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La bibliotecaria (3)

en Sexo Oral

LA BIBLIOTECARIA 3ª. Parte

...me comió la verga con una sabiduría desconocida para mí. Se demoró adrede para darme el máximo placer. Y cuando terminó con el tallo, ya tan enhiesto que no podía tensarse más, continuó con las bolas, lamiéndolas con verdadero deleite...

Fue hasta la nevera y sacó la bandeja de hielo. Pensé que iba a usarlo para aplicarse más en la mejilla, pero en cambio buscó dos vasos y puso un par de cubos en cada uno. Del congelador sacó la botella de vodka y eso hizo que la mirara con adoración. Encontrar por una vez una mujer que supiera dónde se guarda el vodka... eso no es de todos los días. Ella ni se fijó. Me tendió un vaso y tomó el otro. Bueno aquello. Se estaba poniendo cómoda en su propia casa.

Di un trago y dejé que el líquido helado me quemara la garganta. Para mi sorpresa, ella daba fin al suyo. Vaya con la bibliotecaria. De su imagen de ratoncito tímido no iba quedando nada. La miré con atención. Era increíble. La había abordado íntimamente (Dios, qué eufemismo más horrible) dos veces y sabía muy poco de ella. Por ejemplo, ¿de qué color tenía los ojos? Clavé mis pupilas en las suyas y ella no me las hurtó. Grises, concluí. Muy claros, en todo caso. Cambiantes. Según les diera la luz. En todo caso, destacaban con fuerza por contraste con su cabellera oscura. En ese momento se había arrebujado en el sofá, y comenzaba a desenredar su melena con un peine de cerdas anchas.

Fui hacia ella, se lo quité y la sustituí en la delicada labor. Me dejó hacer, dócil, después de abandonar el vaso vacío sobre la mesa de centro. Ella aprovechó que estuviera ocupado con aquellos menesteres para observarme con detenimiento. Tal se diría que inventariaba los rasgos de mi cara. No me importó saberme observado. Al contrario. Había un halago mudo en el barrido inclemente de sus ojos. Aproveché para recopilar los datos que ya tenía sobre su cuerpo: más alta que el promedio, de carne morena y firme, lo más llamativo era su cabellera, pero bajo aquellos trajes tan serios había unas curvas rotundas y suaves, de guitarra. Nada excesivo, ni mucho menos grotesco. Abultaba donde tenía que abultar, y bien.

Era mayor que yo. No sé cuántos, pero varios años. Yo no era lo que se diga un imberbe. Alguna andadura tenía, y aunque a mis diecinueve no era mucha, era claro que bastante más que la suya. Me acerqué con lentitud. Había casi terminado de peinarla y aquella operación había establecido entre nosotros una nueva intimidad. Ya no existía la rabia ni la agresividad de antes. Por primera vez busqué su boca. La besé con lentitud, casi con reverencia, y gimió débilmente. Recordé la bofetada y me separé con miedo de lastimarla, pero ella buscó mis labios y profundizó el beso.

Me puse de pie y la abracé. Bajo la tela de la bata así su cintura. Tan breve que la abarcaba con un brazo. La estreché con una calidez nueva. Habría dado cualquier cosa por borrar lo anterior y comenzar de nuevo en ese instante; ¿pero cómo olvidar la locura que había vivido desde la víspera, convertido en un vulgar violador? Cerré los ojos y la recordé a mi merced, mientras mi émbolo entraba y salía de su cuerpo entregado, y el solo recuerdo me la empalmó. Ella lo sintió a través de la toalla y sonrió con picardía. Me sorprendió aquella sonrisa, la primera que contemplaba en su semblante, y advertí de golpe lo joven que era. Cedí a la tentación de cometer aquella torpeza y pregunté:

—¿Cuántos años tienes? —ella rió al oírme.

—Cuatro más que tú... cumpliré veintitrés dentro de dos meses... —sólo había una explicación a aquella respuesta: había estado revisando mi expediente.

—Tú sabías quién soy... —observé, a lo tonto. Ella sonrió.

—Y aún así, no me denunciaste... ¿por qué? —me miró un instante y replicó:

—Jamás había sentido aquello... ¿recuerdas? —asentí.

—¿Quieres volver a sentirlo? —pregunté, al tiempo que mis dedos abrían la bata y mi boca golosa asía su pezón. Lo atormenté con mi lengua y la escuché gemir. Mis ojos buscaron los suyos. Vi cómo sus largas pestañas entornaban la mirada complacida y desceñí la bata. Se abrió, mostrando aquella piel morena, suave y lisa. Mi lengua trazó un camino mojado hasta el monte de Venus, donde aún sobresalía aquel pequeño trozo de vello negro. Lo lamí, travieso, y ella gimió.

La cargué en mis brazos y la llevé al dormitorio. La deposité sobre el lecho, pero sus brazos siguieron anudados a mi cuello. La besé con ternura y me dejó por fin. Se quedó mirándome a los ojos, al tiempo que yo me despojaba de la toalla y quedaba a la vista el resultado de tanto mimo. Iba a tenderme a su lado, pero ella acercó sus labios a mi polla y comenzó a chuparla con delicadeza.

En sus caricias había una suavidad nueva, lenta, perezosa casi, que a mí me elevó el morbo aún más que cuando la follé como un desesperado. No había ninguna urgencia entonces. Teníamos todo el tiempo del mundo y estábamos dispuestos a aprovechar para recorrernos con mayor cuidado y dulzura.

Me comió la verga con una sabiduría desconocida para mí. Se demoró adrede para darme el máximo placer. Y cuando terminó con el tallo, ya tan enhiesto que no podía tensarse más, continuó con las bolas, lamiéndolas con verdadero deleite. Tuve que detenerla o me habría corrido ahí mismo, derramándome sobre su cara. Se lo dije, y ella replicó, sonriente:

—Me habría encantado recibir tu leche... —aquello me elevó aún más el morbo. La besé en la boca y percibí el sabor de mi garrote en sus labios. Después, le abrí las piernas y busqué su raja. Mi lengua la recorrió con una suavidad enervante, y yo noté, satisfecho, cómo su cuerpo se retorcía de placer. Luego, intempestivamente, la coloqué boca abajo y abrí sus nalgas. Su culo adolorido estaba rojo, pero no presentaba ningún desgarro como temí. Sin previo aviso, metí mi lengua como un ariete y la sentí tensarse.

—Relájate... —pedí. Supliqué, más bien. Ella me obedeció. Continué penetrándola con mi lengua, mientras mis dedos entraban y salían rítmicamente de su coño. La escuché jadear, estremecida por aquella caricia, y supe que la excitaba.

—¿Te gusta? —dije, y la miré. Ella se volvió. Tenía los ojos húmedos.

—Es la sensación más perturbadora que he experimentado...

—¿Te molesta?

—Al contrario... es... excitante... morboso...

—Transgresor... —completé. Y ella asintió.

—¿Quieres sodomizarme de nuevo? —preguntó, y percibí un aire de temor en sus palabras.

—No. Estás muy lastimada... y aunque mi comportamiento te haya hecho pensar con razón que soy un bruto, no lo soy... no quiero herirte. Prefiero, en cambio, atormentarte de otro modo... quiero oírte gritar de placer... —al oír esto, me miró de modo extraño.

—No sé si pueda... —dijo con tristeza— sólo he conseguido correrme una vez... contigo... y sospecho que fue porque me trataste como una puta... —bajó la vista, avergonzada, y yo me maldije por ser tan bestia. Pero al cabo entendí que lo creía de veras.

—¿Te excita que te trate así? ¿Por qué? —pregunté, perplejo.

—No sé... tal vez porque él me trataba de esa manera... hasta ayer mismo, no había conocido a otro... además, siempre tuve sentimientos de culpabilidad asociados al sexo. Y al ser abordada de este modo, siento que no soy responsable de lo que ocurra... ¿me entiendes? —claro que la entendía. Me inspiró de pronto un sentimiento de piedad.

—¿Quieres que sea tu amante? —pregunté. Ella me miró absorta y asintió.

—Pero más que mi amante... quiero que seas mi amo... —dijo, de modo raro.

—Seguirás follando con él... —repuse, sin énfasis. Calló. Ambos sabíamos, sin embargo, la respuesta.

—No tengo derecho a pedirte, y menos exigirte, nada... ni siquiera sé tu nombre —señalé, y ella sonrió.

—Cristina... me llamo Cristina... —respondió.

—Supongo que debería decirte "mucho gusto", si no me sonara ridículo... me llamo David... —repuse. "David", repitió, como si fuera una especie de ensalmo.

—¿Y tú, David, me deseas? —preguntó a su vez. Yo asentí. Lo había dicho con una coquetería muy femenina, pero en el fondo los dos sabíamos que la pregunta iba en serio.

—¿Alguna ver te maltrató tu... ya sabes? —pregunté, sabiendo que era un atrevimiento de mi parte. Ella asintió, y a mí se me revolvieron las tripas, pero insistí:

—¿En qué forma?

—Antes de... del accidente... —respondió, evidentemente mosqueada— ...le gustaba atarme... siempre le gustó follarme teniéndome atada... también le gustaba propinarme azotes... —lo dijo con evidente embarazo, pero al ver mi actitud, se relajó.

—¿Te excitaba? —inquirí, con verdadero interés.

—La inmovilidad, sí... los azotes... —"no", completé. Ella asintió. Había enrojecido violentamente y se veía aún más hermosa, si cabe, con aquel rosa nuevo en sus mejillas.

—¿Quieres que te ate... o prefieres que trate de llevarte al orgasmo de otro modo...? —pregunté. Ella aceptó mi primera propuesta. Revolvimos la alacena, pero al fin nos conformamos con la cuerda de seda que cerraba su bata. Le até las manos a los barrotes del respaldo de su cama, y le dejé libres las piernas... al mirarla me estremecí. Era un espectáculo de lo más morboso: tenía los brazos sujetos por encima de la cabeza, y sus blancos pechos oscilaban al ritmo de su respiración jadeante. No quise inmovilizarla del todo, pero la amenacé: "Como me golpees con las piernas, te atizo, perra...". Aquella frase tuvo la virtud de excitarla aún más. Vi cómo su mirada glauca brilló, al mismo tiempo humillada y complacida.

—Insúltame... —pidió.

—¿Te gusta?

—Mucho... no sé por qué, pero cuando me llamas cosas... me pones aún más cachonda...

—¿Y te gusta que te ponga así? —pregunté, abriéndole las piernas con intención aviesa. Bajé mi boca hasta su raja y mi lengua tocó su botón. La escuché gemir y no esperé otra respuesta. Entré en su coño, empapándolo de saliva, y ella jadeó sin aliento. Mis manos se apoderaron de sus caderas y profundicé mi penetración, pero al cabo la solté. No quería que se corriese aún. La miré. Tenía los ojos glaucos fijos en los míos, con aquella expresión agónica que en las mujeres me recuerda a la de las mártires en las iglesias. Esa idea siempre me ha parecido a la vez sacrílega y fascinante. Es curioso que el rostro se contorsione del mismo modo con el máximo placer y el más devastador sufrimiento.

Mis manos acariciaron sus tetas. Las tenía pesadas, aunque no excesivas. No me gustan esas tías que parece que van a caerse de bruces cuando caminan, con tanto peso delante. Tampoco eran poca cosa. Masivas, lechosas, una verdadera delicia... lamí ávido uno de los pezones y la escuché jadear. De inmediato se puso erecto, como ya tenía yo la polla, sólo que procuraba no acordarme. Como si eso fuera posible...

—¿Te gustaría anillártelas? —pregunté. Ella me miró sorprendida.

—Nunca se me había ocurrido... ¿y a ti, te gustaría que lo hiciese? —preguntó

—Me dan morbo las tías anilladas...

—¿Y tú? ¿Te anillarías los pezones?

—¿Qué? ¿Me estás retando?

—¿Por qué no? Si me los anillo, dolerá lo suyo, ¿no?... —repuso, con un dejo de picardía. Tenía razón, pero yo no dejé de estremecerme. ¿Anillarme? Pues, no. Jamás se me había ocurrido ese tipo de cosas. Ni piercings ni tatuajes. No es que sea un mojigato, ni mucho menos... tampoco un cobarde. En fin... para pensar en eso estaba yo, que moría por hincarle la polla hasta el fondo de aquel coño depilado, apenas con un mechón de vello oscuro por encima. Una delicia. Eso es lo que era.

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