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Menudo lío (7: Mi amo me anilla y me azota)

en Sadomaso

Mi amo me anilla y me azota (Menudo lío 7)

Con una mirada, me indicó que me acercara. Me arrodillé ante él y cerrando los ojos, abrí la boca y recibí su capullo. No me importó sentir los jugos y el sabor del coño de Montana. Sabía que aquella humillación era parte del morbo de la escena. Cuando estuvo reluciente, acerqué el glande y lo puse contra el culo de la rubia. Alfonso apenas se movió lo necesario. Tuve que ser yo quien usara su polla para sodomizar a Montana. "Díselo", ordenó mi amo, y yo comencé a hablarle con voz suave, describiendo la forma en que iba a metérsela. Entre tanto, la rubia gemía y se quejaba como una cerda. Aquello nos puso a todos a mil.

Continué sodomizándola con la verga de mi amo, hasta que él me mandó que la masturbara. Comencé a acariciarla, al tiempo que continuaba diciéndole: "¿Te gusta, puta? ¿Te excita que te toque, guarra? ¿Te gustó cómo te metí la verga de mi amo?". Ella respondía y me indicaba dónde y cómo tocarla, al tiempo que Alfonso iba enardeciéndose y la penetraba cada vez con mayor ímpetu. "Me vas a romper el culo", se quejaba, entre jadeos, pero no dejaba de moverse, de modo que eran los dos los que se empalaban con furia.

"¿Quieres que te la deje dentro?", preguntó Alfonso, a punto de correrse. Pero Montana se negó. "En mis tetas", respondió, sin aliento. Mi amo se detuvo y sacó su polla del estrecho agujero. La ayudé a arrodillarse ante él, con sus senos blancos y desafiantes apuntando hacia la verga enhiesta. "Mámala", me ordenó, y yo rodeé el glande turgente con mis labios. Pocos lengüetazos bastaron para que el chorro blanco brotara sobre las tetas de la rubia. Algunas salpicaduras cayeron sobre mi rostro y ella se apresuró a lamerlas. Luego yo chupé sus pezones mojados y bebí el líquido hasta dejarlos limpios. Montana me besó para saborear los restos de semen en mis labios y aquel beso borró cualquier resto de celos que hubiera quedado en mí.

Después, los tres compartimos la ducha en un clima anímico distinto. Me sentía aprobada y aceptada, y eso aumentaba la confianza en mí misma. Aunque no se me había permitido el orgasmo, no me importó. Tanto mi amo como la rubia estaban satisfechos y eso era suficiente para mí. O debía de serlo. Después de la ducha, Montana me enseñó cómo maquillarme de acuerdo a la impresión que deseaba causar. Aprendí a darme la apariencia de una puta muy obvia, de una niña ingenua, de una vampiresa, de una ejecutiva… en fin, un look para cada ocasión. Alfonso nos observaba complacido. Había vuelto a colocarme el consolador en el culo, pero no me importaba aquella incomodidad. Tan grande era ya mi deseo de complacerlo.

Después de las clases de maquillaje, coronadas con la adquisición de un equipo completo, pasamos al vestuario. Montana y Alfonso escogieron muchas prendas para las ocasiones más dispares y me hicieron modelarlas. Una vez hecha la selección, muy extensa por cierto, pasamos a la joyería. Era claro que mi amo no pensaba escatimar conmigo, y eso me dio una idea del aprecio en que tenía el placer que yo le daba, o que podía darle. No se limitó a pendientes, pulseras, collares y demás prendas tradicionales, sino que examinó una extensa colección de anillos, algunos bastante más pequeños que mis dedos.

"No son anillos comunes", me aclaró Montana, y pronto me explicó para qué servían. "¿Vas a anillarla ahora?", preguntó, y yo me estremecí cuando Alfonso respondió afirmativamente. Después de inmovilizarme y de anestesiarme, Montana me anilló los pezones y los labios menores. "Es la mejor manera de asegurar su virgo", dijo. Y entonces comprendí que Alfonso no quería, por el momento, estrenar mi coño. ¿Por qué? Sólo podía haber una razón: me estaba reservando para una ocasión especial… ¿Pero cuál? No me atreví a responderlo. De eso, lo sabía, y de muchas otras cosas iba a enterarme a su debido tiempo… o sea, cuando él lo tuviera dispuesto.

Después de entregarme unos medicamentos y de enseñarme cómo debía curar cada orificio, Montana me ayudó a vestirme con las ropas que Alfonso había escogido: un apretado corsé de cuero negro, con largas ligas elásticas destinadas a sujetar las medias, altos tacones de aguja y encima un vestidito negro con un escote tan pronunciado que más que ocultar, brindaba a la vista mis tetas recién anilladas. Por lo bajo era tan corto que apenas sí tapaba mi depilado pubis. Las ligas y el borde de las medias quedaban atrevidamente expuestos. Completó el atuendo con un pequeñísimo delantal de encaje blanco y una cofia del mismo material. Comprendí de inmediato que era una versión burlona y lúbrica del uniforme de una mucama. Y no otra cosa era para Alfonso, evidentemente: una puta en funciones de mucama o una mucama en papel de puta…

Él nada dijo pero la mirada lasciva que me lanzó tuvo el poder de disipar mis dudas. Como punto culminante de su labor de aquel día, Montana le preguntó con cierta sorna: "¿No la has azotado aún, verdad?". Al oír aquello, me estremecí. No sentía la más mínima inclinación por aquellas actividades y la verdad, sentía temor. Alfonso se limitó a negar con la cabeza, y entonces la rubia le tendió una caja. No dijo más, ni mi amo permitió que continuara la conversación.

Vestida, o desvestida, mejor dicho, como estaba me hizo salir a la calle. Me sorprendió darme cuenta de cuánto tiempo había pasado: caía la tarde y había más transeúntes por las aceras. Mi amo no pareció inmutarse por las miradas que me dirigían, y yo afecté un aire indiferente, aunque enrojecí hasta la raíz de los cabellos al notar cómo los ojos de todos se clavaban en mi figura. Para más INRI, Montana se despidió de mí con un beso en la boca y con una directa caricia a mi entrepierna que tuvo la virtud de abrir la llave de mi entrepierna. Los jugos comenzaron a gotear por mis muslos y a empaparme las medias.

Nada dije, sin embargo. Abrí la puerta y dejé abordar a mi amo. Luego tomé mi lugar al volante y conduje a casa con toda la pericia y la entereza que pude conservar, a pesar de que Alfonso no perdía ocasión de meterme la mano entre las piernas. Cuando llegamos, lo hice pasar y luego me concentré en las labores domésticas. A él parecía complacerle mucho el verme servirlo con aquel atuendo. Se desnudó y se puso la bata de estar en casa, a través de la cual era evidente que estaba completamente empalmado. Sin embargo, ni él ni yo forzamos el momento de la posesión. Lo iba conociendo y ya sabía que llegaría el momento en que habría de sodomizarme. Y tal vez, con suerte, me permitiera correrme.

Lo deseaba. Lo deseaba como una posesa, pero sabía bien que no debía decirlo. Yo era su esclava y no podía tener deseos propios, me lo había dicho bien claro. De modo que no me quedaba más remedio que aguardar sus designios. Me concentré en mis labores domésticas y a la hora señalada, serví la cena. Comí cuando me lo ordenó, y me di cuenta de que había aumentado mi ración. Al parecer estaba decidido a hacerme aumentar de peso. Y en verdad lo necesitaba. Mis años de hambres sin término me habían dejado en los huesos.

Después de lavar los platos, me llamó y yo acudí, obediente. Enganchó la cadena al collar y tiró de ella. Lo seguí hasta el sótano, donde cerró la puerta y me ordenó quitarme el delantal, la cofia y el vestido. Hecho esto, desabrochó el liguero del corsé y me quitó este. Quedé únicamente con el liguero, las medias y los altos tacones, amén de las correas de cuero que sujetaban el consolador en mi culo, y las otras que aprisionaban mis muñecas, tobillos y cuello.

Todo lo hizo en silencio, sin ninguna explicación. Yo tampoco pregunté ni dije nada. Era mi amo y tenía derecho a hacer con mi cuerpo lo que quisiera: lo había dejado claro desde el primer día. Sujetó mis brazos a una cadena que pendía de una polea en el techo y mis piernas, bien abiertas, a un par de anillas que sobresalían del piso. Hecho esto, abrió la caja que le había dado Montana y sacó un látigo. No era muy grande, y estaba hecho de tiras de cuero trenzadas, relativamente cortas.

Supe lo que me esperaba y cerré los ojos con resignación, pero no supliqué, ni pedí piedad. Era parte de mi destino. "Cuenta", ordenó, con voz que no admitía réplica, y obedecí. El primer trallazo restalló como un trueno en la habitación cerrada. Apreté los labios y los párpados cerrados para contener un gemido y él aguardó. Comencé a contar y él a dejar caer los trallazos con estudiada lentitud. No caían en el mismo sitio. A veces impactaba mi espalda; otras, mis muslos, abdomen o incluso las tetas. En ese lugar eran especialmente dolorosos, y él lo sabía. Continué contando, como una autómata, pero no recuerdo cuántos fueron.

Al fin se detuvo y me desató. Yo me derrumbé hasta el piso, exánime, con el cuerpo mojado en sudor y las rojas señales cruzando mi piel morena. Él también sudaba y su respiración jadeante evidenciaba el esfuerzo y las emociones que lo embargaban. Me llevó en brazos hasta la tina. Después de bañarme y curarme con mucho cuidado, me puso boca abajo en el lecho y procedió a encadenarme a los barrotes. Sabía lo que deseaba, de modo que no me opuse, ni siquiera cuando colocó una almohada bajo mi abdomen y me levantó las nalgas.

Introdujo su capullo en mi boca y yo lo mamé, ávida de que el tormento concluyera pronto. Se masturbó con fruición entre mis labios. Al parecer, el cansancio provocado al propinarme los azotes y el espectáculo de mi piel cruzada por los trallazos lo habían puesto muy cachondo. No tardó en tenerla completamente empalmada. "Suplícame", dijo. Yo no entendí y me dio una sonora bofetada. "Suplícame que te sodomice, sucia puta", rugió, y yo obedecí. Jugó cruelmente, acariciando mis nalgas y la entrada de mi culo con su verga durante un rato, pero por fin se decidió. Lubricó su garrote con aceite y lo puso contra el esfínter. Yo me relajé, dispuesta ya a lo inevitable, y lo urgí a que me empalara.

Entró por fin, con estudiada lentitud, hasta llenarme por completo. Lo sentí aguardar, mientras se acostumbraba a la presión cálida, y luego salió de golpe, para entrar despacio, enseguida, gozando la caricia apretada del esfínter. Estuvo así, jugando un rato, urgiéndome a que le suplicara, y yo seguí en mi papel de esclava sexual, rendida, abierta, disponible, entregada a aquel suplicio que le provocaba el placer más intenso.

Por fin se detuvo y me desató las manos. "Quieta", me advirtió con tono ominoso, cuando fui a moverme. "Si me desobedeces, te azotaré hasta que pierdas el sentido… quiero que te masturbes mientras te sodomizo… y quiero que esta vez te corras… no se te ocurra fingir porque me daré cuenta y vas a arrepentirte…"

Se colocó detrás de mí. Yo bajé mis manos y busqué el botón. Fue difícil, porque los anillos en los pezones y en los labios dolían lo suyo, al igual que los azotes, pero pudo más el morbo. Él se lubricó abundantemente el capullo y la penetración fue más fácil, pero la verdad es que lo que me empujó fue mi propio deseo. Comencé a masturbarme muy despacio, mientras me insultaba y me describía sus sensaciones cada vez que entraba y salía de mi agujero. También me urgía a decirle lo que estaba sintiendo: "¿Te duele que te sodomice, eh, perra?". "Sí, amo…", respondía yo, entre gemidos.

Así seguimos durante largo rato. A pesar del dolor, yo gozaba lo indecible, y ni qué decir de Alfonso. El muy cerdo me estaba disfrutando a tope. "Vamos, guarra, muévete… empálate a fondo con mi garrote… bien que te he desvirgado el culo… y la que le espera a tu coñito virgen… menuda puta estarás hecha, ya verás…", y seguía diciéndome lindezas por el estilo. Aunque sus palabras por momentos se volvían más procaces y vulgares, a mí me enardecían indeciblemente, y ni qué decir a él. Pronto fue claro que podía correrse en cualquier momento, y me preguntó al oído: "¿Dónde quieres que me corra?". "Donde tú quieras, amo", respondí, con voz de niña obediente.

"Hummm… me gustaría dejártela dentro… duele, ¿verdad?". En efecto: dolía un poco cuando se corría en mi culo, pero yo sabía que el placer era mayor para él. Sin embargo, la vista de mis tetas chorreando leche también lo ponían cachondísimo… y ni qué decir de mis esfuerzos por recogerla y beberla toda… me incliné por esa posibilidad y se la sugerí. Le agradó la idea. Pero primero me ordenó correrme. Puse toda mi concentración en las sensaciones de mi entrepierna, y él arreció la lluvia de frases atrevidas, hasta que no pude más y me estremecí, atravesada por aquella corriente eléctrica que me galvanizó y me convirtió en melcocha en medio de la cama.

Dejó que el efecto del orgasmo pasara y cuando mi respiración se hizo más reposada, me desató los tobillos y me hizo arrodillarme sobre el lecho. Sin ceremonias, me introdujo la verga hasta las amígdalas y comencé a mamar con mi recién adquirida destreza. No tardó en disparar aquel líquido viscoso, que resbaló por mi cuello hasta alcanzar mis pezones. "Úntatelo", urgió, y yo así lo hice, con cara de delicia. Enardecido, se abalanzó y me tumbó sobre la cama, boca arriba, mientras su lengua recorría toda la superficie de mis tetas.

"Me vuelves loco", dijo, y yo sabía que era verdad.

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