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La Doma (2: El director y la alumna)

en Dominación

La Doma (2) El director y la alumna.

Mientras la picana seguía sobándose contra raja, lamí su clítoris de nuevo. El sensible botón se tensó. Ella gimió audiblemente y un espasmo recorrió todo su cuerpo. Pude sentir su orgasmo en mi boca. Gritó y jadeó durante un rato y yo no la solté, acariciándola y haciéndola gozar, hasta que colgó exangüe

Shen: No me había equivocado. En efecto, la doma fue larga y ardua. Cathy estaba muy malcriada. Era la típica niñita de mamá y papá. No sabía nada de obedecer. De modo que mi hermano gemelo Lu y yo tuvimos que enseñarle. Después de aquel primer brote de pánico en que me insultó y me golpeó el pecho con los puños, le propiné una bofetada y la inmovilicé. Encerré sus muñecas en un par de grilletes unidos por una cadena, y sujeté esta a un gancho metálico que colgaba de otra, más gruesa, unida a una polea cercana al techo.

Cathy no se resignó a la inmovilidad. A pesar del miedo, trató de golpearme con sus piernas. Le di un puñetazo en el plexo solar que la dejó boqueando en forma dolorosa, tratando infructuosamente de alcanzar aire suficiente para llevarlo a sus pulmones. Con esto dejó de atacarme. Yo aproveché su indefensión y sujeté sus pies a un par de grilletes que estaban unidos al piso por anillas y cadenas. Con esto sus piernas quedaron bien abiertas y no volvió a moverse durante varios minutos, mientras intentaba recuperarse del golpe.

La contemplé de nuevo. Siempre me había gustado aquella chica. Por supuesto, ella no me había mirado ni dos veces. Era alta para su edad, con aquel cabello rubio, lacio, la piel delicada, como porcelana, y unos senos pesados, que en aquel momento se agitaban por el dolor bajo el top de algodón blanco. Su cintura breve se ampliaba en una dulce curva al bajar hacia las anchas caderas. Las nalgas firmes y redondas se adivinaban bajo la corta faldita, que dejaba al descubierto unos muslos suaves y unas piernas largas y bien torneadas. Una figura exquisita, todavía con algo de infantil, que la hacía aún más encantadora. Era una chica verdaderamente hermosa. Virgen e inexperta. Y yo iba a gozar cada minuto del proceso en que dejara de serlo.

Cuando al fin se recobró, su mirada se cruzó con la mía y en ella leí el miedo y el dolor. No quise perder tiempo y resolví aprovechar su debilidad para empezar la doma. Saqué la navaja, la abrí con un chasquido y la acerqué a su cuello.

—Podría matarte ahora mismo —el filo tocó su piel y se estremeció. Deslicé lentamente la punta hacia abajo, desde el cuello hasta el comienzo del escote. Ella tembló y me miró con pánico en sus ojos. Eran de un azul celeste, puro como el agua poco profunda.

—Pero no va a ser tan fácil... antes quiero divertirme. Enseñarte un poco de respeto estaría bien, para que no vayas insultando impunemente a nadie... —mi voz tenía un tono bajo, insinuante. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, pero ella contuvo un sollozo.

—...Además, antes de matarte quiero disfrutar ese cuerpo que tienes... —al decirlo, mi mano izquierda acarició una de sus tetas por encima del top. Ella se revolvió furiosa, pero yo la sujeté y acerqué la navaja a su cara. Sentí todo su cuerpo tenso. Mi mano acarició su espalda y bajó lentamente hasta detenerse en sus nalgas. No se movió mientras mi mano se apoderó del suave melón y lo sobó con lascivia.

Aguantó la caricia sin decir nada, con sus ojos fijos en los míos. El miedo había dado paso al odio. Sostuve su mirada mientras volví a tocar sus senos. Me dejó hacer en silencio, pero cuando mi mano bajó a su entrepierna y tocó su monte de Venus, se apartó con rabia, tratando de evitar el contacto. Yo reí burlonamente y seguí tocándola. Mi mano se apoderó del suave montículo y lo sujetó con firmeza. La miré a los ojos, desafiante, y ella me escupió. Solté su entrepierna y le di una sonora bofetada. Un hilo de sangre brotó de la comisura de su boca.

Yo ya no sonreía. Acerqué la navaja al top y lo rompí con movimientos lentos y precisos, hasta dejar al descubierto el breve sostén de encaje blanco. Era una prenda ingenua, de niña. Fui destrozándolo sistemáticamente, reduciéndolo a tiras, gozando con el tormento que suponía para ella la sensación helada de la navaja sobre sus senos, haciendo diminutos cortes en aquella piel tan sensible y delicada.

Al fin, el último resto de tela cayó al suelo y sus pechos quedaron expuestos, en la gloria de su desnudez. Eran firmes y altos, y los hermosos pezones sonrosados estaban erectos. En algunos sitios la navaja había dejado pequeñas gotas de sangre. Me acerqué y lamí con gula. Ella se revolvió de nuevo y yo la mordí con rabia. Aulló de dolor y me empujó.

Me acerqué de nuevo y reduje a tiras su faldita hasta descubrir bajo ella una tanga de encaje blanco. Sobé su entrepierna por encima del encaje y metí un dedo entre la prenda y el coño. Me sentí complacido al notar que a pesar del miedo, estaba húmeda. Ella trató de zafarse del contacto, pero yo la sujeté con fuerza y me apoderé de su boca. A pesar de que se resistía, me encantó notar su inexperiencia.

—No te han besado mucho, putita. ¿No es cierto? Ya verás como llega a gustarte... tú misma me vas a pedir que lo haga, ¿sabes?

Me miró horrorizada y siguió luchando con violencia por zafarse de mi abrazo. La solté y fui cortando muy lentamente el encaje de la tanga hasta dejarla desnuda. Me complació comprobar que su vello púbico era rubio. Qué lástima tener que depilarla. Se le veía hermoso el coñito virgen con aquella matita dorada, pero era preciso. Comencé a cortar mechones con la navaja. Con el primero dio un respingo. Seguramente el tirón había dolido. No se lo esperaba.

Me miró atemorizada y yo gozaba con su miedo, pero sobre todo con la labor que estaba realizando. Se veía hermosa y excitante, totalmente desnuda y encadenada, mientras yo cortaba su vellito rubio. Lu estaría disfrutando el espectáculo mientras lo filmaba tras el espejo de doble vista. Miré hacia allí. En aquel momento estábamos reflejados Cathy y yo, pero ella ignoraba que tras el espejo había alguien más.

Cuando hube cortado suficiente con la navaja, salí de la habitación y volví enseguida con la cera. Ella supo de inmediato lo que iba a hacer y comenzó a suplicar y llorar, pero ignoré toda la algazara. Apliqué la cera caliente sobre el área del pubis y ella gritó. La amenacé con darle un corte en la cara y se calmó un tanto. Aguantó sin quejarse hasta que cubrí por completo los vellos sobrantes y esperé que la cera se solidificara en un cascote firme. Hecho esto, agarré con fuerza y lo desprendí de un solo tirón. Un alarido terrible se escapó de su garganta y luego se quedó temblando, llorosa. Terminé de eliminar los últimos vellos con unas pinzas y como cada vez que retiraba uno, gritara, la amenacé con aplicarle otra capa de cera. Eso la calmó.

—De hoy en adelante serás mi esclava. Te referirás a mí como tu amo o tu señor. No hablarás si no te autorizo. No harás nada sin que te lo ordene. No podrás comer, dormir, lavarte o hacer tus necesidades si no te lo permito. Permanecerás con los ojos bajos y no me mirarás, a menos que yo lo autorice. Harás todo lo que yo te diga, ¿está claro?

Calló, con una rebeldía terca. Le di una bofetada fuerte y continuó callando.

—Muy bien. Si eso es lo que quieres... —guardé la navaja y tomé el látigo que colgaba en la pared. El primer trallazo cayó al piso y sonó como un trueno. Me miró a los ojos, desafiante. El segundo trallazo dio en su espalda, pero ella se obstinó en seguir callando. Después del tercero esperé un momento su respuesta. Fue inútil. Sin embargo, al quinto comenzó a quejarse débilmente. Para el décimo, gritaba sin tapujos. Entonces me detuve.

—Te obedeceré, amo —dijo con voz jadeante.

—Muy bien. Te aseguro que tengo otros métodos para hacerte obedecer... —comenzó a llorar de nuevo y a suplicarme que la dejara libre.

—Entiende que no hay marcha atrás. Desde ahora eres mi esclava. Puedo hacer contigo lo que me plazca. Puedo violarte, mutilarte, preñarte o matarte, y lo haré si no me obedeces... —como no se callara, le puse una mordaza con una bola metálica y volví a azotarla. Lloraba. Para entonces, yo estaba ya bastante harto de su monserga. Abrí la llave y del caño grueso cayó un chorro de agua helada. Ella resopló y escapó a ahogarse, pero el agua tuvo la virtud de calmarla un poco. Cerré la llave y me acerqué a ella. La sujeté por el pelo y la miré a los ojos.

—Voy a enseñarte a obedecer —dije. Accioné la polea y la alcé de tal modo que únicamente los dedos de sus pies tocaban el piso húmedo. Luego tomé una picana y la apliqué a la bola en su boca. Ella lanzó un alarido desgarrador. Sus ojos me miraron suplicantes y yo interrumpí el paso de la corriente.

—Mmm, —murmuré— sería delicioso acariciar esas hermosas tetas... —al decirlo, hice ademán de tocar los pezones con la picana y ella trató de apartarse. Reí con burla. El miedo y el dolor se reflejaban en sus ojos, pero yo seguí, indiferente. Acerqué la picana a su entrepierna y la sobé contra sus labios, sin cerrar el circuito. Ella tembló y gimió.

—¿O cómo te sentirías si violara ese coñito delicado con este instrumento? —mientras lo decía, comencé a masturbarla con el aparato. El frío metal entró en contacto con su clítoris y las lágrimas acudieron a sus ojos.

—¿Ahora sí me obedecerás? —dije, tirando de sus cabellos y mirándola a los ojos, tan cerca que mi aliento dio contra su boca. Las lágrimas corrían por su cara. Ella asintió.

—¿Harás lo que te diga? —repetí, sin dejar de masturbarla con la picana. Ella asintió de nuevo.

—Bien, esto es lo que quiero que hagas: voy a seguir tocándote con este aparato. Ya sabes cuáles pueden ser sus efectos, y créeme que lo usaré para castigarte si no me obedeces. Voy a masturbarte con él... así...

Sus ojos se abrieron con incredulidad. Comenzaba a comprender el juego. Yo seguía sobando la picana contra su clítoris, acariciando toda su raja con ella, pero sin penetrarla. Una de mis manos comenzó a tocar uno de sus senos y el pezón se irguió de inmediato. El brillo de la picana me confirmó lo que ya sabía: estaba húmeda. A pesar del miedo, aquello la excitaba. Mi tono adquirió un tono sedante, casi tierno.

—Voy a masturbarte, así... hasta que alcances el orgasmo... así que esfuérzate, y no finjas, porque te aseguro que lo sabré y entonces tu pequeño coñito virgen sabrá lo que es dolor.

Abrió mucho los ojos, horrorizada, pero dejó de quejarse. Yo la abracé y comencé a acariciarla como a una amante. Le quité la mordaza y la besé con pasión. Ella abrió su boca y aceptó mi beso, pero no correspondió. No importa, pensé. Ya llegará. Luego bajé y chupé golosamente sus tetas. Ella me dejó hacer. Mientras tanto, seguí masturbándola con la picana, pasándola por toda su raja, pero evitando la penetración.

Para entonces el tubo de metal estaba cubierto por sus jugos, que goteaban por sus piernas hacia el piso. Me arrodillé delante e introduje mi lengua entre sus labios. Ella se estremeció y gimió. Alterné la picana y mi lengua para estimularla, y lamí y chupé toda su raja. Luego, me coloqué tras ella y seguí masturbándola con el aparato, al tiempo que mi lengua intentaba abrirse paso por su culo. Ella se revolvió nerviosa, pero cedió y poco a poco relajó el esfínter. Mi lengua entró por el estrecho agujero y lo empapó de saliva.

Seguí masturbándola con la picana mientras iba agrandando el canal. La lubricación facilitó la entrada de uno de mis dedos. De inmediato se cerró, pero volví a acariciarla y aflojó. Introduje un segundo dedo, y luego otro más. Cuando la estaba penetrando por el culo con mis dedos, volví a colocarme ante ella.

Mientras la picana seguía sobándose contra raja, lamí su clítoris de nuevo. El sensible botón se tensó. Ella gimió audiblemente y un espasmo recorrió todo su cuerpo. Pude sentir su orgasmo en mi boca. Gritó y jadeó durante un rato y yo no la solté, acariciándola y haciéndola gozar, hasta que colgó exangüe. Qué hermosa estaba, húmeda, encadenada y desnuda. Cuando cobró conciencia de lo ocurrido se derrumbó en un llanto espasmódico. Yo me puse de pie y la abracé. Dejé caer la picana.

—Así... así puedo hacerte gozar, putita. Pero debes obedecerme... si no, te va a doler mucho, créeme. Ella sollozaba y gemía, mientras yo continuaba abrazándola y hablándole al oído. Su cabeza estaba apoyada en mi hombro y sus lágrimas caían sobre mi pecho. Estuvimos así durante un rato y yo seguí hablándole en el mismo tono sedante.

—Voy a dejarte a solas un rato. Pero para que te acostumbres a tu nuevo estado, vas a chupar esto —me miró incrédula. Introduje un consolador pequeño en su boca y ella lo mamó en forma automática. Estaba como en trance. En aquel instante todo le daba igual.

Una vez lubricado con su saliva, introduje el consolador en su culo y lo aseguré en su lugar con un arnés de cuero y piezas metálicas: un cinturón de castidad. No reaccionó ni siquiera cuando volví a ponerle la mordaza. Le apliqué una pomada cicatrizante sobre los trallazos en su espalda, que ardía bastante, pero que no la hizo decir ni pío. La descolgué y la dejé yacer sobre el piso húmedo. Al salir, apagué la luz.

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