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Cómo me emputeciste 2: Agujeros llenos de leche

en Orgías

Agujeros llenos de leche (Cómo me emputeciste 2)

-Voy a llenarte toda de leche, zorra... vas a irte de aquí con todos tus agujeros rezumando semen... como la guarra que eres... menuda puta tenía y no me daba cuenta... -ante eso, iba yo a replicar algo, pero callé al sentir cómo tu mano me sujetaba por la cabellera. Me obligaste a ponerme de pie. Aquel líquido viscoso se escapaba de mi interior y bajaba por mis piernas. Comencé a temer lo que vendría...

Tu verga seguía flácida. Sacaste una cuerda y me ataste las manos. Jamás habías hecho eso. Me sentía verdaderamente usada como una puta. Esa había sido mi fantasía sexual favorita y tú la estabas convirtiendo en realidad, pero de un modo mucho más salvaje del que había imaginado. Las cosas estaban resultando mucho más intensas y sórdidas de lo que esperaba, y me estabas tratando como nunca antes.

Me ataste y dejaste unos cuantos palmos de cuerda entre mis muñecas. Me sentía indefensa y sometida por completo a tus caprichos. Una venda cubrió mis ojos y un objeto cálido tocó mi boca. Al principio no supe qué era. Tenía la consistencia de una salchicha de caucho. Después comprendí que era un consolador. Era casi tan grueso como tu garrote. Me obligaste a mamarlo y a empaparlo abundantemente con mi saliva. Después, te acercaste a mi grupa y me ordenaste abrirme las nalgas. Sin decir "agua va", lo metiste hasta el fondo de mi culo.

Aquello costó. A pesar de estar abundantemente lubricada con tu leche, el conducto era bastante estrecho y muy sensible. Me habías dado caña con muchas ganas y aún dolía. Pero por fin conseguiste meterlo todo dentro. Me colocaste entonces una especie de arnés con correas de cuero que evitaban que el objeto se saliera. La sensación era bastante extraña. Me sentía penetrada y a la vez humillada por todo aquello. Te acercaste y metiste tu polla en mi boca. Mamé en forma automática, pero me concentré más en tus bolas. Me fuiste guiando de tal modo que lamí primero uno de los testículos, abarcándolo y chupándolo con suavidad, mientras lo albergaba entre mis labios, y luego repetí la operación con el otro.

Me concentré en darte el máximo placer y tus jadeos, cada vez más animales, fueron la más dulce música en mis oídos. Tu mano fija en mi nuca iba llevándome a las zonas donde querías que te diera placer. Por fin posé mis labios sobre el tronco y un suspiro profundo se escapó de tu pecho. Ignoré deliberadamente el glande, rojo y sensible, y exploré otras zonas. Bajé la cabeza y me introduje entre tus piernas. Mi lengua trazó un sendero húmedo de tus bolas al oscuro agujero. Llené de saliva uno de mis dedos y lo introduje. Comencé a jugar con tu esfínter y aquello hizo que tus ojos se pusieran en blanco. En otro contexto jamás me habrías dejado hacer algo así, pero estábamos al margen de los convencionalismos habituales y llevamos todos los límites mucho más lejos que nunca antes.

Te sentaste en una silla y me hiciste colocarme encima con las piernas abiertas. Para que me fuera más fácil entender lo que pretendías de mí, me quitaste la venda. Había un espejo donde podía verme, mientras tus manos aferraban mis caderas y me empujaban hacia abajo, hasta que la punta de tu garrote se apoyó contra la entrada de mi coño. "Empálate, perra", ordenaste, mientras tu boca rozaba mi cuello y tu aliento me estremecía. Cada vez que me insultabas, mi coño se anegaba profusamente. Continuaste llamándome zorra, guarra, puta...

Entre tanto, inicié un movimiento oscilante y rítmico, al principio muy lento. No te movías casi. Era yo la que hacía el trabajo, y no era fácil, porque el espacio en mi coño se había reducido considerablemente debido a la presión del consolador en mi culo. Sin embargo, continué moviéndome con dificultad y tragándome toda tu verga hasta la empuñadura. Pronto tus manos ayudaron a empujar, cada vez que mi pelvis bajaba y mi vaina envolvía como un guante la extensión de tu polla enhiesta. Así estuvimos durante largo rato, pero tú querías continuar gozándome, y no estabas dispuesto a correrte tan pronto.

-Levántate -dijiste, y obedecí de inmediato. Tenías la verga empalmada, pero me ignoraste. Vi que pedías un par de cervezas y te miré interrogante. Sabes que no me gusta la cerveza, pero igual me hiciste beberla. La agradecí de todos modos porque estaba fría y yo tenía mucha sed. El contenido alcohólico de la marca que me hiciste beber era más elevado que el de la tuya. No tengo costumbre de beber y con el estómago vacío pronto me invadió una dulce laxitud. Pediste otras dos, y te sentaste en la cama, con la espalda apoyada en el respaldo y las piernas abiertas.

Di un largo trago a mi cerveza y me incliné. Envolví tu polla con mis labios y dejé que el glande fuera enfriado por el trago de cerveza que aún conservaba en mi boca. Gemiste como un cerdo y no pudiste reprimir una reacción violenta: me diste una bofetada. Caí hacia atrás y al hacerlo, liberé tu verga de aquella inesperada tortura. Me imitaste y torturaste del mismo modo mis pezones. Gemí y jadeé cuando el líquido helado tocó los sensibles pezones, pero estaba consciente de que todo aquello elevaba aún más el morbo que sentíamos.

El lugar contaba con un sistema de circuito cerrado de televisión. Encendiste el monitor y de inmediato comenzó a vomitar imágenes de parejas follando. No sólo las imágenes eran perturbadoras. También el sonido me resultaba de lo más morboso. Aquel concierto de jadeos y gemidos, como de perras en celo, que proferían las mujeres, mezclado con las nalgadas y otros golpes que les propinaban los hombres, me calentaron mucho.

Terminé mi cerveza, y poco después tú apuraste el último trago de la tuya. Te observé de reojo mientras bebías. Siempre has tenido un cuerpo sensacional: buenos pectorales, brazos fuertes, hombros anchos, unas caderas estrechas y las nalgas prominentes y firmes… al volverte, el espectáculo de tu verga enhiesta era inevitable. La tienes oscura, más morena que el resto de tu cuerpo. No tenía parámetro de comparación en ese momento, porque no conocía otra, pero luego supe que aunque tenía un largo promedio, era más gruesa que la mayoría. Apenas guardo memoria de la noche en que me desvirgaste, porque andaba pasada de copas, pero sí recuerdo que dolió, a pesar de los lengüetazos con que me calentaras la entrepierna, previos a montarme.

"Montarme": esa palabra te gustaba. La empleaste muchas veces como sinónimo de follar. Te gustaba montarme, como si de una yegua o de una perra se tratase. Tu posición favorita era desde atrás, conmigo en cuatro patas y con el culo en pompa. Te pregunté por qué y me dijiste que así yo adoptaba la posición acorde con mi propia naturaleza: la de una hembra en celo, abierta y dispuesta para recibir tu leche. Te gustaba verme reducida a la más irracional animalidad, y aquella vez no fue la excepción.

Pero en ese momento, en lugar de ponerme de nuevo en cuatro patas, me hiciste apoyar las palmas de las manos contra la pared. Había una grada en aquel rincón y de pie sobre ella, mi grupa quedaba más alta y la penetración desde atrás era más fácil. A un lado estaba el espejo y podíamos vernos mientras tu polla entraba y salía rítmicamente de mi coño. La estrechez, lo sé, te excitaba indeciblemente y elevaba tu morbo a las estrellas. "Te estoy desvirgando, puta…", decías, y cuando tu aliento me rozaba, yo me estremecía. Aquella idea de estarme desflorando, violando, invadiendo con brutalidad mi intimidad, te ponía cachondísimo.

Te gustaba que me masturbara mientras me poseías. Insististe en que lo hiciera en ese momento y te obedecí. Fue menos intenso y agradable que la primera vez, quizá porque la penetración anal habría de convertirse andando el tiempo en uno de mis placeres favoritos. Quizá porque las sensaciones en mi culo acrecentaban mi excitación como ninguna otra caricia. O tal vez porque la idea de sometimiento y humillación que implicaba ser sodomizada respondía a mi propia naturaleza sumisa. No lo sé. El caso es que tardé en correrme, pero cuando al fin lo hice, contraje todos los músculos de mi pelvis, y con ello apreté tu verga al máximo. Eso tuvo la virtud de provocarte un orgasmo explosivo. Gritaste y yo me asusté, sobre todo cuando vi la expresión agónica de tu rostro en el espejo.

Caíste derrumbado sobre el piso, con tu polla aún goteante. Tu leche resbaló de mi coño y terminó de empaparme las medias. Mi cuerpo despedía un intenso olor a sexo, pero tú aún no estabas satisfecho del todo. Te recostaste en la cama y descansamos durante un rato. Después, pediste otro par de cervezas y continuaste mirando las películas porno que pasaban. Comprendía que aquellas escenas de parejas copulando compulsivamente te calentaran, pero al cabo la misma sucesión inconexa e ilógica me resultó repetitiva y absurda. Era el sexo puro y duro, sin cortapisas u obstáculos de ningún tipo, pero intuí que no había verdadero erotismo en eso. Y también intuí, entonces, que tú y yo no entendíamos el erotismo de la misma manera, y que tarde o temprano también aquella etapa "hardcore" terminaría por resultarme insatisfactoria.

Pero entre tanto, lo admití sin problemas, estaba gozando como pocas veces en mi vida, además de conocer una faceta de ti mismo que hasta entonces había permanecido inédita. Y con sorpresa asistí a mi propio despertar, porque en aquellos días di rienda suelta a mis ansias de goce. Unas ansias ocultas, reprimidas, cuya existencia ni siquiera sospechaba. Con sorpresa noté también que bebías para ayudarte a aminorar tus inhibiciones. No pude imaginar que las tuvieses. Eras mucho más experimentado que yo. Para mí, tú fuiste el primer hombre, y por mucho tiempo, el único. Pero tú sí habías gozado con varias mujeres antes de conocerme.

Largo rato después, cuando ya habíamos descansado, terminaste tu cerveza y la película se tornó más sado. Con sorpresa vi cómo uno de los actores azotaba sin piedad a una chica atada de pies y manos. Tú también lo veías y por la expresión de tu rostro, comprendí que te excitaba aquello. Asiste mi nuca y me doblaste de tal modo que tu polla quedó a la altura de mi boca. Mamé sin chistar y sentí cómo te empalmabas. Tú seguías con los ojos fijos en la pantalla, donde la actriz, colocada en cuatro patas, recibía a dos hombres: uno en su coño y otro en su boca. De pronto dijiste: "Hazte un cubano". No sabía qué era aquello y tuviste que explicármelo. Mis tetas friccionaron entonces tu capullo y una expresión de placer agónico se dibujó en tu cara.

Continué estimulándote de ese modo, hasta que por fin tu verga se derramó sobre mi cara, cuello y tetas. La metiste entre mis labios y ordenaste: "Chúpala toda, perra…", y yo obedecí maquinalmente, mientras miraba de reojo mi imagen en el espejo. Me hiciste recoger con mis manos la leche que aún goteaba y beberla toda, hasta no dejar gota. Luego, me llevaste al centro de la habitación y ahí, arrodillada en el piso, me la metiste de nuevo, hasta las amígdalas. Pensé en rebelarme. Ya te habías corrido tres veces en mí y habías repletado todos mis agujeros, pero en ese momento me ahogué con el chorro que brotaba de tu verga y que mojó mi cuerpo y el piso. Reaccioné con violencia cuando advertí lo que ocurría: ¡Te estabas orinando sobre mí!

Aquella humillación suprema tuvo la virtud de romper mis últimos diques. Insultada como nunca, comencé a sollozar con un llanto espasmódico y lastimero. Pero ni siquiera entonces te apiadaste de mí. Una de tus bofetadas me envió al piso, y sin permitir que me aseara, anunciaste: "Nos vamos". No pude ni siquiera secarme. Te vestiste con rapidez y así como estaba subí a tu auto.

Durante el trayecto me prohibiste cubrirme. A pesar de que el tráfico era escaso, la sensación de ser exhibida me atormentó durante todo el camino. Sólo al bajar recibí de tus manos tu gabardina y la orden de devolvértela limpia. También me ordenaste no quitarme el consolador del culo hasta el día siguiente. "Estás demasiado estrecha y hay que agrandar tu agujero… ", afirmaste en un tono imperioso.

Después de pagarme, cosa que me terminó de convencer que estaba completamente prostituida, me dejaste en la misma esquina donde me habías encontrado. No podía creerlo. Jamás me había sentido tan envilecida, tan humillada, tan usada… aún presa de aquella mezcla inaudita de sentimientos encontrados, paré un taxi y me fui a casa.

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