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Xochitl

en No Consentido

Xochitl

Mientras esperaba, bajó su manita y tocó su sexo húmedo. En aquella nueva etapa de su educación la habían enseñado bien. Se bañó muy temprano y trenzó y recogió sus lacios cabellos negros con cintas de algodón, a la usanza de las mujeres de la nobleza. Luego, las criadas habían masajeado su cuerpo moreno con aceites, y Nanantzin, la señora que cuidaba a las mujeres, se había dedicado especialmente al lugar del placer, después de amarrarla boca arriba a unas estacas clavadas en el suelo de la habitación.

Sobó el cuerpo joven durante largo rato y con satisfacción notó cuando la pequeña raja había comenzado a derramar su miel. Los jóvenes pechos de Xochitl apenas sí abultaban, pero sus pezones eran prominentes y oscuros, y una suave pelusa oscurecía la colina entre sus piernas. Estaba lista. Otras, antes que ella, aún más jóvenes, habían tenido el honor de ser estrenadas por su señor. Estaba llegando la hora, y Nanatzin comprendió que debía aprovechar el tiempo.

Separó las piernas de Xochitl y su lengua se abrió paso por la carnosa y fresca hendidura. La niña se tensó. Apenas habían transcurrido doce xihuitl, o años solares desde su nacimiento, y aún no había visto su sangre ni una sola vez, pero desde antes de venir a taltipac, a este mundo, ya estaba prometida. Para su marido ella sería uno más de los muchos obsequios con que sus súbditos le hacían más placentera la vida y con los que trataban de granjearse su favor. Para ella, en cambio, aquel sería el hecho más señalado de su corta existencia.

Con suaves palabras y caricias, Nanantzin fue consiguiendo que el miedo diera paso al deseo. Su oído experto distinguió el cambio en la respiración, a medida que el manantial entre las piernas se volvía más abundante, y sonrió taimada. Abrió con suavidad los labios y vio la delicada membrana que cerraba la puerta. De seguro su señor comprobaría aquella señal de que la niña no había sido estrenada y se mostraría más que complacido.

Luego fijó su atención en el pequeño trozo de carne, más arriba, hinchado y palpitante como una flor roja. Bajó hasta él y su lengua lo atormentó con deleite. Pero cuando la respiración dio paso al jadeo, lo soltó. Xochitl la miró con tristeza, completamente frustrada, pero así debía ser. "El ocelote debe tener hambre para querer cazar", sentenció la mujer, vaciando una jícara de agua fresca sobre la carne febril. La niña se estremeció y su piel se erizó como la hoja de un cactus. Nanantzin rió, traviesa, y al hacerlo mostró los dientes que le faltaban. Apenas contaba treinta y cinco xihuitl, pero había tenido muchos hijos, y con cada uno había perdido un diente.

Las mujeres se marchitan pronto, decía el padre de Xochitl, observando la figura encinta de su tercera esposa, que contaba veinte xihuitl y ya le había dado tres hijos. La madre de Xochitl había muerto al dar a luz a su quinto hijo, siete xihuitl atrás. Había sido la segunda esposa. Y la primera había tenido el mismo destino. El padre de Xochitl, un importante pochteca, es decir, mercader, confiaba en que su tercera esposa fuera más fuerte y le diera muchos hijos. Los hijos son un bien precioso, como todos saben, y entre más se tengan, mejor. Por eso se alimentaba convenientemente: carne de venado con abundante tomatl, codornices, huevos de tortuga, gusanos de maguey y, en los días en que era permitido, la blanca sustancia del pulque, vigorizante y embriagador, para así poder engendrar muchos hijos en el cuerpo de su joven mujer.

Xochitl cerró los ojos. No quería tener hijos. No quería que su barriga y sus pechos crecieran, como frutas monstruosas, ni que se hincharan sus piernas hasta que las venas saltaran como los zarcillos de la vainilla, verdes y retorcidas debajo de su piel morena. Así había pasado con su madre, y ella no quería morir. No quería sentir encima la respiración jadeante de un hombre, como tenía su madrastra que soportar, cada noche, cuando su padre la montaba.

Se alegraba de que la hubieran llevado lejos, aunque fuera para entregarla a aquel señor remoto a quien su padre quería agradar. Se alegraba, además, de haber dejado atrás los trabajos de aquella casa donde su madre había muerto, a pesar de la incertidumbre que se había rodeado desde entonces su destino, y de la tiranía de Nanatzin y las demás mujeres, que la urgían a aprender a cocinar, a tejer, a trenzar juncos, hebras y plumas, a hablar aquella lengua que no era la suya —Xochitl hablaba zapoteco— y que se le antojaba áspera y burda como un nopal. Una lengua de guerreros sanguinarios y ambiciosos que estaban expandiendo su poderío hasta los confines de la tierra. Una lengua extraña y violenta con la que debía obedecer a su señor. Aquel señor lejano e incomprensible, como los dioses, que un día la llamaría a su cámara y le haría aquellas cosas terribles que su padre había hecho a su madre, y luego a su madrastra, y que al parecer hacían todos los hombres a las mujeres.

Nanatzin rió, con su boca desdentada, y dijo algo incomprensible. "Te va a gustar". Xochitl negó con la cabeza y la miró horrorizada. ¿Cómo podía gustarle a una mujer que la llenaran de aquel líquido blanco y viscoso como el pulque y que, como éste, enloquecía a los hombres? Por verterlo entre las piernas de las mujeres estaban dispuestos a hacer las mayores locuras. Al menos, eso decía su madrastra. "Ella tiene razón", concedió Nanatzin. Y al decirlo, volvió a lamerle la raja. Xochitl se revolvió, furiosa. "No me atormentes", gimió.

Pero Nanatzin no se aplacó. Las demás mujeres, que observaban todo, rieron. Volvió a su labor y la niña se resignó a lo inevitable. Pero cuando estaba a punto de sumergirse en el placer más intenso de su vida, la mujer se detuvo de nuevo. Gruesas lágrimas brotaron de los ojos negros de Xochitl, fijos en el techo. "Jamás te quedes así", la aconsejó Nanatzin, con una dulzura desconocida. "Recíbelo con entusiasmo, aunque te disguste, muévete, complácelo, pero jamás te quedes quieta. Es lo que más detesta: que las mujeres se queden ausentes…"

"¿Y qué debo hacer?", preguntó. La miró con lástima. Estaba muerta de miedo y no era más que una niña. Tal y como era ella la primera vez que el Huey Tlatoani Axayacatl entró en su carne. Desde entonces muchos xihuitl habían pasado, y el hijo de Axayacatl era el actual Huey Tlatoani. "Muéstrate deseosa de satisfacerlo, de darle placer…", musitó, en tono de confidencia.

"¿Y qué más?", preguntó Xóchitl, expectante. "Diferénciate", sugirió Nanatzin. Al ver su mirada de desconcierto, añadió: "Tiene miles de mujeres… cada noche monta a una distinta. Tiene tantas que casi nunca repite. Por eso, ésta es quizá tu única oportunidad de llamar su atención… de conseguir que te reclame de nuevo… debes darle todo el placer que puedas…". "¿Qué me reclame de nuevo? No. No quiero que me reclame nunca más", pensó. Pero en ese momento Nanatzin aceleró sus lengüetazos y el cuerpo de Xochitl tembló, sacudido por un espasmo interminable. Cerró los ojos y se hundió, gimiendo, en el placer más increíble de su vida.

Cuando rato después se recobró, Nanatzin reía con su boca sin dientes y las mujeres le hacían coro. "Ahora ya sabes lo que puede sentir una mujer", le dijo. Y Xochitl se estremeció. "¿Eso es lo que sienten los hombres?". Ella asintió. "¿Y las mujeres?". "No siempre. A veces tenemos que ayudarnos un poco…". "¿En qué forma?", preguntó Xochitl, y Nanatzin entonces la soltó y le enseñó a masturbarse. "Pero ten cuidado", le advirtió. "No te metas nada en tu agujero, o te moleré a golpes". Xochitl la miró, temerosa. La creía muy capaz de cumplir su amenaza.

"Ahora te enseñaré lo que puedes hacer por detrás…", le dijo, y con ayuda de las mujeres la tendió boca abajo y la amarró de nuevo. Xochitl se tensó, miedosa, cuando el ama tocó sus nalgas, pero Nanatzin la fue calmando con caricias y palabras dulces. Vertió aceite en su agujero de atrás y lo fue agrandando lentamente, a fin de que cupiera un dedo, luego otro, y otro más. Luego, introdujo en el culo de la niña mazorcas convenientemente aceitadas, desde las más pequeñas, hasta la más grande que pudo soportar, que tenía una pulgada de diámetro.

Xochitl lloraba a gritos, pero Nanatzin fue implacable. Después de castigarla con varios azotes en la espalda, le soltó las manos y le ordenó acariciarse como le había enseñado. Llorosa, la niña obedeció. Poco a poco se fue relajando. Mezclado con el dolor, el placer era extraño, pero como comprobó con sorpresa, más intenso. Se dejó llevar por la cadencia con que Nanatzin la atormentaba, y poco después alcanzaba el segundo orgasmo de su vida.

La mujer estalló en una sonora carcajada. "Eres tan caliente como el chile", dijo, entre burlas, y las mujeres se hicieron eco de sus carcajadas. "Pero está bien. Al gran señor le gustará". Y diciendo esto, la soltó. Xochitl ocultó su cuerpo, hecho un ovillo. Aquel destino la asustaba y estremecía.

En un rincón, observándolo todo, un par de ojos la miraban atentamente. Era una niña de su misma edad y se llamaba Citlali. Había sido robada en una escaramuza contra padre, el gran Xicotencatl de Tlaxcala. Los guerreros de Moctezuma también habían capturado en batalla a su muy querido hermano Xolotl y lo habían sacrificado al dios de los aztecas. ¿Cómo podía darle placer al hombre responsable por la muerte de su hermano y de tantos otros guerreros? ¿Cómo su padre no venía por ella? Pensó con tristeza que su padre la había abandonado en poder de aquellos verdugos.

Citlali bajó la vista y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos. Nanatzin la había sometido al mismo aprendizaje que a Xochitl, pero de poco había valido. Lo único que deseaba era morir. Lo había intentado varias veces, pero en el último minuto siempre alguien conseguía evitarlo. "Está escrito en mi destino", pensó. Pero ese pensamiento tampoco lograba insuflar en su espíritu un adarme de resignación.

Al fin, las mujeres las dejaron solas. El gran día se avecinaba y debían descansar. Envuelta cada una en un simple ayate, y tendidas en sus respectivos petates de palma, las dos niñas intentaron conciliar el sueño. Pero era inútil. A Citlali las pesadillas no le permitían el descanso. Despertaba en mitad de la noche, bañada en sudor y sollozando, cada vez que la asaltaba la visión de su hermano con el pecho abierto por el cuchillo negro del sacrificio.

Tampoco Xochitl pudo conciliar el sueño. Maravillada ante el descubrimiento que le había proporcionado Nanatzin, se acariciaba maquinalmente, sin atreverse a culminar. Aquel estado de permanente excitación la mantuvo en vilo durante muchas horas, hasta que cerca del amanecer las dos consiguieron hundirse, por fin, en un sueño profundo.

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