rezar al dios en que no creía por que mi castigo no fuera demasiado duro.

Recuerdo que, aunque no podía verle, su voz me resultaba cálida y poderosa—aunque no disimulaba un tinte de hastío—al ir llamando a los que estábamos presentes. Me di cuenta, al menos, de que al parecer no le gustaba castigar en público... e incluso un par de veces delegó en uno de sus esclavos, cosa que estaba permitida sólo si el esclavo era un Dorado. Deduje que las dos figuras borrosas que había de pie, quietas a su lado aguardando órdenes, eran dos de sus propiedades.

Haré aquí un inciso para explicarles cómo funciona lo de los metales en Zugaar. La denominación del metal hace referencia al collar que lleva puesto el esclavo de un Amo. El collar puede ser de diversos materiales, pero cuando se pone a un esclavo un metal es signo de que la pertenencia está consolidada, o al menos esa es la intención por ambas partes. El primer escalón de metales es el Estaño; un Amo puede, en cualquier momento, consolidar la pertenencia poniendo este primer metal, pero el Consejo ha de dar el visto bueno en lo que se conoce como “Juicio de Limpieza”. El Bronce, que es el paso siguiente, también puede alcanzarse sin límite de tiempo, simplemente cuando el Amo lo estime adecuado. Los Plata son esclavos que al menos llevan un año con el Amo que decide ponerles ese metal, y por lo menos tres en la fortaleza. Y por último los Dorados—el escalón más alto—son aquellos esclavos que llevan como propiedad de un Amo más de cinco años, lo que es digno de muchísimo respeto, y al menos siete años viviendo en la fortaleza. Qué duda cabe que, para cualquier Amo, tener un Dorado supone un gran logro: significa tener a sus pies una posesión francamente valiosa, difícil de igualar.

Ya me había fijado con anterioridad, las pocas veces que me crucé con el Amo G, en que sus propiedades eran nada menos que un Dorado y dos Platas. Cómo no fijarme, algo así llamaba la atención... y despertaba la tristeza y la envidia, sentimientos puede que no del todo correctos, pero invariablemente humanos. Por otro lado, ver que las pertenencias se consolidaban le daba a una cierto ánimo para seguir... porque de alguna manera se contemplaba el resultado, el sentido de estar allí esperando en un sótano húmedo y oscuro.

Y ahí estaba yo, escuchando al Señor G decir un número tras otro con sus correspondientes faltas y castigos, y esperando a que me llamara a mí. Su tono de voz era tranquilo, sin inflexiones, salvo alguna vez que se detenía para preguntar si el esclavo tenía algo que decir, o si le parecía justo el castigo impuesto. Esto último me sorprendió, la verdad... no imaginaba que hubiera Dominantes que se tomaran tantas molestias, cuando además la opinión del callejero daba igual, el castigo no se alteraría dijera lo que dijera... pero al Señor G parecía interesarle saber lo que pensábamos, porque varias veces se paró y preguntó. En alguna ocasión incluso charló con algún “reincidente”, cosa que también me chocó, pero como a mí era cierto que no solían castigarme, pensé que dentro de aquel contexto sería normal y que yo me extrañaba porque frecuentaba poco la sala de castigos.

Pero algo más me llamó la atención del Señor G. Parecía que no le gustaba aplicar castigos, al menos de esa manera. En mi cortedad, yo establecía una diferencia entre dos grupos de Dominantes: los que disfrutaban infligiendo dolor y los que no. El Señor G, para mi alivio, parecía estar en el segundo grupo. Ahora que le conozco un poco más, imagino que no le vería mucho sentido a aplicar un castigo a un esclavo que no fuera Suyo... un castigo que podía no haber ni siquiera decidido Él.

De todos los números que dijo, sólo aplicó a dos de ellos el castigo en público, a la vista de todos... y era porque en ambos casos el hacerlo así formaba parte de la penitencia en sí, por la vergüenza que para el castigado comportaría. Recuerdo que una callejera reciente, devuelta a los sótanos tras haber sido propiedad de cierto Amo, estalló en un ataque de nervios cuando el Señor G la mencionó... y Él la apartó del grupo, con cierta frialdad, remitiéndola al Consejo para que evaluaran sus condiciones psíquicas. Esto me demostró una vez más que el Señor G era coherente, pero también me asustó porque quien no cumplía los criterios de estabilidad psicológica era automáticamente expulsado de la fortaleza... y yo, en las condiciones que me encontraba, temía derrumbarme y que me consideraran no apta para estar allí...

Finalmente, el Señor G dijo mi número, el que todavía llevo y llevaré para siempre gravado en la piel, y que jamás podré olvidar:

--24701

Asumiendo que mi turno había llegado me levanté y, tratando de que no se me notara la falta de visión ni la cojera, me desplacé como pude hacia la tarima donde Él estaba sentado.

--24701--repitió sin mirarme, ansioso por terminar con el pesado cometido—traición al acuerdo de confidencialidad, falta grave...--murmuró algo mientras barría con los ojos rápidamente las anotaciones de su hoja—vaya, el castigo está puesto por Arcoro. No puedo modificarlo. ¿Quieres contarme lo que pasó?

No respondí porque estaba invirtiendo todo mi esfuerzo en llegar ilesa a donde Él estaba... caminar viendo únicamente niebla por un sólo ojo puede resultar muy complicado, hasta peligroso.

El Señor G leyó a continuación la penitencia impuesta:

--Doscientos cincuenta varazos, con vara de fibra de vidrio.

Temblé sólo con escucharlo.

--Es un castigo muy duro, 24701...--me dijo—y nunca te he visto por aquí ni tengo reflejado que hayas cometido ninguna otra falta... cuéntame lo que pasó, tal vez pueda ayudarte.

--Señor, le agradezco mucho su generosidad...--balbucí.

Y sin que tuviera tiempo de explicarle nada, tropecé de pronto con algo que había en el suelo y por supuesto no vi, yendo a caer de bruces frente a la tarima. Si uno de los esclavos del Señor G no hubiera visto de antemano el tropezón y no se hubiera adelantado para cogerme—hoy sé que fue Simut, pero aquel día no le distinguí—probablemente me hubiera roto la nariz o me hubiera, sencillamente, abierto la cabeza.

Sentí que todo daba vueltas en torno a mí y que unas manos huesudas me agarraban por debajo de los brazos, levantándome del suelo y parando el inevitable golpe. Perdí la orientación; “arriba” y “abajo” dejaron de tener significado para mí, y en medio de un velo negro como una enorme corriente de turbidez perdí la consciencia.

A partir de ahí no sé lo que pasó. Lo siguiente que recuerdo es haber abierto los ojos (el ojo, rectifico), y de nuevo ver una realidad agonizante de pálidas sombras. Supe que estaba en horizontal sobre una superficie inestable... algo me sujetaba por detrás de las rodillas y en la espalda, haciéndome trizas por el dolor que sentía en la columna, y me transportaba. Oía ruido de voces y de pasos pero todo era muy confuso y, extenuada, volví a caer en una especie de sopor profundo con notas de pesadilla.

Lo que me sujetaba y me transportaba por los pasillos de la fortaleza era el Señor G, según pude saber después, que me llevaba a las instalaciones médicas. Me contaron que, durante el periodo de mi inconsciencia—que duró unas cuantas horas—estuvo a mi lado bastante tiempo, que investigó las causas de mi estado y que puso en conocimiento de Arcoro la situación en la que me encontraba. También me contaron que cuando marchó a sus dependencias dejó a dos de sus propiedades a mi cargo, velando mi sueño.

Sé que dormí un periodo largo, dos días por lo menos... y cuando desperté y me dieron el alta médica, el Señor G volvió a tomarme entre sus brazos alegando que yo necesitaba un lugar donde recuperarme, y me llevó a sus dependencias en Zugaar.

Estuve en cama dos días enteros allí, cuidada como un canario entre algodones, con temor hasta por engordar dado que comía mejor que en toda mi vida y no se me permitía levantarme. Fue en ese lapso de convalecencia cuando conocí a los que hoy son mis hermanos... Samiq y Niobe, los Plata, y Simut, el Dorado.

Pero no todo fue un lecho de rosas. Cuando estuve bien para caminar, el Señor G habló conmigo. Se había entrevistado con Arcoro y necesitaba saber quién era el que me había dejado así, con una hemorragia interna según me explicó gracias a la perforación de una pleura por una costilla rota, los dos ojos morados y una lesión lumbar de naturaleza--afortunadamente-- leve.

Le dije que no se lo diría... no quería problemas, y ya se pueden imaginar... la persona que me había propinado aquella paliza era alguien influyente dentro de la fortaleza, y tenía su correspondiente historia que si quieren, algún día puedo contarles.

Pero pude comprobar que el Señor G era tanto o más tenaz que yo cuando se empeñaba en algo... resolvió, de manera muy inteligente y lógica por su parte, que si no se lo contaba voluntariamente se vería en obligación de sacármelo. Y para sacármelo me aclaró que utilizaría todos los medios a su alcance, de manera que recibí el castigo puesto por Arcoro por triplicado, aunque tarde.

Pude comprobar, cosa que no me sorprendió, que el Señor G podía ser realmente duro en lo que a correctivos se refería, más aún si perseguía con ello obtener una finalidad. Sin embargo también me di cuenta, para mi alivio, de que cuando me castigaba lo hacía desterrando toda emoción negativa: simplemente me explicaba lo que me iba a hacer, me ofrecía de nuevo la oportunidad de hablar con Él y contarle lo que celosamente guardaba, y ante mi negativa me aplicaba el castigo acordado. Castigo que yo procuraba aguantar de la manera más digna y sosegada posible, aunque a veces mantenerme estoica era realmente difícil... y además, mis ganas de luchar iban minándose poco a poco con el paso de los días.

Un día comprobé que aquella lucha no tenía sentido, estaba perdida de antemano. El Señor G no daba muestras de cansarse de azotarme. Era listo; sabía que el castigo diario era erosivo para el alma de cualquiera, a parte de fatigar el cuerpo. Desde el principio me había dejado claro, sin alterarse, que me castigaría cada día que yo le dijera que no, y que si veía que iba pasando el tiempo se vería obligado a subir la intensidad “dentro de límites racionales”. Me hizo gracia eso último que dijo, y recuerdo que en aquel momento, en la intimidad que me proporcionaba la conversación a solas con Él, me sentí tentada de preguntarle qué era exactamente lo que Él entendía por “límites racionales”. ¿No matarme? ¿no destrozarme psíquicamente? ¿no romperme un hueso?...

A día de hoy creo que si se lo hubiera preguntado, se hubiera reído y luego, sencillamente, me lo hubiera explicado. Y me hubiera dicho lo que ahora sé pero antes no sabía: en resumidas cuentas, que me encontraba ante un azotador profesional que sabía exactamente cómo y dónde castigar. Límite racional para el Amo que me posee, antaño el Señor G, consiste en aplicar al castigo fundamentos básicos de anatomía, coherencia y sentido común. Durante el tiempo que duró la penitencia por mi silencio jamás me tocó el cuello o la cabeza, nunca me dejó sin respiración, nunca fue contundente en áreas como la espalda y el abdomen, nunca dañó ningún órgano vital. Pero eso sí, me hizo desear no haber conocido al Dominante cuyo nombre me esforzaba por mantener en secreto.

Y había otra cosa... algo que hacía el Señor G que me descolocaba muchísimo, algo que a veces en mi fuero interno agradecía pero en otras ocasiones lamentaba profundamente: era muy tierno. Era hasta cariñoso conmigo. Independientemente de la intensidad del castigo siempre se dirigía a mí con calma y delicadeza; me tranquilizaba, me hablaba durante los azotes, incluso llegaba a consolarme cuando alguna vez, superada por la presión y el agotamiento, no había podido evitar derrumbarme. Desde que entraba en su estudio-- el lugar privado donde me aplicaba los castigos--me miraba y me saludaba con dulzura, justo antes de preguntarme si estaba segura de querer seguir guardando el secreto. Al decir yo que no le diría lo que quería saber, su gesto se ensombrecía con una tristeza momentánea, se levantaba, y suavemente me ayudaba a reclinarme sobre su escritorio de madera. Me explicaba entonces el castigo del que sería objeto, me retiraba despacio la ropa y procedía a aplicarlo con dureza. Justo con la dureza de la que ya me había advertido, ni más ni menos. De cuando en cuando paraba de darme varazos y le sentía respirar, acercarse a mí, apartarme un mechón de pelo sudoroso de la cara y besarme la mejilla... o inclinarse sobre mi espalda para abrazarme levemente, y decirme al oído que estaba en mi mano que el castigo siguiera o se detuviera.

Una noche recuerdo que ya no pude más. Aguanté quién sabe cuántos varazos—normalmente me hacía contarlos, pero esa noche no lo hizo—y cuando por fin dio por terminado el castigo, dejé caer la cabeza sobre la mesa y llore ríos, mares. El llanto me cogió por sorpresa y me dolió, la emoción al salir fue cruel como hiel sobre espinas en mi garganta. Mi cuerpo se rebeló contra mí misma y tuve ganas de vomitar; reconozco que deseé morirme, me pregunté qué hacía yo allí, no en la fortaleza ni en el estudio del Señor G, sino en la maldita vida. Apreté los puños: algo parecido a la rabia me surcaba el cuerpo en violentas oleadas... digo “algo parecido” porque la rabia normalmente se focaliza contra algo, y yo... no sentía aversión por nada, sino simplemente deseo de explotar y de romperme. Supe que había alcanzado el límite de mis fuerzas y que algo más grande que yo se había desbordado.

El Señor G me dejó llorar durante unos minutos. Se sentó en la robusta silla frente al escritorio y me contempló; sentí sus ojos clavados en mí mientras yo no encontraba forma de parar. Sentí... algo raro. Esa mirada no me turbó ni me sentí juzgada, más bien al contrario, me ayudó a dejar de sufrir tanto. Porque el caso es que—quizá resulte un poco extraño expresado así—esa mirada fue algo muy parecido a un beso. Un beso prolongado en el tiempo, tranquilo, que me arropaba sin impedirme respirar... y que me dejaba “ser”.

Cuando mi garganta se relajó y los sollozos ya no dolían, el Señor G se levantó, me abrazó por la cintura y me condujo al lugar donde había estado sentado. Me acomodó sobre su regazo y me acunó entre sus brazos sin decir una palabra, durante un espacio de tiempo en el que pareció que los minutos se congelaban. Recuerdo que descansé la cabeza sobre su pecho, mojándole la camisa de lágrimas... y sentí que “descansaba” de verdad. No hubo lugar para la vergüenza en ningún momento, sólo paz. Comprendí que estaba recibiendo algo que, de manera muy profunda, yo necesitaba. Probablemente lo había necesitado desde hacía años, décadas; desde niña, desde antes de tener conciencia sobre los peligros del mundo. Nunca nadie... NADIE... me había hecho sentir así. Nunca NADIE me había dado, sencillamente, eso que yo necesitaba.

Al darme cuenta de que las lágrimas—ahora de otro tipo—no cesaban de salir de mis ojos, me disculpé con Él, rompiendo el silencio que nos rodeaba.

--Señor, por favor, pérdoneme... no puedo dejar de llorar...

--Te hacía falta una limpieza de ojos—respondió para mi sorpresa, sonriendo contra mi mejilla—por eso no puedes parar...

--No quisiera molestarle, Señor...--dije, sintiéndome algo estúpida.

Aquel hombre formidable, sensible y Amo de sus afortunados esclavos sacudió la cabeza.

--No te preocupes, no me molesta en absoluto. Me molestaría que te contuvieras.

Me pregunté cuánto tiempo más podía durar aquel abrazo; yo deseaba que no acabase nunca. Me estrechó contra Él y le respondí con todo mi cuerpo, mi piel en su ropa adaptándose a sus angulosas formas, sepultando finalmente la cara en su torso plano. Aspiré su olor... nunca antes le había tenido tan cerca. Era un olor agradable: una mezcla de aroma a ropa limpia y estirada—como las sábanas de las camas recién cambiadas, sin una sola arruga—madera, páginas de libro viejo y algo animal. Es difícil describir un olor con palabras... pero había algo más; no sé exactamente qué era, pero su piel olía a algo comestible. Algo tal vez dulce y de consistencia gruesa, como la nata... no sé explicarlo bien.

De todas formas, a medida que escribo me doy cuenta de que todo lo que pueda decir respecto a lo que sentí en ese momento se queda muy corto. Creo que no llego más que acercarme a una leve sombra de lo que en realidad fue.

--No te das cuenta de algo, pequeña—me dijo en un susurro, como si no quisiera asustarme.

Despegué la cara de su pecho sin atreverme a mirarle, y le escuché con atención.

--Si no me dices quién es... la persona—carraspeó como si esa palabra se le atragantara—que te dejó... que te maltrató, no podremos evitar que lo haga de nuevo con otro esclavo... ¿comprendes?

Me hablaba despacio, como se le habla a un niño, con tanta dulzura que me revolvió por dentro.

--Ese animal tiene que estar fuera de aquí—continuó mientras me acariciaba la cabeza—porque es peligroso, ¿entiendes?... podía haberte matado, 24701... podría matar a alguien. No podemos correr ese riesgo, no puedes protegerle. Si le proteges, estás condenando a otros...¿comprendes lo que te estoy diciendo, pequeña...?

Asentí, sintiendo como de nuevo los ojos se me llenaban de lágrimas.

--No tengas miedo, no te pasará nada—murmuró, secándome las mejillas con el dorso de la mano—nadie te molestará ni tomará represalias, no se trata de una acusación... y por otra parte yo odio castigarte. Lo último que quiero después de lo que has pasado es hacerte daño, pero no me dejas otra opción. Por cierto—añadió como si de pronto se le ocurriera algo—también odio tener que decir un número para llamarte... creo que lo mejor será que mientras estés aquí busquemos un nombre para ti...¿qué te parece?

Sorbí con fuerza por la nariz para tomar aire a fin de poder contestarle.

--Señor G... muchísimas gracias... pero no me gustaría que se molestara en pensar un nombre para esta perra, y no sé cuánto tiempo más estaré bajo su techo...

No sabía cómo decirle que para poco tiempo no merecía la pena el esfuerzo por su parte, y a la par deslizarle la temida pregunta... ¿cuánto tiempo más me queda de protección y cuidados? ¿cuánto tiempo faltaba para que dejara de estar a Su lado?

En ese momento me di cuenta, con verdadero horror, de que se me abría el mundo con sólo pensar en tener que marcharme.

Para mi desconcierto, el Señor G soltó una carcajada.

--Eres lista, Nimbo—sonrió--contestaré a lo que quieres saber. Como bien dices, “mi techo” es mío... así que estarás aquí hasta que yo decida que te has recuperado. Y por otra parte, lo del nombre ya ves que no es ningún esfuerzo...

--¿Nimbo, Señor?--inquirí. No estaba segura de haber comprendido bien, yo había entendido que ese sería mi nombre.

El Señor G asintió.

--Así es, siempre que a ti te guste, claro...¿sabes lo que significa, verdad?

--Creo que es un tipo de nube, Señor.

--Sí—sonrió ampliamente—pero no cualquiera. Los Nimbos son esas nubes elongadas, henchidas de un blanco brillante, que tranquilizan a los marineros porque indican que al día siguiente el tiempo será bueno... debes pensar eso, pequeña; has pasado malos tiempos pero en un futuro, “mañana”, seguramente vendrán horas mejores...

Mi corazón dio un vuelco, conmovido. Sentí unas enormes ganas de abrazar a aquel hombre justo que siempre me desconcertaba y veía más allá, a aquel Amo de quien yo jamas podría soñar ser propiedad... pero no se lo dije ni lo hice, claro.

--Muchas gracias, Señor—balbucí--gracias por ese nombre tan hermoso que ha escogido para mí... será un honor llevarlo durante el tiempo que permanezca bajo Su techo.

--Bien...--murmuró, estrechándome de nuevo entre sus nervudos brazos—Querida Nimbo, pequeña... admiro tu capacidad de aguante y tu resistencia al dolor, de veras, pero...¿no crees que sería conveniente, para ti y para todos, que me dijeras el nombre de quien ha de estar fuera de aquí?

Reflexioné un momento, embargada por la emoción.

--Tengo miedo, Señor...--fue lo único que fui capaz de decir.

--Ya te he dicho que no te ocurrirá nada...

--No es eso, Señor... tengo miedo a otra cosa. A dos cosas, Señor, en realidad...--traté de puntualizar y de ordenar mis ideas.

El Señor G me tomó de los hombros y buscó mis ojos con los suyos.

--Está bien pequeña, cuéntame—murmuró--¿qué cosas? ¿a qué tienes miedo?

Me aclaré la voz y me esforcé por explicarme lo más claramente posible.

--Pues, Señor... lo primero que me asusta es que, si le digo el nombre de esa persona, Usted tal vez no me creerá... y pensará que le engaño.

El Amo aspiró profundamente y se inclinó hacia mi oído.

--No creo que eso pase—susurró--tengo una ligera idea, por no decirte certeza, de quién es... sólo necesito tu confirmación. ¿Qué es la otra cosa que temes que ocurra?

Aquello era más difícil de explicar...

--Señor G, espero no molestarle con esto... ¿Puedo ser completamente sincera con Usted?--pregunté, con el corazón latiéndome en un puño.

--Claro que sí—respondió inmediatamente—por favor, puedes y debes, siempre. La sinceridad no está reñida con el respeto...

--Tiene razón, Señor, desde luego que no—reconocí—pero temo ofenderle porque... lo que ocurre es que... me da mucha pena pensar que tal vez, cuando le diga el nombre de esa persona, Usted me envíe de vuelta al sótano porque ya no tenga sentido mi presencia aquí... y tengo que decirle, Señor G, que nunca he recibido este trato y estos cuidados, ni nunca he tenido la suerte de conocer a personas como Usted y Sus esclavos... ni dentro de la fortaleza, ni en mi vida. Espero no haberle molestado...--musité, sintiendo que había dicho algo demasiado íntimo que no tenía por qué dar a conocer, que había dicho algo egoísta y poco coherente.

Pero lejos de sorprenderse, el Señor G me miró con inmensa ternura, sonrió, y acarició con los dedos mis arreboladas mejillas.

--Nimbo, cariño—murmuró. Creí distinguir un atisbo de congoja en su voz—cielo, tú no estás aquí para que yo te castigue y tire de la cuerda hasta que me digas lo que quiero saber. Tú estás aquí para recuperarte, te lo he dicho antes... y estarás aquí hasta que yo lo decida, nadie tiene más que decir ahí. Ni Arcoro, ni el Consejo, ni nadie. Yo decido acogerte en mis dependencias, y no hay más que hablar. Y te puedo asegurar que de momento te tengo bien agarrada, y que no voy a soltarte así como así...

Me guiñó un ojo mientras me decía estas últimas palabras.

--Como también te digo—replicó serenamente—que si después de esto no me dices el nombre que busco, te colocaré sobre mis rodillas y te romperé la vara en el culo...¿lo has entendido?

Ante mi cara de espanto se aguantó una carcajada. No sabía si estaba bromeando o me hablaba en serio... capaz era, desde luego, de cumplir su amenaza. Aún a día de hoy tengo problemas para saber cuándo bromea y cuándo no; creo que todos los que vivimos a Sus pies tenemos el mismo escollo, exceptuando tal vez a Simut que es el que más le conoce.

--Supongo que—comenzó a decirme, cuando su rostro se relajó—quizá tengas alguna implicación emocional con esa persona... y por eso también te cuesta.

Simplemente asentí sin querer dar más detalles.

--Pero lo que ha hecho contigo es algo muy grave, Nimbo, grave y peligroso. Podía haberte matado—reiteró—y puede caer en lo mismo con otra persona. Te aseguro que no se le juzgará... simplemente, se dará con él y se le echará. Nada más. No podemos mantener esa violencia dentro de estos muros, tienes que entenderlo. Si no quieres hacerlo por ti, al menos hazlo por otros.

Esta última frase flotó en mi mente durante algunos segundos, dando vueltas como el posible puerto de salvamento, como la única razón a la que podía agarrarme para hacer lo que finalmente hice.

--Señor...--murmuré sin apenas voz, sintiéndome el ser más pequeño y ruin del mundo--¿me permite abrazarLe?

Él asintió sin decir nada y abrió los brazos para acogerme una vez más contra su cuerpo.

Y de esa forma, abrazada a Él como quien se aferra a una roca en mitad del temporal, susurré el fatídico nombre y rompí a llorar de forma descontrolada.

--Gracias, Nimbo—murmuró el Señor G, apretándome durante un instante entre sus brazos. A continuación levantó el brazo y echó mano del hilo que colgaba justo por encima de su cabeza, hilo que al tirar de él accionaba un mecanismo para alertar a cualquiera de sus esclavos de que necesitaba su presencia en ese momento.

Transcurridos apenas unos segundos se oyeron pasos apresurados al otro lado del pasillo, y unos nudillos golpearon la puerta del estudio.

--Adelante--pronunció el Señor G con premura.

La puerta se abrió dando paso al joven rubio y espigado con collar de plata.

--Amo... ¿deseaba algo?

--Sí, Samiq—contestó el aludido desasiéndose suavemente de mi abrazo, depositándome con delicadeza en el suelo para levantarse—llévala a la habitación y estate con ella hasta que se duerma—dijo señalándome con una inclinación de cabeza—desde ahora está en tratos conmigo así que trátala como si fuera tu hermana... se llama Nimbo.

Y sin más, abandonó con rapidez su estudio, olvidándose incluso de sacarnos de allí y de cerrar la puerta con llave.

--Nimbo...--Samiq me miró con ojos chispeantes—es un bonito nombre... oh, no llores, ven...

Me atrajo hacia sí y, rodeando mis hombros con un brazo, me sacó de la habitación para conducir mi tambaleante cuerpo al dormitorio.

--Aquí estarás bien—susurraba el que tenía probabilidades de convertirse en mi hermano de esclavitud, cosa que aún no terminaba de creerme—es una gran noticia tener una hermana en pruebas...

Samiq no disimulaba la alegría que sentía. Yo... sencillamente, me sentía incapaz de reaccionar ante ella, como ante todo aquello. Había acusado a mi verdugo—nunca pensé que una paliza a una perra callejera llegara a trascender tanto—no por medio de la presión sino del raciocinio... había traicionado la confianza de aquel Dominante, que aunque fuera una bestia significaba, lamentablemente, mucho para mí... Había dejado entrever mi deseo de permanencia junto al Señor G, y este acababa de convertirse para mí en el Amo G, que me quería a mí... aunque sólo fuese en pruebas, pero quería tratarme y conocerme... y en aquel momento me dirigía hacia un dormitorio donde me esperaba una mullida cama, de la mano del que dentro de un tiempo podría ser mi hermano...

Estaba tan tensa, confusa y alerta que temí no poder conciliar el sueño aquella noche. Sin embargo, la suave presencia de Samiq a mi lado, el arrullo de su voz y la frescura de las sábanas contra mi cuerpo azotado hicieron que el agotamiento me venciera, y caí irremediablemente en un sueño profundo. Sin embargo justo antes de dormir, en un espasmo de lucidez, me di cuenta de que mi mundo después de aquello ya no sería el mismo... de que la próxima vez que abriera los ojos, todo sería diferente.

Y lo que pasó después de esa noche compone una gran historia... fragmentos de la cual les voy entregando, reviviendo cada momento desde el corazón.



Nota: este relato está dedicado a Lukasses... un abrazo donde quiera que estés, y gracias.

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