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La Doma (1: El director y la alumna)

en Sadomaso

La Doma (1) El director y la alumna.

...sería un proceso largo y arduo, pero seguramente placentero. Así su carita llena de lágrimas y contemplé su boca sensual, sus ojos azules, con el pánico reflejado en ellos, y más abajo sus senos pesados, con los pezones erectos... Sonreí...

 

Cathy: El verano se anunciaba en el aire y en el olor a mar. Sentía calor, a pesar de la minifalda minúscula y del top blanco de algodón que dejaban al aire mi ombligo. Caminaba por el campus de la universidad y no me hacía ilusión el verano. Mis calificaciones habían sido más que deficientes, e incluso estaba segura de que iba a reprobar dos de las asignaturas más importantes. Qué fastidio. No me hacía gracia tener que pasar las vacaciones estudiando. Sin mencionar lo que dirían mis padres. ¡Mis padres! Bastante lejos vivían ellos de mis preocupaciones cotidianas. Él, metido en sus negocios, y ella en sus actividades sociales. No vivían en aquella ciudad. Menos mal. Eso lo había tomado en cuenta al escoger la carrera. Quería vivir lejos de ellos y de su mundo superficial. Me habían dicho que se iban de viaje y que los alcanzara cuando acabaran los exámenes. Sí que iba a joderles las vacaciones reprobando dos asignaturas...

Pensé que mi vida era un desastre. Para colmo, mi último novio me había dejado. El muy imbécil sólo pensaba en tener sexo, y yo no quería. No es que fuera una puritana. Había accedido a mamarlo un par de veces, pero me asustaba la penetración, de modo que nunca le permití llegar más lejos. Tenía diecisiete años y era virgen por decisión propia. Cómo se burlarían mis amigas si lo supieran. Ellas alardeaban de sus conquistas, de las veces que lo hacían y del tamaño de sus orgasmos. ¿Cómo confesarles que mis únicos orgasmos me los había proporcionado yo misma? No era que no me gustara el sexo. Quizás únicamente lo que sucedía era que nunca había estado verdaderamente enamorada de ningún tipo. Al menos, no como para acostarme con él.

Me sentí tonta. De pronto caí en la depresión y me dieron unas enormes ganas de llorar. Como una autómata caminé hasta el tablero. Busqué mi nombre y encontré lo que temía. Si no lograba una buena calificación en los exámenes finales, sería el desastre. Moví la cabeza de un lado a otro maquinalmente. Mi cabellera rubia, hasta la cintura, se movió conmigo. Tenía que hace algo. Pero, ¿qué cosa? Tal vez con un tutor, y estudiando día y noche, lograra aprobar en el período extraordinario. ¿A quién podría acudir?

De pronto recordé al profesor Shen. Era un hombre delgado, y alto para ser oriental (japonés o chino, nunca lo supe). Impartía aquellas dos asignaturas que me habían dado tantos dolores de cabeza. Iría a hablar con él y le propondría que fuera mi tutor. Estaba segura de que por una buena suma, accedería. De algo me iba a servir la generosa mesada que me mandaban mis padres.

Más animada, me dirigí a su oficina. Los edificios estaban casi vacíos a aquella hora. Subí por las escaleras sin ver a nadie. Mis sandalias blancas casi no hacían ruido sobre el piso. Llegué ante su puerta, toqué discretamente y esperé. La voz inconfundible me gritó que pasara. Así lo hice y lo encontré tras el escritorio, con el traje ordinario de siempre y las gafas claras sobre el puente de la nariz. ¿Cuántos años tendría? Imposible saberlo, igual treinta o cincuenta.

Me ofreció asiento con indiferencia. Me senté en el borde de la silla, totalmente apabullada, y comencé a balbucear mi petición. El profesor me oyó sin responder. "Me mandará al diablo", pensé. Pero cuando le dije que le pagaría bien, me preguntó, sin levantar la vista del papel en que escribía: "¿Cuánto?". Dije una suma alta, pero él se limitó a negar con la cabeza. Ofrecí más. Se negó de nuevo, sin siquiera mirarme.

Su indiferencia me enfureció. Actué sin pensar y exploté: "¿Qué es lo que quiere entonces?". Me dirigió una mirada glacial. "Eres una chica malcriada, acostumbrada a hacer tu voluntad. No sabes obedecer. Así no llegarás a ningún lado... pero hay una forma de que apruebes...".

Esto último lo dijo con una lentitud deliberada. La idea se abrió paso con dificultad en mi cerebro. ¡Sucio, asqueroso canalla! Lo miré con horror, pero él no pareció darse por enterado. Bajó la cabeza y siguió escribiendo. Sin mirarme, dijo: "Tienes que aprender obediencia. Podría ser tu tutor y enseñarte lo que necesitas para aprobar, pero no estás dispuesta...". El tono de su voz era indiferente y frío.

¿Me había engañado? Me sentí mal por haber sospechado en él una intención lasciva. La distancia que demostraba me hizo dudar. "¿Qué me costaría?", pregunté, titubeante. "No quiero dinero", respondió. "Lo que tienes no me sirve y no lo quiero". "¿Nada?", pregunté incrédula. "¿Me enseñarías por nada?". "No", me aclaró. "Dije que no quiero dinero. Quiero otra cosa". Comprendí. Había estado en lo cierto. Me enfurecí. Pero antes de que yo añadiera algo, dijo: "Quiero tu disposición completa y toda tu obediencia".

Me quedó claro. Me puse de pie e hice ademán de irme. "Es una lástima", oí que decía, a mis espaldas, cuando fui hacia la puerta. "Vas a reprobar todas las materias". ¿Todas? Yo sólo tenía dos clases con él. Me volví a mirarlo sorprendida. "Sí", me aclaró: "Cuando los otros maestros sepan que copiaste en mi examen final, te reprobarán sin duda. Y recuerda que además de tu maestro soy el director de la escuela". Sucio chantajista. Me enfurecí, pero la rabia dio paso pronto al miedo. Con esa falta en mi expediente no sólo me expulsarían de la Universidad, sino que no me dejarían ingresar a ninguna otra. Eso iba a devastar a mis padres, sin contar con los efectos que tendría en el futuro.

El pánico se dibujó en mi cara y él lo notó. Una sonrisa cruel surgió en su boca. Me midió durante un rato, con los ojos fijos en los míos. "¿Qué estarías dispuesta a hacer para aprobar todo con sobresaliente?". Mi asombro creció. "Sí, puedo hacer que apruebes con honores. Eso te gustaría, ¿verdad?... pero todo tiene un precio". No se había movido de su escritorio para decir aquello. Su voz era suave y sedante, y yo estaba hipnotizada, como la presa ante la serpiente.

"¿Qué quiere?", pregunté con un estremecimiento de temor. "Que me des tu obediencia. Aprenderás lo que necesitas saber... no te costará un centavo. Tus padres no se enterarán de nada. Nadie tiene que saberlo... pero tu obediencia debe ser total. ¿Aceptas el reto?". Dudaba. Sabía que me estaba metiendo en un problema, pero, ¿qué podía hacer? Si no aceptaba, reprobaría y les causaría un buen disgusto a mis padres. ¿Qué podía querer aquel viejo? ¿Qué le diera una mamada? Pensé que no podía ser tan malo. No más que lo que había sido mamar a mi novio. ¿O quería otra cosa? No era la forma en que habría querido perder la virginidad, pero si no había más remedio... En un arranque, me escuché diciendo:

—Está bien. Acepto. ¿Qué debo hacer?

—Acompáñame —ordenó con voz de mando. Lo miré interrogante.

—Toma tu decisión ahora —rugió—. Si vas a obedecerme, lo harás desde el principio. Si no, ahí está la puerta.

Su voz autoritaria me ganó la moral. Asentí. Shen no perdió el tiempo. Me tomó del brazo y me condujo fuera de su oficina. Recorrimos el pasillo desierto y las escaleras. Poco después llegamos al estacionamiento subterráneo. Abrió una de las puertas traseras del auto y me hizo entrar. Me empujó y yo quedé tendida sobre el asiento. Hasta ese momento me encontraba en un estado de total sorpresa. No me imaginé que fuera hacerlo ahí, pero me preparé mentalmente, abrí las piernas y cerré los ojos.

Él me levantó la falda pero no me tocó. Sólo reaccioné cuando sentí un leve piquetazo en el muslo. Lo miré y vi que me estaba inyectando algo. Quise protestar, pero enseguida me invadió una sensación laxa. Me relajé por completo. Cuando quise incorporarme, los brazos y las piernas se me volvieron pesados, no me respondían. Comencé a sentir mucho miedo. Él me cubrió todo el cuerpo con una manta sin decirme nada. Escuché sus pasos sobre el pavimento, el ruido de la puerta del conductor al abrirse y cerrarse y el ronroneo del motor cuando giró la llave de encendido. Arrancó. El movimiento del auto al ponerse en marcha fue lo último que noté antes de caer a la inconsciencia total.

Shen: Cubrí a Cathy con la manta y me dirigí hacia el asiento del conductor. Abrí la puerta, entré y encendí el auto. Arranqué de inmediato y partí. Debía darme prisa. Me interné en un laberinto de calles. No estaba de más tener un poco de precaución por si nos seguían, pero pronto advertí que mis temores eran infundados. Finalmente, me dirigí a la propiedad. Era una mansión en lo alto de una colina, alejada varios kilómetros de la ciudad. La vista era magnífica, tenía playa, abajo, y un extenso terreno cubierto de prados y árboles. En un claro, aterrizó el helicóptero. Lu bajó y me ayudó a cargar a Cathy. La envolvimos en la manta y poco después partimos.

El viaje fue corto. El helicóptero enfiló hacia el mar. Varios kilómetros lejos de la costa había un islote pequeño, una roca abandonada en medio del océano, casi desnuda. Aterrizamos en la playa. Lu me ayudó a cargar a Cathy y entramos a las instalaciones, que en su mayoría eran subterráneas. Desde el cielo, la isla aparecía completamente abandonada. Nadie nos molestaría, porque formaba parte de una reserva silvestre. Muy pocos tenían idea de lo que había en ella, en realidad. Entramos por una puerta hábilmente disfrazada. Dispusimos todo. Lu y yo nos vestimos igual: pantalones y camisas chinos, negros, de suave algodón. Somos gemelos idénticos, y nos proponíamos compartir los placeres de la doma.

Colocamos a Cathy sobre una plataforma baja de madera en un rincón del cuarto. Tomamos sus signos vitales. Todo estaba en orden. Aún tardaría varias horas en despertar. Bajé sus braguitas de encaje y abrimos sus piernas: como imaginábamos, era virgen. Esto nos dio una gran alegría. La doma seguramente sería más fácil si ella era virgen. Trataría de conservar aquella "joya" y el miedo a ser desvirgada la volvería más dócil. Dejamos sus ropas en orden. Sólo le quité las sandalias, até sus muñecas y tobillos con grilletes y cadenas. En el cuello le coloqué un collar de perra, con una traílla, y sujeté esta a una argolla en la pared. La habitación era amplia, con piso de cemento. Las paredes estaban desnudas, sin ventanas, y había una sola puerta, de metal, muy sólida. Era un espacio subterráneo, frío y húmedo, sumamente hostil. Del techo colgaban cadenas, grilletes, barras y ganchos para efectuar colgamientos. Un caño grueso proporcionaba agua. En un rincón había un agujero que serviría de retrete. A un lado, en la pared, había un grifo. Contaba además con instalación eléctrica e iluminación suficiente. Luego de revisarlo todo, salimos.

Cuando despertó, a Cathy le costó volver a orientarse. El efecto del sedante aún duraba y estaba confusa. En la habitación había una mesa y dos sillas. Entré y puse los libros sobre la mesa. Al verme, y al descubrirse atada, se asustó.

—¿Dónde estoy? —preguntó. En sus bellos ojos azules se reflejaba el temor.

—Desde hoy vivirás aquí y yo seré tu amo —le aclaré —. Ven, debemos comenzar. Zafé la traílla y tiré de ella. La ayudé a incorporarse. Caminó y se sentó a la mesa, mirándome con temor. La sorprendieron las cadenas y los grilletes. Luego miró el cuarto, desconcertada, y después a mí. Quiso salir corriendo hacia la puerta, pero la detuve. Golpeó mi pecho con sus puños, pero apresé sus muñecas y la enfrenté. Me insultó y me gritó que la dejara libre.

—No. Tú y yo tenemos un compromiso, ¿recuerdas?, y no te irás hasta que no logremos lo que pactamos.

Como se revolviera con violencia, le di una bofetada que sonó peor de lo que fue. Cathy se echó a llorar. Comenzaba a darse cuenta en qué se había metido, y no le hacía maldita gracia. La doma sería un proceso largo y arduo, pero seguramente placentero. Así su carita llena de lágrimas y contemplé su boca sensual, sus ojos azules, con el pánico reflejado en ellos, y más abajo sus senos pesados, con los pezones erectos contra la tela del top, y la anticipación del placer me provocó una erección inmediata. Sonreí.

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