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Menudo lío (6: Ménage à trois)

en Trios

Ménage à trois (Menudo lío 6)

Le dio una nalgada que quedó marcada en rojo sobre la piel blanca de su muslo, y a esa señal, ella abrió sus piernas y puso el culo en pompa, lista para recibirlo. Aquella actitud de disponibilidad, tan entregada, tan sumisa, tan… abyecta, me chocó. Pero comprendí que era lo que él deseaba. Y si quería que él me deseara tanto como a ella, debía proceder en igual forma…

La voz de Alfonso en el sueño era la misma que en la realidad y decía cosas semejantes. Me estremecí. Todo era tan vívido que me costaba admitir que fuera una ilusión. Sentía el grueso garrote penetrándome, como la víspera, escuchaba sus jadeos en mi oído y el olor inconfundible del semen… en ese momento desperté y de inmediato el dolor me cayó de golpe. Estaba colocada boca abajo, con las piernas y los brazos bien abiertos y atados a los barrotes de la cama. Había una almohada bajo mi barriga, y mi culo en pompa recibía los primeros envites de Alfonso.

Me tensé. Aquello dolía lo suyo, además, ya estaba bueno de usarme de aquel modo desconsiderado. Al sentir cómo mi esfínter apretaba su polla, dio un respingo y de inmediato sentí la nalgada. Dolió como una plancha caliente aplicada sobre la suave piel curva. Grité sin recato y tuve que relajarme y admitirlo porque de otro modo el dolor habría sido aún más intenso. "Eso es, putita: relájate. Si no lo haces puedo desgarrarte, y eso, te lo aseguro, no te va a gustar…"

Cerré los ojos, dolorida y humillada por sus palabras. Pero comprendí que la culpa era mía. Había sido yo quien se había prestado a todo aquello. De hecho, quien lo había buscado. Pero lo deseaba tanto… ¿Me había enamorado en verdad de Alfonso? No lo sé. Pero desde que había comenzado a trabajar para él, hacía unas semanas, no podía pensar en otra cosa. Moría porque me follara, porque fuera él quien me poseyera por primera vez. Mi coño virgen añoraba su polla, y él lo sabía. Por eso me había prestado a que me convirtiera en su esclava sexual.

No sé cuánto duró aquella tortura. Sentía su verga taladrándome el culo como un hierro ardiente, mientras se abría paso dentro de mi cuerpo. Me sentía invadida, violada, vulnerada, y mi impotencia era completa. Por fin emitió un gemido desgarrador y yo me sentí invadida por el líquido cálido. Aquello dolió pero me alivió saber que, al menos de momento, sus asaltos habían concluido. Hundí la cara contra las sábanas y ahogué con ellas mi llanto. Él se limitó a levantarse y sentí cómo su verga flácida abandonaba mi agujero.

Pensé que iba a dejarme descansar, pero me equivoqué. Aunque aún era muy temprano, a juzgar por la luz que se filtraba por la ventana, me desató y me ordenó levantarme. Lo acompañé a la ducha. Debí ocuparme de su aseo y el mío. Concluido el baño y ya secos los dos, me tendió boca abajo y me curó. Luego insertó un consolador pequeño y lo sujetó con un conjunto de correas. Me ordenó llevarlo día y noche, cuando no estuviera dándole placer con mi agujero. "Estás demasiado estrecha… ", dijo por toda aclaración. Yo bajé la vista y enrojecí.

Me puse las otras correas y con ese solo atuendo me dispuse a prepararle y servirle el desayuno. Pensé que me dejaría pasar hambre, pero por el contrario, me obligó a comer, si bien en el piso, como una perra. "Estás demasiado flaca", comentó, al tiempo que palmeaba mis nalgas. Aquello me humilló aún más. Me trataba como a un animal, una yegua o una perra, pero me cuidé de demostrar mi disgusto.

Concluido el desayuno y lavados los platos, me tendió un par de tacones de aguja y me ordenó calzármelos. Obedecí y luego me envolvió en una especie de capa. Lo dejé hacer, y así cubierta, abrió la puerta de la calle y me hizo salir. Yo titubeé. Me daba vergüenza que alguien pudiera verme, ya que debajo de la suave seda no llevaba nada, pero él me empujó y me hizo subir al auto. "Conduce", ordenó. Yo obedecí, aunque al hacerlo la capa se abrió y dejó a la vista de los transeúntes, escasos por fortuna, mis tetas morenas. Las tengo grandes y pesadas, con los negros pezones ciegos y en punta.

Me guió a través de un laberinto de callejas por una de las zonas más antiguas de la ciudad y por fin, en un callejón sin salida, me ordenó estacionarme. No había un alma en la vía, lo cual no era extraño: era sábado, muy de mañana, y ningún comercio había abierto. Descendí del auto y le abrí la puerta. Salió y cuando hube cerrado el vehículo, me abrió la capa y mi cuerpo desnudo quedó a la vista. Luego se acercó a la puerta de lo que parecía una pequeña tienda y llamó.

De inmediato una joven acudió a atendernos. Debía tener mi edad, poco más o menos, pero esa era toda la semejanza entre nosotras. Con aire desenvuelto vestía un brevísimo uniforme que dejaba a la vista su generoso escote y sus bien torneadas piernas enfundadas en medias oscuras. Se movía cómodamente con aires de pantera sobre unos tacones de aguja, tan altos como los que a duras penas me equilibraban a mí, y la tela del uniforme le quedaba tan justa que dibujaba cada curva de un cuerpo que no tenía gramo de grasa. "Menuda zorra", pensé, sobre todo cuando Alfonso le pasó la mano por el forro y me confió que, tal como sospechaba, la guarra no calzaba bragas.

Pero no tuve tiempo de regodearme en mis celos porque de inmediato Alfonso me despojó de la capa y quedé ante la dependienta como mi madre me echó al mundo, con excepción de los tacones, claro. "El equipo básico", sugirió Alfonso. Y la chica me fue probando corsés, ligueros y demás prendas del imaginario típico de la lujuria. Había para todos los gustos: encaje, seda, raso, cuero, látex… y al parecer, mi amo se decantaba por el rojo y el negro. Sobre todo por el primero, que según él hacía destacar espléndidamente mi piel morena.

La dependienta, que era rubia, sonrosada, y vestía de azul, le guiñó un ojo cómplice y mi amo sonrió. "Guarra, puta, furcia", la insulté mentalmente, hasta que caí en la cuenta que yo era otro tanto. Bajé la vista, avergonzada, y oculté mi turbación sujetándome las medias con el liguero. Si mi amo notó algo, no dijo nada. Se limitó a escoger las prendas, sin consultar mis gustos. "Lo cargas a mi cuenta, Montana, como siempre", dijo, y la aludida asintió, complacida. "¿Cómo siempre? ¿Con qué frecuencia compraba lencería? ¿Y para quién?", me pregunté. Pero me cuidé de decir nada.

Después, Montana nos condujo a otra sala donde me probé tacones de aguja. Pronto comprendí que mi amo escogía modelos que combinaban con la lencería que acababa de escoger. De la misma forma, escogió a su gusto, sin consultar el mío, y después fue conducida a otra sala, semejante a un quirófano. Me quitaron las correas de cuero y el consolador, me ordenaron descalzarme y tenderme en una mesa que ahí había, y después de inmovilizarme y anestesiarme, bajo la mirada atenta y complacida de mi amo, un par de figuras enfundadas en sendas batas blancas se ocuparon de despojarme de todo el vello superfluo. No sentí ningún dolor.

El procedimiento, según le informaron a él, era permanente. Jamás volvería a crecer el vello de mi pubis, ni el de mis axilas, piernas, brazos y demás áreas. Salvo mi cabellera rizada, mis pestañas y cejas, los demás folículos habían sido erradicados definitivamente. No me pesó, en realidad, pero de todos modos habría sido inútil mi arrepentimiento. Después de concluida la operación, me humectaron la piel con emolientes y me condujeron a otra sala, donde varias mujeres vestidas del mismo modo que Montana se ocuparon de mis manos y pies, así como de mi cabello. A cada paso pedían el parecer de mi amo, no el mío. Yo era ahí, para todos los efectos, una especie de mueble, una cosa o un animal cuya opinión no contaba en absoluto. Me dejé hacer, entre sorprendida e intrigada. No se me ocultaba que todo aquello tenía la finalidad de convertirme en una hermosa hembra, atractiva y disponible para mi amo, enteramente a su gusto. Y entre más deseable, mejor.

Jamás imaginé, sin embargo, que un establecimiento como aquel existiera. Todo en él estaba a disposición de mi amo. "No ha de ser el único amo", imaginé. No era lógico todo aquel gasto y trabajo sólo para un hombre y sus mujeres… ¿o sí? ¿Qué clase de hombre era Alfonso? ¿Cómo podía saberlo? Apenas lo conocía, admití, a pesar de todo lo que ya había vivido con él en tan poco tiempo. Sin embargo, no tuve oportunidad de continuar con aquellas reflexiones porque me condujeron a otra sala y Montana examinó cuidadosamente mis nalgas y mis tetas. Lo hizo con descaro, al tiempo que comentaba con mi amo que me faltaba peso para ser la real hembra en que debía convertirme. Esas fueron sus palabras.

"Nada que las hormonas no puedan arreglar. Afortunadamente, también impedirán que salga preñada… y acrecentarán su deseo. Eso la hará más fácil de manejar…", dijo con aire experto. Menos mal que cuando iba a protestar me calló la sensación dolorosa del piquete en el muslo. Ya estaba hecho y preferí no decir nada. Permanecí con la vista baja, esperando órdenes. "Quiero exhibirla…", afirmó mi amo. "Aunque aún no está lista". "Pero va en camino de ser una hembra de bandera", aseguró Montana. Y él asintió. A mí aquello me dio una extraña complacencia.

Alfonso me colocó nuevamente el collar de perra y lo enganchó a una cadena. Tiró de ella y lo seguí. Traspasamos una puerta metálica y de algún modo comprendí que aquel era un punto de no retorno. Tras la puerta, Montana desabrochó con un solo movimiento los remaches de su uniforme azul y quedó apenas cubierta por un corsé de látex negro, amén de las medias y los tacones de aguja. Me colocó el torso encima de una mesa, boca abajo. Mi cuerpo describía un ángulo recto, con el culo en el vértice. Me abrió las piernas y exploró sin recato el agujero entre mis nalgas.

"Está muy estrecha… ", afirmó, y Alfonso asintió. Escogió varios consoladores y se los presentó a mi amo, quien escogió varios, de grosores crecientes. Hecho esto, Montana me insertó el más delgado y lo sujetó en su lugar con varias correas. Me hicieron caminar con el consolador dentro, y a pesar de la dificultad, obedecí. Me indicaron cómo debía moverme, al tiempo que pasaba ante un espejo que cubría una de las paredes de un pasillo.

De algún modo, me supe observada, pero por extraño que parezca, en lugar de sentirme cohibida, aquello me envalentonó. Alcé las tetas y proyecté las nalgas y las pantorrillas. De esta guisa desfilé contoneándome como toda una puta orgullosa de serlo. Al terminar, me premiaron con palmaditas amistosas y me condujeron a una habitación donde había un lecho cubierto por sábanas de satén negro. La iluminación indirecta partía de varias lámparas de cristal barroco y rebotaba contra las paredes tapizadas de brocado rojo, lo que le daba al ambiente un aire gótico y decadente.

"Bien", asintió Montana. "Ahora vamos a ver qué tal reacciona…", y diciendo esto, me empujó hacia la cama y comenzó a besarme. Tomada por sorpresa, al principio no supe cómo reaccionar, pero pronto me encontré correspondiendo a su beso. Comprendí enseguida que yo era muy inexperta y que ella sabía todo lo que hay que saber, de modo que me dejé guiar sin titubeos y pronto me encontré genuinamente excitada por aquella potranca en celo que se tendió sobre mí y me dominó sin problemas.

El espectáculo debió de encender a Alfonso, quien pronto se acercó, ya desnudo y con la lanza en ristre, pero Montana tenía otros planes, como comprendí enseguida. Bajó y me abrió las piernas. Su lengua experta se abrió paso por entre mis labios lampiños y yo me estremecí cuando la sensación húmeda tocó el agujero aún cerrado de mi coño. Por uno de los espejos pude ver cómo su culo quedaba en pompa mientras ella me daba una mamada de lujo. Alfonso aprovechó y aproximó su boca ávida a la raja expuesta. Vi cómo usaba su lengua para embestirla y empalarla, y sentí el gemido que ella reprimió al ser penetrada de aquel modo.

Montana siguió estimulándome, al tiempo que Alfonso saboreó sin pausa su coño y su culo. Por fin aquella tortura deliciosa concluyó, o nos habríamos corrido los tres sin esperanza. Entonces Montana se tendió boca arriba y me hizo tomar su lugar. Usé mi lengua para darle el mismo placer que ella me había dado, mientras mi amo me despojaba del consolador y su lengua ocupaba aquel sitio.

Estuvimos así un rato, dándonos y recibiendo placer, hasta que fue evidente que no podíamos más. Alfonso se sentó entonces en un sillón sin brazos y me ordenó ayudar a Montana a empalarse el coño con su verga. La puse con las caderas encima de sus muslos, tomé el grueso garrote y coloqué la punta contra la entrada húmeda. Empujé las caderas de la rubia hasta que toda la polla entró en aquella cueva jugosa. Los jadeos y gemidos de ambos, y los grititos lastimeros de ella, parecidos a los de una gata cuando la están follando, tuvieron la virtud de ponerme muy cachonda, pero no pude aliviarme, porque Montana me asió por los cabellos y me obligó a darle una mamada.

Sentí una curiosa mezcla de excitación y celos. Alfonso la cepilló a fondo, y yo sentí cada envite en mi boca, mientras lamía su botón y rogaba que no tardaran en correrse de una maldita vez. Pero no tuve tanta suerte. Estuvieron destrozándose mutuamente durante largo rato antes de que Montana comenzara a temblar como una posesa y yo sintiera en mi boca los estertores inconfundibles de su orgasmo. Admiré el aguante de Alfonso, que no se corrió a pesar de los supremos espasmos de la rubia. Cuando ésta por fin terminó de gritar y gemir, la solté y la ayudé a liberarse de la verga que la llenaba por completo.

La miré sorprendida: Montana estaba al borde de las lágrimas. Jamás había visto a una mujer tan emocionada. Besó a Alfonso en la boca y le dio las gracias. Pero él se limitó a voltearla. Ella cayó de rodillas sobre la alfombra roja que cubría casi todo el piso de mármol negro. Le dio una nalgada que quedó marcada en rojo sobre la piel blanca de su muslo, y a esa señal, ella abrió sus piernas y puso el culo en pompa, lista para recibirlo. Aquella actitud de disponibilidad, tan entregada, tan sumisa, tan… abyecta, me chocó. Pero comprendí que era lo que él deseaba. Y si quería que él me deseara tanto como a ella, debía proceder en igual forma…

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