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Casia (2)

en Lésbicos

Casia:

Cuando me recobré de la sorpresa, sólo se me ocurrió decirle:

—¿Cómo lo supiste? —ella rió.

—¡Qué ingenua eres! ¿No tienes mucha experiencia, verdad? —por toda respuesta, negué con la cabeza.

—¿Me deseas? —preguntó, mirándome con intención obvia. Yo asentí.

—Ven… —dijo, invitadora— lo primero es primero… —y diciendo esto, comenzó a desabrochar su traje.

—Espera… —me atreví a decir— déjame hacerlo a mí… —me incliné entonces sobre ella y zafé los botones de su chaqueta. Se la quité y la tiré de cualquier modo sobre la alfombra. Luego desabroché el primer botón de su blusa y después el segundo. Sus senos generosos casi estallaban. No llevaba sostén (por órdenes del jefe, según me explicó luego) y sus pezones rosados se dibujaban con claridad bajo la tela delgada. Me atreví y les di un beso. Eso pareció gustarle mucho, porque se acercó a mí y se apoderó de mi boca.

Fue un beso dulce pero al mismo tiempo muy incitante, y tuvo la virtud de ponerme aún más húmeda de lo que ya estaba. Sus manos bajaron hasta mi uniforme y comenzó a desabrochármelo. La imité, y al poco tiempo las dos nos habíamos despojado de nuestras respectivas blusas. Ella tenía unos pechos mucho más grandes que los míos, era más alta, y en general, más dotada que yo en todo. Mi figura era más estilizada y menuda, pero no me importó. Tenía la piel morena por el sol, los cabellos largos y los ojos verdes, y me sabía atractiva a mi manera.

Después de besarme de nuevo, se levantó y me pidió con un gesto que la despojara de su falda. Obedecí y la prenda cayó al suelo. Me di cuenta entonces que debajo tampoco llevaba bragas, sólo un liguero que sostenía sus medias. Qué hermosa era. Con esas prendas y el resto de su cuerpo desnudo tenía un aspecto verdaderamente sensual. La contemplé sin pudor y a ella pareció divertirle aquello, pero al cabo, dijo:

—Ven. Yo también quiero gozar de tu vista —diciendo esto, zafó el broche y mi falda cayó al piso. Llevaba un sostén y unas bragas sencillas, de algodón blanco.

—Están bien… muy virginales, pero eso también tiene su encanto. Me gustaría verte con otras más audaces. Ya veremos… —comentó. Pero enseguida me empujó a la cama y se tendió a mi lado. Comenzamos a besarnos, cada vez con mayor ardor. Sus manos buscaron mis senos y los acariciaron con dulzura. Luego, su boca bajó hasta ellos y sus labios los envolvieron en una caricia húmeda que me enloqueció. Todo lo hacía con mucha suavidad y dulzura, pero era evidente que estaba tan excitada como yo.

Me apoderé de sus labios y correspondí a sus besos. Mis manos buscaron también sus senos y repetí en ellos sus caricias, pero cuando mi boca tocó sus pezones, aproveché para entregarle una caricia distinta. Mi lengua comenzó a trazar lentos círculos en torno a sus pezones. Fue maravilloso escuchar sus gemidos de placer cuando sintió cómo se iban poniendo duros a medida que los excitaba. Mi propia excitación me hizo ser audaz y los chupé con más ganas.

—Aprendes rápido —dijo Mara, y yo alcé la vista y la miré. Sonreía, y el deseo ponía una luz nueva en sus ojos. Qué hermosa estaba. Sin contenerme, volví a besarla en la boca y ella correspondió apasionadamente a mis besos. Luego, tomó la iniciativa y sus caricias se volvieron más febriles.

—Deja, —pidió, cuando quise corresponderle— quiero que me permitas darte placer primero, y luego tú me acariciarás —acepté, aunque renuente, pero también era agradable someterme a su voluntad. Me concentré en mis sensaciones placenteras. Como amante, Mara era una experta. Me lamió y mamó los pezones hasta hacerme gemir, y fue acariciando todo mi cuerpo con ternura, pero evitando deliberadamente tocar mi pubis. Llegó un momento en que sentí que me derretía de deseo. Gemí y supliqué, y entonces ella me miró sonriente.

—Oblígame —dijo. Yo la así por sus cabellos y llevé su cabeza a mi entrepierna. Me abrí sobre la cama y sobé su cara contra mi raja. Ella se limitó a pasar su lengua por toda la longitud de mis labios y yo me estremecí. De mi vagina brotaba incontenible una miel cristalina y cálida que ella saboreó sin pudor.

—Eres deliciosa —afirmó, y entonces lo advirtió. Con sorpresa, dijo: —¡Cómo! ¡Eres virgen! —yo me revolví como picada por un escorpión. No me esperaba aquello. Al advertir mi actitud, Mara se disculpó:

—Perdona si te he ofendido con lo que dije. No fue mi intención… es que sencillamente no lo esperaba… —su tono era genuinamente humilde y me aplacó.

—No hay cuidado; —respondí— si te refieres a que ningún hombre ha puesto su verga en mi vagina, tienes razón. Pero yo no me considero virgen… —al oír esto, Mara me miró interrogante.

—¿Has hecho el amor con otras mujeres? —preguntó, y yo asentí con timidez.

—Pero ellas nunca te penetraron con ningún objeto —observó.

—No, nunca. Nos limitamos a acariciarnos y a llevarnos al orgasmo tocando nuestros coños… —admití, con embarazo.

—¿Por qué? —preguntó Mara. Me costó responder a la pregunta, pero lo hice:

—Le temo a la penetración…

—Bueno, la primera vez no es agradable… —admitió ella, y al decirlo, sus ojos se ensombrecieron súbitamente— pero luego puede llegar a ser una delicia… —yo eso no terminaba de creérmelo. Y no lo creería durante un tiempo, pero decidí no contradecirla. Ella se limitó a besarme y continuamos nuestros juegos. Su boca experta bajó hasta mi raja y su lengua separó los labios. Procedía con una enervante lentitud. Al sentir como su lengua se abría paso y me tocaba, gemí.

En la abertura cálida e inundada por mis jugos, buscó el suave botón y comenzó a trazar lentos círculos en torno a él. Me estremecí al percibir aquella sensación electrizante. Así su cabeza y la llevé por los sitios donde el placer era más intenso. No sé cuánto tiempo seguimos así, pero al cabo ella se separó. Yo me sentí frustrada, pero comprendí lo que hacía. Yo tampoco quería correrme tan pronto.

Entonces pasé a la ofensiva y procedí a acariciarla. Me pegué a su cuerpo y sobé mis caderas contra las suyas. Nuestros senos se tocaron y la sensación fue magnífica. Aquellas tetas espléndidas me volvían loca. Bajé y las mamé de nuevo con deleite hasta que los pezones se alzaron, erectos y rojos. La miré. Tenía los ojos cerrados y gemía con la boca entreabierta. Qué hermosa estaba. La besé dulcemente y ella me correspondió con muchas ganas.

Con ese ímpetu, vino y me tumbó en la cama, boca abajo. Con sabios lengüetazos fue sorbiendo los jugos que se escapaban de mi coñito excitado. A mí esa operación, claro está, me puso aún más caliente de lo que ya estaba. Sobre todo porque enseguida su lengua experta se abrió paso por mi culo y comenzó a violarme. Yo jamás había vivido, hasta entonces, nada semejante. Por un lado, me sentí incómoda porque nadie había tocado mi culo anteriormente y la sensación era en verdad extraña. Pero no me desagradó.

Poco a poco ensanchó la abertura y metió uno de sus dedos.

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