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La Bibliotecaria (4)

en Sexo Anal

LA BIBLIOTECARIA 4ª Parte

...No podía evitar que invadiera su más íntimo reducto con mi lengua. Bajé luego y penetré en su culo. Se tensó visiblemente, pero la obligué a recibir mis lengüetazos y al mirarla, vi lágrimas en sus ojos. Me conmovió, no lo niego, pero también sabía que a ella era eso lo que la ponía cachonda: la humillación, la idea de ser sometida, vejada, obligada a realizar aquellos actos inconfesables...

Decidí darle caña durante un rato, pero sin correrme. De algún modo, ambos queríamos que aquello durara. Teníamos tiempo, de modo que podíamos alargar la cosa indefinidamente, y entre tanto, gozarnos uno al otro a fondo, tal como me gusta. La abrí de piernas. El coño goteaba sus jugos sin ningún recato y mojaba la sábana. Levanté sus pantorrillas y las apoyé contra mis hombros. Ella me dejó hacer, obediente. Me miraba a los ojos, al tiempo que yo dirigía mi polla hacia su abertura húmeda y dispuesta.

—Te voy a empalar, zorra... —dije, y ella cerró los ojos. La verga entró limpiamente hasta el fondo, y cuando la punta tocó el cuello de su matriz, ella gritó. Estaba a mi merced, y a mí la idea de estarla violando me elevó aún más el morbo. Lo mismo debía pasarle a ella, a juzgar por el manantial de miel que le brotaba de la entrepierna.

—¡Qué húmeda estás, guarra! ¿Te gusta que te dé a fondo, no?... eres una puta... me encanta cuando te monto por el culo... ¿verdad que a ti también te gusta? ¿No, cerda? —mientras yo musitaba aquellas lindezas a su oído, la sentí moverse. Poco a poco su actitud se hizo menos pasiva. Ya no era una hembra abierta, dispuesta pero poco cooperadora, a que la montara, sino que se estaba empalando con mi garrote. Una perra en celo, deseosa de guerra. La follé durante largo rato, como un poseso. Me costó contener mis deseos de derramarme en su interior, pero valió la pena. Era evidente que ella necesitaba una mano para correrse. Pero tampoco deseaba darle ese placer. No tan pronto. Al cabo, la dejé y la desaté. Me miró interrogante.

—Descuida, hay tiempo —dije, y me acomodé junto a ella. A pesar de la excitación, la verdad es que estaba muy cansado. Había sido un largo día, y ni qué decir de la noche. Cerré los ojos y no tardé en quedarme dormido. Supongo que lo mismo le sucedió a ella, porque desperté cuando ya había salido el sol y sentí su cuerpo tibio arrebujado contra el mío.

Fue una de las sensaciones más gratas de mi vida. Aquella sensación tierna, dulce, de su cuerpo apenas envuelto por las sábanas me trajo a la certeza de que lo ocurrido la víspera no había sido un sueño. Aspiré su perfume y hundí mi cara entre sus senos. Mi barba incipiente debió de molestarle, porque se revolvió en sueños, y se quedó quieta de nuevo, hasta que me apoderé de uno de sus pezones y comencé a chuparlo con deleite. Observé cómo entornaba las pestañas y su mirada glauca finalmente se fijó en la mía. Sonrió. Y fue como si amaneciera en ese instante.

No quería despertar. Me imagino que no se sentía bien. Examiné su mejilla, con temor, y me avergoncé al notar una sombra violácea. Aquello debía de doler. Le pregunté si quería que le aplicara hielo, pero negó con la cabeza. Comencé a pensar que deseaba que me fuera. Se lo pregunté.

—Tengo que ir a trabajar... —dijo. Pero al observarse en el espejo, notó que era imposible. La hinchazón era demasiado obvia. Llamó a la biblioteca y pretextó que estaba enferma.

—¿Quieres que te lleve a un médico? —pregunté, pero ella se negó. ¿Qué íbamos a decirle: qué le había atizado como un bestia? Al notar mi turbación, sonrió y repuso:

—Déjalo. Así podemos pasar todo el día en la cama... —aquella perspectiva me alegró, la verdad. Me abracé a ella y hundí mi cara en su cabellera negra. Olía divinamente.

Por fin nos levantamos y nos metimos a la ducha. Disfruto intensamente cuando tengo la oportunidad de compartir esos momentos con una mujer. Y aquella no fue la excepción. Ya la víspera había pasado unos instantes con ella bajo la suave cortina líquida, pero aquella mañana nos demoramos, enjabonándonos uno a otro y acariciándonos con especial dulzura. Tanto, que ella no resistió la tentación de arrodillarse y comenzó a mamarme la verga, completamente flácida en ese momento. Poco a poco, empezó a despertar y a erguirse bajo la hábil caricia de sus labios. La visión de aquella mujer deliciosa, con su boquita abierta y la cabellera mojada derramada sobre su espalda, me puso a mil.

La alcé hasta mis labios y la besé hondo, con verdadera hambre. Ella me correspondió, y terminé penetrándola de pie, frente a frente. Pero ninguno quería concluir de aquella manera, y menos tan pronto. Nos estuvimos dando placer durante un rato, hasta que nos acercamos al punto de no retorno, y la solté. Con pesar, salimos de la ducha y aprovechamos el momento de secarnos para continuar con nuestros juegos. Yo no podía dejar quietas mis manos sobre aquel cuerpo.

La ayudé a secarse y me demoré en su cabellera. La tenía abundante, espesa y bruna. Una mata de pelo saludable y lacia, que olía maravillosamente. No sólo a su jabón, sino a su perfume y a aquel olor a mujer sana, sensual, joven... una delicia. Sus piernas largas, sus caderas rotundas, el breve puente de su cintura, y los senos prominentes, temblorosos, de pezones suaves, eran una maravilla. Me demoré acariciándola con la toalla, perfumando su piel, masajeándola con el humectante.

Me enrollé la toalla a las caderas y ella se puso la bata de felpa. La acompañé a la cocina y comenzamos a preparar el desayuno. Aquella familiaridad me encantó. Jamás había vivido nada semejante. Hice el café y tosté el pan, en lo que ella cocinaba, y al final, nos sentamos a la mesa. Estaba muerto de hambre, de modo que devoré el desayuno con verdadero apetito. Supongo que lo mismo le ocurría a ella. Cuando terminamos, fregamos los platos, lavamos mi ropa en la lavadora y nos fuimos al dormitorio. Entre nosotros la conversación se había hecho muy relajada. Me contó algunas cosas de su vida, y yo hice otro tanto.

Estábamos acostados en la cama, pero no en plan sexual, aunque era evidente que nuestros cuerpos jóvenes pedían acción. Me gustaba contemplarla a mi sabor, mientras hablaba. Tenía una sensualidad innata, que le brotaba por todos los poros, de modo natural. Había nacido para gozar y ser gozada. Se lo dije y sonrió, pero bajó la vista.

—¿Qué pasa? ¿Te he ofendido?

—No, no... es que... a esta luz, y lejos de lo ocurrido anteriormente... —la miré interrogante y la invité a continuar.

—Eres tan distinto... la primera vez, en el bosque... tenía miedo...

"Claro, preciosa, te estaba violando, ¿recuerdas?", pensé. Pero no lo dije. No soy así, en realidad, expliqué. No ando por ahí, violando desconocidas... o medio conocidas, como era su caso.

—Lo lamento... —dije, y fui sincero. Lamentaba haberle hecho daño. Observé su mejilla y noté de nuevo aquella coloración violácea, como una sombra.

—¿Duele? ¿Quieres que te ponga hielo? —pregunté solícito, pero ella negó con la cabeza.

—¿Prefieres dormir? —volvió a negar. La observé, atento, y toda mi actitud era una pregunta muda. Fue ella la que se acercó y desató la bata. Me brindó una vista completa de su cuerpo desnudo. Lo había recorrido antes con mis manos, aplicándole el suave humectante, y ansiaba recorrerlo de nuevo. La miré a los ojos y descubrí aquel brillo inequívoco que gritaba "te deseo". Fue ella quien me arrancó la toalla y quien tomó por asalto mi verga.

Bajó su boca hacia mí y sus labios se abrieron para alojarla completa. Era una experta. Pronto terminó de crecer gracias a las sabias caricias de su lengua y se concentró en el tallo. Bajó aún más y les dio una mamada de lujo a mis huevos, tanto que al rato debí retirarla ante el inminente chorro que pugnaba por brotar de mi interior. La abrí entonces de piernas y le di un tratamiento semejante al que me había dado. Pero de improviso, me interrumpió.

—Átame y véndame los ojos... —pidió. Yo la miré interrogante.

—Sólo puedo alcanzar el orgasmo cuando...

— ...cuando te fuerzan —completé—. Mírame, Cristina, y responde: ¿alguna vez has alcanzado el orgasmo con él? —bajó los ojos, pero la obligué a mirarme.

—Sólo cuando me ordena que me corra... pero casi nunca lo hace. Dice que es mejor que me quede caliente, que así complazco mejor a los hombres... —bajó la vista de nuevo y la obligué a mirarme.

—¿Te prostituye? —ella asintió.

—¿Y a ti te gusta eso...? —me miró confusa—. Sí, te gusta... —concluí. Ante su silencio, volví a preguntar:

—¿Quieres que te trate como a una puta? —dije, y para mi sorpresa, ella asintió. Y yo empecé a comprender.

—No quieres que sea tu amante... ¿qué quieres entonces? —la forcé a mirarme y encarar aquella pregunta.

—Quiero que seas mi amo... o mi cliente, si mi amo lo permite... —dijo. Y a mí ya no me cupo duda. Estaba conflictuada entre su lealtad a aquel tipo y lo que comenzaba a sentir por mí. Y mi comportamiento, claro está, no la había ayudado a decidirse por mí. ¿Qué esperaba, después de haberla poseído como un obseso?

Me hice entonces a mí mismo la pregunta que me atormentaba: ¿La quieres? ¿Estás dispuesto a convertirla en tu puta o tu esclava? Porque era obvio que otra relación para ella no sería satisfactoria. No conocía otra forma de relacionarse, al menos, no a ese nivel.

Y me respondí que sí. Que la deseaba como un loco. Que ansiaba montarla una y otra vez hasta que la leche le saliera por las orejas. Ella me observaba, tensa. Se relajó sólo cuando me escuchó decir:

—Quiero ser tu amo... si esa es la única forma de follar contigo regularmente...

—Soy cara... —me advirtió.

—Lo sé, —admití— de otro modo, no valdrías la pena —entonces mi expresión se endureció y pregunté, con intención aviesa:

—¿Y cuánto cobras? —al oír aquello, me miró con súbita tristeza. Pensé que iba a protestar, pero asumió su papel y dijo una cifra. Era una tarifa muy alta, aún para una puta de lujo, pero yo ya sabía de lo que era capaz y estaba dispuesto a pagarla generosamente. Fui hasta donde había dejado la cartera, conté los billetes y los dejé sobre la mesa. "Te pago por adelantado por todo lo que pienso hacerte hoy", pensé decir. Pero cuando vi su expresión apesadumbrada, callé. Era capaz de insultarla, pero herirla de aquel modo era demasiada bajeza.

"Eres un bruto", me dije, pero ya estaba lanzado. Aquella mujer me traía loco. Deseaba follarla como un poseso y no veía la hora de hincársela hasta el fondo del coño... y del culo, claro. Era evidente que también a ella le gustaba por esa vía. Me acerqué. Mi rostro se había endurecido.

—Voy a tratarte como la puta que eres... —dije. Tomé sus muñecas y las até adelante. La hice colocarlas por encima de su cabeza y sujeté el extremo de la cuerda al respaldo de la cama.

—Como te corras sin mi autorización, te atizo —le advertí. Me miró en silencio y le di una palmada en el muslo. Entendió de inmediato y se apresuró a decir:

—Sí... amo... —musitó, humillada. Me incliné y hundí mi lengua en su coño. Pero no había nada de erótico en aquella invasión. Me guiaban de nuevo la frustración y la ira más que el morbo. La calenté durante un rato, y bebí con avidez los jugos que empezaban a manar de su coño. La verdad es que era deliciosa. Siempre me gustó el sabor del líquido que brota de la vagina de una mujer durante la excitación, y aquella vez ocurrió lo mismo.

No podía evitar que invadiera su más íntimo reducto con mi lengua. Bajé luego y penetré en su culo. Se tensó visiblemente, pero la obligué a recibir mis lengüetazos y al mirarla, vi lágrimas en sus ojos. Me conmovió, no lo niego, pero también sabía que a ella era eso lo que la ponía cachonda: la humillación, la idea de ser sometida, vejada, obligada a realizar aquellos actos inconfesables.

Cuando consideré que la había calentado suficiente, la desaté y la obligué a colocarse boca abajo sobre la cama. Puse unos almohadones para levantarle las caderas y le ordené abrir sus nalgas. Obedeció sin chistar. Vertí un poco de aceite en el agujero y metí uno de mis dedos. Ella me dejó hacer. Poco a poco fui agrandando el esfínter, hasta que cupieron tres dedos, y luego cuatro. Con los cuatro dentro, forcé aún más el oscuro pasaje y ella se tensó.

—Mastúrbate... —le dije, y ella comenzó a hacerlo, mientras yo dilataba lo más posible su culo para probar hasta dónde podía abrirse. Aquello debía de dolerle lo suyo, pero no se quejó. Por fin, puse el capullo contra la entrada y le ordené:

—Empálate —me quedé quieto mientras ella obedecía. Se movió con suavidad y firmeza, abriéndose ante aquella invasión dolorosa como si su culo fuera el cáliz de una flor. Su cuerpo me envolvió como un guante cálido y aterciopelado. Sentí la oleosa textura de aquel contacto estrecho, y a mi pesar, suspiré. Se quedó quieta un instante, como aguardando un movimiento de mi parte, pero permanecí tranquilo, disfrutando de aquella caricia intensa.

Al fin, le di una nalgada y eso bastó para que empezara a moverse hacia delante y atrás. Me masturbó con su culo, gozando con mis gemidos y jadeos. Yo me quedé inmóvil y dejé que fuese ella la que hiciera el trabajo. Pronto cedí a la tentación de insultarla, y ella aceleró el ritmo cuando comencé a darle palmadas en sus nalgas y muslos. Al final se lanzó a galope y yo cedí a la tentación de cabalgarla como a una potranca en celo. La detuve, sin embargo, de un brusco tirón a su cabellera.

—Detente, zorra... no quiero correrme aún... —dije, ya sin aliento, y ella obedeció. Salí de su culo y la obligué a volverse boca arriba. Introduje el garrote entre sus labios y la hice saborearlo. A pesar de notar el olor y el gusto de su culo, no demostró su asco y mamó con deleite.

—¡Qué guarra eres! —dije, sin poderme contener. E insistí en que se masturbara de nuevo. La miré hacerlo, mientras me mamaba la verga. Tenía una vista de su coño rojo y goteante, y moría de ganas de empalarla.

—No te corras —le recordé. Entonces la puse en cuatro patas y le ordené que me brindara una vista de su raja. Abrió sus nalgas con dos dedos y me permitió mirar la hendidura carnosa entre sus piernas. Me hundí en ella con más desesperación que deseo.

—Mastúrbate y córrete —dije. Su mano buscó el delicado sitio entre los labios y comenzó a tocarse. Hundí mi garrote hasta el fondo de su coño y comencé a bombear. Nos lanzamos a un galope desenfrenado. La cabalgué como jamás he follado a una perra. Ella gemía y jadeaba sin control. Por fin la sentí correrse. Con un grito desatado, se abandonó a las oleadas que la invadían, una tras otra, hasta que cayó, exhausta, con mi verga aún clavada en su coño.

Así su cabellera y la obligué a incorporarse. Me di una paja y me corrí en su cara. Ella cerró los ojos, abrió la boca y recibió mi leche, que goteó sobre sus tetas. La visión de aquella hermosa mujer cubierta de semen fue una de las cosas más excitantes que he visto.

—Quiero que seas mi puta... —dije, cuando al fin recuperé el aliento— ...ve y díselo a tu amo... —ella no dijo nada, pero supongo que estaba feliz. Tomó el teléfono y marcó un número. Habló apenas unos segundos y colgó.

—Debo ir a verlo... —dijo— ...enseguida. Ni siquiera se duchó. Me sorprendió la urgencia con que se arregló para acudir ante su amo. Sólo se limpió la cara y se peinó. Se puso un liguero de encaje blanco, lo mismo que las medias, los altos tacones y el uniforme de enfermera. Olía a semen y supe que su amo iba a darse cuenta de que había sido follada hacía apenas unos instantes. Llamó un taxi. Cuando éste acudió, se preparó para salir. Desde la puerta, me miró por última vez. Yo aún seguía desnudo, con la polla flácida y goteante.

—Espera aquí... no importa cuánto tarde... —dijo, y salió. Yo obedecí. Comenzaba la tortura de la tensa espera.

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