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La bibliotecaria (2)

en Fantasías Eróticas

LA BIBLIOTECARIA 2ª. Parte

Ni qué decir tengo que esa noche la follé con más rabia que la víspera. No era sólo el morbo de la situación, sino la ira por su hipocresía. Tanto tiempo cultivando aquella imagen de mujer distante para terminar siendo no más que una sucia puta. No me conformé con obligarla a recibir mi leche en su coño, sino que la sodomicé de pie, contra el mismo árbol que la noche anterior. Lo hice con tanta furia que supongo que le rompí el culo, a juzgar por cómo se quejaba, la muy cerda.

Yo estaba fuera de mí. Le di varias nalgadas, y mi asalto fue tan violento que le rasgué el vestido. Sin embargo, ella me dejó hacer con una extraña docilidad; lo que, paradójicamente, acrecentaba mi rabia y me impulsaba a conducirme como un verdadero animal. La verdad, no tenía ningún derecho. Ella era libre de vivir su vida como le acomodara... ese razonamiento me lo hice miles de veces en el transcurso de aquellas horas. Pero extrañamente, a mí me sublevaba su doble vida, el engaño en que nos mantenía a todos, la cara de inocente que ponía tras el mostrador.

Se lo dije mientras la sodomizaba: "Tanta historia y no eres más que una puta... una sucia perra viciosa...". Ella sólo cerró los ojos llenos de lágrimas, y se sometió a mis violencias con una sumisión completa. Cuando terminé, la abracé, agotado, y hundí mi cara en su nuca. Sudorosos, jadeantes, y con aquel olor a sexo que nos envolvía, nos quedamos inmóviles un rato hasta recobrar el aliento. Ya más dueño de mí, la obligué a mirarme cara a cara.

—No te entiendo... —confesé— ¿por qué lo haces? —al escuchar esto, bajó la vista y calló. Eso no hizo más que enfurecerme. La abofeteé y ella se desplomó. Quedó arrodillada sobre el pasto. Entonces la agarré por la cabellera y le metí la polla hasta la garganta. Ella no se resistió. Al contrario: la lamió mansamente, hasta dejarla limpia. Su actitud humilde me enfurecía aún más. Me dieron ganas de atizarla en serio y le crucé el rostro de otra bofetada.

—No me hagas daño... —suplicó. La miré sorprendido. ¡Como si el tratamiento que le había dado anteriormente hubiera sido una caricia! Sollozaba, arrodillada, y yo de pronto me sentí como lo que era: un verdadero canalla.

No lo pensé mucho. La arrastré hasta el auto y la conduje a su casa. Cuando llegamos, la terminé de desnudar y la metí a la ducha. Me dejó hacer. Luego, la envolví en su bata de felpa y yo me anudé una toalla a la cintura. Revisé su cuerpo y la curé. Después me ocupé de su cara: de la comisura le brotaba un hilillo de sangre. Le preparé una bolsa de hielo, que apliqué a su mejilla, y preparé un té bien cargado. Su turbación era evidente, y yo me sentía a la vez mosqueado y furioso, lo cual me ponía muy incómodo y de pésimas pulgas. Cuando la vi más tranquila, le espeté:

—Pero, vamos a ver, ¿por qué te prostituyes? ¿No te alcanza lo que ganas como bibliotecaria? —ella bajó la vista y negó con la cabeza. Me lo fue explicando con voz balbuciente:

"Antes de ser bibliotecaria, fui enfermera. No me iba mal. Ganaba más y tenía bastante tiempo libre, aunque el horario, ya se sabe, es espantoso... en esa época conocí al hombre que viste anoche. Era médico, estaba casado y durante un tiempo fue mi jefe en la clínica donde trabajábamos juntos. A pesar de sus constantes insinuaciones, me resistí a convertirme en su amante. No me atraía en lo más mínimo sostener una relación clandestina. Bueno, en realidad, una relación de cualquier tipo... Yo quería ser independiente, no atarme a nadie..."

Encogió los hombros, y a mí de pronto me dio pena. Se veía tremendamente vulnerable. Le ofrecí un cigarrillo, que aceptó, y la dejé hablar. Fumó despacio, con cuidado de no lastimarse. Debía dolerle lo suyo porque le había atizado con todas mis ganas. Bajó la vista y continuó: "Pero a pesar de todo, terminé cediendo... me convertí en su amante. En su puta exclusiva... Aquella situación me repugnaba. Me sentía sucia... me convertí precisamente en lo que me llamaste: una perra viciosa... ". Bajó la vista y yo no pude más que avergonzarme. No tenía derecho, me repetía. No tenía derecho a tratarla así...

"Fuimos amantes durante dos años... yo oscilaba entre la felicidad y la vergüenza. Llegué a quererlo sinceramente, aunque con él no gozaba lo más mínimo... pero al cabo, sucedió lo que más temía: su esposa se enteró de todo..."

—¿Y él? —la interrumpí— ¿qué hizo entonces?

"Nada. Ella no le dio tiempo. Cuando se enteró, llegó a la clínica dispuesta a matarme. Estaba fuera de sí, tenía un arma y disparó, con tan mala suerte que él se interpuso en ese momento para defenderme y resultó herido. Ni qué decir tiene que a su mujer la encerraron de por vida en un hospital psiquiátrico. Ya estaba desquiciada, pero aquello terminó de alterar su frágil equilibrio..."

—¿Y qué ocurrió con ustedes?

"Él salvó la vida, pero quedó reducido a una silla de ruedas. Su familia tiene medios, y además, su seguro de vida era lo suficientemente espléndido para permitirle vivir sin sobresaltos, pero se negó a que me atara a él... tampoco puede divorciarse de su mujer... lo único que me permite es visitarlo una vez a la semana... y cubre todos mis gastos. De algún modo, eso es una especie de penitencia que se ha impuesto por no poder hacerme su esposa..."

Bajó la vista, y yo no me atreví a mirarla. De pronto me sentía víctima de una burla mortal.

—Y tú sigues follando con él... —observé. Ya no sentía rabia contra ella, sino contra mí mismo. La vi encogerse y sentí una súbita piedad.

—Pero, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no te defendiste? —balbuceé, perplejo. Me miró a los ojos y tardó en responder.

—¿Para qué? Eso es lo que soy: una puta...

—¿Lo quieres? —pregunté, a lo tonto. Se encogió de hombros.

—No lo sé... si lo que me preguntas es si siento placer, te diré que no. Nunca lo he sentido con él...

—¿Nunca? —pregunté, incrédulo— ¿Quieres decir que con otros...?

—Nunca me he acostado con nadie más... hasta ahora... —me miró por encima de la taza, después de decirlo, mientras daba un sorbo. Tardé unos segundos en comprender el sentido total de sus palabras.

—¿Quieres decir que yo...?

—Eres el único hombre con el que he tenido un orgasmo... —me aclaró. Y yo la miré, anonadado... ¿cómo era posible...?

—Él fue el primero... como te dije, jamás quise atarme a nadie... no deseaba una relación. Durante el bachillerato, y luego en los cursos de enfermería, rehuí todo contacto con los chicos... sencillamente, no me interesaba ligar con nadie...

—Pero tendrías, no sé, necesidades, apetitos...

—Fui precoz: aprendí a masturbarme desde niña... pero involucrarme con un tipo, me repelía....

—¿No te habrán gustado las mujeres? —dije, con intención obviamente aviesa. Pensé que iba a ofenderse. Como si no la hubiera insultado bastante... pero, no. Negó con la cabeza, sin darse por aludida. Bebió el resto del té con parsimonia, como si no tuviese ninguna prisa. Y así era, en efecto. La observé desde mi altura. La mejilla comenzaba a amoratársele. Dentro de unas horas tendría una coloración inequívoca. Bajé la vista, avergonzado.

¿Y ahora qué? Había descubierto su secreto, la había sodomizado, violado, insultado, golpeado... tenía razones de sobra para enviarme mil veces a paseo. Y pensé que eso era precisamente lo que iba a hacer. Pero, no. La bibliotecaria no había terminado de desconcertarme. No, aún...

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