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La Bibliotecaria (5: Carta de la sumisa Cristina)

en Amor filial

La Bibliotecaria (5): Carta de la sumisa Cristina a su futuro amo, David.

Cuando mi respiración se aceleró y los jugos comenzaron a escapar, ella se incorporó y se hizo a un lado. Emilio ya tenía empalmada la verga por completo y colocó la punta contra la entrada de mi coño para desflorarme. Empujó firme y lentamente. Bajé los párpados y me encogí, asustada y tensa, pero una bofetada de Jaime hizo que abriera los ojos. Sabía que al amo le gustaba mirar a los ojos a quienes estaba follando, a menos que colocara al elegido o elegida en cuatro patas, pero yo no quería darle aquel placer...

Escribo esto por orden de mi amo Jaime. Él quiere que anote todo. Mi entrega, dice, debe ser total. No debo tener voluntad ni deseos propios. Él debe ser el único dueño de mi cuerpo. Mis agujeros son suyos. Están destinados única y exclusivamente a darle placer a él y a quien él me indique. Soy una puta, una zorra viciosa, una perra. Soy la hembra más guarra, la más pervertida, la más abyecta, la que con mayor deleite goza de que la vejen, de que la humillen, de que la azoten… no tengo otra finalidad que someterme cada vez que él desea follarme, sodomizarme o masturbarse en mi boca hasta dejarme repleta de su leche. Ese es el alimento que más me deleita, el que con mayor ansia debo buscar.

Comenzaré contando, tal como él me ha ordenado, la forma en que me desfloró. Esa primavera cumplí doce años, y aún no había visto mi sangre. Trabajaba en el campo, como la mayoría de los hombres y mujeres al servicio de Emilio, su padre. Él era un hombre muy poderoso. Un terrateniente a la antigua usanza. Todos los que trabajábamos bajo su mando teníamos que obedecerlo ciegamente. Vivíamos bien, comparados con los trabajadores de otros pagos, y en general, el trato era excelente. Emilio, sin embargo, se distinguía por una cosa: le gustaban todas las mujeres, y en sus tierras no había una que se le resistiera.

Había enviudado hacía años, cuando Jaime era muy pequeño, pero contaban las viejas que aun en vida de su mujer perseguía a cuanta falda se le cruzara en su camino. Y cuando enviudó, el rijio pareció incrementársele, de modo que las mujeres ya sabíamos lo que nos esperaba tarde o temprano. Los hacendados de los fundos circundantes no eran distintos, y trataban peor a su gente, de modo que pensábamos que no teníamos opción.

Mi madre era una mujer humilde, poco instruida, que jamás soñó rebelarse con aquel estado de cosas. Así había vivido su abuela y antes, las mujeres todas de su estirpe. Era obvio que lo lógico era que así viviera también yo. Pero en mi caso, anhelaba otras cosas. Desde niña quise irme de ahí, ver lugares diferentes y forjar para mí una vida distinta. Sabía que tras los límites de la hacienda estaba el mundo y de algún modo, ese universo desconocido me estaba esperando.

Pero no me hacía ilusiones. Sabía que Emilio no me dejaría ir de buena gana, y mucho menos sin haberme gozado. Ni soñar con escapar. Las autoridades estaban en total connivencia con los terratenientes, sobre todo con Emilio, que periódicamente les proporcionaba jóvenes para solazarse con ellas. De modo que no habría ido a ninguna parte si hubiese intentado la huida.

A principios del verano volvió Jaime. Contaba diez años más que yo y ya era médico. Iba a convertirse en el mejor cirujano plástico del país, y tenía las mismas aficiones que su padre. Estaba prometido en matrimonio con la hija de un hacendado vecino, y desde que se anunció el compromiso, tanto el padre de la muchacha, que era tan caliente como Emilio, así como éste y Jaime se turnaban para montarla.

La chica se llamaba Inés, y era un poco mayor que yo. La boda se celebraría cuando la novia fuera núbil. Pero entre tanto, los tres se la repartían en orgías de las que nos enterábamos cuando oíamos sus desesperados gritos. Nadie podía ayudarla. Intervenir nos habría acarreado un castigo terrible. Tal vez incluso la muerte. Y eso tampoco habría impedido que los tres hombres la siguieran follando a la primera oportunidad.

Todas las mujeres conocíamos, tarde o temprano, las vergas de los amos. Desde niñas. Una de las diversiones de Emilio desde que pude hacerlo era hacer que le mamara la polla y se la pusiera dura antes de montar a mi madre. Aunque aquello la humillaba indeciblemente, sabía que era mejor prestarse a tal acción y así evitar que el amo me tomara antes de tiempo. En cuanto a mí, creo que nunca fui inocente. Desde muy pronto comprendí por qué los gallos persiguen a las gallinas, y contemplé con fascinación a los toros, potros y burros cuando cubren a sus hembras. Eso era lo natural. No cabía esperar otra cosa entre los humanos.

A pesar de la brutalidad salvaje de la cópula, aquellas visiones me excitaban indeciblemente. Aprendí a masturbarme sin que nadie me lo enseñara, viendo aquello, y cada vez que podía, me escapaba para contemplarlo. Igual me pasaba cuando los mozos perseguían y tomaban a las mozas. Pero se cuidaban de llegar a mayores con las que aún no había estrenado el amo. Sabían que eso podía acarrearles un castigo serio. En cuanto a las demás, no perdían ocasión de meterles mano, y otras cosas, por supuesto donde se presentara la oportunidad.

Mi madre, que observaba cómo el sexo me atraía inexorablemente, decía que era increíble cómo aún era virgen y sin embargo era más guarra que las chicas mayores. Siempre supo, y me lo dijo, que estaba destinada a convertirme en una puta. Y así fue. Pero entonces yo era un animalito silvestre. A mi modo, aprendí a defenderme. No me separaba de la honda, con la que tenía una puntería implacable. El trabajo duro, la alimentación generosa y la vida al aire libre me convirtieron en una jovencita sana y fuerte, más alta de lo que cabía esperar a mis años, y bastante avispada también.

Emilio controlaba estrictamente la fertilidad de las hembras. Así nos llamaba. No éramos mujeres ni personas, sino hembras. Estábamos apenas un peldaño por encima de las yeguas y las perras de su jauría de caza. Pero como éstas, estábamos a su cuidado. Él decidía quién se apareaba con quién cuando quería crías. A veces organizaba, con otros hacendados, una especie de ferias, donde cruzaban a los mejores ejemplares.

Obligaban a follar en público a los hombres y mujeres más hermosos y fuertes. "Para sacar raza", afirmaba. Y si la moza no quedaba preñada en esa ocasión, la prestaba para que fuera montada durante un mes o por el tiempo necesario, por el mozo en cuestión. Él mismo y Jaime preñaron a muy pocas. No les interesaban los hijos, que podían, tarde o temprano, convertirse en un problema, sino el placer por el placer mismo. Y por supuesto, el dominio, la sumisión, el gozo que provenía de sujetar la voluntad de otros al goce propio.

Lejos de los campos, en medio de un bosque escarpado, vivía una mujer a la que el amo Emilio visitaba al menos una vez al mes. Ella nunca bajaba a los sembradíos, y menos a la casa. Se rumoraba que era la madre de Jaime, pero en realidad, nadie sabía quién era ni de dónde había venido. Su nombre era Dea, pero ninguno osaba pronunciarlo.

Me aficioné a ir hasta su casa y descubrí que, aunque extraña, era una mujer bastante atractiva y accesible. Dea era la única en aquellos lugares que sabía leer y escribir, y a cambio de favores sencillos, como acarrearle el agua y la leña, me enseñó. Pero no se limitó a darme esos conocimientos, sino que me hizo comprender muchas cosas. El deseo, por ejemplo.

Fue ella quien me enseñó la naturaleza de aquella fiebre desmandada en mi interior, quien supo despertar la sensualidad de mi cuerpo con una sabiduría ajena por completo a mis años, y quien me enseñó también a despertar lo mismo en otro cuerpo. En muchas ocasiones, después de mi lección de lectura y escritura, Dea me permitía entregarme con ella a aquellas caricias en las que describíamos el número sesenta y nueve y nuestras lenguas nos llevaban al éxtasis.

Fue ella también quien me explicó qué sucedería cuando Emilio me montase, qué sentiría y cómo debería prepararme para recibirlo. Pero, además, me enseñó cómo utilizar mi cuerpo y el deseo que despertaba éste para conseguir algo que ninguna otra mujer tenía en el valle: poder. Eso, por supuesto, no habría podido enseñármelo mi madre, que era una mujer dócil y entregada por completo a su amo.

O más bien, a sus amos, porque desde que tuvo edad, Jaime la montó a ella y a muchas otras de las mujeres. Y estaba demostrando que era aun más aficionado al sexo que su padre. Pero mientras Emilio azotaba a las mujeres sólo cuando era necesario, Jaime parecía disfrutar haciéndolo cada vez que se le ocurría. En varias ocasiones Emilio tuvo que intervenir cuando se sobrepasaba.

Pero su peculiaridad tampoco se limitaba a las mujeres. Tal vez aquella vena desmedida le venía a Jaime desde la infancia, o tal vez fue el carácter que tuvo su propia iniciación. Esa noche, después de la cena y delante de todos, Emilio ordenó a mi madre que lo mamara, puesta en cuatro patas, como una perra, al tiempo que yo mamaba a su hijo. Cuando Jaime tuvo la verga completamente empalmada, obligó al muchacho a empalar mi madre.

Mientras Jaime la poseía y llegaba a un sonoro orgasmo, terminé de chupársela a Emilio. El jovencito acababa de desplomarse exánime sobre la grupa de mi madre, cuando el amo se acercó por detrás y se la clavó hasta el fondo del culo. Fue inútil que gritara y se revolviera. Emilio no paró hasta derramarse en el interior de su hijo, y supongo que Jaime jamás le perdonó esa humillación.

Emilio era aficionado no sólo a las mujeres, sino también a los jóvenes. Eso tampoco era ningún secreto ni se recató jamás para saciar sus deseos. Cuando le gustaba un chico, lo tomaba ahí mismo donde se le antojara, sin importar que los demás miráramos. Así era él y de ese modo había crecido Jaime. De modo que era lógico que pensara que el resto de los mortales estábamos ahí, a su disposición, cuando a él se le antojara poseernos.

Claro está, el mundo exterior era distinto. Por eso, tan pronto le era posible, Jaime volvía y aprovechaba para saciar la sed rezagada en los cuerpos a su servicio. Otra diferencia entre Emilio y Jaime era que al primero no le importaba si llegábamos al orgasmo o no. De hecho, prefería que nos corriéramos, ya que así follábamos con más ganas. O al menos, eso creía él. Jaime nos prohibía ese desahogo, sobre todo a las mujeres, con quienes era mucho más brutal, a lo mejor porque sabía que no podíamos defendernos.

Y sin embargo, a pesar de aquel régimen salvaje y abusivo, la verdad es que nos moríamos por follar con ellos, porque tanto su padre como Jaime nos escogieran para sodomizarnos y poseernos como les diera en gana. Desde niños, y aunque parezca absurdo, deseábamos que llegara el momento en que íbamos a ser desvirgados, puestos a disposición de los caprichos de los amos. Vivíamos para ese instante en que por fin se nos reconociera el derecho a ser objeto de deseo.

Para mí por fin llegó esa noche. Aunque no era preciso, ya que había sido educada en la más estricta obediencia, me ataron sobre una mesa con las piernas dobladas y bien abiertas. Mi sexo virgen quedó expuesto y Emilio examinó la abertura de mi coño para asegurarse de mi virginidad. Luego, acercó su polla a mi boca y yo la mamé como estaba enseñada, mientras mi madre abría mi raja y me acariciaba con su lengua.

Cuando mi respiración se aceleró y los jugos comenzaron a escapar, ella se incorporó y se hizo a un lado. Emilio ya tenía empalmada la verga por completo y colocó la punta contra la entrada de mi coño para desflorarme. Empujó firme y lentamente. Bajé los párpados y me encogí, asustada y tensa, pero una bofetada de Jaime hizo que abriera los ojos. Sabía que al amo le gustaba mirar a los ojos a quienes estaba follando, a menos que colocara al elegido o elegida en cuatro patas, pero yo no quería darle aquel placer.

Guardo clavada en mi memoria los ojos de ese amo, que también era mi padre, que me desvirgó. Jamás voy a olvidar su mirada lasciva y la expresión agónica de su cara cuando finalmente entró en mi coño. El dolor fue intenso y tuve que contener con fuerza mis ganas de gritar. No quería ser débil en aquel momento supremo. Dea me había aconsejado bien. A diferencia de las otras mozas, que sollozaban, gemían y se retorcían como lagartijas bajo los envites violentos de los hombres, yo me quedé inmóvil, sin ayudarlo en la tarea de desflorarme.

—Ya no eres virgen —dijo Emilio, con malévola intención, y comenzó a moverse dentro de mí, a invadirme, perforarme, empalarme con la verga enhiesta que yo conocía bien por haberla mamado desde niña. Yo callé, obstinada, y permanecí quieta. Mi expresión era dura, pero ausente. Mi cuerpo estaba ahí, sufriendo aquel ultraje, pero mi mente voló hasta la cabaña de Dea y recordé el placer que me había dado tantas veces. Eso me fue calentando.

—Tócate —me ordenó el amo. Mis dedos buscaron mis pezones y los acaricié con suavidad, recordando los besos con que Dea había despertado mi sensualidad. Clavé mis ojos en los suyos mientras lo hacía, pero mi rostro era una máscara inexpresiva. Cuando tuve los pezones ciegos completamente erectos, mis manos bajaron hasta mi entrepierna y buscaron el pequeño botón. Comencé a acariciarme, con los ojos fijos en él. Creyó que lo veía, pero mi atención estaba puesta en Dea. Imaginé que era ella la que me penetraba, tal vez con alguna de las zanahorias o pepinos con que me había ido preparando el culo; pero esa vez la sensación desgarradora era en mi coño.

Mi excitación creció poco a poco. Sonreí e insensiblemente comencé a moverme, participando de mi propia violación. Emilio notó el cambio y comentó: "Eres más guarra de lo que yo pensaba". Pero yo estaba más allá de sus insultos y de todo lo que pudiera hacerme. Ni él ni Jaime lo sabían, pero yo había perdido el miedo. Y al hacerlo, me había convertido en un peligro. Porque su dominio descansaba en el miedo.

Me moví con verdadero placer. No estaba fingiendo. Usé su verga para aumentar las sensaciones y terminé corriéndome en un sonoro orgasmo, del cual no le quedó duda a nadie. Los espasmos de mi coño precipitaron el placer de Emilio, quien se corrió en mi interior inconteniblemente. Cuando al fin se recobró, rió a carcajadas. "Ojalá te preñe pronto, putita… qué ganas de follarte con esa barriga bien grande… ". Sin embargo, era poco probable que lo hiciera. Y yo lo sabía. Un hijo con su hija podía traer bastantes problemas. Aún así, la idea de verme preñada me perturbó.

Quien no estaba contento en absoluto era Jaime. Y yo lo sabía. Cuando su padre me dejó, se abalanzó encima de mí. El espectáculo de Emilio follándome se la había empalmado del todo, pero igual me hizo mamársela. Me asió por los cabellos y me la clavó con brusquedad hasta el fondo de la garganta. No alcanzaba a comprender por qué estaba tan furioso conmigo: si por celos de su padre o por el descaro con que había gozado de mi desfloración, habiendo sido tan traumática la suya. Y maldito si me importaba. Lo que en ese momento quería era serle de lo más antipática. En eso, y en muchas cosas, seguía el plan de Dea.

Jaime entró por primera vez en mi coño con tanta violencia que no pude reprimir un grito ahogado. Pero fue el único sonido que salió de mi garganta. Lo miré durante todo el rato, y los dos supimos que desde ese momento estábamos unidos por un sentimiento profundo y amargo, tan intenso que estaba más allá del odio o del amor. Me montó como un poseso y yo soporté sus acometidas con todo el coraje de que era capaz. Su cólera aumentó cuando se dio cuenta de que, a pesar de haberme follado durante largo rato, y de tener la entrepierna cubierta de sangre, él no conseguía correrse.

Entonces tomó la fusta y la descargó sobre mi cuerpo hasta que su padre detuvo su brazo. Jaime aprisionó su propia polla, pero en lugar de clavármela de nuevo, se masturbó, con la vista fija en mi cuerpo castigado. Así se corrió, salpicándome toda con su leche.

Desde ese instante fuimos los enemigos más encarnizados que imaginarse pueda. Me convertí en su obsesión, lo sé. Y aunque no me gustara, también mi mundo comenzó a girar en torno a él. Aprendí que bastaba que yo diera indicios de desear algo, para que él de inmediato lo pusiera fuera de mi alcance. Sólo teníamos algún reposo cuando se iba a la ciudad, pero durante sus frecuentes estadías en la hacienda mi vida se convertía en un infierno cotidiano.

Cuando Jaime no estaba, Emilio hacía uso de sus derechos. Tal vez porque sabía que su hijo albergaba aquellos sentimientos tan conflictivos, me convertí en su favorita. Yo me entregaba a él sin pesar y sin culpa a diferencia de las demás mujeres, que a pesar de que era el amo habrían preferido a un hombre más joven y menos brutal. Yo aceptaba gustosa porque estaba segura de que en cuanto volviera Jaime habría de enterarse del número de veces que su padre me había montado, y eso lo haría enfurecerse, enardeciéndolo aún más.

En efecto: en cuanto arribaba, salía a buscarme y me tomaba en el lugar donde me estuviera. Yo lo dejaba hacer, invariablemente, pero no adoptaba nunca una actitud dócil, o sometida. Más bien, dejaba a las claras que su actuación me dejaba indiferente. Su furia se estrellaba, así, contra un muro de hielo. Y entre más apasionada era su cólera, más fría era mi actitud. Lo extraño es que él no parecía darse cuenta de que no me hacía mella su brutalidad.

Me convertí para él en una obsesión. Sólo azotándome, humillándome y vejándome podía correrse. El paroxismo de sus agresiones era lo único que le permitía la liberación del orgasmo. En cuanto a mí, me ocurrió algo semejante: con él no podía correrme. Lograba hacerlo después de que me había poseído, pero siempre recurriendo a la masturbación, y sólo si durante el proceso, me había ultrajado. Era la única manera en que los diques de mi propio placer podían abrirse y liberar aquella tensión.

El deseo de los amos no me preservó de las ansias de los otros mozos. Al contrario: me hizo más apetecible. Todos querían saber qué tenía yo que enloquecía así a aquel par de machos en celo que me buscaban insaciablemente. Aprendí mucho, en esa época, sobre los hombres y sus más inconfesables caprichos. Me convertí, poco a poco, en lo que estaba destinada a ser: una puta. En poco tiempo me habían poseído todos los hombres del valle, no sólo los mozos, porque mi fama se extendió entre los hacendados, y pronto Emilio comenzó a alquilarme por sumas cada vez más altas. Todos comentaban que yo era la más guarra de todas las mujeres que habían conocido, y se asombraba de que a mi corta edad supiera despertar el deseo de una manera tan intensa.

Yo me presté gustosa a esto y a otras vejaciones, procurando darle a cada cliente el máximo placer. Sabía que Jaime iba a enterarse y eso iba a enloquecerlo de celos, como efectivamente ocurrió. La noche de su regreso, cuando supo cómo todos los terratenientes habían pasado por mí, al igual que sus hijos y los machos de sus familias, tuvo una de las mayores rabietas de su vida. No sólo me violó delante de los que habitaban en sus tierras, que habían acudido a la fiesta de bienvenida organizada por su padre, sino que me ató a una de las columnas de la casa y me azotó sin misericordia hasta dejarme exánime. Vertió entonces una baldada de agua sobre mi cabeza y cuando volví en mí, me miró a los ojos y comprendió por fin lo que pasaba:

—Quieres morir —reconoció. Yo callé, pero igual lo supo.

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