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El más oscuro nombre del olvido (3)

en Grandes Series

Mario:

Debí de quedarme dormido sobre la colcha. Me despertó la luz que entraba por la ventana. Hacía frío. La chimenea se había apagado hacía horas y no había puesto la calefacción. Me levanté, la encendí y volví a tenderme. Tenía una extraña sensación en el cuerpo, como si me hubieran vaciado de todo sentimiento. Estaba laxo, sin ganas de moverme. Saqué un cigarrillo y lo encendí maquinalmente. Al ir a tomar el cenicero sobre el velador, miré el florero y las rosas. De inmediato, se me vino a la mente la imagen de la chica de la víspera. Cerré los ojos, aspiré el humo y me entretuve morosamente en recordar nuestro encuentro.

Tenía aquel aire de animal desamparado que me resultaba conmovedor. No era como la mayoría de las profesionales, y eso la hacía, al menos para mí, mucho más deseable. Recordé cómo la había besado y la había ido desnudando. Más que un encuentro con una puta, aquello se había parecido mucho a una cita con una amante. Con una muy joven, peligrosamente joven. De pronto, recordé algo. Fui al armario y lo abrí. Conecté la cámara digital a la computadora. Me felicité mentalmente por haber tenido la precaución de encender la cámara antes de empezar a follar con ella. En la pantalla apareció la imagen. Embelesado, me tendí de nuevo. Con el control remoto aceleré la grabación hasta enfocar el momento en que empecé a besarla.

Sus labios inexpertos eran una delicia y tenía en la piel aquel resplandor fresco, de fruta nueva, tanto que daban ganas de morderla. Me demoré observando sus senos, el peso exacto de su carne, el perfil de sus pezones. Vi otra vez su boca entreabierta, mientras mis pulgares tocaban las puntas rosadas y las ponían duras. La cámara había captado mis manos bajando hasta su cintura y luego acariciando sus nalgas sobre la tela, el calor de su boca inexperta, y mi lengua explorando dentro. Observé sus melones abiertos y el agujero oscuro donde me perdí. Qué delicia fue penetrarla, recordé, sentir sus paredes elásticas y estrechas enfundando mi capullo con aquel calor húmedo.

Estuve así durante largo rato, adelantando y retrocediendo las imágenes, mirando y disfrutando de nuevo de cuanto había gozado intensamente la víspera. "Eres un cerdo", me dije, y no pude evitar sonreír. Al fin, tuve la precaución de hacer una copia y la quemé en disco. Las imágenes me habían ido calentando pero no quise masturbarme. Mis ojos se fijaron, en un momento dado, en el velador. A la par del florero estaba el teléfono inalámbrico. Lo tomé y marqué el número. La voz inconfundible me respondió:

—Buenos días, señor, ¿en qué puedo servirle?

—Buenos días, Mateo. ¿Sabes quién pone rosas en mi cuarto?

—La mucama, señor. Si le molestan, le diré que no lo haga más...

—Al contrario. ¿Cuál es su nombre? ¿Cuánto gana ella?

—Engracia, señor... —Mateo mencionó a continuación un sueldo justo por encima del mínimo.

—Bien, pues desde hoy le doblaremos el salario. Y dile que siempre me ponga esta misma clase de flores... Ah, otra cosa: ¿Te dijo el taxista adónde llevó a la señorita anoche?

—Sí, a la estación de trenes... no, señor, no pudo ver qué tren tomaba. Lo lamento, señor.... —el tono de tristeza era genuino. Conocía a Mateo lo suficiente para saberlo. Buena señal. Mateo, como los perros, tiene buen olfato con la gente.

Colgué. Rayos. Sólo entonces comprendí que no tenía forma de contactarla de nuevo. Miré hacia abajo. Tenía una erección gigantesca. Marqué los números de varias casas de putas. No, no tenían ninguna chica con esa descripción ni con ese nombre. Pero tal vez habría otra chica que... Les colgué el teléfono sin más ceremonias. No, no me apetecía otra. Probablemente trabajaba por la libre. Claro, me la había encontrado en plena calle, ¿qué esperaba? Era una independiente. O una espontánea.

Caminé por todo el piso, revisé la sala y advertí que no había dejado nada suyo. Volví al dormitorio, y entonces noté la toalla tirada sobre una silla. La tomé y aspiré su olor aún preso en el tejido. Era un olor infantil, a talco de bebé, a colonia, a mujer. Un olor fresco y sano. Y de pronto vi la mancha de sangre. No era muy extensa, pero me sorprendió. La había lastimado. Seguro que, aunque puta, no tenía mucha experiencia. Imposible que la tuviera. ¿Cuántos años tenía? ¿Quince? ¿Dieciséis?

"Eres un bruto", me dije. Pero no podía evitarlo. La víspera estaba fuera de quicio. Le había dado una bonita suma, eso sí. Seguro le serviría para reparar el daño. Me encogí de hombros. No era un animal, pero tampoco me importaba demasiado. Al fin y al cabo, era una puta. De todos modos, guardé la toalla. Quería volver a aspirar su olor después. Si volvía a encontrármela, ya vería cómo me las arreglaba para quedarme con algo suyo como trofeo. Las bragas, tal vez, o el sostén. "Eres un fetichista", me dije. "Mira que si guardaras algo de cada puta con la que has follado, no te alcanzaría ni un edificio para contener tus "trofeos". Reí. Al menos tenía su imagen. Accioné el control remoto y apagué todo.

Me fui a la ducha y abrí la llave. Tal vez el agua fría me bajara un tanto la erección. Pero giré la llave equivocada y el agua caliente me quemó el pecho. Solté un alarido descomunal. Cerré de inmediato y abrí la otra. El líquido frío alivió mi piel y me cortó el aliento. Rayos. Al parecer aquel no era mi día. Terminé de bañarme y me enrollé una toalla a la cintura. Con el cuerpo aún goteando, busqué mi ropa. Tenía un hambre feroz. Recordé que la víspera no había cenado. Tomé el disco, lo guardé en una caja plástica, me vestí enseguida y bajé al estacionamiento. Saqué el coche, metí la caja en la guantera y enfilé hacia un sitio donde comer. Me leí un par de periódicos mientras devoraba un desayuno contundente. Cuando terminé, pagué, abordé el Mercedes y me di una vuelta por la oficina.

—Buenos días, Valeria... No me pases llamadas que no estoy para nadie. ¿Hay algún mensaje? —al oírme, la secretaria alzó la vista del teclado.

—Buenos días, señor... La señorita Lola lo ha estado llamando...

—¿Cuántas veces? —la expresión de Valeria era respetuosa pero elocuente. No me costó imaginar lo que pensaba de mi última conquista. Sin embargo era una chica prudente y se limitó a decir, con voz gélida:

—Veintisiete.

—Bien, si llama de nuevo le dices que he salido de viaje hasta el lunes, y que no insista, ¿algo más?

—No, señor. Los documentos a firmar están sobre su escritorio...

—Bien, esperas a que llame, le das el recado y te vas a casa. Los documentos te los dejo firmados ahora mismo. Los revisas luego.

—Gracias, señor. Hasta el lunes.

—Hasta el lunes, Valeria —entonces caí en la cuenta que era sábado. Tendría que almorzar con mis padres. Y aguantar la misma monserga de mi madre. No me hacía maldita gracia. Me senté al escritorio y comencé a revisar. Todo estaba en orden. Valeria era muy eficiente y se conocía a las mil maravillas el tejemaneje de la oficina. Firmé todo y cuando salí, ella colgaba el teléfono. Acababa de mandar a Lola a paseo y supongo que le dio gusto. Le pedí que cerrara y se fuera a casa, me despedí y salí. Bajé hasta el estacionamiento, saqué el Mercedes y arranqué. No me apetecía ver a mis padres en aquel momento, pero no quería desairarlos.

Di algunas vueltas, demorando lo inevitable, y paré en un sector de grandes tiendas. Caminé un poco a la deriva. De pronto en un escaparate vi un corsé de seda negro, de lo más provocador. ¿Cómo se vería con aquella prenda? Estaba pensando demasiado en ella, me daba cuenta, y eso no era frecuente en mí. Desde la adolescencia, las mujeres llenaban una necesidad más que todo física. Pero ninguna se había convertido jamás en obsesión. Aquella chica no tenía por qué ser diferente, ¿o sí? Olvido. Qué nombre más raro. Seguro era falso. ¿Quién iba a llamar así a una hija?

Fue un impulso. Entré a la tienda y compré el corsé. Cuando me vi con la bolsa en la calle, me sentí de lo más perplejo: en qué estaba yo pensando. En ella, claro. Y como un idiota. Desde la víspera no andaba yo muy racional que digamos. Tomé el coche, guardé la bolsa en la guantera, a la par del vídeo, y me olvidé de ella. Arranqué y conduje rumbo a las afueras. A medida que pasaba de la ciudad al campo, el aire refrescó. Subí por la ondulante carretera, cada vez más arriba, hasta llegar a la villa de mis padres. Crucé el bien cuidado parque y me estacioné frente a la cabaña que ocupaba dentro de la propiedad. Me gustaba tener un espacio propio, lejos de los ojos censores de mi madre, a quien mis compañías femeninas habitualmente no le hacían ninguna gracia. "Escoges muy mal", solía decir.

—Buenos días, señor —me recibió el mayordomo.

—Buenos días, Belisario. ¿Están mis padres en casa?

—Sólo el señor. La señora no almorzará aquí... —lo miré extrañado.

—Tiene un compromiso y se excusó. Estará con la abuela de usted... —la imagen de las dos mujeres se dibujó en mi memoria. Traje Chanel, tres vueltas de perlas y aretes a juego. Mejor, así tendría tiempo de charlar con mi padre y de hacerlo sin interferencias.

—¿Algún mensaje? —la mirada de Belisario fue tan elocuente como la de Valeria. Aguardaba la pregunta para tener el placer de contestar, así que repregunté:

—¿Cuántas veces ha llamado?

—Con la de hace dos segundos van veinticuatro...

—Bien. Si llama otra vez, dile que me fui de viaje y vuelvo el lunes. No me has visto, no tienes idea de adónde me marché, ni te importa.

—¿Algo más, señor? —dijo Belisario con la cara de piedra de cuando su buena educación le impedía soltar una impertinencia.

—No, nada... te agradezco la molestia —al oírme, alzó las cejas. Era su único movimiento facial fuera de sitio, y cuando se permitía realizarlo denotaba una sorpresa mayúscula. "No sueles dar las gracias, Mario. Eres un patán", me dije. Me estaba dando cuenta de muchas cosas, vaya.

—Para servirle, señor. Si no se le ofrece otra cosa, me retiro... —asentí. Belisario se marchó por donde había venido y yo caminé hacia la casona que ocupaban mis padres. Un caserón antiguo, onerosamente renovado. Me cargaba todo el boato con que mi madre estaba acostumbrada a vivir. No era culpa suya, en realidad. Así la criaron, y para ella era lo más natural del mundo, pero a mí me parecía un anacronismo de lo más cargante. Crucé el vestíbulo y me dirigí al bar. Mi padre se tomaba un trago sentado en un sillón, en la sala, y se alegró de verme.

—Hombre, qué bueno que vienes... Pensé que almorzaría solo. Tu madre... —lo interrumpí:

—...ha ido a lo de la abuela. –mientras lo decía, me serví un trago—. Mejor, así platicamos.

—Pues tú dirás... —replicó. De inmediato comenzamos a hablar de negocios. A pesar de tener la edad, se resistía a retirarse. Siempre tuvo muy buena cabeza para hacer dinero y yo a menudo buscaba su consejo. Teníamos una relación excelente. Terminamos el aperitivo y pasamos a la mesa sin dejar de conversar. A los postres supe que iba a abordar un tema que me era desagradable.

—No quiero hablar como tu madre, pero...

—Sí, —lo interrumpí— tengo treinta años y va siendo hora de que me case. Pero no tengo ninguna prisa, papá...

—Lo sé. No te culpo. Siempre lamenté casarme joven. Tu madre y yo no somos la pareja perfecta, ni mucho menos. Nunca hubo amor, o en todo caso, pasión. Fuimos más bien una alianza comercial, eso lo sabes muy bien y no es ningún misterio. Sin embargo, ha sido una buena esposa y nos estimamos...

—Tú has hecho tu vida —dije— y no te lo reprocho. Sé que no se divorciaron en primer lugar porque ninguno quiso que yo creciese con traumas. Y además en tu época era muy mal visto el divorcio. Pero la principal razón fue el descalabro económico que habría implicado un divorcio. Todo eso lo sé y lo admito sin problemas. No soy quién para juzgarte. Tomaste la decisión que te pareció más razonable. También sé que eres cliente de las mejores casas de putas. No te lo reprocho. Son necesidades que hay que paliar, y es mejor hacerlo con las expertas. Además, sale, en todo sentido, mucho más barato... —al decir esto pensé, sin embargo, que el polvo de la víspera me había salido bastante caro. Pero no lo lamentaba. Había valido la pena...

—En efecto, —comentó— sale más barato. Por eso quiero prevenirte, por si se te ocurre cometer un error irreparable. Desde hace un tiempo he hecho seguir a tu amiga Lola... No, no me mires así. Tus intereses son mis intereses. Y protegiéndolos, me protejo... Vaya puta que es la tal Lola. Seguro conoces esto... —dijo, sacando un objeto de la bolsa de su chaqueta y poniéndolo sobre la mesa. Lo reconocí enseguida: Era el broche de diamantes.

—¿Cómo lo conseguiste? —pregunté, genuinamente sorprendido.

—Siempre hay medios. Esto fue fácil. Al parecer, Lola necesita dinero. Mucho y pronto. Lo extraño es que lo vendió por la mitad de su valor...

—¿Cocaína? —aventuré.

—¿Lo sabías? —preguntó. Negué con la cabeza, observando el broche que en ese momento tenía entre los dedos. No era difícil imaginar que se drogaba. Iba con su personalidad...

—¿Desde cuándo? —pregunté.

—Uh... probablemente desde la secundaria. ¡Quién sabe! ¿Te importa?

—No, la verdad no... —eso fue para mí lo más sorprendente: comprender entonces lo poco que me afectaba...

—¿Qué harás? —pregunté.

—Es un problema que tiene fácil solución. Una llamada al teléfono indicado, un allanamiento a su piso... le echarán varios años. Seguro Lola es la punta del ovillo de otra gente poco recomendable. Tal vez esa gente prefiera que calle en forma, digamos, definitiva... Todo seguro, por supuesto, sin nada que te relacione... Ya recuperé otras cosas que seguro te interesará conservar. Por cierto, tienes buen gusto, hijo, pero deberías cuidar más el dinero. Sobre todo, mirar a quién se lo das. En fin, es tuyo. Haz lo que quieras... Eso sí, procura escoger mejor... hay establecimientos más seguros y más baratos... —al oírlo decir esto, callé, humillado, y asimilé el golpe. Era por mi bien. El tono de su voz era frío, pero yo lo conocía lo suficiente para saber que estaba genuinamente preocupado por mí. Continué comiendo en silencio y al rato dije:

—No la mandarás a la cárcel...

—¿Por qué no? Eres demasiado magnánimo.

—No, no lo soy. Quiero que te las arregles para que vaya a la bancarrota... —no había ira en mi voz. Tampoco en la de mi padre cuando me aclaró, con una sonrisa de tiburón viejo:

—En la bancarrota ya está, y sin mi ayuda ni la de nadie. Ella sola se ha hundido. La matarán sus proveedores si no les paga. Y no puede pagar. Lo sabes.

—Lola tiene otros recursos. Si no puede ser de otra manera, les pagará en especie. Seguirá siendo lo que ya es: una puta. Se devaluará un tanto, pero seguirá viva y ejerciendo... —dije, con un tono en apariencia frío.

—¿No te afecta? —preguntó, al tiempo que me miraba con frialdad. Sin embargo, había algo en su voz que denunciaba su preocupación.

—No, ya no. Es una bonita venganza el saber que ha bajado otro paso en la escalera hacia la degradación total. ¿Qué es otra raya más para el tigre? Además, siempre tendrá la opción de cambiar de vida, si así lo decide y se lo propone... aunque lo dudo mucho.

—Me parece bien. Haré que la tengan en la mira y te aviso lo que ocurra... Bueno, ahora te dejo. Todavía tengo unas llamadas que hacer antes de irme a dormir la siesta. No me molestes antes de las seis.

—Descuida —respondí. Me levanté de la mesa y fui a mi cabaña. A pesar de la época, ya hacía calor. El verano llegaría temprano. Antes de entrar, abrí el coche y saqué el disco de la guantera. Entré a la cabaña, me quité la ropa y me tendí boca arriba, desnudo. Puse el disco, encendí el dispositivo y esperé que cargara. Encendí un cigarrillo y miré cómo el humo se deshacía en lentas volutas hasta el techo. Oprimí un botón y la pantalla comenzó a vomitar las imágenes de la tarde anterior, una y otra vez. En pocos minutos tenía la polla empalmada de nuevo. Terminé el cigarrillo y lo aplasté contra el cenicero. Luego apagué todo. Era un pobre consuelo verla, pero consuelo al fin. En todo caso, a la que yo quería en aquel momento era a la original.

Puse el aire acondicionado y me tumbé. Al fin, el sueño me venció. Pero aún en sueños, la imagen de aquella chica seguía persiguiéndome. Soñé que la encontraba de nuevo, en la avenida, y que ahí mismo le arrancaba la ropa y la follaba como un poseso. Cuando me corrí, desperté. Aquello no me sucedía desde la secundaria y me sentí francamente estúpido. En verdad, andaba fuera de mí en aquellos días. Me levante y fui a lavarme. Seguro el asunto de Lola me estaba afectando; pero en verdad, maldito si Lola me importaba un rábano. Lo que me sucedía era que no podía dejar de pensar en la niñata a la que había follado hacía unas horas.

Fastidiado, me puse el traje de baño, tomé el bolso de lona donde guardaba toalla, bronceador y demás. Dejé el bolso encima de una silla y me lancé al agua. Nadé durante largo rato. Primero una docena de dobles y luego a brazadas lentas, hasta que el ejercicio me fue relajando. Luego salí y me tendí al sol. No, aquel no era mi día. Estaba de pésimo humor, pero no era por Lola. No me importaba si la daban por culo una docena de individuos. Era sorprendente. Había follado con ella durante un año, era sensacional en la cama y tenía un cuerpo estupendo. Y sin embargo, me resultaba increíble lo poco que había calado en mí. En cambio, a aquella jovencita de la coleta sólo la había poseído una vez y no podía borrármela de la mente.

Tomé de la bolsa una revista de deportes y me puse a leer. Pero en aquel momento nada me provocaba verdadero interés. Cuando me aburrí, me levanté y me lancé al agua de nuevo. Todavía nadé un rato. Luego salí y me dirigí a mi cabaña. Me sequé y me vestí. Oprimí un botón y saqué el disco. Salí de la cabaña. El mercedes permanecía estacionado enfrente. Lo abordé y encendí el motor. Abrí la guantera y guardé el disco. Me demoré varios minutos calentando el motor, pensativo, y luego arranqué. No tenía prisa, de modo que hice el recorrido de vuelta a la ciudad en el doble del tiempo que me tomaba habitualmente. Comenzaba a caer la noche y las nubes anunciaban más lluvia. Iba conduciendo con toda calma cuando sonó el teléfono, lo tomé del cinturón y lo abrí.

—Está hecho —reconocí de inmediato la voz de mi padre.

—¿Cuántos? —pregunté. Oí su risa fuerte de tiburón viejo.

—¿Te importa de verdad? —claro que no, pensé. Pero mi padre me conocía bien. Era grata la venganza.

—Hay seis ahora. A juzgar por lo que se escucha, le han estado dando por turnos toda la tarde. Y parece que llegan más... Esta noche no saldrá a ninguna parte. ¿Quieres que te guarde la grabación?

—No, no me interesa —dije con frialdad. Escuché de nuevo su risa y colgué.

No pensaba aparecer por mi edificio. ¿Cuántos tipos se la follarían esa noche? No volví a pensar en ello. Me fui al teatro y luego a cenar. Cerca de la media noche decidí seguir el consejo de mi padre y me dejé caer en una casa de putas. Había un espectáculo en vivo. Una negra se había desnudado y en ese momento chupaba un enorme dildo color fucsia. Lo sobó entre sus enormes tetas y volvió a introducirlo en su boca.

En otra ocasión su desempeño me habría entusiasmado mucho, pero en aquel momento me limité a sentarme a una mesa, pedir un trago y observar. Volvió a chuparlo y se arrodilló, con sus nalgas hacia el público, al que mostró sus agujeros y lentamente comenzó a acariciarse la raja con el trozo de plástico. La chica tenía una apariencia provocativamente vulgar. Calzaba botas de látex rojo con enormes plataformas y vestía un corsé del mismo material, que levantaba sus tetas sin intentar cubrirlas. Tenía el pubis afeitado. Únicamente un triángulo de vello permanecía directamente sobre el monte de Venus. Le habían depilado todo el cuerpo y su maquillaje era excesivo, aun para una puta. Grandes uñas de acrílico rojo decoraban sus manos, como si fueran las garras de un animal de presa. Me provocó una curiosa mezcla de atracción y repulsión.

La chica se introdujo el dildo en el coño con mucha lentitud y estudiados movimientos. La audiencia rugió, entusiasta, y comenzaron a animarla a profundizar sus acometidas. Ella se revolvía, con llantos y gemidos falsos, como una virgen al ser desflorada. Pero al cabo, comenzó a demostrar signos de estar disfrutando de las penetraciones del adminículo. Volvió a sacarlo del estrecho canal y lo mamó con deleite. Luego, bajó el aparato a su entrepierna y volvió a empalarse con él. Repitió la operación varias veces. El público estaba cada vez más enardecido. Por último, después de haber lubricado bien toda la longitud del dildo, se puso de rodillas, con las nalgas en pompa y lo introdujo hasta el fondo del culo.

La multitud aplaudió, gritó y rugió. Después de masturbarse así durante un rato, a la vista de todo el mundo, alcanzó un sonoro orgasmo. Luego, como si no hubiera roto un plato, se levantó y caminó fuera del escenario, con el dildo aún insertado en su culo. Una lluvia de aplausos acompañó su salida. Me hizo gracia su actuación, aunque en realidad no me entusiasmó como a los demás. Aún así, la pedí para esa noche y no me importó pagar más, porque varios parroquianos también la habían solicitado. De inmediato me retiré a uno de los cuartos. Cuando llegué, la chica ya se encontraba ahí.

—Desnúdame —ordené sin preámbulos. Ella obedeció. Me quitó el saco, la corbata, los zapatos y los calcetines. Seguía vestida con el corsé y las altas botas de látex rojo. Tenía el pelo recogido en muchas trencitas y sus labios eran gruesos y prominentes. En el culo aún llevaba metido el enorme dildo.

Luego, procedió a quitarme la camisa, me bajó el cierre del pantalón y sacó la polla, que ya tenía empalmada a medias. Comenzó a mamarla con suavidad. De seguro tenía mucha experiencia. Tiré de sus trenzas con brusquedad y la fui llevando, para que me diera placer como yo quería. Pero algo no iba bien. La chica mamaba en forma automática. Si bien resultaba agradable, estaba más interesada en que yo terminara pronto que en sostener el placer por tiempo indefinido. Tiré de sus trenzas y saqué mi polla de su boca. Le di una bofetada, no muy fuerte y le dije:

—Hazlo lentamente. Quiero durar bastante... —aquello no le gustó nada, pero mejoró su desempeño. Comenzó a mamarme mirándome a los ojos. Estaba furiosa, y eso me gustó. Al parecer, las bofetadas se pactaban de antemano, y recibir una así, sin venir a cuento, no le agradó. A mí me tenía sin cuidado. Tenía un cuerpo sensacional. Las tetas eran grandes, con pezones aún más oscuros, y los tenía anillados. También tenía un anillo en uno de los labios vaginales. Sus nalgas eran grandes y prominentes, típicas nalgas de negra. Tenía la nariz aplastada y los ojos grandes. Su cara no era especialmente bella, pero su figura era impresionante.

Era alta, de piernas y brazos largos, modelados por el gimnasio y los aeróbicos, y su piel tenía un tono de café con apenas unas gotas de leche. No estaba mal para ser puta. Y a mí, que jamás había follado a una negra, me dio mucho morbo. Me había ido calentando con la mamada. De pronto, la sujeté por las trenzas y la obligué a caminar en cuatro patas. Hice que me quitara los pantalones y los boxers. Me senté en la cama y siguió mamándome.

—Espera, —le advertí— no quiero correrme aún.

Me tendí boca arriba, con las piernas abiertas y la polla completamente empalmada.

—Colócate encima —le ordené, tirando de su pelo—. Así... ahora, empálate tú misma... —me miró incrédula. Tenía el dildo en el culo y yo le estaba ordenando meter mi verga en su coño. Hizo ademán de quitarse el consolador, pero me incorporé y le di otra bofetada.

—Como te lo quites, te atizo con toda el alma —la amenacé. Ella abrió mucho los ojos. Luego, bajó la vista y puso sus rodillas a cada lado de mis caderas.

—Así... quiero ver perfectamente cómo te va entrando —muy lentamente, bajó su pelvis e insertó el capullo en la entrada de su coño. Poco a poco, el trozo de carne desapareció en su interior. El dildo en su culo reducía considerablemente el espacio en su vagina y al penetrarla experimenté un intenso placer. Disfruté al máximo y me imaginé, por la sensación, que estaba poseyendo a una virgen. Quería desflorarla y follarla interminablemente.

—Muévete, perra —exigí con voz airada. Ella inició un lento mete-saca. Sus ojos me evitaban, pero a mí me encantó saber que la había humillado. Se estuvo así durante largo rato, moviéndose sobre mí. Yo la dejé hacer todo el trabajo. Me quedé quieto disfrutando el espectáculo de sus tetas, que se bamboleaban. Luego comencé a moverme, y sus pechos se movieron más agitadamente a cada acometida.

En un momento dado, la atraje hacia mí y la obligué a mamar mis pezones. Lo hizo con entusiasmo para evitar una nueva bofetada y porque deseaba concluir con un cliente tan desagradable. Yo no estaba para cortesías. Me apoderé de su boca y ella quiso huir, pero la besé de todos modos. Luego, la hice que se incorporara. La llevé hasta una pared y le ordené apoyar las palmas de las manos en ella. Le abrí las piernas y le metí la polla hasta el fondo del coño. Ella gritó, pero a mí no me importó lo más mínimo. Estuve así, montándola de pie desde atrás durante largo rato, hasta que sentí que iba a correrme. Saqué entonces la verga, húmeda de jugos, y le ordené arrodillarse. La puse de perrito, con el culo en pompa.

—Si te mueves, te atizo —le advertí. La chica se quedó quieta, con la mejilla descansando sobre el suelo. Le até las manos a la espalda con una cuerda que ahí encontré. Abrí sus nalgas y saqué el dildo de su culo. Luego, lo inserté profundamente en su vagina. Iba a protestar, pero la callé de una fuerte nalgada. Gimió. Puse la punta de mi pene a la entrada de su culo y presioné. De inmediato se tensó, lo que seguramente le dolió más. Se quejó fuerte y comenzó a suplicarme que la dejase sacar el dildo, pero yo seguí empujando, y ella debió de pensarlo mejor. Relajó el esfínter y me dejó hacer, pero sin parar de quejarse.

Lloriqueaba y gemía como una perrita en celo a la que le están dando a fondo. A mí, lejos de darme lástima, me elevó el morbo. Me agarré fuerte a sus caderas y comencé a bombear cada vez más rápido. El calor en torno a mi garrote y la sensación de su culo, estrechando mi carne, eran deliciosas. Además, cada vez que salía, podía ver su raja, abierta, y cuando me iba a fondo, el contraste entre mi piel, más clara, y la suya oscura era de lo más perturbador. No tardé en correrme como un verraco. Mi leche inundó su culo, pero el estrecho canal no pudo contenerla toda, y una parte se derramó y resbaló con lentitud, hasta sus muslos. Yo tiré de sus trenzas y la obligué a chupar mi verga hasta dejarla limpia.

—Bébetela toda —ordené. Ella recogió el líquido viscoso que bañaba su piel morena y lamió sus dedos como una gata golosa. La vi hacer, completamente fascinado con el espectáculo de aquella negra con el culo lleno de mi leche. Después, me derrumbé boca arriba sobre la cama. Los dos teníamos el cuerpo empapado de sudor y jugos. La chica quiso ir a lavarse, pero se lo impedí.

—Espera. Esto no ha terminado aún... —le advertí. Ella me miró con cara de susto, pero se quedó quieta, tendida a mi lado, esperando lo que vendría. Yo estaba dispuesto a aprovechar toda la noche para follarla hasta caer rendido. Al fin y al cabo, había pagado por ello.

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