Crónicas prohibidas 3: La subasta
Los invitados acudieron al castillo. A diferencia de la noche anterior, llegaron en silencio y vestidos con abrigos largos o embozados en sus capas... Nadie hizo ostentación alguna y se reunieron en una sala en el sótano.
Tenía un aspecto lúgubre y gótico. Las paredes estaban tapizadas de brocado negro lo mismo que los muebles, cortinajes de terciopelo ocre ocultaban las falsas ventanas, y las velas, todas rojas, eran el único toque de intenso color. El efecto era siniestro. Por fin cerraron las puertas y se despojaron de abrigos y capas. Debajo no llevaban más que prendas minúsculas: corsés, ligueros, tangas, tiras de piel, látex, seda y encaje que apenas sí los cubrían.
Las mujeres tenían las tetas, pubis y nalgas descubiertos y los exhibían sin pudor. Los hombres mostraban sus generosas pollas. Abundaban los lugares comunes del erotismo gore y sado: fustas, látigos, guantes largos, capuchas, cadenas, uñas y labios con pinceladas rojo sangre, ojos y pestañas subrayados en negro, altos tacones de aguja, medias de nylon o de red, en competencia de impudicia y lujuria. El grupo aplaudió cuando Adrien de Valcour hizo su entrada desnudo. Sólo un cinturón de cuero negro con remaches de oro blanco aprisionaba sus estrechas caderas. En las tetillas y sobre el pubis brillaban tres anillos del mismo metal, un adorno bastante común entre los nobles, pero sólo los príncipes lo llevaban de oro: el resto usaba plata y acero, ya fuera cromado o esmaltado en negro. Adrien tenía los labios pintados de rojo, y las uñas y los párpados de gris pizarra. La larga cabellera flotaba sobre sus hombros.
Su apariencia equívoca y siniestra no conseguía, sin embargo, ofuscar su notoria belleza. El rumor de la ovación se extinguió para resurgir de pronto con más fuerza cuando una de las puertas se abrió y apareció la duquesita. Entró con los pechos y las nalgas al aire, la larga cabellera rubia recogida en una trenza que formaba un moño en la coronilla y los ojos verdes destacados por un antifaz de encaje negro. La boca, de un rojo obsceno, resaltaba como una gota de sangre en la nieve. Las marcas de los azotes comenzaban a ponerse de color violáceo sobre la piel blanca y no pasaron inadvertidas. El duque la había azotado con furia. Llevaba un collar de perra de cuero negro con remaches y anillos de plata. El duque tiraba de la cadena sujeta al collar.
El cinturón de castidad que aprisionaba su entrepierna era de los mismos materiales. Caminaba sobre tacones de aguja de diez centímetros y sus largas y torneadas piernas lucían medias oscuras sujetas con tiras elásticas a algunos de los anillos del cinturón. Sus pezones se alzaban, enhiestos y desafiantes, y a pesar del bochorno de estar expuesta al público, los jugos bajaban abundantes por los muslos y denotaban una indecible excitación. Antes de entregarla al duque su madre le había dicho: "Recuerda quién eres. Que nadie te vea vencida o avergonzada". Eso la hizo reaccionar y adoptar un aire desafiante. Miró a su alrededor con aire altivo y se hizo el silencio. De inmediato el duque abrió la subasta con las piezas más baratas.
Cada noble exhibió su mercancía y encareció sus méritos. Eran las esposas, amantes, hermanas, hijas e incluso madres de los allí presentes. En las chicas jóvenes la virginidad se preservaba celosamente para el matrimonio mediante cinturones de castidad, pero eso no obstaba para que fueran exhibidas y poseídas por los otros agujeros. A nadie parecía importarle esa limitación; por el contrario, la prohibición las volvía más deseables y alcanzaban precios muy altos, lo mismo que las recién casadas: jóvenes que habían sido desfloradas pocos días antes por el marido, y después por el padre y luego el suegro, quienes aguardaban dentro de la cámara nupcial para reclamar ese derecho, tan pronto el novio cumplía su cometido. Los coños aún estrechos de las recién casadas eran muy codiciados, tal vez por el morbo de montarlas ante el marido. Existía una superstición que afirmaba que las novias que recibían el semen de mayor número de hombres eran las más fértiles, de modo que los maridos se prestaban gustosos a compartir a las recién desposadas con todos los hombres disponibles.
Ni qué decir que éstos se prestaban más que gustosos a "ayudar" al novio en la tarea de borrar cualquier resto de virgo que impidiera a la joven esposa cumplir con sus deberes, y eso incluía muchas veces follar en sus culos y bocas, aunque se derramasen siempre en sus coños. Estas "ayudas" se prolongaban durante todo el primer año de matrimonio, incluso cuando las casadas mostraban ya los signos de una avanzada preñez. De hecho, muchos hombres se sentían atraídos por las preñadas o por las recién paridas, con su inconfundible olor a leche, quienes también alcanzaban respetables precios en las subastas.
Después de pujar por las mujeres, que desfilaron y permanecieron durante largo rato en la tarima, expuestas a la vista de todos, y de haber obtenido las que deseaban, los hombres se arremolinaron al frente. Todos sabían de antemano lo que iba a ocurrir pero una curiosidad morbosa los llevaba a buscar los mejores lugares.
El duque, vestido sólo con un cinturón ancho que descansaba sobre sus caderas, un collar de acero cromado y altas botas de cuero negro, sostenía el látigo con el que había azotado a su hija. La mayoría de hombres portaban látigos, fustas o cañas. Eran los amos, y ese era un hecho indiscutible. El primer castigo fue para la madre de un conde: una mujer madura, aún atractiva, que se había negado a soportar las vejaciones del hombre que la había obtenido en la subasta anterior. Todos se turnaron para descargar al menos un azote sobre su espalda, nalgas, senos, coño y muslos. El siguiente fue un negro impresionante. Su ama, una frágil marquesita de diáfanos ojos y cabellos rubios, lo acusaba de no mostrar suficiente entusiasmo a la hora de montarla. Esa acusación resultaba poco menos que inverosímil, pero todos estuvieron de acuerdo en que el espectáculo del negro, con su respetable polla al aire, mientras soportaba los azotes, bien valía la pena.
La siguiente castigada fue una mujer de rasgos orientales. Fue fustigada con entusiasmo a pesar de su avanzado estado de preñez. Su amo, un duque enriquecido gracias a la infame trata, la acusaba de haber intentado matarlo. La joven, llamada Jade, soportó el castigo con mucha valentía y eso decidió a Alphonse a comprarla, aunque tuvo que pagar una suma muy alta. No le importó: estaba seguro de hacerla rendir eso y más, y por otra parte, le fascinó su serena belleza. La piel, traslúcida como el alabastro, era muy fina, y la cabellera negra y lacia la cubría como un manto hasta las nalgas. Tocó al fin el turno a Aline. Su padre dijo que había demostrado su deseo de prostituirse, y quería ponerla a disposición de todos para que la gozaran después de castigarla debidamente.
Tal estado de cosas, claro, duraría hasta que la joven se casara con el príncipe Alexis, como estaba acordado. Tal vez por esto, o por la novedad, nadie escatimó energías a la hora de azotarla. Numerosos trallazos cayeron sobre la joven hasta dejarla bastante adolorida. A pesar de todo, la condesita soportó el castigo con mucho coraje, sin perder su altivez. El mismo tratamiento recibieron los otros tres esclavos, que lo soportaron con entereza.