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El alumno (2: Préñame)

en Sexo con maduras

Préñame: El Alumno (2)

—Muévete —dijo, y yo lo hice muy despacio, recorriéndolo en toda su, nunca mejor dicho, envergadura. Avancé y retrocedí con una lentitud enervante. Aquello debía ser insoportable para él, pero no me obligó a acelerar. Eso fue lo más perturbador para mí: que me cedió completamente el control de las acometidas. En puridad, no podía acusarlo de haberme sodomizado. Era yo la que utilizaba su polla para calentarme, la que me la metía con verdadera ansia, aunque su respiración me dijera a las claras que lo estaba disfrutando al máximo...

"Préñame", pedí. Él me miró de modo raro. Su verga, goteante, aún estaba medio erguida. Me apoderé de ella y la lamí, como una perra, hasta dejarla limpia. "Te debo algo", musitó antes de irse. Y sus labios rozaron los míos. Apenas fue un instante, un toque más leve que el ala de una mariposa... El recuerdo de ese beso sutil y del escozor en mi coño y en mi culo me persiguieron durante todo el día. No supe más de mí.

Anduve todo el día como una autómata. No podía quitarme de la cabeza aquella imagen suya, en el espejo, con su hermoso cuerpo semidesnudo sodomizándome a fondo, a galope tendido, mientras yo gemía a la vez de placer y de dolor. ¿Había sido cierto o apenas un fantasma de mi imaginación calenturienta? ¿Era fruto de su evidente atractivo o un espejismo del verano, que ya se anunciaba con su calidez y sensualidad propias?

Realicé todas mis labores como en trance, y al fin de la jornada, metí la llave en la cerradura del auto y giré, pero antes de que pudiera abrir, una mano tapó mi boca y otra asió con fuerza mi talle. "Como grites, te atizo...", murmuró a mi oído. Me quedé congelada, me ordenó abrir las puertas de la izquierda. Obedecí temblando. Abordamos el auto al mismo tiempo. Miré por el espejo retrovisor y vi a un hombre alto, con la cabeza cubierta por un pasamontañas negro. Me apuntaba con un revólver y comprendí que no tenía escape.

—Conduce —dijo. Giré la llave, el motor rugió y me dirigí a la salida. No había un alma. La proximidad del verano hacía que la mayor parte de la gente buscara las playas. Todo estaba desierto.

—¿Hacia dónde? —pregunté, con un hilo de voz. Él se había reclinado en el asiento trasero para no ser visto y continuaba apuntándome con el arma. Me ordenó dirigirme a las afueras, hacia una zona boscosa. Me maldije por haberme quedado hasta aquella hora. Si no hubiera comenzado a leer las páginas escritas por aquel alumno que me había dejado tan cachonda, no se me habría hecho tan tarde... la ciudad estaba en silencio, el tráfico era casi inexistente, y para colmo, era una noche sin luna.

Conduje deprisa, tal vez por los mismos nervios. ¿Qué pretendía de mí? Si era dinero, me habría quitado la cartera y habría huido. ¿Era aquello un secuestro? No, concluí. Habría conducido él... y quizá me habría abordado de otra manera.

Salimos de la ciudad.. Me obligó a dejar la autopista e internarme en un camino secundario. Si por la vía principal el tráfico era escaso, el camino alterno estaba completamente solo. Subí reptando por las faldas de una colina arbolada, de aguda pendiente. Después de largo rato me hizo doblar en un recodo y luego de un trecho me ordenó detenerme.

—Como te muevas, disparo —me amenazó. Yo me quedé quieta. Él descendió y me obligó a moverme hacia el otro asiento. Una vez que ocupó el lugar del conductor, sacó una venda negra y me tapó los ojos. Luego, me amarró las muñecas con una cuerda, me puso el cinturón y arrancó. Pude haber intentado escapar antes, pero sabía que era inútil. No habría llegado muy lejos en medio de aquella desolación.

Condujo durante lo que se me antojó una eternidad y al fin se detuvo. Me ayudó a bajar y me llevó hasta lo que parecía una cabaña de troncos. No veía nada, no sólo por la venda sino porque estábamos, al parecer, en medio de un bosque muy tupido. La noche era fría, a pesar de la época del año. Me condujo dentro y me hizo sentarme en una silla. Avivó el fuego de la chimenea, pero era inútil. Yo estaba helada. El breve top y la minifalda eran para climas mucho más cálidos.

Me alcanzó un vaso y me ordenó beber. El líquido me quemó la garganta, pero me ayudó a entrar en calor. Aguardaba expectante y me preguntaba cuál sería su siguiente movimiento. Cuando advirtió que me lo había tomado todo, se acercó a mí. Escuché cómo bajaba el cierre de la cremallera y sentí la sensación cálida de su capullo contra mi boca. Ya no me quedaron dudas acerca de lo que deseaba pero, ¿qué podía hacer? Estábamos muy lejos de la ciudad y no había un alma en kilómetros. Decidí que lo primero era sobrevivir y lo único que podía hacer en esa situación era cooperar, de modo que abrí la boca y comencé a mamarlo.

Él se quitó la camisa y me fue guiando para que le diera más placer, hasta que la sentí empalmarse bajo las caricias de mi lengua. Se separó y fue a sentarse a una silla próxima. Se quitó las botas, los vaqueros y la ropa restante, hasta quedar desnudo. Lo escuchaba y aunque no podía verlo, algo notaba por debajo de la venda. Me desamarró las manos y me quitó la blusa. Mis senos turgentes se erizaron cuando los tocó. Su boca se apoderó de uno de los pezones y comenzó a atormentarlo con su lengua.

A pesar de la situación, se irguió de inmediato. "Eres una cerda", me dije. Con todo y el miedo, me parecía increíble que se me estuviera humedeciendo la entrepierna. Me hizo volverme y bajó el cierre de la falda. Quedé apenas cubierta con el liguero, las medias y los zapatos.

—¿Quieres que me los quite? —pregunté. Pero él respondió que no. Para entonces ya no tenía ninguna duda de lo que me aguardaba. Me cargó en sus brazos y aterricé con suavidad en un lecho limpio y mullido. Me ató las manos a una cuerda y ésta a los barrotes de la cama. Después, me abrió de piernas. Pensé que iba a montarme sin más preámbulos pero en cambio su boca bajó hasta una de mis tetas y se apoderó de ella. Hasta ahí sus modales habían sido bastante bruscos, pero a partir de ese momento fue de una sensualidad casi dulce. Atormentó la suave punta hasta erizarme la piel.

—No los traes anillados —observó.

—¿Te gustaría? —pregunté, como una idiota.

—Sí... me dan mucho morbo las tetas anilladas —repuso. Y siguió con el otro seno, chupándolo y mamándolo con ternura. A mí aquello me puso a mil. Vaya pedazo de imbécil que estaba hecha: secuestrada por aquel desconocido que me había llevado al quinto infierno y yo abierta de piernas y más caliente que una puta en verano, sin ver la hora en que por fin me la metiera hasta el fondo. En realidad, no podía quejarme. El tipo me acarició con una dulzura y una sensualidad intensas, hasta ponerme a punto de caramelo. Por fin bajó con su sabia boca a mi entrepierna y dio con en botón anhelante. Su lengua abrió los labios húmedos, carnosos, y lamió toda la extensión de la hendidura.

La impotencia y vulnerabilidad en que estaba me pusieron mucho más sensible. Por debajo de la venda lograba distinguir su cabeza moviéndose entre mis piernas, sus manos aferrando mis caderas y más allá, el cuerpo desnudo. Resultó bastante atractivo, sin calvicie ni llantas en la cintura, al menos hasta donde la penumbra y la venda me permitían distinguir. No podía ver su cara, pero se había quitado el pasamontañas. Por fin, no pude contenerme y gemí:

—Dámela... —pedí. "¿Qué quieres?", repuso. Aunque era evidente lo que yo deseaba, él deseaba que se lo dijera con todas las sílabas.

—Métemela hasta el fondo... fóllame —pedí. Qué guarra soy. Pero, ¿qué remedio? Estaba verdaderamente a mil... y él también, porque no se lo hizo repetir para empalarme. Bajo la venda vi cómo su grueso garrote se enterraba en mi raja y de un solo envite se hundió hasta la empuñadura. Pero en lugar de comenzar a bombear, se quedó quieto, sintiéndome, sopesando la presión de las paredes de mi coño que envolvían su espada como una vaina protectora. Qué dulce tacto el de su capullo enhiesto, abriéndome, horadándome, tensándose por completo en mi interior. Apoyó su cabeza en mi hombro y se quedó así unos instantes. No podía abrazarlo, pero mi boca buscó su cuello y lo besé.

Aquella caricia fue un detonador para su lujuria. Sus labios buscaron los míos y yo me entregué del todo. Comenzó a cabalgarme con lentitud, al ritmo con que me besaba, pero al poco tiempo aceleró. Mis jadeos y gemidos debían oírse a muchos kilómetros de distancia. Pero antes de que se lanzara a galope, le pedí algo.

—Sodomízame... —dije. Se creyó que no había escuchado bien. Me hizo repetirlo, e incluso preguntó:

—¿Te gusta que te den por culo? —para su sorpresa respondí que sí, que me encantaba el sexo anal. Por todo comentario, me desató de la cama, aunque dejando siempre atadas mis muñecas por una cuerda de unos cinco palmos, y me puso en cuatro patas. Me lubricó primero con su saliva. Aquel beso negro tuvo para mí más morbo que todo. Qué delicia sentir su lengua entrando y saliendo de mi cuerpo. Mmm... me comencé a masturbar, mientras me empalaba con ella y cuando por fin apoyó su garrote para metérmelo, estaba lista para tragármelo entero.

—Empálate con él... —pidió, y se quedó quieto. Yo retrocedí muy despacio y cumplí la orden. Abrí mi esfínter y lo envolví hasta abarcarlo completo. Aquella carne firme entró y me llenó hasta no dejar un resquicio.

—Muévete —dijo, y yo lo hice muy despacio, recorriéndolo en toda su, nunca mejor dicho, envergadura. Avancé y retrocedí con una lentitud enervante. Aquello debía ser insoportable para él, pero no me obligó a acelerar. Eso fue lo más perturbador para mí: que me cedió completamente el control de las acometidas. En puridad, no podía acusarlo de haberme sodomizado. Era yo la que utilizaba su polla para calentarme, la que me la metía con verdadera ansia, aunque su respiración me dijera a las claras que lo estaba disfrutando al máximo.

—Quiero que te corras... —dijo, y aquello fue para mí lo más desconcertante de todo. ¿Qué clase de violador era aquel?

—¿Sí? —pregunté en un hilo de voz— ...insúltame... —pedí. Y de seguro pensó que estaba loca.

—¿Qué quieres que te diga?

—Que soy tu guarra, tu puta...

—Eres una zorra... —obedeció. No le costó nada. Me estaba comportando como la más abyecta de las perras. Mira que dejarme follar, y pedir encima que me sodomizara... pero no me importó. Estaba disfrutando como nunca. Mi mano continuaba acariciando mi botón, al tiempo que me movía a lo largo de su polla. Por fin, él no pudo contenerse.

—Qué estrecha estás, puta... me corroooo... —gimió, y repletó mi agujero con su leche. Yo aceleré el ritmo de mi mano y me corrí antes de que perdiera del todo la erección y se saliera de mi culo. Aquello fue la gloria. Jamás había follado con tanto morbo. Me derrumbé sacudida por oleadas interminables de placer. No hice nada por reprimir mis gritos y gemidos. Al fin quedé exhausta, con él encima mío. Permanecimos inmóviles un rato. No me atrevía a decir nada, estremecida aún por aquel placer tan intenso. Fue él quien se incorporó y me ayudó a levantarme. Quiso llevarme al baño para que me aseara, pero no quise.

—Quiero sentir tu leche en mi cuerpo... llevármela de recuerdo —dije, de modo raro.

—No nos vamos aún... —musitó— ...pienso follarte durante largo rato... y sé que vas a disfrutarlo mucho, putita... —anticipó. Al hacerlo, volvió a elevarme a las alturas. Continuaba con los ojos vendados y las manos atadas, lo cual contribuía a aumentar mi excitación. Sus fuertes brazos me alzaron y me depositaron en la cama. Se tendió a mi lado y sin decir palabra, descansé. No sentía temor. Sólo una insoportable ansia de saber qué iba a hacerme mi inesperado violador.

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