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El más oscuro nombre del olvido (4)

en Grandes Series

Alicia:

El sábado me desperté sintiéndome completamente apaleada. Supongo que el día anterior la adrenalina amortiguó un tanto el dolor. Pero ese día por la mañana el ano me dolía terriblemente. Tomé un analgésico, me di una ducha rápida, me vestí, saqué un par de billetes del escondite y salí a la calle. En una cafetería céntrica comí algo ligero. Luego fui al banco, cambié los billetes por otros de baja denominación y busqué una clínica al otro lado de la ciudad. Me atendió una médica joven. Le hice una historia de un novio calenturiento con quien había estado jugando la noche anterior. Tenía miedo de haber dejado de ser virgen. Una historia de lo más pendeja, pero la tipa me creyó. Me desnudé y me hizo un examen.

—No necesitas puntadas. Solo es una laceración pequeña en la mucosa del recto. ¿Qué te metió? —ante la pregunta, me ruboricé como una imbécil y respondí:

—Su cosa...

—¿Toda? —yo asentí, falsamente cohibida.

—¿Se corrió?

—Sí, pero usó condón... ¿Aún soy virgen?

—Tienes el himen intacto. No sé si eso responde a tu pregunta. Depende de lo que definas como virgen. No creo que tenga importancia a estas alturas que conserves el himen. Hay chicas que se lo hacen perforar. Otras, en cambio, vienen a que les haga una cirugía plástica y se los reconstruya... Cuánta historia por un pedacito de carne... —al decirlo se encogió de hombros. Yo hubiera querido estrangularla por pedante. Me levanté de la mesa y fui a vestirme. Cuando volví, garrapateaba algo sobre un formulario de recetas.

—Te voy a indicar una pomada cicatrizante, un antibiótico y un analgésico. Si has decidido ser sexualmente activa, necesitarás un anticonceptivo. ¿Qué tomas? —abrí mucho los ojos. Seguí en mi papel de estúpida: no, no había tomado nada.

—Y luego se extrañan de la cantidad de chicas que se embarazan... —y a continuación comenzó a explicarme las opciones— Puedo darte unas pastillas... o un anticonceptivo inyectado. Una inyección cada tres meses y ya. Las pastillas, en cambio, hay que tomarlas a diario. También hay otros métodos... —la corté:

—La inyección...

—Te la puedo poner ahora mismo —dijo. Yo asentí. Preparó lo necesario en pocos minutos y me la aplicó. Mientras me subía el cierre de los vaqueros, ella siguió escribiendo la receta y hablando sin mirarme.

—Aquí está el nombre. No te olvides de venir a que te ponga la inyección exactamente dentro de tres meses... Dile a tu novio que la próxima vez sea más delicado... Y que no hay nada de malo en follar por coño, si te proteges... resultará más placentero para ambos, te lo aseguro, en especial para ti... —al verme de nuevo cortada, se calló.

—Bueno, perdona. Eso no me incumbe... —era precisamente lo que deseaba decirle, pero no quería dejar mi papel de niña tonta. Salí de ahí prácticamente huyendo. Por supuesto, cada uno de los datos que había dado para el expediente eran falsos y no pensaba volver por el sitio jamás en la vida.

Ya en la calle recuperé la ecuanimidad. De hecho, me partía de la risa. Qué ridícula. Volví al centro y pasé a una farmacia a comprar los medicamentos. En el fondo me sentía bastante miserable. No era sólo el dolor en mi culo. Me daba cuenta de que había dado un paso definitivo. Con él le había puesto fin a mi infancia y me adentraba en la edad adulta. Un rito de iniciación. "Sí, antropóloga", me dijo mi vocecita interior, con burla.

En los últimos meses había vivido experiencias definitivas. La muerte de mi padre había terminado con el mundo protegido en el que crecí. De pronto había tenido que enfrentar la sensación del desamparo, con el agravante de la situación económica tan difícil en la que estaba. Luego había soportado el rechazo a diario, por meses, y finalmente, mi primera experiencia sexual en los brazos de un perfecto desconocido.

Había sido una locura. Aún estaba como en shock. Me sentía fatal. Al principio de la consulta, la médica me preguntó si había sido abusada. Lo negué. Me había prestado a todo voluntariamente. Eso era para mí lo más difícil de asimilar. No podía pretender que había sido forzada. Yo había accedido libremente a una propuesta y había aceptado dinero a cambio. Eso me convertía en una puta. Tomé un taxi y me fui a casa. Pedí una pizza, comí, me apliqué la pomada, me tomé los medicamentos y me metí en la cama. Hecha un ovillo, sollocé hasta quedarme dormida.

El domingo me levanté tarde, pero me sacudí la modorra y me negué a seguir abandonada a la autocompasión. "Asúmelo", me dije. "Tú lo querías". Me di cuenta de que era cierto, y me sentí aún más puta, porque en verdad, yo deseaba a aquel hombre. Desde el primer momento, me pareció el tipo más atractivo que había visto en mi vida. Recordé su rostro de facciones duras, suavizadas de tanto en tanto por la expresividad de sus ojos. Me habían impresionado la belleza de su cuerpo y la potencia de su verga erguida, que yo había tenido en mi interior y que se había derramado en mi boca...

Tumbada boca abajo, recordando cómo había puesto mi culo en pompa y me había lubricado con la mantequilla para empalarme, recordé la extraña sensación de tenerlo dentro, al principio dolorosa, pero después más tolerable. La memoria de mi cuerpo hizo la conexión y comencé a repetir los movimientos que aprendí con él, mientras me montaba, mientras su verga se abría paso en mi interior, y su mano estimulaba mi botón de placer.

Froté de esta manera mi pubis contra la cama, y mi mano hizo lo que su mano había hecho en mi raja. Los jugos escaparon de mi coño inconteniblemente, y poco después sentí las primeras oleadas del orgasmo. La inminencia del placer me invadió con su violencia. Mi cuerpo se crispó en un espasmo intenso y yo mordí la almohada para no gemir, estremecida hasta la última fibra de mi ser.

Me di vuelta boca arriba y me quedé un rato inmóvil, con la mano aún cubriendo mi monte de Venus. Aquel hombre me excitaba terriblemente. "Nada de sexo ni deporte al menos en un par de días", me había recomendado la mujer que me examinó. Pero yo no veía la hora de volver a tener su verga dentro.

"Lo vas a aburrir", me dije. "¿Cómo? No tiene forma de contactarte", me respondí. Y yo no tenía forma de contactarlo a él, porque ni siquiera sabía su nombre. "Verdes las hemos segado", pensé. Me levanté de la cama, tomé la toalla y el bronceador y me fui al patio.

Hubo una época lejana cuando los negocios de papá fueron más o menos bien. Entonces compró aquella casa. Estaba en un vecindario tranquilo, de clase media, con niños siempre jugando en las aceras, triciclos y bicicletas trajinando a todas horas y amas de casa que horneaban pasteles y cosían la ropa de sus hijos en máquinas de coser de pedal.

Papá se había dado el lujo de construir una piscina pequeña en el patio, donde yo aprendí a nadar. Por supuesto, hacía más de un año que sólo tenía un palmo de agua y un montón de hojas secas que se podrían lentamente en el fondo. Pero las sillas largas aún estaban junto a la alberca.

Tendí la toalla sobre una de ellas y comencé a aplicarme el bronceador. El patio estaba rodeado por las habitaciones de la planta alta. En esa calle, la única vivienda de dos plantas era la nuestra, de modo que no habría ojos indiscretos viéndome desde las casas vecinas mientras tomaba el sol desnuda. Me quedé así buena parte de la mañana, hasta que el sol estuvo demasiado alto, entonces fui a darme una ducha.

Desde que me había tendido sobre la toalla, mi cerebro había comenzado a idear un plan para, ante todo, averiguar quién era mi "cliente", ese hombre maravilloso que había desvirgado mi culo y me había abierto a las infinitas posibilidades del placer sexual. Lo primero era averiguar su nombre. De pronto, un conjunto de letras y números comenzaron a danzar ante mis ojos. ¿Dónde había visto yo aquello? Tardé varios minutos en caer en la cuenta. Era la matrícula del Mercedes.

Me puse eufórica. Esto tendría que servir. Tracé un curso de acción y mientras seguía maquinando mi plan, fui a la cocina y calenté la pizza del día anterior. "No más porquerías de estas", pensé. "De acuerdo", dijo la otra voz interna. "Esta es la última. A partir de mañana, sólo alimentos sanos... y ejercicio. Nada de comida chatarra."

Me sorprendí a mí misma: estaba dispuesta a hacer sacrificios por aquel desconocido. "¿Por él? Ni por pienso. Es necesario que estés en buenas condiciones para enfrentar la universidad". Pero no nos engañemos. La universidad estaba considerablemente lejos. Habían cuatro largos meses entre el hoy y la universidad. "¿Estaré enamorada?", pensé. Pero de inmediato concluí que no. "Esto es puro sexo", me respondí. "Me interesa conocer más de él para protegerme, pero no estoy interesada en una relación amorosa". "Sí, y yo soy la Madre Teresa de Calcuta", me respondió la deslenguada que vivía dentro de mí.

Pasé el resto del domingo descansando, leyendo, estudiando la última partida de ajedrez que mi padre dejó inconclusa y tomando el sol. Quería broncearme desnuda para no tener marcas de bikini. Destinaría algún dinero del que me había dado mi "cliente" para limpiar la piscina y llenarla. Sería grato poder nadar durante el verano.

Pero aun realizando esos desembolsos, el dinero me alcanzaría para mucho tiempo. Mis gastos eran muy pocos. De mi padre había aprendido lo más sensato era mantener bajos los gastos fijos. Tal vez comprara algo de ropa. Lo estaba necesitando. Pensando esto último, me dormí.

El lunes me desperté muy temprano. Aún estaba oscuro y llovía. Me duché y vestí, tomé un desayuno ligero y abordé el autobús para ir al colegio. La mañana transcurrió igual que siempre. Mi culo me dolía cada vez menos. Había seguido el tratamiento según lo indicado. A mediodía volví a casa y me preparé el almuerzo.

Al llegar, la señora Emilia, mi vecina, me invitó a visitarla después de comer. Tenía un pequeño taller de costura en su casa. "Hazme el favor de llevarle esto mañana a la hermana Marcela", me dijo. La hermana Marcela era la prefecta de disciplina del colegio. "Dile que espero que ahora sí le quede el hábito". La señora Emilia de vez en cuando les cosía a las monjas. Prometí cumplir el encargo. Metí el paquete en mi cartera. Me despedí y me fui a tomar el autobús al centro. "

Quería pasar a la oficina de papá. Mucho antes de la muerte de mamá, papá había comprado un piso en un edificio de la gran avenida. Ahí tenía puesta la empresa contable con la que se sostuvo en los últimos tiempos. Yo no había querido venderlo, aunque me habrían pagado bien. Supongo que soy una tonta sentimental, después de todo. El edificio quedaba frente a aquel otro donde me había topado con el hombre que me había follado por el culo. Prefería referirme a él como "mi cliente" o "mi simpático lobo", a falta de su nombre verdadero.

Subí a la oficina. Cada tanto iba allí, pasaba la aspiradora y adecentaba el local, como si todo siguiera funcionando de la misma forma que cuando papá vivía. Era un pobre consuelo, claro, pero consuelo al fin. Me senté en la silla giratoria de papá, junto a la enorme ventana, encendí la computadora y me conecté a internet. Me las arreglé para entrar a los archivos de la oficina que extiende los permisos de circulación de los vehículos. Hice varias búsquedas para despistar. En medio de todas, localicé el expediente de la matrícula del Mercedes.

Estaba a nombre de Mario Etxeberri. Me fui a los archivos de las licencias. Hice también varias búsquedas para despistar y por fin accedí al archivo de Mario. Ahí estaban todos los datos. Lancé un alarido de júbilo. El Mercedes estaba a su nombre. Ponía la dirección de su domicilio, que no era la del penthouse, sino la de un sector muy exclusivo de villas campestres. También ponía el nombre de su empresa y muchos otros datos que copié.

Entonces mis ojos se alejaron de la pantalla y a través de la ventana se clavaron en el andén, tres pisos más abajo. Lo vi entrar. Aún desde lejos, su figura alta era inconfundible. Cruzó con paso elástico y se perdió en el vestíbulo. Suspiré. Esto estaba resultando más fácil de lo que yo pensaba. "Desconfía", me dijo una voz, con un parpadeo de luces de emergencia. No deseché el consejo. Alcé la vista a la pantalla y miré la foto. No le hacía justicia. La copié de todos modos. Pulsé un botón y la imprimí.

Estuve como una hora soñando despierta, haciendo otras búsquedas en la computadora y vigilando el andén. De pronto lo vi salir. Se dirigió al conserje y le preguntó algo. Se quedó de pie, a su lado, durante unos cinco minutos. Al parecer, no quería moverse de allí. Yo brinqué de la silla y mi cerebro comenzó a maquinar de nuevo. ¿Qué hacía? Miré mi reloj y por segunda vez, la luz se hizo dentro de mi cabeza. "Te está esperando a ti, idiota", me dije. "Son casi las cinco y media, la hora a la que te lo encontraste el viernes."

Claro. Él tampoco tenía modo de localizarme. Y contaba con menos datos que yo. Abrí mi bolso para sacar algo y entonces me topé con el paquete que me había dado la señora Emilia. Lo miré interrogante. Cuando caí en la cuenta de qué era, por tercera vez la bombilla se me encendió. Corrí al baño con el paquete, lo desaté y comencé a quitarme la ropa. La hermana Marcela y yo teníamos aproximadamente la misma estatura y complexión física. Cuando terminé de ponerme aquellas ropas talares, me vi en el espejo y no pude evitar una carcajada. Estaba irreconocible.

Completé el efecto con las gafas de montura de carey de papá, tomé el bolso y salí. En unos minutos el elevador me dejó a nivel de la calle. Pero en lugar de salir a la avenida por la puerta principal, busqué la salida trasera y di la vuelta a la manzana. Crucé la calle y doblé de nuevo. Caminé otra cuadra, y volví en dirección contraria. Doblé una vez más y comencé a avanzar sobre la misma acera donde estaba su oficina. Él seguía de pie, al lado del conserje, mirando su reloj y vigilando el andén, con la esperanza de ver asomar mi coleta y mis medias negras.

Yo tenía unas ganas locas de reír. Pasé a su lado, sin alzar la vista del suelo, y él ni siquiera me concedió una mirada distraída. Había sacado un cigarrillo y el conserje se lo había encendido, servicial. Caminé hasta el final del andén y no resistí la tentación de volverme a mirarlo. Él alzó la vista, al saberse observado, me notó, pero su mirada vacía me dejó claro que no me había reconocido. Dio una chupada al cigarrillo y miró hacia otro lado.

Doblé, di la vuelta y regresé al edificio por la puerta de atrás. Subí a la oficina de papá y pasé varios minutos revolcándome de la risa. Estuve espiándolo durante una hora, desde la ventana. Al fin, frustrado, entró. A los pocos minutos, el Mercedes salió del estacionamiento, y a juzgar por su velocidad y por la forma en que se perdió de vista, su conductor iba furioso.

Yo me puse repentinamente seria. "Va a perder el interés...", dijo una de mis voces, con tono tentador. "No, déjalo cocerse a fuego lento", dijo la otra. Me fui a quitar el hábito de la hermana Marcela y volví a ponerme mis vaqueros, mi camiseta de algodón y mi chaqueta de cuero, todo negro. Guardé lo demás en mi bolso y tomé el paraguas. Comenzaba a lloviznar.

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