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Casia (1)

en Hetero: Primera vez

Casia: Los vi salir de la sala de reuniones riendo y comentando. Todos eran hombres maduros, del tipo ejecutivo. Mara se entretuvo todavía un rato y cuando el jefe salió, se quedó arreglando la mesa de juntas. Yo hacía poco me había mudado a aquella gran ciudad, después de dejar mi pueblo por una historia que algún día contaré, y me había empleado en lo único que pude encontrar: servir el café y realizar oficios varios en aquella empresa. Hasta entonces me sentía contenta con el trato y el sueldo, que me permitía subsistir mejor que en mi pueblo. Esa noche hacía horas extras. El pago me vendría bien, y no me importó quedarme, pero Mara andaba de malas pulgas. Al fin salió y al verme, dijo:

—¿Ya se fueron todos? —asentí con la cabeza. No la envidiaba, a pesar de que era una mujer muy hermosa y que en su cargo ganaba mucho más que yo. Sus bien torneadas piernas, enfundadas en medias color humo, desaparecían bajo una falda a medio muslo. Vestía un traje sastre de fino corte y calzaba altos tacones. Su melena lacia y rubia le llegaba más abajo de los hombros y aunque su arreglo era cuidado, algo en ella tenía un aire inquietante que se me antojaba un tanto vulgar.

Aun yo, que era una recién llegada, me había dado cuenta de que la mayoría de las otras secretarias la rehuían. Tal vez porque Mara era la mejor pagada de todas, por ser la secretaria del presidente de la empresa, o por el poder que ese puesto le confería. Mientras yo pensaba todo esto, ella fue hasta el bar que teníamos en la oficina para atender a los miembros de la junta, tomó un vaso y se sirvió un whisky doble con hielo. Yo la miré entre sorprendida e incrédula. Jamás la había visto beber. Al notar mi mirada, dijo:

—¿Qué quieres? Es la única forma como puedo soportar este trabajo… —bebió parte del contenido del vaso en silencio, con la mirada perdida. Yo callé, pero supe, de algún modo, que ese no era el primer whisky de la noche.

—Vamos, —dijo al rato— no quiero beber sola —y me sirvió un trago, que yo acepté renuente, pero que al cabo bebí. No tenía costumbre y lo tomé por compromiso. Yo era muy joven, pero intuí que su tristeza era muy honda, y que la causa de todo era el jefe. Lo recordé: alto, de cincuenta a sesenta años, con la piel morena, los ojos azules y el cabello entrecano. Era un tipo bien parecido, aunque bastante pagado de sí mismo. Nunca me cayó bien. Mara bebió su trago y se sirvió otro. Luego, mirándome con aire distraído, dijo:

—Ven, es mejor que te ayude a limpiar —diciendo esto, se puso de pie, un tanto insegura, y nos dirigimos a la sala de juntas. Al ver el recinto, me sorprendí. Por la mesa parecía haber pasado un huracán. Poco a poco, recogimos el reguero de papeles y Mara los colocó sobre su escritorio para ordenarlos por la mañana. Pero mi sorpresa creció cuando al ir a pasar la aspiradora, vi varios condones usados tirados en el piso. Ella supo que yo me había dado cuenta y bajó la vista, avergonzada. Se derrumbó en una silla y comenzó a sollozar.

—Me usaron… —confesó entre lágrimas— ¡me usaron todos! —exclamó. ¿Todos? No podía creerlo. Dentro habían estado reunidos seis hombres, sin contar al jefe. ¿Se la habían follado los seis? Sin querer, yo había hecho la pregunta en voz alta, y Mara corrigió:

—Los siete… porque el hijo de puta del jefe también me montó… —la miré con lástima. No sé por qué, no me extrañaba aquello. De algún modo, lo presentía, o quizás aprendí a leer las señales, los gestos sutiles, las miradas…

Me acerqué y con infinita piedad acaricié su cabello. No deseaba asustarla. Instintivamente se volvió hacia mí y me abrazó. Su cabeza descansó un momento sobre mis senos y yo sentí su calor suave. La dejé llorar, hasta que fue serenándose. Cuando se calmó, le tendí un pañuelo de papel y ella secó sus lágrimas.

—Y lo peor es que no me dejaron correrme, los malditos… —dijo, con una risa boba. Comprendí que el alcohol hacía su efecto y que sus inhibiciones se estaban yendo al diablo. Por primera vez, tuve miedo. Mara me atraía mucho y era muy hermosa, pero me daba cuenta de que era heterosexual. Las cosas se estaban poniendo resbaladizas y no quería dar un paso en falso.

—¿Quiere saber lo que hicieron conmigo? —dijo, con la voz ya titubeante— me acostaron aquí encima, con las piernas en alto, y me penetraron por turnos —afirmó, señalando un extremo del tablero de la mesa de juntas.

—Pero primero hicieron otra cosa… se bajaron el cierre, se sacaron las pollas y me obligaron a mamarlos… ¡Puaj! ¡Qué asco!… ¿Te imaginas? Mamar las pollas de siete tipos… Repugnantes… —se había puesto de pie y hablaba con el vaso tambaleante en la mano. Dio un sorbo largo y siguió hablando.

—Lo peor vino después… luego de follarme por turnos, me colocaron boca abajo sobre el tablero y me dieron por culo… ¡Malditos! —volvió a sollozar, completamente histérica. Yo no sabía qué hacer.

—¡Y yo sólo quería que acabaran pronto para que terminara esa tortura! —la abracé y traté de calmarla. Cuando hubo llorado un rato, se separó de mí. Tenía todo el maquillaje corrido pero no me importó. Le di un beso en la mejilla y me abrazó de nuevo. Comprendí que si no salíamos de aquel lugar, yo no podría contenerme. Tomé una decisión súbita y dije:

—Ven, es mejor que te lleve a tu casa. No estás en condiciones de conducir —ella asintió. Tomé su cartera y busqué las llaves de su auto. Como pude, la arrastré hasta el ascensor, bajamos al estacionamiento subterráneo y la subí al auto. Giré la llave en el encendido y cuando ya rodábamos por la autopista, pregunté:

—¿Dónde vives? —ella musitó una dirección y hacia allí conduje. Permaneció todo el camino con los ojos cerrados y la cabeza recostada en el asiento. Cuando llegamos, la ayudé a bajar y a entrar en la casa. Se derrumbó sobre un sofá. Encendí la luz de la sala, y luego la del dormitorio. La llevé allá, le quité los zapatos y la tendí en la cama. Quise marcharme entonces, pero ella me abrazó.

—Déjame ir, Mara —dije, con toda la firmeza de que era capaz, pero a mi pesar mi voz sonó insegura.

—No, cariño… —respondió. Ya no sonó titubeante. La miré a los ojos y me di cuenta que estaba menos ebria de lo que yo había supuesto.

—Tú lo deseas tanto como yo… ¿verdad? —dijo. Al oírla, bajé los ojos, cohibida.

—Lo supe en cuanto te vi… pero no dije nada. No te preocupes. Soy como tú, y como tú, estoy acostumbrada a ocultarlo… y a llevar esta doble vida que detesto… —la miré incrédula. Como para borrar mis dudas, me asió por la nuca y me besó. Fue un beso profundo, dulce, pero al mismo tiempo atrevido y ardiente. Cuando nos separamos, la miré a los ojos y supe que hablaba en serio.

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